HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: 8. La Vida Cristiana en la Iglesia Primitiva
a) La
comunidad cristiana
b) Jerarquía y carismas
c) La iniciación cristiana
d) La disciplina penitencial
e) Los tiempos litúrgicos
a) La comunidad cristiana
La Iglesia, sobre la palabra de Cristo y sus
apóstoles, crea las formas fundamentales de su propia vida interna:
piedad, liturgia y organización. Los Padres apostólicos buscan la
edificación de la comunidad cristiana. Consideran a la Iglesia unida a
la persona de Cristo, como la prolongación sacramental de sus acciones
salvíficas. La vida de las primeras generaciones cristianas se funda en
la catequesis y la predicación, que enseñan a los cristianos a vivir
según su nueva dignidad. El fin de la Iglesia es el anuncio del misterio
de Cristo en vistas de la conversión. Sigue la catequesis, que detalla
los elementos de la fe y de la vida cristiana. Y, en tercer lugar, la
didascalía consiste en una enseñanza superior de profundización y
análisis del misterio de Cristo. Los Padres se limitan a transmitir la
herencia recibida (Flp 4,9; Ap 22,18), sin preocuparse de presentar un
sistema de doctrina organizada. Así aparece en la Didajé que, con la
doctrina de "los dos caminos", muestra a los cristianos cómo deben
alejarse de la vía del mal para elegir la vía del bien. La vía del bien,
que conduce a la vida, es el Sermón de la montaña.
Durante el siglo II, la comunidad cristiana
se afirma en su originalidad. Presenta una gran riqueza, que podemos ver
desde diversos puntos de vista. Presenta ante todo una estructura
jerárquica y distintos carismas, que corresponden a vocaciones
particulares. Se dan contrastes entre los que participan plenamente de
la comunidad y los que viven de ella sólo parcialmente, catecúmenos y
penitentes. Hay vírgenes y ascetas, que buscan la perfección de la vida
evangélica, y esposos, que intentan realizar el ideal cristiano. Están,
por último, los que figuran en la vanguardia del testimonio de la fe,
los confesores y mártires.
Los diversos aspectos de la comunidad
aparecen claramente en el Pastor de Hermas. En la Visión III, Hermas se
traslada a un campo, donde le ha citado para la hora quinta una mujer de
avanzada edad, que es la Iglesia. Allí ve un banco de marfil, en el que
está sentada la mujer en compañía de seis muchachos. Ella los despide y
hace sentar a Hermas a su izquierda. Luego, alzando una varita
resplandeciente, le dice: "¿Ves algo grande? - Señora, respondí yo, nada
veo-. Entonces, continuó ella: mira, ¿ no ves ante ti una gran torre que
se construye en el agua con piedras cuadradas y refulgentes?" (1,4). La
mujer explica la visión: la Torre es la Iglesia; el agua, el bautismo;
los seis jóvenes que construyen la torre son los ángeles. Las piedras de
formas diversas corresponden a las diversas categorías de cristianos.
Las primeras piedras, "cuadradas y blancas",
son "los apóstoles, obispos, doctores y diáconos. Las piedras sacadas
del fondo del agua son los que han sufrido por el nombre del Señor", es
decir, los mártires. Luego vienen "los hombres en quienes Dios ha
comprobado la fidelidad en marchar por el camino recto", o sea, los
fieles cristianos. Las piedras nuevas son los neófitos. Las piedras
desechadas son los que han pecado; si se arrepienten, podrán servir para
la construcción: son los penitentes. Al lado de estas piedras, que
sirven para la construcción, hay otras inservibles. Las piedras rotas
son los hipócritas, que bajo apariencias de fe no han renunciado al mal.
