HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: 5. Las Persecuciones de la Iglesia
a) La
Iglesia en medio del Imperio romano
b) El conflicto con el Estado
c) Las persecuciones
antes de Decio
d) Las persecuciones
generales
e) El culto de los mártires
a) La
Iglesia en medio del Imperio romano
La toma de
Jerusalén el año 70 supone la dispersión de la primitiva comunidad
cristiana más allá de Palestina. La Iglesia, sin ser del mundo,
comienza a vivir en medio del mundo (Jn 18,36). El cristianismo se
difunde rápidamente en el Imperio romano. Palestina, ya en tiempos
de Jesús, forma parte del Imperio romano (Lc 3,1-2). Los Apóstoles y
los otros discípulos son, por consiguiente, súbditos de Roma. Por
ello, la primera predicación cristiana, nacida en una geografía
romana, se realiza y difunde en el Imperio romano. Desde Palestina,
la buena nueva pasa a Asia Menor, que se convierte en el primer país
cristiano, llegando hasta el norte de Africa y Roma. El Evangelio se
extiende con los soldados, los comerciantes y los evangelizadores a
lo largo de las vías de comunicación del Imperio, que en principio
es tolerante con todas las religiones.
Los mismos
escritores paganos constatan el rápido crecimiento del cristianismo.
Así lo observa Plinio en su carta dirigida a Trajano. Y ya Tácito en
el siglo I habla de una multitudo ingens. También los
escritores cristianos del siglo II, Justino, Ireneo y Tertuliano
ponderan este crecimiento. El cristianismo penetra en todas las
clases de la sociedad. Ante todo, arraiga profundamente entre la
gente pobre y sencilla. Pero, muy pronto, tiene seguidores entre la
gente ilustrada y noble. Así, por ejemplo, el procónsul Sergio
Paulo, Dionisio Areopagita, Pomponia Graecina, los Flavios y
Acilios, Apolonio y otros. Los apologistas son todos gente erudita e
ilustrada. Hasta en la corte se introduce el Evangelio, pues sabemos
que San Pablo saluda a los de la casa del César. No mucho después
abundan los cristianos y los mártires entre los militares. Baste
citar a San Marcelo y San Sebastián.
La vida de
los cristianos se nos describe en la carta a Diogneto: “Los
cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en
que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en
efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito,
ni llevan un género de vida distinto. Viven en ciudades griegas y
bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los
habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de
vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a
juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como
forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan
todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos,
pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos,
se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que
conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la
carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con
su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los
persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con
ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de
todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de
gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia.
Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a
cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como
malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se
les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los
gentiles los persiguen y, sin embargo, los mismos que los aborrecen
no saben explicar el motivo de su enemistad”.
Durante las
primeras décadas de su historia, la Iglesia no constituye una
realidad de suficiente amplitud para plantear problemas al Imperio
romano. Los apóstoles y los discípulos de los apóstoles se dedican a
edificar la comunidad cristiana. El entusiasmo y el amor entre los
hermanos llenan su vida. Apenas si tienen contacto alguno con la
cultura pagana. Viven la palabra de Jesús: “Estáis en el mundo, pero
no sois del mundo” (Jn 18,36). Pero, poco a poco, comienzan a ser
conocidos. El título de “cristianos”, dado en Antioquía hacia el año
42 a los discípulos de Cristo, parece un sobrenombre romano. En el
45, Pablo se entrevista en Chipre con el procurador Sergio Paulo.
Suetonio menciona la presencia de cristianos en la comunidad judía
de Roma, el año 49. En el 59, el procurador Festo envía a Pablo a
Jerusalén con un informe sobre su caso. En todo esto no aparece
ninguna hostilidad frente a los cristianos por parte de los
funcionarios romanos. Estos intervienen en los conflictos entre
judíos y cristianos, pero más bien para proteger a los cristianos,
en los que no ven un peligro político.
El segundo
período de la Iglesia primitiva se caracteriza por la relación de la
Iglesia con el mundo, con el Imperio romano y con la cultura
helenista. Es el tiempo de las persecuciones, de las apologías y del
comienzo de la teología contra las herejías. Ya en el año 64 la
Iglesia comienza a sufrir la persecución. Nerón lleva al martirio a
Pedro y Pablo. Se cumple lo que había predicho Jesús a sus
discípulos: “Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos.
Sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas.
Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os
azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante
gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los
gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué
vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel
momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el
Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la
muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra
padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi
nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt
10,16-22). Sin embargo, la persecución no frena la rápida difusión
del cristianismo. El martirio suscita más bien una fuerza de
atracción. Según Tertuliano: “La sangre de los mártires es semilla
de cristianos”.
