Emiliano
Jiménez Hernández
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25. LAS DOS VARAS
La división del
pueblo de Dios en dos reinos, el del norte y el del sur, Israel y Judá,
consumada a la muerte de Salomón, es una herida en la historia de la
salvación. Siempre ha sido considerada como un pecado y una desgracia
(Is 7,17). Ahora, en el exilio los dos pueblos, se siente la necesidad
de la reconciliación. No será plena la restauración que Dios anuncia si
no incluye la unión de los dos reinos en un único pueblo. En esta nueva
creación quedarán superadas las antiguas tensiones entre Israel y Judá.
Es el milagro, mayor que el realizado con los huesos secos, que Dios
promete a continuación en el mismo capítulo. Ezequiel lo anuncia con una
acción simbólica, sacramento de la realidad que el Señor desea realizar.
Gesto y palabra se funden y aclaran mutuamente. La palabra de Yahveh me
fue dirigida en estos términos:
-Y tú, hijo de
hombre, toma un leño y escribe en él: “Judá y los israelitas que están
con él”. Toma luego otro leño y escribe en él: “José, leño de Efraím, y
toda la casa de Israel que está con él” (37,16).
Como Ezequiel
reserva el nombre de Israel para todo el pueblo unido, al reino del
norte le llama ahora José. Una vez escritos los nombres en cada uno de
los leños, el Señor ordena a su profeta:
-Júntalos el uno
con el otro de suerte que formen un solo leño, que sean una sola cosa en
tu mano (37,17).
La acción busca
llamar la atención de cuantos se congregan en torno a Ezequiel. Dios
espera que los hijos de su pueblo digan a su profeta:
-¿No nos
explicarás qué es eso que tienes ahí?
(37,18).
Es la pregunta
que prepara la acogida de la palabra:
-Así dice el
Señor Yahveh: He aquí que voy a tomar el leño de José y las tribus de
Israel que están con él, los pondré junto al leño de Judá, haré de todo
un solo leño, y serán una sola cosa en mi mano (37,19).
Las varas
representan el cetro real. De este modo el relato de la acción simbólica
es de una gran sencillez. Anuncia que Dios va a reunir los dos cetros,
el del reino del norte y el del reino del sur, bajo la autoridad de un
solo rey, descendiente de David, pues se trata de la reconstrucción del
antiguo reino davídico, roto con Jeroboán a la muerte de Salomón.
Ezequías y Josías, los dos reyes fieles al Señor, no habían logrado la
unificación de ambos reinos. Sólo la mano de Dios podrá hacerlo. Israel
y Judá serán un solo pueblo en la mano de Dios, como las dos varas son
una sola cosa en la mano de Ezequiel, a quien Dios dice:
-Los leños en los
que has escrito tenlos en tu mano, ante sus ojos, y diles de mi parte:
He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre las naciones a las
que marcharon. Los congregaré de todas partes para conducirlos a su
suelo. Haré de ellos una sola nación en esta tierra, en los montes de
Israel, y un solo rey será el rey de todos ellos; no volverán a formar
dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos. No se
contaminarán más con sus inmundicias, con sus monstruos y con todos sus
crímenes. Los salvaré de las infidelidades por las que pecaron, los
purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David reinará
sobre ellos, y será para todos ellos el único pastor; obedecerán mis
normas, observarán mis
preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a
mi siervo Jacob, donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos,
sus hijos y los hijos de sus hijos, para siempre, y mi siervo David será
su príncipe eternamente (37,20-25).
David había unido a todas las tribus, formando con ellas un solo pueblo,
regido por un solo rey. Salomón recibió como herencia todo el reino, pero a
su muerte se desmembró en dos reinos. En la reunificación, que Dios promete,
aparecerá un nuevo David, y la herencia que transmitirá durará para siempre.
Es el buen pastor anunciado antes (c. 34). Bajo su reinado se realizarán las
promesas hechas a los patriarcas: una descendencia numerosa y la posesión de
la tierra. La alianza de Dios con el pueblo unido será eterna, pues el
pueblo sostenido por el espíritu de Dios será fiel:
-Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza
eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de
ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré su Dios y ellos
serán mi pueblo (37,26-27).
Y como Dios está en medio de su pueblo, así Israel estará en medio de las
naciones, como bendición para todos los hombres. En ellos las naciones verán
la presencia de Dios en el mundo:
-Y sabrán las naciones que yo soy Yahveh, que santifico a Israel, cuando mi
santuario esté en medio de ellos para siempre (37,28).
Ezequiel, en nombre de Dios anuncia una alianza eterna (37,26) con los dos
reinos unidos y que ya “nunca más estarán divididos” (37,22). Esta nueva
alianza incluye cinco elementos: Yahveh, su Dios; Israel, el pueblo; vida en
la tierra en que vivieron los padres; el santuario en medio de ellos, como
signo de la presencia de Dios; y David como pastor único de todos ellos
(37,23-26). Es una alianza de paz, una alianza eterna. Dios habitará en
medio de su pueblo. Y el santuario será nuevamente construido en medio de
Israel. En la última parte del libro, Ezequiel contempla y describe esa
reconstrucción del templo y la vuelta a él de la gloria del Señor.
David es evocado con tres títulos: rey, príncipe y pastor. David es el
símbolo del rey según el corazón de Dios. El pastor que rija a los dos
reinos unidos en un solo pueblo será un nuevo David, el “hijo de David”.
El anuncio profético se cumple en plenitud en Cristo, al formar el nuevo
Israel, heredero de las promesas del Israel histórico. Cristo rompe toda
división, destruyendo el muro de división. Pablo lo proclama con toda su
fuerza: “Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais
lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los
separaba, la enemistad, anulando
en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí
mismo, de los dos, un solo
Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo
Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino
a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que
estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un
mismo Espíritu” (Ef 2,13-18).
Derribado el muro que separaba a los dos pueblos, Pablo contempla cómo se levanta un único edificio, morada de Dios sobre la tierra (Ef 2,20-22). También Ezequiel, en los capítulos finales, describe el plano de un templo nuevo, edificado según medidas exactas, segregado de todo lo profano e impuro. A este templo vuelve la gloria de Dios, que había abandonado el antiguo templo. Se establece también un culto nuevo. Y, partiendo del centro del templo como punto de orientación, se hace una nueva distribución de las tierras entre las tribus. Del centro del santuario Ezequiel ve brotar un pequeño manantial, que va creciendo paulatinamente y recorre el país hasta desembocar en el mar Muerto. Se trata de una alegoría que prefigura una perspectiva de santidad para el futuro. Israel será sanado y reconstruido, para que pueda ofrecer a Dios un culto nuevo en espíritu y verdad.