2. La Iglesia Apostólica
a)
La comunidad de Jerusalén
b) Iglesias fuera de
Jerusalén
c) Santiago, obispo de
Jerusalén
a) La comunidad de Jerusalén
La historia de la Iglesia primitiva se
articula en dos grandes períodos: el primero llega hasta el edicto de
Milán en el año 313, y el segundo va desde este año hasta la invasión
del Imperio romano por los bárbaros. La primera época la podemos dividir
en tres períodos: desde el año 30 hasta la destrucción de Jerusalén por
los romanos en el año 70, desde este año hasta la desaparición de los
últimos testigos directos -de vista u oído- de la vida del Señor, hacia
el año 130, y desde este momento hasta el final de las persecuciones en
el 313. El primer período, desde el año 30 al 70, es el tiempo de la
Iglesia apostólica. Es el tiempo de la fundación de la Iglesia.
El misterio pascual de Cristo es el
acontecimiento culminante de su vida. Jesús muere y resucita en
Jerusalén. También en Jerusalén se aparece a los once apóstoles (Lc
24,49-52; Hch 1,4-12), que permanecen en Jerusalén "unánimes en la
oración con las mujeres y María, la madre de Jesús y sus hermanos" (Hch
1,14). Son unos 120 hombres (Hch 1,15) los que, reunidos en torno a
María, esperan el don del Espíritu Santo, prometido por Jesús. La
Iglesia madre, bajo la dirección de Pedro, elige a Matías, en
sustitución de Judas, para completar el Colegio apostólico, pues el
número Doce les parece esencial. Por ello, Pedro dice a los hermanos:
"Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros
todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del
bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea
constituido testigo con nosotros de su resurrección" (Hch 1,21-22).
Este es el núcleo de la primitiva comunidad
de Jerusalén. A ellos se unen los convertidos por la predicación de
Pedro el mismo día de Pentecostés (Hch 2,5-41; 4,4). Los convertidos a
Cristo forman una comunidad de discípulos, que "acudían asiduamente a la
enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban
muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían
todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio
entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los
días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las
casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan
a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba
cada día a la comunidad a los que se habían de salvar" (Hch 2,42-47).
Esta es la Iglesia modelo para todos los
tiempos, pues su descripción forma parte de la revelación. La persona de
Jesús, gracias a los apóstoles y a los discípulos de los apóstoles,
sigue influyendo directamente en la comunidad cristiana hasta el año 130
aproximadamente. La inmediatez con las fuentes del cristianismo da a los
cristianos una fuerza singular. La imagen y hasta casi la voz del Señor,
en labios de sus testigos oculares, actúan como algo próximo y vivo.
Esto explica la inconcebible fuerza de expansión de esa "pequeña grey"
(Lc 12,32), aparentemente perdida e insignificante, en medio de la
potencia mundial de la Roma pagana.
La venida del Espíritu Santo sobre los
apóstoles produce en ellos una transformación interior profunda y
permanente. Los incultos y cobardes pescadores se transforman en
apóstoles, confesores, predicadores del Evangelio y mártires de su fe en
Cristo. Esos hombres que esperaban la instauración del reino de Israel,
con la luz del Espíritu Santo, que les lleva a la verdad plena,
comprenden el espíritu del Sermón de la Montaña, la interioridad de la
fe, la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la renuncia y la tontería de
la cruz. El Espíritu les concede proclamar a Jesús como único Señor (1Co
12,3) y que sólo en el nombre de Jesús está la salvación (Hch 4,12).
La comunidad de Jerusalén vive la alegría de
su crecimiento, contemplando cómo "el Señor agregaba cada día a la
comunidad a los que habían de salvarse" (Hch 2,47). La Iglesia es el
campo en el que se siembra la Palabra, como germen del Reino. En la
pequeñez de la semilla escondida bajo tierra, como grano de mostaza, o
como levadura que desaparece en la masa, la Iglesia encierra un tesoro,
una perla preciosa, que es capaz de hacer fermentar toda la masa o de
cobijar a todos los hombres (Mt 13). Merece la pena venderlo todo por
ella, para ser "discípulo del Reino". La vida de los discípulos es una
novedad de amor en la verdad, comunión con Dios y perdón mutuo (Mt 18).