Las pulverizadas son los que no han
perseverado. Las rajadas son los que albergan rencores en el fondo del
corazón. Las piedras blancas y redondas que no pueden formar parte de la
construcción son los que no han renunciado a las riquezas. Las piedras
lanzadas en torno, a lugares inaccesibles, son los que han abandonado el
camino de la verdad. Las que caen al fuego son los que han abandonado
definitivamente al Dios vivo. Por último, las que se acercan al agua sin
alcanzarla son los que no han tenido valor para llegar hasta la
conversión. En la Semejanza IX, que es la visión de las doce montañas de
donde son sacadas las doce clases de piedras, Hermas presenta una
clasificación muy parecida, pero esta vez comenzando por el final.
b) Jerarquía y carismas
En la Iglesia, ya desde el comienzo, hay una
jerarquía entre los apóstoles elegidos por Jesús. Ellos son los testigos
y garantes de lo que el Señor ha enseñado y dispuesto. Los Hechos de los
Apóstoles y las cartas apostólicas muestran que los apóstoles, desde el
día de Pentecostés, son conscientes de su autoridad dentro de las
comunidades (1Co 12,28ss; l4ss). Las mismas fuentes nos señalan que los
apóstoles, por la imposición de manos, constituyen representantes suyos
en las diversas comunidades (Hch 14,23), confieréndoles su propia
autoridad. Los elegidos por los apóstoles son sus primeros
representantes; y, tras su muerte, sus sucesores.
Sabemos por la carta a los Filipenses (1,1)
que en las comunidades cristianas hay un ministerio local desempeñado
por los llamados obispos (inspectores). Este cargo al principio equivale
al de presbitero (anciano). En las comunidades judeocristianas los
presbiteros se asemejan a los ancianos del judaísmo, mientras que en las
comunidades paganocristianas se designan obispos. Las cartas de san
Ignacio de Antioquía ya señalan que "quien se opone al obispo, se opone
a Dios", "donde está el obispo está la comunidad, lo mismo que donde
está Cristo está la Iglesia católica". Por estas cartas y por la de san
Policarpo sabemos que hacia finales del siglo I ya están separados los
ministerios de obispo y presbítero; el nombre de obispo se reserva para
la cabeza de la comunidad. Los presbíteros se convierten en sus
auxiliares.
El obispo es quien convoca a todos los
clérigos y les confiere el ministerio. Toda la vida de la comunidad
(bautismo, penitencia, servicio divino, exclusión y reincorporación,
enseñanza, orden de la comunidad y vida litúrgico-sacramental) está bajo
su dirección. "Los obispos están puestos para todo el rebaño, para
gobernar la Iglesia de Dios" (Hch 20,28). La misión del obispo consiste
ante todo en asegurar la unidad de la comunidad. En la Epístola a los
Magnesios, Ignacio les dice: "Procurad hacer todas las cosas en divina
concordia, bajo la presidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios,
de los presbíteros, que ocupan el lugar del senado de los Apóstoles, y
de los diáconos, tan queridos para mí, a quienes ha sido confiado el
servicio de Jesucristo. Adoptad, pues, las costumbres de Dios: amaos los
unos a los otros en Jesucristo" (VI,1-2).
El obispo, rodeado del presbiterio, es quien
preside la Eucaristía de la comunidad: "Sólo sea considerada como
legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de
aquel a quien él encargare. Donde esté el obispo, que esté la
comunidad". Lo mismo sucede con las demás reuniones de la comunidad: "No
está permitido fuera del obispo bautizar ni celebrar el ágape". El
obispo es quien presta atención a las necesidades de la comunidad: "Que
las reuniones sean más frecuentes; invita a todos los hermanos por su
nombre. No descuides a las viudas; después de Dios, eres tú quien debe
preocuparse de ellas. No desprecies a los esclavos, hombres o mujeres".
También el matrimonio requiere su aprobación: "Los hombres y las mujeres
que se casan deben contraer su unión con el conocimiento del obispo".
Para ello es necesario que el obispo acoja en
la caridad a todo su pueblo. Es la invitación que hace Ignacio a
Policarpo en términos admirables: "Justifica tu dignidad episcopal por
una entera solicitud de carne y de espíritu; preocúpate de la unión, que
es el mejor de los bienes. Soporta con paciencia a todos los hermanos,
como Cristo te soporta a ti; soporta a todos con caridad, como en verdad
ya lo haces. Dedícate sin cesar a la oración: pide una prudencia mayor
que la que tienes... Si te complaces en los buenos discípulos, no tienes
mérito. Son especialmente los más contaminados los que has de someter
con la dulzura".
