LIBRO DE EMMANUEL: Comentario al profeta Isaías
a) Relato de la
vocación: 6,1-13
Es el año 739,
“el año de la muerte del rey Ozías” (6,1). Isaías no olvidará nunca
esta fecha. Y no la recuerda debido a la muerte del rey de Judá,
sino por la experiencia íntima que él tiene de Dios. Se halla en el
templo y en él contempla a Dios como un rey sentado en su trono. A
Isaías le impresiona la orla del manto de Dios, que “llena todo el
templo”. Dios está rodeado de su corte celeste, los serafines con
seis alas: “con dos se cubren el rostro, con dos se cubren el cuerpo
y con las dos restantes se ciernen en torno al Señor” (6,2). Con el
rostro cubierto por respeto al Señor, entonan un canto dialogado:
“¡Santo, santo,
santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su
gloria!” (6,3).
En realidad
Isaías está impresionado y apenas acierta a comunicar algo de lo que
ve y oye. El misterio de la transcendencia y santidad de Dios le
deja sin habla. Ante la santidad de Dios se ve impuro de labios.
¿Cómo hablar de lo inefable? Habría que descalzarse, como Moisés,
para acercarse a la hondura de la teofanía que le estremece. En la
manifestación de Dios hay visión y audición. El humo del incienso
llena el templo y la gloria de Dios llena la tierra. La gloria de
Dios, simbolizada en la nube del incienso, desborda los límites del
templo y alcanza la tierra entera. Dios no está circunscrito al
templo, lugar escogido de su presencia. La nube de humo manifiesta y
vela al mismo tiempo esa presencia. Y la tierra, donde el hombre
vive, se hace templo de Dios, lugar de su actuación.
Iluminado por
el resplandor de la nube y tocado en su interior por el canto de los
serafines, Isaías experimenta en contraste entre la santidad de Dios
y la impureza de su persona. Con temblor exclama:
-¡Ay de mí,
estoy perdido! Yo soy un hombre de labios impuros, que habito en
medio de un pueblo de labios impuros (6,5).
Dios responde a
la plegaria de su elegido, a quien consagra como profeta suyo. Uno
de los serafines vuela, toma un ascua encendida del fuego del templo
y con ella purifica la boca de Isaías, mientras le dice:
-Mira: esto ha
tocado tus labios, ha quedado borrada tu culpa, está perdonado tu
pecado (6,7).
El fuego abrasa
los labios del profeta, pero no le destruye, sino que lo acrisola.
Dios le dirá a Jeremías: “si separas lo precioso de la escoria,
serás mi boca” (Jr 15,19). Dios quiere hacer de Isaías su boca para
Israel. Si Dios llama, llama para una misión. El envío es lo que
hace de una persona normal un enviado, un profeta, uno que habla y
actúa en nombre de otro. Dios ha preparado a Isaías con la visión de
su santidad y con la purificación de sus labios. Ahora espera su
respuesta libre a la pregunta de interpelación:
-¿A quién
enviaré? ¿quién irá de parte nuestra?
Isaías ahora no
tiembla. Con la vocación ha recibido la capacidad de responder:
-Heme aquí:
envíame (6,8).
La misión de Isaías es de lo más sorprendente. Dios le envía
a su pueblo a empeorar la situación. Dios le encomienda que predique
la conversión para que el pueblo, al ser castigado, no tenga excusa.
Isaías con su palabra como mensajero de Dios provocará el
endurecimiento del pueblo en su pecado, acelerando el momento del
desastre. Dios, fiel a la alianza con el pueblo, no se desentiende
del pueblo. Si el pueblo se desentiende de El, Dios le manda un
profeta para hacerles tomar conciencia de su pecado. A Ezequiel Dios
se lo dice de otro modo: “Te escuchen o no te escuchen sabrán que
hay un profeta entre ellos” (Ez 2,5). También Jesús, el enviado del
Padre, encontró una fuerte oposición al evangelio y provocó
endurecimiento: “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado,
no tendrían culpa; ahora, en cambio, no tienen excusa” (Jn 15,22).
De todos modos, el profeta hará presente a Dios entre los hombres:
-Ve y di a ese
pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no
comprendáis. Embota el corazón de ese pueblo, endure su oído, ciegas
sus ojos, no sea que vea con sus ojos. y oiga con sus oídos, y
entienda con su corazón, y se convierta y se le cure (6,9-10).
