EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 2.4 EL ESPIRITU SANTO PRINCIPIO DE LA CATOLICIDAD
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2.4. EL ESPIRITU SANTO, PRINCIPIO DE CATOLICIDAD
a) El Espíritu recrea
la unidad de lenguas
b) El Espíritu en
el Apóstol y en el creyente
c) El Espíritu
crea la unidad en la catolicidad
d) El
Espíritu alcanza a todo hombre y a todo el hombre
2.4. EL ESPIRITU SANTO, PRINCIPIO DE CATOLICIDAD
a) El Espíritu recrea la unidad de lenguas
La Iglesia de los orígenes fue plenamente consciente de encontrarse
bajo la acción del Espíritu Santo y de estar llena de sus dones. Clemente de
Roma escribe:
Llenos de la seguridad que da el Espíritu Santo, los apóstoles partieron
para anunciar por todas partes la Buena Nueva de la venida del Reino de los
cielos.[1]
En los Hechos, los apóstoles aparecen equipados con el Espíritu para
emprender su misión, penetrados y configurados por el Espíritu. Cristo,
antes de volver al Padre, les había prometido: "Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (He
1,8). El día de Pentecostés vieron cumplida esta promesa.
Y no sólo los doce experimentan esta fuerza del Espíritu, sino todos
los enviados a la construcción de la Iglesia, con hombres de todos los
pueblos sin distinción de lengua o raza: Esteban (5,8;7,55), Bernabé
(11,24), Pablo (13,9) etc. San Ireneo ve en el Espíritu Santo el
restaurador de la unidad del género humano, disperso por el pecado:
Del Espíritu, Lucas nos dice que, después de la ascensión del Señor,
descendió sobre sus discípulos en Pentecostés, porque El tiene poder sobre
todas las naciones, para introducirlas en la vida y abrir para ellas la
nueva alianza; por ello, mediante su efusión, se acordaron todas las lenguas
en el canto del himno a Dios. Así el Espíritu Santo devolvía a la unidad las
razas dispersas y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones.[2]
El Espíritu, en Pentecostés, restaura lo que destruyó el pecado de
Babel, la comunión de los hombres y la comunicación entre las naciones. Las
primeras comunidades cristianas, esparcidas gracias a la fuerza
evangelizadora del Espíritu por el mundo entero, son las primicias de la
humanidad, ofrecida en Pentecostés al Padre: "todos les oímos hablar en
nuestra lengua las maravillas de Dios" (He 2,11). Un autor africano del
siglo VI lo comenta así:
Los apóstoles se pusieron a hablar en todas las lenguas. Así quiso Dios, por
aquel entonces, significar la presencia del Espíritu Santo, haciendo que
todo el que lo recibía hablase en todas las lenguas. Hay que entender que
se trata del Espíritu Santo por el cual el amor de Dios se derrama en
nuestros corazones. Y, ya que el amor había de congregar a la Iglesia por
todo el orbe de la tierra, del mismo modo que entonces cada persona que
recibía el Espíritu Santo podía hablar en todas las lenguas, así ahora la
unidad de la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, se manifiesta en la
pluralidad de lenguas.
Por tanto, si alguien nos dice: "Has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no
hablas en todas las lenguas?", debemos responderle: "Hablo ciertamente en
todas las lenguas, ya que pertenezco al cuerpo de Cristo, esto es, a la
Iglesia, que habla en todas las lenguas. Lo que Dios quiso entonces
significar por la presencia del Espíritu era que la Iglesia, en el futuro,
hablaría en todas las lenguas". De este modo, aquel milagro prefiguraba la
catolicidad de la Iglesia, que había de abarcar a los hombres de toda
lengua.[3]
La Iglesia, por obra del Espíritu Santo, nace misionera y desde
entonces permanece "in statu missionis" en todas las épocas y en todos los
lugares de la tierra.
b) El Espíritu en el apóstol y en los oyentes
San Lucas presenta al Espíritu, que santificó a Jesús desde su
concepción (1,35), y que le ungió en el Jordán y al comienzo de su misión en
Nazaret, enviado a la Iglesia para darle vida e impulsarla a la misión. Y
Pablo anuncia el Evangelio de Dios que, objeto de promesa y escondido en la
antigua disposición, se ha manifestado convertido en realidad gracias a
Jesús, "nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios
con poder según el Espíritu santificador, a partir de su resurrección de
entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro" (Rom 1,3-4;8,11).