Otro punto importante es la existencia de un
orden de viudas. A ello alude ya la Primera Epístola a Timoteo: "Honra a
las viudas que lo son de verdad... La que de verdad es viuda ha puesto
su esperanza en Dios y persevera noche y día en las súplicas y
oraciones... Una viuda, para ser inscrita en su orden ha de tener al
menos sesenta años, no haberse casado más de una vez, haber ejercido la
hospitalidad, lavado los pies a los santos y practicado toda clase de
obras buenas" (5,9-10). No se trata de todas las viudas, sino de unas
cuantas, que constituyen un carisma de la comunidad. La existencia del
orden de viudas aparece confirmada en otros escritos. Policarpo las
llamar "el altar de Dios", pues se dedican a la intercesión espiritual.
En el Diálogo con Trifón, Justino insiste en
la presencia de los carismas en la comunidad. Las mujeres participan de
ellos tanto como los hombres. El principal es el de profecía, que se
refiere principalmente a la acción de gracias en las asambleas
litúrgicas. Hermas nos ofrece un retrato del profeta: "Cuando el hombre
que tiene en sí el Espíritu de Dios entra en una asamblea de justos,
animados por la fe en el Espíritu divino, y cuando esta asamblea se pone
a rogar a Dios, entonces el ángel del Espíritu profético que asiste a
ese hombre se apodera de él, y el hombre, lleno así del Espíritu Santo,
dirige a la muchedumbre las palabras que Dios quiere".
Junto al profeta aparecen los falsos
profetas. "No todo hombre que habla en espíritu es un profeta, dice la
Didajé, sino sólo quien tiene las maneras de ver del Señor. Por tanto,
el verdadero y el falso profeta se distinguen por su conducta"
(XI,8-10). Hermas dice lo mismo : "Señor, pregunté, ¿cómo distinguir al
verdadero profeta del falso? -Por su vida reconocerás al hombre que
posee el Espíritu de Dios. El falso profeta se ensalza a sí mismo;
quiere ocupar el primer puesto; hace pagar sus profecías; no profetiza
sin salario. ¿Puede un espíritu procedente de Dios exigir paga por
profetizar?. Cuando penetra en una asamblea de hombres justos, llenos
del Espíritu de Dios, una vez que éstos se ponen a orar, él se encuentra
vacío; el espíritu terrestre, presa de espanto, huye lejos de él, y
nuestro hombre permanece mudo e incapaz de decir palabra".
En el siglo III, la organización de la
jerarquía es más uniforme. Contamos aquí, aparte de la Tradición
apostólica y de la Didascalia de los Apóstoles, con un ritual de
ordenación incluido en los escritos pseudo-clementinos. En todas partes
hallamos los tres grados principales: episcopado, presbiterado y
diaconado. El obispo es elegido por el pueblo y consagrado por los
obispos presentes. A los sacerdotes les ordena el obispo junto con los
demás sacerdotes. Al diácono lo ordena exclusivamente el obispo, pues se
ordena para servicio del obispo y no del sacerdocio. Junto a estos tres
órdenes principales aparecen el lector, el acólito, el exorcista y, por
último, ya en el 251, una carta del papa Cornelio alude en Roma a la
existencia de ostiarios.
Un caso particular es el de los confesores,
es decir, los cristianos que han sido encarcelados por la fe. Estos
forman un orden particular. Según Hipólito, sin necesidad de recibir la
imposición de manos, han recibido la dignidad del sacerdocio; pero no
sucede lo mismo con quien solamente ha sido "objeto de mofa": ése debe
recibir la imposición de manos para llegar al presbiterado. Incluso en
el primer caso, es probable que se trate de una dignidad igual a la de
los presbíteros, no de sus poderes. En Africa se habla sólo de
intercesión de los confesores, no de un poder de absolución. En Roma, en
la carta del papa Cornelio, no forman parte de la jerarquía.
Otra cuestión es la de los órdenes femeninos.
El más antiguo es el de las viudas. A principios del siglo III, ocupa un
puesto importante. La Tradición apostólica las menciona inmediatamente
después de los diáconos. Pero precisa que sean instituidas, no
ordenadas. Clemente de Alejandría y Orígenes las incluyen en la
jerarquía. Su función es la oración y la visita a los enfermos. Las
viudas proceden de la estructura judeo-cristiana primitiva. En cambio,
en esta época tiende a ganar una importancia mayor el orden de las
vírgenes. Aparece mencionado en todas las recensiones de la Tradición
apostólica. Junto a ellas, a mediados del siglo III, aparecen las
diaconisas, que sustituyen al orden de las viudas. Como los diáconos,
están más vinculadas al obispo que a los presbíteros. Según el
testimonio de la Didascalía de los Apóstoles, las diaconisas reemplazan
a los diáconos en los ministerios entre mujeres: visita de enfermas,
unción bautismal. Además se ocupan de instruir y ayudar a las neófitas.
