Hombre en Fiesta: I. Llamados a la Fiesta
1. EL SABADO: FIESTA DE LA CREACION
Sábado: fiesta de la creación
2. EL PECADO: AGUAFIESTAS DEL HOMBRE
Pecado de Adán
El salario del pecado es la muerte
Pecado y pecados
El pecado: ¿ofensa a Dios?
El pecado ofensa a los demás
El pecado ofende al mismo pecador
Símbolos del pecado
El pecado no vence el amor de Dios
3. EL DOMINGO: FIESTA DE LA NUEVA CREACION
Cristo: buena noticia de salvación
Reconciliación entre los hombres
Cristo inaugura la nueva creación
Del sábado al domingo
Domingo: día del Señor
Domingo: día de la asamblea cristiana
El domingo: fiesta de la nueva creación
1. EL SABADO: FIESTA DE LA CREACION
Relato de la creación
Dos relatos complementarios de la creación abren el libro del Génesis.
Son el pórtico de la fe en la salvación, elección y alianza de Dios con
su pueblo. Apuntalan esta fe con el testimonio de que el Dios de la
alianza con Noé, de la vocación de Abraham y de la alianza del Sinaí es
el Creador del mundo. Muestran el camino que Dios siguió con el mundo y
los hombres hasta la llamada de Abraham y la constitución de la
comunidad, de tal modo que Israel, partiendo de su elección, pudiese en
la fe contemplar retrospectivamente la creación. Y desde la creación,
como designio de Dios, contemplar la salvación de Dios.[1]
Los dos relatos de la creación son el prólogo de la alianza, o más
bien, como el primer acto del drama que, a través de las variadas
manifestaciones de la bondad de Dios y de la infidelidad de los hombres,
constituye la historia de la salvación.[2]
En el relato
sacerdotal (Gen 1), en un cuadro grandioso, en el
principio Dios saca el universo, cielo y tierra, del caos primitivo;
hace luego aparecer en él todo lo que forma su riqueza y su belleza. Y
esta obra culmina en la creación del hombre, varón y mujer, a imagen y
semejanza de Dios. Y, finalmente, Dios, como consumación de su obra, el
séptimo día reposó, bendijo y santificó el séptimo día, el sábado.
La primera frase de la historia de la creación -«en el principio creó
Dios cielo y tierra»- es el resumen de un largo proceso de reflexión de
la fe de Israel.[3]
Puesto que este proceso fue madurando en el exilio, en la confrontación
de la fe en Yahveh con las cosmogonías de los cultos religiosos de
Egipto y Babilonia, esta frase refleja una fe consciente: el mundo no ha
nacido de una lucha entre dioses, tampoco de un huevo primigenio o de
una materia primera. «Dios ha creado (bará) el mundo» pone de
manifiesto que Dios ha querido el mundo y que éste no es de esencia
divina. Tampoco es una emanación de su ser eterno, sino el resultado
concreto de su decisión voluntaria. Cielo y tierra, creados por Dios, no
son ni divinos ni demoníacos. Tampoco son eternos como Dios, ni son
carentes de sentido o vanos. Son buenos: obra de Dios.
Para narrarnos la creación, el Génesis dispone de un verbo: bará
(crear) que siempre tiene a Dios como sujeto y jamás aparece con el
acusativo de una materia de la que se habría hecho algo, conteniendo
además la noción de ausencia de esfuerzo. La traducción bíblica y
teológica de este verbo ha sido: Dios creó de la nada el mundo mediante
su palabra: «Mira al cielo y a la tierra y ve cuanto hay en ellos y
entiende que de la nada hizo todo Dios y todo el linaje humano ha venido
de igual modo» (2Mac 7,28).
Génesis 1 distingue claramente entre «crear»
(bará) y «hacer» (asah). La interpretación de la creación como
creatio ex nihilo es una atinada circunlocución de lo que la Biblia
quiere dar a entender con el término creación. El mundo no ha sido
creado de una materia preexistente ni de la esencia divina. Fue llamado
a la existencia mediante la libre voluntad de Dios.[4]
Y cuando decimos que Dios creó el mundo «desde la libertad», debemos
añadir inmediatamente «desde el amor»: «Amas a todos los seres y no
odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la
habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses
querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si Tú no las hubieses
llamado. Pero Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas,
Señor, que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas
ellas» (Sab 11,24‑12,1). Si Di crea el mundo libremente, lo crea
amorosamente: «Del amor del Creador surgió glorioso el universo»
(Dante). Dios comunica su bondad en su amor libre: eso es la obra de la
creación. La complacencia con que el Creador celebra la fiesta de la
creación, el sábado, expresa claramente que la creación fue llamada a la
existencia por su amor gratuito.[5]
El acontecimiento de la creación es presentado como creación mediante
la palabra: «Dijo Dios: haya luz y hubo luz» (Gen 1,3). Su palabra
es lo que vincula, en primer término, al Creador con la creación. La
palabra no es una palabra vacía, sino cargada de potencia creadora (Dt
32,47;Is 55,11). Es la palabra que crea el mundo y crea también la
historia (Is 9,7;50,10s;Jr 23,29;1Re 2,27). Esta creación que brota de
la palabra de Dios es buena (tob), responde al plan de Dios (Sal
104).
A la palabra creadora de Dios sigue la acción ordenadora
de Dios. Dios ordena su creación separando la luz de las tinieblas, el
cielo de la tierra, la noche del día. Mediante la separación
ordenadora, sus criaturas adquieren forma identificable, ritmo y
simetría.
La narración bíblica de la creación nos presenta el nacimiento de los
seres y de la vida en el marco litúrgico de una semana; ocho obras son
intencionadamente distribuidas a lo largo de seis días, mientras que es
el descanso del séptimo día el que consagra la conclusión de la acción
de Dios.
LA LUZ: La creación comienza con la penetración de la luz en el caos. La
luz es la primogénita de las criaturas. Sin luz no hay creación; sólo
ella hace surgir el contorno de las criaturas, difuminadas por las
tinieblas. La luz se derramó y puso al caos en difuso amanecer.
Entonces Dios separa en esta confusión la luz de las tinieblas, como día
y noche. El día es luz de la luz primigenia; la noche es la oscuridad
caótica, donde las formas creadas se diluyen en lo informe, el caos
vuelve a alcanzar un cierto poder sobre lo creado (muchos salmos y
cánticos de vísperas expresan los sentimientos de las criaturas ante la
noche preñada de angustias). Y en cada mañana -«con la luz que se escapa
de las cumbres, va reuniendo las formas que alborean» (Holderlin)- se
vuelve a repetir algo de la primera creación, Dios.
La separación de luz y tinieblas fue el primer acto del Creador y al
final de la historia de la salvación la nueva creación no tendrá ya
noche, pues Dios mismo será su luz (Ap 21,5.23;22,5). De la luz que
alterna con las tinieblas de la noche se pasará a la luz sin ocaso que
es Dios mismo (1Jn 1,5). Hasta su consumación, la historia se desarrolla
en forma de conflicto en el que se enfrentan la luz y las tinieblas,
enfrentamiento idéntico al de la vida y la muerte (Jn 1,4ss). El hombre
es el sujeto de este conflicto. Así, pues, la luz ocupa un puesto
central entre los simbolismos de la Escritura. Esto no quiere decir que
la Escritura nos dé una concepción mítica, como si se tratara de dos
principios enfrentados. Luz y tinieblas son, igualmente, hechura de Dios
(Is 45,7); por eso, luz y tinieblas cantan el mismo cántico de alabanza
al Creador (Sal 19,2ss;148,3;
Dan 3,71s). Toda concepción mítica queda
así radicalmente excluida, pero esto no es obstáculo para que
luz y tinieblas tengan un significado simbólico.
Así la luz sirve
para evocar las teofanías; la luz es como el reflejo de la gloria de
Dios. Es el vestido en que Dios se envuelve (Sal 104,2). Cuando aparece
su resplandor es semejante al día (Hab 3,3s)... En cuanto a las
tinieblas, no excluyen la presencia de Dios, puesto que El las sondea y
ve lo que acaece en ellas (Sal 139,11;Dan 2,22). Sin embargo, la
tiniebla por excelencia, la del seol, es el lugar en el que los
hombres son «arrancados de su mano» (Sal 88,6s.13). En la oscuridad Dios
ve sin dejarse ver, está presente sin entregarse. Hay, pues una
asociación entre la luz y la vida; la luz no es sólo la luz que se ve,
sino también la luz de la vida, la luz de la alegría y el júbilo (Is
9,1;60,19‑20;Jn 8,12). Nacer es «ver la luz» (Job 3,16; Sal 58,9). El
ciego que no ve «la luz de Dios» tiene un gusto anticipado de la muerte
(Tob 3,17;5,11s;11,8). Y el enfermo, a quien Dios libra de la muerte, se
regocija de ver brillar de nuevo en sí mismo «la luz de los vivos» (Job
33,30;Sal 88,13). Luz y tinieblas tienen así para el hombre valores
opuestos que fundan su simbolismo.
Librando al hombre de las tinieblas del pecado, Dios es para él su luz y
salvación (Sal 27,1), ilumina sus pasos (Pr 6,23;
Sal 119,105), le
conduce al gozo de un día luminoso (Is 58,10;Sal 36,10;97,11;112,4),
mientras que el malvado tropieza en las tinieblas (Is 59,9) y ve
extinguirse su lámpara (Pr 13,9;24,20;Job 18,5s).
Cristo aparece El mismo como la luz y en El no hay tinieblas (1Jn 1,5).
Y «el que le sigue no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la
vida» Un 8,12; 9). Desde las tinieblas del pecado «Dios nos llama a su
luz admirable» (1Pe 2,9), para compartir con su Hijo la suerte de los
santos en la luz (Col 1,12ss). Nacido al reino de la luz por el
bautismo, el cristiano es llamado hijo de la luz y camina, siendo luz
del mundo (Mt 5,14), hacia la Jerusalén celestial, donde será iluminado
por la luz del Cordero (Ap 22,4ss). Tal es la oración que la Iglesia
dirige a Dios por sus fieles en el momento de despedirlos en la tierra:
«La luz eterna les alumbre. Que no caigan en la oscuridad, sino que el
arcángel Miguel les introduzca en la santa luz» (Ofertorio y canto del
ritual).
LAS AGUAS: El segundo día Dios crea el firmamento, como muro de
separación entre las aguas superiores y las aguas inferiores.
Intencionadamente falta aquí la fórmula aprobatoria "y vio Dios
que era bueno".
Las aguas tienen un significado ambivalente: aguas de muerte y aguas de
vida. Es un milagro de bondad que Dios haya marcado una frontera
salvadora a las aguas de muerte. Los salmos y los profetas hablan de las
aguas que huyen ante Dios que las increpa, marcándolas la frontera que
no deben franquear (Sal 104,7‑9;Jer 5,22); su potencia caótica se halla
bajo la vigilancia de Dios (Job 7,12). Si se subleva, Dios la acallará
(Sal 89,10;Job 26,12). En el diluvio, las aguas de abajo y las aguas de
arriba rompen los diques que Dios les había impuesto y es el retorno al
caos (Gen 7,11). Por ello, el signo de la alianza de Dios con la
creación, en Noé, aparecerá ante Dios en las nubes, que no les
permitirá más descargarse diluvialmente sobre la tierra.
El agua es, en primer lugar, fuente de vida. Sin ella la tierra no es
más que un desierto árido, sin vida. El salmo 104 resume
maravillosamente el dominio de Dios sobre las aguas: El fue quien creó
las aguas de arriba (3) y las del abismo (6); El es quien regula el
suministro de sus corrientes (7s), quien
las retiene para que no aneguen la tierra (9), quien hace manar
las fuentes (10) y descender la lluvia (13), gracias a lo cual se
derrama la prosperidad sobre la tierra, aportando gozo al corazón del
hombre (11‑18).
