EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y
acciones simbólicas:
10. HISTORIA SIMBÓLICA DE JERUSALÉN
Emiliano
Jiménez Hernández
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10. HISTORIA SIMBÓLICA DE JERUSALÉN
La imagen
matrimonial para expresar el amor de Dios a su pueblo la crea Oseas con
la experiencia de su misma vida (Os 1-3), la prolonga Jeremías (Jr 2,2;
3,6-12) y Ezequiel, heredero de los dos, la amplia en la alegoría del
capítulo dieciséis. Para Oseas la mujer es símbolo de Israel. Para
Ezequiel la mujer es imagen de Jerusalén, síntesis de todo el pueblo.
Los tres profetas, y después también Isaías, contraponen el amor fiel de
Dios al amor lleno de infidelidades de Israel. Jeremías comienza la
historia de los amores de Dios y su pueblo con el noviazgo; Oseas habla
de la vida matrimonial y Ezequiel parte desde el comienzo, desde el
nacimiento de Israel. Ezequiel pone en evidencia de dónde le viene su
maldad a Jerusalén. Lo que Jeremías había expresado con la imagen del
etíope y la pantera, que no pueden cambiar de piel, lo presenta Ezequiel
aquí con toda su fuerza. La maldad de Jerusalén es algo congénito, le
brota irreprimiblemente. Proviene de padres paganos: padre amorreo y
madre hitita:
-Por tu origen y
nacimiento eres cananea. Tu padre era amorreo y tu madre hitita. Cuando
naciste, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el cordón, no se
te lavó con agua para limpiarte, no se te frotó con sal, ni se te
envolvió en pañales. Ningún ojo se apiadó de ti para brindarte estos
menesteres, por compasión a ti. Quedaste expuesta en pleno campo, porque
dabas repugnancia... Yo pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre.
Y te dije, cuando estabas en tu sangre: “Vive”, y te hice crecer como la
hierba de los campos (16,3-7).
Ezequiel no
quiere que Israel olvide su origen pagano e ilegítimo. Oseas, para
cantar el amor paterno de Dios, presenta a Israel como un niño a quien
Yahveh enseña a caminar. Israel es el “hijo primogénito” de Dios (Ex
4,22). Ezequiel muestra ese mismo amor de Dios, partiendo de la
situación en que encuentra a Israel, una criatura abandonada, expuesta a
la muerte. También el Deuteronomio dice que Dios encuentra al pueblo “en
una soledad poblada de aullidos” (Dt 32,10), es decir, expuesto a ser
devorado por las fieras. En ese abandono y soledad pasa Dios y su paso
es salvador. Su palabra “¡vive!” tiene una fuerza creadora para Israel.
Orígenes ve en esa mirada de ternura de Dios sobre la recién nacida la
figura del bautismo que ha regenerado el alma humana, imprimiendo en
ella la imagen del Creador: “El alma que resucita del pecado, al ser
regenerada por el bautismo, en primer lugar es envuelta en pañales”.
En contraste con
el abandono de Israel, Ezequiel se complace en describir minuciosamente
los detalles con que Dios adorna y enriquece a su pueblo, como un novio
enamorado:
-Tú creciste, te
desarrollaste, y llegaste a la edad núbil. Se formaron
tus senos, tu cabellera creció; pero estabas completamente
desnuda. Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo
de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu
desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo ‑ oráculo
del señor Yahveh ‑ y tú fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que
te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de
cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con
joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar a tu cuello. Puse un
anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una espléndida diadema
en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino fino, de
seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te
hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina. Tu
nombre se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era
perfecta, gracias al esplendor de que yo te había revestido (16,7-14).
Ezequiel hace
resonar el contraste entre lo que Jerusalén no recibió al nacer (cinco
“no”: no te cortaron el ombligo, no te lavaron...) y las diez acciones
que Dios realiza con ella (te vi, te lavé...). ¿Qué más hubiera podido
hacer el Señor que no haya hecho? La pregunta queda flotando para que
resuene el eco del “y sin embargo tú”.