Los Hechos de los Apóstoles describen algunos
aspectos de la vida de esta comunidad de Jerusalén. Los cristianos no
eluden la autoridad del Sanedrín (Hch 21,24). Siguen tomando parte en la
vida y culto de su pueblo. "Los millares de judíos que han creído son
celosos de la Ley" (21,20), circuncidan a sus hijos, observan lo
prescrito acerca de las purificaciones, practican el descanso del
sábado. En particular, los cristianos de Jerusalén toman parte en las
plegarias diarias del Templo (2,46). Vemos a Pedro y Juan subir al
Templo para la oración de la mañana (5,21) y para la oración de nona
(3,1). Los cristianos aparecen a los ojos del pueblo como judíos
fervorosos, a quienes acompaña la bendición de Dios (5,13). Así, pues,
los cristianos constituyen un grupo particular en el seno de la
comunidad de Israel, aunque reivindican la libertad de su ministerio. Su
predicación se apoya en la fe judía, para conducir a sus oyentes a
Cristo.
Pero los cristianos tienen conciencia de
formar una comunidad particular. Los Hechos los designan ya con el
nombre de Ecclesia, en referencia al pueblo de Dios reunido en el
desierto (7,38). Los cristianos se consideran, no como una comunidad
más, sino como el nuevo pueblo de Dios. El vocablo Ecclesia designa, en
un principio, a la iglesia de Jerusalén. Más tarde es aplicado a las
diversas iglesias locales que surgen a imitación de la Iglesia-madre.
Así Pablo reúne la Iglesia de Antioquía (14,27) y saluda a la Iglesia de
Cesarea (18,22). Los cristianos tienen conciencia de que se trata de una
sola e idéntica Iglesia que está presente en diversos lugares, y la
palabra toma el significado de Iglesia universal.
Aunque toman parte en la vida de su pueblo,
los cristianos tienen su vida propia. Tienen sus asambleas litúrgicas,
que celebran en casas particulares. Primero es el cenáculo, donde se
reúne la naciente comunidad. Pero pronto se multiplican estos lugares de
reunión. Los Hechos dicen que los cristianos "partían el pan en sus
casas" (2,46). Una de éstas casas es la de María, madre de Juan Marcos,
donde están reunidos los hermanos, mientras Pedro permanece en la cárcel
(12,12). Asimismo, vemos a Pablo exhortando a los hermanos en casa de
Lidia, en Filipos (16,40), y celebrando la Eucaristía en Tróade, en el
tercer piso de una casa particular (20,9). Pablo habla de Aquila y
Priscila y de "la iglesia que está en su casa" (1Co 16,19).
Los cristianos se reúnen en las casas, donde
"parten el pan, comen con alegría y sencillez de corazón y alaban a
Dios" (2,46). Recuerdan que el Señor, "en la noche en que fue entregado"
(1Co 11,23), pronunció la acción de gracias sobre el pan y el vino,
encomendándoles hacer lo mismo en memoria suya. A esta celebración la
llaman Eucaristía, acción de gracias. Algunas de estas reuniones tienen
lugar durante la noche. Precisamente de noche encuentra Pedro en casa de
María a la asamblea en oración (12,12). En la noche del sábado al
domingo tiene lugar la asamblea de Tróade (Hch 20, 7). Los cristianos
toman parte en las plegarias judías del sábado y después se reúnen por
su cuenta. A este hecho se debe la designación del domingo como octavo
día.
Las asambleas de la comunidad constan de
instrucciones, fracción del pan y oraciones (Hch 2,42). Los Hechos
ofrecen numerosos ejemplos de la predicación a los no creyentes
(kerigma), pero no refieren la enseñanza impartida a la comunidad. Pero
podemos vislumbrar algo a través de las expresiones que la designan.
Puede tratarse de una enseñanza propiamente dicha (didajé), aunque esta
palabra se aplica sobre todo a la catequesis preparatoria del bautismo.
En las asambleas ordinarias se trata más bien de exhortaciones
(paraklesis) destinadas a fortalecer la fe y la caridad (14,22; 15,32) o
de homilías (20,11), de charlas familiares. Las cartas de Pablo y las
demás cartas canónicas son un eco de estas charlas y exhortaciones. Y,
sobre todo, lo son los Evangelios, que recogen "las cosas que han
sucedido entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde
el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra (Lc
1,1).