Isaías, que se
ha ofrecido espontáneamente para llevar el mensaje del Señor, se
queda sorprendido ante la misión que se le encomienda. Es una misión
indudablemente paradójica. Dios es Dios y transciende la capacidad
de compresión hasta de sus profetas. Ante la sorpresa y gravedad de
la misión, le brota la pregunta:
-¿Hasta cuándo,
Señor? (6,11).
¿Hasta dónde ha
de llegar el endurecimiento del pueblo? ¿Por qué y para qué
llevarles al endurecimiento? ¿Qué es lo que busca Dios?
La respuesta es
estremecedora. Dios, que sigue mandando profetas a Israel, ante el
rechazo del pueblo, amenaza con la destrucción, con el abandono, con
la muerte y el destierro. Las ciudades, en vez de poblarse, se
despoblarán (6,11-12). Con todo, la destrucción no será total, pues
quedará un resto, un mínimo resto, ni siquiera “uno de cada diez”
(6,13). Pero ese resto se multiplicará, pues en él hay una
esperanza: “el tocón se volverá semilla”, semilla de todo un pueblo
santo, consagrado al Señor. Es la voz final del capítulo de la
vocación de Isaías. “La encino o el roble al ser cortados, sólo
queda de ellos un tocón”:
-Este tocón
será semilla santa (6,13).
Isaías anuncia
el castigo de Dios, pero sabe que del árbol talado saldrá una
semilla santa (6,13). La decepción del pueblo pecador, sumido en el
orgullo, no es capaz de quebrar su fe en Dios, que mantiene su
fidelidad por encima de toda infidelidad humana.
b) Profecía de
Emmanuel: 7,1-8,20
Se suele llamar
“Libro de Emmanuel” a los capítulos 7-12, pues el signo del niño
aglutina el texto, aunque esté compuesto de diversos oráculos del
tiempo de la guerra siro-efraimita y de la invasión de Senaquerib.
La situación de
bienestar, denunciada anterioormente por Isaías, se ve amenazada en
los últimos días del reinado de Yotán, y comienzos del reinado de
Acaz, su sucesor. Con la confabulación de Damasco y Samaría contra
Judá, que desemboca en la llamada guerra siro-efraimita, el reino
del sur pierde su seguridad y se tambalea la confianza orgullosa en
sí mismos: “El corazón de Acaz y el del pueblo se agita como se
agitan los árboles del bosque” (7,2). Isaías se opone al temor del
rey y del pueblo: “No temas, no te acobardes” (7,4), es como un
estribillo que le repite al rey. La fe en Dios debe llevar a la
confianza en él, excluyendo el temor, que impulsa al rey a buscar
apoyos humanos en Asaria. Acaz, descendiente de David, no ora a Dios
con la fe del salmista: “Si un ejército acampa contra mí, mi corazón
no tiembla” (Sal 27,3).
Frente a los
planes de Rasín y de Pecaj, “dos cabos de tizones humeantes”, están
las promesas de Dios en favor de Jerusalén y de la dinastía de David
(2S 7). Los planes de Damasco y Samaría están encaminados a acabar
con la dinastía de David. Pero Dios, fiel a su promesa, puede salvar
a su pueblo de las intrigas de sus enemigos sin necesidad de
recurrir al apoyo de Asiria. Ya en la noticia del ataque, se
constata el fracaso del enemigo: “Subieron a Jerusalén para
atacarla, pero no lograron conquistarla” (7,1).
Es cierto que la presencia de Dios se manifiesta de forma
mansa y suave, como el agua de Siloé (8,6); se muestra en un signo
tan débil como es el nacimiento de un niño (7,17). Las apariencias
son insignificantes. Pero Isaías afirma con toda su fuerza
profética: “si no creéis no subsistiréis” (7,9). Dios envía a su
profeta a confortar al rey de Judá. Isaías va con su hijo pequeño,
Sear Yasub. El hijo no habla, pero su persona es ya una palabra de
Dios. La presencia del hijo se hace profecía, es un testigo mudo,
pero elocuente. El hijo es signo de un futuro. En su nombre, -“Un
resto volverá”-, lleva ya el anuncio de salvación (10,21).
