Hombre en Fiesta: III. ¿Fiesta en el Desierto?
1. CUARESMA: PREPARACION DE LA FIESTA
Desierto: tiempo de los esponsales de
Dios con su pueblo
Desierto lugar de paso
Sukkot: fiesta de las tiendas
2. TENTACIONES: ESPEJISMOS DE LA FIESTA
Hedonismo
Autonomía
El becerro de oro
3. CONVERSION: FIESTA DEL PERDON
Jesús, Hijo de la Alianza, vence las tentaciones
Cristo éxodo del cristiano
La conversión: fruto y fuente del amor
Cuaresma: renovación del bautismo
1. CUARESMA: PREPARACION
DE LA FIESTA
En realidad, no existe más que un hecho en la Escritura, en la liturgia
y en la vida de la Iglesia: la muerte‑resurrección de Cristo. Pascua es
una cima, centro de convergencia y único desenlace que da sentido a la
historia. Los primeros cristianos vivieron con entusiasmo, en el gozo
de la fe, esta realidad única de la muerte‑resurrección de un Dios que
venía a restaurar todas las cosas, el hombre y el universo. Por eso, no
tenían más que una celebración, la de la Pascua, que cada domingo hacía
presente en la asamblea eucarística.
Pero es difícil apagar las lámparas de una fiesta para reemprender la
vida acostumbrada. Así, pronto, la celebración de la Pascua se
prolongará por cincuenta días. Pero, al mismo tiempo, las fiestas
pascuales pedían una preparación. Las alegrías del espíritu no brotan
más que en la expectación del deseo. Así surgió la cuaresma, como
camino hacia la pascua.[1]
Desierto: tiempo de los esponsales de Dios con su pueblo
El simbolismo del desierto es doble según se le piense como lugar
geográfico o como una época privilegiada de la historia de salvación.
Como lugar geográfico, el desierto es una tierra que Dios no ha
bendecido. Es rara el agua, como en el jardín del paraíso antes de la
lluvia (Gen 2,5), la vegetación nula o raquítica, la vida imposible (Is
6,11); hacer de un país un desierto es devolverle al caos de los
orígenes (Jr 2,6;4,20‑26), lo que merecen los pecados de Israel (Ez
6,14;Lam 5,18;Mt 23,38). En esta tierra infértil habitan los demonios
(Lev 16,10;Lc 8,29; 11,24) y otras bestias maléficas (Is 13,21;
14,23;34,11‑16;Sof 2,13s). En esta perspectiva, el desierto se opone a
la tierra habitada como la maldición a la bendición (Gen 27,27‑29 y
27,39‑40).
Ahora bien, Dios quiso hacer pasar a su pueblo por esta «tierra
espantosa» (Dt 1,19) antes de hacerle entrar en la tierra en la que
fluyen leche y miel. Y este acontecimiento va a transformar el
simbolismo precedente. Si el desierto sigue conservando el carácter de
lugar desolado, evoca, sin embargo, sobre todo una época privilegiada
de la historia de salvación: el tiempo de los esponsales de Yahveh con
su pueblo.
El desierto es el camino expresamente escogido por Dios, aunque no era
el más corto entre Egipto y Canaan: «Cuando Faraón dejó salir al
pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos,
aunque era más corto, pues se dijo Dios: 'No sea que, al verse atacado,
se arrepienta el pueblo y se vuelva a Egipto'. Hizo Dios dar un rodeo al
pueblo por el camino del desierto del las Cañas» (Ex 13,17s). Dios, como
guía del pueblo (Ex 13, 21), le conduce por el desierto al Sinaí, donde
«los hebreos deben adorar a Dios» (Ex 3,17;5,1s), recibir la Thorá,
concluyendo la alianza que hace de aquellos hombres errantes el
verdadero pueblo d Dios. Así, Dios quiso que su pueblo naciera como tal
en el desierto. Yahveh «les subió de la tierra de Egipto, les llevó por
el desierto, por la estepa y el páramo, por tierra seca y sombría,
tierra por donde nadie pasa y en donde nadie se asienta» (Jr 2,5). Pero
«Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiar los
por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo
que pudiesen marchar de día y de noche» (Ex 13,21;40,36‑38;Dt 1,33;Sal
78,14;105,39;Sab 10,17;18,3). De este modo, el camino del desierto, con
Dios al frente, es un continuo manifestarse de la gloria del Señor en
los «prodigios» (Mq 7,15) que Dios realiza ante el pueblo, que «halló
gracia» ante el Señor (Jr 31,2). Allí, en el desierto, cuando Israel era
un niño, Yahveh le amó: «con cuerdas humanas los atraía, con lazos de
amor, y era para ellos como un padre que alza a un niño contra su
mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 15,1‑4). «Tú, en
tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto», dirá Nehemías
(9,19). Y Dios mismo podrá decir antes de sellar la alianza con el
pueblo: «Ya habéis visto cómo os he llevado sobre alas de águila y os
he atraído a mí» (Ex 19,4). En el desierto, en la precariedad absoluta,
donde no hay camino abierto ni moran los dioses de la cultura, del pan,
del poder, de la gloria, donde sólo mora el Dios creador del cielo y de
la tierra, allí Dios se manifiesta a su pueblo, le habla al corazón (Os
2,16), a solas, dándole su palabra sin interferencias, para
enamorarlos, para ser para ellos «su primer amor», manifestándose como
el Señor que vence el terror del desierto y el dador de la vida. En el
desierto actúa potente su palabra, lo mismo que en medio del caos en los
días de la creación. Por eso el pueblo que nace en el desierto, donde
está a solas con Dios, sin distracciones, donde se puede olvidar de todo
para vivir la pura presencia mutua, donde los dos a solas llenarán el
espacio -«amado mío, ven, vamos al campo» (Cant 7,12)-, allí Israel
despierta al amor, al amor fresco de juventud, que se expresa en cantos
de fiesta: «Allí cantará como cantaba los días de su juventud, como en
los días en que salió de la tierra de Egipto» (Os 2,17). En el
desierto, Israel se alegró con el primer amor, en el que el primer
marido es único y lo es todo: creador, salvador, dador de todos los
bienes cada día durante cuarenta años.
Así ve el tiempo del desierto Jeremías, como noviazgo lleno de ilusión
y entrega: «Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me
seguías por el desierto, por tierra yerma» (2, 2). Israel arrostraba las
fatigas del desierto por seguir a su amado (Cfr. Cant 2,7;3,2;5,6).
El desierto es el lugar del encuentro con Dios. Es el camino de la fe en
Dios como guía único de Israel. En el desierto, donde no hay vida, Dios
interviene con amor en favor de su pueblo (Dt 32,10;Jr 31,12;Os 9,10)
para unirlo a El; le guía para que pase la prueba (Dt 8,15;29,4;Am
2,10;Sal 136,16); le lleva sobre sus hombros como un padre lleva a su
hijo. Es El quien le da un alimento y un agua maravillosos.
Constantemente Dios hace resplandecer su santidad y su gloria (Nu
20,13). El desierto, aparentemente inhóspito, es el tiempo de la
solicitud paternal de Dios (Dt 8,2‑18); el pueblo no pereció, aunque
fue puesto a prueba a fin de descubrir que el hombre no vive sólo de
pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios; la sobriedad del culto
en el desierto era una realidad auténtica, perennemente evocada frente
a una piedad formalista (Am 5,25;He 7,42). Los cuarenta años de lento
caminar en la fe fue una sublime pedagogía divina para que el pueblo se
adaptara al ritmo de Dios (Sal 106,13s) y contemplara el triunfo de la
misericordia sobre la infidelidad (Neh 9;Sal 78).
