ORÁCULOS
ANTERIORES
El primer
período del su ministerio, Isaías lo ejerce durante el reinado de
Yotán (740-734). Isaías constata la numerosas injusticias, las
arbitrariedades de los jueces, la corrupción de las autoridades, la
codicia de los terratenientes, la opresión de los gobernantes. Todo
esto pretenden enmascararlo con una falsa piedad y abundantes
prácticas religiosas (1,10-20). Isaías denuncia esta situación con
suma energía. Jerusalén no es ya la esposa fiel del Señor, sino que
se ha convertido en una prostituta (1,21-26). La viña, que ha
cultivado el Señor, produce frutos amargos.
Por otra parte
el lujo y el bienestar han provocado el orgullo, como se manifiesta
en las mujeres (3,16-24). Este orgullo a veces tiene una expresión
aún más grave, pues lleva al olvido de Dios. Isaías responde a esta
actitud narrando su experiencia de la santidad de Dios, que tanto le
impactó en el momento de vocación (2,6-22).
Isaías denuncia
la situación del pueblo, trata de sacudir la conciencia dormida.
Busca, en última instancia, la conversión del pueblo (1,16-17;
9,12). Desea que el pueblo practique la justicia y se muestre
humilde ante el Señor. Aunque amenace repetidamente con el castigo
(2,6-22; 3,1-9; 5,26-29), no quiere que Jerusalén sea destruida,
sino que vuelva a ser la ciudad fiel, convirtiéndose al Señor.
a) El buey y el
asno conocen a su amo... (1,2-9)
El libro de
Isaías comienza con tres oráculos en los que denuncia el pecado del
pueblo de Dios. Dios interpela a Israel, poniendo como testigos al
cielo y a la tierra. El pueblo ha abandonado a Dios y, como
consecuencia, ha brotado la injusticia humana. Ya el salmista citaba
como testigos al cielo y a la tierra (Sal 50,4). También lo hace el
Deuteronomio (Dt 32,1). El pecado del hombre, que abandona a Dios,
queda patente ante Él y ante su creación. El cielo y la tierra
pueden atestiguar contra el hombre.
Dios se ha
ligado a su pueblo con lazos familiares que agravan su pecado.
Israel es un hijo para Dios. Es un hijo de adopción (Ex 4,23; Os
11), que Dios “ha criado y educado” (1,2) a través de una historia
de atenciones paternas. Dios espera un comportamiento filial, pero
“ellos, los hijos, se han rebelado contra mí”. Es la queja dolida de
Dios.
Los animales,
en concreto el buey y el asno, le dan una lección a Israel. Ellos
establecen una relaciones con el hombre, su amo. Le reconocen, se le
someten. Israel es más torpe que estos animales, no reconoce a su
Señor (1,3). El salmista habla del hombre que “en su opulencia no
comprende, asemejándose a las bestias mudas” (Sal 49,21; 73,22).
Este texto de Isaías ha dado origen a la tradición del burro y el
buey en los nacimientos. Es una llamada plástica a reconocer el amor
de Dios Padre en el niño pequeño que nace en Belén.
Para corregir a su
pueblo en su necedad, Dios recurre a la “vara” (Pr 26,3) del
castigo. Con los golpes espera hacer recapacitar al hombre. Al
fallar uno, se ha visto obligado a añadir otros (Am 4,6-13). El
pueblo al final ha quedado como un cuerpo herido y enfermo, “la
cabeza es una llaga, el corazón está agotado, de la planta del pie a
la cabeza no queda parte ilesa” (1,5-6). El Señor no sabe ya donde
seguir hiriendo, mientras el pueblo sigue acumulando delitos. En el
cuarto canto del Siervo aparece el Servidor del Señor cargando todas
las heridas del pueblo (53,5). En la tradición cristiana se han
aplicado ambos textos a Jesucristo en la cruz.
El castigo
sobre Israel afecta al pueblo y también a la tierra. Es probable que
Isaías haga alusión a la devastación de las campañas de Senaquerib.