c) La iniciación cristiana
En los comienzos de la Iglesia tenemos pocas
noticias sobre la preparación al bautismo. Sin embargo, ya en época muy
antigua existe una organización de tal preparación. Justino en su
primera Apología dice que "los que están convencidos y creen verdaderas
las verdades anunciadas y prometen vivir de tal modo, son enseñados a
orar y a implorar de Dios, ayunando, el perdón de sus pecados" (LXI,2).
Hay, pues, dos etapas: durante la primera se instruye al que desea
convertirse y se le enseña a vivir cristianamente; luego, cuando ya
conoce la fe y ha demostrado ser capaz de vivir como cristiano, se le
admite a una preparación inmediata de carácter litúrgico.
El contenido de estas dos etapas lo conocemos
gracias a la Didajé y a la Epístola de Bernabé. La catequesis es
diferente según se trate de paganos o de judíos. Para los primeros la
catequesis incluye una instrucción sobre el Dios creador y sobre la
resurrección. Un eco de tal instrucción lo hallamos en las Apologías de
Justino. Para todos se expone lo referente a Cristo. Un resumen de esta
catequesis son algunas fórmulas que aparecen en san Pablo y otros
autores cristianos origen del símbolo. Nuestro Símbolo de los Apóstoles
es el desarrollo del símbolo romano del siglo II. Es, pues, un eco de la
tradición oral de fe, paralela a los Evangelios.
La instrucción no sólo consiste en presentar
los misterios de Cristo, sino en mostrar en ellos la realización de las
profecías del Antiguo Testamento, como aparece en la Epístola de
Bernabé. El mismo método se halla un poco más tarde en la Demostración
de la Predicación apostólica de san Ireneo, que utiliza un material
antiguo. Los catequistas disponen ya de colecciones análogas a la que
hallamos en el siglo III en los escritos de Cipriano con el nombre de
Testimonia. Sigue luego una catequesis moral, de la que nos ofrecen un
ejemplo la Didajé y la Epístola de Bernabé. Esta catequesis consiste en
la exposición de los dos caminos. Las palabras de Cristo citadas en
tales catequesis están muy cerca del Nuevo Testamento, pero con notables
variantes. Se trata de una tradición oral, independiente de los
Evangelios, conservada en la enseñanza catequética. La doctrina de los
dos caminos vuelve a aparecer en el Pastor de Hermas y en los
Testamentos. Existe, en fin, una tradición de la oración dominical.
Un segundo punto es el de los ritos
bautismales. El bautismo va precedido de un ayuno del catecúmeno y de
otras personas. Este ayuno va acompañado de una renuncia (apotaxis) a
Satanás y de una adhesión a Cristo (syntaxis), como término de la
catequesis sobre los dos caminos. A ello alude la Carta de Plinio a
Trajano, que habla de renuncias por juramento a ciertos crímenes. Sigue
la imposición de manos. La menciona Clemente de Alejandría. El bautismo
se hace por inmersión, como lo atestiguan la Didajé (VII,1,3) y el
Pastor. Se hace normalmente en agua de fuente y comporta una triple
inmersión, unida a la invocación de las tres Personas. Opera a la vez la
remisión de los pecados y el don del Espíritu. Este último aspecto lo
subrayan las numerosas alusiones al agua viva. Tal es quizá también el
simbolismo bautismal del pez, que se encuentra en un osario
judeo-cristiano del Dominus flevit. Por otra parte, vemos en Hermas la
comparación de la inmersión bautismal con el descendimiento a los
infiernos, que supone el simbolismo de las aguas de la muerte.
