Hombre en Fiesta: V. Fiesta del Cuerpo
1. FIESTA DE LA CARNE
Encarnación de Cristo
Dios pone su morada en la tierra
En el seno virginal de María
Todo hombre es único y digno de amor
2. NAVIDAD: FIESTA SACRAMENTAL
Inicio de la Pascua
El símbolo como plenitud del lenguaje
Símbolos y gestos
Liturgia como juego
3. LITURGIA DE LA NAVIDAD
Misterio de la luz
Restauración cósmica
Misterioso intercambio
Navidad es también Epifanía
El hombre según el Espíritu no es un ser angélico, sino el hombre
concreto, de carne y hueso. Es el hombre, que debido a su condición
encarnada opera siempre en el marco espacio‑temporal en donde le ubica su
corporeidad; opera en la historia.
Macluhan dirá que «el mensaje es el medio». De aquí que la propia
revelación de Dios y la donación de sí mismo alcance su plenitud en la
encarnación de Cristo: «En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por
medio del Hijo» (Heb 1,2). En Cristo y por medio de El, el Padre vuelve su
rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor.
Jesús viene al mundo como manifestación de Dios. Es la luz que brilla
en las tinieblas. Al compartir con nosotros su vida y su luz nos permite
caminar en la verdad (1Jn 1,5‑7). En El tenemos la palabra de Dios en la
que fueron hechas todas las cosas. Jesús, Palabra encarnada, es la meta de
la creación, el blanco de los anhelos de la historia humana, el centro de la
humanidad, el gozo de todos los corazones y la respuesta a todas sus
aspiraciones y preguntas (GS 45). Toda la historia y el mundo tienen en
Cristo su último sentido. Todo ha sido creado en El y en vistas a El. Por
eso podrá decir Pascal: «No solamente no conocemos a Dios más que por
Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por
Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es ni nuestra vida, ni
nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos».[1]
Mysterium,
en el Nuevo Testamento, designa el gran secreto de la sabiduría de Dios, del
plan divino sobre la historia de los hombres, que sólo puede ser revelado
por su palabra y que de hecho se revela en su Palabra definitiva: Cristo,
la Palabra hecha carne (Jn 1,14). La encarnación de Cristo es la venida de
Dios a un mundo cerrado, para que éste se abra a Dios y los cielos se abran
para el mundo. Con Cristo encarnado la historia se cumple, llega la plenitud
de los tiempos, pero esta plenitud es la apertura, realizada en Cristo, del
mundo a la vida de Dios. «Cristo es la imagen de Dios» «por medio del cual
fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15s;Heb 1,3). Por ello, como Hijo de
Dios, es también el primogénito. Y los creyentes en El han sido destinados
por Dios a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8,29). En la creación del
hombre «a imagen de Dios» hay ya una referencia a Cristo. El hombre ha sido
creado en vistas a reproducir la imagen de Dios que es Cristo. Su creación,
por consiguiente, está abierta a la encarnación. La cristología es la
consumación de la antropología «Solo Cristo descubre el hombre al hombre»
dirá la GS.
Con la encarnación de Jesucristo, el amor divino asume la dimensión
de la historia. Jesús ama como un israelita, como el hijo del carpintero y
como persona de su tiempo. Entra en la historia, actúa históricamente y
configura la historia manifestando su amor divino y humano. Después de El,
la historia jamás volverá a ser lo que fue anteriormente; tampoco será una
mera repetición de sus acciones y palabras. El ha inaugurado una historia de
amor que, a medida que se despliega, desarrolla la fuerza de su vida,
muerte y resurrección hasta que logre su plenitud. Este amor es la realidad
más poderosa y decisiva de la historia. Es un amor que se arraiga y encarna
en toda la vida humana, hasta crear la línea fronteriza entre
los hombres: «Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amarse a
sí mismo, hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el amor de
Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial.[2]
Dios pone su morada en la tierra
La revelación divina tiene una dimensión histórica en cuanto que ha
tenido un comienzo y un cumplimiento en el mundo y tiempo de los hombres, y
una dimensión geográfica, en cuanto que ha tenido como centro una tierra
particular y concreta, patria del pueblo a quien Dios se manifestó con
palabras y hechos, que se entrecruzan coherentemente. Es la tierra de
Israel, tierra prometida, tierra santa, heredad de Yahveh.[3]
La encarnación del Hijo de Dios ha sido integral y concreta. El Hijo
de Dios ha querido ser un judío de Nazareth en Galilea, que hablaba arameo,
estaba sometido a padres piadosos de Israel, los acompañaba al templo de
Jerusalén, donde lo encuentran «sentado en medio de los doctores, oyéndoles
y preguntándoles» (Lc 2,46). Jesús crece en medio de las costumbres y de las
instituciones de la Palestina del siglo primero, aprendiendo los oficios de
su época, observando el comportamiento de los pescadores, de los campesinos
y de los comerciantes de su ambiente. Las escenas y los paisajes de los que
se nutre la imaginación del futuro maestro, son de un país y de una época
bien determinados.
Nutrido con la piedad de Israel, formado por la enseñanza de la
Thorá y de los profetas, a la que una experiencia completamente singular de
Dios como Padre permite dar una profundidad inaudita, Jesús se sitúa en una
tradición espiritual bien concreta, la del profetismo judío. Como los
profetas de otro tiempo, El es la boca de Dios y llama a la conversión. La
manera es igualmente típica de los profetas de Israel: el vocabulario, los
géneros literarios, el paralelismo bíblico, los proverbios, las paradojas,
las bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas son las de la
tradición de Israel. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que
el pueblo y la tradición espiritual, en que se sitúa, tienen, por este mismo
hecho, algo de singular en la historia de la salvación de los hombres: este
pueblo elegido y la tradición religiosa, que ha dejado, tienen una
significación permanente para la humanidad. El Verbo de Dios, por su
encarnación, ha entrado en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo
prefigura. Se puede decir que Cristo forma cuerpo con el pueblo que Dios se
ha preparado en vistas del don que hará de su Hijo. Todas las palabras, que
han proferido los profetas, preludian la Palabra subsistente que es el Hijo
de Dios hecho hombre.
Así la historia de la alianza concluida con Abraham y, por Moisés,
con el pueblo de Israel -como también los libros que narran esta historia-,
conservan para los discípulos de Jesús el papel de una pedagogía
indispensable e insustituible. Por lo demás, la elección de este pueblo, del
que ha salido Jesús, jamás ha sido revocada. «Mis hermanos según la carne
-escribe Pablo-son los israelitas, de quienes es la adopción filial y la
gloria y la alianza y la legislación y el culto y las promesas y los
patriarcas; y de quienes procede Cristo según la
carne» (Rom 9,3‑5). El buen olivo no ha perdido sus privilegios en
favor del olivo salvaje que ha sido injertado en él (Rom 11,24).
De este modo, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios hecho hombre,
asumiendo una raza, un país y una época, ha asumido la naturaleza humana.
«Pues el Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna manera, se unió con
todo hombre» (GS 22). La transcendencia de Cristo, no lo aísla por encima
de la familia humana, sino que le hace presente a todo hombre, más allá de
todo particularismo. «No se le puede considerar extranjero con respecto a
nadie ni en ninguna parte» (AG 8). «Ya no hay judío ni griego, ya no hay
esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo
Jesús» (Gal 3,28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad, que formamos, como
en la singularidad de las personas en que se realiza nuestra naturaleza
común de hombres. El Verbo de Dios, en su Encarnación, no viene a una
creación que le sea extraña. «Todas las cosas han sido creadas por El y para
El, y El es antes que todas las cosas y todas las cosas se mantienen en El»
(Col 1,16‑17).
