DURANTE EL TIEMPO DE EZEQUÍAS
DURANTE LOS
PRIMEROS AÑOS DE EZEQUÍAS
El año 727
muere el rey Acaz y le sucede Ezequías, que sólo tiene cinco años de
edad. Durante su minoría de edad Judá está gobernada por un regente.
Durante estos años Judá se mantiene al margen de alianzas y
rebeliones contra Asiria. Isaías dirige un oráculo contra Filistea,
que, con motivo de la muerte del rey de Asiria, incita a Judá a la
rebelión (14,28-32). Isaías repite una vez más que la salvación está
en el Señor, invitando a confiar en sus promesas. Parece que el
regente y el pueblo en esta ocasión escuchó la palabra del profeta.
Un segundo oráculo (28,1-4) se refiere a la rebelión de Samaría en
el año 724. Isaías ataca esta decisión de Samaría y amenaza a la
ciudad con la ruina.
DURANTE LA MAYORÍA DE EDAD DE EZEQUÍAS
Durante veinte
años Judá ha vivido tranquila pagando tributo a Asiria. Pero, al
subir al trono Ezequías en el año 714, movido por sus deseos de
reforma religiosa y de independencia política, Judá cambia de
actitud. Ezequías se muestra dispuesto a unirse en las revueltas de
otros pueblos contra Asiria. Babilonia y Egipto, rivales de Asiria,
alientan estas rebeliones. Isaías (c. 39) cuenta que el rey de
Babilonia envió una embajada a Ezequías para darle la enhorabuena
por su curación milagrosa (Cf c.18). Con esta embajada lo que
pretende es ganarse un aliado para su rebelión. Ezequías le muestra
todos los tesoros, como demostrando que estaba preparado para la
guerra. Isaías condena esta actitud y predice la pérdida de esos
tesoros (39,3-8), lo que ocurre doce años más tarde. También Egipto
está interesado en fomentar la rebelión (18,1-6).
***
a) Oráculo
contra Babilonia: 13,1-14,23; 21,1-10
La sección de
oráculos contra las naciones se abre con el dirigido contra
Babilonia (13,1- 14,23). El enemigo de Israel en tiempos de Isaías
es el imperio de Asiria. Al comenzar con Babilonia da a esta sección
un carácter escatológico, universal. Son oráculos que transcienden
el alcance histórico. Isaías nos da en esta parte de su libro una
visión teológica de la historia. Los datos históricos se
transfiguran y alcanzan un valor universal, válido para todos los
tiempos y lugares. “El día del Señor” es un día eterno que entra en
el tiempo nuestro y le juzga. El Dios transcendente se hace presente
en el discurrir de la historia con una luz que separa el bien y el
mal.
“El día del
Señor” es la clásica expresión de los profetas para indicar la
entrada potente del Señor en la historia, revelándose en su
actuación. Con relación a las naciones, la acción del Señor suele
manifestarse en el hecho de transferir el poderío de un reino a
otro. Dios ensalza a una nación, la da un poder particular para que
ejecute sus designios. Ésta se cree protagonista y no instrumento de
Dios, con lo que se enorgullece y comienza a fraguar su ruina. Dios
decide transferir el poder a otro pueblo. El momento del cambio de
turno se muestra con “espasmos y angustias, turbación y
retorcimientos como de parturientas” (13,7-8). Es como un nacimiento
de una realidad nueva, que abate a los malvados y suscita un tiempo
nuevo de esperanza.
Babilonia, “la
perla de los reinos, joya y orgullo de los caldeos, quedará como
Sodoma y Gomorra” (13,19), cuando “Dios incita contra ella a los
medos” (31,17), que no pretenden saquear ni aceptan dinero a cambio
de perdón. Por ello la ciudad quedará sin habitantes. No servirá
siquiera como campamento de beduinos y pastores. Solo búhos, hienas
y chacales buscarán hallar mansión en sus ruinas (13,21-22).