La experiencia de Pablo del Espíritu Santo está ligada entera e
inmediatamente al acontecimiento de la pascua, a la resurrección y
glorificación de Jesús como Cristo y Señor. El don del Espíritu a la Iglesia
es fruto de la redención de la cruz, donde llega a cumplimiento la promesa
hecha a Abraham:
"Cristo, muriendo en la cruz, se hizo maldición por nosotros para que en
Cristo llegara a los gentiles la bendición de Abraham y por la fe
recibiéramos el Espíritu de la promesa" (Gál 3,13-14).
La bendición de Abraham, promesa para todas las naciones, es el
Espíritu Santo, Espíritu de la promesa, que viene de Dios y llega a los
gentiles por la predicación que suscita la fe. El Espíritu, objeto de la
promesa, actúa en el anuncio del Evangelio y, simultáneamente, en la
acogida del Evangelio en la fe. Y el Evangelio predicado y acogido en la
fe, hace "a los gentiles ofrenda agradable, consagrada por el Espíritu
Santo" (Rom 15,16).
Es el Espíritu el que da fuerza y poder a la palabra débil del
apóstol y el que la sella en los oyentes, como repite Pablo en sus cartas:
Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; porque nuestro
Evangelio no llegó a vosotros sólo con palabras, sino también con poder y
con el Espíritu Santo...y vosotros acogisteis la palabra, en medio de tantas
tribulaciones, con alegría del Espíritu Santo (1Tes 1,4-6).
Mi palabra y mi predicación no consistían en hábiles discursos de sabiduría,
sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder...Nuestro lenguaje
no consiste en palabras enseñadas por humana sabiduría, sino en palabras
enseñadas por el Espíritu, expresando las cosas del Espíritu con lenguaje
espiritual (1Cor 2,4-5.13).
¡Oh insensatos gálatas!...Sólo quiero saber de vosotros: ¿recibisteis el
Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación? (Gál 3,1-2).
c) El Espíritu crea la unidad en la catolicidad
El Espíritu Santo hace a la Iglesia
católica tanto en el
espacio del ancho mundo como en el tiempo de la historia. Los Hechos de los
Apóstoles atribuyen al Espíritu Santo el crecimiento de la Iglesia: "La
Iglesia por entonces gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría; se
edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la
consolación del Espíritu Santo" (He 9,31). Reconciliados con Dios por la
cruz de Cristo, el Espíritu Santo edifica la casa de Dios con las piedras
vivas de todos los pueblos:
Ahora, en Cristo Jesús, los que antes estabais lejos, habéis llegado a estar
cerca por la sangre de Cristo. Porque El es nuestra paz. El ha hecho de los
dos pueblos uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad...,
reconciliando con Dios a ambos en un solo Cuerpo por medio de la cruz...Por
El unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así,
pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación,
bien trabada, se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien
también vosotros estáis siendo edificados, hasta ser casa de Dios en el
Espíritu (Ef 2,13-22).
Si durante la existencia terrestre de Jesús, el Espíritu residía en
El y actuaba en El, las apariciones pascuales del Señor comportaron un envío
misionero.[4]
Pero fue el don del Espíritu en Pentecostés el principio de la misión.[5]
Los Hechos son el testimonio de esa acción del Espíritu, que se prolonga
hasta nuestros días en los evangelizadores por todas las partes de la
tierra. Pentecostés hizo nacer a la Iglesia universal, abierta a todas las
naciones, haciendo que en todas las lenguas de la tierra se proclamen las
maravillas de Dios (He 2,6-11):
Lo que el Señor había predicado una vez o lo que en El se ha obrado para la
salvación del género humano, hay que proclamarlo y difundirlo hasta las
extremidades de la tierra (He 1,8), comenzando por Jerusalén (Lc 24,47), de
suerte que lo que se ha efectuado una vez para la salvación de todos,
consiga su efecto en todos a lo largo de la sucesión de los tiempos.
