EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y
acciones simbólicas:
5. EL CORTE DE CABELLOS
Emiliano
Jiménez Hernández
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5. EL CORTE DE CABELLOS
Isaías había
anunciado para el tiempo del asedio una acción que ahora el Señor manda
a Ezequiel representar ante el pueblo: “Aquel día rapará el Señor con
navaja alquilada más allá del Éufrates, con el rey de Asur, la cabeza y
el vello de las piernas y también afeitará la barba” (Is 7,20). Después
del asedio, representado en las acciones simbólicas del capítulo cuarto,
llega la muerte y la dispersión, simbolizada en el corte de cabellos. La
cabellera y la barba son expresión de belleza y dignidad. Afeitarse la
barba y raparse la cabeza son expresiones de luto (Is 15,2; Jr 41,5) y
desolación (Esd 9,3) o de afrenta (2S 10,4-5). Y eso es lo que Dios
ordena a Ezequiel:
-Tú, hijo de
hombre, toma una espada afilada, tómala como navaja de barbero, y
pásatela por tu cabeza y tu barba (5,1).
Ezequiel obedece
y se rapa la cabeza y se afeita la barba. Luego el profeta, ante la
mirada asombrada de quienes se congregan en torno a él, toma una
“balanza justa”, símbolo de la justicia divina, y pesa los cabellos,
repartiéndolos en tres porciones iguales: un tercio lo coloca sobre el
ladrillo, en el que había trazado el plano de la ciudad de Jerusalén, y
lo prende fuego. Otro tercio lo echa por tierra, lo va cortando con la
espada y lo esparce alrededor de la ciudad. Y el otro tercio con la
punta de la espada lo lanza al viento, para que se esparza por todas
partes. Es algo calculado minuciosamente y realizado con parsimonia,
como recreándose en la acción, a pesar de lo trágico del acto. En él
intervienen el fuego, la espada y el viento, como fuerzas enemigas. El
fuego destruye su parte, la espada crea división y el viento, aunque no
destruye, dispersa. Sólo un resto se salva: “tomarás unos pocos cabellos
que recogerás en el vuelo de tu manto, y de éstos tomarás todavía unos
pocos, los echarás en medio del fuego y los quemarás en él” (5,4).
Sólo unos pocos
se salvan de ser arrastrados por el viento o quemados en el fuego, lo
mismo que serán pocos, un pequeño resto, los que se salvarán de la
dispersión en la cautividad. Sólo se salvan los que se acogen bajo el
manto del profeta. El manto del profeta se convierte en el manto de Dios
(Cf 16,8), que cobija y protege al pequeño resto de Israel. A los
oyentes cristianos, este texto les trae a la memoria las palabras de la
hemorroísa: “Si logro tocar, aunque sólo sea la orla de su manto,
quedaré curada” (Mc 5,28).
Los cabellos son
el símbolo de los habitantes de Jerusalén. Una tercera parte de ellos
serán quemados en el incendio de la ciudad. Otra tercera parte intentará
salvarse, huyendo, pero les seguirán y les alcanzará la espada. También
éstos morirán. Y un tercer grupo será disperso entre las naciones. De
estos últimos sólo unos pocos se salvarán; los demás serán quemados. Se
salva el pequeño grupo, que Isaías llama “el resto de Israel”: el semen
del pueblo de Dios, el germen de los fieles que queda como signo de la
fidelidad de Dios a la alianza y como signo de esperanza y de vida para
el futuro.
Terminada la
acción simbólica, llega la palabra, que el pueblo espera para saber de
qué se trata. Ezequiel ha actuado con toda seriedad, en silencio. Los
espectadores, contemplando las extrañas acciones, realizadas con toda
meticulosidad, comprenden que no se trata de un juego o de una comedia.
Esperan la palabra que les dé el significado. Se trata ciertamente de un
asedio, pero ¿de qué ciudad? ¿de Babilonia? ¿de Egipto? ¿de Amón?
Ezequiel levanta la vista y despeja la incógnita:
-Así dice el Señor Yahveh: ¡Ésta es Jerusalén!
(5,5).