La caída de
Babilonia significa la liberación de Israel. Dios siente compasión
entrañable por su pueblo, que sufre bajo el dominio de sus
opresores, lejos de su tierra y del templo. Por ello hunde a
Babilonia y conduce a su pueblo a la tierra prometida. Israel
restablecido acoge en su seno a los prosélitos como miembros de la
comunidad del Señor (14,1).
Cuando Dios
pone término a la esclavitud, dando reposo a su pueblo (14,3), la
asamblea del Señor entona una elegía satírica sobre Babilonia
(14,4). No es un canto de venganza, sino un canto de gratitud a Dios
por la salvación, que supone liberación del enemigo. El canto es un
reconocimiento de Dios como Señor de la historia (14,4-23).
En el canto
participa también la creación. La tierra exulta de júbilo y los
árboles, cipreses y cedros, que el soberbio emperador talaba para
sus edificios lujosos, ahora gritan de alegría (14,7-8). Resulta
amargo sentir, ahora que esté hundido en el abismo (14,10), el
discurso arrogante del rey, que decía en sus días de esplendor:
“Subiré al cielo, levantaré mi trono por encima de las estrellas de
Dios y me sentaré en el Monte de la Asamblea, en el vértice de la
montaña celeste. Subiré por encima de las nubes, me asemejaré al
Altísimo” (14,13-14). Él mismo se cava la tumba entre gusanos y
lombrices (14,11).
Isaías nos hace
asistir más adelante a la caída de Babilonia (21,1-10). Isaías monta
toda una dramatización con una visión y su explicación. La acción
irrumpe sin previo aviso como una tormenta de arena del desierto,
que no se sabe de donde viene ni adónde va, pero que deja a todos en
suspenso, sobrecogidos, expectantes de lo que pueda ocurrir (21,1).
La caída de
Babilonia se parece a una traición inesperada: “el traidor es
traicionado, el devastador es devastado” (21,2). Como todo ocurre de
improviso se oyen gritos, arengas y susurros. Los asaltantes de
Babilonia son los elamitas y los medos. Isaías se estremece ante lo
que contempla y oye (21,3-4). Todo se precipita. El ejército que cae
sobre Babilonia se anima con el último banquete antes del asalto
(21,5). Y Dios quiere que nadie se pierda la noticia de la caída de
la gran ciudad opresora. Quiere que un vigía redoble su atención
para dar la noticia apenas se dé. La noticia tiene el poder llevar
en sí misma la liberación. Es un gozo que Isaías no puede disimular,
cuando él mismo, como centinela del Señor, proclama:
-¡Ha caído, ha
caído Babilonia: las estatuas de sus dioses yacen destrozadas por
tierra! (21,6-9).
Isaías se
siente feliz de su misión de profeta. Con gozo comenta una vez
cumplida su misión:
-Pueblo mío,
trillado en la era, lo que he escuchado al Señor de los ejércitos,
Dios de Israel, te lo anuncio (21,10).
b) Oráculo contra Asiria
(14,24-27) y Filistea (14,28-32)
Asiria, el
enemigo de Israel en tiempos de Isaías, es la segunda nación contra
la que se dirige el oráculo del Señor. Dios opone su plan al plan de
Asiria. El plan de Asiría no se cumplirá; el del Señor, sí. Dios
deja a Asiria invadir la tierra de Israel. Más aún, es Dios mismo
quien le ha invitado a ello (5,26; 7,18). Pero ello, además de
contribuir a realizar el plan de Dios sobre su pueblo, es una trampa
para Asiria. Por su orgullo y violencia, Asiria ha sobrepasado la
tarea que le ha encomendado el Señor. Dios decide derrotar al
ejército de Asiria en su tierra, -“en mi país” (14,25), dice Dios-,
en las montañas de Palestina.
La derrota de Asaria, enemigo de Israel, tiene como finalidad la salvación del pueblo del Señor. Dios desea quitar a Israel el yugo de la opresión: “resbalará de los míos su yugo, su carga resbalará de sus hombros” (14,25). El cumplimiento de esta palabra llegó con la derrota de Senaquerib a las puertas de Jerusalén en el año 701 (Cf 36-37).
