HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA:
13. El Monacato
a) San Antonio, padre de
los monjes
b) Las agrupaciones de
anacoretas
c) Los cenobios de San
Pacomio
d) La comunidad de San
Basilio
e) El monacato en Occidente
f) La regla de San Benito
a) San Antonio, padre de los monjes
El siglo IV es el siglo del monacato. Con la libertad de la Iglesia,
terminada la época de las persecuciones, se dan las conversiones en
masa con lo que desciende el nivel de la vida cristiana. Entonces
surge el monacato para mantener vivo el Evangelio. Al comienzo, los
eremitas viven al margen de la Iglesia visible, entregados sólo a la
meditación de la Palabra de Dios y a la penitencia. Pero su oración
y su palabra inspirada sirve de apoyo, de fuerza nutricia para la
vida de la Iglesia. También como centro de cultivo de la liturgia y
del arte sacro, el monacato es un manantial de vida para toda la
Iglesia.
Los primeros vestigios de esta vida de retiro y consagración a Dios,
propia del monacato, aparecen ya en los tiempos apostólicos. Los
elementos esenciales son la continencia y la vida de austeridad,
acompañadas ordinariamente del retiro a la soledad. Y ya en la mitad
del siglo III, en Egipto, por el deseo de una vida más perfecta, se
desarrolla una floreciente vida eremítica. Si la virginidad
consagrada se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, el
monacato, viene, en cierta manera, a realizar el relevo de la
persecución. Durante las persecuciones el martirio es considerado
como la gracia suprema, la meta de la ascensión espiritual de un
alma cristiana llamada a la perfección.
Pero, al llegar la paz de la Iglesia, el cristianismo se ve acogido
por el mundo y, en cierta manera, se instala en él. La avalancha de
conversiones a menudo superficiales o interesadas acarrea
necesariamente un relajamiento de la tensión espiritual en el
interior de la Iglesia. En estas condiciones la huida del mundo
aparece como la condición más favorable para llegar a la vida
perfecta. El martirio rojo, sangriento de la persecución, se
sustituye por el martirio blanco, al que conduce una vida de
renuncia y mortificación.
Sobre esta base se desarrolla lo que puede ser considerado como el
primer estadio de la vida monacal. Son los solitarios, o anacoretas,
que se retiran a parajes enteramente solitarios, donde llevan una
vida de perfecta continencia, entregados a la piedad y penitencia.
Desde principios del siglo IV es cada vez más frecuente este género
de vida. El primer eremita del que tenemos noticia es Paulo, cuya
vida escribe San Jerónimo. Paulo muere el año 347.
Pero el más célebre es Antonio, el "padre de los monjes", muerto más
que centenario el año 356. De Antonio no se puede aislar la
biografía que le consagra el gran san Atanasio. Escrita alrededor
del 360, traducida pronto y por dos veces al latín, ejerce una
influencia considerable y contribuye grandemente a la difusión del
monacato y a suscitar vocaciones. Su lectura influye decisivamente
en la conversión de san Agustín, que nos atestigua en sus
Confesiones el trastorno que su lectura suscita en él y en algunos
de sus contemporáneos.
Esta biografía nos presenta a san Antonio como un labrador egipcio
de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo de los
intelectuales, recientemente convertidos, que trasladan al interior
del cristianismo la tradición aristocrática de sus maestros paganos,
el monacato afirmar la primacía de las almas sencillas, que
constituye uno de los aspectos esenciales del mensaje evangélico.
Nacido hacia la mitad del siglo III, cristiano de nacimiento y ya
piadoso, Antonio se convierte a la vida perfecta hacia los dieciocho
o veinte años, un día en que, entrando en la iglesia, oye leer las
palabras del Señor al joven rico: "Si quieres ser perfecto, anda,
vende todo lo que tienes, repártelo a los pobres, ven y sígueme". El
monje es ante todo un cristiano que toma en serio y sigue a la letra
la palabra del Evangelio.
