EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 2.5 EL ESPIRITU SANTO MANTIENE LA APOSTOLICIDAD DE LA IGLESIA
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2.5. EL ESPIRITU SANTO MANTIENE LA APOSTOLICIDAD DE LA IGLESIA
a) El Espíritu da, con los Apóstoles, testimonio de Cristo
c) El Espíritu
envía y acompaña a los Apóstoles
d) El Espíritu da
parresía a los Apóstoles
e) El Espíritu mantiene
fiel a la Iglesia
2.5. EL ESPIRITU SANTO MANTIENE LA APOSTOLICIDAD DE LA IGLESIA
a) El Espíritu da, con los Apóstoles,
testimonio de Cristo
La apostolicidad de la Iglesia es la expresión de la unidad de la
Iglesia con Cristo a través de los tiempos. La Iglesia, edificada por el
Espíritu de Cristo, se mantiene una, en continuidad con la Iglesia
"edificada sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas" (Ef 2,20). A
esta Iglesia ha sido dado el Espíritu de Cristo. Sólo en ella actúa,
suscitando carismas para mantener su edificación a lo largo de los siglos;
en ella, junto con los apóstoles, el Espíritu da testimonio de Cristo como
Señor; y en ella ora con gemidos inenarrables, testificando al espíritu de
los fieles que Dios es Padre. Con la Iglesia, el Espíritu implora la venida
gloriosa de Cristo, el Esposo, que introducirá a la Iglesia, como su
Esposa, en las bodas
del Reino.
Cristo es "el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Primero y el
Ultimo, el que es, el que era y el que ha de venir, el
Pantocrator"
(Ap 1,8;21,6;22,13). La apostolicidad de la Iglesia es don de gracia que
Dios concede a la Iglesia para llenar el espacio intermedio entre el Alfa y
la Omega, asegurando la continuidad entre el principio y el fin, cuando "el
Señor vuelva".
Con la apostolicidad se trata de juntar el Alfa del plan de Dios a su
Omega de modo que permanezcan idénticos a través de la historia. Cristo vino
a restaurar el plan original de Dios, desviado por el pecado. Con su muerte
y resurrección inauguró el Omega escatológico, el eschatón de la historia.
Para llevar a término su obra, eligió a los apóstoles, derramando sobre
ellos su Espíritu, que "recuerda" lo que El hizo y dijo, hace presente,
actual, su redención e impulsa el crecimiento y multiplicación de la
Palabra (He 6,7;12,24; 19,29), que por su poder los Apóstoles predican con
parresía.
El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu. Y este tiempo se
caracteriza por la misión, el testimonio y el
Kerygma. Es
significativo que todos los evangelios terminan con el envío de los
apóstoles a la misión y con la donación del Espíritu Santo para realizar
esa misión.[1]
En Juan el Espíritu Santo aparece como el Espíritu de la verdad y, como tal,
da testimonio de Cristo juntamente con los Apóstoles (Jn 15,26-27; He
5,32). El testimonio del Espíritu va unido al de los testigos de la vida de
Jesús y de su resurrección.[2]
Pero esto es válido también para todos los discípulos que existirán a lo
largo del tiempo de la Iglesia. El Espíritu los guía en el conocimiento de
la verdad plena; incluso les anuncia lo que vendrá (Jn 16,13).
Mientras los discípulos acompañaban a Jesús, le veían y escuchaban,
su fe iba unida a la falta de ella, sobre todo a la falta de inteligencia.
El Espíritu hará que se presenten en primer plano de sus recuerdos las
enseñanzas de Jesús y madurará en ellos el testimonio, dándoles la
inteligencia y el contenido pleno de hechos y palabras de Jesús (Jn
2,22;12,16; 14,26). A todos los cristianos, escribe Juan:
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos tenéis
conocimiento...La unción que recibisteis de él permanece en
vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pues como su unción os
enseña todas las cosas -y es verdadera y no mentirosa-, tal como os enseñó,
permaneced en él (1Jn 2,20.27).