Después de las
grandes potencias, Babilonia y Asiria, la palabra de Isaías se
dirige a las naciones más pequeñas de los alrededores de Israel.
Filistea es uno de los reinos sometidos a Asiria, deseoso siempre de
la independencia. Con la muerte de Tiglatpileser, rey de Babilonia,
el año 727, año en que también muere el rey Acaz (14,28), la
esperanza filistea de independencia se reaviva. Isaías le dice, en
nombre de Dios: “No te alegres, Filistea, de que se haya quebrado la
vara que te hería, porque de la cepa de la serpiente brotará una
víbora y su fruto será un dragón alado, que hará morir de hambre tu
cepa y matará tu resto, mientras que los desvalidos pastarán en mis
praderas y los pobres se tumbarán tranquilos” (14,29-30).
Es inútil
alegrarse por la muerte de un agresor. Todos ellos son fruto de
aquella semilla primigenia del paraíso, la serpiente venenosa.
Muerto uno, brota otro para continuar la misma obra hostil. No es la
muerte del opresor lo que lleva a la salvación, sino la fe y
confianza en Dios, que salva a los débiles y oprimidos, que recurren
a Él. Israel es ese pueblo débil en el que se “muestra la fuerza de
Dios” (2Co 2,19). En cambio, Filistea, al confiar en su propia
fuerza, sucumbirá del todo, sin que quede en pie ni un pequeño
resto.
En vez de
alegrarse, lo que deben hacer los filisteos es gemir, gritar y
echarse a temblar. Israel no acoge la alianza que el mensajero de
Filistea le ofrece, pues ya tiene otro aliado, que protegerá la
ciudad, que Él ha fundado y en la que ha puesto su morada. ¿Qué
responder a los mensajeros de Filistea? Isaías se lo dice
abiertamente:
-Que el Señor
fundó a Sión y en ella se refugiarán los oprimidos de su pueblo
(14,31-32).
c) Oráculo
contra Moab (15-16)
Estos dos
capítulos componen un amplio oráculo contra Moab. “Geografía del
llanto”, es el título que le da Alonso Schökel, por la cantidad de
nombres geográficos y las expresiones de dolor que llenan esta
página de Isaías. Los nombres de las ciudades se suceden como
señalando el avance de la guerra, que las va despoblando, en la
medida en que unos mueren y otros huyen de ellas como prófugos. Las
ciudades se quedan sin habitantes, las familias sin hogar.
La desgracia de
Moab es nacional como es general el llanto de su población. Los
gritos de dolor, los alaridos de desolación, cuyo eco retumba en los
campos, impresionan a Isaías que une su llanto al de los moabitas:
“Mi corazón se lamenta por Moab, cuyos fugitivos marchan hacia Soar”
(15,5). En la desolación de hombres y campos, las fieras salen de
sus guaridas, para atacar a los hombres (15,9). Como se suceden
nuevas plagas, entre los gritos de dolor, las muchachas se dispersan
en desbandada (16,2).
En el centro
del oráculo, el profeta se dirige a Moab y a Judá. A Moab le dice
que se gane la simpatía de Judá, enviándole un regalo o un tributo:
“enviad carneros al soberano del país, desde Petra del desierto al
Monte Sión” (16,1). Y a Judá le pide que ofrezca asilo a los
fugitivos de Moab: “haz densa tu sombra como la noche, en pleno
mediodía, esconde a los fugitivos, no descubras a los prófugos. Da
asilo a los fugitivos de Moab” (16,3-4).
