4. Misiones de Pedro y Juan
a) Pedro en la región del Sarón
b) Pedro abandona Jerusalén
c) Pedro en Antioquía y Roma
d) San Juan y la Iglesia de Asia
e) El Evangelio de san Juan
f) La dispersión de los Apóstoles
a) Pedro en la región del
Sarón
Sigamos
ahora al príncipe de los Apóstoles, San Pedro. Pedro y Juan
recorren, después de Felipe, toda Samaria. Luego Pedro visita el
Sarón, la llanura que se extiende a lo largo del Mediterráneo desde
el Carmelo hasta Jope, apenas evangelizada también por Felipe. La
Iglesia goza en esos días de una calma pasajera. En Lida, Pedro se
queda “junto a los santos” y se topa con un paralítico, al que dice:
“Eneas, Jesucristo te cura”. Eneas se sana y los habitantes de Lida
y del Sarón se convierten por el milagro (Hch 9,33ss.). La gente se
entera de la estancia de Pedro en la región y le ruega que vaya a
Jope a ver a una mujer piadosa, Tabita, que acaba de morir. Cuando
entra en la sala y se acerca al cadáver, dispuesto para la
sepultura, observa que las viudas lloran y le enseñan los vestidos
que Tabita había tejido para ellas. Pedro ora de rodillas y, luego,
dirigiéndose a la muerta, le dice: “¡Tabita, levántate!”. Ella abre
los ojos, ve a Pedro y se incorpora. Muchas personas de Jope se
convierten gracias al milagro. En esta expedición evangélica, Pedro
permanece en las ciudades hebreas de Lida y Jope, sin entrar en la
ciudad pagana de Cesarea, adonde Dios lo envía muy pronto.
Lucas
refiere la conversión de Cornelio con todo detalle, pues es un
acontecimiento de suma importancia (Hch 10). En la guarnición de
Cesarea, el centurión Cornelio, “religioso y temeroso de Dios”, lo
mismo que toda su familia, hacia las nueve de la mañana, tiene la
visión de un ángel que le manda ir a buscar a un tal Simón, llamado
Pedro, que vive en Jope en casa de Simón el curtidor, junto al mar.
Cornelio llama a un soldado, atraído como él por la religión de
Israel, le cuenta la visión y lo envía a Jope en compañía de dos
criados. Al día siguiente, al mediodía, mientras estos hombres se
acercan a Jope, Pedro está en oración en la terraza de la casa. De
pronto, cae en éxtasis: ve el cielo abierto y que baja como una gran
sábana, que es depositada en el suelo. En su interior hay toda clase
de cuadrúpedos, de reptiles y de aves del cielo. Una voz le dice:
“Pedro, mata y come”. Pedro responde: “Eso nunca, Señor, jamás he
comido nada profano o impuro”. La voz le replica: “No llames profano
a lo que Dios ha purificado”. Tres veces se repite la misma visión.
Mientras Pedro se pregunta qué puede significar todo ello, llegan
los hombres de Cesarea y el Espíritu ordena a Pedro que les siga.
A la mañana
siguiente, marchan todos a Cesarea. Algunos fieles de Jope acompañan
a Pedro, porque, ante un paso tan delicado, el Apóstol quiere
asegurarse su testimonio. Un día después, llegados a Cesarea,
encuentran a Cornelio rodeado de sus familiares y amigos. Yendo al
encuentro de Pedro, Cornelio se pone de rodillas ante él. Pero Pedro
le hace levantar: “Ponte en pie, que soy sólo un hombre”. Luego,
entra en la casa y dice a todos los presentes: “Sabéis que está
prohibido a un judío tener relación con un extranjero, o entrar en
su casa, pero Dios me ha enseñado a no considerar profano o impuro a
ningún hombre. Por eso, no tuve dificultad en venir, como me
rogasteis. Decidme, pues, para qué me habéis llamado”. Cornelio
refiere su visión y Pedro, al oírle, queda admirado de la
misericordia universal de Dios: “Ahora veo que Dios no hace
distinción de personas, sino que cualquier nación que le teme y
practica su justicia es aceptada por él”. Inmediatamente les predica
el Evangelio de paz que Dios ha mandado a los hijos de Israel por
medio de Jesucristo, “Señor de todos” (10,36). Parece que Cornelio
ya conoce la vida de Jesús: “Vosotros ya sabéis lo que ocurrió en
toda Judea...”. Pedro recuerda la muerte de Jesús y añade: “Pero
Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se apareciera, no a todo
el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros que
comimos y bebimos con él, después de resucitar de entre los
muertos... Dios lo ha constituido juez de vivos y de muertos... Todo
el que cree en él, recibe en su nombre el perdón de los pecados”.
Aún está Pedro hablando, cuando el Espíritu Santo desciende sobre
todos los que le escuchan. Los hebreos que acompañan a Pedro quedan
estupefactos, al oír que los paganos hablan lenguas, y Pedro les
dice: “¿Podemos, acaso, negar el agua del bautismo a los que han
recibido el Espíritu Santo como nosotros? Y manda que sean
bautizados en el nombre del Señor. Entonces le ruegan que se quede
algunos días con ellos”.
Este paso
decisivo, referido con tantos pormenores, nos revela los grandes
obstáculos que se oponen a la predicación del Evangelio a los
paganos. Las leyes de lo puro y de lo impuro, referidas a los
alimentos, están grabadas a fuego en el espíritu de los judíos. Todo
judío fiel está dispuesto a repetir con los siete hermanos mártires:
“Nosotros preferimos antes morir que transgredir la Ley de nuestros
padres” (2Mc 7,2). Cristo había revocado estas leyes judías: “No hay
nada exterior al hombre que, al entrar en él, pueda contaminarle,
sino que es precisamente lo que sale del hombre, lo que puede
hacerle impuro” (Mc 7,14). Sin embargo, los discípulos dudan en
llevarla a la práctica. Es, pues, necesario que el Espíritu Santo
recuerde a los Apóstoles lo que Jesús había dicho y se lo haga
comprender. Pedro, cabeza de la Iglesia, se deja guiar dócilmente
por el Espíritu a través de este camino nuevo sin ofrecerle
resistencia, aún cuando toda su mentalidad de hebreo quede
trastornada.