El bautismo va acompañado de varios ritos
subsidiarios. En primer lugar, de una unción con aceite consagrado, a la
que alude Teófilo de Antioquía. En la Tradición apostólica, la unción
acompaña al bautismo y forma con él un solo sacramento, a imitación de
Cristo, a la vez bautizado y ungido en el Jordán. A la unción está
estrechamente asociada la signación con la señal de la cruz, la
sphragis. El signo + alude originariamente al tav hebreo, símbolo del
nombre de Dios, cuya marca -según el Apocalipsis 7,2- llevan los
elegidos en sus frentes. Este signo aparece en las inscripciones
judeo-cristianas de Palestina. La entrega de una vestidura blanca recoge
el simbolismo de la denudación y el revestimiento en relación con el
bautismo. La encontramos ya en Pablo y las Odas de Salomón la mencionan
con frecuencia. Hermas habla de un vestido blanco en un contexto
bautismal. Parece ser que se entregaba también una corona de follaje,
costumbre que aún subsiste en Siria. Este rito tiene relación con la
fiesta de los Tabernáculos. Es posible, sin embargo, que la corona sólo
se entregara a las vírgenes. En la liturgia celeste está reservada a los
mártires. El rito de la coronación se da principalmente en el
judeo-cristianismo oriental o en comunidades emparentadas con él, como
la de Hermas en Roma. Lo mismo sucede con el rito de beber agua
bautismal. Por último, al bautismo sigue, antes de la catequesis
pascual, una toma de leche y miel. Así lo sugieren 1P 2,2, Bernabé,
VI,8-17 y Odas, IV,10.
A los ritos bautismales sigue una catequesis
postbautismal, que da origen a las catequesis mistagógicas del siglo IV.
Como el bautismo se administra en la noche de Pascua, esta catequesis es
una homilía pascual, en correspondencia con la haggadá sobre la
liberación del pueblo judío en tiempos del Exodo, con la que iniciaba el
banquete pascual judío. Un ejemplo de esta catequesis es la Primera
Epístola de Pedro, que parece ser una catequesis bautismal y que en su
primera parte compara la liberación del cristiano mediante el bautismo
con la liberación del Exodo (1P 1,13-2,10). Lo mismo sucede con la
Homilía pascual de Melitón de Sardes, algo posterior, que también
refiere los acontecimientos de la salida de Egipto. A la homilía sigue
una comida, que corresponde al banquete pascual judío. La Didajé
presenta tres oraciones de acción de gracias: la primera sobre el vino,
la segunda sobre el pan, la tercera al final de la comida. A pesar de
sus resonancias eucarísticas, es posible que tales oraciones sean
bendiciones del ágape que precede a la Eucaristía. Además tenemos, en un
fragmento litúrgico de Melitón, la plegaria inaugural de la comida que
sigue a la homilía pascual y precede a la Eucaristía.
La vigilia bautismal termina con la
celebración de la Eucaristía. Sobre el modo de celebrarla tenemos los
datos que nos proporciona el Nuevo Testamento. Instituida por Cristo
durante un banquete pascual, se inspira en la liturgia judía de aquel
banquete. La consagración del pan va unida a la bendición de los ácimos,
antes de la comida. Es lo que constituye la "fracción del pan". Por otra
parte, la consagración del vino corresponde a la bendición de la tercera
de las cuatro copas, que sigue inmediatamente después de la comida,
antes del canto del Hallel. La plegaria eucarística recoge esas dos
bendiciones, a la manera de las berakoth judías.
En la Didajé tenemos un dato ligado a la
liturgia eucarística propiamente dicha. La última de las tres
bendiciones, que sigue a la comida, termina con estas palabras: "Hosanna
al Hijo de David. Quien es santo, que se acerque; quien no lo es, que se
convierta. Marana tha!" (IX,6). El versículo está tomado del Sal 117,25,
que es uno de los salmos del Hallel, cantados después del banquete, con
la última copa. Esta última parte de la haggadá pascual pide a Yahveh
que realice en el futuro las mismas obras de liberación que realizó en
el pasado. Pero, para el cristiano, Dios realiza esa venida
inmediatamente por medio de la Eucaristía. En la Eucaristía se comulga
bajo las dos especies de pan y vino. El pan consagrado se da a los
comulgantes en la mano y en tiempos de persecución se lo llevan a casa.
Para señalar la unidad de la Iglesia en la celebración de una única
Eucaristía por el único obispo, de la iglesia principal se lleva el pan
consagrado a las restantes iglesias. La celebración de la Eucaristía
tiene lugar al anochecer.
