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DURANTE EL TIEMPO DE EZEQUÍAS: Comentario al profeta Isaías


Emiliano Jiménez


DURANTE LOS PRIMEROS AÑOS DE EZEQUÍAS

 

El año 727 muere el rey Acaz y le sucede Ezequías, que sólo tiene cinco años de edad. Durante su minoría de edad Judá está gobernada por un regente. Durante estos años Judá se mantiene al margen de alianzas y rebeliones contra Asiria. Isaías dirige un oráculo contra Filistea, que, con motivo de la muerte del rey de Asiria, incita a Judá a la rebelión (14,28-32). Isaías repite una vez más que la salvación está en el Señor, invitando a confiar en sus promesas. Parece que el regente y el pueblo en esta ocasión escuchó la palabra del profeta. Un segundo oráculo (28,1-4) se refiere a la rebelión de Samaría en el año 724. Isaías ataca esta decisión de Samaría y amenaza a la ciudad con la ruina.

 

 DURANTE LA MAYORÍA DE EDAD DE EZEQUÍAS

Durante veinte años Judá ha vivido tranquila pagando tributo a Asiria. Pero, al subir al trono Ezequías en el año 714, movido por sus deseos de reforma religiosa y de independencia política, Judá cambia de actitud. Ezequías se muestra dispuesto a unirse en las revueltas de otros pueblos contra Asiria. Babilonia y Egipto, rivales de Asiria, alientan estas rebeliones. Isaías (c. 39) cuenta que el rey de Babilonia envió una embajada a Ezequías para darle la enhorabuena por su curación milagrosa (Cf c.18). Con esta embajada lo que pretende es ganarse un aliado para su rebelión. Ezequías le muestra todos los tesoros, como demostrando que estaba preparado para la guerra. Isaías condena esta actitud y predice la pérdida de esos tesoros (39,3-8), lo que ocurre doce años más tarde. También Egipto está interesado en fomentar la rebelión (18,1-6).

                                                                        ***

 

a) Oráculo contra Babilonia: 13,1-14,23; 21,1-10

La sección de oráculos contra las naciones se abre con el dirigido contra Babilonia (13,1- 14,23). El enemigo de Israel en tiempos de Isaías es el imperio de Asiria. Al comenzar con Babilonia da a esta sección un carácter escatológico, universal. Son oráculos que transcienden el alcance histórico. Isaías nos da en esta parte de su libro una visión teológica de la historia. Los datos históricos se transfiguran y alcanzan un valor universal, válido para todos los tiempos y lugares. “El día del Señor” es un día eterno que entra en el tiempo nuestro y le juzga. El Dios transcendente se hace presente en el discurrir de la historia con una luz que separa el bien y el mal.

“El día del Señor” es la clásica expresión de los profetas para indicar la entrada potente del Señor en la historia, revelándose en su actuación. Con relación a las naciones, la acción del Señor suele manifestarse en el hecho de transferir el poderío de un reino a otro. Dios ensalza a una nación, la da un poder particular para que ejecute sus designios. Ésta se cree protagonista y no instrumento de Dios, con lo que se enorgullece y comienza a fraguar su ruina. Dios decide transferir el poder a otro pueblo. El momento del cambio de turno se muestra con “espasmos y angustias, turbación y retorcimientos como de parturientas” (13,7-8). Es como un nacimiento de una realidad nueva, que abate a los malvados y suscita un tiempo nuevo de esperanza.

Babilonia, “la perla de los reinos, joya y orgullo de los caldeos, quedará como Sodoma y Gomorra” (13,19), cuando “Dios incita contra ella a los medos” (31,17), que no pretenden saquear ni aceptan dinero a cambio de perdón. Por ello la ciudad quedará sin habitantes. No servirá siquiera como campamento de beduinos y pastores. Solo búhos, hienas y chacales buscarán hallar mansión en sus ruinas (13,21-22).