A las instrucciones sigue la "fracción del
pan", expresión con que los Hechos designan a la Eucaristía (2,42;
20,7). Esta expresión recuerda la acción de Cristo al distribuir el pan
después de haber pronunciado sobre él la acción de gracias. Cristo había
instituido la Eucaristía durante un banquete pascual. La bendición del
pan es la de los ácimos antes del banquete; la del vino corresponde a la
copa que seguía al mismo banquete. El que preside la Eucaristía, después
de dar gracias, bendice el pan y el vino extendiendo sobre ellos las
manos y pronunciando las palabras del Señor en la cena. La plegaria de
bendición y la extensión de las manos corresponden a lo que hallamos en
las berakoth judías. A la fracción del pan siguen las "oraciones" (Hch
2,42; 12,5). Estas oraciones están reservadas a los Apóstoles o a los
ancianos que presiden la asamblea (6,4). Pero también pueden hacerlas
los miembros de la asamblea que han recibido gracia para ello. Por
ejemplo, los profetas de la comunidad de Antioquía (13,3), o el profeta
Agabo (11,28).
Otro aspecto de la vida de la comunidad de
Jerusalén es la comunión de bienes entre los hermanos: "Todos los
creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y
sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada
uno" (2,44). "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón
y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era
común entre ellos" (4,32). Los Hechos citan en particular el caso de
Bernabé, que poseía un campo, y lo vendió, entregando el precio a los
Apóstoles (4,36-37). Por el contrario, Ananías y Safira, habiendo
vendido un campo, se quedan con parte del precio, engañando así a los
Apóstoles (5,1-2). El texto precisa que esta comunión de bienes no es
obligatoria. La falta de Ananías y Safira consiste en haber engañado a
la comunidad.
Los judíos se agrupaban en sus sinagogas
según su origen. Este uso está en vigor en Jerusalén (Hch 6,9) y también
en Roma. Acostumbrados a estas agrupaciones, judíos y helenistas se
asocian instintivamente entre ellos, pero pronto se ve el peligro de
estas separaciones, pues, amenazan la unidad de la Iglesia. Pablo
recuerda a los cristianos que Cristo ha roto toda frontera de división.
Entre los cristianos "no hay griego y judío; circuncisión e
incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo
y en todos" (Col 3,11). "Pues todos sois hijos de Dios por la fe en
Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni
hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga
3,26-28). Desde el primer momento surge el problema y la conciencia
cristiana triunfa sobre el particularismo nacional y provincial.
Entre los convertidos por la predicación de
Pedro el día de Pentecostés se encuentran muchos judíos de la diáspora,
entre los que figuran algunos helenistas. Los Hechos nos dicen que, a
consecuencia de las protestas de los helenistas, que ven descuidadas a
sus viudas, los Apóstoles eligen entre ellos a siete diáconos. Con
oración e imposición de manos, los Apóstoles les consagran para su
ministerio. Los nombres griegos de los diáconos dan a entender que en la
comunidad eran muchos los helenistas o judíos procedentes de la
diáspora.
Los cristianos, según el modelo de la
Sinagoga, han establecido un servicio para los pobres. Este es
controlado por los Apóstoles. Y lo que hacen ahora, al elegir a los
Siete, es desprenderse de este ministerio. Pero los Siete no son
destinados únicamente al servicio de los pobres. Los vemos predicar y
bautizar, como colaboradores de los Apóstoles. (Hch 6,6). Los Siete
forman una institución propia de los helenistas, pues los hebreos tenían
ya presbíteros o ancianos. Santiago el Justo era seguramente uno de
ellos. Los Hechos presentan (11,30) a los cristianos de Antioquía
confiando a los ancianos (presbyteroi) de Jerusalén unas limosnas para
los pobres. Estos ancianos tienen entre los hebreos la misma función que
los Siete entre los helenistas.
b) Iglesias fuera de Jerusalén
La naciente comunidad de Jerusalén, con la
fuerza del Espíritu Santo, da públicamente testimonio de Cristo muerto y
resucitado. Pedro, acompañado de los discípulos, comienza su predicación
el mismo día de Pentecostés y vuelve a hacerlo tras la curación del
paralítico de nacimiento (Hch 3) con lo que se incorporan nuevos
miembros a la comunidad. Pero esta predicación inquieta a las
autoridades judías, que encierran en la cárcel primero a Pedro y Juan
(Hch 4) y luego a todos los apóstoles (Hch 5,17ss). Son los preludios de
la persecución que está para estallar. Entre los helenistas elegidos
diáconos está Esteban, "un hombre lleno de fe y del Espíritu Santo" (Hch
6,5). Con él comienzan las fuertes tensiones que desvincularán las
comunidades cristianas de las judías. En Jerusalén, aparte del templo,
hay también sinagogas en donde la Biblia no se lee en hebreo, sino en
griego. Allí escuchan la palabra de Dios los judíos no palestinos que
van a Jerusalén. Debido a su lengua, mentalidad y estilo de vida
helenista, mantienen cierta tirantez con los hebreos. La disputa en
torno a Esteban se origina entre los de la sinagoga de los libertos,
cirenenses y alejandrinos, y otros de Cilicia y Asia (Hch 6,9).