Rompiendo todo lazo con el mundo, Antonio vende sus bienes, abandona
la familia y se consagra a la vida solitaria. Su larga vida se
divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento más
completo. Primeramente se establece en las cercanías inmediatas de
su pueblo natal para poder aprovechar los consejos de un anciano más
experimentado; la vida del solitario es una dura escuela y no se
aprende sin maestro. Luego, durante casi veinte años, habita en un
fortín abandonado, en una localidad más alejada. Y, finalmente,
termina por asentarse en el desierto entre el Nilo y el Mar Rojo,
donde permanece hasta su muerte. Antonio apenas se mueve, si no es
para visitar a sus discípulos, instalados no muy lejos de él a lo
largo del curso del Nilo. Antonio no es sacerdote ni clérigo, pero
son muchos los que se dirigen a él buscando consejo. En sus últimos
años se le unen otros ascetas para tomar de él consejo y dirección.
La vida que lleva al principio es una vida de penitencia y de
ascesis cada vez más rigurosas. Esta ascesis no se limita a un
cierto aspecto exterior; el solitario marcha al desierto para
enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy concretamente con el
demonio, sus tentaciones, sus asaltos. Trabajo manual, vigilia y
oración llenan sus horas. "Orad sin cesar", decía san Palo; "vigilad
y orad", recomienda el Señor en el Evangelio. El monje toma con toda
seriedad estas palabras e intenta realizarlas a la letra. De ahí el
papel que desempeña en su vida la lectura o más bien el recitado de
los Salmos, de las Santas Escrituras, normalmente aprendidas de
memoria, repetidas y meditadas sin cesar. La oración se prolonga en
contemplación.
Pero el monje sigue siendo un hombre y lleva consigo al desierto
toda la humanidad; sigue siendo cristiano y se siente solidario con
la Iglesia entera. Es significativo el hecho de que san Antonio sólo
sale del desierto y marcha a Alejandría dos veces en su vida; la
primera durante la persecución de Diocleciano para sostener el ánimo
de los confesores, exponiéndose él mismo al martirio; la segunda en
lo más enconado de la polémica arriana para llevar al episcopado el
apoyo de su prestigio personal y ayudarle en la defensa de la
ortodoxia.
Conviene igualmente subrayar la importancia de esta función
propiamente eclesial desempeñada por los monjes y por san Antonio en
primer lugar. Vemos a éste internarse en el desierto a la conquista
de un objetivo en apariencia puramente personal, su perfección
propia, la santidad; pero esta santidad que Dios confirma con la
concesión de carismas posee una irradiación propia y actúa sobre los
demás cristianos como el fermento en la masa. Paradoja o efecto
transformador, el solitario atrae en masa a los visitantes, que se
llegan a pedirle la ayuda de sus oraciones, la curación de
enfermedades del alma y del cuerpo, consejos, un ejemplo. Unos
regresan edificados y consolados y entran de nuevo en el siglo;
otros, contagiados por el ejemplo, se instalan a su lado y,
poniéndose bajo su dirección, tratan de imitar su género de vida.
Así, ya en vida de san Antonio y cada vez más después de su muerte,
el monacato se extiende por todo el mundo cristiano, enriqueciendo
el cuerpo de la Iglesia con una nueva forma de vocación a la
santidad. Dentro del siglo IV ya se distinguen cuatro variedades de
vida monástica, cada una de las cuales corresponde a una etapa de su
desarrollo.
b) Las agrupaciones de anacoretas
Perfeccionando la forma de vida de San Antonio, se forman multitud
de colonias de anacoretas. Se trata de un paso intermedio hacia la
vida cenobítica. Así se va poblando el desierto de Nitria. Como
centro de estas colonias, se distinguen: Ammonio, que reúne en torno
suyo en el siglo IV unos 5.000 monjes, y San Macario el Viejo, que
puebla de monjes la Escitia. Esta vida se propaga también en
Palestina. Las Lauras de San Hilarión, en Palestina, y otras
semejantes, formadas por pequeñas cabañas de solitarios, se
convierten también en cenobios, sometiéndose a una vida y regla
común.