Pero la evocación de Sodoma y Gomorra, destruidas por el fuego del
Señor, estremece a los oyentes de Isaías. Aunque se hayan salvado de
la catástrofe, se ven al borde del abismo y un escalofrío les
recorre los huesos:
-Si el Señor no
nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma, nos pareceríamos
a Gomorra (1,9).
b) El culto que
Dios no soporta (1,11-20)
Isaías plantea
una cuestión fundamental para el pueblo de Dios de su tiempo y de
siempre: la relación entre el culto y la vida. La vida puede viciar
el culto en su raíz. Dios no se deja sobornar (Si 35,14) por un
culto al que no corresponde una vida de fidelidad a Él y de amor a
los hombres. La multitud de prácticas de culto o el número de
ofrendas no cierran los ojos de Dios. Son inútiles nuestros intentos
de corromper a Dios. Peor aún, Dios ve la perversión del corazón,
precisamente ahí en su santo templo. Sacrificios, oblaciones y
plegarias no le importan a Dios. Está arto de los holocaustos. No le
agrada la sangre ni la grasa de los animales. Ni siquiera pide que
se le visite, sobre todo si se va al templo con dones vacíos (1,13;
Ex 23,15). El aroma del incienso le resulta execrable. Detesta, le
cansan las fiestas. No escucha las plegarias. Y cierra los ojos o
los vuelve a otras parte cuando ve alzarse hacia él manos manchadas
de sangre. Dios penetra en el interior del hombre y descubre la
sangre, que no han lavado las abluciones rituales. Santiago también
habla a los cristianos de la inutilidad de multiplicar sin freno las
plegarias (St 1,26-27).
Isaías, que se
atreve a insultar a los jefes del pueblo y al mismo pueblo, dándoles
el título de príncipes de Sodoma y pueblo de Gomorra, acumula todas
las formas de culto para incidir en la conciencia del pueblo. Dios
no rechaza el culto, sino el culto perversos de quienes en su vida
le niegan con sus actos de injusticia y opresión del prójimo y luego
tienen la osadía de presentarse ante Él. Dios pleitea con su pueblo,
pero no para rechazarle, sino para atraerle a sí. Si hay una lita
completa de actos de culto que Dios rechaza, hay también una serie
de llamadas urgentes a la conversión, que culminan con el décimo
imperativo “venid a mí”:
-Lavaos,
limpiaos, quitad de mi vista vuestras malas acciones, desistid de
obrar mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus
derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, proteged a la
viuda. Entonces venid..., dice Yahveh” (1,16-17).
Dios, mediante
su palabra, busca llevar al hombre a tomar conciencia de su pecado,
a confesarlo, arrepentido, para experimentar la acción
transformadora de Dios. El perdón de Dios es fuego que acrisola al
hombre:
-Aunque
vuestros pecados sean como la grana, quedará como la nieve. Aunque
sean rojos como escarlata, quedarán blancos como lana (1,18).
c) La ciudad
infiel (1,21-28))
Isaías comienza
este poema con un grito de dolor. La ciudad santa, “donde estaban
los tribunales de justicia” (Sal 122,5), se ha vuelto una prostituta
(1,21). La ciudad fiel se ha hecho adúltera. La ciudad donde David y
Salomón ejercieron fielmente la justicia ha caído en todas las
expresiones de injusticia. Lo precioso se ha vuelto vil, la plata se
ha convertido en escoria, el vino se ha aguado, los jefes en lugar
de reprimir a los ladrones se asocian con ellos. Al aceptar sobornos
comporten con los bandidos el botín de sus robos. Como siempre que
se pervierten los jefes y jueces, lo pagan los pobres; los huérfanos
y las viudas quedan desvalidos (1,22-23).
Ante esta
situación Dios, defensor de los pobres, interviene dictando su
sentencia en favor de los oprimidos. Dios escucha el clamor de los
pobres y les hace justicia. Dios se venga de sus enemigos, pues Dios
toma como enemigos suyos a quienes desprecian o maltratan al prójimo
(1,24-25).
Dios, para
arrancar la ganga de la injusticia, meterá a la ciudad en el crisol
y la purificará de toda su escoria. Ezequiel habla que toda la
ciudad es escoria, sin nada de plata (Ez 22,18-22). Isaías anuncia
que Dios purificará a Jerusalén y volverá a ser la ciudad fiel, con
jueces justos como David, su siervo fiel, “que gobierna a los
hombres con justicia” (2S 23,3). Hasta el nombre de la ciudad será
nuevo:
-Se te llamará
Ciudad de Justicia, Villa‑fiel (1,26).
La fidelidad de
la ciudad purificada se mostrará en el amor al prójimo y en el amor
a Dios. La justicia en favor de los pobres acerca a Dios. Y ante
Dios caen todos los ídolos. El culto a Dios es incompatible con la
injusticia y con el culto a los ídolos (1,29-31).
d) Sión, centro
del reino de Dios (2,1-5)
Frente a la
visión oscura de la ciudad infiel (c. 1), Isaías ofrece la visión
luminoso del monte Sión transfigurado por la presencia de Dios. El
monte se ve como el centro del reino escatológico de Dios. Es la
visión del final de los tiempos. Isaías, con los ojos de la fe,
contempla el designio de Dios sobre Jerusalén, plan de Dios ya en
marcha. Sión es el punto en el que se unen cielo y tierra. Dios lo
ha elegido para hacer de él su morada entre los hombres. Esa
presencia le da estabilidad: “estará firme el monte de la casa del
Señor” (2,2).