Esta unción se recibe de Cristo y consiste en la palabra de
Jesús asimilada en la fe bajo la acción del Espíritu. Se trata de mantener
"el testimonio de Jesús" en medio de las tribulaciones.[3]
De esta manera, la Iglesia lleva adelante el combate de la fe con la
fuerza del Espíritu de la verdad.[4]
Pablo exhorta a Timoteo: "Guarda ese buen depósito con la ayuda del Espíritu
Santo que habita en nosotros" (1Tim 1,14).
El Espíritu Santo, como Don del Padre y del Hijo, asegura el lazo de
continuidad e incluso de identidad entre el Alfa y la Omega, haciendo de los
Apóstoles testigos fieles hasta derramar su sangre por el testimonio de
Cristo. Los Apóstoles son testigos de lo "sucedido en Jerusalén", enviados
en misión en vista de la realización de la salvación escatológica, porque
"el mismo Jesús que han visto subir al cielo, volverá" (He 1,11).
El Nuevo Testamento está escrito en griego pero con mente hebrea. El
verbo ud, que significa "testimoniar", expresa la idea de
repetición, de fidelidad a lo recibido. Es lo que significa en el
griego del Nuevo Testamento la palabra mártir o testigo. No se es
mártir porque se muere; se es mártir cuando se muere por fidelidad a Cristo,
el primer "testigo fiel" (1Tim 6,13ss; Ap 1,5;3,14). El Espíritu Santo da
testimonio de Cristo y hace de los apóstoles testigos de Cristo:
Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la
verdad, que proviene del Padre, El dará testimonio de mí; y vosotros también
daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo (Jn 15,26-27).
Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis
testigos míos (He 1,8).
Por eso podrán decir los Apóstoles:
Testigos de estas cosas somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha
concedido a los que le obedecen (He 5,32).
c) El Espíritu envía y acompaña a los Apóstoles
Los Hechos y las Cartas de San Pablo nos presentan esta unión en la
misión entre el Espíritu y los enviados de Cristo. Los profetas y los
doctores de Antioquía imponen las manos, para enviar a la misión, a Pablo y
Bernabé, pero se dice que éstos son enviados en misión por el Espíritu
Santo:
En la Iglesia fundada en Antioquía había profetas y doctores...Mientras
estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo:
Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado.
Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les
enviaron. Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia...
(He 13,1-4).
De igual manera, Pablo instituye ancianos en Listra, Iconio,
Antioquía (He 14,23), pero, cuando se dirige a los de la Iglesia de Efeso,
les dice:
Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo
os ha constituido como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que El
se adquirió con la sangre de su Hijo (He 20,28).
El Espíritu Santo enriquece a la Iglesia con los diversos ministerios
necesarios para garantizar la vida en fidelidad al único Señor, Jesucristo
(1Cor 12,5). Los Apóstoles eran conscientes de este don del Espíritu Santo
en su acción evangelizadora y de gobierno. Pedro, dirigiéndose a los
fieles, esparcidos por diversas regiones del mundo pagano, les recuerda que
la predicación del Evangelio fue realizada "en el Espíritu Santo enviado
desde el cielo" (1Pe 1,12). Lo mismo dice Pablo a la comunidad de Corinto:
"Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de
la Nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu" (2Cor 3,5-6;Cfr. Rom
15,17-19).
El "servicio de la Nueva Alianza",-"ministerio del Espíritu" (2Cor
3,8)-, está vivificado por el Espíritu Santo, en virtud del cual tiene lugar
el anuncio del Evangelio y toda la obra de santificación, como escribe Pablo
a los romanos:
Os he escrito en virtud de la gracia que me ha sido otorgada por Dios, de
ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio
del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable,
santificada por el Espíritu Santo (Rom 15,16).