Son célebres la Antigua y la Nueva Laura. En ellas se distinguen San
Eutimio y San Teodosio. Del mismo modo se propagan las ermitañas. En
la diócesis de Oxyrhintus se dice que hay unas 20.000 ermitañas y
10.000 ermitaños. Así surgen los primeros impulsos para la vida
comunitaria (cenobitismo) de estos ermitaños: "Una gran cantidad de
hombres santos, que se concentran en lugares inhabitables, como en
una especie de paraíso", los define San Jerónimo.
Esta es la forma más antigua y más elemental de organización del
monacato: los discípulos que vienen a formarse en la escuela de un
santo anciano se construyen cada uno su celda en las proximidades de
la suya; su número puede llegar a ser más o menos grande; surgen
todas las combinaciones posibles entre soledad y vida común: en
principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se
congregan todos para la oración en común, bien cada día a las horas
señaladas, bien cada semana para la liturgia solemne del sábado y
del domingo, o con menos frecuencia aún si se trata de los que son
juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.
Tal es el sistema que se esboza ya en vida de san Antonio, cuando la
insistencia de sus hijos espirituales se lo impone en dos ocasiones
a pesar de su deseo de soledad. Desde el Medio Egipto en que nace y
vive san Antonio, el monacato se extiende por todo el Egipto, al sur
en la Tebaida, al norte en las orillas del Delta o en sus
inmediaciones; la agrupaciones más célebres, que aún subsisten, son
las del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del Delta.
Fundada hacia el 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia
acoge, desde el 382 hasta su muerte en el 309, al curioso personaje
Evagrio el Póntico. Lector de san Basilio en Cesarea, diácono de san
Gregorio de Nacianzo al que sigue a Constantinopla donde adquiere
gran fama en la predicación, Evagrio es un teólogo de ortodoxia
dudosa. Discípulo de Orígenes, desarrolla con predilección y exagera
hasta la herejía las tendencias más discutibles de su maestro,
justificando así las condenaciones póstumas de que es objeto este
origenismo desde finales del siglo IV y más tarde en el VI. Su
doctrina espiritual, por el contrario, nutrida de toda la
experiencia acumulada por los grandes solitarios, posee un valor
excepcional y ejerce una profunda influencia; los intelectuales son
raros en el desierto: la misión histórica de Evagrio consiste en
sistematizar esta enseñanza y elaborarla en un cuerpo de doctrina.
En general los eremitas llevan una vida ascética bastante dura. La
perfección es vista en la penitencia física. Pero tampoco falta una
sincera piedad, nutrida de oración continua, de la participación a
los sacramentos, de humildad, paciencia, caridad y amor al trabajo.
La sabiduría de los monjes de Egipto nos es transmitida en las
sabrosas colecciones de Apophthegmata donde toda la espiritualidad
se resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces tres
palabras -como este lema del santo abad Arsenio: "Huye, calla, vive
en paz"- también en los grandes reportajes en que algunos viajeros
nos transmiten las conversaciones que tienen con uno u otro de los
grandes solitarios. Los tres más célebres son la Historia de los
monjes escrita hacia el 400, obra de un autor anónimo cuyo viaje se
sitúa en el año 394-395 y que se difunde en latín por la traducción
ampliada de Rufino de Aquilea; la Historia Lausiaca del obispo
gálata Paladio (419-420); su estancia en Escitia se remonta a
388-399; y las Collationes patrum y De institutis coenobiorum,
redactados al fin de su vida en Marsella hacia el año 420 por el
monje de origen rumano Juan Casiano, que incorpora los recuerdos de
una larga estancia en el Bajo Egipto treinta o cuarenta años antes.
c) Los cenobios de San Pacomio
Aunque se adapta bien al temperamento egipcio, la vida solitaria de
los eremitas encierra no pocos peligros, tanto desde el punto de
vista espiritual, favoreciendo el individualismo, como desde el
material, cuando el número de monjes es elevado. Con san Pacomio
aparece otro tipo de monacato que pone el acento en la "vida común".
San Pacomio (+ 346) nace de padres paganos en la localidad de Esna
(alta Tebaida). A los veintitrés años se alista, a la fuerza, en el
ejército imperial. En la ciudad de Tebas conoce a unos hombres que
acuden a avituallar y consolar a los soldados obligados a servir
bajo los estandartes extranjeros. Profundamente conmovido por tanta
caridad,
Paconio indaga y se entera que sus bienhechores son cristianos.