Yahveh echa en
cara a Jerusalén, la ciudad santa, la preferida para colocar su morada
entre los hombres, que su pecado es mayor que el de los pueblos que la
rodean. Los desterrados no pueden creer lo que oyen sus oídos. Ellos,
que llevan cinco años sufriendo el castigo en medio de la naciones,
creen que ya se ha calmado la ira de Dios y pronto podrán volver a la
patria. Pero Ezequiel les dice, como palabra de Dios, que su destierro
no fue más que el comienzo, que tras ellos vendrán los que quedaron en
Israel. Y como Ezequiel lee en sus rostros el interrogante no formulado
“¿por qué?”, les da la respuesta de Dios:
-Yo la había
colocado en medio de las naciones, y rodeado de países. Pero ella se ha
rebelado contra mí con más perversidad que las naciones... que la
rodean... Por eso, así dice el Señor Yahveh: También yo me declaro
contra ti, ejecutaré mis juicios en medio de ti a los ojos de las
naciones, y haré contigo lo que jamás he hecho y lo que no volveré a
hacer jamás, a causa de todas tus abominaciones. Por eso, los padres
devorarán a sus hijos, en medio de ti, y los hijos devorarán a sus
padres. Yo haré justicia de ti y esparciré lo que quede de ti a todos
los vientos... Un tercio de los tuyos morirá de peste o perecerá de
hambre en medio de ti, otro tercio caerá a espada, en tus
alrededores, y al otro tercio lo esparciré yo a todos los
vientos, desenvainando la espada detrás de ellos... Y haré de ti una
ruina, un oprobio entre las naciones que te rodean, a los ojos de todos
los transeúntes. Serás oprobio y blanco de insultos, ejemplo y asombro
para las naciones que te rodean, cuando yo haga justicia de ti con
cólera y furor, con furiosos escarmientos. Yo, Yahveh, he hablado
(5,5-15).
Jerusalén, la
ciudad santa, elegida de Dios como centro de su manifestación para los
pueblos, ahora se convierte en centro de escarmiento. En ella Dios
muestra a todos el fruto de la idolatría y las abominaciones en que caen
quienes cambian la fe en Dios por la confianza en los ídolos. El amor de
elección se cambia en celos, que provocan la pasión y la ira. El amor de
alianza entre Dios y su pueblo hiere las entrañas de Dios, cuando Israel
es infiel.
Es algo increíble
para los oyentes de Ezequiel. Dios, que se había prendado de Jerusalén y
le había colocado en alto, por encima de todos los pueblos, ahora se
declara contra ella: “También yo me declaro contra ti” (5,8).
La descripción
que sigue es terrible. Jerusalén queda reducida a un desierto y, de ese
modo, se convierte en un oprobio. Hambre, fieras, peste y espada son
cuatro calamidades que abarcan toda desgracia. Ezequiel, en un texto
sobrecargado, nos transmite la angustia y opresión, que aguarda a
Jerusalén:
-Cuando lance
contra ellos las terribles flechas del hambre, que causan el exterminio,
y que yo enviaré para exterminaros, añadiré el hambre contra vosotros, y
destruiré vuestras provisiones de pan. Enviaré contra vosotros el hambre
y las bestias feroces, que te dejarán sin hijos; la peste y la sangre
pasarán por ti, y haré venir contra ti la espada. Yo, Yahveh, he hablado
(5,16-17).
La suerte
anunciada a Jerusalén por sus idolatrías y abominaciones, Ezequiel la
alarga a toda la tierra de Judá, de modo particular a los montes de
Israel, que representan la tierra prometida. Desde la llanura de
Babilonia el profeta recuerda las montañas de Israel, lugares favoritos
de culto para los cananeos y donde se ha pervertido el pueblo de Dios.
La idolatría se ha extendido por todo Israel a través de los santuarios
de montes y colinas. Dios, frente a todos los altozanos con su
santuarios, había propuesto un solo monte y un solo templo: el monte de
Sión sobre el que se levantaba el único templo elegido por el Señor para
habitar en él (Sal 68,16-17). Ezequiel contempla la historia de Israel
como una historia de infidelidades perpetradas en los montes de su
tierra. Repetidas veces Dios ha invitado a destruir esos lugares de
culto. Y como el pueblo no lo ha hecho, Dios mismo lo hará:
-Montes de Israel..., serán arrasados vuestros altares y rotos vuestros cipos... (6,1-5).
Es probable que
Ezequiel sienta nostalgia del paisaje rico y variado de Palestina ahora
que su mirada no contempla más que las llanuras ilimitadas de
Mesopotamia, cuya monotonía sólo se interrumpe por el cruce de sus ríos
y canales. Pero la nostalgia y el amor a la tierra santa, con sus
montañas y colinas onduladas, no enternecen a Ezequiel. En su
imaginación caen devastados los montes, los collados, los torrentes y
los valles. Toda la tierra está contaminada, pues todo se ha puesto al
servicio de la idolatría. La destrucción será total. De su boca sólo
sale el mensaje de condenación que Dios le comunica, aunque se le
desgarre el corazón al proclamarlo. El es profeta, habla en nombre de
otro, ahogando sus sentimientos personales:
-Así dice el
Señor Yahveh a los montes, a las colinas, a los barrancos y a los
valles: He aquí que yo voy a hacer venir contra vosotros la espada y
destruiré vuestros altos (6,3).