David había
sometido a Moab, haciéndolo vasallo de Judá, con la obligación de
pagar un tributo. Moab se rebeló muchas veces. Ahora ante el peligro
de la agresión de Asiria, le conviene volver a pagar sus tributos al
rey de Judá. Y Judá, a quien el Señor protege en su templo sobre el
Monte Sión, debe cumplir con Moab lo que Dios hace con él. Esto hará
que, cesar el poder del opresor, las promesas hechas a David,
descendiente de la moabita Rut, se cumplan en favor de la nación que
acogió a los padres de David en el momento de la persecución de
Saúl: “En la tienda de David se asentará el trono sobre la fidelidad
y la verdad, pues se sentará en él un juez amante de la justicia”
(16,5).
Esta visión de la clemencia, fidelidad y justicia, una vez cesada la opresión, supera y trasciende la situación histórica, apuntando a la esperanza mesiánica. El Mesías acogerá a todos los pueblos en su reino de paz y justicia.
El tercer
cuadro del oráculo explica la razón de la desgracia de Moab. “El
orgullo desmedido de Moab, su soberbia y arrogancia” (16,6) son la
causa de su desgracia. Sus bravatas y altanería se transforman en
gemidos y lamentos. Se repiten los nombres de la ciudades que lloran
y lamentan su situación presente, en contraste con su prosperidad
anterior. Moab, país de viñas y vino, languidece ahora con sus
sarmientos tronchados por las naciones (16,8). Las lágrimas del
profeta intentas regar las viña ya seca (16,9). Las coplas de los
vendimiadores y de los que pisaban las uvas en el tino expresaban la
alegría de la cosecha. Ahora enmudecen los cantos y sólo suena, como
una cítara, la entrañable elegía del profeta (16,9-11). Las
plegarias y romerías a sus santuarios serán inútiles. El Señor, Dios
de Israel, ha decretado su ruina y su palabra se cumplirá, sólo un
resto, “unos pocos, escasos e impotentes” se salvarán” (16,14).
d) Oráculo
contra Damasco, Efraín y otras naciones (17,1-14)
Este capítulo
reúne diversos oráculos. Comienza dirigiéndose a Damasco, la capital
de Siria. La palabra es tajante: “Damasco va a dejar de ser ciudad,
será un montón de escombros” (17,1). Siria desaparece como nación
habitada; su territorio queda reducido a pastizal para los rebaños
(17,2). Con Siria se ve arrastrado Israel, el reino del Norte, que
se unido a Siria contra Judá. Israel, aquí llamado Efraín, perderá
la nobleza y conservará un resto, cosa no sucederá con Damasco
(17,3).
Israel, ahora
llamado Jacob, salvará un resto pobre y débil. Isaías compara a ese
resto con la brazada que el segador puede coger en su mano o con el
rebusco que queda abandonado en el rastrojo después de haber
espigado en él. Siguiendo con su comparaciones agrícolas lo compara
con las dos o tres aceitunas que quedan después de varear el olivo
(17,5-6).
La esperanza de
Isaías es que, ante el actuar de Dios en la historia, el hombre, -y
aquí habla de todo hombre- se convierta a Dios, ponga sus ojos en el
Santo de Israel y no en los ídolos, hechura de sus manos” (17,7-8).
Mirar a Dios, libera; quedarse en las propias obras, esclaviza.
Isaías recuerda
a los israelitas lo que aconteció a los habitantes de Canaán cuando
ellos llegaron desde Egipto. Eso mismo les puede suceder a ellos
ahora. Las ciudades de los heveos y amorreos quedaron desiertas ante
el avance de Israel. Lo mismo le sucederá a Israel por olvidarse de
Dios, su Salvador (17,9-10). En la medida en que el pueblo de Dios
planta jardines idolátricos, injertando sarmientos extranjeros, su
plantío se malogra. La confianza de Israel en los ídolos de la
vegetación se convierte en castigo en el plano de la fecundidad de
los campos. Dios es siempre celoso con su pueblo (17,10-11).
Isaías termina
el capítulo haciéndonos escuchar el retumbar de un ejército inmenso.