Pablo sabe muy bien que su
apostolado es un servicio:"No nos
predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros
como siervos vuestros por Jesús" (2Cor 4,5). Así es el
ministerio de la
Iglesia y en la Iglesia a lo largo de los siglos:
Podríamos decir que dos coordenadas sitúan el ministerio de la Iglesia: el
espíritu de servicio y la conciencia del poder del Espíritu Santo, que actúa
en la Iglesia. Humildad de servicio y fuerza de espíritu, que deriva de la
convicción personal de que el Espíritu Santo nos asiste y sostiene en el
ministerio, si somos dóciles y fieles a su acción en la Iglesia...Servicio
humilde de amor, aun teniendo presente lo que el Apóstol Pablo afirma: "Os
fue predicado nuestro Evangelio no solo con palabras, sino también con poder
y con Espíritu Santo, con plena persuasión (1Tes 1,5).[5]
Pero no son sólo Pedro y Pablo, sino todo el colegio apostólico se
sabe enviado, mandado y movido por el Espíritu Santo en el servicio a los
fieles. Esta unión del Espíritu y los Apóstoles se subraya con fuerza en el
primer Concilio de Jerusalén: "El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido"
(He 15,28).[6]
d) El Espíritu da parresía a los Apóstoles
El ministerio apostólico es "un ministerio del Espíritu" (2Cor
3,4-18). La Iglesia nace y se multiplica por la predicación de los
Apóstoles acompañada de la fuerza del Espíritu Santo (He 6,7;4,33;9,31).
Antes de nada, los mismos Apóstoles han sido fortalecidos por el Espíritu en
la verdad (Jn 16,8-13;1Jn 5,6). Y luego predican el
kerygma "bajo la
acción del Espíritu" (1Pe 1,12) y su palabra es palabra con poder "por la
acción del Espíritu Santo" (1Tes 1,5;He 4,31.33):
La palabra de salvación comenzó a ser anunciada por el Señor, y nos fue
luego confirmada por quienes la oyeron, testificando también Dios con
señales y prodigios, con toda suerte de milagros y dones del Espíritu Santo
repartidos según su voluntad (Heb 2,3-4).
De tal modo está unido el Espíritu Santo a la misión apostólica que
Pablo confiesa que el Espíritu "le impidió pasar a Asia" (He 16,6-7) y que,
después, le empuja a tomar la ruta de Macedonia (He 19,1;20,3). Y a los
ancianos de Efeso les dirá:
Y ahora, encadenado por el Espíritu, voy camino de Jerusalén, sin saber lo
que en ella me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo
me testifica que me esperan cadenas y tribulaciones (He 20,22-23).
Los Padres de la Iglesia consideraron la "tradición" o comunicación
del Espíritu Santo como un don de Dios para asegurar la unidad de la fe en
las Iglesias diseminadas por toda la tierra. San Ireneo dirá:
Los bárbaros poseen la salvación escrita, sin papel ni tinta, por el
Espíritu Santo en sus corazones y guardan escrupulosamente la antigua
tradición.[7]
Pues
Como discípulos de Cristo y testigos de todas sus buenas obras, de su
enseñanza, de su pasión, de su muerte, de su resurrección, de su subida al
cielo después de su resurrección según la carne, los Apóstoles, con el
poder del Espíritu Santo, enviados por toda la tierra, realizaron el
llamamiento a los gentiles..., purificando sus almas y sus cuerpos por
medio del bautismo de agua y del Espíritu Santo; instituyeron y fundaron
esta Iglesia compartiendo ese Espíritu que ellos habían recibido y
distribuyéndolo a los creyentes.[8]
e) El Espíritu mantiene fiel a la Iglesia
Desde Pentecostés, al comienzo de la misión apostólica de la Iglesia,
el Espíritu crea la comunión entre los Apóstoles. Lleno del Espíritu Santo
"Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y dijo" (He 2,4). Los
Once comparten con Pedro la misma misión, la vocación de dar
con
autoridad el mismo testimonio de Cristo:
Pedro habla como el primero entre ellos en virtud del mandato recibido
directamente de Cristo. Nadie pone en duda la tarea y el derecho que
precisamente él tiene de hablar en primer lugar y en nombre de los demás. Ya
en ese hecho se manifiesta la acción del Espíritu Santo, quien -según
el Concilio Vaticano II- "guía a la Iglesia, la unifica y la gobierna con
diversos dones jerárquicos y carismáticos" (LG,n.4).[9]
Al decirnos que Pedro "levantó su voz", Lucas no se refiere sólo a la
fuerza de la voz de Pedro, sino también y sobre todo a la fuerza de
convicción y a la autoridad con que tomó la palabra. En el Pedro
cobarde, que había negado a Jesús, una vez bautizado en el Espíritu Santo,
sucede lo que tantas veces subrayan los Evangelios en relación a Jesús: que
"enseñaba como quien tiene autoridad" (Mc 1,22;Mt 7,29;Lc 4,32). El día de
Pentecostés, Pedro y los demás Apóstoles, habiendo recibido el Espíritu de
la verdad, podían hablar con fuerza, como Cristo, con la autoridad de la
misma verdad revelada.
