a) La Iglesia
nace de Cristo y del Espíritu
b) El
Espíritu forma el cuerpo de Cristo
a) La Iglesia
nace de Cristo y del Espíritu
La Iglesia,
“pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo” (LG 4), nace y vive de dos “misiones”, la de Cristo y la del
Espíritu Santo. “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, a fin de que recibiéramos la adopción
filial” (Ga 4,4-5). Y en el versículo siguiente se dice: “Dios envió
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. El Padre envía al Hijo
y al Espíritu Santo para fundar la familia de sus hijos. Jesús nos
invita a orar a Dios, diciéndole: “Padre nuestro” y el Espíritu
testifica a nuestro espíritu que somos hijos, haciéndonos exclamar:
“¡Abba, Padre!”. San Ireneo lo expresa con la imagen de las dos
manos de Dios, la del Verbo y la del Soplo: “Dios será glorificado
en la obra modelada por El cuando la haya hecho conforme y semejante
a su Hijo. Ya que por las manos del Padre, es decir, por el Hijo y
el Espíritu, el hombre se hace a imagen y semejanza de Dios”.[1]
La vida y
obra de Jesús son el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras
son pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24,35) y él mismo
promete estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20; Jn
15,1; 8,12), todo lo que él es, dice y hace es la base de la
Iglesia, que él mismo funda. Jesús, tras su bautismo, comienza el
anuncio del Reino llamando a los primeros apóstoles, destinados a
continuar su obra (Mc 1,16-20). Esta primera llamada la completa con
la elección de los Doce (Mc 3,13-19), a quienes constituye apóstoles
“para que estén con El y enviarles a anunciar el Evangelio del
Reino” (Mc 6,7-13). Los apóstoles prolongan la misión de Cristo,
pues “es preciso que el Evangelio sea predicado a todas las gentes”
(Mc 13,10). El tiempo de la predicación del Evangelio es el tiempo
de la Iglesia.
El Hijo,
cumplida su misión, vuelve al Padre para que descienda el Espíritu
en Persona. Pentecostés es la culminación salvífica. San Atanasio ve
la obra de Cristo como una preparación de la venida del Espíritu
Santo a los hombres: “El Verbo asumió la carne para que nosotros
pudiéramos acoger al Espíritu Santo. Dios se ha hecho sarcóforo para
que el hombre llegara a ser pneumatóforo”.[2]
Por ello dice Cristo: “Es mejor para vosotros que yo me vaya... Yo
rogaré al Padre y El os dará otro Paráclito” (Jn 16,7). La ascensión
de Cristo es la gran epíclesis, en la que el Hijo pide al Padre que
envíe al Espíritu Santo y el Padre, como respuesta a la oración del
Hijo, envía el Espíritu con toda la fuerza de Pentecostés. Ascendido
al cielo, Cristo, sumo Sacerdote, cumple eternamente su intercesión
sacerdotal. Su epíclesis hace de la Iglesia un Pentecostés
continuado en la evangelización y los sacramentos. El día de
Pentecostés, la Iglesia nace y se manifiesta en la predicación
apostólica y en la Eucaristía de la comunidad convocada por el
Espíritu Santo.
La Iglesia no
se puede pensar sin Cristo o al margen del Espíritu. “El Espíritu
Santo es la memoria viva de la Iglesia” (CEC 1099). “En la liturgia
de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la asamblea todo lo que
Cristo ha hecho por nosotros. De este modo, el Espíritu Santo
despierta la memoria de la Iglesia, suscitando la acción de gracias
y la alabanza” (CEC 1820; 1716-1724). El origen de la Iglesia en el
Espíritu es el misterio de Pentecostés. Por irremplazable que sea la
fundación institucional de la Iglesia por Cristo mismo, -elección de
los apóstoles, designación especial de Pedro, educación progresiva
de los Doce y envío a la misión (LG 9)-, la Iglesia no
sería lo que Jesús quería, sin la misión del Espíritu Santo
(Jn 16,7-15). Los Hechos testimonian que nada se hace hasta que el
Espíritu da a la institución eclesial su vida “de arriba” (Hch
1,6-11).