El agua es signo de la bendición de Dios a sus fieles (Gen 27,28;Sal
113,3). Y, cuando el pueblo es infiel, haciéndole «un cielo de hierro y
una tierra de bronce» (Lev 26,19; Dt 28,23), Dios le llama a conversión
con la sequía (Am 4,7). Dios, abriendo las compuertas del firmamento,
deja caer sobre la tierra el agua en forma de lluvia (Gen 1,7;Sal
148,4;Dan 3,60) o de rocío que por la noche se deposita sobre la hierba
(Job 29,19; Cant 5,2; Ex 17,13). Dios cuida de que caiga regularmente,
«a su tiempo» (Lev 26,4;Dt 28,12); si viniera demasiado tarde, se
pondrían en peligro las siembras, como también las cosechas si cesara
demasiado temprano, «a tres meses de la siega» (Am 4,7). Por el
contrario, las lluvias de otoño y de primavera (Dt 11,14;Jr 5,24),
cuando Dios se digna otorgarlas, aseguran la prosperidad de la tierra
(Is 30,23ss).
El agua no es sólo poder de vida, sino que tiene también un poder
purificador (Ez 16,4‑9;23,40). El pecador que abandona sus pecados y se
convierte es como un hombre manchado que se lava (Is 1,16); asimismo
Dios lava al pecador a quien perdona sus faltas (Sal 51,4). Por el
diluvio «purificó» Dios la tierra exterminando a los impíos (1Pe 3,20s).
El ritual judío prescribía numerosas purificaciones por el agua. Aryeh
Kaplan dirá que la Mikvah (piscina ritual) es más importante que
la misma sinagoga; a través de la inmersión en la mikvah, que se llena
con agua de lluvia o de fuente no canalizada, el hombre pecador,
arrojado del paraíso, vuelve a la amistad primigenia con Dios; esta agua
es la conexión con el Edén, a través del «río que regaba el Edén y
saliendo de él se repartía en cuatro brazos» por la tierra (Gen
2,10‑14).[6]
Este simbolismo del agua halla su pleno significado en el bautismo
cristiano. Juan bautiza en agua «para la remisión de los pecados» (Mt
3,11p), sirviéndose de las aguas del Jordán que en otro tiempo habían
purificado a Naamán de la lepra (2Re 5,10‑14). El bautismo es un baño
que nos lava de nuestros pecados (1Cor 6,11;Ef 5,26;Heb 10,22;He 22,16),
purificándonos con la sangre redentora de Cristo (Heb 9,13s;Apo
7,14;22,14). Pero san Pablo a este simbolismo añadirá otro fundamental:
la inmersión y emersión del agua por parte del neófito simbolizan su
sepultura y resurrección con Cristo (Rom 6,3‑11).
LA TIERRA: El tercer día aparece la tierra con su vida orgánica. La
tierra, interpelada por la palabra de Dios y posibilitada por ella,
produce plantas con sus semillas y árboles portadores de frutos donde
esa semilla se contiene. La palabra de Dios señorea sobre la fecundidad
de la tierra.
LOS ASTROS: El cuarto día Dios crea los astros. Es una narración
antimítica y anti‑idolátrica. Los astros son considerados por completo
criaturas dependientes de la voluntad creadora de Dios. La voz
«lumbreras» es voluntariamente prosaica y degradante. Cuidadosamente se
ha evitado dar los nombres de «sol» y «luna», para evitar toda tentación
idolátrica. El texto señala además expresamente su finalidad de servicio
a los hombres, contra todas las creencias astrológicas de la época. Su
finalidad es señalar los tiempos para regular el
culto y el trabajo de los hombres (Dt 4,19;Jr 10.2;Job 31,26;Is
47,13).
PECES Y AVES: El quinto día Dios crea los peces y las aves, seres
dotados de vida. Aparece de nuevo el verbo bará (que sólo se
había usado en el v.1 para todo el conjunto de la creación). La vida no
es suscitada solamente por la palabra, sino que procede de una acción
creadora de Dios más directa. Esta vida, que ha sido creada por
Dios, recibe su bendición. Esta bendición de Dios les comunica
una fuerza de vida, que les capacita para transmitir, mediante la
procreación, la vida que ellos han recibido. La enumeración, desde los
monstruos marinos hasta los más pequeños peces y aves, expresa que
ningún ser vivo queda fuera de la voluntad creadora de Dios, «buenos»
todos ellos a sus ojos.
HOMBRES: El sexto día Dios, primero, completa la obra del quinto con la
creación de los animales que pueblan la tierra: fieras, ganados y
reptiles. Y, luego, con marcada diferencia, el texto describe la
creación del hombre, que proviene con inmediatez total de Dios. El verbo
bará alcanza la plenitud de su significado en este acto creador
de Dios. Aparece tres veces en un solo versículo a fin de que quede
claro que aquí se ha llegado a la cúspide de la creación. La creación
del hombre está además precedida por la fórmula solemne de la
autodecisión de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y según
nuestra semejanza».
Hombre (Adán) es un nombre colectivo, que el texto especifica en la
bipolaridad «hombre‑mujer». Es el hombre en la totalidad de su ser, como
espíritu encarnado y bisexualmente relacionado, abierto al amor y
fecundidad y a la comunión, tal como ha sido llamado a la existencia
como imagen de Dios amor y comunión en su vida intratrinitaria. La
división de sexos es de orden creacional, señalada expresamente en el
texto (cosa que no aparece en la creación de los animales). Por
voluntad de Dios el hombre no ha sido creado solitario, sino que ha
sido llamado a decirse «yo» frente a un «tú» de otro sexo. Sobre esta
imagen de Dios en la tierra, que El mismo ha creado, derramó su
bendición, capacitando al hombre para crecer y multiplicarse.
Se fundamenta esta nueva intervención creadora de Dios con la
creación de su imagen en la tierra. Lo que diferencia a los hombres
-hombre y mujer- es su destino a ser imagen de Dios. En el plan, en la
voluntad de Dios, la creación no sólo es obra de sus manos, sino que,
con la creación del hombre, manifiesta su voluntad de reconocerse a sí
mismo en su obra. La creación de la imagen de Dios en la tierra
significa que Dios encuentra en su obra el espejo en el que se
refleja su propia faz, una correspondencia que es semejante a El. Como
imagen de Dios en la tierra, los hombres responden a las relaciones
trinitarias de Dios y también a las relaciones de Dios con los hombres y
con toda la creación. Responden a las relaciones internas de Dios, uno
y trino, consigo mismo, con el interno y eterno amor de Dios, que se
expresa y revela en la creación.[7]
Las tradiciones mesiánicas de la semejanza con Dios permiten decir que
las criaturas destinadas a ser imagen de Dios -los hombres- son también
los destinatarios de la encarnación del Hijo de Dios, encarnación en
la que se consuma el destino de ellos. La «imagen del Dios invisible»,
creada en el principio, está destinada a convertirse en «imagen del Hijo
de Dios encarnado». El destino inicial de los hombres se revela así
plenamente a la luz de Cristo: «Aquellos que han
sido llamados según su designio, de antemano los conoció y
también los llamó a reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera
el primogénito (Rom 8,28‑29;Col 3,10;1Cor 15,49;Ef 1,3‑14;2Cor 3,18;Filp
3,21...).[8]
El Vaticano II considera el misterio de la creación dentro de la
perspectiva del cumplimiento futuro de la obra divina, pues "lo que Dios
quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en Cristo,
incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (AA 5).
Dentro de esta visión, dirigida hacia el porvenir, el hombre, «centro y
cima» de la creación, está llamado a «desarrollar la obra de la
creación» (GS 34) y a contribuir «de modo personal a que se cumplan los
designios de Dios en la historia» (Ibidem).
El superlativo de Gen 1,31: «Vio Dios todo cuanto había hecho y he aquí
que estaba muy bien», formula la complacencia de Dios en la obra de la
creación. Cuando la fe habla sobre la creación y vuelve sus ojos hacia
Dios, lo único que puede decir es que Dios creó un mundo bueno (tob).[9]
Todos los seres de la creación son tob. Pero sin el hombre, el
mundo es mudo (Gen 2,4‑7). El hombre es el liturgo de la creación,
contemplando las obras de Dios y dando nombre a las criaturas de Dios.
El lenguaje es la casa del ser y el templo de la alabanza.
Estremadamente sugestivo es el salmo 148, que nos ofrece una
liturgia cósmica en la que el hombre es sacerdote, cantor universal,
predicador y poeta. El hombre es el artífice de una coreografía cósmica,
el director del coro en el que participan los monstruos marinos, los
abismos, el sol, la luna, las estrellas lucientes, los cielos, el fuego,
el granizo, la nieve, la niebla, los vientos, los montes, las colinas,
los árboles frutales, los cedros, las fieras, los animales domésticos,
los reptiles, las aves... Y el salmo 150, conclusión del Salterio, a la
orquesta del templo Jerusalén asociará en el canto de alabanza a «todo
ser que respira». Dios ha creado todos los seres y el hombre, dándoles
nombre, les conduce a la celebración litúrgica.
La acción creadora de Dios, por medio de la palabra (Sal
33,6;104,7;147,4;Sab 9,1; Is 40,26), bajo la guía de la sabiduría (Pr
8,22‑31;Job 1,26), aparece como una acción libre de Dios, que manifiesta
la absoluta gratuidad con que actúa tanto en la historia de la salvación
(Rom 9;8,30) como en la llamada del mundo a la existencia. Dios crea y
se da por puro amor: "la razón más alta de la dignidad humana consiste
en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios: pues no existe si
no es porque, creado por amor, por ese mismo amor es siempre conservado.
Ni vive plenamente según la verdad a no ser cuando reconoce libremente
aquel amor y se entrega a su Creador" (GS 19).
En la creación, como en la elección y la alianza, se da la primacía del
amor y de la gracia de Dios. Es el amor de Dios el que dirige la
historia y la llevará a término
como la puso en marcha al principio.
Como ha enseñado la Iglesia siempre, «el mundo ha sido creado para la
gloria de Dios» (Vaticano I, DS 3075) Y el Vaticano II ha unido la
gloria de Dios con la vocación cristiana del hombre y su participación
en la vida de Cristo (AG 2; LG 2) , en consonancia con la feliz
formulación de San Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente; la
vida del hombre es la visión de Dios. Si la manifestación que hace de sí
mismo creándolas confiere la vida a todas las criaturas que viven sobre
la tierra, cuánta más vida da la manifestación del Padre por su Verbo a
los que ven a Dios».[10]
Y Clemente Alejandrino dirá: «El hombre inmortal es un hermoso himno
divino».[11]
La creación salida de las manos de Dios «en el principio» es una
creación abierta hacia la consumación, que consiste en convertirse en
morada de la gloria de Dios. Los cristianos experimentan ya, en la
historia, la presencia de Dios en su vida, la inhabitación de Dios en
ellos por su Espíritu. Estas primicias de Dios en su vida les llevan a
esperar que, en el reino de la gloria, Dios habitará por completo y para
siempre en ellos y rescatará su creación del mal y de la muerte. Esto es
lo que anuncia «desde el principio» el sábado.
Según la narración del Génesis, la creación del mundo y del hombre está
orientada al sábado, la «fiesta de la creación». La creación se
consuma en el sábado. El sábado es el distintivo bíblico de la creación.
La culminación de la creación con la paz sabática diferencia la
concepción bíblica del mundo de toda otra cosmogonía, que ven el mundo
como naturaleza siempre fructífera, en progreso, en evolución, que
conoce tiempos y ritmos, pero desconoce el sábado: el reposo. Y
precisamente lo que Dios hace santo no es la naturaleza, las
cosas, buenas todas, pero no santas ni sagradas, con poderes mágicos; lo
que Dios hace santo es el tiempo, el sábado. Y el sábado es el que
bendice, santifica y revela el mundo como creación de Dios.
Con frecuencia se ha presentado la creación como «la obra de los seis
días». No se reparaba en el séptimo día, el sábado: «y dio por concluida
Dios en el séptimo día la obra que había hecho, y cesó en el séptimo día
de toda la obra que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo
santificó, porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios
había hecho» (Gén 2,2‑3). El Dios que reposa, el Dios que hace
fiesta, el Dios que se regocija con su creación quedó casi
olvidado. Y sin embargo, el sábado es la consumación y la corona de la
creación. El Dios creador llega a su meta, a su gloria precisamente en
el reposo sabático. Los hombres que celebran el sábado captan el mundo
como creación de Dios, pues permiten que, en el reposo sabático,
el mundo sea creación de Dios.