Recordar el tiempo del desierto fue siempre para Israel actualizar las
maravillas que marcaron el tiempo de los desposorios de Dios con su
pueblo: el maná era un alimento celeste (Sal 78,24), un pan de sabores
variados (Sab 16,21); celebrar la memoria del desierto será por siempre
prenda de una presencia actual, pues Dios es fiel, es un padre amoroso
(Os 11), un pastor (Is 40,11;63,11‑14;Sal 78,52).
La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la
existencia bajo la gloria de Dios hasta entrar en el Reino. El
itinerario del desierto en precariedad lleva al hombre a seguir al Señor
en la fe hasta la alianza con El.
El desierto es un lugar de paso, no un lugar ideal permanente; es el
paso, el camino de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra
prometida: «Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la
espada: va a su descanso (tierra) Israel» (Jr 31,2). El esquema
arquetipo éxodo‑desierto‑tierra está igualmente presente en todo el
Deutero Isaías.
Salir‑caminar‑entrar sintetizan la experiencia de la vida humana.
Salir es una experiencia fundamental; en primer lugar está el salir
de un lugar espacial: de un lugar a otro; y, luego, por derivación, de
una situación a otra. Al comienzo de la vida de todo hombre encontramos
el salir del seno materno como experiencia fundamental, como salida del
lugar cerrado, que supone, al mismo tiempo, pérdida de la seguridad,
para poder comenzar la vida. Polaridad en la que se encontrará
frecuentemente el hombre, tentado, por ello, de renunciar al riesgo de
la libertad por temor a la inseguridad. Esta experiencia del salir, al
nacer, se repetirá en las fases sucesivas del crecimiento humano: salir
de la propia familia para formar una nueva, salir de un ambiente
conocido, de una situación dada... Particularmente interesantes son
las trasposiciones al campo de la experiencia espiritual: salir de sí
mismo. La mística la ha usado frecuentemente: «En una noche oscura...
salí sin ser notado» (Juan de la Cruz).
El salir está orientado al entrar. Si al salir no
correspondiese un entrar, se trataría de un vagar sin meta y sin
sentido. La finalidad del salir es entrar. En el plan de Dios (Dt
6,27‑28), el salir de Egipto es para entrar en la tierra prometida (Ex
3,8;6,3‑8), es entrar en alianza con Dios, verdadero término de la
liberación. Como aparece en Dt 26,3, el hecho de entrar en el lugar del
culto, con las primicias de la tierra, es el cumplimiento del Exodo.
Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo
intermedio. La vida humana está llena de tiempos intermedios, que crean
una tensión dinámica entre el pasado y el futuro, como por ejemplo el
noviazgo.
Características del tiempo intermedio son la provisoriedad y la tensión
al término final, sin que esto signifique que el tiempo intermedio no
conserve su valor. Dios ha querido asumir esta realidad humana
fundamental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la
salvación. Así el camino se convierte en experiencia humana primordial,
cargándose de simbolismo: ir por el camino recto o extraviarse, seguir a
Cristo, cambiar de dirección o convertirse, seguir los caminos del
Señor o caminar según sus designios.
El desierto, camino de la existencia del pueblo de Dios, es una prueba
para saber si Israel cree en Dios, única meta auténtica de la vida:
«Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si verdaderamente amáis
a Yahveh vuestro Dios con todo el corazón y con toda vuestra alma» (Dt
13,4). El desierto es la prueba de la fe; como lugar árido y estéril,
«lugar donde no se puede sembrar, donde no hay higueras ni viñas ni
granados y donde no hay ni agua para beber» (Nu 20,5). Es inútil la
actividad humana; el desierto no produce nada, símbolo de la impotencia
humana y, por ello, de la dependencia de Dios, que manifiesta su
potencia vivificante dando el agua y el maná, juntamente con su palabra
de vida.
El tiempo del desierto es, pues, emblemático de la vida del hombre sobre
la tierra. En él Dios se revela como salvador de las aguas de muerte de
Egipto y conduce al pueblo a las aguas de una vida nueva en la tierra
de la libertad. Entre el salir y el entrar está el
desierto, el camino, el itinerario de la existencia con sus pruebas,
combates, tentaciones, dudas, rebeliones, murmuraciones..., toda una
pedagogía divina para llevar al pueblo a ser «pueblo de Dios», pueblo
elegido, consagrado a Dios, con una misión sacerdotal en medio de las
naciones. El Deuteronomio nos da una visión global del tiempo del
desierto, diciendo: «Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te
ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para
humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no
a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a
comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte
que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo
que sale de la boca de Dios. No se gastó el vestido que llevabas ni se
hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Reconoce, pues, en
tu corazón que, como un padre corrige a su hijo, así el Señor tu Dios
te corregía a ti. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor tu Dios
siguiendo sus caminos y temiéndolo» (8,2‑6).[2]
«El día quince del séptimo mes, después de haber cosechado el producto
de la tierra, celebraréis la fiesta en honor de Yahveh durante siete
días. El primer día tomaréis frutos de los mejores árboles, ramos de
palmeras, ramas de árboles frondosos y sauces de río; y os alegraréis en
la presencia de Yahveh, vuestro Dios, por espacio de siete días.
Celebraréis fiesta en honor de Yahveh durante siete días cada año...
Durante siete días habitaréis en tiendas. Todos los naturales de Israel
habitarán en tiendas para que sepan vuestros descendientes que yo hice
habitar en tiendas a los israelitas cuando los saqué de la tierra de
Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios» (Lv 23,39‑43).
Tiempo de regocijo se llama también esta festividad, quizá la más
popular de Israel, que pone en el ambiente judío -a corta distancia de
Yom Kipur- una nota jubilosa y amena.
Como la Pascua, la fiesta de las Tiendas era una fiesta agrícola, a la
que se superpuso, fundiéndose, el sentido histórico, vinculándola a la
memoria del desierto. Sukkot marcaba el final de la recolección de la
fruta fiesta de la vendimia, con la cual se cierra el año agrícola.
Durante la recolección se vivía en el campo, en chozas, mezclando
trabajo y cantos de fiesta; se celebraban banquetes, se agitaban ramas
y las jóvenes danzaban (Cfr. Ju 9,25‑49; 21,19‑23). Terminada la
recolección, los agricultores se ponían en peregrinación rumbo a
Jerusalén, que cobraba en esos días un aspecto colorido y
extraordinariamente animado. Cada peregrino aparecía con un
ramillete de palmera, limón, mirto y sauce y, agitando estas ramas,
desfilaban ante el templo cantando el Hallel, los salmos de
júbilo y acción de gracias a Dios por el don de la cosecha.
Pero la fiesta de Sukkot, enraizada en el suelo de la humanidad, en la Escritura se caracteriza, como toda fiesta, por su conexión con la historia de la salvación, poniendo al pueblo en contacto con Dios que actúa sin cesar en favor de sus elegido.