El Espíritu
es el don pascual de Cristo a la Iglesia. Cristo, el esposo divino,
hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. “El día de
Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente
vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso,
que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron
unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre
cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se
pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse” (Hch 2,1-4). Así nace la Iglesia. Unos treinta y cinco
años antes, el Espíritu Santo había descendido sobre la Virgen María
y ella había concebido en su seno al Hijo de Dios. Ahora el Espíritu
Santo desciende de nuevo sobre María, sobre los Apóstoles y sobre
todos los discípulos reunidos en el Cenáculo y, con estos hombres,
forma la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
La Iglesia es
Iglesia de Cristo en cuanto es la Iglesia del Espíritu de Cristo:
“Porque Cristo, levantado sobre la tierra, ha atraído hacia sí a
todos los hombres” (Jn 12,33); habiendo resucitado de entre los
muertos (Rm 6,9), envió su Espíritu vivificante a los discípulos y
por El constituyó su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento
universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre actúa
sin cesar en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y para
unirlos más estrechamente consigo por medio de la misma y hacerles
partícipes de su vida gloriosa, al darles en alimento su cuerpo y
sangre. Así, pues, la restauración prometida, que esperamos, ya
empezó en Cristo, está impulsada por la misión del Espíritu Santo y
por El se continúa en la Iglesia” (LG 48).
La misión del
Espíritu Santo consiste principalmente en la actualización dinámica
y en la interiorización en las personas, a través del tiempo y el
espacio, de lo que Cristo hizo una vez por todas. Cristo ha salvado
a los hombres, nos ha revelado al Padre, ha instituido los
sacramentos... Y el Espíritu Santo actualiza, realiza, interioriza
en nosotros todo esto. Por ello, la Iglesia depende de la acción del
Espíritu Santo, pues es El quien hace posible la presencia de Cristo
en el tiempo, y comunicables su salvación y su gracia (Cf CEC
1104-1107).
La Lumen
gentium, describiendo, desde el principio al término final, la
misión del Espíritu en la vida de la Iglesia, nos dice: “Terminada
la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra
(Jn 14,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés,
para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo
tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo
Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente del agua
que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14;7,38-39), por medio del cual
el Padre vivifica a los hombres que estaban muertos por el pecado
hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm 8,10-11). El
Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (1Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la
adopción de hijos (Ga 4,6; Rm 8,15-16.26). A esta Iglesia, a la que
introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el
ministerio, la instruye y dirige mediante los diversos dones
jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-12;
1Co 12,4; Ga 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del
Evangelio y la renueva perpetuamente y la conduce a la perfecta
unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor
Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta
como ‘un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo’” (n.4).
Esta síntesis
muestra cómo, desde Pentecostés a la Parusía, el Espíritu Santo
despliega la amplitud evangélica y salvífica, sacramental e
interior, escatológica y trinitaria de sus dones. Con la expresión
final, tomada de San Cipriano,[3]
el Concilio coloca a la Iglesia en relación con la Trinidad. El
misterio de la Iglesia reproduce el misterio de Dios, Uno y Trino.
La LG no podía tener una presentación mejor que esta evocación del
plan de salvación que el Padre decreta para nosotros y realiza por
la encarnación de su Hijo y la misión del Espíritu Santo.
El Espíritu
Santo introduce al cristiano en la vida trinitaria. Este misterio es
el que vive la Iglesia y el cristiano en ella. La presencia del Dios
Uno y Trino en la Iglesia nos envuelve en la circular fuerza de su
amor. Cristo nos mantiene unidos al Padre en el impulso de Amor por
el que se da enteramente a El: “Por medio de Cristo tenemos acceso,
en un solo Espíritu, al Padre” (Ef 2,18). San Ireneo en diversas
ocasiones señala esta doble dirección de la historia de la
salvación: desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo llega
la salvación a la Iglesia y, en ella, al cristiano; y en la Iglesia,
el Espíritu nos une a Cristo que nos presenta con El al Padre.[4]
Hay, pues,
que afirmar que la Iglesia tiene como principio interno de unidad y
de vida la persona del Espíritu Santo. El Espíritu Santo suscita la
comunión eclesial desde el interior. Pero debe quedar claro que la
renovación pneumatológica no es más que la renovación
cristocéntrica; porque el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo.
Su misión consiste en configurar a la Iglesia y a cada cristiano con
Cristo. El Espíritu Santo no nos atrae hacia sí. El reúne, congrega
la Iglesia y la centra en Cristo. Nosotros no pertenecemos al
Espíritu Santo como pertenecemos a Cristo; pero pertenecemos a
Cristo por el Espíritu Santo: “Si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, no es de Cristo” (Rm 8,9; Cf CEC 689-690;1108). Es el mismo
Espíritu el que habita y anima a Cristo y a la Iglesia. La Iglesia
es el pueblo de Dios, modelado conforme a Cristo crucificado y
resucitado, mediante la operación constante del Espíritu Santo (Cf
2Co 3,18).