«¿Qué sentido -se pregunta von Rad- puede tener añadir algo más a todo
el cosmos y a todos los seres vivientes, en especial si se trata de algo
que es ostensiblemente la coronación y conclusión de todo y
tiene, por tanto, una importancia tal que todo le está subordinado?».[12]
Dios bendice y santifica el séptimo día, es decir, le separó, le puso
aparte para que le sirva a El. El sábado es puesto entre Dios y la
creación. Es un día cargado de poder salvífico, como explicitarán los
profetas (Ez 20,12.20ss;22,8.26;Is 56,2.4.6;58,13). En el plan de Dios
sobre la creación se haya ya manifestado su plan de salvación como
alianza con su pueblo e incluso su consumación escatológica. Como día
último de la creación, el sábado carece de límite; intencionadamente
falta la fórmula conclusiva: «y atardeció y amaneció». Se haya
protológicamente presente el descanso que la epístola a los Hebreos
espera de manera escatológica (Heb 4).
El sábado de la creación, Israel
lo celebra en el tiempo de su historia. El sábado, que se repite
cada semana, no sólo interrumpe el trabajo y el ritmo de vida, sino que
además apunta al año sabático, en el que se restablecen las
primigenias relaciones interhumanas y entre el hombre y la creación:
cada semana de años se deja en libertad a esclavos y deudores y se hace
descansar la tierra (Ex 21,2;23,20s;Dt 15,1ss;Lev 25,3s). Y este año
sabático apunta al año jubilar: al cabo de siete semanas de años
todo vuelve a la situación original, reconociendo que el hombre no es
dueño y señor de la creación; es el año de la liberación por excelencia
(Lev 25,8;Jr 25,11s;Dan 9,24). Y este año jubilar apunta en la historia
al reposo, a la paz del tiempo mesiánico: "año de gracia del Señor" (Lc
4,19). Cada sábado es una anticipación simbólica de la redención del
mundo.
El sábado es la fiesta de la creación. A causa de esta fiesta del Dios
eterno fueron creados cielo y tierra, y cuanto vive en ella. Por eso,
«según la narración de la creación, tras el día viene la noche, pero el
sábado de Dios no conoce noche, se convierte en la fiesta sin fin».[13]
El libro de los Proverbios presenta la Sabiduría de Dios -que el
nuevo testamento y los Padres aplican a Cristo o al Espíritu Santo-
«jugando con la bola de la tierra y deleitándose con los hijos de los
hombres» (8,22‑31). Sin duda, el hombre -varón y mujer en unidad y
comunión de amor-, como imagen de Dios, ocupa una posición especialísima
en la creación, pero el hombre no es el centro. El hombre, junto con las
demás criaturas del cielo y de la tierra, ha sido creado para alabar la
gloria de Dios y disfrutar de la divina complacencia en el reposo
sabático.
En el sábado, y por medio de él, conocen los hombres la realidad en que
viven y lo que son como creación de Dios. El sábado abre la creación a
su verdadero futuro. En el sábado se celebra anticipadamente la
redención del mundo. El sábado es incluso la presencia de la eternidad
en el tiempo y una degustación anticipada del mundo venidero. El sábado
es alegría, santidad y descanso; la alegría es parte de este mundo; la
santidad y el descanso son del mundo venidero (Cfr. Dt 12,9;1Re
8,56;Sal 95,11;Rut 1,19).[14]
El sábado es un «signo que une a Yahveh y a sus fieles» (Ex 3 1,17).
Reposar es mostrarse imagen de
Dios. Si el sábado santifica, es que Dios lo santifica (Ez
20,12;Gen 2,2s). Reposar significa que uno no solamente es libre, sino
también hijo de Dios.[15]
El designio de Dios, su plan acerca del hombre, como interlocutor y
partícipe de su vida, preside su actividad creadora. Dios nos ha hecho
para la fiesta, para que lleguemos a la plenitud de vida en una
comunicación vivificante con El: «Así nos eligió en Cristo desde antes
de la creación para ser santos e inmaculados en su presencia mediante el
amor» (Ef 1,4). El hombre, como imagen de Dios, ha sido creado para el
sábado, para reflejar y ensalzar la gloria de Dios que penetra en su
creación. El sábado permite al hombre entrar en el misterio de Dios. No
consiste sencillamente en cesar en el trabajo, sino en celebrar con gozo
al Creador y al Redentor. Puede llamarse «delicia», pues el que lo
celebre «hallará en Dios sus delicias» (Is 58,13ss).[16]
El sábado es un día de paz y armonía, paz entre los hombres, paz dentro
del hombre y paz con toda la creación. En este día el hombre no tiene
derecho a intervenir en el mundo de Dios, a cambiar el estado de las
cosas. En la quietud del sábado, los hombres no intervienen en su
entorno con el trabajo, sino que permiten que el mundo sea por completo
creación de Dios. Reconocen el don de la creación y santifican ese día
mediante su propia alegría por existir como criaturas de Dios en la
comunión de la creación. La paz del sábado es, ante todo, la paz con
Dios, pero esta paz abarca a todo el hombre como persona, consigo mismo
y en relación con los demás y con los seres de la creación. El vestir,
el comer, el comunicarse, el cantar y alabar a Dios llenan de júbilo el
sábado.
El conocimiento en el amor está vinculado a la alegría de existir, a la
expresión laudatoria y agradecida de la comunión.
Este conocimiento se expresa en la alegría espontánea y en la
complacencia sin sombras. Para P. Evdokimov «el hombre está llamado a
ser el ser vivo eucarístico».[17]
Está llamado desde el principio a expresar la experiencia de la
creación en agradecimiento y alabanza (Sal 8;19;104). Los cantos o
«salmos de creación» son cantos de acción de gracias y alabanza al
Creador. Expresan la conciencia de que el mundo es creación y regalo de
Dios. El hombre, en gratitud, presenta en su canto el regalo recibido y
aceptado al donante, a Dios.
En el fondo, todas las criaturas de Dios son, como
dones suyos, seres
eucarísticos, pero el hombre ha sido
capacitado y llamado a expresar
ante Dios la alabanza de las criaturas; con su canto de acción de
gracias da voz a la lengua muda de la creación. El sol, la luna, la
tierra, las aves, peces, animales glorifican a Dios a través del hombre
(Dan 3,51‑90;Sal 148). Por eso el hombre canta la liturgia cósmica
en la alabanza de la creación; y el cosmos canta a través del hombre
el canto eterno de la creación ante el Creador: «Cuanto tiene aliento
alaba al señor» y «los
cielos ensalzan la gloria del Señor».[18]
Quien quiera entrar en la santidad del sábado, primero debe abandonar
la profanidad del bullicio del trabajo. Se trata de tomar
conciencia de que el mundo ya ha sido creado y que sobrevivirá sin tu
ayuda, sin tu trabajo. El sábado es el día en que prestamos atención y
cuidado a la semilla de eternidad sembrada en el espíritu del hombre.
El sábado no es una ocasión para la diversión o frivolidad. «El
trabajo sin dignidad es causa de miseria; el descanso sin espíritu es
origen de depravación. Por eso la oración de la tarde para el Sabbat
judía dice: "Que tus hijos se den cuenta y entiendan que su descanso
viene de ti y que descansar significa santificar tu Nombre".[19]
Sin embargo, el sábado es deleite para el hombre: «Si llamas al sábado
tu delicia, entonces te deleitarás en Yahveh, que te alimentará con la
heredad de Jacob» (Is 58,13‑14). El hombre en su totalidad participa de
esta bendición de Dios. Pero el hombre moderno, al negar a Dios y la
posibilidad transcendente del hombre, cae en el vacío. Pascal expresó ya
este sentimiento: «El silencio eterno de los espacios infinitos me
horroriza».[20]
Y Nietzsche, al proclamar la «muerte de Dios», experimentó como uno de
sus efectos la pérdida de toda orientación: «¿Qué hicimos cuando esta
tierra rompió las cadenas que la unían a su sol? ¿Hacia dónde se mueve
ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los
soles? ¿No estamos cayéndonos constantemente? ¿Hacia atrás, hacia los
lados, hacia adelante, a todos los lados? ¿Sigue habiendo un arriba y un
abajo? ¿No estamos vagando a través de una nada infinita? ¿No nos sopla
el espacio vacío?».
El espacio bíblico de la fe está abierto «hacia arriba». Hay una escala
que marca y orienta la mirada del hombre (Gen 28,12‑19) hacia la «morada
de Dios y puerta del cielo». La razón última de la plenitud humana es
saber que, misteriosamente, por amor, el hombre es necesario a Dios, y
este saberse necesario para otro es lo que le hace feliz: «El
sentimiento de futileza que acompaña el sentido de ser inútil, de no ser
necesario en el mundo, es la causa más común de la psiconeurosis. La
única manera de evitar la desesperación es ser una necesidad más
que un fin. La felicidad puede definirse, en efecto, como la certidumbre
de ser necesario, pero ¿quién necesita al hombre?».[21]
Por esto, Miguel de Unamuno escribía en su diario (Madrid 1970) que
«las fechas reales de la vida de un hombre son los días y las horas en
que le ha sido dado adquirir una nueva idea de Dios».
La civilización técnica se caracteriza por la conquista del espacio por
parte del hombre. En ella se gasta tiempo para conseguir espacio.
Aumentar el poder en el mundo del espacio es el principal objetivo. Pero
tener más no significa ser más. El poder que se consigue en el mundo del
espacio acaba bruscamente en el límite del tiempo. Dar importancia al
tiempo, celebrar el tiempo, lo santo de la creación, es vivir; no
es poseer sino ser; no es someter sino compartir. Pero, en realidad,
sabemos qué hacer con el espacio, pero no con el tiempo. Ante el tiempo
el hombre siente un profundo temor cuando se enfrenta a él.
Por ello,
para no enfrentarse al tiempo, el hombre se refugia en las cosas del
espacio, se afana en poseer cosas,
llenar el vacío de su vida con cosas. «El tiempo es un demonio,
una enfermedad mortal, que destila una nostalgia fatal. El paso del
tiempo hiere al corazón del hombre con la desesperación y llena su
mirada de tristeza».[22]
¿Es el afán de poseer un antídoto contra el miedo que crece hasta ser
terror ante la muerte inevitable? La verdad es que para el hombre es
imposible evitar el problema del tiempo, que no se deja dominar con la
posesión de las cosas. Sólo podemos dominar el tiempo con el tiempo,
con la celebración del tiempo.
Por ello, la Escritura se ocupa más del
tiempo que del espacio. Presta más atención a las generaciones, a los
acontecimientos que a las cosas. Le interesa más la historia que la
geografía. Sin que esto signifique despreciar el espacio y las cosas.
Espacio y tiempo están interrelacionados. No se puede eludir uno o
despreciar el otro. Las cosas son buenas. Pasar por alto el
tiempo o el espacio es estar parcialmente ciego. La tarea del hombre es
conquistar el espacio y santificar el tiempo. Conquistar el espacio
para santificar el tiempo. En la celebración del sábado nos es dado
participar de la santidad que está encerrada en el corazón del tiempo.
El sábado es la fiesta de la creación; es el día del descanso, la corona
del tiempo y de la creación. Y no se le puede instrumentalizar. Hay una
desfiguración del descanso, del juego, cuando se ve el ocio en función
de un mayor rendimiento en el trabajo, como un recuperar fuerza para
seguir produciendo; o cuando los políticos lo usan -«pan y circo»- para
tener al pueblo contento, alienado y sometido. El ocio, en cambio, es
liberador cuando nos permite recuperar la libertad y espontaneidad
perdida. Pues, por inevitable que sea el trabajo, el hombre no ha sido
creado para la fatiga, sino para la felicidad, para el disfrute de una
vida plena y feliz. Al soltarse las cadenas, las coyundas que le amarran
a la máquina de la producción, recuperando la alegría de la libertad, el
hombre se percata que está hecho para caminar erguido y no doblegado,
ver y jugar con el otro, libre de lo anónimo de la producción,
recuperando la gratuidad de la comunicación. Este es el juego del niño,
que «no busca otra cosa sino desplegar su actividad desbordar su vida
libremente en espontaneidad de movimientos, palabras y gestos...En eso
consiste la esencia del juego: en el desbordamiento de vida, sin más
fin que la plenitud y expresión de esa misma vida, llena de sentido en
su puro existir».[23]
Ese es el espíritu de la liturgia festiva del día de reposo. Seis días a
la semana vivimos bajo la tiranía de las cosas, el séptimo sintonizamos
con la santidad del tiempo.