Esta fiesta conservó su origen y su nombre: celebra la alegría de la
cosecha (Ex 23,14‑16; 34,22). Pero en el Deuteronomio ya cambió su
nombre en fiesta de las Tiendas (Dt 16,13‑14). Y el Levítico le dio el
nuevo contenido histórico, asociándola al desierto, donde los
israelitas moraron en tiendas en los tramos sucesivos de su marcha
itinerante. Así una fiesta agrícola se convierte en fiesta histórica. A
los hombres satisfechos, instalados, Dios prefiere los peregrinos que
miran adelante, que caminan hacia el futuro, sin raíces permanentes,
bajo la guía de la nube de su gloria. La tienda rudimentaria levantada
en el patio o azotea, donde el israelita hace la vida durante los siete
días de la fiesta, le arrancan, desarraigándolo, de su mundo de
instalación, que siempre achica y corrompe la vida. El frágil edificio,
expuesto a todos los embates de la intemperie, con un techo de ramas,
por el cual se cuelan la lluvia y el viento, pero por el que asoma
también la luz del cielo, abre al creyente a lo imprevisible y gratuito,
en fidelidad a Dios que va delante, que va y viene cuando y como quiere,
fiándose cada día de El, que hace brotar el alimento de la tierra y da
la vida. Es la experiencia del desierto, en oposición a Babel; es la
actualización de los esponsales del pueblo con Yahveh. Así el recuerdo
de los amores de Dios se actualizan en la fiesta como garantía de
esperanza para el presente y el futuro. El reinado de Yahveh, Señor de
la creación y de la historia, se extenderá a todas las naciones, que
subirán a Jerusalén para la fiesta de las Tiendas (Zac 14,16‑19). Esta
esperanza hace que el pueblo, en el desierto presente de su vida, se
«llene de gozo» (Sal 118; 122;126), pues está en presencia de Dios (Dt
16,11‑15; Lv 23,40). Cada año se cumple la profecía de Oseas: «Te haré
habitar en tiendas como en los días de tu juventud» (12,10).[3]
2. TENTACIONES: ESPEJISMOS DE LA FIESTA
El camino del desierto es el itinerario de la fe, que conduce a la
alianza con Dios. Este camino de vida en la libertad, Dios se le revela
al pueblo en la Thorá, que se resume en el Shemá: «Escucha, Israel:
Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4). Esto
«te hará feliz» «en la tierra que mana leche y miel» (Dt 6,3). Pero
frente a este camino de vida y felicidad, a la que aspira y tiende el
pueblo y todo hombre, se alzan tres tentaciones como espejismos de
felicidad, engañándolo y arrastrándolo a la muerte: el hedonismo, el
deseo de autonomía y el afán de dinero, fuente de gloria. Es la triple
tentación de todo hombre: búsqueda del placer como «ley» de vida,
libertad autónoma como aspiración absoluta y afán de dinero como fuente
y fuerza de realización humana.[4]
El hambre y la sed, por expresar una necesidad vital, muestran el
sentido de la existencia humana delante de Dios. En el desierto hizo
Dios experimentar a su pueblo el hambre y la sed para probarlo y para
conocer en la tentación el fondo de su corazón (Dt 8,1ss). Israel,
pueblo de la alianza, debía aprender que su existencia dependía
totalmente de Yahveh, único que le da el pan y la bebida; pero, más allá
y más profundamente que estas necesidades físicas, debe descubrir
Israel una necesidad más vital: la necesidad de Dios, dador de vida.
Pero el pueblo no comprende y sucumbe a la tentación frente al hambre y
la sed: «En el desierto Dios hendió las rocas, los abrevó a raudales sin
medida; hizo brotar arroyos de la peña y descender las aguas como ríos.
Pero ellos volvían a pecar contra El, a rebelarse contra el Altísimo en
la estepa; a Dios tentaron en su corazón reclamando pan para su hambre.
Hablaron contra Dios, diciendo: ¿Será Dios capaz de aderezar una mesa en
el desierto?» (Sal 78,13‑20).
La prueba se convierte en tentación y en ella interviene un tercer
personaje, junto a Dios y el hombre: el tentador. La prueba es un don
de gracia, ordenada a la vida (Gen 2,17;Sant 1,1‑12), la tentación es
una invitación al pecado, que «engendra la muerte» (Gen 3;Sant 1,13ss).
La experiencia de la prueba/tentación no es sencillamente de orden
moral; es la prueba de la fe; entra en juego la libertad del hombre
frente a Dios y a Satán. El hambre, la sed, la incomodidad, el
sufrimiento ponen al hombre en la situación de decidirse por la promesa,
por la alianza, por el futuro, por Dios o por el presente, por el placer
inmediato, por lo que posee ya, por el plato de lentejas de Esaú, las
carnes de Egipto, aunque sea en esclavitud. Es la prueba de la fe en
Abraham, José, Moisés, Josué (Cfr. Heb 11,1‑40;Eclo 44,20;1Mac 2,52).
Frente a esta prueba, el pueblo del desierto sucumbe a la tentación:
«Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra Moisés y
Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ¡Ojalá hubiéramos
muerto en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de
carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos. Vosotros nos habéis traído a
este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea» (Ex 16,2s).
La tentación de la sensualidad empuja al hombre a la búsqueda del placer
y a esquivar obsesivamente el dolor; el hombre, viviendo según el
imperativo del gusto, cae en la autocondescendencia y en el hedonismo,
reduciendo su existencia, privada de significado y valor, a la
esclavitud del deseo y del miedo. La obsesión por la seguridad le impide
abrirse al futuro, le obliga a instalarse en el presente por mísero que
sea, le corta la alas de la esperanza; le encierra en un círculo de
muerte, impidiéndole una vida realmente humana, que sólo se realiza,
cuando el hombre experimenta la precariedad de todo logro, la
transitoriedad de toda situación, y por ello rompe el cerco que le
instala y radica al suelo hasta corromperlo.
Esta es una tentación típica de la era tecnológica y de la sociedad de
consumo, que multiplica sus productos y con ellos las necesidades
artificiales y el deseo de posesión. Esta tentación lleva al hombre
actual ha perderse en la superficialidad, absorto en los mil espejismos
de felicidad, que la publicidad le ofrece para asegurar su vida o darle
felicidad, sin dejarle tiempo ni espacio para interrogarse sobre el
sentido de su vida. Con las cosas intenta cubrir el vacío interior, que
crece en él cada día. El entretenimiento o diversión aliena al hombre de
sí mismo. El ser se pierde en el tener. Al final, la depresión es el
fruto de la instalación.
La publicidad con su carga erótica, la pornografía, la droga, ofrecen al
hombre una visión ilusoria de felicidad, seduciéndolo a través de todos
los medios de comunicación o mass media, que con sus promesas y
engaño le invitan a una vida "libre", "feliz", "auténtica", sin tabúes
ni trabas éticas; todas estas formas de seducción o tentación ofrecen
una diversión o placer inmediato, ocultando el veneno que llevan dentro,
sacando al hombre de su realidad hasta hacerle incapaz de vivirla con
sus imprevistos y riesgos de toda verdadera libertad, conflictos de toda
convivencia, arrastrándolo al suicidio o a la fuga de la historia
humana, que es otra forma de suicidio.