El
desconcierto se agudiza más todavía por la reacción de los
cristianos de Jerusalén. Cuando se enteran de los sucesos de
Cesarea, se quedan atónitos y, apenas llega Pedro, lo afrontan con
estos términos: “Tú has entrado en casa de incircuncisos y has
comido con ellos” (11,3). Pedro ha llevado consigo, desde Jope, a
seis hombres, y, en su presencia, cuenta a los fieles todo lo
ocurrido: la visión de Jope, la orden del cielo, la acogida de
Cornelio y, sobre todo, la venida del Espíritu Santo mientras
hablaba: “Comenzando yo a hablar, descendió el Espíritu Santo sobre
ellos, igual que sobre nosotros al principio. Yo me acordé de la
palabra del Señor cuando dijo: Juan bautizó en agua, pero vosotros
seréis bautizados en el Espíritu Santo. Si Dios, pues, les había
otorgado igual don que a nosotros, que creíamos en el Señor
Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios? Al oír estas
palabras, callaron y glorificaron a Dios, diciendo: Luego Dios ha
concedido también a los gentiles la penitencia para la vida”
(11,15-18).
La
conversación cambia de tono: primero acusan a Pedro de haber entrado
en casa de paganos, pero luego, le dan la razón, no sólo en este
punto, sino también en la cuestión mucho más grave del bautismo de
un pagano. Sin embargo, aún serán necesarias muchas llamadas de Dios
para cambiar usos espirituales tan profundamente arraigados. El caso
del centurión Cornelio permanece durante mucho tiempo como una
excepción. Pero el cristianismo se está ya propagando fuera de
Judea, en Antioquía, en donde la evangelización de los paganos da a
los Apóstoles la alegría de una mies inmensa, pero también la
preocupación de problemas más graves.
"Por aquellos días, bajaron de Jerusalén a Antioquía profetas, y levantándose uno de ellos por nombre Agabo, vaticinaba por el Espíritu una grande hambre que había de venir sobre toda la tierra, y que vino bajo Claudio. Los discípulos resolvieron mandar socorros a los hermanos que habitaban en Judea, cada uno según sus posibilidades, y lo hicieron, enviándoselo a los ancianos por medio de Bernabé y Saulo” (11,27-30). Este incidente, referido de paso por san Lucas, nos muestra el estrecho vínculo de caridad que une entre sí a las distintas comunidades cristianas: en esta época comienzan, de hecho, las colectas para los pobres de Jerusalén, que no cesarán hasta la destrucción de la ciudad santa.
En este
período se desencadena la persecución provocada por Agripa. Apenas
llegado a Jerusalén, el rey da prueba de un gran celo por la Ley.
Haciendo lo contrario de Herodes, su predecesor, demuestra una gran
simpatía por los hebreos y una especial veneración a la Ley. Según
Josefo: “Vivía continuamente y a gusto en Jerusalén y mantenía
íntegras las instituciones de los antiguos. El mismo se mantenía en
constante pureza y no pasaba un día sin ofrecer los sacrificios
prescritos”. La Misná cuenta que, durante la celebración en el
Templo de la fiesta de los Tabernáculos, el rey lee, según la
costumbre de los años sabáticos, el Deuteronomio, y cuando llega al
texto: “No permitirás que reine sobre ti ningún extranjero que no
sea tu hermano”, se siente terriblemente afectado por aquellas
palabras y prorrumpe en lágrimas, pero entonces todo el pueblo
grita: “¡No te turbes! Tú eres nuestro hermano; tú eres nuestro
hermano”.
De este
modo, el rey, llevado por el deseo de atraerse la amistad del
pueblo, reemprende la persecución contra los cristianos. “Mató con
la espada a Santiago, hermano de Juan y, al ver que aquello agradaba
a los judíos, hizo capturar también a Pedro” (12,2-3). Es el tiempo
de los ácimos y juzgan prudente esperar a que acaben las fiestas de
Pascua. Se retiene a Pedro en la cárcel, tomando todas las medidas
posibles de seguridad: dobles cadenas y guardias a la entrada y a
ambos lados de la cárcel. Pero la noche anterior al día fijado para
su ejecución, Pedro es liberado milagrosamente: una gran luz brilla
en la cárcel, un ángel despierta al Apóstol, las cadenas caen de sus
manos y él se viste y sigue al ángel, creyendo que está soñando.
Pasa junto a la guardia, ve abrirse las puertas y sale a la calle.
Entonces el ángel lo deja y Pedro, vuelto completamente en sí, dice.
“Ahora sé verdaderamente que el Señor ha mandado a su ángel y me ha
librado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo
judío”. Luego, se acerca a casa de María, la madre de Juan, de
sobrenombre Marco. Llama a la puerta y acude la portera Rodes, que,
al reconocer la voz de Pedro, se siente presa de tal alegría que no
repara siquiera en abrir, sino que corre a comunicar que Pedro está
en la puerta. Le dicen: “Estás loca”. Pero ella insiste en que es
él. Los otros objetan: “Es su ángel”. Entre tanto, Pedro sigue
llamando. Finalmente, le abren, le reconocen y quedan todos
estupefactos. Pedro refiere su evasión y les dice: “Haced saber todo
esto a Santiago y a los hermanos”. Luego, sale y se va a otro lugar.