La historia de la salvación, que comienza con un pueblo particular,
culmina en un hijo de ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de
este momento -plenitud de los tiempos- se extiende a todas las naciones de
la tierra, «mostrando la admirable condescendencia de la sabiduría eterna»
(DV 13). Y, aunque los paganos son «injertados en Israel» (Rom 11,11‑24),
hay que decir que el plan original de Dios se refiere a toda la creación
(Gen 1,1‑2.4). En efecto, se concluyó una alianza, por medio de Noé, con
todos los pueblos de la tierra (Gen 9,1‑17; Eclo 44,17‑19). Esta alianza es
anterior a las selladas con Abraham y Moisés. Por otra parte, a partir de
Abraham, Israel está llamado a comunicar a todas las familias de la tierra
las bendiciones que ha recibido (Gén 12,1‑5;Jr 4,2;Eclo 44,21).
Esta convicción es la que domina la predicación de Jesús: en El, en
su palabra y en su persona, Dios hace culminar los dones que ya había
otorgado a Israel y, a través de Israel, al conjunto de las naciones (Mc
13,10;Mt 12,21;Lc 2,32). Jesús es la luz soberana y la verdadera sabiduría
para todas las naciones (Mt 11,19;Lc 7,35). En su misma actividad muestra
que el Dios de Abraham, ya reconocido por Israel como creador y señor (Sal
93,1‑4;Is 6,1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán al
Evangelio: más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1,15;Mt 12,28; Lc
11,20;17,21). La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la
obediencia amorosa, que le hace ofrecer su vida y muerte al Padre (Mc
14,36), testifican que en El el designio original de Dios sobre la creación,
viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1,14‑15;10,2‑9;Mt 5,2 1‑48).
Estamos ante una nueva creación y ante el nuevo Adán (Rom 5,12‑19;1Cor
15,20‑22). La novedad es tal que la maldición, que golpea al Mesías
crucificado, se convierte en bendición para todos los pueblos (Gal 3,13;Dt
21,22‑23) y que la fe en Jesús salvador sustituye al régimen de la ley (Gal
3,12‑14). La muerte y la resurrección de Jesús, gracias a las cuales el
Espíritu ha sido derramado en los corazones, han mostrado las insuficiencias
de las sabidurías y de las éticas meramente humanas, e incluso de la Ley
aunque dada a Moisés por Dios, pues todas ellas son capaces de dar el
conocimiento del bien, pero no
la fuerza para cumplirlo, el conocimiento del pecado, pero no el poder de
substraerse a él (Rom 7,16ss;3,20;7,7;1Tim 1,8).
La concepción y nacimiento de Jesús significan un inicio nuevo en la
historia, un comienzo que supera la historia y la novedad que supone para el
hombre. Es Dios mismo quien comienza de nuevo. Lo que aquí empieza tiene
las características de una nueva creación y se debe, por tanto, a una
intervención particular y específica de Dios. Aparece realmente «Adán», y,
como «al principio», viene «de Dios» (Lc 3,38). Tal nacimiento puede
acontecer sólo a la «estéril», en el seno virginal de María. La
promesa de Isaías (51,1) se cumple concretamente en María: Israel
impotente, rechazado de los hombres y estéril, ha dado fruto. En Jesús, Dios
ha puesto en medio de la humanidad estéril y desesperada un comienzo nuevo,
que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto. Es Dios quien
da la vida; la mujer acoge en su seno esa vida que viene de Dios. Sara,
Raquel, Ana, Isabel, las mujeres estériles de la historia de la salvación,
figuras de María, muestran la gratuidad de la vida, don de la potencia
creadora de Dios.
Los profetas, en su teología simbólica, presentarán a Israel como
mujer, como virgen, esposa y madre. Dios, en su alianza de amor esponsal, ha
amado a la hija de Sión con un amor indestructible, eterno. Israel es la
virgen esposa del Señor, madre de todos los pueblos (Sal 86). En la fecunda
esterilidad de Israel brilla la gracia creadora de Dios. En la plenitud de
los tiempos, la profecía se cumple, las figuras se hacen realidad en la
mujer, que aparece como el verdadero resto de Israel, la verdadera hija
de Sión (Cfr. Sof 3,14‑17), la Virgen Madre: María. En María, la llena de
gracia, aparece plenamente la fecundidad creadora de la gracia de Dios.
María está situada en el punto final de la historia del pueblo
escogido, en correspondencia con Abraham (Mt 1,2-16). Este, «el padre de los
creyentes», era el germen y el prototipo de la fe en el Dios salvador. En
María encuentra su culminación el ascenso espiritual por los largos caminos
del desierto y del destierro que se concreta últimamente en el resto de
Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. Así toda la historia
de la salvación desemboca en Cristo, «nacido de mujer» (Gal 4,4). María es
«el pueblo de Dios» que da «el fruto bendito» a los hombres por la potencia
de la gracia creadora de Dios.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). María
es llamada al júbilo mesiánico, eco de la llamada de los profetas a la hija
de Sión, júbilo motivado por la gracia benevolente de Dios, que viene a su
pueblo (Is 12,6;Sof 3,14‑15;Joel 2,21‑27; Zac 2,14;9,9). María es
bienaventurada por la gracia de Dios. Distinguida porque Dios se ha
inclinado hacia ella. «Dios está contigo». Es la gracia, la plenitud de la
gracia, la que la hace dichosa. No algo propio que ella poseyera. Dios
sólo ha visto en ella «su pequeñez». Es el don que Dios le concede
gratuitamente lo que la transforma. El «Dios en ella». Hay aquí un
acontecimiento único. María es la culminación de la espera mesiánica, la
realización de la promesa. Pero María es figura
de la Iglesia, figura del cristiano, representa al hombre ante Dios,
hombre que tiene necesidad de la gracia y que recibe esa gracia. María, en
toda su persona, es un testimonio de lo extraordinario de Dios, del amor
gratuito de Dios que acepta al hombre, abajándose hasta su pequeñez.
Como en María, así ocurre cuando a alguien se le concede escuchar las
palabras: «Alégrate, el Señor está contigo». Este hombre, pequeño o pecador,
se convierte en un elegido, en un ser recreado por la gracia de Dios, si
como María dice «hágase en mí según tu palabra», experimentando "que nada
hay imposible para Dios".
Pero, al ser obra de la gracia de Dios, es preciso reconocer antes la
"pequeñez", la "esterilidad", condición de la fecundidad de la gracia de
Dios, como aparece en la virginidad de María.
Hoy, en nuestra cultura cientifista, el nacimiento virginal, en
cuanto hecho, en cuanto realidad de la historia, es fuertemente contestada
hasta por ciertos teólogos. Según ellos, lo que importa es el sentido
espiritual de la virginidad; el hecho biológico, dicen, no es importante
para la teología y sólo tiene sentido como medio de expresión simbólica.
Esta visión, por muy plausible que aparezca a la mente racionalista, es un
engaño. La separación y exclusión de lo biológico de la visión de la
virginidad, olvida o niega al hombre. Lo corpóreo, lo biológico, es esencial
al hombre. El hombre es su cuerpo, aunque no se reduzca al cuerpo. Negar la
densidad humana de lo biológico es caer en el dualismo y negar la real
encarnación de Cristo. Relegar lo corporal a la pura biología o el hablar de
«sólo biológico» es la antítesis de la fe bíblica, que, en su antropología
unitaria, ve la espiritualidad del cuerpo y la corporeidad de lo espiritual
y divino. El intento de conservar un destilado espiritual, después de haber
excluido lo biológico, es la negación de eso espiritual que afirma la
fe en Dios hecho carne.[4]
Todo hombre es único y digno de amor
Todo hombre es único e irrepetible. Nunca puede quedar reducido a
aquello que lo querría aplastar, mutilar o anular en el anonimato de la
colectividad, de las estructuras, del sistema. En su singularidad, la
persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje
de la máquina de producción, no es tampoco un espíritu etéreo, partícula del
progreso, eslabón de la evolución. El Hijo de Dios, encarnado en el seno de
una mujer, es la afirmación más radical del valor de todo hombre:
Si celebramos tan solemnemente el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar
que todo hombre es alguien único e
irrepetible. Si las estadísticas humanas, las catalogaciones
humanas, los sistemas políticos, económicos y sociales, las simples
posibilidades humanas no logran asegurar al hombre el que pueda nacer,
existir y trabajar como único e irrepetible, entonces todo eso se lo
asegura Dios. Para El y ante El, el hombre es siempre único e irrepetible;
alguien eternamente ideado y llamado por su propio nombre.[5]
El hombre puede amar al hombre desde que Dios se hizo hombre. Al
hombre, que nos parece miserable, insoportable, que se equivoca
constantemente, Dios le amó tanto que tomó su pobre carne y se hizo hombre
Se metió en todas las estrecheces del hombre: en la estrechez del seno
materno, en la estrechez de un pueblo minúsculo y bajo la ocupación
extranjera, en la estrechez del tiempo humano, de un ambiente insulso, de
un cuerpo sometido a la sed, al hambre, al cansancio, dolor y destinado a
morir, en la estrechez del monótono quehacer diario, del fracaso..., hasta
entrar en la noche oscura del abandono de Dios y de la muerte. Nada humano
se perdonó a sí mismo. Tiene que valer la pena ser hombre, si Dios se hizo
hombre, no se avergonzó de llamar a los hombres sus hermanos, pues entró en
la familia humana como uno de tantos. La eternidad está ya en el interior
del tiempo, la vida en el corazón de la muerte. Con El, en la tierra, la
verdad es más fuerte que la mentira, el amor más poderoso que el odio; la
maldad del hombre está irremediablemente vencida por la gracia de Dios. La
humanidad no necesita de ningún superhombre desde el momento que Dios se
hizo hombre. El hombre es Dios, por gracia de Dios y no por su esfuerzo
prometeico, ambicioso e inútil. Podemos cantar, en la noche luminosa de
Navidad: Gloria a Dios, paz al hombre, en quien Dios se complace.