Bajo la ley del placer, de lo que me gusta, el hedonismo, que niega el
espíritu en función del cuerpo, termina por degradar el cuerpo, como
todo dualismo. El cuerpo es considerado como una posesión más de la que
se dispone según el propio capricho; el cuerpo es algo que se tiene y
que se usa; la persona no espera de su corporeidad un mensaje, una
palabra sobre quién es o qué debe ser, sino que hace de él lo que
quiere. La persona que, en la antropología bíblica, ve la unidad del
hombre en sus manifestaciones espirituales o corporales, considera el
cuerpo como una manifestación de sí mismo: el hombre es su cuerpo y no
sólo tiene cuerpo. Pero en una visión dualista, como la hedonista, el
cuerpo se degrada a cosa poseída y usada para el bienestar o placer.
Como consecuencia, llega a resultar indiferente si este cuerpo es de
sexo femenino o masculino: ya no revela un ser, sino un haber.
La tentación del hedonismo está enlazada y es consecuencia de la
tentación de autonomía. El hombre rompe con la creación o naturaleza
cuando ha roto con el Dios creador. Es otra tentación del desierto y de
todo hombre: es la tentación de Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor
del bien y del mal" (Gén 3). Es la tentación de Massá y Merivá, "donde
los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o
no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad constante de
elegir libremente a Dios. Ahora bien, el hombre (Adán) se escogió a sí
mismo como Dios. El hombre escoge su autonomía, que es lo mismo que su
soledad, pensando hallar en ella la vida, al no depender de otro; pero
en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte. Esto
prueba que el hombre ha sido engañado por alguien "que es maligno y
mentiroso", que impulsándole a la independencia le ha portado a la
pérdida de la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44).
"Cuando la libertad -dice Dondeyne- se divorcia de la verdad, pierde
todo su contenido y degenera en anarquía y caos".
La tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación:
tentar a Dios o negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del
hombre, en su condición de creatura con sus límites, ante la cruz de la
existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre, éste
tienta a Dios, prueba a Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a
quitarle la cruz, a cambiarle la historia (Cfr. Ex 15,25;17,1-7;Sal
95,9).
La fe es la apertura del hombre a Dios que se le revela; es
consentimiento en adoración y amor a sus palabras y a la historia; es
respuesta de vida en fidelidad a esa revelación, prolongando en
benevolencia y alabanza la benevolencia y gracia recibida de Dios. La fe
y la vida no se contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma la
vida, haciendo que ésta sea vivida en una referencia gozosa a Dios;
referencia fundamental derivada de la comunicación que Dios hace de sí
mismo en su revelación al hombre, suscitando la respuesta de donación
del hombre a Dios. Pero el hombre puede desnaturalizar esta relación
con Dios, invirtiéndola en su contrario, cediendo a la tentación de
utilizar a Dios y servirse de El como un medio más al servicio de sus
planes, en lugar de desbordarse a sí mismo hacia El y adorarlo como
Dios.
La segunda forma de rebelión contra Dios es su negación o ateísmo. El
hombre, ante la pregunta del desierto «¿está Dios en medio de nosotros
o no?», responde con la negación.
Dios es amor y nos llama, en su insondable amor, a entrar en unión con
El. La acogida de esta gracia convierte a la persona en creyente. Uno
puede reconocer la existencia de Dios y no ser creyente, sino
arreligioso, mientras ignore o rechace la llamada a la comunión con
El. La palabra religio significa una relación de comunión, de
religación con Dios. Dirá el Vaticano II: «La razón más alta de la
dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios.
Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios.
Existe pura y simplemente por amor de Dios, que lo creó, y por el amor
de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud
de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero
a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden
del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma
explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro
tiempo» (GS 19).
En todas las culturas y en todos los tiempos existieron numerosas
maneras de dar la espalda a Dios, de negar prácticamente su presencia en
la vida, de acudir a dioses falsos. Sin embargo, la elección no era
entre religión y ateísmo, sino entre fe en un Dios viviente y las
diversas formas de idolatría. El hombre, en su arrogancia, se separaba
de Dios y fabricaba sus propios dioses, convirtiendo los poderes de este
mundo en ídolos. Las naciones ansiosas de poder ensalzaron su poderío
militar y sus reyes como encarnación de la divinidad. Este tipo de poder
se manifestaba en la adoración del poder del varón en figura de Dios. El
poder femenino, igualmente, encontró sus sacerdotisas y divinidades de
la fertilidad. El mundo se ha plagado de divinidades.
Pero dudar de la existencia de un Dios, o dioses que gobiernan la vida
humana, constituía la excepción sacrílega. Los primeros cristianos
fueron perseguidos frecuentemente porque se les consideró como ateos,
porque se negaron a adorar a los poderes disfrazados de dioses.
Incluso entre los representantes más liberales del renacimiento, la
negación de la existencia de un Dios personal siguió siendo una
excepción. Pero el iluminismo renacentista alejó a Dios de los hombres.
La ilustración siguió el mismo camino. Su deísmo consideró a Dios
poniendo en marcha el mundo y abandonándolo luego a su propio curso. De
esta forma, cada sector de la vida reclamó su autonomía. Podía hablarse
de Dios sin verse implicado existencialmente. Se aceptara o se negara
ese Dios, el hombre no se vería afectado en su vida cotidiana.
El siglo XIX supuso un cambio o la conclusión del camino anteriormente
incoado. La filosofía había preparado el campo para los profetas del
ateísmo: Ludwig Fuerbach y Karl Marx. El ateísmo es abiertamente
proclamado, anunciado e impuesto como parte de los programas de
educación. Y no se trata sólo de imponer las doctrinas del ateísmo, sino
de lograr una configuración de la sociedad de tal manera que el ateísmo
penetre absolutamente todo, desde el estilo de vida familiar hasta las
estructuras políticas, económicas y sociales en toda la sociedad.
El Vaticano II describía así este ateísmo marxista: «Con frecuencia, el
ateísmo moderno reviste la forma sistemática, que lleva el afán de
autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de
Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la
libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único
artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse,
según ellos, con el conocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por
lo menos tal afirmación es completamente superflua... Pretende este
ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para
la liberación, porque al orientar el espíritu humano hacia una vida
futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la
ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran
alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la
religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con
el uso de todos los medios que tiene a su alcance el poder público» (GS
20).
Y en otro lugar, dirá: «La negación de Dios no constituye, como en
épocas pasadas, un hecho insólito o individual, hoy día se presenta no
rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto
humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada
no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la
literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la
historia y la misma legislación
civil. Es lo que explica la perturbación de muchos» (GS 7).
Pero el ateísmo actual no se da sólo en los países marxistas. El
Concilio lo afirma, cuando dice: «Otros ni siquiera se plantean la
cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten
inquietud religiosa y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho
religiosos» (GS 19). El materialismo de nuestros días y la orientación
unilateral hacia el éxito reduce a las personas al nivel de
consumidores y de productos, cerrándoles la apertura a Dios y al
significado trascendente de la vida humana. Por otra parte, «en la
génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios
creyentes.... que con su vida han velado, más bien que revelado, el
genuino rostro de Dios» (GS 19). Muchas personas religiosas están
impresionadas por la extensión del ateísmo, pero es aún más
sorprendente «comprobar cuán pobremente presentamos la fe nosotros que
creemos; ver la pobreza de nuestro testimonio», escribe J. Reichs.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en el anuncio del mensaje
cristiano y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros,
pues «a la Iglesia toca hacer presentes y visibles a Dios Padre y a su
Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo
la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el
testimonio de una fe viva y adulta» (GS 21). Nuestro mundo secularizado
necesita que aparezca ante él el auténtico rostro del Dios de Nuestro
Señor Jesucristo, reflejado en una Iglesia renovada, fiel a la misión
propia que Cristo le confió: anunciar el Evangelio en su radicalidad,
sin mistificaciones políticas, económicas o sociales (Cfr. GS 48 y 76).