Un hecho significativo del siglo III es la
importancia que adquiere el catecumenado. A principios del siglo III,
Orígenes explica que, después de un primer período en que se examinan
las disposiciones de quienes se acercan al cristianismo, éstos entran en
un primer estadio, en el que son instruidos y se ejercitan en la vida
cristiana; luego pasan a un segundo estadio, el de la preparación
inmediata al bautismo Orígenes añade que hay algunos cristianos
encargados de examinar a los que se presentan al comienzo de cada una de
las etapas. Después de la experiencia de los lapsi y al enfriarse el
fervor religioso, como lamenta Orígenes, la Iglesia se hace más exigente
en la admisión de nuevos miembros; el tiempo de preparación, antes
breve, se prolonga. Sólo a los iniciados se les enseñan los misterios y
las oraciones (símbolo, padrenuestro) y el sentido de las palabras y
signos sacramentales (ley del arcano). Durante este tiempo, los
catecúmenos sólo asisten a la primera parte de la Eucaristía. Sólo
después de hacer la profesión de fe, los catecúmenos son admitidos por
el bautismo en la Iglesia. El bautismo se administra solemnemente en la
noche de Pascua o de Pentecostés por inmersión, y a ser posible en agua
corriente. Algunos difieren su recepción por largo tiempo; otros incluso
hasta el fin de su vida, para poder morir en estado de absoluta pureza;
otros, en fin, por falta de seriedad moral.
La Tradición apostólica de Hipólito de Roma
nos ofrece una exposición detallada del catecumenado, en la que se
refleja la disciplina de Roma a comienzos del siglo III. El candidato al
catecumenado es presentado por unos cristianos, los padrinos, y
examinado por unos doctores, los responsables del catecumenado. Se le
pregunta por los motivos de su conversión, su situación legal y su
profesión. Hipólito reproduce una lista de oficios a los que el
candidato está obligado a renunciar, como el de soldado y el de profesor
de letras. Si el examen es favorable, el candidato es admitido al
catecumenado, que dura tres años. Durante ese tiempo hay instrucciones a
cargo del catequista, que terminan con la plegaria, el ósculo de paz que
los hombres dan a los hombres y las mujeres a las mujeres y la
imposición de manos por obra del catequista.
Al término de esa etapa, los catecúmenos -en
latín, audientes- pasan a ser "iluminados" (photizómenoi) electi o
competentes. Esta preparación inmediata al bautismo, comienza con un
examen sobre la práctica de la vida cristiana durante el catecumenado. A
partir de ese día hay una reunión diaria con exorcismo e imposición de
manos. Los candidatos ayunan el viernes y el sábado precedentes al
bautismo. El sábado tiene lugar un solemne exorcismo a cargo del obispo,
acompañado de la exsufflatio en el rostro y de la signatio en la frente,
los oídos y la nariz. Por la noche tiene lugar la vigilia, con lecturas
e instrucciones, al término de la cual se administra el bautismo. El
rito bautismal comprende una triple inmersión, acompañada de una triple
profesión de fe. Lo integran otros ritos como la unción, vestiduras,
tomar leche y miel, beber agua. Los niños son bautizados en primer
lugar.
Las mujeres deben soltarse el cabello y
quitarse las joyas. Antes del bautismo, el obispo consagra el óleo
santo. El primer rito es la renuncia a Satanás con el rostro vuelto
hacia Occidente. A él aluden Orígenes y Tertuliano, lo mismo que
Hipólito. Luego viene la unción con el óleo consagrado. Entonces se pasa
a la iglesia. El obispo impone la mano sobre el bautizado, derrama óleo
consagrado sobre su cabeza y le signa en la frente con la señal de la
cruz. Este rito, separado del bautismo, constituye un sacramento
distinto: la confirmación. El bautizado reza entonces por primera vez en
unión de los fieles y recibe el ósculo de paz. Según Tertuliano, a fines
del siglo II, y Cipriano, a mediados del siglo III, los bautizados son
conducidos a la Eucaristía y luego reciben la imposición de manos del
obispo (confirmación). Esta conexión de los tres sacramentos de la
iniciación cristiana se mantiene aún vigente en la Iglesia oriental.