La caída de Babilonia significa la liberación de Israel. Dios siente compasión entrañable por su pueblo, que sufre bajo el dominio de sus opresores, lejos de su tierra y del templo. Por ello hunde a Babilonia y conduce a su pueblo a la tierra prometida. Israel restablecido acoge en su seno a los prosélitos como miembros de la comunidad del Señor (14,1).

Cuando Dios pone término a la esclavitud, dando reposo a su pueblo (14,3), la asamblea del Señor entona una elegía satírica sobre Babilonia (14,4). No es un canto de venganza, sino un canto de gratitud a Dios por la salvación, que supone liberación del enemigo. El canto es un reconocimiento de Dios como Señor de la historia (14,4-23).

En el canto participa también la creación. La tierra exulta de júbilo y los árboles, cipreses y cedros, que el soberbio emperador talaba para sus edificios lujosos, ahora gritan de alegría (14,7-8). Resulta amargo sentir, ahora que esté hundido en el abismo (14,10), el discurso arrogante del rey, que decía en sus días de esplendor: “Subiré al cielo, levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios y me sentaré en el Monte de la Asamblea, en el vértice de la montaña celeste. Subiré por encima de las nubes, me asemejaré al Altísimo” (14,13-14). Él mismo se cava la tumba entre gusanos y lombrices (14,11).

Isaías nos hace asistir más adelante a la caída de Babilonia (21,1-10). Isaías monta toda una dramatización con una visión y su explicación. La acción irrumpe sin previo aviso como una tormenta de arena del desierto, que no se sabe de donde viene ni adónde va, pero que deja a todos en suspenso, sobrecogidos, expectantes de lo que pueda ocurrir (21,1).

La caída de Babilonia se parece a una traición inesperada: “el traidor es traicionado, el devastador es devastado” (21,2). Como todo ocurre de improviso se oyen gritos, arengas y susurros. Los asaltantes de Babilonia son los elamitas y los medos. Isaías se estremece ante lo que contempla y oye (21,3-4). Todo se precipita. El ejército que cae sobre Babilonia se anima con el último banquete antes del asalto (21,5). Y Dios quiere que nadie se pierda la noticia de la caída de la gran ciudad opresora. Quiere que un vigía redoble su atención para dar la noticia apenas se dé. La noticia tiene el poder llevar en sí misma la liberación. Es un gozo que Isaías no puede disimular, cuando él mismo, como centinela del Señor, proclama:

-¡Ha caído, ha caído Babilonia: las estatuas de sus dioses yacen destrozadas por tierra! (21,6-9).

Isaías se siente feliz de su misión de profeta. Con gozo comenta una vez cumplida su misión:

-Pueblo mío, trillado en la era, lo que he escuchado al Señor de los ejércitos, Dios de Israel, te lo anuncio (21,10).

 

 b) Oráculo contra Asiria (14,24-27) y Filistea (14,28-32)

Asiria, el enemigo de Israel en tiempos de Isaías, es la segunda nación contra la que se dirige el oráculo del Señor. Dios opone su plan al plan de Asiria. El plan de Asiría no se cumplirá; el del Señor, sí. Dios deja a Asiria invadir la tierra de Israel. Más aún, es Dios mismo quien le ha invitado a ello (5,26; 7,18). Pero ello, además de contribuir a realizar el plan de Dios sobre su pueblo, es una trampa para Asiria. Por su orgullo y violencia, Asiria ha sobrepasado la tarea que le ha encomendado el Señor. Dios decide derrotar al ejército de Asiria en su tierra, -“en mi país” (14,25), dice Dios-, en las montañas de Palestina.

La derrota de Asaria, enemigo de Israel, tiene como finalidad la salvación del pueblo del Señor. Dios desea quitar a Israel el yugo de la opresión: “resbalará de los míos su yugo, su carga resbalará de sus hombros” (14,25). El cumplimiento de esta palabra llegó con la derrota de Senaquerib a las puertas de Jerusalén en el año 701 (Cf 36-37).