El templo de
Dios, edificado sobre el monte Sión, hace de Sión el centro de la
tierra prometida y del mundo entero. Sión descuella sobre todos los
montes, pues el templo le eleva hasta el cielo. El sueño de los
hombres que, en Babel, intentaron llegar al cielo, se cumple en
Sión, pues Dios baja el cielo hasta tocar su cima. Hacia Sión
confluirán en peregrinación todas las naciones. Se animarán unas a
otras: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de
Jacob” (2.3).
De Sión saldrá
la palabra de Dios y alcanzará a todos los pueblos, hasta los
confines de la tierra. Y hacia Sión afluirán en busca de la palabra
de Dios, que ilumine el camino de la vida. Al caminar hacia Sión
cantarán los salmos de “ascensión”, mientras experimentan la fuerza
de atracción del Señor. Al volver llevarán en el corazón la palabra
que disipa las tinieblas, cambia las armas en instrumentos de
cultivo de la tierra y siembra la paz entre los hombres (2,4).
La visión de
Isaías se comienza a cumplir en Pentecostés, con la afluencia de
numerosos pueblos que comprenden la nueva lengua del Espíritu (Hch
2). En Cristo Dios pone su morada entre los hombres y nos ofrece la
vida y la paz. La casa de Jacob, el pueblo de Dios, encabeza la
peregrinación “a la luz del Señor” (2,5). Cristo, Palabra del Padre,
“es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo” (Jn 1,9), “el que le siga no caminará en la oscuridad, sino
que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
e) El que se
ensalza será humillado (2,6-21)
Dios se muestra
en Sión para abatir la arrogancia humana. Dios exalta, como promete
en los oráculos anteriores, al humillado, pero abaja a los que se
ensalzan sobre los demás. La codicia y la ambición ciegan al hombre
y endurecen su corazón, por lo que “Dios desecha a su pueblo...,
pues su país se ha llenado de plata y oro..., además de ídolos ante
los que se postran” (2,6-8).
El hombre que
confía en sí mismo o en la obra de sus manos, excluye a Dios y se
vuelve idólatra. Y el ídolo es ídolo, algo vacío siempre, no se
sacia nunca ni satisface a quien pone en él su confianza. Por ello
los idólatras necesitan acumular y acumular ilimitadamente. En vez
de esperan en la bendición de Dios, acumulan carros, caballos y
armas militares, que nunca les podrán garantizar la vida. Mientras
firman pactos humanos, rompen la alianza con Dios. Se pierden el
auxilio de Dios al busca la ayuda fuera de él.
El libro de los
proverbios dice que “la soberbia del hombre lo humillará” (Pr
29,23). Isaías, a quienes confían en los tesoros acumulados y en los
ídolos de sus manos, en vez de abandonarse en Dios, les amenaza
igualmente con la humillación: “serán doblegados, serán humillados y
no podrán levantarse” (2,9). En una serie de repeticiones rítmicas
lo anuncia una y otra vez: “Los ojos orgullosos serán humillados,
será doblegada la arrogancia humana. Sólo el Señor será exaltado”
(2,11).
Dios “bajó” a
ver la torre de Babel para juzgar a los hombres que buscaban hacerse
un nombre famoso (Gn 11,1-9). Dios, dice Isaías, baja para abatir
“todo lo orgulloso y arrogante, todo lo empinado y engreído” (2,12).
Y en una estrofa de diez versos Isaías nos muestra a Dios talando
cuando se yergue sobre lo demás: cedros del Líbano, encinas de
Basán, montes elevados, colinas encumbradas, altas torres, murallas
inexpugnables, naves de Tarsis, navíos opulentos... Y concluye “será
doblegado el orgullo del hombre, será humillada su arrogancia”
(2,13-17).