El sábado no está hecho para los días laborales, sino éstos para el
sábado (Zohar I,75). No es un intermedio, sino la cúspide de la vida. El
descanso sabático como día de abstenerse de trabajar, no tiene por
finalidad recobrarse de las fuerzas perdidas, para mejorar la eficacia
productiva. El sábado es fin y no medio: «Ultimo de la creación, primero
en la intención», es el fin
de la creación. Es el día para cantar la vida y a Dios creador de la
vida.
2. EL PECADO: AGUAFIESTAS DEL HOMBRE
Dios creó el mundo y le salió bien; contempló cuanto había hecho y vio
que era muy bueno (Gen 1,31). Pero en aquel mundo armonioso, el pecado
introduce la división: odio, injusticia, guerra, muerte. Tal es la
explicación que nos da el Génesis de la presencia del mal en el mundo;
y en varias escenas va mostrando la marea creciente del pecado: Caín, el
asesino; Lamec, el vengativo; la humanidad corrompida, que perece en el
diluvio. El género humano comienza de nuevo con Noé y su familia, pero
el pecado no duerme; sigue corrompiendo al hombre y creando división:
torre de Babel, derramando sangre y envenenando las relaciones humanas.
Es la historia que ha llegado hasta nosotros.
Este panorama desolador enseña, sin embargo, que el pecado no es
ingrediente de la naturaleza humana, no es creacional, no forma parte
«del principio», del plan de Dios. Es defección, no defecto ingénito;
virus, no cromosoma. Ahí residen la posibilidad y la esperanza de su
curación.[24]
Es un misterio profundo que el hombre, que lo ha recibido todo de Dios y
no puede subsistir un momento sin su palabra dadora de vida, pueda ir en
contra de la auténtica significación de su vida. «Este acto de libertad
que niega a Dios es la contradicción absoluta en la que Dios es afirmado
y negado a la vez» (Rahner). El hombre, creado como imagen de Dios,
colocado en la cima del universo, en diálogo con Dios y en comunión con
el «otro», su ayuda adecuada, contrasta dolorosamente con la
experiencia inmediata: el miedo, la tristeza, la violencia, la
incomunicación, el odio, la muerte. Sin embargo, el hecho de que el
hombre juzga la realidad actual como anómala, su insatisfacción,
demuestra que el lado luminoso del hombre no puede negarse, sino que ha
de suponerse como válido, aunque se halle contradicho y renegado.[25]
Adán y Eva, cediendo a la sugestión de la serpiente, desobedecen a Dios,
porque quisieron «ser como Dios conocedores del bien y del mal» (Gen
3,5), es decir, ponerse en lugar de Dios para decidir del bien y del
mal; tomándose a sí mismos por medida, pretenden ser dueños únicos de
su vida, con autonomía absoluta de Dios.
Según Gen 2, la relación de Dios con el hombre no era una relación
únicamente de dependencia, sino sobre todo de amistad. Dios no había
negado nada al hombre creado «a su imagen»; no se había reservado nada
para sí, ni siquiera la vida (Sab 2,23). Pero por instigación de la
serpiente, «la más astuta de los animales», Eva, y luego Adán, se ponen
a dudar de este amor de Dios: el precepto dado para el bien del hombre
(Rom 7,10) no sería más que una estratagema inventad por Dios para
salvaguardar sus privilegios; es la sospecha que trata de insinuar el
tentador al decir a Eva «¿Cómo es que Dios os ha dicho: no comáis de
ninguno de los árboles del jardín?». Es como decir, si no puedes comer
de uno es como si no pudieras comer de ninguno, no eres libre, Dios te
está limitando, no es un Di bueno, sino un Dios celoso de su poder. Y la
advertencia añadida al precepto, según el tentador, sería sencillamente
una mentira, una amenaza para mantener hombre sometido: «No, de ninguna
manera moriréis Pero Dios sabe muy bien que el día en que comáis este
fruto, se os abrirán los ojos y seréis como dioses. El hombre cree a
quien le adula y desconfía de Dios, quien considera su rival.
El pecado
ha transformado la relación que unía al hombre con Dios. Todo ha
cambiado entre el hombre y Dios. Aún antes de que Dios intervenga (Gen
3,23), Adán y Eva, que antes gozaban de la familiaridad divina (Gen
2,25), «se esconden de Yahveh Dios entre
los árboles» (3,8). La iniciativa fue del hombre; él es el que ya
no quiere nada con Dios, que le tiene que buscar y llamar; la expulsión
del paraíso ratificará esa voluntad del hombre; pero éste comprobará
entonces que la advertencia no era mentira: lejos de Dios no hay acceso
posible al árbol de la vida (3,22); ni hay más que muerte.[26]
El relato del Génesis es etiológico. Adán es en realidad todo hombre.
La rebelión de Adán es la nuestra. Damos crédito al diablo, que «desde
el comienzo es mentiroso y asesino».[27]
El salario del pecado es la muerte
San Pablo ha visto con profundidad inigualable la relación en la
existencia del hombre entre pecado y muerte. Por Adán ha entrado el
pecado en el mundo y con el pecado ha entrado la muerte, ya que el
salario del pecado es la muerte (Rom 6,12-23). El pecado paga siempre
con muerte. Esta situación pecadora en la que se encuentra el hombre se
actualiza por la ley. La ley despierta, como a un león dormido, la
concupiscencia del hombre, que tiende a afirmarse a sí mismo frente a
Dios (Rom 7 ,7‑10;5,13; Gal 3,19). Este es el núcleo de la actitud
pecadora del hombre, que quiere constituirse en señor absoluto y
autónomo de su vida. Comenzando por el pecado de Adán, el impulso y la
fuerza que mueven a todo hombre al pecar es levantarse contra Dios.
Pecar es negar a Dios como único Señor; es ver a Dios y su ley no como
expresión de su amor, sino como manifestación de rivalidad y dominio
sobre el hombre.[28]
También para nosotros, como Adán, el sufrimiento y la muerte, la
vergüenza y la huida de Dios, la ruptura de la comunión y la
infidelidad, los cardos y la agresividad del corazón, son salario del
pecado. El hombre, a negar el amor de Dios, por considerarlo celoso de
su independencia, experimenta el dominio del pecado, al que se siente
vendido (Rom 6,6‑20;7,14). Así el hombre antes de la muerte corporal,
experimenta el poder de la muerte (Ef 2,1); siente por dentro de su ser
la fuerza el miedo de la muerte.
La carta a los Hebreos, presenta a Jesucristo, diciendo: "Así como los
hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó El de
las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es
decir, al diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte,
estaban de por vida sometidos a esclavitud" (2,14‑15). La división
interior, que el hombre
siente, entre la llamada al amor y la seducción del pecado, entre la
obediencia a Dios y la dependencia de la «ley del pecado» es debida al
poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está
encadenada. «¡Pobre de mí! exclamará san Pablo, ¿quién me librará de
este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7,24‑25).[29]
La Escritura distingue entre pecado, como poder alienación y perversión
del corazón humano, y los diversos actos y expresiones del pecado, a
los que llama pecados. En Dt 27,15‑26 encontramos doce maldiciones
relacionadas con doce pecados que eran una amenaza para el pueblo de la
alianza. La ley mosaica, al tiempo de Jesús, contenía seiscientos trece
preceptos, que componían un código moral completo, y sin duda, un
catálogo de pecados. San Pablo también presenta diversos catálogos de
pecados, que cierran la puerta para entrar en el reino de Dios.[30]
Pero más allá de los actos pecaminosos, se remonta san Pablo a su
principio: en el hombre pecador, los pecados son expresión y
exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado, como dice san
Juan. El pecado, en singular, presentado a veces como un poder
personificado, parece confundirse con satán, el «dios de este mundo»
(2Cor 4,4); pero se distingue de él; el pecado pertenece al hombre
pecador, es algo interior a él. Introducido en el género humano por la
desobediencia de Adán (Rom 5,12‑19) y como por repercusión en toda la
creación (Rom 8,20), el pecado pasó a todos los hombres, arrastrándolos
a todos hacia la muerte. Como dice P. Ricoeur, de manera al parecer
incongruente, en pleno estado de inocencia, surge un ser malo, la
serpiente, el tentador. Antes que el hombre peque está ya presente el
mal; «el mal no es sólo acto, es tradición», sale a nuestro encuentro
en la ruta, vive entre nosotros, en nosotros. Cada acto concreto de
pecado ratifica y refuerza el pecado original.[31]
El hombre, en esta situación, se encuentra «vendido al poder del
pecado» (Rom 7,14), capaz todavía de «simpatizar» con el bien y hasta de
«desearlo», -lo que prueba que no todo está en él corrompido-, pero
absolutamente incapaz de realizarlo y, por tanto, necesariamente
destinado a la muerte, salario, desemboque y remate del pecado (Rom
7,14‑23).
El pecado no es sólo ni ante todo una ofensa de naturaleza jurídica o
personal que el hombre hace a Dios, sino la autodestrucción de sí mismo,
como consecuencia de la ruptura de su relación con Dios, con los
hombres y con la creación. Se puede decir que el hombre, cuando peca,
no ofende primordialmente a Dios, sino a sí mismo. Al destruirse a sí
mismo, como obra e imagen de Dios, ofende a Dios: «¿Pero me
ofenden a mí?, oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a ellos para su
confusión? (Jr 7,19). Como dice Santo Tomás: «Nosotros no ofendemos a
Dios si no es por lo que hacemos contra nuestro bien».[32]
Ciertamente el hombre no puede herir a Dios en sí mismo. La Biblia
recuerda frecuentemente la transcendencia de Dios: «Si pecas, ¿qué le
haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?» (Job 35,6).
Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí mismo,
perdiendo su verdadera gloria y libertad. La libertad es esencialmente
fruto de un don previo, acogido en la confianza y gratitud a Dios. El
pecado surge cuando el hombre se yergue en poseedor y dominador, en
lugar de ser acogedor, admirador y adorador. La verdadera gloria sólo
surge cuando la libertad es acogida como don de Dios y vivida como amor
a los hombres; aceptada en gratitud orante y vivida en la creación de
gracia para los demás. La verdadera gloria del hombre es la de ser
adorador y servidor.
En palabras de Juan Pablo II, a los jóvenes
peregrinos a Santiago de Compostela, el domingo 20 de agosto de 1989:
«El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor. En
estas palabras se encuentra el criterio esencial de la grandeza del
hombre. Este criterio es nuevo. Así fue en tiempos de Cristo y lo sigue
siendo después de dos mil años. Este criterio es nuevo. Supone una
transformación, una renovación de los criterios con que se guía el
mundo... El criterio con que se guía el mundo es el criterio del
éxito. Tener el poder económico para hacer ver la dependencia de
los demás. Tener el poder cultural para manipular las conciencias.
¡Usar y abusar! Tal es el criterio de este mundo».
Para este amor, que hace capaz de servir, ha sido creado el hombre. Y el
pecado es el rechazo de esta plenitud del hombre. Es el rechazo de la
libertad como don y servicio y querer lograrla como conquista propia, en
autonomía frente a Dios y como dominio de poder sobre los demás. Se es
libre no por la independencia e insolidaridad frente al mundo, frente a
los hombres y frente a Dios. Esto tiene otro nombre. Es egoísmo
absoluto. Pero cuando el hombre quiere ser libre en este sentido,
entonces sucumbe a su finitud ontológica, se queda solo consigo mismo
en violenta soledad; quiebra la corriente de solidaridad que lo religa a
la creación. Y al querer desconectarse del origen mismo de su libertad,
que es Dios, queda desnudo, reducido a sus limitaciones. E hombre
existe en correlación. Cerrado en sí mismo altera su orden ontológico.
Por eso, cuando él niega su dependencia de Dios, en su autonomía
experimenta la rebelión de la realidad contra él. Es lo que traduce la
conocida frase de H. de Lubac: «No es verdad que el hombre no pueda
organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que sin Dios no puede
organizarla en definitiva más que contra el hombre».[33]
Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo;
pero puede herirlo en su imagen, y El toma como propias las ofensas a
sus criaturas. El Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente
al hombre y al mundo. Por ello, si el pecado no «hiere» a Dios en sí
mismo, le hiere en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así, a
David que, «hiriendo a espada a Urías el hitita y quitándole su mujer»,
pensaba no haber ofendido más que a
un hombre, Dios por el profeta Natán dirá que «ha despreciado a
Yahveh» (2Sam 12,9ss). Además, el pecado «cavando un abismo entre Dios y
su pueblo» (Is 59,2), alcanza a Dios en su designio de amor.