El estrépito del ejército asirio es como el bramido de las aguas que
retumban impetuosas en un día de tormenta (!7,12). La verdad es que
a Dios le basta un solo grito para acallar y ahuyentar al inmenso
ejército. Le basta una sola noche para exterminar al agresor
(17,13-14).
f) Oráculo
contra Etiopía y Egipto (18-20)
Este oráculo se
dirige contra Etiopia, “el país del zumbido de alas”, al sur de
Egipto. Parece ser que el jefe etíope envió mensajeros a Jerusalén,
para proponer una alianza contra Asiria. A Isaías le debió de
impresionar la presencia de esos embajadores exóticos, “de piel
bruñida”, que llegaban por mar en canoas de juncos (18,1-2).
Este incidente
sin aparente importancia le da ocasión a Isaías para pronunciar un
mensaje universal, dirigido a “los habitantes del orbe, a los
moradores de la tierra”. Para el profeta en la insignificante ciudad
de Jerusalén se deciden los destinos del mundo. La profecía se
cumplirá cuando el Señor dé la señal. Isaías invita a todos a estar
atentos a ese momento (18,3).
Dios dirige la
historia como Señor del tiempo. Los hechos se encaminan a su meta,
los hombres maduran como la uva bajo la mirada tranquila de Dios.
Todo va llevando a los hombres y a los pueblos hacia el día de la
siega o de la vendimia. Días de sol y días nublados se alternan en
la historia de la humanidad. Las plantas, con sol y lluvia, alcanzan
su sazón; veranean e inviernan las fieras hasta que se cumpla el
tiempo que Dios ha fijado (18,4-6). Entonces “el pueblo esbelto, de
piel bruñida, llevará tributo al Señor..., subiendo al lugar
dedicado al Señor, en el Monte Sión” (18,7).
Etiopía subirá
con las demás naciones en peregrinación a rendir homenaje al Señor,
Dios de Israel: “Desde allende los ríos de Etiopía, mis suplicantes
me traerán mi ofrenda” (So 3,10; Za 14,16. Sión canta con el
salmista: “Yo cuento a Ráhab y Babel entre los que me conocen. Tiro,
Filistea y Etiopía han nacido en ella” (Sal 87,4; 68,32-33).
A la elegía
sobre Etiopía sigue el oráculo contra Egipto. Isaías nos invita a
levantar los ojos para contemplar a Dios, que cabalga sobre una nube
ligera y penetra en Egipto (19,1). La nube es el carro del Señor (Dt
33,26; Sal 68,35), que invade Egipto desde el cielo. Ante la
presencia de Dios se echan a temblar los ídolos de Egipto y se
desmaya el corazón de sus habitantes. En su desconcierto los mismos
egipcios pelean entre sí, hermano contra hermano, ciudad contra
ciudad, reino contra reino (19,2). El pánico les lleva a buscar
remedio en sus magos, como en tiempos del Éxodo (Ex 7-8). Pero, como
entonces, de nada les sirve la magia. Dios decide entregar el reino
de Egipto en manos de “el señor cruel”, un rey extranjero (19,3-4).
La riqueza de
Egipto, fruto de las inundaciones regulares del Nilo, se esfuman. El
río se seca y, con él, se pierde los frutos de la tierra (19,7), la
pesca (19,8), la industria textil (19,9). Señores y siervos, amos y
jornaleros sufren lo mismo: “quedan consternados” (19,10). Si el
Nilo es la seguridad de Egipto, con su sequía se hunde toda
esperanza de vida.
Los sabios de
Egipto se sienten transtornados. El Señor infunde en sus entrañas un
espíritu de vértigo, que les hace dar traspiés como borrachos. Sus
consejos son desatinados e inútiles, pues no conocen los designios
de Dios y su sabiduría se hace desvarío. Isaías se enfrenta con
ellos, abrumándoles con sus preguntas sin respuestas. La
autosuficiencia con que se gloriaban de su sabiduría cae por tierra,
sumiéndoles en la confusión. Como el Señor ha planeado la caída de
Egipto, nada les sale bien (19,11-15).