Jesús se declaró cumplidor del Antiguo
Testamento, pero también anunció que entrarían en el reino de Dios del
Oriente y del Occidente, mientras que los hijos del reino serían
rechazados (Mt 8,12). Estas ideas mueven tan fuertemente a Esteban que
proclama que la ley termina con Jesús, y con ello el templo y las
prescripciones ceremoniales (Hch 6,14). De este modo Esteban se atrae el
odio particular de los fariseos. En el curso de estas controversias cae
víctima de la primera persecución contra los cristianos, muriendo
lapidado (Hch 6,8-33).
Esta persecución está dirigida
preferentemente contra los helenistas de la comunidad cristiana. Causa
dolor en la Iglesia, pero la prueba acrisola y une más estrechamente al
joven rebaño, aumentando su conciencia de ser una nueva comunidad
diferente del judaísmo. En ellos crece el convencimiento de que deben
difundir la predicación de Jesús: "no podemos dejar de decir lo que
hemos visto y oído" (Hch 4,20), declaran Pedro y Juan ante el sumo
sacerdote. El martirio de Esteban es el momento en que muchos cristianos
huyen de Jerusalén y comienzan la predicación del Evangelio por toda
Judea y Samaría (Hch 8,1). Junto con los primeros bautizados en el día
de Pentecostés que, al volver a sus casas, se convierten en predicadores
de la buena nueva, ahora la persecución impulsa a otros muchos a llevar
el Evangelio fuera de Jerusalén (Hch 8,1-4).
La evangelización de Samaría aparece como
fruto de esta persecución de los helenistas en el año 37. Uno de los
Siete, Felipe, desciende precisamente de Samaría (Hch 8,4). Los
helenistas son bien acogidos por los samaritanos con quienes comparten
la hostilidad al Templo y al Sacerdocio de Jerusalén: "Aquel día (muerte
de Esteban) se desató una gran persecución contra la Iglesia de
Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles, se dispersaron por las
regiones de Judea y Samaría... Los que se habían dispersado iban por
todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra. Felipe bajó a una
ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con
atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y
veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los
espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos
quedaron curados. Y hubo una gran alegría en aquella ciudad" (Hch
8,1-8). Pablo encuentra en Samaría comunidades cristianas en el año 49
(Hch 15,3).
Esta propagación de la fe en Cristo fuera de
Jerusalén da ocasión a Pedro y Juan para visitar a los cristianos recién
evangelizados. Les imponen las manos, para que reciban el Espíritu
Santo. Los dos apóstoles predican en varios lugares de Samaria. Más
adelante Pedro visita otra vez a los "santos" de fuera de Jerusalén
(9,32). Pero la paz, que vuelve después de la persecución, es turbada de
nuevo bajo Herodes Agripa que manda encarcelar a los apóstoles Pedro y
Santiago el Mayor, haciendo ejecutar a éste a filo de espada (42 ó 43),
para congraciarse con los judíos. Pedro hubiera corrido la misma suerte
de no haber abandonado Jerusalén, yendose "a otro lugar" (Hch 12,17). La
súbita muerte de Erodes el año 44 trae de nuevo a la Iglesia días más
tranquilos que permiten proseguir la predicación de la palabra del
Señor.
La Iglesia judeo-cristiana de Jerusalén
desempeña un papel decisivo hasta la caída de la ciudad en el año 70.
Desde el principio, desde Jerusalén, el cristianismo se expande en el
mundo judío fuera de Jerusalén. Las excavaciones hechas en Nazaret, con
las inscripciones y símbolos cristianos descubiertos, testimonian la
existencia de la Iglesia en Galilea desde los comienzos. Los lazos
familiares de varios apóstoles con la Galilea explica la época temprana
de la evangelización en su tierra, donde el mismo Jesús pasó la mayor
parte de su vida.