Dios, en su amor, se siente ofendido de ingratitud con la infidelidad de
la esposa Israel: «¿Has visto lo que ha hecho Israel, la
rebelde?» (Jr 3,7.12; Ez 16;23). El pecado aparece como violación de
relaciones personales, en definitiva como la negación del hombre a
dejarse amar por un Dios que es amor. El pecado no es, pues,
transgresión de leyes; en su pleno sentido es romper la alianza.
Moisés simbolizó este hecho al romper las tablas de la alianza (Cfr. Dt
9,16‑17).
No reconocer a Dios, constituyéndose Dios de sí mismo, cambiando al Dios
verdadero por uno falso (Rom 1,18‑25), lleva como consecuencia a la
ruptura con el prójimo. San Pablo dará una lista impresionante de
pecados contra el prójimo de los paganos que han negado a Dios:
«injusticia, perversidad, codicia y maldad; llenos de envidias,
homicidios, discordias, fraudes, depravación; son difamadores,
calumniadores, hostiles a Dios, insolentes, arrogantes, fanfarrones,
ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales,
sin entrañas, despiadados...» (Rom 1,29‑32).
El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una
ruptura entre los miembros de la familia humana. Ya en el paraíso, en el
seno mismo de la pareja primordial, apenas cometido el pecado, Adán
acusa a Eva, «la ayuda adecuada» que Dios le había dado (Gen 2,18),
«hueso de sus huesos y carne de su carne» (2,23). El hombre se excusa a
sí mismo acusando a la mujer; y la acusación a la mujer es,
simultáneamente, acusación al mismo Dios: «la mujer que Tú me diste»
(Gen 3,12). Es una expresión amarga que el hombre lanza con una sola
frase en ambas direcciones: hacia su mujer y hacia Dios. Todo ha
cambiado en las relaciones mutuas y para con Dios. La consecuencia es
inmediata: «la pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará»
(3,16). En lo sucesivo esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán
(4,8); luego, el reinado de la violencia y de la ley del más fuerte, que
celebra el salvaje canto de Lamec (4,24).
El pecado tiene siempre una dimensión social debido al vínculo de
solidaridad que une a toda la familia humana (Cfr. Jos 7). Cuanto más se
disgrega la comunión con Dios, tanto más crece la solidaridad con el
mal, que el pecado manifiesta y consolida. El desorden del pecado incide
en la vida de la comunidad humana y eclesial y en la misma presencia del
hombre en el cosmos.[34]
Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en
explotación, rivalidad, injusticia, cruel dad, desprecio. El Evangelio,
oponiéndose a la concepción ritualista de lo puro y lo impuro, coloca la
impureza «que contamina al hombre», dentro de su propio corazón,
del que brota la maldad también para con los otros: «De dentro del
corazón de los hombres salen los designios perversos, fornicaciones,
robos, asesinatos adulterios, codicia, maldades, engaños, inmoralidades,
envidias, injurias, insolencias e insensatez; esto es lo que mancha al
hombre» (Mc 7,20‑23).
El pecado ofende al mismo pecador
Según el Vaticano II, «el pecado rebaja al hombre
impidiéndole lograr su propia plenitud» (GS 13) «Más aún, como
enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo
que querría llevar cabo. Por ello siente en sí mismo la división» (GS
10) La GS describe en diversos momentos los aspectos fundamentales en
que se concreta esta alienación del hombre pecador: el pecado
provoca la rebelión del cuerpo (n.13); oscurece y debilita la
inteligencia (15); cuándo deviene habitual entenebrece la conciencia
(16); hiere la libertad (17); causa la muerte y la esclavitud humana
(nn. 18;41).
El Concilio ha caracterizado al hombre pecador con la palabra
alienación. Es como ve Pablo al hombre, a quien Cristo ofrece la
salvación: alienado de la vida de Dios (Ef 4,18), alienado de la
comunidad del pueblo de la alianza (Ef 2,12), alienado de su propia
conciencia (Col 1,21), alienado, dividido en sí mismo, en su interior
(Rom 7,14ss) . Por ello «el hombre se siente incapaz de domeñar por sí
mismo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado
entre cadenas» (GS 13).[35]
Ya en la narración del diluvio se dice, por dos veces, que el corazón
del hombre está inclinado continuamente al mal desde la niñez (Gen
6,5;
8,21), que lleva a «la dureza de corazón y de cerviz» (Dt 9,6), como
repetirá tantas veces la Escritura. Esta dureza de corazón hace «que
con los ojos no vea ni con los oídos oiga» (Is 6,5‑10). Para que cambie
esta situación se necesitará «cambiar el corazón» (Dt 30,3‑8;Jr 4,4).
Sólo Dios puede cambiar el corazón; en los salmos se pide este corazón
nuevo y espíritu nuevo (Sal 50). Por esto «todo hombre está bajo el
pecado y privado de la gloria de Dios», en confesión de Pablo (Rom 3,
23), que nos ha descrito la división interior del hombre con
toda su fuerza en su texto clásico (Rom 7,14‑25).[36]
Esta división interior se manifiesta en el miedo (Gen 3,10), la
angustia existencial, la tristeza. La tristeza contrariamente
a la alegría que está ligada a la presencia de Dios, es un fruto amargo
del pecado que separa de Dios, que hace que el hombre se esconda de Dios
(Gen 3,10) o que «Dios le oculte su rostro» (Sal 13,2s) haciendo que el
hombre se sienta condenado «a alimentarse de un pan de lágrimas» (Sal
80,6). Esta tristeza deprime el corazón (Pr 12,25), abate el espíritu
(Pr 15,13) deseca los huesos (Pr 17,22).
Como escribe B. Haering, «el pecado lleva a la tristeza privando a la
persona de la capacidad para gozar y reposar en el bien. Reduce la
capacidad de apreciar, de ser agradecido, de participar en el gozo de
otras personas y de ser fuente de alegría para ellas. Quizás imite el
gozo mediante una demostración de alborozo, pero su risa será hueca.
Intentará proyectar un sentido de humor, pero será sarcasmo e ironía
-hasta el cinismo- que daña las relaciones. Como no está en paz consigo
mismo, se sentirá continuamente tentado a luchar contra algo o contra
alguien».[37]
La realidad de muerte del pecado se expresa con diversos símbolos. El
primero es el camino errado. El pecado es una desviación, entrar
por una senda que lleva al precipicio, a la muerte (Dt 30,15‑20). La
desviación degenera en extravío, que conduce a la perdición (Sal
1,6;Prov 12,28). El pecado, colocando al hombre en un camino tortuoso
(Pr 21,8), hace que el hombre no encuentre el sendero recto, terminando
en un callejón sin salida, que acaba en la ruina. La acción de Dios es
creadora, la del pecado destructora. Caminando hacia la muerte, el
hombre descarriado se aleja de Dios que es la vida; no se entiende a sí
mismo, pues obra contra su sed de vivir; no se siente solidario de los
demás, enemigos de su egoísmo, obligándolo a vivir encerrado en el
círculo de su yo, que se restringe cada vez más por el miedo a la
muerte, que le amenaza en los demás y en los hechos de la historia (Heb
2,14), encaminándole hacia el no ser.
Otro símbolo del pecado es la esclavitud bajo el poder del mal.
San Pablo lo presenta como un tirano que somete al hombre a sus deseos,
haciéndolo instrumento para el mal (Rom 6,12‑13). Es una fuerza que
aísla y acapara, bloqueando los puentes de comunicación con Dios, con
los demás y con la creación. Su desenlace será la condena a muerte (Rom
6,16).
Otro símbolo es el de enfermedad, un virus que mina las fuerzas
del hombre, impidiéndole ser él mismo. La infección coincide con la
abdicación de la libertad: la adhesión de la voluntad al mal enferma, y
el hombre se encuentra afectado de un cáncer que no puede eliminar por
sí mismo. El pecado es como la lepra, que le corroe la carne propia y le
aleja de la comunidad.
Estos tres símbolos, expresión y manifestación de la realidad del
pecado, indican que el pecado es un principio de muerte, una situación
o actitud que produce confusión, error, desequilibrio, aislamiento,
destrucción: «La paga del pecado es la muerte».[38]
El pecado no vence el amor de Dios
Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de
pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta
una decisión de la voluntad. Al menos en sus mejores momentos -o en su
peores momentos, de mayor desesperación- puede desear el bien, pero
cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia
inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de hechizo, que le
quita la libertad de acción, sintiéndose cautivo. Esa es la angustia que
describe San Pablo, en el texto tantas veces citado:
Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder,
pues lo que yo quiero no lo hago y, en cambio, lo que detesto eso lo
hago...Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo.
Cuando quiero
hacer el
bien, es el mal el que me encuentro en las manos. En lo íntimo, cierto,
me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo otra ley
contraria que lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de
la ley del pecado que está en mi cuerpo... En una palabra, yo, por un
lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; pero, por otro, con
mis bajos instintos, sirvo a la ley del pecado (Rom 7,14‑25).
Esta situación lleva a Pablo a gritar: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a
Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7,24).
El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de
destruir la relación de Dios con el hombre. Dios mismo ha decidido y
creado esa relación. Y sólo Dios puede eliminarla y revocarla. La imagen
de Dios en el hombre queda desfigurada por el pecado, pero no destruida,
puede ser recreada. Tras la caída original, podemos considerar ya como
gracia de Dios este permanente destino y posibilidad del hombre a
ser imagen de Dios en la tierra. El pecado no vence el amor de Dios.
¿Quién nos separa del amor de Dios, que hemos conocido en Cristo Jesús?
Nada humano, ninguna criatura, ni siquiera el pecado, nos puede apartar
del amor de Dios. No obstante el rechazo del hombre, mientras el hombre
está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él. La gracia de
esta fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la
vocación salvadora del hombre mediante Cristo, que carga con el pecado,
se hace pecado, deshecho de los hombres, desfigurado el rostro en la
cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor original, como imagen
de Dios.
3. EL DOMINGO: FIESTA DE
LA NUEVA CREACION
Cristo: buena noticia de salvación
Al hombre esclavo del pecado, muerto por el pecado incapaz de darse por
sí mismo la vida, el cristianismo no le presenta una nueva ley, por
perfecta que sea, para aplastale y hundirle más hondo. Cristo no se
presenta como modelo, que el hombre de pecado no puede imitar,
para impulsarle a la desesperación. La fe cristiana no es tampoco una
doctrina sublime, que de nada serviría a un hombre que se siente ahogar
en las aguas de la muerte. El Evangelio de Cristo es evangelio:
buena noticia de salvación.
Para comprender lo que es una buena noticia, que es el Evangelio, es
esclarecedor un texto de Isaías. La ciudad de Jerusalén está esperando
sobre las murallas la vuelta de los cautivos. Un heraldo se adelanta al
pueblo que retorna de Babilonia. Cuando los vigías divisan a este
mensajero, dan gritos de júbilo que resuenan por la ciudad y se
extienden por todo el país. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies
del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia
la salvación, que dice a Sión ya reina tu Dios. ¡Una voz! Tus vigías
alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos
ven el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo,
soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha
rescatado a Jerusalén» (Is 52,7‑9). «Súbete a un alto monte, alegre
mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá:
Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor con poder» (Is 40,9).
El heraldo pregona la victoria de Dios. La salvación, la restauración
de Israel, viene con la palabra del anuncio. Yahveh ha puesto en la boca
del mensajero la noticia que alegra el corazón del pueblo; la hora de la
actuación de Yahveh ha irrumpido. La salvación de Dios es realidad. Dios
libera a los cautivos y congrega a los dispersos. El llanto se cambia en
gozo. Las ruinas de Jerusalén exultan. Las cadenas se rompen. Hasta la
aridez del desierto florece para saludar a los que retornan. Ya reina tu
Dios; ahí está tu Dios; ya puedes celebrar tus fiestas (Cfr. Nah 2,1).
Con el retorno del Señor se anuncia al pueblo la consolación, se
le comunica la paz.