De repente
cambia el panorama. El capítulo sigue con una de las profecías más
significativas de todo el Antiguo Testamento. En este texto podemos
hallar la luz para comprender todos los oráculos contra las
naciones. Egipto y Asiria son el símbolo real de los imperios
opresores de Israel. Egipto es “la casa de esclavitud”, de donde
Dios saca a su pueblo en sus orígenes; Asiria, manchada de sangre y
deportaciones, es la expresión de la agresión presente a Israel en
el tiempo de Isaías. Contra estos dos imperios se alza la voz de
Isaías en nombre de Dios. Dios es el Señor de la historia, Dominador
de todos los dominadores. Es el Salvador. Ante Él, presente en su
pueblo, los egipcios tiemblan asustados. Si Dios agita su mano
contra ellos toda su potencia se esfuma. Sólo con oír mentar a Judá
les hace temblar (19,16-17).
Y sin embargo
Egipto, y también Asiria, derrotados como imperios insolentes, no
son aniquilados, sino elegidos y transformados. El profeta pasa de
la amenaza a la bendición. Los judíos, que antes infundían terror,
ahora, emigrados a Egipto, se instalan allí, introducen su lengua y
el culto del Señor. Así en Egipto, la tierra de la esclavitud,
comienza a oírse el nombre del Señor y sobre esa tierra se derrama
la bendición de Dios (19,18).
Más aún, el
culto a Dios se difunde en Egipto, se edifica un altar y un
monumento en honor del Señor, como signos visibles de su presencia
benéfica entre los egipcios. Como en otro tiempo los judíos clamaron
al Señor y Él les escuchó en su aflicción (Ex 5,8.17; 8,8; Dt
26,7...), también ahora escuchará a los egipcios si claman a él: “si
claman al Señor contra el opresor, Él les enviará un salvador y
defensor que les libre” (19,19-20).
Aquel día los
egipcios reconocerán al Señor como Dios salvador. Le reconocerán en
el culto y en la vida. El Dios de Israel, que se manifestó con brazo
potente hiriendo a Egipto para liberar a su pueblo (Ex 6,6; Dt
4,34), ahora “herirá y sanará” a Egipto. Sus plagas son saludables.
Con las plagas Dios busca la conversión hasta de Egipto (19,21-22).
Egipto y
Asiria, los dos imperios, el de occidente y el de oriente,
enfrentados entre sí en lucha permanente por la hegemonía del mundo,
han arrastrado en su lucha a todos los otros reinos menores. Ahora,
por la acción del Señor, los dos imperios se reconcilian, abriendo
un camino de Egipto a Asiria. Ambos se unen entre sí y sellan la
paz, dando culto, unidos, al único Señor, el Dios de Israel (19,23).
En esa paz
universal, el pequeño reino de Israel, se convierte en mediador de
paz entre las dos grandes potencias. La bendición ofrecida a Abraham
para todas las naciones, se realizará a través de Israel. La fórmula
de bendición, pronunciada por el mismo Dios, es impresionante.
Aunque Israel siga siendo el pueblo de su heredad, Egipto recibe el
calificativo de “pueblo mío”:
“¡Bendito mi
pueblo, Egipto, y la obra de mis manos, Asiria, y mi heredad,
Israel!” (19,24-25).
Es grandiosa la
visión de fe sobre la historia que nos ofrece Isaías. Pero este
final pasa por las vicisitudes de los acontecimientos enigmáticos y
dolorosos de la vida. En el capítulo siguiente, Isaías nos habla de
nuevo, con su persona y con su palabra, de Egipto y Etiopía. Dios le
manda que anticipe en su persona lo que tocará, tres años después, a
Egipto y Etiopía:
-Anda, desátate
el sayal de la cintura, quítate las sandalias de los pies (20,2).