La misión cristiana, sin salir de Palestina,
se enfrenta también con otro ambiente, que le plantea nuevos problemas:
el paganismo greco-romano. Palestina comprende, en efecto, algunas
ciudades griegas, habitadas principalmente por paganos. Estas se hallan
a orillas del Mediterráneo. Y los Hechos nos dicen que el apostolado de
los helenistas se extiende también a esta región. Felipe aparece en
Cesarea y en Jope. Cerca de Gaza bautiza a un prosélito judío de origen
etíope (8,27). Pedro llega a estos diversos sectores -Samaria, Cesarea,
Gaza y Jope- siempre detrás de Felipe. Los Doce, responsables del
conjunto de la Iglesia, tienen la misión de confirmar la evangelización
de los demás. Este carácter universal de la misión corresponde en
particular a Pedro. Los Apóstoles reconocen que la comunidad cristiana
está abierta a los paganos.
El gran foco de expansión del cristianismo
durante los quince primeros años es Siria. Y Antioquía es el primer
centro cristiano después de Jerusalén. La ciudad pertenece al mundo
helenístico más que al mundo arameo. El primer centro que hallamos es
Damasco. Los Hechos nos proporcionan dos indicaciones. Cuando Pablo se
convierte, el año 38, ya hay una comunidad cristiana en Damasco, pues
allá se dirige él para practicar detenciones. Por otra parte, la
evangelización de Fenicia, de la que Damasco forma parte, se relaciona
con los helenistas expulsados de Jerusalén (Hch 11,19). Por tanto, la
primera comunidad de Damasco se forma antes del 38. Los cristianos de
Damasco son judíos, pues dependen de la jurisdicción del sumo sacerdote
de Jerusalén. A los cristianos se les llama "los hombres del camino". El
mismo Pablo, después de su conversión, predica en sus sinagogas (9,20).
Ananías, uno de los cristianos de Damasco, es un hombre piadoso "según
la Ley", estimado por los judíos (Hch 22,12).
Antioquía es, pues, el segundo centro de la
expansión de la Iglesia. Se trata de una ciudad políticamente muy
importante. Es la sede local de la Provincia de Oriente y un foco de
cultura griega. Su población, principalmente siria, es muy cosmopolita,
con muchos griegos y judíos. Su evangelización se remonta a la llegada
de los helenistas el año 37, dirigida primeramente a los judíos, pero
algunos de estos helenistas, "hombres de Chipre y de Cirene",
procedentes de Jerusalén, aunque de lengua griega, se dirigen también a
los griegos, es decir, a los paganos (11,20). Se convierten en gran
número. El año 42, ante el desarrollo de la comunidad, los Apóstoles
envían a Bernabé para asegurar la unidad de las comunidades bajo su
dirección colegial.
La comunidad de Antioquía es una comunidad
cristiana nueva. Sus miembros, en su gran mayoría, no son judíos, hasta
en su aspecto externo se diferencian claramente del judaísmo. Se les
reconoce que dependen de la persona, de la vida y de la doctrina de
Cristo, y por eso se les da, por primera vez, el nombre de cristianos
(11,26). La palabra tiene una resonancia política. Designa a los
partidarios de "Chrestos". El hecho de que el grupo de los cristianos
reciba ya un sobrenombre oficial indica que la comunidad tiene una
consistencia lo suficientemente grande para aparecer en los círculos
oficiales. Esta designación es, por tanto, el primer testimonio de la
existencia de la Iglesia a los ojos del mundo romano. La designación
dada a los cristianos de Antioquía la sitúan los Hechos al principio del
reinado de Claudio (41-54). Y también bajo el reinado de Claudio
menciona Suetonio a los cristianos.
c) Santiago, obispo de Jerusalén
La Iglesia es desde el principio una
comunidad jerárquica. Jesús ha elegido a los Doce apóstoles como
columnas de su Iglesia. Entre los Doce, Pedro ocupa un puesto de
dirección. El dirige la elección Matías para completar el número de los
Doce, tras la decepción de Judas, es el portavoz de los discípulos de
Cristo en Pentecostés (Hch 2,l5ss) y pronuncia el discurso tras la
curación del paralítico (3,1).