Entonces hace el voto de consagrarse al servicio de sus semejantes
si logra escapar de la milicia. Poco después, contra toda esperanza,
es licenciado. Y Paconio no olvida su promesa. Remonta el valle del
Nilo en busca de una comunidad cristiana, en la que se hace instruir
y bautizar. Tres años más tarde abraza la vida anacoreta bajo la
dirección de un anciano famoso, Palamón, cuya celda se levanta en un
altozano desierto, no lejos del poblado. En compañía de Palamón,
Paconio se ejercita en la oración, en el trabajo manual y en las
demás prácticas de ascetismo monástico. De Palamón aprende a tomar
la Escritura como guía y maestra de vida. Al cabo de siete años de
aprendizaje, Paconio toma un nuevo rumbo. Un día en que, como de
costumbre, se interna en el desierto, llega a Tabennisi, una aldea
abandonada. Allí, mientras ora, escucha una voz que le dice:
"Pacomio, Pacomio, lucha, instálate aquí y construye una morada,
porque una muchedumbre de hombres vendrá a ti, se harán monjes a tu
lado y hallarán la salvación para sus almas". Pacomio se lo cuenta a
su maestro Palamón, que reconociendo la voz de Dios, ayuda a Paconio
a construirse una celda en Tabennisi.
Pacomio se queda solo en Tabennisi, "con el corazón quebrantado a
causa de la voluntad de Dios que desea conocer". "La voluntad de
Dios es que te pongas al servicio de los hombres para invitarlos a
ir a El", siente en su interior. En la oración, el Señor le aclara:
"Reúne todos los monjes jóvenes, habita con ellos y dales leyes,
según las normas que te dictaré". Poco a poco van llegando hombres
de los pueblos vecinos, que empiezan a vivir como anacoretas a su
lado. Para ellos escribe Pacomio la regla que Dios le va dictando en
la oración. El género de vida que propone se extiende rápidamente,
al paso que muchas colonias de anacoretas abrazan su regla. Pacomio
funda también comunidades semejantes para las mujeres. A esta forma
de vida se le llama cenobios (de koinós, común, y bios, vida: vida
común).
La regla de san Pacomio es la primera regla monástica propiamente
dicha, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el ritmo de la
vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la
disciplina. Cerrado por una valla, el monasterio de Pacomio
comprende, con la capilla y sus dependencias, una serie de casas que
albergan a una veintena de monjes bajo la autoridad de un abad
asistido por un adjunto; tres o cuatro casas forman una tribu, y el
conjunto obedece a un superior que, con su asistente, asegura la
dirección espiritual de la comunidad y la buena marcha de los
servicios generales: panadería, cocina, enfermería, etc, para cuyo
buen funcionamiento las diversas casas delegan cada semana el número
de monjes necesarios.
Ante el éxito de su iniciativa, san Pacomio tiene que crear pronto
un segundo monasterio del mismo tipo en otro pueblo abandonado de la
vecindad, Pebou, al que siguen otras fundaciones. A su muerte, en
346, san Pacomio ha establecido nueve conventos de hombres y dos de
mujeres, de los que el primero es fundado, hacia 340 cerca de
Tabennisi, por su propia hermana María. La expansión continúa bajo
sus sucesores, extendiéndose por todo Egipto; a finales de siglo
encontramos un monasterio pacomiano instalado en las mismas puertas
de Alejandría, en Canopos: el célebre monasterio de la Penitencia,
Metanoia. El conjunto de estos conventos forma una congregación bajo
la autoridad de un superior general instalado en Tabennisi y más
tarde en Pebou; éste nombra los superiores de cada monasterio; un
capítulo general los reúne en torno a él dos veces al año, en Pascua
y el 13 de agosto, para rendir cuentas de la buena marcha de cada
monasterio ante el ecónomo general que asiste al superior en la
gestión de los asuntos que conciernen al conjunto de la
congregación.