La narración
de san Lucas, admirable por su viveza, expresa toda la emoción
suscitada por la milagrosa liberación. Asimismo, nos revela otro
detalle de la vida de los cristianos de Jerusalén. Estos se
encuentran reunidos en gran número en casa de María, madre de
Marcos, para orar por
Pedro (12,5-12). El evangelista de la oración nos muestra cómo toda
la Iglesia ha conseguido este milagro del Señor. Marcos es nombrado
aquí por vez primera. Todavía es joven, pero su primo Bernabé lo
lleva muy pronto consigo en su misión apostólica. Trabaja primero
con Pablo y después con Bernabé. Más tarde, le encontramos en Roma
con Pedro, al que le hace de intérprete, y con
Pablo, del que llega a ser de nuevo compañero.
Entre los
discípulos reunidos en casa de María, no hay ningún Apóstol, pero
Pedro, antes de partir, manda que comuniquen la noticia de su
liberación “a Santiago y a los hermanos”. Es la primera vez que
Santiago, el hermano del Señor, aparece como el jefe de la Iglesia
de Jerusalén, ministerio que desempeña hasta su muerte. Pedro
abandona después la ciudad santa y se “marcha a otro lugar”. Esta
marcha no es un adiós definitivo, pues vuelve de nuevo a Jerusalén
con motivo del Concilio (15,7). ¿Pero dónde pasa todo este tiempo?
No lo sabemos con certeza. Es probable que vaya a Antioquía y muy
posible que llegue a Roma. Sus estancias posteriores en estas dos
ciudades pueden ser afirmadas con certeza, pero no así sus fechas.
La
persecución, que provoca la huida de Pedro, acaba muy pronto con la
muerte de Agripa el año 44, después de la Pascua: “El Angel de Dios
lo hirió de muerte, porque no había dado gloria a Dios” (Hch 12,23).
Entre tanto, el cristianismo crece de día en día: “La palabra de
Dios se difundía cada vez más y ganaba nuevos discípulos” (12,24).
Esta palabras de Lucas resumen el primer período de la historia de
la Iglesia. Apenas han transcurrido catorce años desde la muerte de
Jesús y su obra ha crecido considerablemente. Cuando vuelva Pablo el
año 58, Santiago puede decirle: “Ya ves, hermano, cuantos millares
de judíos han abrazado nuestra fe”.
Pablo es el
gran evangelizador de los gentiles. Pero el nombre de Pedro, cabeza
del colegio apostólico, aparece siempre asociado al de Pablo. Desde
los comienzos aparecen ambos como las dos cabezas de la Iglesia.
Pedro tiene en la expansión inicial de la comunidad cristiana una
función, tal vez menos brillante que Pablo, pero de primer orden,
que le lleva a la fundación de la sede romana, que se convertirá en
el centro visible de la Iglesia. Pedro, encarcelado y liberado hacia
el año 42 parte “a otro lugar”. Todo lo que desde entonces sabemos
sobre San Pedro nos ha sido transmitido por la tradición. Ante todo,
Orígenes y Eusebio nos transmiten la tradición de que San Pedro es
el primer obispo de Antioquía. La Iglesia ha dedicado una fiesta a
la cátedra de Pedro en Antioquía, que se celebra el 22 de febrero.
La estancia de san Pedro en Antioquía después de la asamblea de
Jerusalén está fuera de dudas. Ya hemos visto el enfrentamiento de
Pablo con él a causa de los judeo-cristianos.
También en
Corinto el recuerdo de Pedro está ligado al de Pablo. Por la carta
que Clemente de Roma escribe a esa Iglesia a principios del siglo II
sabemos que existían ciertos vínculos entre Corinto y Roma. En ambas
Iglesias están asociados Pedro y Pablo. La estancia de Pedro en
Corinto la confirma el mismo Pablo, cuando habla de las divisiones
que se dan en la comunidad: “¡Yo soy de Pablo!, ¡yo de Apolo!, ¡yo
de Cefas!, y ¡yo de Cristo!”(1Co 1,12). Pablo revela que las
divisiones se deben a la actividad de los apóstoles, cuyos nombres
especifica, sin que se les pueda imputar a ellos la responsabilidad
de lo ocurrido. Pablo es el primero en protestar contra aquellos que
pretenden apelar a él. Hay que admitir, por tanto, que cuando
escribe la carta, hacia el año 57, Pedro ya ha pasado por Corinto.
Esto lo corrobora el obispo Dionisio de Corinto, quien, a mediados
del siglo II, escribe que la fundación de su Iglesia se debe a los
apóstoles Pedro y Pablo. Corinto se encuentra en la ruta que conduce
a Pedro de Antioquía a Roma.
No sabemos
cuando llega a Roma la primera noticia del evangelio. Lo cierto es
que ya bajo el emperador Claudio (41-54) algunos cristianos tienen
que abandonar la ciudad en el año 43. Los Hechos afirman (18,2) que
Aquila y Priscila se vieron obligados a dejar Roma y, por esta
razón, se encuentran en Corinto cuando Pablo pasa por allí, hacia el
año 51 ó 52. Esas medidas no impiden al pequeño grupo reconstituirse
y crecer. Cuando, unos años después, el 57, Pablo les escribe su
carta, la Iglesia romana es ya “numerosa, conocida por su fe y por
sus obras”. Poco tiempo después, Pablo, acusado ante el tribunal
imperial, desembarca en Italia y algunos cristianos lo reciben en
Pozzuoli, valioso testimonio de un inicio de difusión del
cristianismo en la antigua Magna Grecia, y los de Roma salen a su
encuentro en la vía Apia (Hch 28,15).