El Espíritu
que anima la Iglesia es el Espíritu de Cristo, maestro y esposo de
la Iglesia. Es el mismo Espíritu en la cabeza y en los miembros del
cuerpo de Cristo. La obra misma de Cristo está ligada a la unción
del Espíritu. Sólo por el Espíritu se ha efectuado la encarnación de
Cristo, “concebido del Espíritu Santo” (Lc 1,35). El Espíritu Santo
está también en el origen de su ministerio: en el bautismo el
Espíritu Santo “desciende” sobre El (Mt 3,16; Jn 1,33), y le impulsa
a dar comienzo a su predicación: “El Espíritu está sobre mí” (Lc
4,21). Está “lleno”, “revestido” del Espíritu (Lc 4,1.14). Mediante
la efusión del Espíritu en el bautismo, es constituido Cristo,
Ungido de Dios, Mesías. Y la acción del Espíritu resplandece en todo
su ministerio (Jn 5,21; Lc 11,20...); y sólo por el Espíritu tiene
lugar su resurrección (Cf Rm 8,11).
Los Padres
insisten en la relación íntima que une a la Iglesia con el Espíritu
Santo. San Ireneo afirma: “Donde está la Iglesia, allí está también
el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la
Iglesia y toda gracia”.[5]
San Agustín no cesa de repetir que no se puede tener el Espíritu y
vivir del Espíritu si no es en la Iglesia: “Sean el cuerpo de
Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo. No vive del
Espíritu de Cristo quien no es del cuerpo de Cristo”, dice a los
donatistas.[6]
Y ya en el símbolo apostólico se confiesa el lazo
estrechísimo entre el Espíritu Santo y la Iglesia: “Creo en el
Espíritu Santo en la Santa Iglesia”. El Espíritu Santo no puede ser
separado de la Iglesia, ni la Iglesia del Espíritu Santo. El
Espíritu Santo mora en la Iglesia, creándola, renovándola,
santificándola, guiándola y obrando a través de ella.
El nacimiento
de la Iglesia es una nueva creación (Ef 2,15). Cristo resucitado,
apareciéndose a los Apóstoles, “sopla sobre ellos”, dándoles el
Espíritu Santo, como en la primera creación el soplo del Padre dio
la vida al hombre. Este Pentecostés anticipado del día de Pascua, en
el interior del Cenáculo, se hace público el día de Pentecostés,
cuando Jesús, “exaltado por la diestra de Dios, recibe del Padre el
Espíritu Santo prometido y lo derrama sobre los Apóstoles” (Hch
2,33). Entonces, por obra del Espíritu Santo, se realiza la nueva
creación.
En
Pentecostés, Cristo bautiza a los Apóstoles en “Espíritu Santo y
fuego” (Mt 3,11), según la promesa de Jesús: “Seréis bautizados en
el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1,5). En Pentecostés,
cuando los Apóstoles “quedan llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4),
“se da la revelación del nuevo y definitivo bautismo, que obra la
purificación y santificación para una vida nueva: el bautismo, en
virtud del cual nace la Iglesia”.[7]
De las
lenguas de fuego del Espíritu nace la Iglesia, cuerpo de Cristo; el
Espíritu hace de cada bautizado un miembro de Cristo; del vino y del
pan hace la sangre y el cuerpo del Señor, que nutre y hace
perennemente la Iglesia, cuerpo de Cristo. El Espíritu forma el
cuerpo de Cristo uniendo a los miembros entre sí y con la Cabeza. En
la unidad del cuerpo, fruto del mismo Espíritu en todos, el Espíritu
Santo crea la diversidad de miembros con la multiplicidad de sus
dones: “Las lenguas de fuego se dividen y se posan sobre cada uno de
ellos” (Hch 2,3). “Nosotros somos como fundidos en un solo cuerpo,
pero distintos singularmente, personalmente”, dice San Cirilo de
Alejandría.[8]
El día de
Pentecostés, la Iglesia, surgida del costado abierto de Cristo en la
cruz, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Cristo,
transmitiendo a los Apóstoles el Reino recibido del Padre (Lc 22,29;
Mc 4,11), coloca los cimientos para la construcción de la Iglesia.
Pero estos cimientos, los apóstoles y profetas, reciben en
Pentecostés la fuerza para anunciar y realizar el Reino, mediante la
efusión del Espíritu Santo. Cristo, dice Juan Pablo II, anuncia la
Iglesia, la instituye y, luego, definitivamente la “engendra” en la
cruz. Sin embargo, la existencia de la Iglesia se hace patente el
día de Pentecostés, cuando desciende el Espíritu Santo y los
Apóstoles comienzan a dar testimonio del misterio pascual de Cristo.