En nombre del colegio apostólico habla
delante de los ancianos y doctores de la ley (4,8), lo mismo que ante el
Sanedrín (5,20). Actúa con autoridad en los incidentes con Ananías y
Safira (5,3) y con Simón mago (8,19). La admisión al bautismo del gentil
Cornelio es una norma directiva, pues decide autorizadamente que el
evangelio no se dirige exclusivamente "a los de la circuncisión", sino
también a los pueblos de la gentilidad. Cierto que este paso origina una
controversia o disputa con algunos judeocristianos, pero así se pone de
manifiesto que Pedro es la cabeza de la primera comunidad.
El cuadro de la posición de Pedro que nos ofrecen los Hechos es confirmado
por la conducta de Pablo, que, después de su fuga de Damasco, se
traslada a Jerusalén "para conocer a Cefas" (Ga 1,18), porque de Pedro
depende el que Pablo sea reconocido en la nueva comunidad. Su
comportamiento general dentro de la comunidad primera hasta el momento
en que abandona definitivamente Jerusalén, para dedicarse a la
evangelización de los gentiles, sólo se comprende rectamente si se lo
interpreta como cumplimiento del mandato del Señor a confirmar de sus
hermanos y apacentar el rebaño de Cristo.
Un hecho nuevo es la preeminencia que
adquiere Santiago el Justo entre los presbíteros de Jerusalén. Parece
estar asociado a los poderes apostólicos. Cuando Pablo va a Jerusalén el
año 41 (Ga 1,18), se encuentra con Pedro y con este mismo Santiago. En
el concilio de Jerusalén, él es el único que habla además de Pedro.
Eusebio escribe que Pedro, Santiago y Juan no se reservan la dirección
de la iglesia local de Jerusalén, sino que eligen a Santiago el Justo
como obispo (epíscopos; H. E. II,1,4). A él toca en lo sucesivo, y no a
Pedro y a los Apóstoles, lo que se refiere a la dirección de la iglesia
local de Jerusalén (Hch 12,17). Aparece como presidente del colegio
local de los presbíteros, partícipe de los poderes apostólicos.
La estructura de la iglesia de Jerusalén toma
así una fisonomía propia. Los Apóstoles son los testigos de la
resurrección y los depositarios de la plenitud de poderes. Pedro aparece
como su jefe. Al principio, los Apóstoles presiden y administran
directamente la Iglesia de Jerusalén. Pero pronto echan mano de algunos
colaboradores. Estos son los presbíteros, que forman un colegio
presidido por Santiago y se ocupan de los hebreos. Luego los Apóstoles
establecen una organización similar para los helenistas. Los Siete
corresponden a los presbíteros de los hebreos.
Santiago, el hermano del Señor, ocupa, pues,
un lugar particular en la Iglesia de Jerusalén. Pablo, al enumerar las
apariciones del Resucitado a Cefas, a los Once y a los quinientos,
refiere la aparición a Santiago (1Co 15,7). Cuando evoca a los gálatas
los recuerdos de sus primeros años de vida cristiana, les cuenta cómo
tres años después de su conversión, sube a Jerusalén para ver a Pedro; y
añade: "No he visto a ningún otro Apóstol más que a Santiago, hermano
del Señor" (Ga 1,17). Después de la persecución de Agripa, su autoridad
se manifiesta todavía más; Santiago, hermano de Juan, muere mártir.
Pedro, encerrado en la cárcel y después liberado por un ángel, abandona
Jerusalén.
Desde entonces, Santiago aparece al frente de
la comunidad: es a él precisamente a quien Pedro hace comunicar su
liberación (Hch 12,17). Desempeña un papel decisivo en la asamblea de
Jerusalén y los que san Pablo considera como las "columnas", son
Santiago, Cefas y Juan (Ga 2,9). En el concilio de Jerusalén se
pronuncian dos discursos, uno de Pedro y otro de Santiago (Hch 15,13).
Cuando Pablo llega a Jerusalén, se presenta a Santiago, que se encuentra
rodeado por los presbíteros (Hch 21,18). Todos estos hechos hacen
reconocer a Santiago como la cabeza de la Iglesia de Jerusalén.
La situación excepcional de Santiago nos
indica la adhesión de los apóstoles a la Ciudad Santa y los esfuerzos
que hacen para su conversión. Santiago no sale nunca de Jerusalén;
ninguna misión lo aleja de la Ciudad Santa. El sabe que la gran
catástrofe es inminente. Ve cómo se multiplican las conversiones y
redobla la actividad para llevar a Israel al Mesías, desconocido y
crucificado por ellos. Se alegra con las conquistas de Pablo y le
muestra las suyas: los "millares de judíos que han creído, y todos son
celosos observantes de la Ley" (Hch 21,20).