Llegado a
Roma, como prisionero, goza de una cierta libertad y se entrevista
con los dirigentes de la colonia judía, que le preguntan sobre su
predicación, y él lo hace en seguida. Su auditorio se divide. La
mayoría se muestra en desacuerdo con sus ideas, según se desprende
de la referencia hecha por Pablo a la dureza de corazón del pueblo
hebreo, con la que se cierra el libro de los Hechos (28, 23ss). Sin
embargo, la cristiandad romana crece con nuevos miembros convertidos
del judaísmo. Finalmente, tras ser sido juzgado, reconocido inocente
y puesto en libertad, Pablo se dirige probablemente a España y
desaparece de la escena romana. Pero le sustituye Pedro, que llega
tal vez antes de su marcha. En realidad, de la vida de san Pedro en
Roma sólo conocemos su último acto: el martirio. No obstante, éste
es suficiente, junto con el sufrido por san Pablo, para hacer de la
Iglesia de Roma la Iglesia apostólica por excelencia.
Cuando Pedro
llega a Roma, encuentra ya una comunidad cristiana. Aún admitiendo
un viaje suyo anterior, en el que la hubiera organizado la comunidad
de Roma, el nacimiento del cristianismo romano es anterior a su
llegada. Podría remontarse a los “romanos” testigos de Pentecostés.
La Iglesia de Roma tiene unos comienzos muy débiles en tiempos de
Tiberio, asumiendo mayor importancia bajo los reinados de Calígula y
de Claudio. La estancia de Pedro en Roma es históricamente cierta.
Es significativo que en la antigüedad jamás, ni en Oriente ni en
Occidente, se impugne la reivindicación de los obispos de Roma de
ser sucesores de Pedro. En el marco de la estructura jerárquica de
la Iglesia primitiva Pedro es, como “anciano entre los ancianos” (1P
5,1), el “primero” de la comunidad.
La tradición
escrita, que se remonta a la era apostólica o al tiempo
inmediatamente posterior a ella, se manifiesta en favor de la
realidad histórica de la estancia de Pedro en Roma. Su nombre
encabeza todas las listas episcopales romanas, mientras que no
existe ninguna reivindicación de otras sedes que la contradiga.
Hacia el año 180, san Ireneo, obispo de Lyón, uno de los hombres que
mejor conocen en aquel tiempo las tradiciones eclesiásticas, afirma
la fundación de la Iglesia romana por parte de los bienaventurados
Pedro y Pablo. San Ireneo nos transmite la lista de obispos romanos,
que ya se ha encontrado hecha. En todas las recensiones del catálogo
de Papas de Roma, Pedro ocupa el primer lugar de la lista.
Es valioso
el testimonio de
Tertuliano, que opina que no hay diferencia entre los que han sido
bautizados por Juan en el Jordán y los que lo han sido bautizados
por Pedro en el Tíber (De baptismo 4, 4). El año 170, el
obispo Dionisio de Corinto, al hablar de los orígenes de su propia
Iglesia, recuerda, dirigiéndose a los romanos, que sus fundadores
fueron Pedro y Pablo. En la primera mitad del siglo II, la
“Explicación de las sentencias del Señor” debida al obispo asiático
Papías de Gerápolis, que ha conocido personalmente a algunos
discípulos de los Apóstoles, refiere que san Marcos resumió en su
Evangelio, compuesto en Roma, la predicación llevada a cabo por san
Pedro durante su estancia en esta ciudad. Al martirio de Pedro se
alude en el evangelio de san Juan (Jn 21,19). Y san Clemente, tercer
sucesor de Pedro, a quien seguramente conoció personalmente, hacia
el año 95 escribe su carta a los corintios, en nombre de la Iglesia
de Roma, que ya se presenta como una Iglesia cuya palabra tiene una
autoridad especial. En ella relata las cosas que han ocurrido “en
nuestro tiempo” y “entre nosotros”, citando entre ellas el “glorioso
testimonio” de Pedro. Al recordar el martirio de Pedro y de Pablo,
añade: “A estos hombres, cuya vida fue santa, se unió una gran
muchedumbre de elegidos, que, en medio de innumerables tormentos
sufridos por su celo, dieron entre nosotros un extraordinario
ejemplo”. A principios del siglo II, san Ignacio en su carta a los
romanos declara que no se propone darles órdenes “como Pedro y
Pablo”. Una prueba más antigua en favor de la estancia de Pedro en
Roma nos la da el mismo Pedro, que en su primera carta afirma
haberla escrito desde Babilonia. Se trata del nombre simbólico de la
Roma pagana, llamada así también en el Apocalipsis y en otros
lugares.
Los datos
arqueológicos completan esta información. Las excavaciones llevadas
a cabo bajo la confesión de san Pedro en el Vaticano han demostrado
que hacia el año 120 ya se veneraba el recuerdo del apóstol Pedro en
aquel lugar. Incluso es posible que haya encontrado su tumba. Pero,
en todo caso, es cierto que existe allí un monumento dedicado a su
memoria. El sacerdote Cayo, a finales del siglo, declara ha visto
los trofeos (tropaia) de los apóstoles Pedro y Pablo en el
Vaticano y en el camino de Ostia. El se ofrece a mostrar a todos
esos “trofeos”. Eusebio, al que debemos este dato, entiende por
“trofeos” los gloriosos sepulcros de Pedro y Pablo (H. E. II,25,7).
Las excavaciones han descubierto los restos de la basílica
constantiniana. Se ve el trabajo que se tomó Constantino para que el
sepulcro quedara en el centro. Esto es una prueba de que todos
sabían que en él se contenían los restos de San Pedro. Asimismo, en
una de las paredes descubiertas se pueden observar gran cantidad de
grafitos, en los cuales aparece la convicción de los cristianos de
los siglos I-III de que allí reposaban los restos de San Pedro.