Dios está con nosotros, camina por nuestros caminos, prueba nuestra
alegría y nuestra miseria, vive nuestra vida y muere nuestra muerte. Nos
redimió, porque compartió nuestra vida. Y porque nos asumió
irrenunciablemente, el Verbo de Dios no deja nunca de ser hombre. En El el
Dios transcendente está cerca, al alcance de toda palabra callada que
susurra el corazón humano en la oración y en la verdad oculta de su ser.
Historia profana e historia de la salvación son formalmente diversas
y materialmente idénticas. Formalmente diversas: la salvación transciende
lo mundano, no es la resultante del devenir temporal; la historia profana,
contemplada en sí misma, es una realidad no redimida. Pero materialmente son
idénticas. La salvación desde la encarnación de Cristo, sucede en el mundo y
en el encuentro con el mundo, de forma que hay una historia salvífica que
opera desde el interior de la historia profana; la salvación tiene lugar en
Cristo, persona histórica, localizable en un punto concreto de nuestro
espacio‑tiempo.
2. NAVIDAD: FIESTA SACRAMENTAL
La navidad celebra el misterio del Verbo encarnado en la luz y en la
realidad del misterio pascual. Del mismo modo que la predicación evangélica
se remonta hasta la infancia a partir de la resurrección y Juan proyecta en
el Verbo encarnado la gloria del Resucitado, así la Iglesia contempla y
celebra la Navidad a la luz de la resurrección. La encarnación es ya el
inicio de la redención salvífica, la condición para la muerte y la
resurrección. Para san León Magno, Navidad es parte integrante del
sacramento pascual, como su inicio. Es el inicio de la redención en la
asunción por parte del Hijo de la naturaleza humana, en la cual podrá
consumar su pasión y se hará eficaz y perpetua su resurrección según la
carne. En el Cristo de la gloria está siempre presente el misterio
salvífico de su encarnación, la realidad de la carne asumida de la virgen
María, el misterio de la condescendencia divina y del «teandrismo» de la
salvación.
El misterio pascual de Cristo es el quicio de la salvación, la
fuente de nuestra reconciliación y la plenitud del culto divino. En la
pascua culmina el axioma teológico: "Caro est cardo salutis": la
carne es el quicio de la salvación.[6]
Esta relación de la liturgia con Cristo encarnado y con la Iglesia
sacramento hace de la liturgia el momento actual de la historia de la
salvación, en el que la Iglesia proclama (evangelio) y celebra (misterio) la
redención de Jesucristo. Esta liturgia cristiana tiene sabor de cielo, pero
también entrañas de tierra, que lleva a entrar en comunión con la situación
del mundo y del hombre para realizar la salvación concreta de la humanidad.
Odo Casel, en su obra maestra de madurez El misterio del culto
cristiano, después de haber expuesto que el «misterio divino» es Dios
mismo que «desciende a su creatura y se revela en ella» y que «para el
apóstol san Pablo el misterio es la maravillosa revelación de Dios en
Cristo..., el misterio en persona, pues manifiesta en nuestra carne humana
la divinidad que no podemos ver», prosigue,diciendo:
Desde que Cristo dejó de estar entre nosotros, lo visible en el Señor
ha pasado a los misterios, como decía san León Magno.[7]
Su persona, sus acciones salvíficas, el influjo de su gracia se encuentran
en los misterios del culto, como dice Ambrosio: "Te hallo y te siento vivo
en tus misterios".[8]
Así, el cristianismo, en su acepción plena y original ("evangelio de Dios" o
"evangelio de Cristo") no es, en consecuencia, ni una filosofía con fondo
religioso, ni tampoco un sistema de doctrina religiosa o teológica o un
código moral, sino un misterio en el sentido paulino de la palabra. Es una
revelación de Dios a la humanidad. Es Dios que se revela a sí mismo en
hechos y gestos teándricos, pletóricos de vida y ricos en vigor, en hechos y
gestos que, por esta revelación y comunicación de la gracia, hacen posible
el acceso de la humanidad a la divinidad. El cristianismo es la entrada de
Iglesia hasta el Padre eterno por el sacrificio y el don total y, en
consecuencia, por la gloria».[9]
El símbolo como plenitud del lenguaje
Incluso en nuestro mundo técnico, desacralizado y materialista, el
hombre en los momentos fundamentales y comunes de su existencia no puede por
menos de actuar sacramentalmente, es decir, dar un significado no material a
las cosas. Nacimiento y muerte, la comida y la relación sexual son algo más
que pura biología, se cargan de un significado interno; lo biológico se hace
sacramento de otra realidad. La dimensión biológica en el hombre, en cuanto
existencia espiritual, recibe un nuevo significado y una profundidad nueva.
El comer, por ejemplo, no es en el hombre un simple engullir alimentos; el
comer en el hombre se hace banquete, celebración, comunión con los demás. El
comer, pues, se carga de significado y se hace expresión del ser del
hombre, espíritu encarnado en el mundo, inserto en historia, en relación
creadora con los demás. Su existencia le aparece enraizada en la comunión
con el mundo que le nutre y en la comunión con los demás, sin los que su
vida dejaría de ser humana; el comer se hace sacramento del don de la vida.
No es el hombre el fundamento de la vida, sino algo que le viene dado, es
el ser con las cosas y con los hombres. El comer, pues, hecho mesa,
banquete, lleva en sí el símbolo sacramental, indeleble hasta para el
hombre técnico y materialista. Lo sensible se hace transparencia de lo
espiritual. Las cosas son más que cosas: son signos -o símbolos, como
prefiere la antropología moderna-, cuyo significado transciende su valor
sensible inmediato.[10]
En esta realidad de la existencia humana entra Jesucristo en su
encarnación. Dios se comunica al hombre en su ser corpóreo y espiritual. No
se trata de una comunicación de espíritu a espíritu, según el dualismo
idealista. Dios se comunica al hombre con hechos, palabras y cosas, que
poseen una trasparencia de la acción salvífica de Cristo; hechos, palabras y
cosas, sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la
Iglesia lo que significan.
Pero no se trata sólo de los «siete sacramentos». La existencia
íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo,
se convierte en «culto espiritual» (Rom 12,1ss). Es la liturgia de la vida,
que hace de la existencia una fiesta. Este es el «culto en espíritu y
verdad», el culto definitivo de los últimos tiempos, realizado en la vida
diaria en el mundo, bajo la presencia del Espíritu.
Esta vida como culto, expresión de la alabanza escatológica en
Cristo, en el tiempo de peregrinación, con su corporeidad e historicidad,
necesita de signos o símbolos para expresarse personal y comunitariamente.