La importancia del aspecto economico crece a medida que aumenta el
número de monjes: los monasterios pacomianos llegan a agrupar miles
de monjes. Para la agricultura egipcia constituyen una aportación
importante; salen en cuadrillas al tiempo de la cosecha,
extendiéndose por el valle del Nilo donde, en algunos días, recogen
lo suficiente para asegurar para todo el año la subsistencia de la
comunidad y los recursos necesarios para su actividad caritativa. La
obra de san Pacomio aparece animada de un notable espíritu de
prudencia y moderación, pero semejante desarrollo numérico impulsa
después a otros animadores del monacato a insistir en la severidad
de su regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la disciplina.
Tal es el caso particular del fogoso Shenute a la cabeza del
monasterio Blanco, en el Alto Egipto, a partir del 388.
Pacomio tiene una gran importancia en la evolución del monacato.
Pacomia pretende conservar los valores de la vida anacoreta,
añadiéndole los frutos de la comunión, que proporciona la
edificación mutua entre los monjes, ayuda a llevar una vida más
equilibrada sin tantas singularidades y a buscar la perfección en el
sacrificio del propio yo a través de la obediencia. En realidad lo
que Pacomio desea es que la comunidad viva a imagen de la primitiva
comunidad de Jerusalén "con un solo corazón y una sola alma" (Hch
4,32). Por eso, los hermanos se ayudan mutuamente a imagen de
Cristo, que se hizo servidor de todos: "El amor de Dios -decía-
consiste en sufrir unos por otros" (Col 3,12-15; Ga 6,2; 1Ts 5,11).
d) La comunidad de San Basilio
Durante toda la Antigüedad cristiana Egipto no cesa de ser la tierra
de elección del monacato; sin embargo, éste no queda confinado en el
país del Nilo. Aunque sea difícil fechar con exactitud las primeras
etapas de esta expansión, muy pronto se difunde por todo el Oriente.
En Palestina está desde comienzos del siglo IV con san Hilarión de
Gaza; hacia el 335 aparece la fundación del monasterio de san
Epifanio, nombrado en 367 obispo de Salamina en Chipre. Igualmente
llega a Siria, sobre todo a las regiones más o menos desérticas de
las proximidades de Antioquía; luego a Asia Menor donde el iniciador
es Eustacio, promovido hacia 356 a la sede de Sebaste en la Armenia
romana, personaje complejo que se ve implicado en las polémicas
trinitarias de la época, además de las que suscita el ardor de su
predicación ascética. El monacato llega, aunque un poco tarde, a la
misma Constantinopla donde el sirio Isaac funda en el 382 un primer
monasterio, el de Dalmato, del nombre de su segundo abad.
Sin embargo, se debe a San Basilio, en el Asia Menor, a finales del
siglo IV, un progreso ulterior en la concepción de la vida
monástica. San Basilio, apenas recibido el bautismo, hacia el año
357, abraza la vida monástica. Tras un viaje de información, que lo
lleva a Egipto, se establece en una propiedad de la familia de
Annêsi, en las montañas del Ponto, donde reúne en torno suyo algunos
amigos, entre ellos a San Gregorio Nacianceno, al que no consigue
retener mucho tiempo. Así reúne una verdadera comunidad, para la que
compone una doble regla.
La carrera monástica de san Basilio es muy breve, pues, ordenado
presbítero para Cesarea de Capadocia, se establece en ella
definitivamente en 365, ascendiendo el año 370 al trono
metropolitano.
Pero su papel en el monacato es considerable gracias a su obra de
organizador y de legislador: las reglas monásticas que redacta
tienen una enorme irradiación, aportando una concepción en cierto
sentido nueva de la institución monástica. Es tal la aceptación de
sus reglas que se extienden por todo el Oriente, creándose los
monjes basilianos, a los que se van adhiriendo los demás. En
adelante es la regla por antonomasia de Oriente. En ellas se pone el
acento en la vida de comunidad, concebida como el marco normal para
el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparece un poco
en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo
Testamento tan del agrado de los primeros solitarios -la vocación de
Abrahán, la ascensión de Elías-, san Basilio presenta como ideal el
cuadro de la vida de los primeros cristianos de Jerusalén según nos
la describen los Hechos de los Apóstoles. De ahí su insistencia en
la obediencia, en el deber de renunciar a la propia voluntad, en el
confiado abandono en las manos del superior.