La coalición
siro-efraimita busca derrotar a la dinastía davídica, para
establecer como rey a uno que sea partidario de sus planes contra
Asiria. Pero Dios decide la ruina de Damasco y Samaría (7,7.16;
8,4). Su palabra es firme, tajante: “No se cumplirán sus planes”
(7,7). La fe es la única garantía de subsistencia que tiene Judá. La
palabra de Dios, que ha prometido una dinastía eterna a David, el
punto de apoyo de la historia de salvación. La fe funda la
existencia del pueblo de Dios y sólo la fe le mantiene en vida. La
palabra de Dios se cumple; los planes de los hombres no se cumplen.
La fe, el “amén” a la palabra de Dios, tiene al final de los tiempos
su cumplimiento en el “amén” de Cristo, el descendiente de David. Él
mismo es el Amén de Dios (Ap 3,14).
Dios vuelve a
enviar a Isaías al el rey Acaz. Desea ofrecer un signo que le ayude
a creer; desea sostener su fe vacilante. Dios con frecuencia ofrece
un signo que garantice su palabra. Acaz es invitado a elegir el
signo, sin limitación de espacio, “en lo hondo del abismo o en lo
alto del cielo” (7,11). Los judíos le piden a Jesús un signo
celeste, pero sólo se les da el signo de Jonás, que es un signo del
abismo del mar, donde desciende y de conde asciende con vida (Jon
2,3; Mt 12,39-41), como saldrá Cristo victorioso de la muerte por su
resurrección.
Acaz,
hipócritamente, alegando respeto al Señor, no acepta pedir un signo
a Dios. En realidad ni cree en Dios ni cree en la posibilidad de un
signo de su parte. Más sincero y piadoso se muestra Gedeón, al pedir
a Dios un doble signo, que le confirme su vocación (Ju 6,36-40).
Ante la falsedad del rey Acaz, Isaías reacciones y, en nombre de
Dios, anuncia el gran signo:
-El Señor mismo
va a daros una señal: He aquí que la doncella está encinta y va a
dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Comerá cuajada y
miel hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno (7,14-15).
La “joven”
encinta es la esposa del rey, que todavía no ha tenido el primer
hijo. El nacimiento del niño garantizará la continuidad de la
dinastía de David, preocupación constante de Isaías. Así el niño que
ha de nacer actualiza la promesa y anuncia la salvación. Su nombre
-Ezequías- es expresión de la alianza de Dios con su pueblo. La
cuajada y miel, con que se alimentará el niño, evoca la “leche y
miel” de la tierra prometida (Ex 3,8.17...).
En la tradición
judía, la joven se ha entendido como “virgen” y así lo ha
interpretado la versión de los LXX. Y la tradición cristiana ha
visto este texto cumplido en la Virgen María (Mt 1,13). Así lo ha
proclamado siempre la liturgia y lo han comentado incansablemente
los Padres. La garantía de la continuidad de la dinastía de David se
realiza en su heredero, el Mesías. El Emmanuel, Dios-con-nosotros,
se cumple realmente en Cristo.
Como choca con
la falta de fe de Judá y de su rey Acaz, Isaías se ve obligado a
anunciar también el castigo de Jerusalén (7,17-25; 8,5-8). Esta
combinación de promesas de salvación y amenazas de castigo se
mezclan en el ministerio de Isaías en este período. Su misma persona
se hace símbolo de estos dos aspectos: “Aquí estamos yo y los hijos
que me ha dado Yahveh. Seremos señales y pruebas para Israel de
parte de Yahveh Sebaot, que reside en el monte Sión” (8,18). Con su
mismo nombre y los nombres de sus hijos, Isaías anuncia a Judá la
actuación de Dios. Isaías significa “Dios salva”; uno de sus hijos
se llama Sear Yasub, que significa “Un resto volverá”; y otro hijo
lleva el nombre de Maher Salal Has Baz, “Pronto al saqueo, rápido al
botín” (8,1). Isaías mismo nos da el significado del nombre de su
segundo hijo:
-Llámale Maher
Salal Jas Baz, pues antes que sepa el niño decir “papá” y “mamá”",
la riqueza de Damasco y el botín de Samaría serán llevados ante el
rey de Asur (8,4).
Se trata de un
anuncio de salvación. Isaías lo representa en una escena plástica
ante el pueblo que acude a escucharlo. El niño, antes de pronunciar
las primeras palabras, ya anuncia la derrota de la coalición
siro-efraimita. El hijo de Isaías es, además de gozo para sus
padres, alegría para todo el pueblo de Judá. La vida del profeta se
hace palabra salvadora de Dios.