Las trágicas circunstancias y el ardor
apostólico que espolean a Santiago explican su actuación. Se ha querido
ver en él un judío obstinado, que no "comprendió nada de Jesús". Pero
semejante juicio es injusto y desconoce el cristianismo del obispo
mártir. La posición adoptada por él en las dos circunstancias decisivas
de la asamblea de Jerusalén y de la visita de Pablo a la Ciudad Santa
son fruto más de una solicitud de caridad que de un escrúpulo doctrinal.
Si sugiere restricciones al decreto de
Jerusalén, lo hace con el fin de permitir a los discípulos de Moisés
unir su vida sin escándalo a la de los paganos convertidos (Hch 15,21).
Si pide a Pablo una prueba de su respeto a la Ley, lo hace por amor a
los judíos convertidos, pero que siguen fieles a la Ley (21,20).
Precisamente porque esta exigencia está tan motivada, Pablo accede. Lo
que Santiago defiende no es una teología de la Ley frente a la gracia,
sino el respeto de la conciencia de los judíos convertidos. El hace suya
la palabra de Pablo a los corintios: "¿Acaso tu ciencia habrá de motivar
la perdición de ese hermano por el que Cristo ha muerto?" (1Co 8,11).
Tanto Santiago como sus discípulos se
esfuerzan por dar ante los judíos, con los que viven, un ejemplo de
máximo respeto a la Ley. Para los cristianos de Jerusalén el judaísmo no
es sólo un privilegio de nacimiento, sino también una norma de vida que
quieren seguir con todo rigor. De este modo, esperan ganar la estima y,
con la ayuda de Dios, la conversión de sus hermanos de Jerusalén. En los
albores de la Iglesia, los primeros fieles, gracias al admirable
testimonio de vida, se habían ganado la simpatía de todo el pueblo (Hch
2,47). Y esto intentan también Santiago y los suyos. ¿No es éste,
aplicado a los hebreos de Jerusalén, el principio de Pablo: hacerse todo
a todos, para ganar a todos para Cristo?
Esta actitud, totalmente legítima, tiene sus
peligros: la fidelidad a la Ley practicada por los cristianos nacidos en
el judaísmo, ¿no tiene el peligro de aparecer ante ellos, no como fruto
de la caridad y la prudencia, sino como exigencia de la fe? Muchos de
los más íntimos de Santiago sucumben a esta tentación (Hch 15,5.24; Ga
2,12), aunque Santiago se lo reprocha (15,24) y reconoce la libertad de
los gentiles (Ga 2,9; Hch 15,12ss; 21,25). Pero para los cristianos
venidos del judaísmo, Santiago no concibe una conducta distinta de la
seguida por él en Jerusalén (21,21). Le induce a a este tipo de
conducta, no sólo su ambiente hebreo, al que quiere llevar a Cristo,
sino también la práctica asidua de los ritos grabados en su alma. Pedro,
destinado por Dios a un largo apostolado, siente el peso del judaísmo
(15,10). En cambio, no parece que Santiago sienta esta carga, pues Dios
le ha reservado exclusivamente el apostolado de Jerusalén.
La carta de Santiago no habla de la cuestión
de las observancias legales, aunque con toda probabilidad la epístola es
de los últimos años de su vida. Si después de la asamblea de Jerusalén y
de tantas controversias, Santiago deja de lado una cuestión tan
vivamente discutida, se debe a que es un verdadero apóstol de Cristo,
deseoso de conservar la concordia en todas partes. Discute ciertamente
la cuestión de la fe y de las obras (2,14-26), pero dejando de lado la
controversia de las observancias legales. Las obras de que habla no son
las obras de la Ley, en las que algunos judaizantes buscan el principio
de la justificación, sino las obras de la fe: "¿Qué le aprovecha,
hermanos míos, a uno decir: Yo tengo fe, si no tiene obras? ¿Podrá
salvarle la fe? Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de
alimento, y alguno de vosotros les dijere: íd en paz, que podáis
calentaros y hartaros, pero no les dais con qué satisfacer la necesidad
de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? Así también la fe, si no tiene
obras, es de suyo muerta" (2,14-17).