Por ello, el culto de la vida tiene necesidad de la liturgia eclesial, vida
de la comunidad congregada por el Señor que canta agradecida la fidelidad
eterna de Dios. La asamblea litúrgica es el lugar donde se manifiesta la
existencia misma de la Iglesia: es la ekklesia.[11]
Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e
intensifica la palabra; su poder evocador ilumina la palabra y saca a la luz
los sentimientos interiores del hombre. La liturgia no es sólo palabra,
diálogo hablado entre Dios y su pueblo; es palabra acontecimiento; es
acción, alianza. Dios actúa y el hombre acepta la actuación de Dios. Tanto
la acción de Dios como la respuesta de acogida del hombre se realiza a
través de signos; se sella la alianza con gestos, ritos y no únicamente por
medio de palabras. Más aún, palabra y acción -dabar- están
íntimamente vinculadas,
constituyendo un único signo. La teología escolástica hablaba de materia y
forma.
El signo litúrgico no es nunca arbitrario. Parte del lenguaje que
Dios ha inscrito en las cosas de la creación y en los repliegues del alma
humana. Pero, además, la mayoría de los signos litúrgicos son signos
bíblicos y, por ello, «reciben de la Escritura su significación» (SC 24). En
cuanto signos bíblicos, los signos sacramentales realizan la gracia que
significan; el agua del bautismo no es sólo agua que lava; la eucaristía no
es una comida cualquiera, sino memorial de una historia de salvación... La
liturgia, en sus gestos y acciones, reproduce las imágenes que la Escritura
nos ha hecho significativas de la historia de la salvación, cargando de un
nuevo significado su sentido original.
La liturgia de Israel y de la Iglesia se expresará, pues, mediante
las cosas materiales de la creación, como símbolos de las relaciones de Dios
y su pueblo: la piedra como memorial del encuentro divino (Gen 28,18), óleo
derramado, como unción de reyes o sacerdotes, incienso (Sal 140,2) como
símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja hasta el hombre o de la
oración del hombre que sube a la presencia de Dios, agua lustral, ceniza
como símbolo de duelo penitencial (2Sam 13,19;Est 4,1;14,2), manojo de
hisopo (Ex 12,22), sal «de la alianza de Dios» (Lev 2,13;Num 18,19)...
Cristo, igualmente, convierte ciertos elementos materiales en símbolos de
la nueva alianza: el pan, el vino, el agua, el aceite, el perfume y el
pez... La Iglesia sigue la misma línea de la revelación: fuego nuevo, luz,
piedra, ceniza, mezcla de leche y miel, vestido blanco, candelabros, flores,
el soplo del álito, la imposición de manos...[12]
Los símbolos litúrgicos son primeramente símbolos cósmicos, pero al
penetrar en la liturgia reciben una nueva connotación, que les convierte en
símbolos históricos, como sucede con las fiestas. Ya Israel había
injertado en el significado cósmico, en continuidad con él, una referencia
a la historia de la salvación: el pan ázimo y el cordero inmolado, el
equinocio solar, el plenilunio..., signos de la fecundidad primaveral de la
tierra, les enriquece convirtiéndolos en símbolos pascuales de la liberación
de Egipto, primavera del pueblo. La Iglesia, siguiendo esta línea, les
enriquecerá de un contenido nuevo, refiriéndoles a Cristo. El símbolo es el
mismo, pero el significado es nuevo, se ha enriquecido.
El signo o símbolo es una realidad sensible que remite a otra
realidad distinta de ella pero con la que está unida mediante una relación
objetiva. Gracias a esa relación, el símbolo participa de la realidad
simbolizada, que está enraizada en él y de algún modo lo hace presente. No
sólo la manifiesta, sino que la presencializa. Entrar, por tanto, en
contacto con la realidad del símbolo es entrar en comunión real con
lo simbolizado. La realidad a la que nos lleva el símbolo es, en
último término, el misterio de Dios. El misterio es inefable, ciertamente,
nada creado puede contenerlo. Pero el misterio de Dios ha dejado su huella
en las realidades sensibles de la creación. La creación participa de su
fuerza, de su vida, de su belleza. De ahí que cada realidad creada sea una
huella (logos spermatikós, dicen los padres), que nos remite a ese misterio
y nos lo hace presente. En todos los seres de la creación hay una huella del
Creador.[13]
Toda cosa o acción humana puede ser considerada en sentido técnico
(en cuanto sirve para algo) o en sentido simbólico (en cuanto significa
algo). El símbolo carga de sentido el ser y la acción, que tomados sólo en
sentido técnico vienen usados, instrumentalizados y vaciados de su sentido
y, en definitiva, de su ser. El símbolo, en cambio, descubre la profundidad
de las cosas, haciéndolas diáfanas y epifánicas.[14]
A lo largo de su historia, la Iglesia se ha expresado en símbolos. La
teología católica presenta a Cristo -palabra encarnada- como el símbolo
original, que fundamenta todos los símbolos litúrgicos. La humanidad de
Cristo -su encarnación- es signo de la presencia invisible de su divinidad
y la manifestación de su fuerza salvadora. Cristo es el sacramento que hace
visible a Dios Padre, más aún, signo de la presencia real del Padre. Todas
sus acciones, acompañadas de su palabra, y especialmente su muerte y
resurrección, participan de esta condición simbólica de Cristo, son signos
de salvación. Y, con Cristo, la Iglesia es el sacramento primordial:
manifestación y presencia de la salvación (Cfr. LG 1,48..). La revelación
vista en términos simbólicos y la fe cristiana como manojo de símbolos, que
el creyente asimila y celebra, nos permiten definir nuestra existencia,
creando un mundo de vida y fiesta a partir de esos símbolos.[15]
El misterio de Dios y de la persona humana son siempre mucho más
profundos de lo que los conceptos abstractos pueden expresar. Necesitamos de
los símbolos que apuntan y nos impulsan hacia el misterio. El lenguaje
simbólico, con sus imágenes complementarias, se dirige a la totalidad de la
persona, al espíritu y al corazón, a la mente y a la imaginación; iluminan,
significa y mueven, realizando lo significado, a la persona entera. Cristo,
imagen visible de Dios invisible, es el símbolo real y eficaz, pues en El el
amor ha tomado la carne de la historia. Es el símbolo unificador. En El,
plenitud de la historia, cobra finalidad y sentido lo que nos revela la
creación y la historia. En El encontramos la verdad final (Jn 1,16‑18).
El símbolo no llega a su plenitud hasta que el hombre no le
incorpora a sí en el gesto simbólico, entrando en contacto corporal
con él. De este modo, el símbolo del agua se convierte en gesto de baño
lustral o de inmersión regeneradora; el aceite pasa a ser unción; el pan,
comida; la luz, iluminación... De este modo, los
símbolos se convierten en signos sacramentales, que significan
hechos, acciones, los prodigios de la historia de la salvación, el bautismo,
la eucaristía, el reino. El símbolo se hace sacramento cristiano, acción
sacramental de Cristo.
La liturgia no es dualista. Lejos de ser una oración mental, se
expresa por medio de los labios, se traduce en actitudes corporales, en
gestos. La revelación bíblica no divorcia el cuerpo y el alma, sino que ve
al hombre en su unidad, como espíritu encarnado en el mundo. Así es como
Dios lo ha creado y lo salva. «En el hombre -escribe dom Capelle- lo
espiritual y lo corporal no están yuxtapuestos sino unidos y dicha unión no
es una composición de dos cosas distintas, sino la correlación interna de
dos elementos de un solo y mismo ser; esa unión es propiamente una unidad
substancial; por eso, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano,
sino que es imposible».[16]
La fiesta no se celebra nunca en la interioridad, sino en el ámbito
de lo sensible; primero, porque es comunitaria y con los demás nos
comunicamos por los sentidos; y segundo, porque es preciso incorporar la
dimensión corporal cuando el hombre quiere hacer algo auténticamente
humano, dada su unidad de espíritu y cuerpo. En la liturgia, por ello,
entran gestos tan sencillos pero tan fundamentales como el mirar, el tocar,
el oler, el oír, el gustar.[17]
La celebración, con sus símbolos, despierta y plenifica todos los sentidos
del hombre y, a través de su corporalidad, toda la persona unitaria. El
mundo sensible, que entra en comunión con la sensibilidad del hombre, es la
estética de la celebración, que hace vibrar el ser humano. Como dice O.