Suetonio ya
alude a las primeras medidas contra los cristianos: “Nerón afligió
con suplicios a los cristianos, raza entregada a una superstición
nueva y maléfica”. La ocasión y los pormenores de esta persecución
los describe el historiador Tácito. El pretexto es el incendio de
Roma, iniciado el 18 de julio del año 64, por iniciativa del Nerón,
que en pocos días reduce a pavesas gran parte de la ciudad, dejando
en la miseria a millares de ciudadanos. La indignación del pueblo es
tan grande que Nerón siente miedo y señala a los cristianos como los
causantes de la catástrofe, y, dado el ambiente que hay contra
ellos, es fácil hacerlo creer al pueblo. De hecho, se persigue con
crueldad a los cristianos, atan sus cuerpos a unos palos, rociados
con materias inflamables, y les hacen servir de antorchas en medio
de los jardines imperiales. El relato de Tácito dice: “Para acallar
los rumores sobre el incendio de Roma, Nerón señaló como culpables a
unos individuos odiosos por sus abominaciones, a los que el vulgo
llama cristianos. Este nombre les venía de Chrestos, quien, durante
el reinado de Tiberio, fue condenado al suplicio por el procurador
Poncio Pilato. Reprimida de momento, aquella execrable superstición
desborda de nuevo, no sólo en Judea, cuna de tal calamidad, sino en
Roma, adonde afluye de todas partes toda atrocidad o infamia
conocida. Fueron detenidos primero los que confesaban su fe; luego,
por indicación suya, otros muchos, acusados no tanto de haber
incendiado la ciudad cuanto de odio contra el género humano”.
En este
texto encontramos los nombres de Chrestos y chrestiani,
que aparecen también en Suetonio. Pero lo más importante es el
motivo de la acusación: el odium humani generis. La expresión
latina traduce la palabra griega misanthropía. Esta
acusación, ya lanzada contra los judíos, apunta al hecho de que
comunidad cristina es sospechosa en sus propias costumbres. Es fácil
pasar de la idea de costumbres diferentes a la de costumbres
inhumanas, ya que la civilización greco-romana se considera como la
norma de la philanthropia, del humanismo. De aquí surgen las
acusaciones, formuladas primero contra los judíos y renovadas contra
los cristianos, de adoración de un asno, de homicidio ritual, de
incesto. Es un primer estadio de la opinión de los paganos sobre los
cristianos. Los cristianos comienzan a ser distinguidos de los
judíos, pero las acusaciones lanzadas contra ellos se inspiran
todavía en las que se hacían contra estos últimos.
Durante los
reinados de Galba, Otón y Vitelio, que se suceden en el 68, no
tenemos noticia de ninguna persecución. Lo mismo sucede bajo el
imperio de Vespasiano (68-79) y de Tito (79-81). La atención del
poder romano se concentra en la rebelión judía, y los cristianos
parecen olvidados. Pero, en tiempos de Domiciano (81-96), la
persecución es un hecho, según nos informa Melitón. Hegesipo
recuerda que Domiciano hace comparecer ante sí a los descendientes
de Judas, primo del Señor, que le han sido denunciados como
descendientes de David. Se trata, pues, de la represión del
mesianismo judío. Los parientes de Cristo se hallan implicados por
el hecho de la descendencia davídica de Jesús proclamada en el
kerigma.
Hay una
región de la que nos consta con certeza que Domiciano persigue a los
cristianos: Asia Menor. El Apocalipsis, como hemos visto, nos
informa sobre un grupo de iglesias de Asia en las que hay
persecuciones. El objeto del Apocalipsis es llevar un mensaje
de esperanza a unos fieles que se hallan en dificultad por la
persecución. También en Roma, Domiciano “castiga sin piedad toda
resistencia en la aristocracia y entre los intelectuales”. Entre los
personajes afectados hay cristianos, como Manio Acilio Glabrión,
cónsul en el 91, ejecutado con otros dos aristócratas como “ateo” e
“innovador”. Más tarde, una de las propiedades de los Acilii
Glabriones sirve de cementerio para los cristianos. La tradición
considera cristianos también a Flavio Clemente, primo de Tito y de
Domiciano y, sobre todo, a su mujer Flavia Domitila. El primero es
condenado a muerte el año 95 por ateísmo y “costumbres judías”, y
ella es desterrada a la isla Poncia en el 96 El cementerio de
Domitila es una de sus propiedades, destinada a sepultura de los
cristianos.
Podemos
preguntarnos a qué se debe este endurecimiento del poder imperial
contra los cristianos y de los cristianos contra Roma. Por el lado
romano, si los Flavios persiguen a los cristianos, es sólo en la
medida en que se los confunde todavía con los judíos. Y así los
miembros de la aristocracia romana son perseguidos por costumbres
judías, como los parientes de Jesús son arrestados en Palestina como
descendientes de David. Por ello la atención recae particularmente
sobre las iglesias de Asia. El cristianismo de esta región está
animado por corrientes mesiánicas. Aquí es donde aparece el
milenarismo, es decir, la expectación de que Cristo establezca su
reino universal centrado en Jerusalén. Papías relaciona tal doctrina
con los presbíteros de Asia, discípulos de los Apóstoles (H.E.