El Dios kantiano, que queda identificado con la ley y, en consecuencia,
aparece como antagonista del hombre, no es el Dios de Jesucristo. El
Dios kantiano no podía por menos de suscitar la necesidad psicológica
de postular su eliminación como condición histórica de la existencia
humana en libertad. El destino de Nietzsche es en este sentido revelador
y alucinante al mismo tiempo. ¿Pero qué tenía que ver ese Dios así
concebido con el Dios del Evangelio, predicado por Jesús, que en la
muerte del Hijo condena a la ley erigida en causa última de salvación,
que se revela y define a sí mismo como Dios de vivos y vivificador de
muertos en la resurrección de Jesús, en el envío del Espíritu Santo, en
la esperanza que nos alimenta de una vida nueva? Dejar de apoyarse en la
ley y en las propias obras es una de las renuncias más difíciles, pero
es la única forma capaz de hacernos participar en la cruz de Cristo, de
vencer la tentación de la autosuficiencia y de la autonomía; la muerte a
nosotros mismos es la forma de amar a Dios con toda la vida, con toda el
alma, condición necesaria para renovar nuestra vida, para en realidad
vivir.
El camino de la vida, que Dios mostró a su pueblo en el
desierto, se resumía en el Shemá: «Yahveh nuestro Dios es el
único Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todas tus fuerzas». Por ello, cuando el hombre niega al único
Dios y, en su hedonismo, se busca la felicidad por su cuenta,
murmurando en su corazón contra el designio de Dios, negándole para,
en su autonomía, no depender de El, creyéndose más inteligente que El y
por tanto no entregándole su vida, entonces el hombre experimenta la
desnudez y el miedo, que le obligan a venderse a los poderes del señor
del mundo, entregándole todas sus fuerzas. Sin Dios no hay fiesta. Por
eso el hombre sin Dios se construye sus dioses, su becerro de oro, para
poder vivir la fiesta, que le es necesaria: «Aarón (con el oro de los
israelitas) hizo un molde y fundió un becerro. Entonces ellos
exclamaron: Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de
Egipto. Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció:
Mañana habrá fiesta ante Yahveh» (Ex 32,5).
El hombre se vende a la obra de sus manos y celebra sus éxitos, en la
pseudofiesta de la diversión y del descanso como recuperación de
fuerzas para seguir sirviendo al ídolo de la producción, que le
esclaviza unciéndole a la maquinaria de la industria. Es el monstruo
del dinero, de la técnica, del consumo, del aturdimiento. Pero el
hombre necesita sentirse dios potente, porque ha negado a Dios, y sin
Dios no se puede vivir.
El hombre se vende al dinero, al poder, a la gloria, a la ciencia. Es el
dios, que llega a «hacer» hombres en el laboratorio, con materiales que
se puede procurar con procedimientos que no contemplan ya relaciones
sexuales interhumanas, personales, sino que son planificadas y
realizadas por su razón y su técnica. En este caso, ser hombre o mujer
no tiene importancia; homosexualidad o heterosexualidad, relaciones
dentro o fuera del matrimonio, con amor o sin amor, es indiferente e
irrelevante... Es la cadena que arrastra al hombre en el campo de la
genética, como en tantos otros campos.
Como dirá J. Moltmann, la llamada «crisis del medio ambiente», no es
sólo una crisis del entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre
mismo. Es una crisis global de la vida en este planeta, en el que el
hombre se siente dios.
3. CONVERSION: FIESTA DEL PERDON
Jesús, Hijo de la Alianza, vence las tentaciones
Jesucristo, según la carta a los filipenses, «siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios», sino que «se hizo semejante a los
hombres» (2,6‑7) y «habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a
los que se ven probados», añade la carta a los hebreos (2,18;4,15).
Las respuestas que Jesús da al tentador son tres citas del Deuteronomio,
que recuerdan tres acontecimientos de la permanencia de Israel en el
desierto. Las tentaciones de Jesús se comprenden desde la historia de las
tentaciones de Israel, que son las tentaciones de todo hombre. Jesús asume
en su persona a Israel para integrarlo en su fidelidad a Dios.
En los tres evangelios sinópticos, las tentaciones de Jesús siguen a la
narración del bautismo en el Jordán. En el bautismo el cielo cerrado se abre
(Mc 1,10p;Cfr Is 63,19;Ez 1,1) y Jesús ve el Espíritu Santo «descender sobre
El». El tiempo del Exodo y de los profetas retornan porque el Espíritu es
dado a Jesús. La voz que se siente -«Tú eres mi hijo predilecto, en ti me
complazco» (Mc 1,11)- evoca a Isaac, «el hijo predilecto», el hijo obediente
que «es atado sobre la leña» (Gen 22,2‑9) y contempla, según la tradición
hebrea, los misterios de Dios. Esta palabra evoca también la profecía
mesiánica de Natán hecha a David: «Será para mí hijo» (2Sam 7,14), que
recoge el salmo (2,7) y también el comienzo de los cantos del Siervo (Is
42,1).
Jesús, «el Hijo amado» del Padre, bautizado en el Jordán, como Israel
atravesando el mar Rojo, recibe el Espíritu para entrar en el desierto como
Siervo que cumple una misión: llevar a cumplimiento las esperanzas
mesiánicas, en la obediencia y sacrificio prefigurado en Isaac. Esto es
Jesús, quien es «arrojado al desierto», como el macho cabrío que llevaba
sobre sí al desierto todas las iniquidades del pueblo en la fiesta de Yom
Kippur. Así Jesús va al encuentro de Satanás, el dominador del reino del
pecado.
Jesús pasa en el desierto «cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), como
Moisés estuvo sobre el Sinaí en presencia de Dios «cuarenta días y cuarenta
noches sin comer pan ni beber agua» (Dt 9,9‑18), esperando la Palabra del
Señor.
Allí se le presenta el diablo. El «diablo» es el que divide, según la
significación griega del término; es el instrumento de la discordia, que
intenta separar a Jesús del Padre, robarle la palabra recibida en el
bautismo. Pero Jesús, aunque tiene hambre, no pronuncia la palabra que le
sugiere el diablo para cambiar las piedras en pan, sino que se apoya en la
palabra de Dios: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios». El se nutre de la palabra y del acontecimiento
bautismal apenas recibido: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»
(Mt 3,17). Esta palabra le basta y así se muestra Hijo y «cumple toda
justicia». Lleva a cumplimiento las promesas de salvación. Jesús vive la
palabra del libro de la Sabiduría: «De este modo, los hijos que amas
aprendían que no son las diversas especies de frutos las que alimentan al
hombre, sino que es tu palabra la que mantiene a los que creen en Ti»
(16,26).