Clement:
"Por la liturgia, la palabra se inserta en un arte total, en una experiencia
de santa belleza, que pacifica y transfigura nuestros sentidos; nuestras
facultades. Todos los aspectos de la celebración, el perfume, el incienso,
las luces vivas, los cantos, son símbolos del cielo y de la tierra unidos y
renovados en el cuerpo de Cristo bajo las llamas del Espíritu, mientras los
iconos nos ponen en comunión con presencias personales devenidas
transparentes al amor y a la belleza".[18]
«En la liturgia, el hombre hace el aprendizaje de su cuerpo como cuerpo
litúrgico, como cuerpo sacramental, como cuerpo resucitado».[19]
La liturgia lleva al cristiano a poder decir con san Juan: «Lo que
era desde el principio, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado del
Verbo de la vida, os lo anunciamos para que estéis en comunión con
nosotros... y nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,3‑4). Esta experiencia
total del hombre le introduce en el reposo sabático de la fiesta
escatológica.[20]
El cuerpo, destinado a la resurrección gloriosa, se ha convertido ya en
templo del Espíritu Santo por el bautismo y se alimenta de la eucaristía.[21]
La actitud, el gesto y la acción corporal son expresión de todo el hombre
redimido, expresando, intensificando o incluso provocando la actitud
interior, en su dimensión personal y en su dimensión eclesial comunitaria
(SC 30;IGMR 20 y 62).
La liturgia, acción de una comunidad, apela sin cesar al carácter
simbólico de los gestos. En cierto sentido, podemos decir que se trata de un
juego. En el juego el hombre supera las finalidades inmediatas y utilitarias
de sus actos; se coloca en un plano en el que aquello que, en la vida
ordinaria, no es más que un medio, adquiere consistencia propia y manifiesta
una significación que envuelve al actor y a quienes, mirando o escuchando,
hacen suyo el juego al que asisten.[22]
Así, en la liturgia, gestos y palabras son portadores de una significación y
fuerza, que se actualizan cada vez que se renueva la acción litúrgica en
sus participantes. El gesto se hace vehículo de realidades que lo desbordan
y superan. (De aquí la importancia de salvaguardar la densidad de los gestos
litúrgicos: una inmersión debe ser inmersión en el agua; una unción debe
impregnar aquello que se unge; el banquete eucarístico implica que realmente
se coma y beba de la copa).
Celebrar es poner en juego toda la persona. Por ello, en la
proclamación del Evangelio, no se trata sólo de escuchar; se la acompaña de
una procesión y de un rodear el evangeliario del homenaje del incienso, las
luces, los cirios, el beso, el estar de pie, etc. Estos gestos están
llamados a crear un clima evocador de esa fiesta que suscita la proclamación
y acogida de la palabra de Dios. El lector, consciente de su ministerio,
proclama sabiendo que él hace presente en la asamblea la palabra viva de
Dios, como acontecimiento nuevo, único e irrepetible.
La misma postura corporal es gesto simbólico, significativo:
postrarse por tierra, arrodillarse, sentarse, estar de pie son más que una
postura, son gestos litúrgicos. El estar en pie es uno de los gestos más
importantes de toda la tradición litúrgica, dirá la OGMR (n.21). Ya desde
los primeros siglos se consideró como gesto específicamente cristiano por
cuanto sugiere la nueva condición del bautizado en Cristo, a saber, la del
hombre resucitado, libre de toda esclavitud (Gal 5,1;Apo 7,9;15,2),
levantado de su caída (Lc 21,28). Ponerse en pie y orar con las manos y los
brazos levantados es sin duda el gesto más completo y expresivo de la
celebración cristiana.[23]
Dentro de la antropología moderna, el juego aparece al lado del
trabajo, del lenguaje, del amor, donde el hombre está y se manifiesta «todo
entero». El juego, por tanto, no es un fenómeno marginal, sino una
modalidad fundamental de la
existencia humana. Lo imprevisible del juego, para ser de verdad juego,
mantiene al hombre encantado y fascinado. La gratuidad del juego le da un
carácter simbólico como expresión de libertad, gozo desinteresado y alegría
festiva. La liturgia es juego, danza, explosión gozosa del hombre redimido
en comunión con la Sabiduría de Dios, que en el principio jugaba con la
bola del mundo (Pro 8,27‑31) y con los ángeles y bienaventurados, que
participan de la fiesta eterna del Reino.
La Iglesia primitiva daba gran importancia a los cantos, a las danzas
y a las antorchas, como expresión de gozo y de triunfo. Los cristianos
danzaban y cantaban en los lugares de culto y en los claustros de las
Iglesias. El mismo San Basilio, que tiene duros ataques contra las danzas
y bailes licenciosos, aprobaba la danza en la Iglesia y en sus sermones
explicaba la vida cristiana con el símil de la danza. Quien puede celebrar
las fiestas y jugar comprende que nuestra relación con Dios no se sitúa en
el plano de las «necesidades» ni del consumo. La persona que se preocupa,
ante todo, por lo útil, los «méritos» y el premio se encuentra aún en un
país extraño, como esclavo, y no puede entonar los cantos de Sión ni jugar.
Para Israel y para los cristianos, la fiesta es una invitación hecha
por Dios a regocijarse con El. Quizás en todas las culturas el significado
de la fiesta ha consistido en dar culto a Dios y en regocijarse con El.
Pero, con todo, dirá J. Ratzinger, las fiestas de los cristianos tienen una
particularidad. De la buena nueva regalada a los cristianos forma parte el
hecho de que no tuvieron necesidad de fabricar sus fiestas, les fueron
ofrecidas por Dios mismo. De esta manera, El mantiene la memoria de los
cristianos despierta, sana y agradecida; al mismo tiempo, les asegura la
continuación de la historia de la salvación.[24]
El cristiano no se limita a alegrarse por los dones recibidos;
celebra las fiestas porque está seguro de la alianza de Dios, de su amor, de
su fidelidad. La celebración es su respuesta agradecida y su fidelidad en
acción. La libertad, experimentada en la fiesta, es la levadura del gozo de
cada día, que da sentido a los mismos sufrimientos y al trabajo.[25]
Las personas devoradas por la tecnología y por el ansia incontenible
del éxito económico, decía ya G. Marcel, han dejado de ser dueños de sí
mismos mientras luchan por dominar la tierra.[26]
Aunque la vida humana está orientada hacia el futuro, la plenitud gozosa
en el presente es un elemento esencial de la libertad. Porque la fe
cristiana nos dice que el futuro está asegurado por la promesa de Dios,
somos libres para celebrar y disfrutar del presente. Si experimentamos la
libertad como don ya concedido y como promesa de Dios podemos celebrar la
fiesta y alegrarnos de la gratuidad de la libertad. Los que se alegran y
celebran la vida juntos, lo expresan en el juego y la danza: «La auténtica
jovialidad y serenidad de la persona lúdica, para la que la seriedad y el
buen humor van unidos, es un fenómeno religioso; es la peculiaridad de la
persona que vive al mismo tiempo en la tierra y en el cielo».[27]
La persona que sabe jugar y danzar es capaz de tomar las cosas en serio.