El profeta nos ha dicho qué es una noticia y al cantar la vuelta del
exilio con unos símbolos que se desbordan sobre la realidad, su anuncio
se hace profecía, que apunta a la consumación en el anuncio de la Buena
Noticia de Jesucristo vencedor de la muerte y del pecado.[39]
Esta noticia jubilosa que resuena y corre veloz es el Evangelio:
Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María
Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo
un gran terremoto pues el Angel del Señor bajó del cielo y, acercándose,
hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella... El ángel se dirigió a las
mujeres y les dijo: No temáis, sé que buscáis a Jesús, el Crucificado,
no está aquí. ¡Ha resucitado! Y ahora id aprisa a decir a sus
discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y os precederá en
Galilea. Allí le veréis. Mirad os lo he anunciado. Ellas se marcharon a
toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a
anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y
les dijo: Alegraos... No temáis. Id a comunicar a mis hermanos que vayan
a Galilea; allí me verán» (Mt 28,1‑10).
Es la noticia del Evangelio. Ante la impotencia del hombre, Dios toma la
iniciativa y manda a su Hijo Jesucristo a rescatarnos de la esclavitud
del pecado. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a la muerte a su Hijo
único» (Jn 3,16). «Todos pecaron y están privados de la gloria, de la
presencia de Dios. Pero gratuitamente les justifica con el don de su
amor, mediante la salvación realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,23‑24).
«Cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios»
(Rom 5,10). «Esto es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio
de Cristo» (2Cor 5,18).
En Cristo vuelve el hombre a la vida y a la libertad. La pascua de
Cristo de la muerte a la resurrección arrastra con El al hombre de la
muerte a la vida, de la tinieblas a la luz, de la esclavitud a la
libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la
alegría.
La muerte de Cristo es la manifestación del amor de Dios al hombre:
"Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores, así nos muestra
Dios el amor que nos tiene" (Rom 5,8). La antigua solidaridad con Adán
contagiaba la muerte; la comunión con el nuevo Adán infunde vida: "Si
por el pecado de aquel solo, la muerte reinó en el mundo, mucho más los
que reciben la abundancia de gracia y de perdón gratuito vivirán y
reinarán por obra de uno solo, Jesucristo" (Rom 5,17). Así, Cristo,
hombre de carne y sangre, como los hijos de Adán, destruyó la muerte y
aniquiló al señor de la muerte, el diablo, rompiendo el círculo del
miedo en que tenía encerrados de por vida a todos los hombres. Es la
noticia salvadora: "Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado.
La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el
pecado, y la fuerza del pecado es la ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos
da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (1Cor 15,54-57).
Cristo se enfrentó a la muerte, entró en ella para combatirla cuerpo a
cuerpo; para aniquilarla. El se hizo pecado, cargando sobre sí todos
nuestros pecados, dejando que nuestros pecados le hicieran experimentar
su salario de muerte, sufriendo el abandono de Dios (Mt 27,46),
asumiendo sobre sí lo más terrible de nuestro pecado, hasta sufrir la
muerte de pecador, muerte de cruz, descendiendo hasta los infiernos.
Pero la muerte no tuvo poder para retenerlo bajo su dominio. El Padre no
le abandonó en la muerte. Le resucitó como primicias de todos nosotros,
liberados del pecado, cancelando el protocolo de condena que pesaba
sobre nuestra cabeza.
Cristo nos rescató del dominio del pecado recorriendo el camino inverso
del hombre. El hombre, siendo criatura, quiso hacerse Dios, celoso de la
condición divina. "Cristo, a pesar de ser Dios, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de sí mismo y tomó la
condición de esclavo, pasando por uno de tantos; se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y
le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que toda lengua
proclame: Cristo Jesús es SEÑOR, para gloria de Dios Padre" (Filp
2,5-11).
El Padre, al resucitar a Jesús, le constituyó Señor, con poder sobre
todo dominio y esclavitud, de modo que la fe en Cristo libera al hombre
de toda opresión: "Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber
padecido la muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte
para bien de todos. Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó
conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria,
perfeccionar y consagrar con sufrimientos al que iba a guiarlos a la
salvación. Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos
el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos" (Heb
2,9-12).
"Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
podamos salvarnos" (He 4,12).
El hombre, muerto por su rebeldía y desobediencia, es salvado por la
obediencia incondicional de Cristo. Cristo muere por amor al Padre, sin
dudar de su amor ni ante la muerte, y por amor al hombre, al que salva
de su rebeldía, que le priva de la cercanía de Dios. Así ha vencido el
pecado, reconciliando a los hombres con Dios. Esta reconciliación lleva
consigo el perdón de todo pecado. "Habiendo recibido la reconciliación
por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo.
Por El hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en
que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la
gloria de Dios" (Rom 5,1‑2). Reconciliados con Dios, en la sangre de
Cristo, «no hay ya motivo de condenación para los que están unidos a
Cristo Jesús» (Rom 8,1). Y «si Dios está por nosotros, ¿quién estará
contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con El? ¿Quién
acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién nos
condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, que resucitó y está a
la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos
del amor de Cristo? Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni
ángeles ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni
altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,33‑39).
Reconciliación entre los hombres
El pecado, al romper la relación del hombre con Dios, le llevaba a
encerrarse en sí mismo, rompiendo la comunión con los demás. Por el
miedo a la muerte, se veía obligado a vivir encerrado en el círculo de
su yo, a defenderse del otro, a acusar al otro, para asegurar su vida.
Al restablecerse en Cristo la relación confiada con Dios, el hombre
experimenta la liberación del miedo, pudiendo salir de sí mismo y
abrirse al otro, restablecer la comunión con los demás. El hombre, que
conoce el perdón, no necesita excusar su pecado y acusar al otro, culpar
a los demás de sus males. Como dice S. Kierkegaard, el reconocimiento
de Dios y la conciencia del pecado van inseparablemente unidas. Una y
otro nos hacen bajar del mundo de nuestra fantasía al suelo de la
realidad... Quien se acusa y confiesa encuentra la verdad. Quien
encubre y niega, se condena a la apariencia, que vacía y envilece. Y
como tal encubrimiento y envilecimiento superan la capacidad del hombre,
terminan engendrando desesperación. El acto de fe, la confesión del
propio pecado, la conciencia de la gloria de Dios y de qué glorioso es
ser hombre han ido siempre juntos.[40]
Cristo resucitado, al anunciar la paz con Dios, recrea la hermandad
entre los hombres; hace posible la comunión, al romper todas las
barreras de separación: «Ahora estáis en Cristo Jesús. Ahora, por la
sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos. El es
nuestra paz. El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando en
su carne el muro que los separaba: el odio. El ha abolido la ley con sus
normas y reglas, haciendo las paces, para crear con los dos, un solo
hombre nuevo. Reconcilió con
Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la
cruz, dando muerte, en El, al odio» (Ef 2,13‑16).
El odio y el egoísmo, pecado del hombre, crea enemistad y alza barreras
de todo tipo entre los hombres. Cristo, con su muerte y resurrección,
nos da su Espíritu, que derriba todas estas barreras, creando la
hermandad: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os
habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y
gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno
en Cristo Jesús» (Gal 3,27).
Este amor es la garantía que tiene el cristiano de estar incorporado a
Cristo resucitado, de poseer su Espíritu, de que ha vencido en Cristo
la muerte y de que le han sido perdonados sus pecados: «Nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos.
Quien no ama permanece en la muerte» (1Jn 3,14). Es el signo distintivo
de los discípulos de Cristo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los
unos a los otros. En esto conocerán los demás que sois discípulos míos»
(Jn 13,34‑35). Es más, éste es su único mandamiento: «Este es su
mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos
amemos unos a otros» (1Jn 3,23). Creer en Cristo y amar a los hermanos
es una misma cosa. Como decía Juan Pablo II a los jóvenes en el Monte
del Gozo, en Santiago de Compostela:
¿No estáis aquí para convenceros definitivamente que "ser grandes"
quiere decir 'servir'? Pero este servicio no es ciertamente un
sentimiento humanitario. Ni la comunidad de los discípulos de Cristo es
una agencia de voluntariado y de ayuda social. Un servicio de esta
índole quedaría reducido al horizonte de "espíritu de este mundo". ¡No!
Se trata de mucho más. La radicalidad, la calidad y el destino del
servicio, al que somos llamados, se encuentra en el misterio de la
redención del hombre. Porque hemos sido creados, hemos sido llamados,
hemos sido destinados, ante todo y sobre todo, a servir a Dios, a
imagen y semejanza de Cristo que, como Señor de todo lo creado, centro
del cosmos y de la historia, manifestó su realeza mediante la obediencia
hasta la muerte, habiendo sido glorificado en la resurrección. El reino
de Dios se realiza en este servicio, que es plenitud y medida de
todo servicio. No actúa en el criterio de los hombres mediante el poder,
la fuerza y el dinero. Nos pide a cada uno la total disponibilidad de
seguir a Cristo, el cual "no vino a ser servido sino a servir"... Si de
veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que Cristo reine en
vuestros corazones, que os llene de todo su amor, que os lleve por el
camino que conduce a la "condición del hombre perfecto". ¡No tengáis
miedo a ser santos! Esta es la libertad con la que Cristo nos ha
liberado (Gal 5,1). No como la prometen con ilusión y engaño los poderes
de este mundo: una autonomía total, una ruptura de toda pertenencia en
cuanto criaturas e hijos, una afirmación de autosuficiencia, que nos
deja indefensos ante nuestros límites y debilidades, solos en la cárcel
de nuestros egoísmos, esclavos del "espíritu de este mundo", condenados
a la "servidumbre de la corrupción" (Ron 8,21). ¡Sí! Es necesario
conocer bien qué dones te ha concedido Dios en Cristo, para saber darlo
a los demás.
Este amor o «servicio», expresión del hombre perfecto, es el amor de
los hijos del Padre misericordioso: «amad a vuestros enemigos y rogad
por los que os persigan, para que seáis hijos
de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os
aman, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues,
sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».[41]
Cristo inaugura la nueva creación
Este amor es la vida de la nueva creación inaugurada en la resurrección
de Cristo. Es la nueva creación anunciada por los profetas[42]
y realizada en Cristo. El hombre renovado interiormente por el bautismo
a imagen de su Creador (Col 3,10) es hecho en Cristo «nueva criatura»
(Gal 6,15): «El que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha
pasado, lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5,17). Y con la recreación del
hombre comienza también la «nueva creación» del universo: "Este es el
plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento
culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la
tierra" (Ef 1,9‑10), "reconciliándolas en Cristo consigo mismo" (2Cor
5,18ss;Col 1,20).
Hablando de la misión de Cristo, San Pablo pasa insensiblemente de su
acción en la creación original a la acción en la recreación de todas las
cosas. Creación y redención van unidas. En efecto, existe un perfecto
paralelismo entre Adán y Cristo, nuevo Adán. En el principio Dios hizo
a Adán cabeza del género humano, entregándole el mundo para que le
dominara. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios hecho hombre ha
entrado en la historia como nuevo Adán (1Cor 15,21-45;Rom 5,12‑18).
Dios lo ha constituido cabeza de la nueva humanidad rescatada con su
sangre, humanidad salvada que es su cuerpo (Col 1,18; Ef 1, 22); le ha
dado todo poder en la tierra (Mt 28,18;Jn 17,2), ha puesto todo en sus
manos y le ha constituido heredero de todas las cosas (Heb 1,2;2,6‑9 ).
Esta nueva creación, inaugurada en la resurrección de Cristo, camina
hacia su consumación final, que evoca ya el Apocalipsis: «El primer
cielo y la primera tierra han desaparecido... Entonces el que está
sentado en el trono declaró: he aquí que hago nuevas todas las cosas»
(21,1‑5). Tal será la creación final de un universo transfigurado por
la victoria del Cordero degollado, que reinará sentado en el trono del
Reino.