Durante la primera tentación, Jesús se ha mostrado como hijo obediente y
fiel, que se alimenta de la palabra del Padre, confiando en él como dice el
salmo 91: «nada le puede suceder a quien confía en Dios». Satanás,
entonces, tiende una trampa a Jesús, llevándole al pináculo (pterúgion)
del templo, lugar no sólo de la presencia de Dios, sino también de la
protección de Dios, lugar donde se encuentran «los ojos y el corazón de
Dios» (1Re 9,3), lugar donde su sekinah extiende las alas (ptérugai) para
proteger al justo (Cfr. Ex 19,4;Dt 32,11). H. Reisenfeld, recogiendo la
tradición hebrea sobre la sekinah, comenta: «Hay razones suficientes para
suponer que el simbolismo de la segunda tentación exprese que Jesús ha sido
tentado de hacerse llevar por la sekinah de Dios, que moraba en el templo
de Jerusalén, como la sekinah llevaba al pueblo en el desierto, esto lo
confirma la cita del salmo 91».
Sobre el pináculo del templo, el diablo le propondrá: Si eres hijo de Dios,
manifiéstalo. Tírate de lo alto del templo; las alas protectoras de Dios te
custodiarán mediante sus ángeles. Así todos sabrán que eres el Mesías
esperado y acogerán tu mensaje. «El que mora bajo la protección del Señor
y en El confía, refugiándose bajo sus alas, será protegido y no temerá
algún mal, pues el Señor ha dado orden a sus ángeles de custodiarlo en todos
sus pasos»...
La respuesta de Jesús se mantiene fiel. No tentará a Dios como el pueblo en
el desierto; no necesita «signos» maravillosos para confiar en El. La
historia según el plan del Padre es buena, aunque pase por el desierto, por
la insignificancia de proceder de Nazaret y no sea escriba o sacerdote de
Jerusalén; es buena aunque pase por la cruz: «En lugar de la gloria que le
proponía, se sometió a la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a
la diestra del trono de Dios» (Heb 12,2). En la cruz «lleva a cumplimiento
el Exodo» (Lc 9,31).
En el bautismo, Jesús ha sido consagrado Mesías, hijo de David (Lc 1,32),
llamado a inaugurar el reino de Dios. Satanás en la tercera tentación le
propone su ayuda, como dominador del mundo (1Jn 5,19;Ap 13,3‑8),
ofreciéndole riqueza, poder y gloria. Jesús, realmente rey, rechaza la
tentación de Satanás, tantas veces propuesta en el entusiasmo de las gentes
y hasta de sus discípulos. Su reino no es un reino de dominio terreno,
fundado en la violencia y el compromiso con los poderes de este mundo. Su
corona será una corona de espinas y su trono será la cruz. Jesús acepta el
camino que el Padre le muestra: el del justo que entrega la vida para
inaugurar el reino del amor, el reino del Dios: «Apártate, Satanás, porque
está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y sólo a El darás culto» (Mt 4,10).
Jesús ha cumplido el Shemá: El Señor es el único Dios. Y, por tanto, no se
puede servir, ni dar culto a Dios y al dinero (Mt 6,24). No son las fuerzas
humanas sino Dios Padre quien le dará en herencia los pueblos. La plegaria
del Shemá, que Jesús ha recitado dos veces al día, se ha hecho carne en su
vida, ha sido su misma vida. Corazón, alma y fuerzas: las tres tentaciones
han probado el ser total de Jesús y han manifestado que El era totalmente
Hijo, el Hijo de la Alianza, el Israel de Dios.
Al triple pecado del pueblo del Exodo -inmediata satisfacción del deseo o
concupiscencia, autonomía o «poner a prueba a Dios» e idolatría- Jesús opone
una triple renuncia: negarse a sí mismo, confianza no en
sí mismo sino en Dios y adoración, sin compromisos, al único Dios.
Así, Jesús lleva a cumplimiento el Exodo. El es en su persona el lugar, el
camino de nuestro paso al Padre, el lugar donde el Padre se hace presente
(Jn 14,7), paso obligado para entrar en la gloria (Jn 14,6), alimento y
fuerza a lo largo del itinerario de conversión que lleva al Reino. Cristo,
«camino, verdad y vida», es nuestro desierto, el lugar de nuestros
esponsales con Dios.
Pero la lectura del Exodo, que hacen ya los profetas, y, lo mismo, el Nuevo
Testamento, no es nunca una simple lectura retrospectiva. No se trata de
glorificar o añorar un tiempo pasado. En los acontecimientos del Exodo se
manifiestan las constantes de Dios y del hombre. Exodo‑desierto‑entrada en
la tierra son una estructura de vida para todo creyente (Sal 95;Heb
4,7.11). Egipto es figura de la esclavitud del pecado; el desierto
corresponde al itinerario de la conversión; la Tierra equivale al «ser en
Cristo» (Col 1,13s). El desierto, símbolo del caos original, de la
esterilidad de la tierra (Nu 20,5) y del hombre, muestra a Dios como creador
y recreador de la vida (Sal 104;Is 41,18s;43,19;
51,9‑11). Dios transforma la estepa desierta en paraíso terrestre. El
verbo bará aparece en la nueva creación lo mismo que en la primera.
La recreación es obra gratuita y exclusiva de Dios.
La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los
profetas para el tiempo mesiánico: «os daré un corazón nuevo y un espíritu
nuevo» (Ez 11,19;Jr 31,31‑34). La misión de Juan Bautista será
exclusivamente anunciar esta conversión para «preparar la vía al Señor» (Mc
1,2‑5). Y tras él, Jesús anuncia el gran acontecimiento: «El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena
Nueva» (Mc 1,15). Con la llegada de Jesús llega el tiempo de la conversión,
de la nueva creación, de renacer a una vida nueva. La misericordia de Dios
se hace presente. Misericordia, que en nuestras lenguas latinas hace
referencia al corazón, en hebreo la palabra rahamin hace referencia a
la matriz. Se trata de entrar en el seno y renacer de nuevo, como dirá Jesús
a Nicodemo. O como dirá, mostrando un niño, para explicar lo que es la
conversión: «Si no os convertís, haciéndoos como niños no entraréis en el
Reino de los cielos» (Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro
hombre, pequeño, no autónomo e independiente del Padre, sino que vive en
dependencia filial del Padre.
La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado,
confesarse incapaz, aunque deseoso, de desarraigarlo y ponerse en las manos
de Dios. El se encarga del perdón y la regeneración: «Si reconocemos
nuestros pecados, Dios que es fiel y justo perdona nuestros pecados y nos
purifica de toda injusticia» (Jn 1,9). Este es el caso de la pecadora en
casa de Simón (Lc 7,36‑50), de Zaqueo (Lc 19,1‑10), del ladrón en la cruz
(Lc 22,39‑43). Y cuando el hijo pródigo vuelve y confiesa: «Padre, he
pecado», se organiza sin más la fiesta y se le reviste de las vestiduras de
hijo. Un banquete festivo sella la conversión de Mateo, de Zaqueo, del hijo
pródigo; y las parábolas de la misericordia (Lc 15) nos presentan toda la
alegría de Dios en el perdón y la fiesta de la que hace participar a los
ángeles del cielo, los amigos y vecinos, de modo que entre el cielo y la
tierra se celebre la plena comunión del amor restablecido con el perdón.