Está interesada en lo que hace;
su seriedad es serenidad, gozo, libertad que inunda. En el juego
aprendemos el tipo de seriedad que puede recibir la calificación de
plenamente humana, distinta de la absurda seriedad de los que conciben la
vida como carga y no como don. La persona que juega sabe que su juego es
únicamente eso, un juego, y que tiene que cumplir la tarea que le ha sido
encomendada en el mundo. Pero sabe todo esto de una forma que da a su
seriedad en todo lo que hace un espíritu de libertad.[28]
R. Guardini, en este sentido, compara la liturgia con un juego maravilloso
ante Dios en mezcla magnífica de seriedad profunda y serenidad profunda.[29]
El redimido por la pascua de Cristo puede reír, cantar, danzar,
incluso ante la muerte, pues «la victoria se tragó la muerte. ¿Dónde está,
muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). Nuestro juego se convierte en símbolo en
el que está presente el propio juego de Dios, el actuar de Dios con la
persona y para la persona, que es siempre una sorpresa maravillosa. El
colmo de la sorpresa es la venida de su Hijo unigénito en carne humana como
redentor nuestro y la fiesta de la resurrección después de la crucifixión.
Participar en el juego de Dios es abrirse a sus sorpresas insospechables.
El arte, la danza y el juego, con su poesía manifestada en forma
corporal, liberan al hombre del dualismo maniqueo que desprecia el cuerpo.
El gozo del cuerpo es la expresión del espíritu, es el gozo en la acción de
gracias y acción de gracias en el gozo, eco del gozo que Dios experimentó en
su creación.
El gozo del juego nos da la combinación entre la proximidad amorosa y
la libertad de la distancia. El juego nos enseña y transmite frente al mundo
y las cosas la actitud de distancia necesaria para dedicarnos a ellas con
gozo sin perseguir ningún pragmatismo idolátrico esclavizante. Nos abre, al
mismo tiempo, a la gratuidad del mensaje de salvación, a la libertad festiva
de la liturgia, a la gracia del Espíritu Santo y de sus dones. Si vivimos
nuestra vida como participación en el juego de Dios, no huiremos de la vida
ni nos sentiremos fascinados por una concepción del mundo tecnocrática,
utilitaria, eficacista. Responderemos a la maravillosa iniciativa de Dios
con fe gozosa y con la seriedad feliz que es juego y, sin duda, más que
juego. Esto supone mirar la vida con un cierto sentido de humor. El
humor es el criterio de libertad interior, de amplitud de mente, de una
relación afirmativa, saludable con la verdad. El cardenal Ratzinger piensa
que pertenece a los criterios básicos para el discernimiento de los
espíritus: «Donde muere el sentido del humor, de seguro que no está el
Espíritu de Cristo; por al contrario, el
gozo es signo de gracia». «El sentido del humor cristiano nace de la
certeza de haber sido aceptado. El arte de cada uno de nuestros días debería
consistir en irradiar el gozo del Evangelio en un mundo duro y tecnocrático,
carente de humor».[30]
El humor es una bella manifestación de la tensión cristiana entre el «ya» y
«todavía no». Es una especie de amor al mundo a pesar de sus imperfecciones
y de su malicia o, mejor aún, «un profundo agradecimiento a Dios que nos
permite vivir en este mundo así como es».[31]
En este mundo al que «El amó tanto que le dio su Hijo único» (Jn 3,16).
El tema central de Cristo luz del mundo y de su nacimiento como
manifestación de la luz brilla en la celebración navideña de medianoche. La
comunidad cristiana renueva el misterio de la gruta de Belén donde Cristo,
luz del mundo, penetra en las tinieblas. Se hace realidad plena la victoria
de la luz sobre las tinieblas de la cual el solsticio de invierno era
símbolo y la fiesta del Sol invicto raíz de la navidad romana.
«Un pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz», proclama
la liturgia con Isaías (9,2), pues «la gloria del Señor le envolvió de luz»
(Lc 2,9). Y la Iglesia lo canta en el prefacio: «Ha aparecido a los ojos de
nuestra mente una nueva luz de tu fulgor».
La Navidad es la fiesta de la gloria de Dios. Dios es glorificado en
los cielos: «Gloria in excelsis Deo», pero gloria de Dios en los cielos que
es signo de su presencia en la tierra. La gloria del Señor envuelve a los
pastores. Y sobre el Verbo encarnado reposa la gloria que es signo ya de la
definitiva presencia de Dios en medio del mundo (Jn 1,14).
Siempre que Dios se revela y manifiesta sus designios pone de
manifiesto una belleza, su gloria, el esplendor de su bondad. Nos atrae
hacia sí por medio de esa belleza, suscitando nuestra sed por conocerle en
su bondad y por participar en su obra de arte; suscita y desarrolla así
nuestra creatividad en la libertad. El culmen de la gloria de Dios se
manifiesta en la aparición de su Hijo en la tierra, resplandor de su gloria.
Dios es glorioso en su belleza, en su palabra y en sus obras, en sus
noticias insospechadas, en su gracia y en su ley de vida. De aquí que los
elegidos se sientan destinados a ser «alabanza de la gloria de su gracia,
con la que nos agració en su Amado», para que redundara en gloria suya (Ef
1,6).
La creación es ya un signo de su gloria, reflejo de su belleza. Todo
lo que Dios crea es un eco de su gloria. Su pueblo participa de su belleza
y se regocija en su gloria por medio del agradecimiento y la alabanza. Quien
se sabe creado por amor gratuito tiene ojos de agradecimiento y admiración
para descubrir la belleza en todas partes (Rilke). La creación es para él la
obra salida de las manos de Dios. Para san Agustín, la belleza es la voz
con que las cosas alaban a Dios.[32]
Por ello, nosotros los hombres con la alabanza y la acción de gracias vemos
«con los ojos del corazón» la belleza radiante de la gloria de Dios.[33]
Mientras el incrédulo se siente oprimido por el silencio de la creación,[34]
el creyente goza con el salmista, sintiendo que «los cielos narran la
gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día le pasa
al día la palabra, la noche a la noche la noticia. Sin que hablen, sin que
resuene su voz, por la tierra toda camina su sonido, hasta el fin del mundo
llega su palabra» (Sal 19,2‑5). Los cristianos saben y participan de la
alegría con la que Jesucristo, Sabiduría de Dios, se regocijó con el mensaje
maravilloso emitido por la creación. Para El, toda la creación habla de la
bondad y solicitud del Padre. Su belleza es signo del amor del Padre: «Mirad
las aves del cielo que no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros, y
vuestro Padre celestial las alimenta. Aprended de los lirios del campo,
cómo crecen; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón, en toda
su gloria, se vistió como uno de ellos» (Mt 6,26‑29).
La belleza refleja la gloria de Dios. La creatividad de Dios nos
muestra el esplendor de su gloria. Un mundo sin Dios, lo mismo que
considerar la belleza como algo inútil y superfluo, es hacer la vida
miserable, vulgar, yerma. La irradiación de la gloria
de Dios en la creación, en la historia, en el arte, en la celebración
nos llena, en cambio, de dicha y eleva nuestro espíritu. El creyente se
regocija en la belleza como reflejo de la gloria de Dios, en la que
encuentran respuesta el corazón, la mente y la sensibilidad humana; se
regocija en ella más allá de cualquier utilización. La belleza visible,
audible, corporeizada se encuentra en sintonía con la persona humana. Dios,
artista original, expresa su mensaje en sonidos, en color, en figuras, en
narraciones. Habla a todo el hombre, espíritu encarnado, sobre todo,
mediante su Hijo encarnado. Todo el gozo folklórico de la Navidad contribuye
a poner el corazón del creyente ante el misterio que celebra la navidad, el
entrañable misterio de la ternura de Dios, abajado a la dimensión del
corazón humano.
«Belleza -dice santo Tomás- es uno de los nombres divinos».[35]
Dios es la plenitud y la fuente de toda belleza, la luz beatífica, el
esplendor sin sombra alguna: «Dios es luz y en El no existe oscuridad
alguna» (1Jn 1,5). El es «el Padre de la gloria» (Ef 1,17). Esta gloria de
Padre la comunica al Hijo, que es para nosotros, en su encarnación,
«reflejo de su gloria e impronta de su ser» (Heb 1,3). La belleza increada
se hace visible en forma humana en la encarnación de Cristo: «Y hemos visto
su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de
verdad» (Jn 1,14)
Después del pecado, que todo lo perturba, Navidad es el inicio de la
restauración cósmica. El Verbo encarnado se une a la naturaleza humana y en
ella a cada hombre y a la creación entera. Navidad es el anuncio de la paz
en Aquel que es «Príncipe de la paz». «Paz en la tierra a los hombres que
Dios ama», cantan los ángeles. Todo lo creado participa en la alegría del
Nacimiento del Salvador, como canta el hermoso tropario bizantino de la
Navidad:
¿Qué cosa te ofreceremos nosotros, ¡oh Cristo!, por haber venido a la
tierra como hombre por nosotros? Cada una de las criaturas, que por Ti han
sido creadas, Te trae una oblación de gratitud. Los ángeles, su canto; el
cielo, su astro; los magos, sus presentes; los pastores, su estupor; la
tierra, su gruta; el desierto, un pesebre. Y nosotros, ¿qué te ofreceremos?