Dios, al verla
desnuda, la cubre con su manto, como pide Rut a Booz (Rt 3,9). Se trata
de un gesto significativo. Es la elección de la joven como esposa. Con
razón puede decir: al cubrirte con mi manto “fuiste mía”. Los adornos
con que Dios enriquece a su pueblo, en femenino, no sólo son joyas
esponsales, sino prendas de reina, o si se quiere prendas sacerdotales
(Sal 45; Ap 21,2). Son las joyas que luce la esposa en la celebración de
la boda (Ct 3,11; 4,4). Pero de la boda Ezequiel pasa violentamente a la
infidelidad de la esposa. Con trazos fuertes y crudos describe la
infidelidad de la esposa. Todos los dones del esposo, en vez de llevarla
a responder con su amor al esposo, la infiel los usa para traicionarlo:
-Pero tú te
sentiste segura de tu belleza, te aprovechaste de tu fama para
prostituirte, entregándote al primero que pasaba. Tomaste tus vestidos
para hacerte altos de ricos colores y te prostituiste en ellos. Tomaste
tus joyas de oro y plata que yo te había dado y te hiciste imágenes de
hombres para prostituirte ante ellas. Tomaste tus vestidos recamados y
las recubriste con ellos; y pusiste ante ellas mi aceite y mi incienso.
El pan que yo te había dado, la flor de harina, el aceite y la miel con
que yo te alimentaba, lo presentaste ante ellas como calmante aroma. Y
sucedió incluso ‑oráculo del Señor Yahveh‑
que tomaste a tus hijos y a tus hijas que me habías dado a luz y
se los sacrificaste como alimento (16,15-20).
Ezequiel se sirve
con mucha frecuencia de la metáfora de la fornicación para designar la
infidelidad al Señor y a su alianza. Esta fornicación a veces es
fornicación real cuando va acompañada de ritos de prostitución sagrada,
frecuentes en el culto cananeo (Cf Nm 25). Fornicar, por tanto, puede
referirse a la prostitución sagrada o a la idolatría, como infidelidad
al único Señor. Las colinas o altozanos son esos lugares de culto
idolátrico, frecuentemente decorados con vestidos de colores. Prácticas
cananeas, absolutamente prohibidas en Israel (Lv 18,21), es el
sacrificio y ofrenda de los hijos. En Israel los hijos son de Dios por
la alianza, y esta posesión se reconoce con la ofrenda, no cruenta, del
primogénito, rescatado siempre con el sacrificio de un animal. Dios
siente horror ante estas prácticas:
-¿Acaso no era
suficiente tu prostitución, que inmolaste también a mis hijos y los
entregaste haciéndoles pasar por el fuego en su honor?
(16,21).
Israel es un
pueblo olvidadizo. Ezequiel ha recordado la actuación salvadora de Dios.
El culto es un perenne memorial de las actuaciones de Dios. Y sin
embargo Dios se lamenta de la falta de memoria de su pueblo infiel. Al
entrar en la tierra prometida, Dios le dice a Israel que no se olvide de
los cuarenta años pasados en el desierto, donde él le ha dado todo (Dt
8,11-19). También Ezequiel
les dice que el olvido de Dios es la raíz de todo pecado:
-Y en medio de
todas tus abominaciones y tus prostituciones no te acordaste de los días
de tu juventud, cuando estabas completamente desnuda, agitándote en tu
sangre (16,22).
Ezequiel
identifica los lugares de culto idolátrico con prostíbulos:
-Y para colmo de
maldad ‑ ¡ay, ay de ti!‑ te construiste un prostíbulo, te hiciste una
altura en todas las plazas. En la cabecera de todo camino te construiste
tu altura y allí contaminaste tu hermosura, entregaste tu cuerpo a todo
transeúnte y multiplicaste tus prostituciones (16,23-25).
Otra expresión de
la infidelidad de Israel al amor de Dios es la confianza en las alianzas
con Egipto, con Asiria, con el imperio de turno. Lo denuncian todos los
profetas: Isaías (Is 30,1-5; 31, 1-3), Jeremías (Jr 2,18)... Ezequiel
nombra a los egipcios, a los asirios y a los caldeos, las tres potencias
en las que hasta entonces se ha apoyado Israel, pagándoles tributos:
-Te prostituiste
a los egipcios, tus vecinos, de cuerpos fornidos, y multiplicaste tus
prostituciones para irritarme. Entonces yo levanté mi mano contra ti.
Disminuí tu ración y te entregué a la animosidad de tus enemigas, las
hijas de los filisteos, que se avergonzaban de la infamia de tu
conducta. Y no harta todavía, te prostituiste a los asirios; te
prostituiste sin hartarte tampoco. Luego, multiplicaste tus
prostituciones en el país de los mercaderes, en Caldea, y tampoco esta
vez quedaste harta (16,26-29).