Sin embargo, el
pueblo no se convierte de corazón. En el fondo, el orgullo del
hombre desprecia la forma de manifestarse de Dios. Un niño es signo
de pequeñez; Dios actúa con la suavidad de una brisa suave, can la
delicadeza del agua de Siloé, que corre mansa. El hombre desprecia
ese ocultamiento del poder de Dios (8,5-6). El Señor les hará
víctimas de su pecado. Desprecian las aguas mansas de Siloé, les
sumergirá en las aguas torrenciales e impetuosas del Éufrates, el
río de Asiria, donde serán deportados. El enemigo poderoso invadirá
Judá como una inundación; como un ave de presa el enemigo extenderá
sus alas cubriendo con su sombra todo el país, que van a invadir
(8,7-8).
Pero la amenaza
no es total. Las alas del enemigo, que planean sobre un país, pueden
sembrar el pánico (Cr Jr 48,40; 49,22). Pero esas alas pueden ser
también las alas protectoras de Dios, el Emmanuel, que “aletean
sobre Jerusalén” (31,5; Cf Sal 17,8; 36,8; 57,2; 61,5; 63,8; 91,4).
Dios está con su pueblo, protegiéndolo, a pesar de su desconfianza e
incredulidad. Lo pueblos, con su arrogancia, lo único que hacen es
precipitar su caída. Asiria y todas las potencias de este mundo,
como instrumento de Dios, cumplen su misión castigando el pecado de
Israel y, luego su planes les conducen al fracaso. Isaías puede
proclamarlo en nombre del pueblo, “pues tenemos a Dios con nosotros”
(8,9-10).
Mientras el
pueblo busca alianzas humanas, Isaías pone su confianza únicamente
en el Señor. Así se hace signo para el pueblo, aunque la mano del
Señor lo aleje del camino del pueblo y le haga vivir en soledad.
Todo elegido de Dios se encuentra con este hecho: tiene que
abandonar “el camino del pueblo” para seguir “el camino de Dios”. A
las alianzas humanas se opone la consagración al Señor. Un profeta,
elegido por Dios, no puede profanar el nombre de Dios, poniendo su
confianza en los ídolos, en algo que no sea Dios (8,11-13).
El Señor es
roca sólida e inconmovible (Dt 32,30; Sal 18,3...). Pero no basta
con proclamarlo con los labios. Se puede invocar el nombre de Dios
en vano y entonces la roca se convierte en piedra de precipicio. El
pueblo, con el nombre de Dios en su boca y el corazón lejos de él,
se puede despeñar desde la piedra en donde cree poner sus pies. La
falsa piedad es una trampa para los habitantes de Jerusalén, “muchos
tropezarán en ella, caerán, se destrozarán, se enredarán y quedarán
presos” (8,14-15).
Cuando el pueblo elegido quiere asimilarse a los otros
pueblos, “consultando a los muertos acerca de los vivos”, Dios “le
oculta su rostro” y le niega la palabra (8,16-20). Isaías se burla
de esa actitud del pueblo y se aparta de ella. Él y sus hijos, junto
con un pequeño resto de discípulos, se mantienen fieles al Señor,
guardando en su corazón cada palabra de Dios y esperando a que el
Señor muestro de nuevo su rostro y les de una nueva palabra. Así se
convierten en signo para el pueblo. Así es como, al final, rompe el
círculo de la soledad. Con sus hijos y discípulos forma la comunidad
de los fieles al Señor (8,16-20).
c) Profecías
mesiánicas: 8,21- 11,1-9
Sobre las
densas tinieblas sin salida de una noche sin aurora (8,21-23) se
alza la luz de la esperanza mesiánica. En la angustia de la
oscuridad brilla la luz de la profecía, que anuncia la llegada del
Mesías. El nacimiento del niño, que hace a Dios presente entre
nosotros, como el Emmanuel deseado, trasciende y supera la realidad
histórica del momento y se carga de esperanza futura, de esperanza
permanente: “El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los
que vivían en tierra de sombras vieron brillar la luz sobre ellos.
Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu
presencia, como la alegría de la siega, como se regocijan
repartiendo botín” (9,1-2).
