Emiliano
Jiménez Hernández
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11. ENIGMA DE LAS ÁGUILAS, EL CEDRO Y LA VID
Dios invita a
Ezequiel a poner a la casa de Israel un enigma con el que ejercite su
ingenio. El profeta habla a través de símbolos o enigmas, dice Orígenes,
para que nuestra mente se dilate o se concentre y escrute los pliegues
de las palabras. Son famosos en la Biblia los enigmas de Sansón (Ju 14)
o los que la reina de Saba propone a Salomón. Si el enigma es demasiado
sencillo y fácil de resolver no tiene gracia ni mérito. Si el oyente se
da por vencido el que lo propone lo explica, dando la solución. La
adivinanza o enigma que propone Ezequiel es sumamente fácil. ¿Por qué no
recurre a un enigma más complicado él que tiene tanta fantasía? Quizás
Ezequiel sólo desea convencer a sus oyentes de que no aciertan, porque
no quieren aceptar los hechos. Éste es el enigma, propuesto en forma de
parábola. Es Dios quien habla:
-El águila
grande, de grandes alas, de enorme envergadura, de espeso plumaje
abigarrado, vino al Líbano y cortó la cima del cedro; arrancó la punta
más alta de sus ramas, la llevó a un país de mercaderes y la colocó en
una ciudad de comerciantes. Luego, tomó semilla de la tierra y la puso
en un campo de siembra; la colocó junto a una corriente de agua
abundante como un sauce. Y
brotó y se hizo una vid desbordante, de pequeña talla, que volvió sus
ramas hacia el águila, mientras sus raíces estaban bajo ella. Se hizo
una vid, echó cepas y alargó sarmientos (17,2-6).
Ezequiel se sirve
en su adivinanza del águila, el ave que vuela más alto, del Líbano, el
monte más alto de la tierra de Israel, y del cedro, la planta más alta
en absoluto, orgullo del Líbano precisamente por su altura. Y del cedro
se fija en su rama cimera. El enigma baja de las alturas a la tierra,
implicando campos y aguas. Ezequiel se fija en una planta de poca
altura, pero de frutos espléndidos, la vid, que produce uvas y vino.
Hasta ahora no hay nada chocante, todo es claro y transparente. El
enigma comienza con la ocurrencia completamente sin sentido de una vid
que extiende sus ramas hacia el águila. Tras una pausa, para que sus
oyentes se repongan de su asombro, Ezequiel sigue narrando:
-Había otra
águila grande, de grandes alas, de abundante plumaje, y he aquí que esta
vid tendió sus raíces hacia ella, hacia ella alargó sus ramas, para que
la regase desde el terreno donde estaba plantada. En campo fértil, junto
a una corriente de agua abundante, estaba plantada, para echar ramaje y
dar fruto, para hacerse una vid magnífica (17,7-8).
Esta segunda
águila es más modesta que la primera, pero sigue impresionando con sus
sugestivas ocurrencias, al presentarse como águila jardinero o águila
río. Aquí termina la parábola. Ezequiel no da, de momento, el desenlace
de la historia. Pregunta a sus oyentes sobre el destino de la vid:
- ¿Le saldrá bien
acaso? ¿No arrancará sus raíces el águila, no cortará sus frutos, de
suerte que se sequen todos los brotes tiernos que eche, sin que sea
menester brazo grande ni pueblo numeroso para arrancarla de raíz? Vedla
ahí plantada, ¿prosperará tal vez? Al soplar el viento del este, ¿no se
secará totalmente? En el terreno en que brotó, se secará (17,9-10).
La pregunta es
semejante a la que hace Isaías en su famosa canción de la viña: “Ahora,
pues, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, venid a juzgar entre mi
viña y yo: ¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho
yo? Yo esperaba que diese uvas, ¿por qué ha dado agraces?” (Is 5,3-4).
Ezequiel espera
la respuesta del pueblo. Dios espera la respuesta de la casa de Israel.
Pero los oyentes de Ezequiel se callan, ganándose el calificativo de
“casa rebelde de Israel”. No es que no hayan comprendido el enigma, sino
que no les gusta el designio de Dios:
-La palabra de
Yahveh me fue dirigida en estos términos: Di a esa casa de rebeldía: ¿No
sabéis lo que significa esto?