Los diáconos presentan las ofrendas al
obispo, que consagra el pan y el vino. Bendice también la leche y la
miel mezcladas, símbolo de la carne de Cristo, y, por otra parte, el
agua, en señal de purificación. Se distribuye entonces el pan
consagrado. Y, a continuación, los diáconos dan a beber de las tres
copas de agua, de leche y de vino. El sacerdote o el obispo acompaña
estos ritos de una explicación, que es la homilía.
d) La disciplina penitencial
Al lado de la iniciación cristiana, en el
siglo III, adquiere importancia la disciplina penitencial. Aquí se
plantean dos problemas distintos: el primero se refiere a los ritos de
reconciliación; el segundo, a los casos en que ésta se debe conceder,
que enfrenta a rigoristas y moderados, como ya hemos visto. Las fuentes
principales son Orígenes, Hipólito y Tertuliano. La reconciliación no es
sólo un acto jurídico, sino un sacramento. Para los pecados graves
(apostasía, homicidio, adulterio) hay una confesión pública
(exhomologesis) y una penitencia pública, que supone la exclusión de la
comunidad. El pecador forma parte del grupo de los penitentes, que no
participan de la Eucaristía. La exclusión es más o menos larga, según la
gravedad de las faltas. Puede abreviarse, si el penitente da muestras de
una conversión más profunda o por la intercesión de los confesores.
Entonces tiene lugar una readmisión pública, que tiene lugar el Jueves
Santo.
La disciplina de la penitencia se concibe
paralelamente a la del catecumenado y de manera muy análoga. En ambos
casos hay un período de prueba, antes de la admisión o de la readmisión.
Tertuliano subraya en el De paenitentia el paralelismo entre ambas
disciplinas. La reconciliación se hace con ocasión de la Pascua, lo
mismo que la admisión al bautismo. Naturalmente, las exigencias son más
duras para la reconciliación, pues el culpable ha demostrado que no es
capaz de practicar la vida cristiana y hay que asegurarse de la seriedad
de su conversión.
e) Los tiempos litúrgicos
Junto con las ceremonias de la iniciación, la
institución cristiana mejor atestiguada durante este período es la
asamblea dominical. El Nuevo Testamento alude a ella en varias
ocasiones. La Didajé la menciona expresamente: "Reuníos el día del Señor
para partir el pan y dar gracias" (XIV,1). Y lo mismo la Epístola de
Bernabé (XV,9). Ignacio de Antioquía condena la observancia del sábado y
le opone la del domingo. La Carta de Plinio habla de reuniones "en día
fijo" para cantar himnos alternados a Cristo, "antes de la aurora". La
Didajé habla de una confesión previa a la sinaxis dominical. Tal
confesión es de orden litúrgico y colectiva. Se sitúa en la prolongación
de una práctica judía y demuestra la existencia de una penitencia
litúrgica ordinaria ligada a la asamblea dominical.
Justino nos ofrece más amplios pormenores
sobre la asamblea dominical. Su Apología, que se remonta al 140,
describe prácticas anteriores. La asamblea comienza con la lectura "de
las memorias de los apóstoles" y de los "escritos de los profetas". La
primera expresión parece indicar que los Evangelios se escriben para la
lectura litúrgica. La segunda se refiere a obras como las Epístolas de
Pablo o de Clemente, o las profecías de Hermas. A tales lecturas sigue
la homilía. Luego vienen varias oraciones por las principales
intenciones de la Iglesia y el ósculo de paz. Entonces tiene lugar la
oración eucarística. El pueblo responde Amén. Los diáconos distribuyen
el pan y el vino consagrados. Finalmente, se reúnen limosnas para los
necesitados.
Los diversos títulos que recibe el domingo
nos proporcionan algunas indicaciones sobre su origen. El más antiguo es
el de kyriaké, que hallamos en la Didajé. La Epístola de Bernabé habla
del octavo día (XV,9). Esta expresión se encuadra en un contexto
judeo-cristiano, en el que los fieles, después de haber celebrado el
séptimo día judío, lo prolongan al amanecer con su propia celebración.
Por fin, Justino habla del "primer día", poniéndolo en relación con la
creación del mundo. La designación del domingo como primer día está
también en relación con la resurrección de Cristo. Si todos los domingos
reciben el nombre de primer día, ello se debe a una extensión del primer
día por excelencia, el de la resurrección.