San Basilio, por otro lado, atenúa las mortificaciones físicas y
pone como base de la vida religiosa la obediencia: la perfección no
consiste en el esfuerzo físico, sino en el sacrificio de la propia
voluntad mediante la obediencia. Pero no es que con San Basilio
desaparezcan las otras formas de vida eremítica, con sus excesos o
formas singulares y extrañas como la de los estilitas, que pasan la
vida o largos períodos sobre una columna, como San Simeón el Viejo.
El criterio fundamental para reconocer la autenticidad de estos
carismas es, como lo ha sido siempre, la humildad y la obediencia a
la jerarquía. Simeón el Viejo, por ejemplo, apenas recibe la orden
del Obispo de abandonar la columna, sin la menor duda se dispone a
descender de ella. Superada la prueba, el Obispo le autoriza a
continuar sobre ella.
Entre los estilitas, penitentes o solitarios, que viven largos años
sobre una columna (stilos) de diez o más metros de altura, además de
San Simeón, en el siglo V, es célebre San Daniel. Por su dificultad
especial y por los peligros a que se exponen, este género de vida no
tiene muchos imitadores. Al lado de los estilitas están los llamados
inclusas, que llevan una vida especialmente rigurosa. Consiste en
encerrarse de por vida en una celda (inclusorium, clausa), que queda
tapiada, y solamente por un agujero les pasan la comida y lo más
indispensable. Este género de vida se propaga bastante, y es curiosa
la longevidad de algunos de estos inclusas.
e) El monacato en Occidente
En Occidente el monacato aparece algo más tarde que en Oriente,
aparte algunos casos aislados de solitarios y vírgenes consagradas a
Dios. San Atanasio, buen conocedor de la vida eremítica de Egipto,
la introduce en Occidente durante su destierro en Tréveris y Roma.
Su Vida de san Antonio contribuye grandemente a la difusión del
monacato. Se fundan varios eremos en las islas del Mediterráneo. Más
tarde aparecen comunidades cenobitas, que dedican gran parte de la
jornada al estudio y la caridad. San Jerónimo, después de tres años
de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquía,
(375-377), al instalarse en Roma a la sombra del papa Dámaso,
propaga con fervor el ideal ascético, especialmente entre cierto
número de mujeres, viudas o vírgenes, pertenecientes a la más alta
aristocracia senatorial.
El éxito que despierta el monacato, nada más aparecer en Roma,
suscita innumerables reticencias y discusiones, que excitan la vena
de polemista de san Jerónimo, que defiende la vida monástica contra
todos los detractores. Pero Jerónimo se ve obligado a abandonar Roma
el año 385. Pronto se le unen varias de sus dirigidas. Tras su
peregrinación por Siria y Egipto, san Jerónimo se establece en Belén
junto al monasterio que dirige una de sus discípulas, santa Paula, a
la que sucede su hija Eustoquia. Muy cerca, en Jerusalén, se
establece otra gran dama romana, santa Melania la Antigua, que funda
otro convento de monjas latinas cuyo capellán es Rufino de Aquilea,
casi compatriota y viejo amigo de san Jerónimo, aunque ambos más
tarde se oponen con ocasión de la polémica origenista despertada por
el inquieto Epifanio (393-402).
No obstante la oposición suscitada en Roma, el monacato continúa
extendiéndose en Italia, muy floreciente en torno a san Ambrosio en
Milán, en Africa, en España, en la Galia. Hacia el 360 san Martín se
establece en Ligugé cerca de Poitiers. Este primer monacato latino
se alimenta de las fuentes orientales: peregrinaciones y visitas a
los ascetas de Egipto, traducciones de vidas de monjes, de
Apophthegmata y de reglas; san Jerónimo traduce la de Pacomio,
Rufino las de Basilio. El monasterio de Leríns que san Honorato
funda hacia el 400 en la costa de Provenza es un ejemplo de esas
comunidades todavía muy cerca de sus modelos egipcios; Juan Casiano,
fundador a su vez de dos monasterios en Marsella, escribe sus
Recuerdos de Egipto.