Finalmente, diversas sepulturas descubiertas guardan perfecta
simetría y conceden una marcada preferencia al sepulcro principal,
prueba evidente de que se trata del sepulcro de San Pedro.
Si es cierta
la estancia de San Pedro en Roma, apenas puede afirmarse nada sobre
la fecha de su primera llegada a la Ciudad Eterna. Después de su
estancia en Antioquía hacia los años 49 ó 50 (Ga 2,11) y de su
presencia en el concilio de Jerusalén, nada más nos atestigua la
tradición acerca de Pedro, fuera de lo relacionado con su martirio.
En primer lugar, la tradición atestigua la fecha del martirio: el 29
de junio del año 67, durante la persecución de Nerón. Efectivamente,
se refiere que, intensificándose la persecución de Nerón, Pedro
decide salir de Roma; pero en el camino se cruza con el mismo
Cristo, a quien pregunta: “Quo vadis?” (¿Adónde vas, Señor?), y
Cristo le responde: “Voy a Roma para ser allí crucificado de nuevo”.
Pedro entiende el aviso y vuelve a Roma, donde es apresado y
encerrado en la cárcel Mamertina, según refiere la tradición. Casi
al mismo tiempo es apresado San Pablo, y ambos juntamente sufren el
martirio. Pedro, según refiere la tradición, es crucificado, pero,
por juzgarse indigno de morir como su Maestro, pide que le
crucifiquen cabeza abajo. De San Pablo se refiere que, al cortarle
la cabeza, ésta da tres saltos y brotan tres fuentes, por lo que el
lugar se denomina Tre fontane.
Sobre la
iglesia de Roma, en el período siguiente a la persecución de Nerón,
tenemos pocas noticias. Se dice que Marcos pone por escrito la
catequesis de Pedro. La lista de los obispos de Roma que nos da
Ireneo señala para este período a Lino y Cleto, de quienes sólo
conocemos el nombre. Las cosas cambian, sin embargo, a partir del
año 88, fecha en que Clemente toma la dirección de la Iglesia.
Clemente nos es conocido ante todo por la Epístola que
escribe a los corintios hacia el año 100, hablando en nombre de la
iglesia de Roma. Su escrito demuestra la existencia en esta iglesia
de presbíteros o “epíscopos” (XLII, 4-5; XLIV, 4-5). Menciona a los
diáconos dos veces (XL,5; XLII, 5). La estructura de la comunidad
romana aparece así muy semejante a la de la iglesia de Antioquía. El
obispo es a la vez el primero de los presbíteros y el jefe de los
diáconos. Clemente es el heredero de la tradición de Pedro y Pablo.
En esta misma época nos es conocida otra personalidad romana: la de
Hermas, que asegura haber escrito por orden de Clemente sus primeras
revelaciones.
d) San Juan
y la Iglesia de Asia
La vida del
Apóstol san Juan después de la Ascensión del Señor y Pentecostés se
desenvuelve en Jerusalén, en unión con san Pedro. El hijo de
Zebedeo, antes de la llamada de Jesús, es compañero de pesca de
Pedro en Betzaida (Lc 5,10). Estos vínculos no se rompen, sino que
son consagrados por el Señor y encontramos a Juan estrechamente
vinculado a Pedro en las primeras predicaciones de Jerusalén (Hch
3,1ss), en el arresto y comparecimiento ante el Sanedrín
y en la evangelización de Samaria (7,14ss). Con ocasión de la
asamblea de Jerusalén, Juan es nombrado por san Pablo, al lado de
Pedro y Santiago, como una de las “columnas de la Iglesia” (Ga 2,9).
Pero ésta es la última vez que encontramos a Juan en Jerusalén.
Cuando Pablo regresa allí, el año 57, encuentra a Santiago y a los
presbíteros, pero no a Pedro, ni a Juan, ni a ningún otro Apóstol. A
partir de esta época, Juan continúa fuera de Jerusalén su misión
apostólica, que se nos escapa como la de los otros Doce.
Tras largos años de oscuridad, Juan aparece de nuevo, no ya en Jerusalén, sino en Asia. ¿Cuándo se traslada allí? Es imposible saberlo. Después del concilio de Jerusalén, el año 49, le perdemos la pista hasta su destierro en Patmos bajo Domiciano (Ap 1,9). Es probable se encuentre ya en Efeso cuando es desterrado. Lo cierto es que reside allí después de su destierro. La Frigia occidental y el litoral asiático aparecen bajo Domiciano, Nerva y Trajano como la región de Juan. Contamos en este punto con un testigo de primer orden, san Ireneo, también originario de Asia y que conoce a Policarpo, discípulo de Juan. Pues bien, Ireneo recuerda repetidamente las enseñanzas de Juan en Efeso. Clemente de Alejandría, por su parte, refiere que Juan establecía obispos en las nuevas cristiandades. Papías también es discípulo suyo.
Gracias al
Apocalipsis, a las Cartas de Ignacio, a Papías y Policarpo,
conocemos algunos datos de los diversos centros cristianos de Asia.
En Efeso termina Juan su vida y a esa Iglesia se dirige primeramente
en el Apocalipsis (2,1-8). Dice de ella que ha sufrido, aludiendo a
la persecución de Domiciano, de la que ha sido víctima él mismo.
Añade que la ciudad detesta a los nicolaítas, es decir, la
heterodoxia judeo-cristiana que entonces se convierte en gnosticismo
y rechaza por completo el Antiguo Testamento. Le reprocha, sin
embargo, que ha perdido su fervor. Treinta años más tarde, Ignacio
también alaba a la comunidad de Efeso por hallarse limpia de toda
herejía. Ignacio nombra a su obispo Onésimo. Hacia 190, el obispo de
Efeso, Polícrates, dice que siete miembros de su familia han sido
obispos antes que él (H. E. V,24,6). Hacia 196, Apolonio da fe de la
persistencia de las tradiciones joánicas en Efeso (H. E. V,18,14).