III,39,12). Es natural que las autoridades romanas confundan el
milenarismo asiático con el nacionalismo judío. En realidad, durante
el reinado de Domiciano en Asia y en Palestina, la literatura judía
y la cristiana muestran un sorprendente paralelismo.
Entre las
causas de las persecuciones se señala también el odio popular, que
aparece en las calumnias que se esparcen contra los cristianos y en
las caricaturas que se hacen de ellos. Este odio anticristiano lleva
a considerarlos capaces de todos los crímenes. A esto se añade la
naturaleza misma del cristianismo, que rechaza los dioses culto
romanos. Poco a poco se añade la razón de Estado, que considera a
los cristianos incompatibles con el Estado romano. Al ser acusados
de ateos, se les ve como enemigos del Estado. San Policarpo, por
ejemplo, se niega a proclamar al Cesar como Señor y la muchedumbre
grita: “Es el aniquilador de nuestros dioses”. Obedientes a las
leyes del Estado, se niegan a reconocer como Señor a otro que no sea
Cristo. Esto les vale el martirio. Con firmeza se mantienen fieles a
Cristo en medio de los tormentos (Mt 10,28; Mc 8,38). De Blandina,
mártir en Lyón, se dice en las actas del martirio: “Ella, la pequeña
y débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible
Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la
lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad”.
Sólo el
confesarse cristiano es motivo de condena a muerte. El odio a los
cristianos, considerados como “enemigos de la humanidad”, lleva a
considerarles responsables de todas las calamidades públicas. Las
calumnias o falsas interpretaciones de las prácticas supuestamente
antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas alimentan
el odio contra ellos. Se les acusa de ateos, porque no participan en
los ritos idolátricos de los templos paganos; se les considera
bárbaros porque, en sus reuniones nocturnas, sacrifican a un niño y
comen su carne y beben su sangre. Se les acusa de inmorales, pues se
reúnen en la noche hombres y mujeres juntos. San Justino, en sus
apologías responde a estas acusaciones, describiendo las
celebraciones eucarísticas de los cristianos. Además, para los
paganos del Imperio, con su panteón lleno de dioses, el cristianismo
es algo inaudito. La fe cristiana algo totalmente nuevo. Sobre todo
les llama la atención la vida de los cristianos. Nunca antes han
visto un amor semejante. Ante ellos no pueden contener la
exclamación: “Mirad cómo se aman” (Jn 13,34-35). La unidad entre fe
y vida es algo único nunca antes visto. La fe para los cristianos no
es algo reservado al templo y a unos momentos, sino que abarca toda
la vida en todo lugar y tiempo.
c) Las
persecuciones antes de Decio
El
advenimiento de los Antoninos inaugura una etapa de distensión, a
partir del reinado de Nerva. Juan regresa de Patmos para
establecerse en Efeso. Durante el reinado de Nerva Clemente de Roma
escribe su Epístola, en nombre de la iglesia de Roma, a la
iglesia de Corinto, donde se han producido ciertos disturbios.
Declara que no ha podido intervenir antes a causa de los incidentes
y desgracias que han tenido lugar. Estas desgracias parecen ser las
persecuciones romanas de tiempos de Domiciano. Clemente aprovecha la
tregua que supone el advenimiento de Nerva para cumplir con su
misión.
A Nerva le
sucede Trajano (98-117), español y gran hombre de Estado. Pero en la
Carta que le escribe Plinio el Joven, gobernador de Bitinia,
le pide instrucciones sobre el proceso entablado contra los
cristianos (Epist X, 96): “¿Se ha de castigar el nombre a falta de
pruebas o los crímenes inseparables del nombre?”. Plinio ha
ejecutado a los que, interrogados repetidamente, se han negado a
abjurar, señalando que “es imposible obligar a los que son
verdaderamente cristianos”. Trajano responde que no se ha de buscar
a los cristianos; pero, si son denunciados y se niegan a abjurar,
conviene condenarlos; sin embargo, no hay que admitir denuncias
anónimas, “que no son ya de nuestra época”.
El emperador
Trajano añade su testimonio: “Hasta ahora he procedido así contra
aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si
eran cristianos. Si confesaban, les hacía dos o tres veces la misma
pregunta, amenazándoles con la misma muerte. Si continuaban
obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que,
cualesquiera que fuesen sus faltas, se les debía castigar por su
terquedad e inflexible obstinación”. Entre los mártires más insignes
durante su reinado están: San Simeón, obispo de Jerusalén, de ciento
veinte años de edad; el Papa San Clemente, San Evaristo, los
discípulos de San Pablo Onésimo y Timoteo y, sobre todo, San Ignacio
de Antioquia, de cuyo martirio se conserva una hermosa relación. Sus
cartas son para nosotros la más preciosa fuente sobre la situación
de la Iglesia de su tiempo. La fe en Cristo le lleva a desear el
martirio para estar con el Señor: “Busco al que ha muerto por
nosotros; quiero al que ha resucitado por nosotros. Mi nacimiento es
inminente”.