Después de las grandes potencias, Babilonia y Asiria, la palabra de Isaías se dirige a las naciones más pequeñas de los alrededores de Israel. Filistea es uno de los reinos sometidos a Asiria, deseoso siempre de la independencia. Con la muerte de Tiglatpileser, rey de Babilonia, el año 727, año en que también muere el rey Acaz (14,28), la esperanza filistea de independencia se reaviva. Isaías le dice, en nombre de Dios: “No te alegres, Filistea, de que se haya quebrado la vara que te hería, porque de la cepa de la serpiente brotará una víbora y su fruto será un dragón alado, que hará morir de hambre tu cepa y matará tu resto, mientras que los desvalidos pastarán en mis praderas y los pobres se tumbarán tranquilos” (14,29-30).

Es inútil alegrarse por la muerte de un agresor. Todos ellos son fruto de aquella semilla primigenia del paraíso, la serpiente venenosa. Muerto uno, brota otro para continuar la misma obra hostil. No es la muerte del opresor lo que lleva a la salvación, sino la fe y confianza en Dios, que salva a los débiles y oprimidos, que recurren a Él. Israel es ese pueblo débil en el que se “muestra la fuerza de Dios” (2Co 2,19). En cambio, Filistea, al confiar en su propia fuerza, sucumbirá del todo, sin que quede en pie ni un pequeño resto.

En vez de alegrarse, lo que deben hacer los filisteos es gemir, gritar y echarse a temblar. Israel no acoge la alianza que el mensajero de Filistea le ofrece, pues ya tiene otro aliado, que protegerá la ciudad, que Él ha fundado y en la que ha puesto su morada. ¿Qué responder a los mensajeros de Filistea? Isaías se lo dice abiertamente:

-Que el Señor fundó a Sión y en ella se refugiarán los oprimidos de su pueblo (14,31-32).

 

c) Oráculo contra Moab (15-16)

Estos dos capítulos componen un amplio oráculo contra Moab. “Geografía del llanto”, es el título que le da Alonso Schökel, por la cantidad de nombres geográficos y las expresiones de dolor que llenan esta página de Isaías. Los nombres de las ciudades se suceden como señalando el avance de la guerra, que las va despoblando, en la medida en que unos mueren y otros huyen de ellas como prófugos. Las ciudades se quedan sin habitantes, las familias sin hogar.

La desgracia de Moab es nacional como es general el llanto de su población. Los gritos de dolor, los alaridos de desolación, cuyo eco retumba en los campos, impresionan a Isaías que une su llanto al de los moabitas: “Mi corazón se lamenta por Moab, cuyos fugitivos marchan hacia Soar” (15,5). En la desolación de hombres y campos, las fieras salen de sus guaridas, para atacar a los hombres (15,9). Como se suceden nuevas plagas, entre los gritos de dolor, las muchachas se dispersan en desbandada (16,2).

En el centro del oráculo, el profeta se dirige a Moab y a Judá. A Moab le dice que se gane la simpatía de Judá, enviándole un regalo o un tributo: “enviad carneros al soberano del país, desde Petra del desierto al Monte Sión” (16,1). Y a Judá le pide que ofrezca asilo a los fugitivos de Moab: “haz densa tu sombra como la noche, en pleno mediodía, esconde a los fugitivos, no descubras a los prófugos. Da asilo a los fugitivos de Moab” (16,3-4).

David había sometido a Moab, haciéndolo vasallo de Judá, con la obligación de pagar un tributo. Moab se rebeló muchas veces. Ahora ante el peligro de la agresión de Asiria, le conviene volver a pagar sus tributos al rey de Judá. Y Judá, a quien el Señor protege en su templo sobre el Monte Sión, debe cumplir con Moab lo que Dios hace con él. Esto hará que, cesar el poder del opresor, las promesas hechas a David, descendiente de la moabita Rut, se cumplan en favor de la nación que acogió a los padres de David en el momento de la persecución de Saúl: “En la tienda de David se asentará el trono sobre la fidelidad y la verdad, pues se sentará en él un juez amante de la justicia” (16,5).