En los
escritos de Juan aparece la lucha encarnizada contra la Iglesia por
parte de las potencias de este mundo y en particular del Imperio
romano. Este carácter no aparecía aún en la literatura paulina. En
cambio, empieza ya a manifestarse en la primera carta de san Pedro.
Los paganos adoptan una actitud de desconfianza y hasta incluso de
hostilidad hacia los cristianos: calumnias (2,12), malos tratos
(3,24), ultrajes a Cristo (4,14). Tanto es así que los cristianos
invitados a soportarlo todo, lo mismo que lo soportó Cristo (3,18) y
estar dispuestos siempre a dar razón de su esperanza (3,16). Los
cristianos están expuestos a sufrir por el nombre de “cristianos”
(4,16). Y, sin embargo, frente a un poder hostil, Pedro les
recomienda la sumisión a toda autoridad legítima, comprendida
también la del rey (2,13ss), que entonces es Nerón.
El
Apocalipsis revela una situación todavía más grave. La Iglesia debe
soportar no ya sólo la hostilidad del mundo pagano, sino una
persecución sangrienta. Se trata de una lucha generalizada entre
Cristo y el Anticristo, entre los santos y la bestia. El propio Juan
sufre estas tribulaciones, al ser desterrado a Patmos por causa de
la palabra de Dios y del testimonio de Jesús (1,9). Antipas muere en
Pérgamo por la fe (2,13); otros sufren el mismo suplicio: “Vi debajo
del altar las almas de los que habían sido degollados por la palabra
de Dios y por el testimonio que guardaban. Clamaban a grandes voces,
diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y
vengarás nuestra sangre?...” (6,9-10).
En otra
visión, entre la inmensa muchedumbre de los elegidos, observa que
algunos van vestidos de blanco. ¿Quiénes son estos? “Estos son los
que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus túnicas y las
blanquearon en la sangre del Cordero. Por eso están delante del
trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo, y el que está
sentado en el trono extiende sobre ellos su tabernáculo... Y Dios
enjugará toda lágrima de sus ojos” (7,14-17; cf 12,1; 20,4). Esta
“gran tribulación” es la persecución desencadenada por Nerón, con
bárbara ferocidad, y reanudada por Domiciano, con tenaz odio. Roma
es la bestia que lleva escrito en la frente: “La gran Babilonia, la
Madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra”; es
“la mujer ebria de la sangre de los santos y de los mártires de
Jesús” (17,5-6).
Roma se
presenta como la divinidad que se quiere imponerse a todos los
súbditos del Imperio. Especialmente después de Domiciano y, de un
modo particular en la provincia de Asia, el culto imperial de Roma y
de Augusto es aceptado con entusiasmo por la población pagana del
Imperio. Se busca con la adoración un signo de sometimiento, de tal
forma que se considera sospechoso a todo aquel que lo rechaza. “No
se puede comprar ni vender, si no se lleva la marca de la Bestia”
(13,17). Todavía hoy, al recorrer las ruinas de Pérgamo, al
contemplar desde la cumbre de la inmensa Acrópolis, los restos del
altar de Roma y de Augusto, se tiene la impresión de que aquel trono
de Satanás pesaba sobre Asia y sobre todo el resto del mundo. De
este modo se desencadena el antagonismo de los dos imperios que se
disputarán el mundo y de las dos cabezas que los dirigen: el Cordero
y la Bestia. Juan, como profeta, escucha ya los cánticos celestiales
que celebran el triunfo del Cordero y la muerte de la Bestia.
La lucha que
la Iglesia sostiene contra el Imperio revela la fidelidad de la
propia Iglesia al Maestro, la firmeza de su esperanza y también su
impaciencia. Pero los escritos de Juan, y en particular el
Apocalipsis, nos
permiten conocer la vida íntima de la Iglesia, el foco de fe y de
vida, del que se irradia la virtud de los mártires. Las cartas a las
siete Iglesias son, bajo este aspecto, unos documentos valiosísimos.
Las cartas nos unas Iglesias vivas, pero combatidas. Algunas han
decaído de su antiguo fervor: en Efeso hay vigilancia y
perseverancia, pero no como en los primeros tiempos (2,2);
Filadelfia y Esmirna son las únicas a las que no se reprocha nada en
concreto, pero Esmirna es pobre y está siendo objeto de persecución;
Pérgamo resiste a Satanás que tiene en ella su trono;
Antipas, fiel testigo, sufre la muerte por Cristo. Con todo
se tolera allí a los nicolaítas; Tiatira es fiel y se engrandece,
pero también tolera a los nicolaítas y a su profetisa Gezabel;
Sardes es indolente y está muerta, aún cuando parezca viva;
Filadelfia es todavía débil, pero fiel, y da la sensación de que va
progresando. La puerta está abierta y Dios hará entrar por ella a
algunos que pertenecen a la sinagoga de Satanás, quienes se dicen
judíos y no lo son. Laodicea es rica, pero tibia.