El texto de
Trajano es capital, pues contiene la jurisprudencia que perdura
durante todo el siglo y que comentan los apologistas. Es de notar
que no existe ninguna proscripción de los cristianos emanada del
poder central, ni, por tanto, ninguna persecución de conjunto. Pero
sí tienen lugar persecuciones locales. Además, el motivo de la
acusación no se centra en crímenes concretos, sino solamente en el
“nombre” cristiano. La investigación hecha por Plinio lleva a la
conclusión de inocencia de los cristianos. Pero, en último término,
el nombre cristiano constituye un motivo de condenación. Ese es el
punto esencial, en que los apologistas basan su apología de los
cristianos. Así, pues, los cristianos se hallan continuamente bajo
la amenaza de una denuncia.
El reinado
de Adriano (117-138), también español, es más apacible para los
cristianos. Pero, durante el reinado de Antonino (138-161), se opera
un cambio en las relaciones del cristianismo con el mundo
greco-romano. Las primeras persecuciones están relacionadas con el
conflicto entre el judaísmo y el Imperio. Ahora, poco a poco, los
cristianos aparecen a los ojos de los paganos en una perspectiva
distinta. Se reconoce su originalidad, aunque no se sabe cómo
clasificarlos. Los cristianos aparecen como seres singulares, al
margen de la sociedad. Esta es la imagen que se perfila a través de
los testimonios que poseemos de tiempos de Antonino y Marco Aurelio
(161-180), gran filósofo de la escuela estoica. Para los
intelectuales de la época, los cristianos forman parte del mundo de
los mistagogos orientales, a la vez inquietantes por sus poderes
mágicos y despreciables por sus costumbres dudosas. El testimonio
más antiguo es el de Frontón, maestro de Antonino y Marco Aurelio,
cónsul en el 143, durante el reinado de Adriano. Las acusaciones que
formula contra los cristianos nos son conocidas por Minucio Félix:
adorar una cabeza de asno, inmolar y devorar a un niño en las
ceremonias de iniciación, unirse incestuosamente después de un
banquete los días de fiesta.
Ya en su
primera Apología, hacia el 155, Justino hace alusión a esas
mismas acusaciones. Se trata de los gnósticos. “¿Son culpables de
las infamias que se atribuyen a los cristianos, como las extinciones
de luz, las promiscuidades, los banquetes de carne humana? No lo
sabemos”. Justino utiliza el texto de Frontón, pues su exposición
sigue exactamente a la de Minucio Félix.
Justino da a entender que las acusaciones contra los
cristianos son tal vez ciertas por lo que se refiere a los
gnósticos. No cabe duda que los paganos confunden a los cristianos
de la Iglesia, a los montanistas y a los gnósticos, confusión que,
sin duda, perjudica a los cristianos.
Tenemos otro
testimonio debido a la pluma de Luciano. Nacido el año 125, se
establece en Atenas el año 165. Su obra pertenece a los reinados de
Antonino, Marco Aurelio y Cómodo. En su Vida de Peregrino
refiere cómo este personaje, a quien presenta como un charlatán, se
convierte al cristianismo en Palestina. Una vez dentro de la
Iglesia, obtiene con facilidad los primeros cargos; es “profeta”,
“jefe de asamblea”, “interpreta los libros”, “compone libros”.
Peregrino es profeta, presbítero, didáscalo. Apresado por su fe en
Cristo, encarcelado y aureolado con la gloria de los confesores,
recibe la visita de los cristianos, que le colman de presentes. De
ese modo consigue una fortuna. Pero, al salir de la cárcel, se le
excluye de la comunidad por haber comido idolotitos: un rasgo que
corresponde a una comunidad judeo-cristiana. Peregrino continúa
entonces sus peregrinaciones. Luciano presenta, pues, a los
cristianos bajo distinta luz que Frontón: no son criminales, sino
ingenuos, engañados por el primer impostor.
También en
tiempos de Antonino, el filósofo cínico Crescente difunde en Roma,
hacia 152-153, una serie de “infames calumnias”contra los
cristianos, al decir de Justino: una segunda edición de los temas de
Frontón. En cambio, Galiano, que reside en Roma entre 162 y 166,
tiene un juicio más moderado. Reconoce el valor de los cristianos
ante la muerte y admite que son capaces de llevar una vida
filosófica. Pero les reprocha su credulidad. El cristianismo, para
estos hombres, es inocente, pero está lleno de supersticiones sin
fundamento. Marco Aurelio sólo les dedica una palabra: alude a su
espíritu de oposición, que los lleva a entregarse a la muerte. El
dato es interesante y caracteriza a determinados círculos, como el
montanismo. Pero todo esto no constituye un ataque a fondo. La
primera gran requisitoria contra el cristianismo es la de Celso. El
cristianismo no aparece ya como un fanatismo o una superstición sin
importancia y de tipo anecdótico. Celso presenta a Cristo, a los
Apóstoles y a los cristianos como personas sin escrúpulos, engreídas
de su propia importancia. Y no ve en sus doctrinas más que plagios
mal asimilados del saber tradicional. Pérfidamente subraya que tal
actitud es peligrosa para la ciudad.