Nosotros te ofrecemos una Virgen Madre.[36]
El don de María, la nueva Eva, la nueva tierra del paraíso, inicia la
restauración del cosmos y de la historia. Todo mira hacia el Mesías: la
creación, la historia, los pueblos. Y El viene para consagrar el mundo con
su venida:
Verbo invisible, apareció visiblemente en nuestra carne; engendrado antes
de los siglos, comenzó a existir en el tiempo, para asumir en sí todo lo
creado y levantarlo de su caída; para reintegrar en tu designio el universo
y reconducir a Ti la humanidad dispersa (Prefacio II).
En Cristo, manifestación del amor de Dios, la gloria de Dios aparece
en el ocultamiento de su majestad. La exaltación, la glorificación pasará
por el revestimiento de la desfiguración del hombre por el pecado; es la
kénosis del Hijo de Dios, que nos abre el camino de la gloria (Filp 2,5‑9).
Tomó sobre sí toda nuestra miseria: «No tenía apariencia ni presencia; lo
vimos y no tenía aspecto que pudiéramos apreciar. Despreciable y deshecho
de los hombres» (Is 53,2‑3). El pecado privó al hombre de la gloria de Dios,
que como imagen suya se reflejaba en él. Cristo, plenitud de la gloria del
Padre, se humilló hasta la ignominia para devolvernos la gracia de la
participación en la gloria del Padre. Jesucristo nos da el «Espíritu de
gloria» (1Pe 4,14). Este Espíritu de gloria hace que la Iglesia «se presente
ante El toda gloriosa, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada» (Ef
5,27), superando la belleza de «una esposa adornada para su esposo» (Apo
21,2). En su consumación, como don que desciende del ciclo, la santa
Jerusalén, «su esplendor será como el de una piedra preciosa, como jaspe
cristalino» (Apo 21,10‑11). «No necesitará ni de sol ni de luna que la
alumbren, porque la iluminará la gloria de Dios y su lámpara será el
Cordero» (Apo 21,23‑24). Bella y resplandeciente celebrará las bodas con el
Cordero, «engalanada y vestida de lino deslumbrante de blancura» (Apo
19,6‑8). María, figura y plenitud anticipada de la Iglesia, es ya vista por
la misma Iglesia en el simbolismo de la "mujer vestida de sol, con la luna
bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apo 12,1).
Navidad, celebrada a la luz de la pascua, como inicio de la
restauración escatológica, provoca el canto a la gloria de Dios manifestada
en la encarnación de su Hijo. Toda la liturgia es un canto a la gloria de
Dios manifestada en sus obras. Los salmos de laudes, plegaria matinal de la
Iglesia, rezuman la admiración amorosa por la creación y continúan resonando
en la celebración eucarística. La bendición a Dios ante el pan, el vino, el
agua..., exalta la maravilla de la creación y la más admirable aún
recreación en Cristo.
Ya la piedad bíblica, con sus fiestas y salmos, exalta el esplendor
de la gloria de Dios, visible en la creación, portentosa en la historia de
la salvación. Los salmos del hallet ensalzan con reconocimiento y
admiración las obras de Dios para con su pueblo escogido. Desde los primeros
tiempos del culto cristiano, estos salmos fueron la base de la oración
eclesial de la tarde, las vísperas de la Iglesia. Y esta historia de
salvación culmina en Jesucristo. Su epifanía, el brillo de su esplendor en
la obra de la redención, hace de la vida del cristiano una eucaristía, una
perenne alabanza a Dios, pues hasta el dolor es salvador.[37]
La gloria del Resucitado, la fiesta y canto de los ángeles y santos
en la liturgia celeste, se anticipa aquí en la tierra, para quienes tienen
los ojos de la fe, en los signos y belleza de la liturgia, pregustación de
la liturgia celestial. San León Magno dirá: «La radiante visibilidad de
Cristo, ascendido al cielo, ha sido transferida a la sacramentos».[38]
Y según E. Sourian, «la belleza en la dimensión teológica de la gloria de
Dios lleva a una vida para gloria de Dios, vida moral de una belleza que
refleja la propia gloria de Dios en la glorificación total del ser humano a
la luz del Señor de la gloria».[39]
Se trata del «admirabile commercium», el misterioso intercambio de
nuestra redención. En la Navidad aparece el amor de Dios a los hombres. El
Nacimiento del Señor constituye el «anuncio gozoso» de una gran alegría.
Todo grita como una anticipación de la alegría escatológica. El Verbo se
ha hecho carne y a cuantos le reconocen les da el poder de hacerse hijos de
Dios. Es el principio de la economía divina por la cual Dios se hace hombre
para que el hombre se haga Dios. El hombre recupera su imagen, es recreado y
regenerado en el Verbo. La divino‑humanidad de Cristo abre el camino a la
que será la divino‑humanidad del cristiano, la participación de la
naturaleza divina.
La liturgia lo canta:
"De modo admirable nos has creado a tu imagen y de modo más admirable nos
has renovado y redimido; haz que podamos compartir la vida divina de tu
Hijo, que hoy ha querido asumir nuestra naturaleza humana" (colecta de la
misa del día). "En El resplandece en plena luz el misterioso cambio que nos
ha redimido, nuestra debilidad es asumida por el Verbo, el hombre mortal es
elevado a una dignidad perenne, y nosotros, unidos en comunión admirable,
compartimos tu vida inmortal" (Prefacio III).
Este es el culmen de la alegría de Navidad, que hace a la asamblea
cristiana exultar en cantos y hace de la liturgia una celebración. En la
celebración litúrgica el tiempo queda en suspenso al manifestarse la
presencia de Dios entre los hombres: el Enmanuel. Esta manifestación es la
que suscita la respuesta del hombre como gracia y don agradecido. Es en esta
celebración donde brota el canto y donde el canto halla su verdadera
significación.
No existe fiesta sin cantos ni celebración sin música y menos aún en
la liturgia cristiana. La celebración cristiana se mueve en el ámbito de lo
inefable, del misterio; por ello, su lenguaje adecuado es el canto que,
gracias a la musicalización de sus textos, dilata, amplía el significado de
la palabra y de este modo rastrea lo innombrable, el misterio. Por otro
lado, sondea lo más profundo de la interioridad y saca fuera los
sentimientos más hondos del hombre. El canto rompe la mudez que crea la
presencia de Dios (Ex 4,10) y quiebra también la suficiencia del discurso
racional, conceptualista, liberando a la palabra de la hybris
intelectualista. El permitir hacer que la voz propia se funda con la de los
demás es una forma da abdicar de sí mismo y abrirse a los otros. Surge
entonces la unanimidad en el sentido de que mediante la «una voce» (Rom
15,16) se llega al «cor unum et anima una» (He 4,32). Como dice san Juan
Crisóstomo:
Desde que baja en medio de nosotros el salmo, reúne las
voces más diversas y forma con todas ellas un cántico armonioso;
jóvenes y viejos, ricos y pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres,
hemos sido arrastrados a una misma melodía. Si un músico haciendo sonar con
arte las diversas cuerdas compone con ellas un solo canto a pesar de ser
múltiples sus sonidos, ¿nos asombraremos de que nuestros salmos y nuestros
cantos tengan el mismo poder? Habla el profeta y todos nosotros
respondemos, todos mezclamos nuestra voz con la suya. Así formamos todos un
solo coro... En una Iglesia es necesario que se eleve una sola voz, como
proveniente de un solo cuerpo. Ved por qué es uno solo el lector que se hace
escuchar mientras el obispo está sentado en silencio; uno solo es el
salmista que canta. Y cuando todos responden son como una sola voz y una
sola boca.[40]
El canto expresa la unidad de la asamblea. Con su ritmo y melodía
crea la concordia y reúne todas las voces en la sinfonía de una sola voz
(Rom 15,6).[41]
Los primeros cristianos no hicieron más que seguir la exhortación de
san Pablo para hacer del canto la expresión de la oración litúrgica:
«Cantad en vuestros corazones a Dios, con gratitud, salmos, himnos y
cánticos espirituales» (Col 3,16). El canto aparece como signo de alegría y
agradecimiento: "¿Está alegre alguno de entre vosotros? Que cante himnos"
(Sant 5,13). De este modo, también la Iglesia celeste expresa con el canto
su reconocimiento por la redención y su alabanza al Señor (Apo
4,8-11;5,9‑10;15,3‑4;19, 1‑8).[42]
¿Qué sería la vida sin fiestas ni celebraciones? ¿Qué significaría la
fiesta sin cantos, sin danzas, sin poesía, sin arte? La esperanza cristiana
se orienta a la fiesta plena y sin fin en los nuevos cielos y en la nueva
tierra. Pero ya, mientras esperamos la fiesta eterna, celebramos en el
camino la alegría de sus inicios en la Navidad del Señor de la gloria entre
nosotros.