Esta visión de la clemencia, fidelidad y justicia, una vez cesada la opresión, supera y trasciende la situación histórica, apuntando a la esperanza mesiánica. El Mesías acogerá a todos los pueblos en su reino de paz y justicia.

El tercer cuadro del oráculo explica la razón de la desgracia de Moab. “El orgullo desmedido de Moab, su soberbia y arrogancia” (16,6) son la causa de su desgracia. Sus bravatas y altanería se transforman en gemidos y lamentos. Se repiten los nombres de la ciudades que lloran y lamentan su situación presente, en contraste con su prosperidad anterior. Moab, país de viñas y vino, languidece ahora con sus sarmientos tronchados por las naciones (16,8). Las lágrimas del profeta intentas regar las viña ya seca (16,9). Las coplas de los vendimiadores y de los que pisaban las uvas en el tino expresaban la alegría de la cosecha. Ahora enmudecen los cantos y sólo suena, como una cítara, la entrañable elegía del profeta (16,9-11). Las plegarias y romerías a sus santuarios serán inútiles. El Señor, Dios de Israel, ha decretado su ruina y su palabra se cumplirá, sólo un resto, “unos pocos, escasos e impotentes” se salvarán” (16,14).

 

d) Oráculo contra Damasco, Efraín y otras naciones (17,1-14) 

Este capítulo reúne diversos oráculos. Comienza dirigiéndose a Damasco, la capital de Siria. La palabra es tajante: “Damasco va a dejar de ser ciudad, será un montón de escombros” (17,1). Siria desaparece como nación habitada; su territorio queda reducido a pastizal para los rebaños (17,2). Con Siria se ve arrastrado Israel, el reino del Norte, que se unido a Siria contra Judá. Israel, aquí llamado Efraín, perderá la nobleza y conservará un resto, cosa no sucederá con Damasco (17,3).

Israel, ahora llamado Jacob, salvará un resto pobre y débil. Isaías compara a ese resto con la brazada que el segador puede coger en su mano o con el rebusco que queda abandonado en el rastrojo después de haber espigado en él. Siguiendo con su comparaciones agrícolas lo compara con las dos o tres aceitunas que quedan después de varear el olivo (17,5-6).

La esperanza de Isaías es que, ante el actuar de Dios en la historia, el hombre, -y aquí habla de todo hombre- se convierta a Dios, ponga sus ojos en el Santo de Israel y no en los ídolos, hechura de sus manos” (17,7-8). Mirar a Dios, libera; quedarse en las propias obras, esclaviza.

Isaías recuerda a los israelitas lo que aconteció a los habitantes de Canaán cuando ellos llegaron desde Egipto. Eso mismo les puede suceder a ellos ahora. Las ciudades de los heveos y amorreos quedaron desiertas ante el avance de Israel. Lo mismo le sucederá a Israel por olvidarse de Dios, su Salvador (17,9-10). En la medida en que el pueblo de Dios planta jardines idolátricos, injertando sarmientos extranjeros, su plantío se malogra. La confianza de Israel en los ídolos de la vegetación se convierte en castigo en el plano de la fecundidad de los campos. Dios es siempre celoso con su pueblo (17,10-11).

Isaías termina el capítulo haciéndonos escuchar el retumbar de un ejército inmenso. El estrépito del ejército asirio es como el bramido de las aguas que retumban impetuosas en un día de tormenta (!7,12). La verdad es que a Dios le basta un solo grito para acallar y ahuyentar al inmenso ejército. Le basta una sola noche para exterminar al agresor (17,13-14).