Es lo que con toda precisión afirma San Ireneo en la conclusión del
libro III de su Adversus Haereses, que habría que citar todo entero:
La predicación de la Iglesia es la misma en todas partes y permanece siempre
igual, apoyada sobre el testimonio de los Profetas, de los Apóstoles y de
todos los discípulos, a través del inicio, el medio y el final, es decir, a
través de toda la economía divina, a través de la operación habitual de
Dios que obra la salvación del hombre y reside en el interior de nuestra fe.
Esta fe la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos. Esta fe, como un
precioso depósito en un vaso de buena calidad, bajo la acción del Espíritu
de Dios se renueva continuamente y rejuvenece al mismo vaso que la contiene.
Este vaso de buena calidad o cantina bien provista de la bebida de la
vida es la Iglesia.[10]Por
tanto:
A la Iglesia se le ha confiado el Don de Dios, el Espíritu Santo, para que,
como Dios infundió el hálito a la carne por él plasmada (el primer Adán)
para que todos los miembros recibiéramos vida; así en el don confiado a la
Iglesia se hallaba contenida la comunión con Cristo (segundo Adán), es
decir, el Espíritu Santo, prenda de incorruptibilidad, consolidación de
nuestra fe y escala de nuestra subida a Dios. Por tanto, quienes no
participan del Espíritu no reciben del seno de su madre el alimento de la
vida; no perciben nada de la purísima fuente que mana del cuerpo de Cristo,
sino que se cavan para sí mismos cisternas agrietadas en las fosas de la
tierra y beben aguas pútridas del pantano; esos rechazan la fe de la Iglesia
por temor a ser probados como culpables y
rechazan el Espíritu Santo para no ser instruidos.[11]
La tradición, transmisión, del Espíritu Santo, que asegura a la
Iglesia la fidelidad y la unidad de su fe, está ligada a los Apóstoles y a
sus sucesores los Obispos.[12]
San Ireneo dice:
Es necesario escuchar a los presbíteros (obispos) que están al frente de la
Iglesia. Ellos son los sucesores de los apóstoles y, con la sucesión del
episcopado, han recibido el carisma de la verdad según el beneplácito del
Padre.[13]
El Espíritu hace apostólica a la Iglesia y la mantiene apostólica.
Sobre la Iglesia, reunida y unánime alrededor de los apóstoles, descendió el
día de Pentecostés. Cuando a la primera comunidad de los ciento veinte se
agreguen nuevos miembros, el Espíritu Santo les insertará en la comunión de
los santos, haciendo de ellos miembros del cuerpo eclesial de Cristo. La
apostolicidad de la Iglesia es la comunión con los apóstoles y, por ellos y
con ellos, la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1,3.7) en
el Espíritu Santo, lazo de esa comunión (2Cor 13,13).
Al final, en el momento Omega de la historia, "los Doce" se sentarán
en doce tronos para el juicio final, donde aparecerá lo que "haya sido
construido sobre el fundamento, que es Cristo, con oro, plata y piedras
preciosas y lo que haya sido construido con madera, heno y paja y que será
consumido por el fuego" (1Cor 3,12-15). Los apóstoles juzgarán si lo que
llega al término, a la Omega, es conforme a lo que fue dado en el Alfa, en
aquel comienzo del que ellos fueron, son y serán los testigos.