Despreciados
y calumniados, los cristianos se encuentran en una situación
difícil. Hay un hecho particularmente temible, que forma parte de
las costumbres romanas: ofrecer al pueblo, con ocasión de ciertas
fiestas, unos espectáculos que exigen víctimas destinadas a los
combates del circo. Los principales martirios de cristianos durante
los reinados de Adriano y Marco Aurelio están relacionados con
fiestas paganas. Así sucede con el martirio de Policarpo, que tiene
lugar en Esmirna con ocasión de las fiestas ofrecidas por el asiarca
Felipe. Y lo mismo, con los mártires de Lyon en el 177, que son
arrojados a las fieras con ocasión de la fiesta que reúne anualmente
en Lyon a los delegados de las tres Galias. Resulta sorprendente que
emperadores liberales y filósofos como los Antoninos cuenten con
mártires en sus reinados. Pero es que la civilización greco-romana
como tal esconde, bajo su barniz humanista, un fondo de crueldad.
Toda la argumentación de Justino se centra precisamente en mostrar a
los emperadores filósofos la contradicción que
constituye la persecución de los cristianos.
Marco
Aurelio (161-180), ilustre filósofo, no es, como falsamente se ha
afirmado, protector de los cristianos. Creía estar por encima de
semejante “fanatismo”. Bajo su reinado, en Lyon, en el 177, tiene
lugar la persecución de innumerables mártires. En esta época tiene
lugar el peligroso ataque literario de Celso. Atenágoras y Melitón
de Sardes se ven obligados a dirigir al emperador Marco Aurelio cada
uno un escrito en defensa de los cristianos, señal de que la
situación en otras partes del Imperio no es tranquila, pero señal
también de que se puede manifestar una cierta oposición. Los
mártires más ilustres son: San Justino, San Policarpo, obispo de
Esmirna y discípulo de San Juan Evangelista. De su martirio se nos
conserva una preciosa relación escrita por los cristianos.
Bajo el
reinado de Cómodo (180-192), los cristianos tienen en Marcia, mujer
del emperador, una poderosa intercesora. No obstante, también en
este “período de paz” hay mártires: los de Scilli en Africa y el
docto Apolonio, hacia el 185, en Roma. Más sistemática es la
persecución de Septimio Severo (193-211), que trata de impedir el
crecimiento del cristianismo, prohibiendo las conversiones a él.
Cómodo, el último de los Antoninos, asesinado el año 193, deja el
Imperio en un estado de pavorosa anarquía. Entonces toma las riendas
del poder Septimio Severo, un africano. Severo no es un filósofo,
sino un administrador que se encarga de restablecer el orden en el
Imperio. Las relaciones entre el Imperio y la Iglesia toman un nuevo
cariz. Severo, al principio, no alberga contra los cristianos la
antipatía intelectual de un Marco Aurelio, incluso tiene cristianos
en su corte. Sabe que los cristianos le han apoyado en Asia en su
lucha contra Pescenio Níger. No duda en proteger a unos cristianos
de familia senatorial frente al furor de la plebe. Severo se
muestra, en todo esto, realista. Los cristianos son ya una fuerza
con la que hay que contar. La administración no debe privarse de
hombres de valía por el hecho de ser cristianos. En la medida en que
los cristianos sirvan al Estado, el emperador está dispuesto a
protegerlos. Pero concibe el Imperio de manera autoritaria. Por eso,
mientras algunos cristianos son favorables a un entendimiento con la
ciudad romana, otros se muestran partidarios de una actitud más
intransigente. De ahí surge el conflicto entre la Iglesia y el
Imperio.
En el año
202 Severo publica un edicto prohibiendo el proselitismo de los
cristianos, es decir, impidiendo prácticamente la difusión del
cristianismo. Se trata del primer acto jurídico emanado directamente
contra los cristianos. Las decisiones anteriores no reconocían al
cristianismo un derecho de existencia legal, pero no se oponían a su
existencia y difusión. La detención de los cristianos obedecía
únicamente a determinadas circunstancias particulares. Ahora, por el
contrario, se trata de una medida general que obliga a los
funcionarios del Estado a reprimir el avance del cristianismo.
Hay que
reconocer que Severo tiene cierta razón para inquietarse. El
movimiento apocalíptico inquieta también a los mismos jefes de la
Iglesia. En él hay ciertas tendencias que se oponen al deseo del
emperador de restablecer el Imperio. Mientras Severo reforma las
leyes sobre el matrimonio, procurando reforzar la familia, esos
cristianos condenan el matrimonio e invitan a la continencia.
Mientras las fronteras del Imperio se ven amenazadas por los partos
al este y los escotos al norte, y es preciso movilizar todas las
fuerzas, estos cristianos invitan a abstenerse del servicio militar.