 

f) Oráculo contra Etiopía y Egipto (18-20)

Este oráculo se dirige contra Etiopia, “el país del zumbido de alas”, al sur de Egipto. Parece ser que el jefe etíope envió mensajeros a Jerusalén, para proponer una alianza contra Asiria. A Isaías le debió de impresionar la presencia de esos embajadores exóticos, “de piel bruñida”, que llegaban por mar en canoas de juncos (18,1-2).

Este incidente sin aparente importancia le da ocasión a Isaías para pronunciar un mensaje universal, dirigido a “los habitantes del orbe, a los moradores de la tierra”. Para el profeta en la insignificante ciudad de Jerusalén se deciden los destinos del mundo. La profecía se cumplirá cuando el Señor dé la señal. Isaías invita a todos a estar atentos a ese momento (18,3).

Dios dirige la historia como Señor del tiempo. Los hechos se encaminan a su meta, los hombres maduran como la uva bajo la mirada tranquila de Dios. Todo va llevando a los hombres y a los pueblos hacia el día de la siega o de la vendimia. Días de sol y días nublados se alternan en la historia de la humanidad. Las plantas, con sol y lluvia, alcanzan su sazón; veranean e inviernan las fieras hasta que se cumpla el tiempo que Dios ha fijado (18,4-6). Entonces “el pueblo esbelto, de piel bruñida, llevará tributo al Señor..., subiendo al lugar dedicado al Señor, en el Monte Sión” (18,7).

Etiopía subirá con las demás naciones en peregrinación a rendir homenaje al Señor, Dios de Israel: “Desde allende los ríos de Etiopía, mis suplicantes me traerán mi ofrenda” (So 3,10; Za 14,16. Sión canta con el salmista: “Yo cuento a Ráhab y Babel entre los que me conocen. Tiro, Filistea y Etiopía han nacido en ella” (Sal 87,4; 68,32-33).

A la elegía sobre Etiopía sigue el oráculo contra Egipto. Isaías nos invita a levantar los ojos para contemplar a Dios, que cabalga sobre una nube ligera y penetra en Egipto (19,1). La nube es el carro del Señor (Dt 33,26; Sal 68,35), que invade Egipto desde el cielo. Ante la presencia de Dios se echan a temblar los ídolos de Egipto y se desmaya el corazón de sus habitantes. En su desconcierto los mismos egipcios pelean entre sí, hermano contra hermano, ciudad contra ciudad, reino contra reino (19,2). El pánico les lleva a buscar remedio en sus magos, como en tiempos del Éxodo (Ex 7-8). Pero, como entonces, de nada les sirve la magia. Dios decide entregar el reino de Egipto en manos de “el señor cruel”, un rey extranjero (19,3-4).

La riqueza de Egipto, fruto de las inundaciones regulares del Nilo, se esfuman. El río se seca y, con él, se pierde los frutos de la tierra (19,7), la pesca (19,8), la industria textil (19,9). Señores y siervos, amos y jornaleros sufren lo mismo: “quedan consternados” (19,10). Si el Nilo es la seguridad de Egipto, con su sequía se hunde toda esperanza de vida.

Los sabios de Egipto se sienten transtornados. El Señor infunde en sus entrañas un espíritu de vértigo, que les hace dar traspiés como borrachos. Sus consejos son desatinados e inútiles, pues no conocen los designios de Dios y su sabiduría se hace desvarío. Isaías se enfrenta con ellos, abrumándoles con sus preguntas sin respuestas. La autosuficiencia con que se gloriaban de su sabiduría cae por tierra, sumiéndoles en la confusión. Como el Señor ha planeado la caída de Egipto, nada les sale bien (19,11-15).