Tras la
humillación llega la gloria (8,23); a las tinieblas, símbolo de la
muerte, sigue la luz (9,1), como una nueva creación o un resucitar a
la vida. Y, con la gloria y la luz, la alegría alcanza su plenitud
colmada (9,2). El nacimiento del niño (9,5) pone término a la
opresión (9,3), con su llegada se acaba la guerra: “las botas que
pisan con estrépito... serán pasto del fuego” (9,4). Será una
victoria como la del día de Madián, la victoria que Dios concedió a
Gedeón: cuando la luz de las antorchas brilló en la noche el enemigo
se asustó y huyó (Ju 7,16-23). Dios repetirá el mismo portento. Pues
es Dios el sujeto del verbo en voz pasiva: “un niño nos ha nacido,
un niño se nos ha dado” (9,5).
Este pequeño
niño lleva sobre su hombros el cetro del principado. Sus cuatro
nombres señalan sus cuatro insignias como príncipe. Está revestido
de los atributos de su realeza, aunque se evite la palabra rey: “Se
llama Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de
Paz”. (9,5). La promesa hecha a David se actualiza en este niño,
pero con proporciones sobrenaturales. La visión de Isaías desborda
cuanto se puede decir de los reyes sucesores de David. Sólo en
Cristo se cumple plenamente este anuncio:
-Grande será su
señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su
reino; se mantendrá y consolidará en la equidad y la justicia. Desde
ahora y por siempre, el celo de Yahveh Sebaot lo hará” (9,6).
La paz y la
justicia del Mesías se dilatará en el tiempo y en espacio sin
límites. Los escritores cristianos no dudaron en aplicar a Cristo
esta profecía. Así san Bernardo escribe: “Admirable en el
nacimiento, consejero en la predicación, Dios en el perdón, fuerte
en la pasión, padre de la era futura en la resurrección, príncipe de
la paz en la felicidad eterna”.
d) Asiria,
instrumento de Dios (10,5-16)
Ya hemos
sentido antes el silbido de Dios llamando a Asiria y hemos sentido
el estrépito de los cascos de sus caballos veloces corriendo
a la batalla (5,26-30). Ahora Dios nos aclara sus designios sobre la
historia. Es Él quien dirige la historia de Israel y la historia de
los pueblos. Y se sirve de un pueblo como instrumento de su acción
contra otro o a favor de otro.
Dios hace de
Asiria “vara de su ira, bastón de su furor” (10,5). Y como
instrumento de su cólera envía el ejército de Asiria contra su
pueblo, llamado en este momento “nación impía”, “pueblo de su
cólera” (10.6). Israel está acostumbrado a escuchar a Dios que le
dice “pueblo mío”, pueblo elegido, pueblo de su propiedad personal.
Ahora escucha esos nombres extraños; son los celos, que el pueblo ha
provocado, los que suscitan en Dios las expresiones violentas de su
ira. Como es también terrible la misión encomendada a Asiria:
saquear y humillar a Israel, “pisoteándolo como barro de la calle”.
(10,6)
(Isaías
describe más adelante el avance de Asiria, marcando el movimiento
fulminante de su ejército hasta llegar en la noche a Nob, en
vísperas del asalto final a Jerusalén (10,28-32). El desenlace del
asalto lo anuncia después en 14,24-27 y lo narra en el capítulo 37).
Terrible es la
tarea encomendada a Asiria, pero limitada. Dios no quiere que
destruya a “su pueblo”. Aunque esté enojado con Israel, Dios sigue
considerándolo su pueblo. Es algo que Asiria no entiende. Lo que
Dios le encomienda lo asume con tal fuerza que lo haya no tarea
encomendada, con todas sus limitaciones, sino como tarea propia e
ilimitada. El afán de poder no se sacia con el saqueo y la
humillación, sino que busca cómo aniquilar al otro. El poder humano
intenta afirmarse sobre la destrucción del otro. Asiria no piensa
como Dios, “su propósito era aniquilas, exterminar no pocas
naciones” (10,7).
El emperador de
Asiria se exalta a sí mismo, haciendo el recuento de las victorias,
de la ciudades conquistadas, de los reinos destruidos, de los reyes
subyugados. Él mismo, en su arrogancia, se erige un arco de triunfo,
se hace su elogio (10,8-11). Hablando consigo mismo, en su locura,
se dice:
-Con el poder
de mi mano lo he hecho, con mi sabiduría, porque soy inteligente. He
borrado las fronteras de los pueblos, he saqueado sus almacenes, y
he abatido como un héroe a sus habitantes. Mi mano cogió, como un
nido, la riqueza de las naciones; como se recogen huevos
abandonados, he recogido yo toda la tierra, y no hubo quien aleteara
ni abriera el pico para piar (10,13-14).