La misma repartición de las persecuciones prueba que Severo se
dirige menos contra la Iglesia como tal que contra ciertas
tendencias extremas. De hecho, los grupos afectados son los que se
relacionan con las tendencias mesiánicas. Entre ellos hay católicos,
pero también herejes. La persecución alcanza particularmente a los
montanistas y a los marcionitas, cuyas tendencias ascéticas son bien
conocidas y que han experimentado en esta época la influencia del
montanismo. En cambio, en esta época en general no se molesta los
obispos.
Los
sucesores de Severo -Caracalla, Heliogábalo, Alejandro Severo- no
urgen el edicto. De hecho, los dos centros de donde poseemos
noticias son Egipto y Africa. Sobre Egipto nos dice Eusebio que, el
año 202, son enviados de todas partes a Alejandría numerosos
cristianos para ser allí martirizados. Sabemos que es decapitado
Leónidas, padre de Orígenes. Entonces a Orígenes, a pesar de su
corta edad, se le encarga la catequesis porque los demás han
partido. Las persecuciones se prolongan en Egipto durante los años
siguientes, siendo prefecto Serbaciano Aquila. Eusebio presenta a
Orígenes asistiendo a los cristianos detenidos, tanto en la prisión
como en el tribunal e incluso en el lugar de su martirio, suscitando
contra sí mismo el furor de los paganos. Entre los que mueren
después de haber sido instruidos por él, Eusebio nombra a Plutarco,
hermano de Heracleón, obispo de Alejandría; a Sereno, que es
quemado; a Heráclides y Herón, el primero catecúmeno y el segundo
neófito; a otro Sereno, que es decapitado. Entre las mujeres,
Herais, catecúmena, “recibió el bautismo por el fuego”. Eusebio se
extiende sobre todo en el martirio de Potamiana, que es quemada, en
compañía de su madre, con pez hirviendo. Un pagano, Basílides,
auditor de Orígenes, que acompaña a Potamiana, se declara cristiano,
es bautizado por los hermanos y decapitado.
Como se ve
los mártires son principalmente neófitos y catecúmenos, de acuerdo
con la naturaleza del decreto de Severo, que prohíbe el
proselitismo. El delito condenado es prepararse al bautismo o
recibirlo. La medida no afecta a los viejos cristianos; por otra
parte, exige una especial circunspección para la admisión al
catecumenado. Así se explica la peligrosidad del cargo de
catequista. Es una violación directa de la ley. Se comprende que la
mayoría lo declinen y que se necesite el ardor de un Orígenes para
aceptarlo.
En Cartago
aparece la misma situación. Aquí estamos informados por Tertuliano.
Una primera persecución tiene lugar el año 203, bajo el mandato del
procurador Hilariano. Sus víctimas son el catequista Sáturo, un
neófito, Perpetua con su esclava Felicidad y cuatro catecúmenos. La
situación es singularmente paralela a la de Alejandría. Pero aquí es
condenado también el catequista. Poseemos las Actas de estos
mártires. Por esta época sitúa el martirologio en la Galia el
martirio de san Ireneo. En Capadocia es encarcelado un obispo,
Alejandro, que más tarde será obispo de Jerusalén. Tertuliano nos
dice, en fin, que en tiempos de Caracalla el procónsul de Africa,
Scápula, da muerte a algunos cristianos, a consecuencia de
denuncias.
El emperador
Alejandro Severo (222-235) es más benévolo con los cristianos. Toda
una serie de mujeres de la familia imperial desempeña entonces un
papel muy importante en la política. Especialmente relevante para el
cristianismo es el hecho de que la madre de Alejandro Severo, la
ambiciosa y competente Julia Mammea, está relacionada con Orígenes y
con Hipólito de Roma. Los cristianos pueden presentarse como
corporación legal y, como tales, adquirir bienes. Y, en
consecuencia, comienzan a levantar sus propios edificios de culto.
Sin embargo, la tradición coloca en este tiempo el martirio de la
popular Santa Cecilia, cuyas actas son legendarias, y de los Papas
Calixto (217-222) y Urbano (222-230).
Alejandro,
el último de los Severos, muere asesinado el año 235. A partir de
entonces comienza un período de desorden en que el poder está en las
manos de jefes militares, los cuales procuran mantener la disciplina
del Imperio. Varios de ellos persiguen a los cristianos por ver en
ellos un elemento de desunión. Maximino el Tracio (235-238), que
sucede a Alejandro, es un general valeroso, pero de escasa visión.
Movido del odio a su predecesor, inicia una nueva persecución
cristiana, dirigida casi exclusivamente contra los obispos (H.E.
VI,28). Entre los mártires de esta persecución se destacan San
Ponciano e Hipólito. Después de la breve dinastía de los gordianos,
Felipe el Arabe (244-249) reanuda la política de tolerancia, aunque
durante su reinado se desencadena una violenta persecución contra
los cristianos de Alejandría. El hecho se debe a circunstancias
locales que no tienen nada que ver con la política imperial (H. E.