De repente cambia el panorama. El capítulo sigue con una de las profecías más significativas de todo el Antiguo Testamento. En este texto podemos hallar la luz para comprender todos los oráculos contra las naciones. Egipto y Asiria son el símbolo real de los imperios opresores de Israel. Egipto es “la casa de esclavitud”, de donde Dios saca a su pueblo en sus orígenes; Asiria, manchada de sangre y deportaciones, es la expresión de la agresión presente a Israel en el tiempo de Isaías. Contra estos dos imperios se alza la voz de Isaías en nombre de Dios. Dios es el Señor de la historia, Dominador de todos los dominadores. Es el Salvador. Ante Él, presente en su pueblo, los egipcios tiemblan asustados. Si Dios agita su mano contra ellos toda su potencia se esfuma. Sólo con oír mentar a Judá les hace temblar (19,16-17).

Y sin embargo Egipto, y también Asiria, derrotados como imperios insolentes, no son aniquilados, sino elegidos y transformados. El profeta pasa de la amenaza a la bendición. Los judíos, que antes infundían terror, ahora, emigrados a Egipto, se instalan allí, introducen su lengua y el culto del Señor. Así en Egipto, la tierra de la esclavitud, comienza a oírse el nombre del Señor y sobre esa tierra se derrama la bendición de Dios (19,18).

Más aún, el culto a Dios se difunde en Egipto, se edifica un altar y un monumento en honor del Señor, como signos visibles de su presencia benéfica entre los egipcios. Como en otro tiempo los judíos clamaron al Señor y Él les escuchó en su aflicción (Ex 5,8.17; 8,8; Dt 26,7...), también ahora escuchará a los egipcios si claman a él: “si claman al Señor contra el opresor, Él les enviará un salvador y defensor que les libre” (19,19-20).

Aquel día los egipcios reconocerán al Señor como Dios salvador. Le reconocerán en el culto y en la vida. El Dios de Israel, que se manifestó con brazo potente hiriendo a Egipto para liberar a su pueblo (Ex 6,6; Dt 4,34), ahora “herirá y sanará” a Egipto. Sus plagas son saludables. Con las plagas Dios busca la conversión hasta de Egipto (19,21-22).

Egipto y Asiria, los dos imperios, el de occidente y el de oriente, enfrentados entre sí en lucha permanente por la hegemonía del mundo, han arrastrado en su lucha a todos los otros reinos menores. Ahora, por la acción del Señor, los dos imperios se reconcilian, abriendo un camino de Egipto a Asiria. Ambos se unen entre sí y sellan la paz, dando culto, unidos, al único Señor, el Dios de Israel (19,23).

En esa paz universal, el pequeño reino de Israel, se convierte en mediador de paz entre las dos grandes potencias. La bendición ofrecida a Abraham para todas las naciones, se realizará a través de Israel. La fórmula de bendición, pronunciada por el mismo Dios, es impresionante. Aunque Israel siga siendo el pueblo de su heredad, Egipto recibe el calificativo de “pueblo mío”:

“¡Bendito mi pueblo, Egipto, y la obra de mis manos, Asiria, y mi heredad, Israel!” (19,24-25).

Es grandiosa la visión de fe sobre la historia que nos ofrece Isaías. Pero este final pasa por las vicisitudes de los acontecimientos enigmáticos y dolorosos de la vida. En el capítulo siguiente, Isaías nos habla de nuevo, con su persona y con su palabra, de Egipto y Etiopía. Dios le manda que anticipe en su persona lo que tocará, tres años después, a Egipto y Etiopía:

-Anda, desátate el sayal de la cintura, quítate las sandalias de los pies (20,2).   

Isaías obedece al Señor y durante tres años le tocó caminar por la ciudad desnudo y descalzo. Se trata de una acción simbólica, frecuente en la vida de los profetas. Es una acción enigmática hasta que la palabra la explica. Parece ser que hacia el año 711, en una de las revueltas de los reinos vasallos contra Asiria, los judíos y demás naciones pequeñas contaban con el apoyo de Egipto y Etiopía. Entonces, al llegar el general en jefe de Asiria, el Señor le manda a Isaías que explique el significado de su extraña acción:

-Así como ha andado mi siervo Isaías desnudo y descalzo tres años como señal y presagio respecto a  Egipto y Etiopia, así conducirá el rey de Asur a los cautivos de Egipto y a los deportados de Etiopía, mozos y viejos, desnudos, descalzos y con las nalgas al aire (20,3-4).