Santiago no hace más que recordar lo que
antes ha enseñando: "Esforzaos en poner en práctica la palabra, y no os
contentéis con escucharla, engañándoos a vosotros mismos. Pues, si uno
escucha la palabra y no la cumple, se asemeja a un hombre que se mira al
espejo y, apenas se contempla, se va y al instante se olvida de cómo
era" (1,22-24; cf 4,17). Todo esto está de acuerdo con la conclusión del
discurso de Jesús en la montaña: "Quien escucha mis palabras y las pone
en práctica, es semejante al hombre sabio, que construye su casa sobre
roca..." (Mt 7,24).
"Habéis matado al justo, sin que él os
presentara resistencia". El martirio de Santiago, que tiene lugar poco
después de su carta, da a estas palabras una grandeza única. La Iglesia
de Jerusalén es "la pequeña grey" de los pobres, a la que los cristianos
de todo el mundo han de ayudar. Numerosa, ferviente, pronta a la
observancia de la Ley, es venerada por los mejores judíos. Pero los
ricos, los sumos sacerdotes y los saduceos le ponen obstáculos con la
violencia de su celo.
Lo mismo que habían matado a Jesús, a Esteban
y a Santiago, hijo de Zebedeo, y, más tarde, han intentado matar a
Pablo, ahora arremeten contra Santiago, el hermano del Señor. El año 61
ó 62, el sumo sacerdote Hanán el joven, "aprovechando la ocasión de que
Festo ha muerto y Albino, su sucesor, no ha llegado todavía, reúne el
Sanedrín e hace comparecer al hermano de Jesús, llamado Santiago, y a
otros, acusándoles de haber violado la Ley y les hace lapidar". Esta
ejecución, añade Josefo, indigna a los espíritus moderados, quienes la
denuncian a Albino. Hanán es depuesto de su cargo y sustituido por
Jesús, hijo de Damea.
Muy pronto, un castigo mucho más terrible cae
sobre "la ciudad que mata a los profetas". El año 64, Gesio Floro es
elegido procurador de Judea. En el 66, su despótica administración
provoca la rebelión que se ha ido incubando durante largo tiempo. Tras
terribles desórdenes, que agravan más el desastre de la invasión romana,
la ciudad de Jerusalén es asediada en la primavera del año 70, siendo
tomada y destruida durante el mes de septiembre. Josefo refiere que,
cuando Tito entra en la ciudad, exclama: "Hemos luchado junto con Dios.
Dios ha hecho salir de estas fortalezas a los judíos. De hecho, ¿qué
cosa pueden hacer contra estas torres las manos de los hombres o las
máquinas?".
Antes del asedio, los cristianos abandonan la
ciudad: "Por medio de una profecía, recibida por los notables de la
Iglesia de Jerusalén, los fieles fueron advertidos de que debían
abandonar la ciudad antes de la guerra e irse a vivir a una ciudad de
Perea llamada Pella. Ellos se marcharon en seguida. De este modo, la
metrópoli de los judíos y toda Judea fueron abandonadas completamente
por los santos". El éxodo tiene consecuencias decisivas para la Iglesia
de Jerusalén, pues con él se rompe el último vínculo que une a sus
fieles con el judaísmo y con el Templo. Han seguido enamorados hasta el
final de la magnificencia del Templo, de las ceremonias, de los
recuerdos.
Pero ahora, no queda ya piedra sobre piedra.
Dios les ha dispersado. Este éxodo les priva de la consideración de la
que gozaban ante los judíos: dejando Jerusalén en el momento de la gran
tribulación, demuestran que su fe no es ya la de la propia nación y que
esperan la salvación por otros caminos.
Entre tanto, la Iglesia de Jerusalén exilada
en Pella, al otro lado del Jordán, se va organizando. Como sucesor de
Santiago es elegido Simeón, hijo de Clopas, tío de Cristo: "Todos lo
prefieren porque era primo del Señor". Simeón, digno sucesor de
Santiago, muere mártir hacia el año 107. La comunidad cristiana de Pella
vuelve a Judea. Jerusalén ha quedado reducida a una guarnición romana, y
la gran rebelión, que se desencadena el año 130, provoca una destrucción
mucho peor que la del 70. Después de esta última catástrofe, la antigua
Jerusalén desaparece. La nueva ciudad que se levanta más tarde sobre sus
ruinas es una ciudad helenista. Así hacia el año 130 desaparece la única
Iglesia compuesta íntegramente por judíos fieles a la Ley.