Algo muy diferente y más original aparece por primera vez con
Eusebio, obispo de Vercelli en el Piamonte, a partir del 345;
ardiente defensor de la ortodoxia nicena, es desterrado por el
emperador Constancio el año 355, y esto le da ocasión de visitar el
Oriente donde entra en estrecha relación con Evagrio de Antioquía,
el segundo traductor de la Vida de san Antonio. Sin dejar de ser
obispo, Eusebio desea ser también monje y agrupa en torno suyo a los
miembros de su clero para llevar en comunidad con ellos una vida de
tipo ascético.
Otros obispos lo imitan, como San Agustín en Africa. Este abraza el
estado monástico al mismo tiempo que pide el bautismo, pero la
primera comunidad que reúne en torno suyo al regresar a su ciudad
natal de Tagaste (388) tiene un carácter más original aún y no logra
subsistir. Es un monasterio de intelectuales donde el trabajo
científico y filosófico va a la par con la vida religiosa,
realizando así en el plano cristiano el sueño de una comunidad de
pensadores. Al ser llamado a formar parte del clero de Hipona (391),
san Agustín renuncia a este hermoso sueño de una vida de soledad y
de tranquila meditación, pero no a su vocación ascética. Siendo
presbítero reúne junto a sí un cierto número de clérigos; y, pocos
años más tarde (395), consagrado obispo, organiza un monasterio,
imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y particularmente
el voto de pobreza. Algunos de sus sermones nos revelan con qué
vigilancia procura que sea rigurosamente respetado. San Agustín
promueve la vida monástica, sobre todo, con su Regla, formada por la
Epístola 211, dirigida a unas religiosas, y la Regula ad servos Dei,
en la que acomoda a los varones los mismos principios ascéticos.
Algo semejante hace san Martín de Tours. Nacido en el año 316,
presta primero servicio militar en el ejército romano y a los
dieciocho años recibe el bautismo, ejerce como exorcista con San
Hilario de Poitiers, se hace monje y termina como obispo de la
diócesis de Tours (+ 397). Incluso como Obispo trata de conciliar
los deberes pastorales con la vida monástica, que promueve en Galia,
España y Britania. San Martin funda hacia el año 360 el monasterio
de Ligugé, y luego, hacia el año 375, el de Marmoutier. Como la
comunidad de Hipona, de la que salen una docena de obispos, la de
San Martín es también un centro de formación eclesiástica que se
irradia por toda la región. Estas creaciones, que no son las únicas
-se pueden mencionar la acción análoga de san Paulino de Nola en
Campania, de san Victricio de Rouen en la Galia del Norte-, abren el
camino a las futuras comunidades de canónigos regulares, en las que
se da la unión de la vida del clero secular y las exigencias del
estado monástico.
San Honorato, Obispo de Arlés, funda hacia el año 410 el famoso
monasterio de Lerins, cerca de Niza, del que también salen muchos
Obispos. El monasterio de Lerins no sólo es semillero de Obispos,
sino también de escritores, como Silvano de Marsella, Fausto de Riez
y Vicente de Lerins, conocido sobre todo por su doctrina sobre la
evolución del dogma, distinguiendo entre cambio y progreso.
Poco después, Casiano, formado en un monasterio de Belén y que ha
pasado varios años entre los anacoretas egipcios, funda en Marsella
dos monasterios, convirtiéndose en puente entre el monacato oriental
y el occidental. Pero lo que le hace más célebre son sus
Institutiones y Collationes, que constituyen una verdadera regla
monástica, que muchos aprovechan. En la mitad del siglo VI, Cesáreo
de Arlés escribe también unas excelentes reglas para monjes y
monjas, llamadas Regula Monachorum y Regula Sanctarum Virginum. Se
muestra muy rígido en cuanto a la clausura, los ayunos, oficios,
pero subrayando el valor de la obediencia y la caridad.