Podemos hablar de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia,
como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento en que sale
del seno de la madre y “se manifiesta” al mundo.[9]
“Fue en Pentecostés cuando empezaron los Hechos de los Apóstoles”
(AG 4). De este modo la Iglesia nace como misionera. Bajo la acción
del Espíritu Santo, “las lenguas de fuego” se convierten en
palabra en los labios de los Apóstoles: “Quedaron todos llenos
del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas según el
Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,4).
El Espíritu
desciende sobre los apóstoles reunidos en el cenáculo, impulsándolos
a la evangelización del mundo, y es “derramado en el corazón de los
cristianos”. San Ireneo, une los dos aspectos, presentando a los
apóstoles instituyendo y fundando la Iglesia al comunicar a los
creyentes el Espíritu que ellos habían recibido: “Instituyeron y
fundaron la Iglesia distribuyendo a los creyentes este Espíritu
Santo que ellos habían recibido del Señor”.[10]
Juan Pablo II lo dice en su encíclica Dominum et vivificantem:
“El día de Pentecostés se manifiesta en el exterior, ante los
hombres, lo que el domingo de Pascua había ocurrido en el interior
del Cenáculo, estando las puertas cerradas. En Pentecostés se abren
las puertas del Cenáculo y los Apóstoles se dirigen a los habitantes
y a los peregrinos venidos a Jerusalén, para dar testimonio de
Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumplía el
anuncio: El Espíritu Santo dará testimonio de mí; pero también
vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio
(Jn 15,26s). La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir,
con la bajada del Espíritu sobre los Apóstoles reunidos en el
Cenáculo junto con María, la Madre del Señor (Hch 1,14). Dicha era
empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que
explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad,
comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los
apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia” (n. 25).
En las
fórmulas más antiguas del Credo, la Iglesia aparece unida a la
confesión de fe en el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo en
la santa Iglesia, para la resurrección de la carne”. Tertuliano
explica esta unidad del modo siguiente: “Puesto que tanto el
testimonio de la fe como la garantía de la salvación tienen por
garantes a las Tres Personas, la mención de la Iglesia (en la
confesión de fe) se encuentra añadida necesariamente a ella. Porque
allí donde están los Tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí
también se encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de los Tres”.[11]
Y San Agustín une siempre la santa Iglesia con el Espíritu Santo del
que ella es el templo.[12]
Este es el sentido de la confesión de fe apostólica y bautismal con
su estructura trinitaria. Si la creación es atribuida al Padre, la
redención al Hijo hecho carne, la santificación es fruto del
Espíritu Santo. El tercer artículo engloba la Iglesia, el bautismo,
la remisión de los pecados, la comunión de los santos, la
resurrección y la vida eterna, todo ello como fruto del Espíritu
Santo.
El Espíritu
es la fuerza vital de la Iglesia. El la santifica y renueva
constantemente (LG 7), en cuanto comunidad y en cada uno de sus
miembros. El Espíritu realiza una tarea decisiva en la construcción
de la Iglesia. La vida en Cristo es eclesial: “Todos fuimos
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Co
12,13). Espíritu y cuerpo eclesial se reclaman mutuamente. El que se
une al cuerpo glorioso de Cristo, totalmente penetrado por el
Espíritu, por la fe viva, el bautismo, el pan y el vino de la
eucaristía, se convierte realmente en miembro de Cristo: forma un
cuerpo con El. Este cuerpo de Cristo, que los fieles forman en la
tierra, ha de ser construido (1Co 3,9; Ef 2,20; 4,12), para llegar a
ser “una morada de Dios por el Espíritu” (Ef 2,22), una “casa
espiritual” (1P 2,5ss; Flp 3,3).
El Espíritu
es, como le llama Jesús mismo, el otro Paráclito, “Espíritu de la
verdad” (Jn 14,17; 15,26), que “guía hasta la verdad completa” (Jn
16,13). El es, según los significados de Paráclito, defensor, ayuda,
consolador, auxiliador, abogado, consejero, mediador, el que exhorta
y hace los llamados apremiantes... El “estará siempre con y en los
discípulos” (Jn 14,16), “les enseñará y recordará todo lo que Jesús
ha dicho” (Jn 14,26), “dará testimonio de El” (Jn 15,26) y
“convencerá al mundo de pecado” (Jn 16,8).