Cristo, con el don de su Espíritu, comunica una vida nueva, que al expresar
su exuberancia, florece en fiesta. Roto el absurdo, superada la frustración,
vencido el sinsentido, llenado el vacío de la existencia, la fiesta es la
afirmación de la abundancia de la vida recibida como regalo, como gracia del
Señor.
No se trata de la diversión -paréntesis en el bostezo y vacío de una vida
sin sentido, como la ha vivido el hijo pródigo, quemada en la satisfacción
de la concupiscencia, en la rebelión contra el padre, en la ambición o en
el engranaje del trabajo encadenado del cuidado de cerdos o de la producción
técnica consumística-. La fiesta brota del amor a la vida, cuando la vida ha
vencido la muerte y se ha liberado de la amenaza de su caducidad. La fiesta
afirma el triunfo de la vida sobre la muerte. En Cristo han hallado su
amén todas las promesas de Dios (2Cor 1,20). La fiesta es el amén
del hombre a Dios, la aclamación a su gloria, el canto agradecido de
alabanza a su bondad y fidelidad. Es la invitación al canto universal de la
creación (Sal 97).
El hombre, saturado de alienación e incapaz de superarla, busca una
distracción, el olvido, «va de fiesta», pero no halla la fiesta, sino el
pasatiempo, el espectáculo, la diversión, los remedos de la fiesta. La vida
estéril engendra la pseudofiesta, que es el escape de la realidad, el
aturdirse para esquivar una existencia huera, para ahogar el hastío en la
orgía, en el licor o la droga. La fiesta, en cambio, brota del corazón
rebosante de vida y alegría, que se difunde envolviendo cuerpo y espíritu y
salta a la comunidad de los hermanos, cuerpo único rebosante de la misma
agua y gozo del Espíritu. La fiesta es efusión de gozo, que alumbra en el
arte, la belleza, el canto y la comunión fraterna. Vestido, comida y danza,
gestos y espontaneidad, sentimiento y humor regocijado, abundancia y
derroche son expresiones de la libertad y riqueza interior de la fiesta. Es
el hombre que en Cristo se ve a sí mismo como hombre, imagen del Dios del
amor, del Dios de la vida y la alegría (1Jn 1,3‑4) .
La conversión: fruto y fuente del amor
Para los creyentes, incluso la confesión del pecado es profesión de fe.
Creemos en Aquel que perdona y, por consiguiente, somos capaces de
enfrentarnos con nuestra propia debilidad y pecado. Nos ponemos «de
rodillas, mostrando con el gesto que el pecado nos ha derribado por tierra»
(San Basilio). El redimido vive totalmente en el amor misericordioso del
Padre, manifestado en Jesucristo. En el misterio pascual, Cristo selló la
alianza eterna con su sangre y el Padre la rubricó mediante la
resurrección. Una persona puede ser al mismo tiempo pecador y creyente. Sin
embargo, su fe es puente hacia la conversión, sólo si sufre por haber
pecado, si suscita el ansia de acusarse ante Dios y suplica a Dios la gracia
de la regeneración. De lo contrario, esa fe ha muerto. Así la fe es
obediencia (Rom 1,5;10,16;15,18;16,19;2Cor 9,13;10,5), abdicación de la
hybris, aceptación de la obediencia al querer de Dios. Esta obediencia
es la obediencia del hijo que se siente aceptado en lo que es y movido a lo
que puede ser, al poder ser que se le ofrece (Rom 8,16‑17;Col 1,13‑14). Sin
la obediencia al querer de Dios, la voluntad del hombre es impotente y
aberrante, incapaz de superar el cerco de
la muerte y las insidiosas infiltraciones del no ser (Lc 6 46;Mt
7,21.24-27).
La revelación nos ofrece una concepción del hombre, esto es, el concepto
que del hombre tiene el mismo Dios y que lo define en su esencia íntima y
verdadera. El hombre es la criatura llamada a aceptar libremente el designio
de Dios que, en última instancia, es a comulgar con Jesucristo, primogénito
de toda la creación mediante la fe, con la que «el hombre se abandona por
entero libremente en las manos de Dios» (DV 5). Y como Dios es amor y el
plan de Dios consiste en comunicar su amor en Jesucristo para hacer de los
hombres una convocación, una ekklesia en el recíproco amor, aceptar
libremente a Dios y su designio significa decidirse por una vida inspirada
en el amor y no en el egoísmo. Esto quiere decir acoger y vivir como don y
como fruto el mandamiento nuevo del amor (Gal 5,6).
La salvación es ante todo y sobre todo «gracia» de Dios. Pero esta gracia es
acogida en la libertad del hombre. «El pensamiento cristiano ha sostenido
siempre que la libertad es el elemento decisivo, por parte del hombre, de la
relación esencial con Jesucristo. De esta forma, la gracia y la libertad se
presentan a la conciencia cristiana como los constitutivos últimos e
irreductibles de la historia humana. Son últimos, porque no es posible
llegar más allá de la gracia, que es la primera acción de Dios, la que hace
brotar el mundo; y no se puede ir más allá de la libertad, porque es el
elemento decisivo, el único elemento decisivo, por lo que atañe al hombre,
de esta historia».
Con ella muere cada día al pecado y acoge la novedad de vida que se le
ofrece en Jesucristo. Con ella realiza su comunión con los redimidos en
Cristo, con la comunidad cristiana, en la cual y para la cual está llamado a
vivir. Con ella se incorpora a la historia, que marcha hacia el éschatón,
a la consumación en Cristo.
Libertad equivale a madurez. Es la libertad de los hijos de Dios, que supone
la liberación del dominio del pecado, de la ley y de la muerte (Rom 8,15),
pero que es un camino abierto al amor redentor de Cristo, que se expresa
como amor filial al Padre y como amor fraterno a los hombres. La esclavitud
desaparece en la filiación capacitándonos para el amor total hasta la
muerte, vencida en Cristo resucitado. Toda la revelación del Nuevo
Testamento es, ante todo, la revelación del amor de Dios al hombre en la
vida y muerte de Jesús de Nazaret. Un amor que precede y envuelve cualquier
gesto del hombre. El reconocimiento adorante y agradecido de este amor
sorprende al hombre, le descubre el desamor y el egoísmo en que vive y
suscita en él la posibilidad de amar y de salvarse de la vanidad y de la
muerte en el amor aceptado como vida nueva y verdadera.
Como escribe H. von Balthasar en Solo el amor es digno de fe, «por
este amor, en el que cree por haber entendido su signo, es conducido el
hombre a la apertura de poder amar. Si el pródigo no hubiera creído en el
amor precedente del padre, no se hubiera puesto en camino de regreso hacia
casa, aunque el amor del padre estuviera dispuesto a recibirlo de un modo
que ni el hijo hubiera podido soñar siquiera. Lo decisivo es que el pecador
ha oído hablar acerca de un amor que le puede valer y de hecho le vale; pero
no es él quien trata de reorientarse hacia Dios, sino que es Dios quien ha
visto en él al pecador que no ama, a un hijo querido, y quien le ha
orientado hacia ese amor».