Al final sólo
Dios queda en alto (2,18). Y como el culmen del pecado del hombre ha
sido la multiplicación de los ídolos, ante la presencia de Dios, los
ídolos muestran su inutilidad, ni protegen ni salvan. Por ello van a
parar a los animales inmundos, topos y murciélagos, que habitan en
la oscuridad. Lo vacío, lo impuro y lo tenebroso terminan unidos,
pues son una misma cosa (2,19-20). Si el hombre no se convierte al
Señor, terminará con sus ídolos “en las grutas de las rocas y en las
hendiduras de las peñas” (2,21). Es lo que afirma el salmista: “Como
ellos (los ídolos) serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen
su confianza” (Sal 115,8).
f) Anarquía en
Jerusalén (3,1-15)
g) Vanidad y
lujo femenino (3,16-24)
Isaías pone en
boca de Dios una descripción sarcástica de la vanidad de las mujeres
de su pueblo. La plasticidad de los gestos da fuerza a la sátira:
“Caminan con el cuello estirado, guiñando los ojos; caminan con paso
menudo, sonando las ajorcas de los pies” (3,16). Con estos gestos,
expresión de vanidad, quizás también intentan provocar y seducir,
haciéndose entonces infieles a sus maridos. El Señor interviene,
humillándolas: “rapará el Señor el cráneo de las hijas de Sión, y
Yahveh destapará su desnudez” (3,17).
Isaías enumera
los objetos de lujo con que las hijas de Sión se adornan. Quizás
haya una pizca de ironía en la acumulación del atuendo femenino, que
nombre en el momento en que el Señor las despoja de él: “Aquel día
quitará el Señor el adorno de las ajorcas, las diademas y las
lunetas; pendientes, lentejuelas y cascabeles; los peinados, las
cadenillas de los pies, los ceñidores, los pomos de olor y los
amuletos,
v21 los
anillos y aretes de nariz;
los vestidos preciosos, los mantos, los chales, los bolsos,
los espejos, las ropas finas, los turbantes y las mantillas”
(3,18-23).
El castigo lo
llevan en el mismo pecado. Dios deja al descubierto lo que
intentaban cubrir con sus adornos: “En vez de perfume, tendrán
hedor; en vez de cinturón, soga; en vez de rizos, calva; en vez de
sedas, saco; en vez de belleza, vergüenza” (3,24).
h) Jerusalén,
la ciudad sin hombres (3,25-4,6)
Jerusalén, la
esposa infiel, en la guerra pierde a sus hombres. Queda viuda de
hombres. Por ello hace los ritos del duelo; vestida de luto, exhala
gemidos y se sienta por tierra (3,25-26). Y, ante la escasez de
hombres, las mujeres, en grupos de siete, se agarra a un mismo
hombre, para pedirle que les de al menos un hijo. No le piden ni
comida ni vestido, sólo que les haga madres (4,1), que les quite el
“oprobio” de la esterilidad (Gn 30,23).
El Señor
responde a la angustia del pueblo con una palabra de esperanza. A la
escasez de hombres, muertos en guerra, Dios responde con la promesa
del “vástago del Señor” (4,2). “Vástago” es un título con
resonancias mesiánicas, se trata del heredero de David, su hijo, el
Mesías (Cf Jr 23,5; 33,15; Za 3,8; 6,12). El país estéril, por la
fuerza del Señor, dará un fruto, que será su gloria. Es el Hijo de
Dios, que brota de la tierra, del seno bendito de María: “Bendito el
fruto de tu vientre” (Lc 1,42), exclama Isabel al oír la voz de
María y sentir a su hijo saltar de gozo en su vientre.
Los
supervivientes de Israel, el pequeño resto que se salva del castigo,
gozarán de la santidad de Dios: “se les llamará santos”, “se les
inscribirá en el libro de los vivos” (4,3). Con ellos Dios continúa
la historia de salvación. “Pueblo santo” era el pueblo con el que
Dios se unió en alianza (Ex 19,6; Dt 7,6; 14,2-21); el pueblo santo
era el “ornamento del Señor” 26,19). Estos supervivientes son
inscritos en el libro como “vivos”, porque viven con el Señor (Ez
13,9; Ex 32,32; Sal 69,29; 87,6).
Dios purificará
a mujeres de toda su inmundicia “con el fuego abrasador” de su
espíritu, con el viento de justicia (4,4). Lucas, en la era
mesiánica, anuncia un bautismo “con Espíritu y fuego” (Lc 3,16). Y
Pedro dice que este baño “no consiste en limpiar una suciedad
corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la
resurrección de Cristo Jesús” (1P 3,22). El viento y el fuego, el
Espíritu y el agua realizan la purificación del corazón.