Los pequeños reinos rebeldes, al ver el desfile vergonzoso, reconocen la inutilidad de su confianza puesta en Egipto y Etiopía, quedando asustados y confusos, diciéndose unos a otros:

-Ahí tenéis en qué ha parado nuestra esperanza, adonde acudíamos en busca deauxilio para librarnos del rey de Asur. Pues ¿cómo nos escaparemos nosotros? (20,5-6).

No hay salvación sino en el Señor.

 

g) Oráculo contra Arabia (21,13-17)

Las amenazas contra las naciones extranjeras en ocasiones se ven aliviadas por promesas de salvación (18,7; 19,19-25).

Hay oráculos que nos resultan enigmáticos, en los que no sabemos si se nos anuncia que llega el día o la noche: “Alguien me grita desde Seír: Centinela, ¿qué hay de la noche? Centinela, ¿qué hay de la noche? Dice el centinela: Vendrá la mañana y también la noche. Si queréis preguntar, preguntad, venid otra vez” (21,11-12).

Mas que un oráculo contra Arabia, la palabra es una invitación a las tribus árabes de Dedán y Tema a ayudar a los fugitivos a salvar sus vidas. Ambos ciudades están en la rita de las caravanas. Dedán se dedica al comercio y Tema es un oasis, punto obligado de parada y aprovisionamiento de las caravanas. El Señor les pide que se apiaden de los fugitivos de guerra y les salven ofreciéndoles pan y agua (21,13-15).

En cambio se amenaza a otra tribu árabe. Cadar es una gran tribu del norte de Arabia, que tiene arqueros famosos y prestan como tales servicio en los ejércitos extranjeros. Por esa participación en las campañas de agresión sufrirán la pérdida de sus mejores hombres (21,16-17).

 

h) Oráculo contra Tiro y Sidón: 23,1-18.

 La elegía sobre Tirón y Sidón cierra esta sección de oráculos contra la naciones. Hay un invito al llanto dirigido a las naves de Tarsis porque su puerto, Tiro, ha sido destruido. Luego sigue el silencio, como señal de duelo. Sin puerto, el mar no puede ofrecer ningún servicio ni auxilio. Se vuelve completamente estéril. Desaparecen también los intercambios comerciales. Así la desgracia afecta a las colonias y a los otros pueblos relacionados con Tiro y Sidón (23,1-6).

Tiro, cuya magnífica elegía hará Ezequiel (Ez 26-28), es la reina de los mores. Sus orígenes antiguos la dan un gran prestigio. Sentada sobre una roca a pocos kilómetros de la costa es casi inexpugnable. Esto hace que la pequeña isla lleve en el presente una intensa vida comercial. ¿Lleve? Isaías, en su elegía, se dirige a ella con una serie de interrogantes sobre su estado actual. A la luz de la desgracia del presente todo el esplendor de Tiro no es más que un triste recuerdo. (23,7-8). Detrás de los acontecimientos está el Señor, que ha dictado la sentencia contra Tiro:

-El Señor de los ejércitos decretó abatir el orgullo de los príncipes y humillar a los grandes de la tierra (23,9).

Apenas dictada la sentencia, el mismo Señor la realiza, extiende su mano y hace estremecerse los reinos (23,11). Sobre la capital, la doncella, el Señor proclama:

-No volverás a divertirte, doncella violentada (derrotada y destruida), capital de Sidón. Levántate y cruza hasta Chipre, aunque tampoco allí encontrarás reposo (23,23,12).