Estas breves
descripciones nos muestran los peligros que amenazan a las Iglesias
de Asia. Además del paganismo perseguidor, son presa del paganismo
disoluto, cuya corrupción moral y perversa gnosis se insinúan por
todas partes. El mayor peligro está en la doctrina de Balaam “que
manda comer las carnes ofrecidas a los ídolos y fornicar”, siguiendo
la “doctrina de los nicolaítas”.La Iglesia cristiana, que debe
guardarse del contacto con las sectas, no tiene ningún carácter de
secta. Está formada por los elegidos de las doce tribus de Israel y
por la masa inmensa, innumerable, de toda nación, tribu y lengua
(7,4-9). El culto que dan a Dios no está limitado a Jerusalén o a
Garizim, sino que es un culto en espíritu y verdad (Jn 4,21-23). Se
trata de un culto que se dirige a Dios y al Cordero (5,8; 12,14),
ofreciendo a uno y a otro la misma adoración. En la tierra los
santos son los “servidores de Jesús” (1,1; 2,20, etc.), como también
los servidores de Dios (7,3; 10,7, etc.). El culto divino dado a
Cristo se funda en la fe en su divinidad: Jesús es, lo mismo que
Dios, el principio y el fin, el primero y el último, el alfa y la
omega: “el Viviente”; el Santo y el Verdadero.
La iglesia
de Esmirna, a principios del siglo II, adquiere una importancia
particular a causa de la personalidad de su obispo Policarpo.
Ignacio, durante su viaje hacia Roma el año 110, es huésped suyo. El
mismo le dirige una carta desde Tróade. Policarpo escribe poco
después a los filipenses para enviarles la colección de las cartas
de Ignacio. A Policarpo lo conocemos bien gracias al testimonio de
Ireneo, que vive cerca de él en Esmirna durante su juventud y habla
de él en su Carta a Florino (H. E. V,20, 4-8). Policarpo muere
martirizado el año 155 bajo Antonino. Poseemos las Actas de
su martirio. Sobre las iglesias del interior tenemos menos datos. La
más importante es la iglesia de Sardes, antigua ciudad real. Sardes,
en la segunda mitad del siglo II, tiene un obispo célebre, Melitón.
Las Cartas de Ignacio nos muestran que en su época la Iglesia se ha
desarrollado al sur de Efeso, en el valle del Meandro. Hay una
iglesia en Magnesia, cuyo obispo se llama Damasco, y otra en
Tralles, cuyo obispo es Polibio. Ignacio pone en guardia a los
magnesios contra los judaizantes. Las Cartas de Ignacio centran su
polémica en dos puntos. Por una parte, insisten en la unidad en
torno al obispo y, por otra, en la lucha contra los judaizantes.
La fe en el
Hijo de Dios, que nos revela el Apocalipsis, anticipa ya el cuarto
Evangelio. Al final, san Juan escribe: “Todos estos milagros se han
puesto por escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo
de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn
20,31). Cuando Juan se encuentra en Patmos y contempla las visiones
que comunica a las Iglesias en el Apocalipsis no ha escrito todavía
el Evangelio, pero lo ha predicado desde hace muchos años. En toda
Asia se oye el eco de la enseñanza que se convierte muy pronto en
libro, su Evangelio.
Desde
finales del siglo II, Clemente de Alejandría expresa el verdadero
carácter del Evangelio de san Juan, al llamarlo “Evangelio
espiritual”: “Juan, el último de los evangelistas, viendo que las
características exteriores de la vida de Cristo han sido
suficientemente descritas en los tres primeros Evangelios, urgido
por los discípulos e inspirado divinamente por el Paráclito, compuso
un Evangelio espiritual”. Orígenes, al principio de su comentario,
escribe: “Puesto que los cuatro Evangelios son los fundamentos de la
fe de la Iglesia -en los que descansa todo el mundo reconciliado con
Dios en Cristo- pienso que las primicias de los Evangelios se
encuentran en el Evangelio de san Juan. Nos atrevemos, pues, a
afirmar que, si los Evangelios son las primicias de todas las
Escrituras, tenemos en éste las primicias de los mismos Evangelios y
nadie puede captar plenamente su sentido si no descansa en el pecho
de Jesús y no recibe de Jesús a María, que se ha convertido en madre
también para él”.
El Evangelio
de Juan se distingue de los otros por su carácter de íntima
confidencia. Es cierto que también los sinópticos nos hacen
comprender el “misterio del reino de Dios” confiado solamente a los
discípulos (Mc 4,11), las palabras “dichas al oído” (Mt 10,27). Pero
estas palabras no tienen ese acento de efusión conmovida e íntima
que caracteriza el discurso posterior a la Cena y la gran plegaria
que lo cierra. Tampoco se encuentran en los sinópticos los recuerdos
personales referidos tan sobriamente, como la narración del primer
encuentro con Jesús, la confidencia que les hace Jesús acerca de la
traición de Judas o el testamento de Jesús cuando confía su madre a
Juan: “Dijo a su madre: Mujer, he aquí a tu Hijo. Luego, dijo al
discípulo: He aquí a tu Madre. Y desde aquel momento el discípulo la
tomó consigo” (19,26-27)
De aquí
procede también la importancia que este Evangelio da a las
conversaciones personales de Jesús con Nicodemo, con la Samaritana y
con el ciego de nacimiento. En ningún otro lugar, se destaca mejor,
frente a la revelación de Cristo, la vacilación del maestro de
Israel, o el deseo de una pecadora que se deja vencer por la
tentación del agua viva, sacrificándolo todo a ella, o la sencilla
fidelidad del que se ha beneficiado por el milagro, que reconoce el
signo de Dios y, arrastrando todo peligro, cree en él. Jesús, que no
se fía de los hombres “porque sabe lo que hay en los hombres”, se
confía de pronto a la Samaritana: “Yo soy el Mesías, el mismo que te
habla” (4,26); y al ciego de nacimiento: “¿Crees en el Hijo del
hombre? ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Tú mismo lo has
visto; quien te habla, es el Cristo” (9,36-37). Junto a las
conversaciones personales hay en este evangelio grandes discursos
teológicos, en los que se reconoce el fin que se propone el
evangelista: llevar a los cristianos a la fe en el Hijo de Dios. Tal
es el discurso sobre el pan de vida. Y en este mismo sentido se
manifiestan los discursos pronunciados por Jesús en Jerusalén
durante la fiesta de los Tabernáculos y de la Dedicación. Ya desde
el prólogo San Juan anuncia el gran misterio: “En el principio era
la Palabra y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios”. Y, al
final del Evangelio, el grito de Tomás es como un eco del prólogo:
“¡Señor mío y Dios mío!” (20,28).