Isaías obedece
al Señor y durante tres años le tocó caminar por la ciudad desnudo y
descalzo. Se trata de una acción simbólica, frecuente en la vida de
los profetas. Es una acción enigmática hasta que la palabra la
explica. Parece ser que hacia el año 711, en una de las revueltas de
los reinos vasallos contra Asiria, los judíos y demás naciones
pequeñas contaban con el apoyo de Egipto y Etiopía. Entonces, al
llegar el general en jefe de Asiria, el Señor le manda a Isaías que
explique el significado de su extraña acción:
-Así como ha
andado mi siervo Isaías desnudo y descalzo tres años como señal y
presagio respecto a
Egipto y Etiopia, así conducirá el rey de Asur a los cautivos de
Egipto y a los deportados de Etiopía, mozos y viejos, desnudos,
descalzos y con las nalgas al aire (20,3-4).
Los pequeños
reinos rebeldes, al ver el desfile vergonzoso, reconocen la
inutilidad de su confianza puesta en Egipto y Etiopía, quedando
asustados y confusos, diciéndose unos a otros:
-Ahí tenéis en
qué ha parado nuestra esperanza, adonde acudíamos en busca deauxilio
para librarnos del rey de Asur. Pues ¿cómo nos escaparemos nosotros?
(20,5-6).
No hay
salvación sino en el Señor.
g) Oráculo
contra Arabia (21,13-17)
Las amenazas
contra las naciones extranjeras en ocasiones se ven aliviadas por
promesas de salvación (18,7; 19,19-25).
Hay oráculos
que nos resultan enigmáticos, en los que no sabemos si se nos
anuncia que llega el día o la noche: “Alguien me grita desde Seír:
Centinela, ¿qué hay de la noche? Centinela, ¿qué hay de la noche?
Dice el centinela: Vendrá la mañana y también la noche. Si queréis
preguntar, preguntad, venid otra vez” (21,11-12).
Mas que un
oráculo contra Arabia, la palabra es una invitación a las tribus
árabes de Dedán y Tema a ayudar a los fugitivos a salvar sus vidas.
Ambos ciudades están en la rita de las caravanas. Dedán se dedica al
comercio y Tema es un oasis, punto obligado de parada y
aprovisionamiento de las caravanas. El Señor les pide que se apiaden
de los fugitivos de guerra y les salven ofreciéndoles pan y agua
(21,13-15).
En cambio se
amenaza a otra tribu árabe. Cadar es una gran tribu del norte de
Arabia, que tiene arqueros famosos y prestan como tales servicio en
los ejércitos extranjeros. Por esa participación en las campañas de
agresión sufrirán la pérdida de sus mejores hombres (21,16-17).
h) Oráculo
contra Tiro y Sidón: 23,1-18.
Tiro, cuya
magnífica elegía hará Ezequiel (Ez 26-28), es la reina de los mores.
Sus orígenes antiguos la dan un gran prestigio. Sentada sobre una
roca a pocos kilómetros de la costa es casi inexpugnable. Esto hace
que la pequeña isla lleve en el presente una intensa vida comercial.
¿Lleve? Isaías, en su elegía, se dirige a ella con una serie de
interrogantes sobre su estado actual. A la luz de la desgracia del
presente todo el esplendor de Tiro no es más que un triste recuerdo.
(23,7-8). Detrás de los acontecimientos está el Señor, que ha
dictado la sentencia contra Tiro:
-El Señor de
los ejércitos decretó abatir el orgullo de los príncipes y humillar
a los grandes de la tierra (23,9).
Apenas dictada
la sentencia, el mismo Señor la realiza, extiende su mano y hace
estremecerse los reinos (23,11). Sobre la capital, la doncella, el
Señor proclama:
-No volverás a
divertirte, doncella violentada (derrotada y destruida), capital de
Sidón. Levántate y cruza hasta Chipre, aunque tampoco allí
encontrarás reposo (23,23,12).