Dios ha
permitido al rey de Asiria conquistar pueblos. Ahora la arrogancia
le lleva a la blasfemia. Si ha conquistado el reino de Israel, con
su capital Samaría, ¿quién le impedirá conquistar el reino de Judá,
con su capital Jerusalén y el templo de Dios? (10,11). Dios escucha
el monólogo del rey de Babilonia y le va a contestar. Dios se burla
de la necedad de sus palabras. Se cree inteligente y fuerte y sus
palabras son vanas, sin sentido. Dios, con voz potente, responde al
orgullo humano con una serie de preguntas:
-¿Acaso se
jacta el hacha frente al que corta con ella? ¿o se tiene por más
grande la sierra que el que la maneja? ¡Como si la vara manejase a
quien la levanta! ¡como si el bastón alzara a quien no es
madera!(10,15).
El Señor
cambiará la gordura de Asiria en enflaquecimiento escuálido y bajo
la grasa de su hígado y riñones prenderá un incendio que le abrasará
(10,16). Apenas termine el Señor su obra purificadora en el monte
Sión y en Jerusalén, exigirá a Asiria cuenta del orgullo de sus
conquistas y de la arrogancia de sus ojos (10,12).
Dios humilla a
quien se ensalza y ensalza a quien se humilla. Él es roca de apoyo o
de tropiezo (8,14-15). Es luz, que alumbra el sendero, o luz
convertida en fuego que abrasa y consume: “El Santo es una llama que
arderá y abrasará la zarzas y los cardos en un solo día (10,17).
Quien acoge a Dios lo experimenta como luz, como guía y camino.
Quien lo rechaza o invoca en vano, lo experimenta como fuego, que
devora zarzas y cardos, expresión de abandono (7,23-25), de pecado o
de algo vano, sin valor.
El fuego
comienza donde prende fácilmente, zarzas y cardos, y se extiende a
los árboles, “esplendor del bosque” (10,18). Quizás no se nota esa
acción del fuego, pues actúa como la carcoma, “desde dentro hacia
fuera”, desde la médula hasta llegar a la corteza. Pero esa acción
lenta acaba por consumir el bosque entero. “Quedarán tan pocos
árboles, que un niño será capaz de contarlos” (10,19). Este niño que
aparece, como por sorpresa, entre los árboles supervivientes, evoca
el niño que se nos ha anunciado, el niño que Dios nos ha dado. Es él
quien salva al bosque de la quema total, salvando al pequeño resto.
Aquel días,
experimentada la inutilidad de las alianzas humanas, “el resto de
Israel, se apoyará sinceramente en el Señor” (10,20). Apoyarse en el
Santo de Israel es creer en él, confiar en él, hacer de él la roca
de salvación. Es cierto que sólo un resto vuelve, se convierte al
Señor, pero con ese resto continúa la historia de salvación. Dios no
deja que se extinga el pueblo de su elección. “Un resto volverá” es
el nombre del hijo de Isaías. Y la presencia del hijo se lo hace
presente al padre, que lo repite (10,21).
“El Señor va a
cumplir en medio de la tierra la destrucción decretada” (10,23). El
pueblo “numeroso como las arenan del mar” (10,22), según la promesa
hecha a los patriarcas (Gn 22,17; 32,12), quedará diezmado, pero “un
resto volverá al Señor” (10,22).
El castigo de
Asiria supone la destrucción del reino de Israel, pero será también
liberación para Judá, el reino protegido por el templo de Sión.
Asiría, mero instrumento en las manos de Dios, se ha engreído,
creyéndose protagonista. Por ello el Señor, concluida la tarea de
castigar a su pueblo, vuelve su ira contra el agresor. Dios repite
con Asiria el juicio que llevó a cabo con Gedeón contra los
madianitas (9,3) y con Moisés contra Egipto (10,24-27). De este modo
Dios aparta de su pueblo “la carga y el yugo” (9,3; 14,25) o como
dice ahora: “la carga resbala de tu hombro y se te arranca del
cuello el yugo” (10,27).
d) La paz
mesiánica
Isaías nos ha
anunciado que el Señor incendiará el bosque, quedando sólo unos pocos
árboles en él (10,17-19). Lo repite al final del capítulo (10,33-34). El
Señor tala los árboles más excelsos de Judá. Pero no lo arranca el
bosque de raíz. Brotará un renuevo del tocón de Jesé, retoñará un
vástago de su cepa. Lo anuncia el gran poema mesiánico en el que Isaías
canta la paz definitiva, el nuevo paraíso que inaugurará el Mesías
(11,1-9).