La semana aparece en el judaísmo y en el cristianismo como el «axis»
del tiempo. Para los judíos, las fases de la luna ritman sábado tras
sábado la sucesión de las semanas. Para los cristianos, la resurrección
de Cristo el «primer día de la semana» judía, después del sábado, lo
convierte en Domingo, «día señorial» o «día del Señor». El ritmo
semanal y la celebración de
dicho día, que es a la vez el primero y el octavo, son los polos
fundamentales de la ordenación del tiempo.[43]
Con la proclamación del sábado mesiánico comenzó la vida pública
de Jesús de Nazareth (Lc 4,18ss). Según la visión cristiana, el tiempo
mesiánico proclamado por El entró en vigor mediante su entrega a la
muerte y resurrección de entre los muertos. Por eso los cristianos
celebran el primer día de la nueva creación. Ven la creación a la luz
de la resurrección. Conocen la realidad a la luz de su recreación.
La luz de la resurrección es una luz que ilumina con la esperanza de su
futura redención también los tiempos pretéritos y a los muertos. Es la
cristiana luz sabática, pero es más que eso. Aparece como luz
mesiánica, salvadora, sobre toda la creación, que ahora suspira por su
liberación con dolores de parto, y le confiere, en su corruptibilidad,
la esperanza indestructible de que será recreada como nueva tierra y
cielos nuevos, como «mundo sin fin». La resurrección de Cristo es la
inauguración de la nueva creación, que se va desplegando en la historia
hasta su consumación en la gloria del reino de Dios. El cristiano vive
«ya» en la gracia de la alianza nueva y definitiva con Dios, sellada en
la sangre de Cristo y autenticada en su resurrección y celebrada en la
Eucaristía. Pero «todavía» está en camino, en la peregrinación de este
mundo, hacia la consumación plena en el Reino de la gloria, por lo que
en cada eucaristía repite: ¡Maranathá!, ¡Ven, Señor Jesús!
El «día del Señor» sustituye la celebración del sábado, porque es el
día «en que amaneció nuestra vida por gracia del Señor, por su muerte y
resurrección».
El Verbo trasladó la fiesta del sábado a la aparición de la luz y nos
dio, como imagen del verdadero reposo, el día salvador, dominical y
primero de la luz, en el que el Salvador del mundo, después de haber
realizado todas sus obras entre los hombres y haber vencido la muerte,
franqueó las puertas del cielo, superando la creación en seis días y
recibiendo el bienaventurado sábado y el reposo beatífico.[44]
Domingo es la denominación fundamental del día del culto festivo de los
cristianos. Así aparece ya en Apocalipsis: «Día del Señor» (1,10). Es el
día de Cristo Kirios, porque es el día de su resurrección. El domingo es
memorial de la resurrección de Jesucristo, a través del cual Dios Padre
nos abrió las fuentes de la vida. A Jesús vencedor de la muerte le han
sido sometidos todos los poderes que esclavizan a los hombres y que en
el fondo son instrumento del poder que ejerce el temor a la muerte (Heb
2,15). El cristiano, bajo el señorío de Jesús, encuentra la genuina
libertad y la celebra en la fiesta del domingo.
El acontecimiento pascual constituye el gesto salvador único por
el que Dios genera definitivamente la historia e inaugura el tiempo
nuevo de la salvación. Por ello, la Pascua viene considerada como el eje
medular en torno al cual gira toda la vida cristiana. El domingo es la
pascua semanal, día de la resurrección de Cristo. En la mañana del
domingo Cristo resucita triunfante, vencedor de la muerte y del pecado,
para inaugurar un mundo nuevo, una creación nueva, un nuevo modo de vida
en la comunión con Dios y en la fraternidad. Este es el gran
acontecimiento que permite al hombre ser imagen de Dios.
La celebración del domingo, repetida periódicamente, en un ritmo
incesante e ininterrumpido del acontecimiento pascual, hace que la
comunidad cristiana se asocie al gesto pascual y, junto con Cristo, pase
de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Por ello es un hecho
portentoso cada domingo; es el reconocimiento gozoso y la celebración
del señorío de Cristo constituido por su resurrección en dueño de la
vida y de la muerte, soberano del universo y señor de la historia; esto
es lo que constituye el primer día de la semana en día del Señor.
El Vaticano II nos ofrece una preciosa descripción del día del Señor:
La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo
día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho
días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En
este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra
de Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, la
resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los
"hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de
entre los muertos" (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta
primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles
de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No
se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma
importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo
el año litúrgico (SC 106).
Domingo: día de la asamblea cristiana
El domingo es el día de la resurrección del Señor. Pero es también el
día en que Cristo se presentó en medio de sus discípulos y bebió con
ellos el vino nuevo del Reino (Lc 22,18). El domingo evoca tres
aspectos: es memorial de la resurrección, que celebramos en la fe; es
una espera del retorno del Señor, que vivimos en la esperanza; y es el
día de la asamblea cristiana, en la que -en el anuncio de la Palabra y
en la Eucaristía- se da una presencia actual del Señor entre los suyos,
en la que comulgamos en la caridad. La comunidad cristiana congregada en
el amor y la unidad, es la visibilización sacramental de la resurrección
del Señor.
La dimensión eclesial del domingo está fundada en la dimensión
cristológica: es día de la Iglesia porque es día del Señor, pues la
Iglesia es el «cuerpo de los miembros de Cristo»; cada cristiano, por la
fe, conversión y bautismo, ha sido enmembrado en el «cuerpo
resucitado de Jesucristo».[45]
El domingo, como día de la asamblea cristiana, tiene un origen
estrictamente cristiano y se remonta a su misma cuna. Todos los
evangelistas señalan intencionadamente que el hallazgo del sepulcro
vacío y el comienzo de las apariciones del Resucitado tuvieron lugar
«el primer día de la semana».[46]
Dentro de la sobriedad cronológica de los evangelios es significativo
que fuera precisado este detalle. Juan anotará incluso que «ocho días
después» se apareció otra
vez en medio de los discípulos, estando ya Tomás con ellos (Jn 20,26) y
las visiones del Señor en el Apocalipsis acontecieron en el «día
del Señor» (1,10).
En la asamblea cristiana es donde el Resucitado se hace presente y se da
a conocer (Lc 24,13‑16).[47]
Puede decirse que las apariciones del Resucitado son fundadoras de la
Iglesia. El domingo no sólo se celebra la victoria sobre la muerte y
sobre los poderes de la muerte, sino también la reconstrucción de la
comunidad, su común nacimiento a una existencia nueva. La victoria de
Jesús se explicita y manifiesta en la victoria de la dispersión, de la
desesperanza, del temor, de la incredulidad de los discípulos. Jesús
resucitado se apareció a los testigos que Dios había escogido de
antemano, a los que comieron y bebieron con El después de su
resurrección (He 10,41).[48]
Las alusiones a la asamblea de los cristianos «el primer día de la
semana» (1Cor 16,2;
He 20,7), expresan todo su alcance cuando se las
pone en relación con Jesús resucitado, con su presencia en medio de los
suyos y con la reunificación de la comunidad por su manifestación. El
primer día de la semana trajo a los discípulos la sorprendente y gozosa
novedad de que Jesús estaba vivo y lo habían visto en medio de ellos. La
asamblea semanal será un signo inolvidable de esa novedad. San Ignacio
de Antioquía expresa así esta novedad cristiana de la celebración del
«día del Señor»:
Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas
vinieron a la novedad de esperanza, no guardando ya el sábado, sino
viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por
gracia del Señor y mérito de su muerte..., ¿cómo podemos nosotros vivir
fuera de Aquel a quien los mismos profetas esperaban como su Maestro?.[49]
El Resucitado, que reunificó a sus ovejas después de la dispersión
padecida ante su muerte, continúa siendo su libertad, su vida, su
esperanza y su paz. En su nombre y con su poder han pasado a una forma
de vivir gozosa y fraterna. Por eso el domingo, día del Señor, es el
día en que se reúnen para celebrar la resurrección del Señor y su
propia resurrección a una vida nueva.
Celebran a Jesús como su Señor. No celebran los cristianos su vida, su
amistad o su convivencia. Esto sería banalizar la celebración
cristiana. La Iglesia se goza en el Señor, fuente de su vida, de su
comunión y de su unidad. El encuentro con Jesús resucitado es manantial
de fraternidad, porque antes es reconciliador (1Jn 3,14).
La Iglesia ha nacido del misterio pascual de Jesús. En su muerte Dios ha
reunido a los hijos dispersos (Jn 11,52). Como resucitado se ha hecho
encontradizo en el camino por donde cada uno huía desalentado y
abatido. Este encuentro con Cristo resucitado impulsa a recorrer el
camino en dirección opuesta, de la separación a la comunión (Lc 24,33).
La resurrección de Cristo
rompe las barreras y zanja las divisiones (Gal 3,27‑29;Col 3,11). Si en
la Pascua fue convocada la Iglesia, en la celebración pascual recibirá
su permanente vitalidad y reconciliación. Aquí está el manantial de su
pervivencia como Iglesia y la posibilidad siempre renovada de una
existencia fraterna.
Por ello no hay domingo sin Eucaristía. Lo que hace que el primer día de
la semana sea el día del Señor y el día de la comunidad del Señor es la
celebración de la Eucaristía. En la asamblea eucarística existe y se
realiza la Iglesia. El domingo, la Iglesia se expresa como tal Iglesia,
se realiza como convocación santa, por gracia de Dios, en torno a la
mesa eucarística. La tradición cristiana ha creído siempre que, si es
verdad que la Iglesia hace la Eucaristía, también lo es que la
Eucaristía hace la Iglesia. El domingo, pues, es el día de la
edificación del nuevo pueblo de Dios como comunidad convocada por Dios
para «partir el pan». Como dirá San Pablo: «Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor
10,17). Comiendo de ese pan, que es el cuerpo de Cristo, los creyentes
son asimilados a Cristo y se transforman en su cuerpo.[50]
El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo y el pan
que partimos es comunión con su cuerpo (1Cor 10,16).
Lucas, partiendo del calendario judío, llama al domingo «primer día de
la semana» (He 20,7‑12). Por eso considera que este día comienza desde
la tarde del sábado, a la caída del sol. Mientras los romanos contaban
los días de medianoche a medianoche, los judíos lo hacían desde la caída
del sol hasta la caída del sol (Cfr 1Cor 16,2;
Apo 1,10). Los Padres de
la Iglesia, como San Agustín y San León Magno, insistirán en este hecho
ante los fieles de Africa y de Roma, acostumbrados a otra forma de
contar la sucesión de los días.
El día del Señor es, pues, el día de la Iglesia, su esposa, que se
congrega para escuchar la Palabra, celebrar la Eucaristía y vivir
fraternamente la alegría de Cristo resucitado.[51]
El domingo: fiesta de la nueva creación
El domingo es el día primero y el día octavo. El primer día de la semana
es el de la creación de la luz: "El día en que Dios, transformando las
tinieblas y la materia, hizo el mundo", declara San Justino.[52]
«Fue en ese día cuando, el Señor empezó las primicias de la creación del
mundo; en ese mismo día dio al mundo las primicias de la resurrección»,
comenta en el s. V el Pseudo Eusebio de Alejandría.[53]
Pero el primer día de la semana es también el que viene después del
séptimo: es el octavo día. El domingo, como octavo día, es signo de la
nueva creación, signo de la vida eterna. Conmemorando la resurrección de
Cristo, el domingo anticipa su retorno. Por ello el domingo es signo del
hombre libre, que vive la eternidad en el tiempo, reposando en el
corazón de Dios.[54]
El sábado convocaba a Israel gozar del don divino de la libertad (Dt
5,15); «el domingo, día de alegría y libertad» (SC 106), el cristiano es
convocado a gustar el descanso y la libertad como don de la nueva
creación: «Señor, Dios, danos la paz, la paz del sábado, la paz que no
tiene tarde», implora San Agustín.[55]
Memorial, profecía y presencia, «nuestro domingo es en verdad el
advenimiento de la nueva creación, la irrupción de la vida de arriba».[56]
"En la asamblea cristiana, el día del Señor se celebra la pascua, la
victoria de Jesucristo sobre la muerte".[57]
El domingo es la pascua semanal. Los cristianos son iniciados a una
vida pascual. En su éxodo de la muerte a la vida está el Señor
arrastrando a sus fieles. La Eucaristía realiza el éxodo del
pueblo a la libertad. La pascua de Jesús, el paso de este mundo a la
mesa del Reino de Dios, anticipado proféticamente en la cena pascual
antes de padecer la pasión, es actualización en el agradecimiento y la
exultación y en la esperanza hasta que vuelva. La Eucaristía, por
ello, es memoria, anticipación y presencia. Recordando la muerte y
resurrección de Jesús, presente por su Espíritu en medio de la Iglesia,
anhelan los cristianos su retorno. Los tres momentos son inseparables.