La fiesta de Navidad, la aparición de Dios en carne humana sobre la
tierra, es su epifanía como Dios, como Cristo salvador y como Esposo unido
en una sola carne con los hombres.[43]
La epifanía de Dios es gloriosa porque su gloria, de la cual es signo
la estrella que guía a los magos, se posa donde Cristo está presente y es
adorado. La gloria de Dios que envuelve como una nube Jerusalén en la
profecía, ahora se posa sobre la última de las grutas donde está recostado
el Niño con la Madre. Esta gloria revela la realidad de Cristo «luz de las
gentes», que ilumina a los magos, los primeros iluminados de los paganos, a
quienes seguirán todos los bautizados a través de los siglos de la Iglesia.
La liturgia interpreta en su oración el sentido de los dones
ofrecidos a Cristo por los magos: oro como a Rey, incienso como a sacerdote
y mirra para su sepultura. En el Bautismo, Jesús es revelado plenamente por
el Espíritu con la misión sacerdotal, profética y real, de la que participa
todo bautizado, ungido con la fe y el don del Espíritu. Así la Epifanía se
prolonga en la historia como fiesta de la Evangelización. El bautizado con
Cristo, partícipe de su triple misión, es llamado a testimoniar, a
anunciar a todos la buena nueva del Reino, inaugurado en Cristo.
Cristo, sacramento original de salvación, extiende su sacramentalidad
a la Iglesia, uniéndose a ella como su esposo, para enviarla, como El fue
enviado por el Padre, a hacer visible su amor que abarca a todos y a
anunciar su Evangelio, dando así a conocer a Dios como Padre. La antífona
del Benedictus, con una extraordinaria belleza, muestra el vínculo de los
tres misterios de la Epifanía, desarrollando el tema de las bodas de Cristo
y la Iglesia:
Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial Esposo. Cristo en el Jordán la
ha lavado de sus pecados. Los magos acuden con los regalos a las bodas
reales. Y el
agua convertida en
vino alegra a los invitados, Aleluya.
[2]
SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios XIV, 28: PL 41, 436;O. CULLMANN, La
salut dans l'histoire, Neuchatel 1966.
[3]
S. GAROFALO, Tierra, en NDTB, Milano 1988, p.1552;H. BRAUN, Jesús,
el hombre de Nazareth y su tiempo, Salamanca 1975;R. ARON. Así
rezaba Jesús de niño, Bilbao 1988.
[4]
J. RATZINGER, La figlia di Sion, Milano 1979. En la Escritura, el
hombre aparece como una unidad, aunque se le designe con diversas
palabras, que en su diversidad revelan diversos aspectos de la
persona y no partes de la misma. Las palabras hebreas basar, nefesh
y ruah, como las griegas sart, soma, psiché,
pneuma indican siempre al hombre concreto, que es efímero y
caduco, sujeto de una vida espontánea, que piensa, ama, quiere y se
siente atraído por Dios para escuchar y acoger su voz.
[6]
C. BAGAGGINI, Caro salutis est cardo. Corporeità. Eucarestia e
liturgia, en Miscelanea liturgica in onore di S.E. il Cardinale G.
LERCARO, I, Roma‑París 1966, p.73‑209.
[10]
T. TEODOROV, Theories du symbole, París 1977; L.M. CHAUVET, Du
symbolique au symbole, essai sur les sacraments, París 1979; L.
BENOIST, Signes, symboles et mythcs, París 1975; L. BOUYER, El rito
y el hombre, Barcelona 1967.
[11]
E. KASEMANN, El culto en la vida cotidiana del mundo, en Ensayos
teológicos, Salamanca 1978, p.21‑28; E. SCHILLEBEECKX, El culto
secular y la liturgia eclesial, en Dios, futuro del hombre,
Salamanca 1970, p.106-124.
[13]
La transparencia de los símbolos se oscurece cuando se minimiza el
signo mismo: ablución reducida a unas gotas de agua, unción que se
limita al simple contacto de un dedo humedecido, incensación cuya
humareda es casi invisible y cuyo perfume es imperceptible... Sin
signo se pierde el simbolismo y el significado.
[14]
Símbolo=sym‑ballein, significa unión, conduce a la unidad; lo
contrario del diablo=día‑ballein, que lleva a la división y
confusión.
[16]
B. CAPELLE, Travaux liturgiques de doctrine et d'histoire I,
Lovaina 1955, p.40;H. LUBIENSKA DE LEUVAL, La liturgia del gesto,
San Sebastián 1957.
[17]
K. LAMMERS, Oír, ver y creer según el Nuevo Testamento, Salamanca
1967. Cfr. sobre la mirada de Jesús hacia lo alto, que precede a la
bendición y fracción del pan: Mt 14,19;Mc 6,41;Lc 9,16;10,18...;
sobre el tocar: Mt 17,7;8,3;Mc 1,41;Lc 5,13. La liturgia está llena
de gestos del tacto: imposición de manos, signación, unción... Cfr.
todo el n. de Communautes et liturgie 2(1981).
[20]
P.F. BETLUME, Goutez comme est bon le Seigneur, Communautes et
liturgie, 6(1981)485‑491;IDEM, Une gestuelle qui vient du coeur,
Ibidem 2(1981)115‑129;J. Y. QUELLEC, Sensibilité et vie liturgique,
Ibidem 6(1981)459‑471.
[22]
J HUIZINGA, Homo ludens, Madrid 1972;J.P. MANIGNE, De la fete et de
ceux qui la font, LMD 109(1972)147-151;F.A.ISAMBERT, Note sur la
fete comme célébration, LMD106(1971)101‑110.
[25]
J.J. WUNEENBERGER, La fete,le jeux et le sacre, Paris 1977;P.L.
BERGER, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de
lo sobrenatural, Barcelona 1975;R. GARAUDY, Danzare la vita, Asís
1973.
[28]
H.G. GADAMER, Verdad y método, Salamanca 1977, p.97; L. BOUYER,
¿Humano o cristiano?, Salamanca 1966;M. HEIDEGGER, Carta sobre el
humanismo, Madrid 1970.
[36]
L. MALDONADO Poesía litúrgica, Madrid 1980, p.210; O. CULLMANN,
Navidad en la Iglesia antigua, en Estudios de Teología bíblica,
Madrid 1973, p.1‑47.
[37]
Y.M. CONGAR, Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados
dogmáticos, Concilium 11(1966)5‑28.
[38]
SAN LEON MAGNO, Sermo 72,4: PL 54,389;H.U. von BALTHASAR presenta en
siete volúmenes su teología concebida en la perspectiva de la
gloria: Gloria. Una estética teológica, Madrid 1988.