Tiro, después
de perder su hegemonía comercial, quedará olvidada durante tres
generaciones. Luego recobrará de nuevo su prestigio y actividad
comercial. Y, finalmente, las riquezas de su nueva actividad irán a
parar al culto del verdadero Dios (23,15-18).
i) Oráculo
contra Jerusalén: 22,1-14
Entre los
oráculos contra las naciones está éste contra Jerusalén. Jerusalén
es la ciudad del Señor, pero que “no conoce a su Señor” (1,2). En
medios de las guerras de las naciones, en las que se ve envuelta,
Jerusalén piensa en reforzar sus defensas y no presta atención al
plan de Dios. El Señor la invita a la conversión, al llanto y a la
penitencia, y organiza fiestas y banquetes. Ante el pánico, en vez
de volverse al Señor y confiar en él, repiten el dicho de los
paganos: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”. El castigo de
Dios se hace inevitable.
El oráculo
comienza representando el final: la derrota ignominiosa, donde se
oyen los gritos de apelación y se siente el correr agitado y confuso
de los habitantes, que suben en masa a las azoteas a hacer duelo,
mientras los jefes desertan de la batalla y otros mueren a espada,
alcanzados en su huida (22,1-3). Isaías expresa su dolor compasivo y
amargo, pues “es inconsolable el dolor por la derrota de mi pueblo”
(22,4).
Es un dolor
inútil; la descripción del ataque y asedio de Jerusalén no hace más
que ahondar la herida. Las tropas, los carros de combate llenan los
valles, arremeten contra la puerta, dejando desguarnecido a Judá. La
predicación de Isaías ha fracasado, es el Señor quien envía al
enemigo contra la ciudad de David (22,5-8). La medidas de defensas
no sirven para defender la ciudad, pues sus habitantes ni piensan en
el Señor, su único defensor. Se mueven, se agitan, “pero no se fijan
en quien lo ejecuta, ni miran al que lo dispuso desde hace tiempo”
(22,9-11).
Isaías termina
explicando los hechos. Con angustia denuncia el pecado y la
sentencia de condenación. El pueblo ciego, que no conoce a su Señor,
es también sordo, pues no ha querido escuchar su advertencia, cuando
les invitaba a la penitencia. El Señor les llama al ayuno y ellos
organizan festejos, “a degollar vacas... corderos, a beber vino”
(22,12-13). La sentencia es inevitable:
-No será
expiada esa culpa hasta que muráis, lo ha dicho el Señor, Yahveh
Sebaot.
En medio de los
oráculos contra los imperios y naciones, nos encontramos con esta
invectiva personal contra un funcionario del palacio real (22,15-25). El
mayordomo se está “labrando su sepulcro” (22,15-16). En su soberbia,
cuando el pueblo está amenazado de muerte, él piensa en perpetuar su
nombre. La tierra de Israel está siendo desolada y él quiere asegurarse
un derecho en la tierra. El castigo consistirá en morir fuera de la
tierra. La “llanura dilatada” se opone a la región montañosa de Judá.
Vagará en el desierto y dará vueltas en el exilio, sin patria
(22,17-18).
Arrojado fuera de
su pueblo (22,19), otro ocupará su lugar. Este segundo mayordomo, de
nombre Eleaquín, es revestido de las insignias de su oficio. En
concreto, recibe las llaves, símbolo del poder y autoridad suprema en su
oficio (22,19-24). El Apocalipsis (Ap 3,7) atribuye a Cristo el poder de
las llaves. Y Cristo le dice a Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino
de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y
lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19).
En realidad la
profecía de Isaías apunta ya al tiempo mesiánico. En Eliaquín comienza a
cumplirse la promesa pero le supera y transciende. Él es el “elegido”,
pero el peso del oficio que se le encomienda es demasiado para él y no
se mantiene firme: “Aquel día se removerá la clavija hincada en sitio
seguro, cederá y caerá, y se hará añicos el peso que sostenía, porque
Yahveh ha hablado” (22,25). La profecía no se cumple, pues, en Eliaquín,
queda abierta a su cumplimiento pleno en el Mesías, “el siervo elegido y
fiel”.