La memoria es actualización por el poder del Espíritu y el «Maranathá»
de la esposa es escuchado por el Esposo. Anticipadamente la asamblea
degusta la herencia prometida.
El domingo es una fiesta gozosa. El misterio de la salvación en Cristo
es la constitución de un nuevo pueblo de Dios (LG 9‑13), una
asamblea reunida en la unidad de los hijos de Dios dispersos. La
nueva alianza es sellada en la sangre de Cristo derramada para el
perdón de los pecados. Por ello, la asamblea litúrgica es la
manifestación más expresiva, una epifanía de la Iglesia (SC 41). La voz
de la asamblea es la voz de la Iglesia, esposa de Cristo (LG 26). San
Jerónimo dice de un modo paradójico que no es la fiesta la que provoca
la asamblea, sino que es la asamblea la que crea la fiesta: «verse unos
a otros es la fuente de una mayor alegría».[58]
Y San Juan Crisóstomo, a propósito de Pentecostés, dirá: «Aunque haya
pasado la cincuentena, la fiesta no ha pasado: toda asamblea es una
fiesta. ¿Qué lo demuestra? Las mismas palabras de Cristo: donde estén
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo entre ellos. Cuando
Cristo está entre los fieles reunidos, ¿qué prueba más fuerte queréis de
que es una fiesta?».[59]
Día de gozo y júbilo en que no se ayuna ni se ora de rodillas, sino de
pie. Orar de pie es la actitud típicamente pascual. Pues Cristo, por su
pascua, nos liberó del pecado y de la muerte; ya no somos esclavos, sino
hijos de Dios: «El no arrodillarnos durante el día del Señor es un
símbolo de la resurrección por la que, gracias a Cristo, hemos sido
liberados de los pecados y de la muerte, que por El fue destruida».[60]
La designación del domingo como «día octavo» pertenece al campo de los
símbolos:
No me son aceptos vuestros sábados de ahora, sino el que yo he
hecho, aquel en que, haciendo descansar todas las cosas, haré el
principio de un día octavo, es decir, el principio de otro mundo. Por
eso justamente nosotros celebramos el día octavo con regocijo, por ser
el día en que Jesús resucitó de entre los muertos y, después de
manifestado, subió a los cielos.[61]
El simbolismo nuevo del día octavo será «la resurrección, sea como
resurrección de Cristo, sea como resurrección bautismal, sea como
resurrección escatológica».[62]
Día de gozo y exultación:
«No está permitido ayunar el domingo ni rezar de rodillas».[63]
«El domingo alegraos sin interrupción ya que comete pecado el que se
aflige en domingo».[64]
Orar de pie es también la actitud de los que esperan la Parusía del
Señor. De pie y prontos para partir, como comieron la pascua los hebreos
en Egipto:
De pie es como hacemos la oración del primer día de la semana. Y no sólo
porque, resucitados con Cristo y debiendo buscar las cosas de arriba (Col
3,1), hagamos volver a nuestra memoria el día consagrado a la resurrección,
la gracia que nos ha sido dada, sino porque aquel día parece ser de alguna
manera la imagen del siglo venidero. Puesto que este día está al principio,
fue llamado por Moisés no "primero" sino "uno": tuvo una noche y una mañana,
un día (Gen 1,5), como si éste «mismo día» volviera a menudo. Además ese día
"uno" es también octavo y significa por sí mismo ese día realmente único y
verdaderamente octavo, el día sin fin que no conocerá ni noche ni día
siguiente, siglo imperecedero que no envejecerá ni tendrá fin.[65]
Y San Agustín, al final de la Ciudad de Dios, habla igualmente del
sábado,
cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo
eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando
el eterno descanso no sólo del Espíritu, sino también del cuerpo. Allí
descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y
alabaremos.[66]
La asamblea dominical es fuente de esperanza, alimento de la fidelidad y
aceite para nuestras lámparas que aguardan el retorno del Señor. La diversas
dimensiones de la pascua se cumplen en la memoria dominical de la
resurrección. Es memoria de la victoria de Jesús sobre la muerte; es espera
de la vuelta del Señor, que se manifiesta en la invocación y vigilancia; y
es presencia de Jesucristo en la asamblea reunida en su nombre. El
acontecimiento pascual constituye el núcleo esencial de toda la vida del
cristiano. En él polarizan el anuncio, la fe, los
sacramentos y la vida en el mundo y en la historia de los hombres.
Por la predicación, el acontecimiento pascual se convierte en buena noticia,
kerigma de salvación. Por la fe se hace confesión gozosa y aceptación
confiada. Por los sacramentos es presencia salvadora y motivo de esperanza.
Y este acontecimiento pascual, celebrado cada «primer día de la semana», que
es al mismo tiempo «día octavo», se inserta en la historia como fuerza
creadora de libertad para los hombres y para la creación entera.
De domingo
en domingo, a lo largo de la historia, hasta que el Señor vuelva, el
acontecimiento pascual de su muerte y resurrección actúa transformando el
corazón de los hombres y liberando la creación entera de la vanidad y
corrupción a que está sometida, llevándola hasta «la participación en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20). Así todo tiempo (kronos)
es «tiempo de gracia» (kairós) para el cristiano. En todo momento, a través
de todos los hechos de la historia, Dios se comunica al cristiano, dándole
vida y esperanza de vida eterna. La Iglesia es peregrina porque le aguarda
un descanso y una patria. Sin patria como meta no hay peregrinación, ya que
no se llegaría a ningún sitio. E. Bloch se entusiasma con el día séptimo,
que ha de realizarse dentro de la historia y desecha el día octavo. Hoy esta
renuncia al octavo día es tentación para muchos. También para muchos
cristianos.[67]
Notas
[2] Cfr. P.
AUBRAY, Creación, en VTB; W.H. SCHMIDT, Crear, en DicTeol. del AT,
Madrid 1978, col. 486‑491.
[4] L.F.
LADARIA, Antropología católica, Madrid 1987 y M.FLIC Z. ALSZEGHY,
Antropología teológica, Salamanca 1985: p. 45‑82 y 37
respectivamente con abundante bibliografía al respecto.
[8] J.
MOLTMANN, Dios en la creación, o.c., p. 87‑94; J.L. RUIZ DE LA PEÑA,
Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988.
[9] «Tob»,
según los léxicos bíblicos, significa: «bueno, agradable, gustoso,
bello, favorable, idóneo, proporcionado, perfumado, benévolo,
clemente, alegre, honesto, verdadero...». El tob bíblico es
circular, incluye todas las cualidades buenas y bellas. Los LXX
traducen el tob hebreo con tres palabras griegas: kalós = bello,
agathós = bueno y chréstós = agradable, útil.
[11] CLEMENTE
DE ALEJANDRIA, Trotr. X 107, 1;Cfr. O. GONZALEZ DE CARDEDAL, La
gloria del hombre, Madrid 1985.
[16]
P. GRELOT, Du sabbat juif au dimanche chrétien, LMD 123
(1975)79‑107;LMD 124(1975)14‑54;A. GELIN, L'homme selon la bible,
París 1962.
[18]
K. WARE, The orthodox Way, Osford 1975; H.H. GUTHRIE, Theology as
Thanksgiving. Front Israel's Psalms the Church's Eucharist, New York
1981.
[21] A.J.
HESCHEL, El concepto del hombre en el pensamiento judío, en El
concepto del hombre, México 1964, p. 132‑195.
[24] J.
MATEOS, Cristianos en fiesta, Madrid 1981, p.17‑18. H. REUKEUS,
Creación, paraíso y pecado original según Gen 1‑3, Madrid 1969 H.
RONDET, Le péché originel dans la tradition patristique et
théologique, París 1967.
[26]
S. LYONET, Pecado, en VTB;A. PENNA, Il peccaco originale nell'Antico
Testamento, Divus Thomas 71(1968)423‑437;Ch. BAUM GARTNER, El pecado
original, Barcelona 1971;P. GRELOT, Reflexiones sobre el problema
del pecado original, Barcelona 1970;A.M. DUBARLE, Le péché
originale dans l'Ecriture, París 1958; P. HUMBERT, Etudes sur recit
du Paradis et de la chute dans la Genese, Neuchatel 1940.
[28] K.
RAHNER, Sobre el concepto teológico de concupiscencia, en Escritos
de teología I, Madrid 1967, p. 381‑419;S. LYONNET, La historia de la
salvación en la carta a los Romanos, Salamanca 1967, p.65‑90.
[30]
1Cor 5,10s;6,9s;2Cor 12,20;Gal 5,19‑21;Rom 1,29‑31;Col 3,5‑8;Ef
5,3;1Tim 1,9;Tit 3,3;2Tim 3,2‑5.
[31]
P. RUCOEUR, Finitudud y culpabilidad, Madrid 1969, p. 50‑98;L.
LIGIER, Péché d'Adam et péché du monde, París 1961; M.
FICK.Z.ALSZEGHY, Peccato originale in prospettiva personalista,
Gregorianum 46(1965)705‑732; Idem, Il peccato in prospettiva
evoluzionista, ibidem 47(1966)201‑225.
[33] H. de
LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967;L. BOUYER, ¿Humano o
cristiano?, Salamanca 1966.
[34] D.
MONGILLO, Pecado, en DETM, p. 774‑782;B. HAERING, Pecado y
secularización, Madrid 1974;A. PETEIRO, Pecado y hombre actual,
Estella, 1972.
[35] J.B.
METZ, Concupiscencia, en Conceptos fundamentales de la teología I,
Madrid 1966, p.255‑264.
[36] Cfr. Jr
31,31‑33;Ez 11,19‑20;36,25‑27;P. van IMSCHOOT, Teología del Antiguo
Testamento, Madrid 1969, p. 665‑672 y 727‑733;Sal 50: G. BERNINI, Le
preghiere penitenziali del salterio, Roma 1953.
[40] S.
KIERKEGAARD, La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado,
en Obras y papeles VII, Madrid 1963.
[45] R.
BLAZQUEZ, La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988, p. 131‑173;G.
BARBAGLIO, Día del Señor, en DETM, Madrid 1974, p. 220‑226;Y.
CONGAR, Théologie du dimanche, en Le jour du Segneur, Paris 1948,
p. 131‑181;C.S. MOSNA, Storia della domenica dalle origini fino agli
inizi del V secolo, Roma 1069.
[51] P.
YUONEL, El domingo y la semana, en La Iglesia en oración, Barcelona
1987;W. RORDORF, El domingo, Madrid 1971;A.G. GALINDO, Día del
Señor y celebración del misterio eucarístico, Vitoria 1974;J. HILD,
Domingo y vida pascual, Salamanca 1966; H. de LUBAC, Meditación
sobre la Iglesia, Madrid 1960;L. MALDONADO, La teología festiva.
Evaluación y actualidad, Salmanticensis 32 (1985)73‑105;A.G.
MARTIMORT, El domingo, Phase 21(1981)359‑380; IDEM, Domingo,
asamblea, parroquia, Salamanca 1965;G. BIFFI, La celebración del
domingo, Phase 21(1981)381‑395;A. CARIDEO, Pasqua di Cristo, pasqua
della Chiesa, Rivista liturgica 62(1975)175‑190; VARIOS, Le
dimanche, Paris 1965;VARIOS, Se rassembler le dimanche: número
monográfico de LMD 124(1975).
[66] SAN
AGUSTIN, La ciudad de Dios XXII, 30,5;Cfr. P. BORELLA, La preghiera
in piedi nei tempi festivi, Ambrosius 52(1976) 233-242.
[67]
E. RIVERA DE VENTOSA, Unamuno y Dios, Madrid 1985, p. 204;S.
BACCHIOCCHI, Du sabbat au Dimanche, París 1984; H. SCHLIER, De la
resurrección de Jesucristo, Bilbao 1970; G. WAGNER, La résurrectión,
signe du monde nouveau, París 1970;H.M. FERET, L'Eucharistic, paque
de l'univers, Paris 1966;L. DUSSANT, L'Eucharistie paque de toute la
vie, París 1972;F.X. DURRWELL, La resurrection de Jésus, mystère de
salut, Le Puy 1963.