La dinastía de
David, a la que Dios ha hecho la promesa de permanencia en el trono de
Israel, ha quedado cortada. Pero el tronco de Jesé, padre de David,
conserva la savia de la promesa divina, que le haré reverdecer. El
vástago se alza recreando todo. Los vientos convergen hacia él desde los
cuatro puntos cardinales y el mar no es símbolo de muerte sino de
plenitud. Los animales se reconcilian entre ellos y con el hombre. Y el
hombre, reconciliado con la creación, se siente plenamente reconciliado
con Dios.
La tradición judía
y luego la cristiana nunca ha dudado de interpretar mesiánicamente este
canto. De los orígenes humildes de Belén, despreciado por Saúl (1S
20,30) y cantado por el profeta Miqueas (Mi 5,1), surge el Salvador
según recoge Mateo en el anuncio a los Magos: “Y
tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los
principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que
apacentará a mi pueblo Israel” (Mt 2,6).
Sobre este vástago,
que brota del tronco de Jesé, se posa el viento del Señor, para hacerse
partícipe de su Espíritu con la plenitud de sus siete dones (11,1-2; Cf
2S 23,1-7). Con el don del Espíritu administrará justicia, defendiendo
al desvalido y eliminando a los que, promoviendo la injusticia, hacen
imposible la paz. Co su aliento condena a muerte al malvado. Pacificado
su reino, el rey se viste sus insignias: la justicia y la verdad
(11,3-5).
La paz se extiende
a toda la creación. Isaías va uniendo binas de animales domésticos con
animales salvajes: el lobo y el cordero, la pantera y el cabrito, el
novillo y el león, la vaca y la osa, la ternera y la cría de la osa, el
león y el buey. Reconciliados entre sí, se someten al hombre, incluso al
más débil, al niño. Se vuelven tan mansos que un niño los pastoreará. El
colofón de la paz está en la reconciliación entre la serpiente y la
mujer, o mejor, la serpiente y la semilla de la mujer, que es el niño
(10,6-8).
Destruidos los
malvados y amansadas las fieras, desaparece el mal de la tierra,
convertida en un nuevo paraíso, que tiene como centro en Monte Sión,
Dios pone su morada. El hombre perdió el paraíso por comer del árbol de
la ciencia del bien y del mal, ahora se le concede “la ciencia de
Señor”, fuente de gozo y paz en plenitud: “El conocimiento de Dios
llenará la tierra como las aguas colman el mar” (11,9).
A continuación,
como en un díptico, tenemos un nuevo cuadro de la paz mesiánica
(11,10-16). Aquel día volverá el resto de Israel, de momento disperso
por las naciones, se recreará la unidad de Israel y Judá y las naciones
se sentirán atraída hacia el monte del Señor: “Aquel día el Señor
tenderá otra vez su mano para rescatar al resto de su pueblo... A él
acudirán las naciones y será gloriosa su morada” (11,10-11).
El libro del
Emmanuel concluye con un himno jubiloso, porque ha cesado la ira del
Señor. Dios salvador llega a su pueblo con el consuelo y la salvación,
que es como una fuente inagotable. “Sacaréis agua con gozo del manantial
de la salvación”. La roca del desierto con su agua milagrosa, que
acompaña a Israel en su camino hacia la tierra, se ha asentado en medio
de su pueblo (Ex 17,6). Es la fuente de aguas mansas de Siloé (8,6). Es
Dios-con-nosotros, la fuente de aguas vivas, que nunca se agota (Jr
2,13).
Aquel día todos
cantarán: “Dad gracias a Yahveh, aclamad su nombre, proclamad entre los
pueblos sus hazañas, pregonad que es sublime su nombre. Cantad a Yahveh,
porque ha hecho algo sublime, que es digno de saberse en toda la tierra.
Gritad jubilosos, moradores de Sión, que grande es en medio de ti el
Santo de Israel” (12,4-6).