Así la vida de la
Iglesia está siempre bajo el signo del Espíritu Santo Dominum et
Vivificantem. Y de modo particular se atribuye al Espíritu Santo la
fidelidad de la Iglesia a la fe recibida de los apóstoles. San Ireneo
presenta la fe como habitando en la Iglesia como en su lugar propio de
residencia, fundada sobre el testimonio de los profetas, de los
apóstoles y de los discípulos, fe que “siempre, bajo la acción del
Espíritu de Dios, como un licor exquisito conservado en vaso de buena
calidad, rejuvenece y hace incluso rejuvenecer el vaso que lo contiene”.
En este don de la fe confiado a la Iglesia se contiene “la intimidad de
la unión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo”, “porque allí donde
está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios y allí donde está
el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. Y el Espíritu
es la verdad”.[13]
El Espíritu es el principio y el garante de la fidelidad de la Iglesia.
Por ello imputar a la Iglesia un error equivaldría a acusar de un
desfallecimiento al Espíritu.[14]
El Espíritu Santo confiere a los fieles el “sensus fidei” y “da a los
que se encuentran a la cabeza de la Iglesia, que tienen una fe recta, la
gracia perfecta de saber cómo tienen que enseñar y guardar todo”.[15]
En la Iglesia el
Espíritu Santo nos conduce a la palabras de Cristo y a Cristo Palabra,
en quien retornamos al Padre, incorporándonos a la vida trinitaria. El
hombre creado a imagen de Dios, “clama por su origen”[16],
tiende a Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo: “Nuestro regreso a
Dios se hace por Cristo Salvador y tiene lugar sólo a través de la
participación y la santificación del Espíritu Santo. Aquel que nos lleva
y, por decirlo así, nos une a Dios es el Espíritu, que, cuando lo
recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros lo
recibimos por medio del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre”.[17]
Eternamente, en el ahora de Dios, el Espíritu es el Don permanente del
Padre al Hijo y del Hijo al Padre. En ese ahora, con Cristo, entra la
Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, participando del Don de Dios, que la
recrea y santifica para poder responder al amor de Dios. Es el milagro
inescrutable del bautismo y la Eucaristía, brotados del costado abierto
de Cristo.
El Espíritu Santo
hace de todo el pueblo de Dios una comunión en el amor y el ministerio.
El opera la variedad de dones en la unidad de la Iglesia. Pone de
manifiesto lo que es común a todos los cristianos. Todo el cuerpo de
Cristo, animado por el mismo Espíritu, es un pueblo sacerdotal,
profético, real. Por ello todos los fieles del pueblo de Dios caminan
unidos en fraternidad y se sienten solidarios y responsables. Todo
cristiano, según sus carismas y funciones, está llamado a ser un signo
de la presencia de Dios entre los hombres, participando de la misión
salvadora de la Iglesia (LG 33).
Dentro de este
único pueblo de Dios, el Espíritu Santo distribuye la variedad de sus
dones y ministerios. San Pablo usa cuatro términos para indicar esta
manifestación del Espíritu Santo en la Iglesia: dones espirituales,
carismas, ministerios y operaciones varias (1Co 12,1-7). No son dones
que se contrapongan los unos a los otros. La afirmación fundamental es
que todos estos dones del Espíritu tienen una finalidad común: la
edificación del cuerpo de Cristo en la caridad. La multiplicidad de
carismas (Ef 4,11-13; 1Co 12,8-11) es expresión de la inagotable
fecundidad del Espíritu y de la extraordinaria riqueza de la Iglesia.
Más allá de los carismas singulares, san Pablo ve a la Iglesia como
“pueblo carismático”, porque está habitada y santificada por el Espíritu
Santo (LG 12). Y esto no para gloria de la Iglesia, sino para la
salvación del mundo. Pues lo que es el Espíritu para la Iglesia, eso
deben ser los cristianos para el mundo: principio de información y
vitalización, es decir, alma del mundo (LG 7 y 38).
La Iglesia vive
para la misión. Los Hechos de los Apóstoles son el testimonio del
Espíritu Santo impulsando a la Iglesia en su misión. En la
evangelización, el Espíritu Santo guía a los apóstoles hasta marcándoles
el itinerario (Hch 16,6-7; 19,1; 20,3.22-23; 21,4.11). El Espíritu Santo
interviene en cada uno de los momentos de la misión de los apóstoles.
San Lucas va señalando una especie de pentecostés sucesivos: en
Jerusalén (Hch 2; 4,25-31),
en Samaría (8,14-17); en Cesarea (10,44-48; 11,15-17); en Efeso
(19,1-6).