VI,40). Esta tolerancia explica la gran prosperidad a que llega la
Iglesia a mediados del siglo III.
d) Las
persecuciones generales
El
antagonismo del Estado crece a medida que el cristianismo es más
conocido, pues aparece objetivamente contrario al paganismo. Roma
quizá hubiera tolerado la doctrina cristiana, pero cree que debe
destruir una Iglesia organizada, constituida jerárquicamente. En el
siglo III, como consecuencia de conmociones políticas y económicas,
el Imperio sufre una grave crisis. Por otra parte, hacia el año 250
la organización de la Iglesia progresa tanto que el Estado pagano
reconoce el peligro que le amenaza por parte del cristianismo, y
mucho más cuando el emperador Decio (249-251) quiere reorganizar el
imperio sobre una nueva base religiosa común. La lucha entra en su
fase decisiva; se desencadena la primera persecución general. Es el
primer intento sistemático, llevado a cabo en todo el Imperio, de
aniquilar el cristianismo.
El
desencadenamiento de la persecución se debe a que los cristianos se
niegan a tomar parte en los sacrificios oficiales prescritos en todo
el Imperio para impetrar protección contra una epidemia. Se
establecen comisiones sacrificiales ante las cuales todos deben
sacrificar y hacerse extender un justificante, un “libelo”. Esto
lleva a que se den muchos mártires y, aún más, confesores, pero
también muchos apostatan (lapsi). Algunos consiguen el libelo
sin haber sacrificado; después de la persecución, este tipo de
apostasía es tratado por la Iglesia con cierta benevolencia. La
persecución de Decio termina con la entrada de los godos en la
Dacia. El emperador sucumbe en la batalla contra ellos. Bajo el
reinado de Decio los mártires insignes son: el Papa San Fabián, San
Bábilas de Antioquía, San Alejandro de Jerusalén, San Saturnino de
Tolosa, San Trófimo de
Arlés, Santa Apolonia de Alejandría y Santa Agueda de Sicilia.
Las medidas
de Decio las mantiene el emperador Valeriano (253-260). Pero no se
ponen en práctica hasta el año 257, tras un repentino cambio de
actitud respecto a los cristianos, que desencadena un ataque con
calculada minuciosidad, dirigido contra los elementos más
significados de la Iglesia: el clero, las asambleas de la comunidad,
los jueces y senadores cristianos. Mueren mártires: en Roma, el papa
Sixto II (+ 258), su
diácono Lorenzo y San Tarsicio. En Cartago, san Cipriano, el gran
defensor de la unidad de la Iglesia. San Dionisio de Alejandría
sufre varios destierros. En Tarragona, San Fructuoso, obispo, y los
diáconos Augurio y Eulogio.
Galieno,
hijo de Valeriano, apenas constituido único emperador en el 260,
deroga los edictos de persecución. Comienza entonces una época de
paz de cuarenta años, que tiene gran importancia. La organización
interna de la Iglesia avanza sin impedimentos, y otro tanto su
crecimiento por todo el Imperio. La Iglesia se fortalece tanto que
la tormenta que luego se desencadena ya no puede afectarla de una
manera decisiva. Pero, a los dieciocho años de reinado, el emperador
Diocleciano (284-305) se deja arrastrar a perseguir a los cristianos
por su yerno y coemperador Galerio (293-311), que odia fanáticamente
la nueva religión. Para devolver al Imperio su prestigio, todo lo no
pagano debe ser eliminado como no romano.
Después de
tres edictos del 303, en los que decreta que las Iglesias cristianas
deben ser arrasadas, los libros sagrados entregados, el clero
encarcelado y forzado a sacrificar mediante el tormento, comienza
una persecución general mediante el cuarto edicto del 304. Se trata
de la más sangrienta de las persecuciones, designada la era de
los mártires. Fuera de los dominios de Constancio Cloro, se
generaliza en todas partes. Mártires insignes son: Legión Tebea, del
cantón de Wallis, en Suiza, con su jefe San Mauricio; San Marcelo,
de la legión VII Gémina, en León, y los Santos Emeterio y Celedonio,
en Calahorra; San Sebastián, cuyo martirio es muy popular; los Papas
San Marcelino (296-304) y San Marcelo (307-308); Santa Inés, de cuyo
martirio existen varias leyendas; Santa Lucía, igualmente muy
popular y objeto de leyendas; los cuatro mártires coronados; Santa
Catalina de Alejandría, y otros muchos. En España: San Vicente de
Huesca, martirizado en Valencia; Santa Eulalia de Mérida; los
dieciocho mártires de Zaragoza, cantados por Prudencio; los santos
Justo y Pástor; Santa Leocadia de Toledo; los santos Vicente, Sabina
y Cristeta, de Avila, y otros muchos. En Barcelona se conmemora una
Santa Eulalia.