Tiro, después de perder su hegemonía comercial, quedará olvidada durante tres generaciones. Luego recobrará de nuevo su prestigio y actividad comercial. Y, finalmente, las riquezas de su nueva actividad irán a parar al culto del verdadero Dios (23,15-18).

 

i) Oráculo contra Jerusalén: 22,1-14

 

Entre los oráculos contra las naciones está éste contra Jerusalén. Jerusalén es la ciudad del Señor, pero que “no conoce a su Señor” (1,2). En medios de las guerras de las naciones, en las que se ve envuelta, Jerusalén piensa en reforzar sus defensas y no presta atención al plan de Dios. El Señor la invita a la conversión, al llanto y a la penitencia, y organiza fiestas y banquetes. Ante el pánico, en vez de volverse al Señor y confiar en él, repiten el dicho de los paganos: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”. El castigo de Dios se hace inevitable.

El oráculo comienza representando el final: la derrota ignominiosa, donde se oyen los gritos de apelación y se siente el correr agitado y confuso de los habitantes, que suben en masa a las azoteas a hacer duelo, mientras los jefes desertan de la batalla y otros mueren a espada, alcanzados en su huida (22,1-3). Isaías expresa su dolor compasivo y amargo, pues “es inconsolable el dolor por la derrota de mi pueblo” (22,4).

Es un dolor inútil; la descripción del ataque y asedio de Jerusalén no hace más que ahondar la herida. Las tropas, los carros de combate llenan los valles, arremeten contra la puerta, dejando desguarnecido a Judá. La predicación de Isaías ha fracasado, es el Señor quien envía al enemigo contra la ciudad de David (22,5-8). La medidas de defensas no sirven para defender la ciudad, pues sus habitantes ni piensan en el Señor, su único defensor. Se mueven, se agitan, “pero no se fijan en quien lo ejecuta, ni miran al que lo dispuso desde hace tiempo” (22,9-11).

Isaías termina explicando los hechos. Con angustia denuncia el pecado y la sentencia de condenación. El pueblo ciego, que no conoce a su Señor, es también sordo, pues no ha querido escuchar su advertencia, cuando les invitaba a la penitencia. El Señor les llama al ayuno y ellos organizan festejos, “a degollar vacas... corderos, a beber vino” (22,12-13). La sentencia es inevitable:

-No será expiada esa culpa hasta que muráis, lo ha dicho el Señor, Yahveh Sebaot.

En medio de los oráculos contra los imperios y naciones, nos encontramos con esta invectiva personal contra un funcionario del palacio real (22,15-25). El mayordomo se está “labrando su sepulcro” (22,15-16). En su soberbia, cuando el pueblo está amenazado de muerte, él piensa en perpetuar su nombre. La tierra de Israel está siendo desolada y él quiere asegurarse un derecho en la tierra. El castigo consistirá en morir fuera de la tierra. La “llanura dilatada” se opone a la región montañosa de Judá. Vagará en el desierto y dará vueltas en el exilio, sin patria (22,17-18).

Arrojado fuera de su pueblo (22,19), otro ocupará su lugar. Este segundo mayordomo, de nombre Eleaquín, es revestido de las insignias de su oficio. En concreto, recibe las llaves, símbolo del poder y autoridad suprema en su oficio (22,19-24). El Apocalipsis (Ap 3,7) atribuye a Cristo el poder de las llaves. Y Cristo le dice a Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19).

En realidad la profecía de Isaías apunta ya al tiempo mesiánico. En Eliaquín comienza a cumplirse la promesa pero le supera y transciende. Él es el “elegido”, pero el peso del oficio que se le encomienda es demasiado para él y no se mantiene firme: “Aquel día se removerá la clavija hincada en sitio seguro, cederá y caerá, y se hará añicos el peso que sostenía, porque Yahveh ha hablado” (22,25). La profecía no se cumple, pues, en Eliaquín, queda abierta a su cumplimiento pleno en el Mesías, “el siervo elegido y fiel”.

 

 

 

 





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