La tierra misma
participa de las culpas y del desastre de sus habitantes. Con los montes
caerán las aldeas, que se creían protegidas por los santuarios erigidos
sobre sus colinas. Con el castigo Dios les llama a reconocerle como
Señor de toda la tierra y vencedor de los ídolos.
El rey Josías
había intentado la reforma de Israel, tratando de eliminar los lugares
de culto fuera de Jerusalén. Pero Josías no pudo culminar esta reforma
debido a su muerte prematura en la batalla de Meguido en el año 609.
Ahora es Dios mismo quien va a realizar lo que Josías no terminó. Dios
va a mostrar que los ídolos no pueden salvar a sus adoradores:
-Arrojaré
vuestros cadáveres ante vuestros ídolos y sabréis que yo soy el Señor
(6,4)
Ezequiel, con
esta palabra de condena sobre la tierra de Israel, propone a los
exiliados el itinerario de la conversión. Dios no se complace en el
castigo de su pueblo. Dios busca la corrección; con el castigo quiere
atraer al pueblo a sí. La conversión comenzará con el recuerdo de
Yahveh, ahora que le sienten ausente; la memoria de Dios les llevará a
la contrición interior, a dolerse del pecado, sintiéndose culpables de
adulterio, infieles al amor de Dios. Es la obra que Dios busca con todo
su celo:
-Les desgarraré
el corazón adúltero que se apartó de mí y los ojos que fornicaron con
sus ídolos; sentirán asco de si mismos por sus abominaciones (6,9).
Una vez dispersos
entre los pueblos, los israelitas sentirán nostalgia de Dios y vergüenza
de si mismos, reconociendo la maldad de su corazón. Entonces “sabrán que
yo soy Yahveh” (6,10). Llevar al pueblo al reconocimiento de Dios como
“su Dios”, es la finalidad de la destrucción de Jerusalén y de toda la
tierra de Israel. La contemplación de la tierra, que mana leche y miel,
convertida en “una tierra desolada y solitaria desde el desierto hasta
Ribla” (6,14) es una llamada clara a conversión.
El eco de la
acción simbólica sigue resonando: “La espada afuera, la peste y el
hambre dentro. El que se encuentre en el campo morirá a espada, y al que
esté en la ciudad, el hambre y la peste lo devorarán. Sus supervivientes
escaparán, huirán por los montes, como las palomas de los valles, todos
ellos gimiendo, cada uno por
sus culpas. Todas las manos desfallecen y todas las rodillas se irán en
agua (flaquearán). Se ceñirán de sayal, y los sacudirá un escalofrío.
Todos los rostros cubiertos de vergüenza, y todas las cabezas rasuradas”
(7,15-18).
Es el anuncio del día del Señor. El profeta Amós, creador de la expresión “día del Señor” ve este día como una semilla sembrada en la historia, que brota, crece y madura. Él ve ese momento y lo anuncia: “Ha madurado el fin para mi pueblo” (Am 8,2). Ezequiel ve cómo el fin de Israel llega desde los cuatro puntos cardinales de la tierra (7,2). Ahora la catástrofe es inminente. Las abominaciones de Israel han colmado toda medida. La intervención de Dios es inexorable (7,3-4). Llega el día de Yahveh anunciado por los profetas. Pero, lejos de ser día de exultación y gozo (Am 5,18s), será día de alboroto, pero no de alegría en los montes, donde solían celebrar sus fiestas idolátricas (Jr 3,22-23; Ez 6,2-3). Ha llegado la hora de pedir cuentas de las fornicaciones e idolatrías de Judá (7,8-11). Y el final de Israel, centro de la tierra, tiene resonancias cósmicas. La ira de Dios cae sobre todos (7,12). La desolación y la muerte reinan por doquier (8,15) y nadie se atreve a salir al frente, pues todas las rodillas flaquean ((7,17). Todos se rapan la cabeza en señal de duelo (7,18). El oro y la plata pierden todo su valor, pues no sirven para comprar los víveres necesarios (7,19). Las riquezas, que han sido un incentivo del pecado, sobre todo para entregarse a la idolatría, les aparecen ahora como estiércol (7,20-21). Y lo más grave de todo, Dios vuelve su mirada a otra parte, para no sentir compasión (7,22).
Esta ausencia de Dios se expresa en la ausencia de toda ayuda: “Faltará la
visión a los profetas; los sacerdotes desconocerán la Ley; y los ancianos,
el consejo. El rey se enlutará, y los príncipes estarán desolados, y
temblarán las manos de toda la tierra” (7,26-27). Profetas, sacerdotes,
sabios, reyes y príncipes, dones de Dios a su pueblo, pierden su ministerio.
La desolación será absoluta. Pero una vez más, el capítulo termina con la
palabra que da sentido a toda esta poda:
-Y sabrán que yo soy Yahveh.