Muchas comunidades judeo-cristianas siguen
observando el sábado, lo mismo que la circuncisión. Tal es, seguramente,
el caso de los judeo-cristianos relacionados con la Iglesia de
Jerusalén, que mencionan Justino y Epifanio. La polémica de Ignacio
contra la observancia del sábado comprueba que, a principios del siglo
II, hay en Antioquía algunos cristianos que siguen celebrándolo. Más
compleja es la cuestión sobre la actitud de los primeros cristianos con
respecto a las fiestas. La fiesta cristiana, la única durante mucho
tiempo, es la fiesta de Pascua, que dura cincuenta días. El misterio
pascual constituye también el verdadero carácter festivo del domingo.
Pentecostés pertenece a la Pascua. Sólo en el siglo IV va poco a poco
tomando forma el calendario cristiano; se añaden los días conmemorativos
de los mártires, la Natividad del Señor y la fiesta oriental de la
Epifanía.
En la cuestión de la Pascua se oponen entre
sí las iglesias nacidas de tradiciones diferentes. La iglesia asiática
en su conjunto, siguiendo la tradición johánica, celebra la Pascua del
Salvador el mismo día que los judíos, es decir, el 14 del mes de Nisán.
Es la práctica "cuartodecimal", vigente en ciertas comunidades
judeo-cristianas, particularmente en Palestina y Asia. Pero, fuera de
Asia, la mayoría de los cristianos celebran la fiesta el domingo
siguiente al 14 de Nisán.
Tal diversidad se convierte muy pronto en
problema. Ya bajo el pontificado de Sixto, hacia el 120, estalla en la
comunidad de Roma un conflicto entre los romanos y los asiáticos, que
termina con un acuerdo de mutua tolerancia. El conflicto se renueva
cuando Policarpo, obispo de Esmirna, visita Roma en tiempos de Aniceto
(155-166). De ello nos informa Ireneo en una carta en la que cuenta cómo
Aniceto no pudo convencer a Policarpo de no observar el día 14, ya que
tal era la práctica "de Juan y de los demás Apóstoles con quienes él
había vivido". Policarpo, por su parte, "no pudo conseguir que Aniceto
abandonara la usanza de los presbíteros anteriores a él" (H. E.
V,24,16). No obstante, se separan en paz.
Los obispos de Asia mantienen su posición.
Polícrates de Efeso escribe a Víctor, recordando que la práctica
cuartodecimana es la de los Apóstoles Felipe y Juan, de Policarpo y
Melitón. La Homilía sobre la Pascua de Melitón corresponde a la práctica
cuartodecimana. Víctor escribe a los obispos para declarar excluidas de
la comunión a las iglesias de Asia. Pero tal decisión levanta gran
revuelo entre los obispos. Entonces interviene Ireneo y, aun afirmando
que él mantiene el domingo para la celebración pascual, invita a Víctor
a seguir la conducta de sus predecesores aceptando la duplicidad de
costumbre: "Los presbíteros anteriores a Sotero que dirigieron la
Iglesia que tú hoy gobiernas, es decir, Aniceto, Pío, Higinio, Telesforo
y Sixto, no observaron el día decimocuarto, pero tampoco prohibieron su
práctica a los que procedían de las cristiandades en que se observaba"
(H. E. V,24,14).
Al margen de la asamblea eucarística
dominical, hay otras asambleas, que los cristianos tienen diariamente,
encaminadas a la instrucción. Hipólito dice que los diáconos y
sacerdotes deben reunirse cada día en el lugar designado por el obispo,
instruir a los allí reunidos y orar. Sobre estas asambleas diarias,
poseemos las Homilías de Orígenes, pronunciadas en Cesarea. La asamblea
comienza por la lectura de un texto de la Escritura. Se hace lectura
continuada de la Escritura, aunque Orígenes se limita a comentar algunos
pasajes. A él le interesa sacar una enseñanza moral del texto. De ahí,
los abusos del alegorismo. Pero tales abusos no impiden que las Homilías
estén llenas de enseñanza espiritual. El auditorio está compuesto de
hombres, mujeres y niños; de bautizados y catecúmenos. Orígenes reprende
a los que se van antes del final y a los que charlan en los rincones.
La Tradición apostólica habla también de
otras asambleas. Está la asamblea de la tarde, a la hora en que se
encienden las lámparas y en la que el obispo, o quien le remplaza, da
gracias por los beneficios de la jornada. Están los ágapes presididos
por el obispo, precedidos de una bendición y seguidos de salmos cantados
y de bendiciones sobre la copa.