Han sido inútiles
todas las advertencias; la esposa se ha dejado seducir sucesivamente por
los egipcios, por los asirios, por los caldeos. O peor aún, ella ha ido
en busca de los amantes. La infidelidad de Israel supera la perversidad
de las prostitutas. En lugar de hacerse pagar -como cualquier
prostituta-, ella ha obsequiado a sus amantes con los dones recibidos de
su esposo. Así ha despilfarrado todos los dones recibidos. Es un nuevo
agravante que marca el descaro de Israel:
-¡Oh, qué débil
era tu corazón, para cometer todas estas acciones, dignas de una
prostituta descarada! Cuando te construías un prostíbulo a la cabecera
de todo camino, cuando te hacías una altura en todas las plazas, no
cobrabas el precio como hacen las prostitutas. ¡Qué mujer adúltera eres!
¡En lugar de tu marido, aceptas a los extraños! A toda prostituta se le
da un regalo. Tú, en cambio, dabas regalos a todos tus amantes, y los
atraías con mercedes para que vinieran a ti de los alrededores y se
prestasen a tus prostituciones. Contigo ha pasado en tus prostituciones
al revés que con las otras mujeres; nadie andaba solicitando detrás de
ti; eras tú la que pagabas, y no se te pagaba: ¡ha sido al revés!
(16,30-34).
Dios pronuncia la
sentencia contra el pueblo infiel. La ley condena a las adúlteras a
morir por lapidación (Dt 22,22; Lv 20,10; Jn 8,5). Lo original de
Ezequiel es que Dios convoca a los amantes para que sean ellos quienes
ejecuten la sentencia:
-Pues bien,
prostituta, escucha la palabra de Yahveh: Por haber prodigado tu bronce
y descubierto tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes y con
tus abominables basuras, por la sangre de tus hijos que les has dado, he
aquí que yo voy a reunir a todos los amantes a quienes complaciste, a
los que amaste y a los que aborreciste; los voy a congregar de todas
partes contra ti, y descubriré tu desnudez delante de ellos, para que
vean toda tu desnudez. Voy a aplicarte el castigo de las mujeres
adúlteras y de las que derraman sangre: te entregaré al furor y a los
celos, te entregaré en sus manos, ellos arrasarán tu prostíbulo y
demolerán tus alturas, te despojarán de tus vestidos, te arrancarán tus
joyas y te dejarán completamente desnuda (16,35-39).
Esta desnudez es
completamente distinta de la del comienzo. Aquella era desnudez de
inocencia, que movía a piedad. Ahora es desnudez de castigo como en
Oseas (Os 2,11-12) o Isaías (Is 47,3). Dios había mandado a Israel
derribar y demoler los altares y demás lugares de culto cananeos (Dt
7,5). Israel, no sólo no lo ha hecho, sino que se ha prostituido en
ellos. Por eso, ahora lo ejecutarán sus enemigos, purificando así la
tierra santa, contaminada por todas las iniquidades del pueblo. La
destrucción de la ciudad será tal que servirá de escarmiento para otras:
-Luego, incitarán
a la multitud contra ti, te lapidarán, te acribillarán con sus espadas,
prenderán fuego a tus casas y harán justicia de ti, a la vista de una
multitud de mujeres; yo pondré fin a tus prostituciones, y no volverás a
dar salario de prostituta (16,40-41).
Pero la
destrucción nunca es la última palabra de Dios:
-Desahogaré mi
furor en ti; luego mis celos se retirarán de ti, me apaciguaré y no me
airaré más (16,42).
Es cierto que
Jerusalén, centro y síntesis de todo Israel, ha superado a Sodoma y a
Samaría en maldades. Dios siente el deseo de “hacer con ella como ha
hecho ella al menospreciar el juramento, rompiendo la
alianza”. Jerusalén, infiel a la alianza, ha merecido el repudio
(Cf 16,43ss). Pero, en definitiva, Dios es Dios, y su fidelidad a la
alianza es inconmovible y eterna:
-Pero yo me
acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré
en tu favor una alianza eterna (16,60).
Dios, fiel a sí
mismo, al hacer memoria de la alianza, la renueva, acogiendo a la esposa
infiel. El perdón de Dios precede a la conversión y la suscita. Israel,
esposa reconciliada, no vuelve con la misma actitud de antes. Al recibir
gratuitamente el perdón, al ser acogida de nuevo, su sonrojo se hace
patente. Las nuevas relaciones de Israel con Dios se hacen en la unión
de la miseria y la misericordia:
-Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy Yahveh, para
que te acuerdes y te avergüences y no oses más abrir la boca de vergüenza,
cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho, oráculo del Señor Yahveh
(16,62).