San Patricio, después del año 432, introduce la vida monástica en
Irlanda, donde adquiere gran importancia. Son célebres los
monasterios de Bangor y Armagh. De Irlanda la vida monástica pasa a
Gran Bretaña y a Escocia, donde se funda el gran monasterio de Hy o
Ilona. San Columbano (+ 597), irlandés, procedente de Bangor, es
gran promotor del monacato en Europa a fines del siglo VI y
principios del VII. Funda los monasterios de Luxeuil, Fontaines y
otros, y el de Bobbio, al norte de Italia. Para todos ellos compone
la Regula Monachorum.
f) La regla de San Benito
A principios del siglo VI entra en escena San Benito, cuya fundación
elimina rápidamente a casi todas las demás. En adelante, los monjes
benedictinos constituyen el monacato por antonomasia. San Benito es
quien da al monacato de Occidente una organización estable. Nacido
en Nursia hacia el 480 de familia noble, comienza sus estudios en
Roma, pero muy pronto se retira a Affile y luego a Subiaco como
anacoreta; se le juntan algunos discípulos, como San Plácido y San
Mauro, y forma un primer monasterio. San Benito reúne en doce
monasterios a las personas que aspiran a una vida monástica bajo su
dirección. Pero, ante la hostilidad del clero local, tiene que
alejarse de Subiaco y, en el año 529, llega a Monte Casino, donde
edifica un monasterio según sus deseos. Monte Casino es, pues, la
cuna de la nueva familia monástica. Allí muere en el año 543.
El mayor mérito de San Benito es la composición de la Regula
monachorum, moderada en su contenido y clara en su forma literaria.
Benito se inspira sobre todo en la Sagrada Escritura y en los Santos
Padres latinos, sirviéndose además para su composición de las muchas
reglas monásticas ya existentes, a las que imprime un nuevo
espíritu. Una de las razones que más influyen en la aceptación de
esta regla, de setenta y tres capítulos, es que evita la excesiva
rigidez, sin dejar las cosas esenciales, insistiendo en el opus Dei,
el servicio de Dios u oficio divino. En la regla se subraya la
autoridad del Abad, que se parece más al pater familias que al señor
feudal. Por otra parte, se señala fuertemente la obediencia como la
virtud más necesaria para el monje, "como la vía más segura para
llegar al Señor". Es esencial para el monje la permanencia estable
en la abadía en que ha ingresado, oponiéndose en esto a la tendencia
bastante común de los religiosos giróvagos sin ocupación fija y sin
el freno de la autoridad.
El monasterio de San Benito es también un vasto organismo, que posee
todo lo necesario para vivir con autonomía material: agua, molino,
huerto, horno y artes diversas. Con esto se evita todo pretexto de
salida del monasterio, aunque la pobreza sea la base de la vida del
monje, que ha de renunciar a cuanto posee, pasando todo a ser
propiedad del monasterio. San Benito se muestra moderado en relación
a la comida y al descanso nocturno. El fin principal del monje es el
opus Dei (el oficio divino), a lo que se subordina todo lo demás. El
rezo del oficio divino está minuciosamente reglamentado; a él se
añade la oración personal, es decir, la lectura meditada de la
Escritura.
Además de la oración, los monjes se dedican al trabajo en los campos
o en casa, según las necesidades: "De este modo serán verdaderamente
monjes, si viven del trabajo de las propias manos, como nuestros
Padres y los Apóstoles. Pero todo esto hágase con moderación, para
no desanimar a los pusilánimes". "Ora et labora" es la enseña de los
benedictinos. La lectura y el rezo del oficio divino suponen la
existencia de libros en el monasterio y también la necesidad de
enseñar a leer a quienes ingresan sin saberlo. Así, estos lugares de
huida del mundo se convierten en centros de configuración del mundo
para la Iglesia, el Estado y la ciencia.
Otro punto importante de la regla benedictina es el de la
hospitalidad: "Todos los huéspedes que llegan al monasterio serán
acogidos como Cristo". Para acoger a los huéspedes, los monasterios
tienen la hospedería y el abad come con ellos. Gradualmente, hacia
mitad del siglo VIII, la regla benedictina se impone en los
monasterios occidentales y San Benito es considerado como "cabeza e
inspirador de todos los monjes occidentales".