El Evangelio
espiritual, aunque es la revelación de la gloria del Hijo único, no
es un apocalipsis. En el Evangelio, san Juan no aduce las visiones
de Patmos, sino que refiere la vida del “Verbo hecho carne”, que
“habitó entre nosotros”. Como dice en su primera carta: “Lo que era
desde el principio, lo que oímos, lo que vimos y contemplamos con
nuestros ojos y tocamos con nuestras manos del Verbo de vida, os lo
anunciamos”. Es lo que afirma al final del relato de la Pasión: “Uno
de los soldados le abrió el costado con una lanza y enseguida salió
agua mezclada con sangre. Quien vio, da testimonio; y su testimonio
es verdadero; y él sabe que dice la verdad, para que también
vosotros creáis” (19,34-35).
El Evangelio de
Juan se comprende mejor a la luz de las controversias que le toca
sostener en su tiempo. Los enemigos más peligrosos con quienes se
enfrenta son los gnósticos docetas, que niegan la realidad de la
encarnación. Según ellos, Jesús no es el Cristo. El Hijo de Dios no se
ha encarnado. Para Juan esto equivale a negar el dogma fundamental del
cristianismo: “He aquí cómo podréis reconocer al Espíritu de Dios: todo
espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne, es de Dios:
pero todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios” (1Jn 4,2-3).
A las negaciones de los docetas, el Apóstol responde con la afirmación
categórica: Jesús es el Mesías; el hijo de Dios se ha encarnado
verdaderamente. Al leer el Evangelio, se observa la lucha doctrinal
sostenida por el Apóstol. El es testigo que defiende, contra las
afirmaciones heréticas, la realidad de aquella humanidad que él ha
visto, sentido y tocado.
La realidad
histórica de las acciones y de los discursos de Jesús, referidos por san
Juan, es de una importancia única. Juan presenta al propio Jesús en
persona; en los últimos días del siglo apostólico, iluminado por la luz
del Verbo encarnado, su discípulo predilecto nos presenta al Maestro en
la realidad de su carne y en el esplendor de su gloria. En el Evangelio
no se oye ya al apóstol, sino al Maestro. Su voz no es apasionada como
la de san Pablo, sino discreta, profunda, recogida. Sus discursos, sobre
todo los más íntimos, son pronunciados casi en voz baja. Aquellos a
quienes Dios abre el corazón, los oyen ávidamente, pues son Espíritu y
Vida.
La influencia de
san Juan sobre las Iglesias de Asia es enorme. Su doctrina queda impresa
en el corazón de los cristianos. Se la reconoce en san Ignacio, en san
Policarpo y, sobre todo, en el discípulo de san Policarpo, san Ireneo.
No sólo la teología de san Juan, sino también su tradición litúrgica
deja una gran huella en las Iglesias de Asia. El año 154, los dos
grandes obispos de Roma y de Esmirna, Aniceto y Policarpo, tratan en
vano de unificar sus ritos pascuales. El apego de las Iglesias de Asia a
sus tradiciones se debe a que están fundadas por el Evangelio y por el
recuerdo de “Juan que descansó en el pecho del Salvador” (H. E. 5,24;
3,6).
f) La dispersión
de los Apóstoles
Los documentos
no dicen nada de los demás Apóstoles. Una tradición muy antigua hace
remontar la dispersión de los Apóstoles al año duodécimo después de la
resurrección del Señor. Esta fecha coincide con la persecución de Agripa
y en los años sucesivos no veremos ya nunca a los Doce reunidos en
Jerusalén. Pero, aunque podemos determinar el punto de partida de la
misión de los Apóstoles, el destino de la mayor parte de ellos se nos
escapa.
Eusebio, al
comienzo del libro III de su Historia eclesiástica, después de describir
la caída de Jerusalén, refiere que la “tierra habitada” fue repartida
entre los apóstoles: Tomás evangeliza los partos, Juan Asia, Pedro el
Ponto y Roma, Andrés Escitia. Tomás y Santiago se hallan unidos en la
evangelización de Mesopotamia. El cristianismo asiático tiene como
padres a Juan y Felipe.
Tomás predica el Evangelio entre los partos, en Persia y Etiopía. Pero
otra tradición habla de su predicación en la India, de la que son
todavía testimonio los llamados cristianos de Santo Tomás. Según
algunas excavaciones recientes, parece confirmarse esta tradición.
Asimismo la tradición habla de otros discípulos inmediatos de Jesús y de
los Apóstoles. San Mateo escribe ciertamente su Evangelio hacia el año
50 en arameo y luego en griego. De San Marcos se atestigua que, después
de acompañar a San Pablo y a San Bernabé, se une con San Pedro en Roma,
y, sobre la base de su predicación, compone su Evangelio. Asimismo se
dice que es fundador y organizador de la Iglesia de Alejandría. Sobre
San Lucas, consta que acompaña a San Pablo desde su segundo viaje y
escribe su Evangelio sobre el fundamento de la predicación del gran
Apóstol. Hacia el año 63 compone el libro de los Hechos de los
Apóstoles. La tradición refiere que era médico y pintor. Esta misma
presenta a Tito, consagrado por San Pablo obispo de Creta, y a Timoteo,
de Efeso.