Ezequiel subraya como ningún otro la paradoja del encuentro entre la
santidad de Dios y el pecado de Israel. El Dios de la gloria se une,
“al más pequeño de los pueblos”, a un pueblo impuro desde el seno de
su madre; impuro por parte de madre (hitita) y de padre (amorreo). De este
pueblo se ha enamorado Dios hasta unirse a él en alianza esponsal. El
esquema que aparece aquí en Ezequiel es el mismo que encontramos en el
Evangelio: elección- pecado- castigo- perdón- conversión. El perdón aparece
como un nuevo comienzo totalmente gratuito, una nueva creación de la
misericordia de Dios. Y es este amor gratuito el que lleva a Israel a tomar
conciencia de su pecado, a sentir vergüenza, a volver al Señor con “un
espíritu contrito y humillado”.
“Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Y donde abundó la
gracia brotó la humildad y la gratitud. Porque se la ha perdonado mucho, ama
mucho, dice Jesús de la adúltera perdonada, pues “a quien poco se le
perdona, poco amor muestra” (Lc 7,47).
Un gran don que Dios concede a Jerusalén, según Orígenes, es la invitación a
“enrojecer” (16,63), a cubrirse la cara de vergüenza. La primera cosa que
hay que hacer es no cometer acciones de las que nos tengamos que avergonzar
ante Dios. Pero, dado que, como hombres, pecamos con frecuencia, debemos
aprender a hacer la segunda cosa, con la que salvarnos: avergonzarnos de
esas acciones vergonzosas y bajar los ojos humildemente, en vez de caminar
con la frente alta como si no hubiera pasado nada o, peor aún, gloriándonos
de dichas acciones. Todos los días vemos a ciertas personas que en vez de
llorar sus faltas, con cara dura las defienden. Por ello, no pienses que
esta palabra -“enrojece”- se dirige sólo a Jerusalén, sino a cada uno de
nosotros pecadores como Jerusalén.
Orígenes, en sus Homilías sobre el libro de Ezequiel, dedica cinco a
comentar este capítulo. Le entusiasma el valor de Ezequiel al denunciar
abiertamente las abominaciones de Jerusalén. La ciudad santa, elegida por
Dios, recibe el reproche de ciudad degenerada y extranjera, por haber pecado
contra el Señor. Antes de pecar se dice que su padre era Dios; pero cuando
se manchó con el pecado, su padre es un amorreo. Antes de ser la ciudad
pecadora, se señala que debe su origen a Abraham, Isaac y Jacob, ahora,
después que ha pecado, su origen es Canaán; su madre es además una hitita.
Un insulto semejante podía costarle la vida al profeta. Con el mismo valor
Daniel llamó al viejo, que pecó contra Susana, “estirpe de Canaán y no de
Judá” (Dn 13,56).
Con el mismo valor Orígenes se encara con sus oyentes, actualizando la
palabra en su vida. “Si se dice palabras tan graves con relación a
Jerusalén, ¿qué me sucederá a mí si peco? ¿Quién será mi padre y quién mi
madre?... Mi padre no será ciertamente un amorreo, sino uno mucho peor:
Quien comete el pecado ha nacido del diablo (1Jn 3,8), o como dice en el
evangelio: vosotros sois estirpe de vuestro padre el diablo (Jn
8,44).
Jerusalén, sigue Orígenes, derrochó los regalos de Yahveh, su esposo, para
atraerse otros amantes, mostrándose más desvergonzada que una prostituta,
que se vende por el pago que recibe. Pero no hay que olvidar que cuanto se
dice de Jerusalén se dice de cada cristiano que vive en la Iglesia. Orígenes
nos invita, por tanto, a vernos en Jerusalén. “Cuando pecamos, nosotros
somos la Jerusalén que es destruida”, mientras que cuando permanecemos
fieles al Señor, “nosotros somos la Jerusalén que es salvada”. Así Orígenes
recorre las etapas del amor de Dios a su esposa, Jerusalén. Es un amor
inalterado a pesar de las repetidas y cada vez más graves culpas de ella,
obstinada en el pecado. Orígenes contrapone la fidelidad a la infidelidad,
la bondad a la malicia, la economía divina de la salvación a la mezquindad
de los designios humanos, terminando por contraponer a Dios y al antiguo
adversario, Satanás, causa primera de la ruina de toda persona.