El número de
los cristianos ha crecido considerablemente; se nota ya en la
configuración de la vida ciudadana con la construcción de iglesias y
la situación de cristianos en posición influyente. Pero las
persecuciones se suceden hasta que sube al poder Constantino el
Grande (312-337). Con Constantino, tras la victoria de Monte Milvio
(312) y el edicto de Milán (313), y sobre todo con Teodosio (394) el
cristianismo se convierte en la religión del Imperio. La celebración
de los cultos paganos es declarada delito de lesa majestad. Desde
este momento la organización de la Iglesia se apoya en las regiones
en las que está dividido el Imperio; los concilios ecuménicos llevan
el sello de concilios imperiales y la posición preeminente del
obispo de Roma mantiene la comunión con los patriarcas orientales.
Durante este tiempo, en que la Iglesia vive en armonía con el
Estado, el emperador pasa a ser considerado como enviado de Dios,
defensor de la Iglesia contra los herejes e incrédulos. Los
escritores formados en la filosofía neoplatónica griega ven a la
Iglesia como maestra de la verdad. Mientras que los teólogos que
viven en contacto con la filosofía popular romana, de tendencia más
bien práctica, ven principalmente a la Iglesia como sociedad
jurídica con su autoridad y leyes precisas
Pero el
rápido crecimiento del número de cristianos, que supone la libertad
de la Iglesia, no puede evitar que la cristianización resulte
frecuentemente muy superficial. Los paganos no dejan sus vicios en
las aguas del bautismo. Sin embargo Cristo y el testimonio de vida
cristiana de los mártires que les han precedido florece también
ahora, dando frutos en los confesores de la fe. El culto litúrgico
se celebra con mayor solemnidad, aunque con menos participación
interior. En este período tenemos grandes santos obispos y teólogos,
que forman como verdaderos pastores a sus comunidades. En Milán está
San Ambrosio y en el norte de Africa, San Agustín.
La doctrina de
la comunión de los santos es una verdad fundamental de la fe cristiana
(Jn 15,1; Rm 12,5; 1Co 10,16s; 2Co 13,13; Ef 4,16). Gracias a esta cada
uno sostiene y ayuda al otro (Ga 6,2; Col 1,24). Esta doctrina es
también expresión de otra idea fundamental del mensaje cristiano: la
idea de la mediación, como participación del único mediador Jesucristo.
La conciencia viva de esta mediación se muestra en la alta estima del
martirio cristiano. El culto de los mártires es una de las
manifestaciones más valiosas y significativas de la piedad católica en
los primeros siglos. Este culto de los mártires es, además, una de las
raíces del florecimiento del culto de los santos. La autenticidad
conmovedora de los relatos de los martirios, el insistente tratamiento
del tema por parte de los escritores cristianos, así como las
innumerables inscripciones en las paredes de las catacumbas, son una
muestra del importante papel desempeñado por el martirio y el culto de
los mártires en la vida espiritual y temporal de cada día de los
cristianos a partir del siglo II. Aquellos que, bajo crueles tormentos,
han mantenido su fe y la han sellado con su muerte se convierten en los
más significativos testigos del Señor, testigos de su doctrina y de su
victoria contra el enemigo; por eso se les dio el nombre griego de
mártires, “testigos”. La muerte de los mártires no es para los
cristianos señal de derrota, sino de victoria sobre todo lo que se
opone al reino de Dios, victoria sobre el perseguidor, el Estado,
sobre el paganismo y especialmente sobre el motor del mismo, el demonio.
A los mártires
se les considera como especialmente favorecidos de la gracia; se les
atribuye un puesto de privilegio al lado de Dios; se les considera
dignos de participar con sus sufrimientos en el triunfo de Cristo. Con
su sangre han “atestiguado” a Cristo como Salvador del mundo; el día del
juicio aparecerán con Cristo para juzgar con él. Por eso sus restos son
rodeados de especial veneración. Incluso en vida, los que han sufrido
cárceles o castigos corporales, aunque sin llegar a morir, gozan de un
puesto especial en la Iglesia. Según Tertuliano y otros escritores,
mediaban en la reconciliación de los que habían caído y no
estaban en paz con la Iglesia.
La comunidad
cristiana de Esmirna, en el año 156, da a conocer en un escrito el
martirio de su obispo Policarpo, que en la hoguera ha orado así: “Te
glorifico por haberme hecho digno en este día y esta hora de poder
participar entre tus mártires del cáliz de tu Cristo”. En el mismo
escrito, la comunidad promete celebrar la muerte de su obispo todos los
años junto a su tumba. Al principio las conmemoraciones se hacen sólo
por eminentes personalidades, como los papas Calixto (+ 222), Pontiano
(+ 235) y Fabiano (+ 250), o también por el presbítero Hipólito (+ 258).
Después se venera también a los “confesores”. En Roma revisten especial
importancia los sepulcros donde han sido enterrados muchos mártires: las
catacumbas. Tras la libertad de la Iglesia en el siglo IV se intensifica
enormemente el culto de los sepulcros de los mártires, como una forma de
venerar sus reliquias. La comunidad se reúne para la celebración
eucarística alrededor o encima del sepulcro del mártir.