El monte de
Sión recobrará su esplendor. En él la nube de la gloria del Señor
abrazará a la asamblea santa. Como en la marcha por el desierto,
Dios protegerá a su pueblo día y noche. Es su pueblo, separado de
las gentes, consagrado a Él (4,5-6). El templo se ha transformado en
baldaquino nupcial, donde Dios se une con su pueblo, la asamblea
santa (Jl 2,16; Sal 19,6).
i) Canción de
la viña (5,1-30).
El profeta,
amigo del esposo, entona este canto en nombre del amigo. Isaías es
el cantor de esta canción de amor de Dios a la casa de Israel. La
esposa, en la alegoría, recibe el nombre de viña, como aparece
también en el Cantar de los cantares (Ct 1,6; 7,9; 8,12). El esposo
espera disfrutar del vino de la viña, del amor de la esposa. Para
ello multiplica sus trabajos. La ha plantado en un fértil collado
(5,1); la cava, la limpia de piedras, pone en medio un lagar para
recoger las uvas. Y coloca una atalaya, para defenderla de todos los
depredadores (5,2).
Con estos
trabajos el esposo nutre la esperanza de ser correspondido. Espera
que la esposa le devuelva el amor con amor agradecido; aguarda el
fruto sabroso de la viña, espera saborear el buen vino. Pero la vid
le da frutos amargos (5,2).
El amigo del
esposo interrumpe su canto e interpela a los oyentes, que en
realidad son “los habitantes de Jerusalén, los hombres de Judá”
(5,3), “la viña del Señor” (5,7). La palabra se hace interpelación,
llamada a la conciencia personal de cada oyente. Dios enfrenta a sus
elegidos con dos interrogantes: “¿Qué más podía hacer yo por mi viña
que no lo haya hecho?” y “¿Por qué, esperando que diera uvas, dio
agrazones?” (5,4). Es el amor que busca ser correspondido y, por
ello, se queja al ver la ingratitud de la amada.
El cantor
responde a las dos preguntas con una amenaza, expresión del amor
celoso del Señor: dejará la viña sin protección, a merced de los
animales, que la pisotearán: “quitaré su seto, y será quemada;
desportillaré su cerca, y será pisoteada. Haré de ella un erial que
ni se pode ni se escarde, crecerá la zarza y el espino, y prohibiré
a las nubes llover sobre ella” (5,5-6).
Por si alguien
no había entendido la canción, un verso final aclara su significado.
Los oyentes, que han juzgado a la viña, quedan burlados al ver que
son ellos la viña. En el Evangelio, Jesús se aplica a sí mismo la
imagen de la vid. En él se injertan los hombres para dar frutos de
amor y no uvas amargas (Jn 15,1-17).
El canto de la
viña, que no da frutos de justicia, se prolonga en seis resonancias
amargas, seis ayes o reproches contra los ricos terratenientes que
añaden casa a casa, campos a campos, hasta apropiarse de toda la tierra
(5,8-10); contra quienes sólo piensan en divertirse con toda clase de
lujos de bebidas y comidas (5,11-16); contra quienes no ven la mano de
Dios actuando en la historia, atrayéndose las desgracias sobre sí mismos
(5,18-19); contra los que confunden el bien y el mal: “llaman al mal
bien y al bien mal, tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas,
consideran dulce lo amargo y amargo lo dulce” (5,20); contra los que se
tienen por sabios y prescinden de la sabiduría de Dios (5,21); y,
finalmente, para quienes se sienten “campeones en beber vino, los
valientes para escanciar licor, los que absuelven al culpable por
soborno y niegan al justo su derecho” (5,21-23). Todos ellos llevan la
pena en su pecado (5,24-25).
Se puede completar
esta serie de ayes con el séptimo de más adelante (10,1-4), donde
resuena la lamentación por los jueces que pervierten la justicia. La
justicia en el plan divino está instituida sobre todo para defender a
los pobres y oprimidos, huérfanos y viudas; los jueces malvados, en
cambio, abusan de su cargo para oprimir y enriquecerse a cuentas
precisamente de los más pobres y desvalidos. Isaías, al mismo tiempo que
denuncia esta injusticia, apela en nombre de los oprimidos a otro
tribunal, frente al que no valdrán las argucias de los abogados
defensores ni el soborno de las riquezas injustamente acumuladas.
La primera sección
del libro de Isaías termina con la evocación del ejército enemigo que
invade el reino de Judá. Dios convoca a Asiria para castigar a su
pueblo. Impresiona la rapidez con que avanza apenas Dios, con su silbido
potente, le llama al combate. El galope de sus caballos es irresistible.
Su grito de guerra resuena como el rugido de leones y cachorros
(5,26-30).