(17,12).
-Mirad, el rey de
Babilonia vino a Jerusalén; tomó al rey y a los príncipes y los llevó
con él a Babilonia. Escogió luego a uno de estirpe real, concluyó un
pacto con él y le hizo prestar juramento, después de haberse llevado a
los grandes del país, a fin de que el reino quedase modesto y sin
ambición, para guardar su alianza y mantenerla. Pero este príncipe se ha
rebelado contra él enviando mensajeros a Egipto en busca de caballos y
tropas en gran número (17,12-15).
Ezequiel toma la
clásica imagen de la vid y monta sobre ella una alegoría. No le importa
la lógica interna de la imagen -¿unas raíces que se orientan hacia un
águila?-, sino que se guía por la realidad que la imagen significa. No
adapta la realidad a la imagen, sino que retuerce la imagen, raíces y
ramas, según el significado que quiere darla.
En esta alegoría
Ezequiel denuncia la política errónea de Sedecías, que le hace
inclinarse hacia Egipto. El águila mayor (17,3), Nabucodonosor, corta la
copa del cedro, el rey Joaquín, y la lleva a Babilonia. En su lugar
planta otro árbol, el nuevo rey, Sedecías, débil y con poderes limitados
(Cf Jr 38,5). La otra águila es el faraón de Egipto. Sedecías se halla
preso entre las exigencias de Babilonia y las de Egipto. Ha firmado un
pacto con Nabucodonosor, pero al ponerse de parte de Egipto, quebranta
su juramento. Jeremías y Ezequiel le acusan de haber violado un pacto
querido por Dios (17,16-19). Si se hubiese sometido a Babilonia, en
lugar de aliarse con Egipto para luchar contra Nabucodonosor, la
situación de Israel hubiera cambiado.
Entre Jeremías y
Ezequiel hay una comunión perfecta, como si se tratase de un maestro y
su discípulo. De carácter tan diverso, se da una correspondencia clara
en el mensaje de los dos profetas. La palabra que Jeremías proclama en
la tierra de Israel tiene su resonancia en Babilonia en la boca de
Ezequiel. Hasta el día de la destrucción de Jerusalén los dos profetas
sólo anuncian ruina y muerte, sin esperanza. Sólo después, desde las
ruinas, florecerá una vida nueva. Cuando los falsos profetas anuncian
paz y victoria, ellos proclaman muerte y destrucción. Cuando todos se
abaten y pierden la esperanza, ellos proponen una creación nueva,
tratando de suscitar la esperanza en el pueblo
La vid, Sedecías,
plantada por Nabucodonosor en lugar de Joaquín, una vez crecida en la
Tierra prometida, dirige sus raíces subterráneas, símbolo de las
tratativas diplomáticas secretas, hacia la otra gran águila, Egipto,
ahora menos potente que Babilonia, que le ofrece su alianza contra
Nabucodonosor, suscitando en el pueblo y en los exiliados la ilusión de
poder sacudirse el yugo de Babilonia. Pero la conclusión de la alegoría
es la palabra de juicio contra la vid infiel:
-¿Le saldrá bien?
¿Se salvará el que ha hecho esto? Ha roto el pacto ¿y va a salvarse? Por
mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que en el lugar del rey que le puso
en el trono, cuyo juramento despreció y cuyo pacto rompió, allí en medio
de Babilonia morirá. Ni con su gran ejército y sus numerosas tropas le
salvará Faraón en la guerra, cuando se levanten terraplenes y se hagan
trincheras para exterminar muchas vidas humanas. Ha despreciado el
juramento, rompiendo el pacto; aun después de haber dado su mano, ha
hecho todo esto: ¡no tendrá remedio!
(17,15-18).
Nabucodonosor, el
águila primera, que planea sobre los bosques del Líbano, símbolo aquí
del reino de Judá, no se queda indiferente ante la traición. Caerá
encima de la vid y con sus garras y gran pico la arrancará y, con el
paso del viento abrasador del desierto, la secará completamente. Dios
deja desenvolverse los hechos según su lógica humana. El rey de
Babilonia, sin proponérselo, ejecuta la sentencia del Señor, para que
Israel aprenda a no confiar en el poder humano, pues al buscar su apoyo
caen víctimas de esas potencias en las que ponen su confianza:
-Por eso, así
dice el Señor Yahveh: Por mi vida que el juramento mío que ha
despreciado, mi alianza que ha roto, lo haré recaer sobre su cabeza.
Extenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le llevaré a
Babilonia y allí le pediré cuentas de la infidelidad que ha cometido
contra mí. Lo más selecto, entre todas sus tropas, caerá a espada, y los
que queden serán dispersados a todos los vientos. Y sabréis que yo,
Yahveh, he hablado (17,19-21).
Es curioso que el
Señor hable de “mi juramento”, de “mi alianza” refiriéndose al juramento
y a la alianza de fidelidad prestada por Sedecías a Nabucodonosor. Dios
sanciona los pactos humanos, sobre todo cuando se ha invocado su nombre
en el juramento. Y, en segundo lugar, Sedecías se ha revelado contra el
plan de Dios, formulado por su profeta Jeremías.
Pero la
destrucción no es nunca la última palabra. De la vid pasa Ezequiel al
cedro verdadero. Y en vez de águilas es Dios mismo quien recoge un
retoño y lo transplanta, para que crezca un árbol nuevo. Sedecías rompe
el pacto, pero Dios se mantiene fiel a su alianza. La promesa hecha a la
dinastía de David por el profeta Natán (2S 7) sigue en pie. Si Joaquín y
Sedecías mueren en el destierro, parece que se interrumpe la continuidad
y que Dios no cumple su promesa. Quizás se lo dicen así los desterrados
a Ezequiel al escuchar su explicación del enigma. Ezequiel les responde
apelando al poder del Señor, que como Señor de la historia puede cumplir
sus promesas, con una intervención suya por encima de las previsiones
humanas. Es lo que sigue: Así dice el Señor Yahveh:
-También yo
tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un
ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: en la alta
montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se
hará un cedro magnífico. Debajo de él habitarán toda clase de pájaros,
toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas. Y todos los árboles
del campo sabrán que yo, Yahveh, humillo al árbol elevado y elevo al
árbol humilde, hago secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco.
Yo, Yahveh, he hablado y lo haré (17,22-24).
Esta plantación
maravillosa revela el modo típico de la actuación de Dios. La piedad de
Israel lo expresa en el canto de Ana y en el Magnificat de María. Cristo
lo proclama una y otra vez: “El que se ensalza será humillado, el que se
humilla será ensalzado” (Lc 14,11).
Orígenes, después de aclarar el sentido de la parábola de Ezequiel, les dice
a sus oyentes que no se queden en la letra, no se detengan en el sentido
histórico, “ya que sabemos que todo esto les acontecía en figura, y fue
escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”
(1Co 10,11). He aquí que llega el verdadero Nabucodonosor, tratando de hacer
suyo a algunos de nosotros. Y, sobre todo, trata de llevarse a la
cautividad, si le es posible, a los jefes de la Iglesia... Si nosotros
“damos ocasión al Diablo” (Ef 4,27), con nuestros pecados le abrimos a
Nabucodonosor las puertas de la ciudad santa y podrá tomar prisioneros a
cuantos quiera. En cambio, quien no peca, tiene a Nabucodonosor lejos de la
tierra santa de Dios. Rechacemos, pues, con todas nuestras fuerzas a
Nabucodonosor, al Diablo, para que no se acerque a la asamblea de la
Iglesia. Pues si Nabucodonosor, por culpa nuestra, entra en la comunidad
santa de Jerusalén, donde reina la paz, llevará a sus miembros a Babilonia,
es decir, a la confusión.
Nabucodonosor, el Diablo, a quienes pone bajo su dominio les lleva a
Babilonia y hace un pacto con ellos. Para Orígenes el hombre no puede vivir
sin una alianza. Quien desprecia la alianza con Dios, se alía con el Diablo.
Sólo que la alianza con Dios comporta participar de sus bendiciones. En
cambio la alianza con Nabucodonosor supone vivir en la maldición, como está
escrito: “Y estableció con él una alianza y lo llevó a ser un maldito”
(17,13, según la versión que usa Orígenes).