Dios es el que promueve interiormente nuestro querer y obrar. Y como
consecuencia de esta manifestación del Dios vivo, el hombre se siente
solicitado a aceptarlo como Dios, como interlocutor último y realidad
determinante de la propia existencia personal. La fe se hace salida de sí,
liberación de los límites de la vida anterior, obediencia, conversión,
encuentro, alianza, nacimiento y esperanza. En este movimiento de
aceptación de Dios, el creyente juzga su vida anterior y la abandona como
vida mentirosa y corroída interiormente por el poder implacable de la muerte
y del pecado. El reverso del encuentro con Dios es el descubrimiento del
propio pecado, del desamor que invade la vida entera, la inhumanidad y la
imposibilidad de la vida reducida por los límites del mundo, configurada por
los falsos dioses que el falso amor a la vida había levantado. La conversión
de la incredulidad a la fe es siempre el paso de la idolatría al encuentro
salvador con el Dios verdadero (Rom 6,12‑19;Filp 3,19‑20).
Cuaresma: renovación del bautismo
La cuaresma orienta a todos los bautizados a renovar su bautismo, siguiendo
las etapas del antiguo catecumenado. La palabra de Dios proclamada, sobre
todo en el ciclo A, nos introduce en la experiencia vital de la salvación
que misericordiosamente nos alcanzó en el bautismo. El bautizado entra a
participar de la victoria de Cristo sobre las tentaciones y, de este modo,
se constituye en el nuevo pueblo de Dios que realiza el éxodo de la
esclavitud del mal a la libertad del amor de Dios. Victorioso de las
tentaciones, que amenazan cada día su identidad cristiana, el bautizado se
transforma en imagen del Señor (2Cor 3,18), viviendo la experiencia de una
transfiguración con Cristo. Efectivamente, el cristiano recibe
incesantemente el agua viva del Espíritu Santo, la luz de la fe para
reconocer al Señor en la vida y bendecirlo por los prodigios de salvación
que realiza en su existencia; así camina en una vida nueva, que no es fruto
de sus cálculos, de sus fuerzas o propósitos, sino absolutamente don de
Dios, pues es vida divina, vida de resucitado.
En la Escritura, el número 40 está cargado de simbolismo. Cuarenta días
duraron las aguas del diluvio (Gen 7,17). Después Dios se dirigió a la
humanidad con una promesa de paz y amor, sellada en la alianza con Noé,
manifestando la actitud de Dios hacia los hombres. Cuarenta días permaneció
Moisés sobre el monte; al término de ellos recibió el don de las nuevas
tablas de la Thorá, signo del perdón de Dios del pecado idolatría. Cuarenta
años estuvo caminando Israel por el desierto antes de entrar en la Tierra,
don de Dios y signo de su perdón de las infidelidades del pueblo y de
fidelidad a las promesas. Cuarenta días Elías caminó en el desierto para
encontrarse con el Señor en el Sinaí, signo de la posibilidad de encontrar a
Dios en el camino del desierto. Cuarenta días Jesús, nuevo Moisés y nuevo
Elías, pasa en el desierto; al final saldrá con la victoria sobre las
tentaciones, signo y realidad de la posibilidad ofrecida a todos los
cristianos de participar en su triunfo y en su éxodo, posibilidad de
«convertirse y creer en el Evangelio». Cuarenta días se manifiesta el
Resucitado antes de la Ascensión para entrar en la gloria, signo del tiempo
de la Iglesia peregrina en la tierra con el Señor Resucitado, en la espera
de participar con El en el Reino del Padre.
Todos estos hechos los recoge el Nuevo Testamento como figuras del bautismo.
Los tipos fundamentales del bautismo son el diluvio (1Pe 3,19 21), el paso
del mar Rojo (1Cor 10,15), la roca del Horeb (Jn 7,38) y el Exodo entero.
Pedro ve en el agua, el arca y las ocho personas salvadas del diluvio la
figura de los cristianos sumergidos en el agua y salvados por la
resurrección de Cristo, que caminan hacia la salvación definitiva en la
Parusía de Cristo al octavo día. Pablo recurre a la tipología del Exodo;
distingue dos éxodos: el de Egipto y el del final de los tiempos (1Cor
10,11). Entre estos dos éxodos se extiende el tiempo de la salvación. El
segundo éxodo ha comenzado con la resurrección de Cristo: el cristiano
camina, pues, bajo la nube de la gloria de Dios a través del mar. Esto
significa morir al hombre viejo, morir al pecado en el bautismo, que es un
renacer pasando de la muerte a la vida, del mar a la nube de la sekinah
divina.
Bautizados en la nube y en el mar, somos alimentados con el pan vivo y
abrevados con el agua del Espíritu que brota de la roca; y esta roca es
Cristo. Por ello, el bautizado «vive en Cristo»; con él atraviesa el
desierto, figura de la vida peregrina en la tierra. El cristiano, en la
Iglesia, vive en el desierto hasta el retorno glorioso de Cristo, que pondrá
fin al poder de Satán (Ap 12,6‑14). En el desierto, Cristo es el agua viva,
el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente que
da la vida a quienes le miran para ser salvos; es aquel en quien se realiza
el conocimiento íntimo de Dios por la comunión de su carne y de su sangre.
En Cristo, la figura se hace realidad para el bautizado en El.
[1] J.M.
BERNAL, Iniciación al año litúrgico, Madrid 1984; A. NOCENT,
Celebrar a Jesucristo, 3, Santander 1981.
[2] Cfr. la
palabra desierto en los diversos diccionarios bíblicos, litúrgicos,
teológicos y de espiritualidad, con su abundante bibliografía.
[3] G. RAVASI,
Strutture teologiche della festa bíblica, Scuola Cattolica
110(1982)151; E.C. SCHLESINGER, Tradiciones y costumbres judías,
Buenos Aires 1970. Ver la Palabra Fiesta en los diversos
diccionarios.
[4]
M. GOURGUES, Le défi de la fidelité, París 1985. B. REY, Le
tentazioni e la scelta di Cesù, Torino 1988. G. GOZZELINO, La lotta
contro il potere delle tenebre, Catechesi 55(1986)25‑34;P.‑I.
HUYVET, La prova del deserto, Brescia 1970.
[6]
Cfr. La obra preparada por la Universidad Salesiana de Roma, El
ateísmo contemporáneo, Madrid 1973. C. TRESMONTANT, Los problemas
del ateísmo, Barcelona 1974; H. KUNG, ¿Existe Dios?, Madrid 1979;E.
JIMENEZ, ¡¿Dios?! ¡¿Para qué?!, Bilbao 1991.
[7]
Escribo estas páginas en noviembre de 1989, cuando los picos
derriban el muro de Berlín y las calles y plazas de los países
comunistas se abarrotan de manifestantes en protesta por los frutos
de esta semilla sembrada en su tierra.
[8]
Cfr. I.M. BOCHENSKI, El materialismo dialéctico, Madrid 1973;J.
FEINER.‑L.
VISCHER, Nuevo libro de la fe cristiana, Barcelona 1977.
[10]
Cfr. F. ROUSTANG, Une initiation a la vie spirituelle, París 1963;
Cfr. Chistifideles laici, n.4.
[12]
J.P. CHARLIER, Jésus et le fetes de son peuple, Cahier de Froidmont
23(1977)81;B. GERHARDSSON, Du judéo‑christianisme a Jésus par le
Shema, Recherches de science religueuse 60(1972)26.
[13]
J. DUPONT, L'arrière‑fond biblique du récit des tentations de Jésus,
New Testament Studies 3(1956‑1957)287‑304.