Y para conseguir esto, envió Cristo al Espíritu Santo de parte del Padre,
para que realizara interiormente su obra salvadora e impulsara a la Iglesia
a su propia dilatación. Sin duda alguna, El Espíritu Santo obraba ya en el
mundo antes de la glorificación de Cristo. Sin embargo, descendió sobre los
discípulos en el día de Pentecostés, para permanecer con ellos eternamente
(Jn 14,16); la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud,
empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación y, por
fin, quedó presignificada la unión de los pueblos en la catolicidad de la
fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas,
entiende y abarca todas las lenguas en la caridad y supera de esta forma la
dispersión de Babel (Ad gentes,n.3 y 4).
Es lo que explica San Agustín contra los Donatistas, presentando la
comunión en el amor como el signo visible de la presencia del Espíritu Santo
en la Iglesia católica:
El prodigio de las lenguas en Pentecostés significa que todos los pueblos un
día abrazarán la fe y que la Iglesia universal hablará las lenguas de todas
las naciones, como aquel día las hablaba cada uno de los que había recibido
el Espíritu Santo. Estamos en la verdad creyendo que el Espíritu Santo ha
querido que el don de las lenguas fuese entonces la prueba y el signo de su
presencia, para que también hoy, cuando él ha cesado de manifestar su
presencia con el mismo signo, comprendiésemos que no se puede poseer el
Espíritu Santo, incluso después de haber recibido el bautismo, si uno se
separa de esta unidad que abraza a todos los pueblos...Así como el don de
las lenguas era entonces en un hombre el signo de la presencia del Espíritu
Santo, así ahora su presencia es atestiguada por el amor que tenemos, por la
unidad que existe entre todos los pueblos.[6]
La catolicidad de la Iglesia implica, por una parte, la unidad y, por
otra, la pluralidad. Desde el inicio, la Iglesia nació universal.
Ciertamente nació en Jerusalén como pequeña comunidad formada por los
Apóstoles y los primeros discípulos, pero ya entonces quedó manifiesta su
universalidad, "al hablar los Apóstoles en otras lenguas según el Espíritu
les concedía expresarse" (He 2, 4), de forma que las personas de diversas
naciones, presentes en Jerusalén, oían "las maravillas de Dios" (He 2,11) en
sus propias lenguas, aunque los que hablaban eran galileos (He 2,7).
Es también significativo y elocuente el origen galileo de los
Apóstoles. La Galilea era designada como "Galilea de los gentiles" (Is
9,1;Mt 4,15;1Mac 5,15). La Iglesia, por consiguiente, nació en Jerusalén,
pero el mensaje de la fe no fue proclamado allí por ciudadanos de Jerusalén,
sino por un grupo de galileos; y, por otra parte, su predicación no se
dirigió exclusivamente a los habitantes de Jerusalén, sino a los judíos y
prosélitos de toda procedencia: "pertenecientes a todas las naciones que hay
bajo el cielo" (He 2,5).
Ya en el momento de su nacimiento la Iglesia era universal y estaba
orientada a la universalidad, que se manifestaría a continuación por medio
de todas las Iglesias particulares, unidas entre sí por su enraizamiento
en la apostolicidad. Pedro será, en el primer concilio de Jerusalén, el
heraldo de la universalidad de la Iglesia, abierta a acoger en su seno
tanto a los miembros del pueblo elegido como a los paganos (He 15,13;
21,18).[7]
Bajo la acción del Espíritu Santo queda, pues, inaugurada la
catolicidad de la Iglesia, expresada desde el inicio en la multitud y
diversidad de las personas, lenguas y naciones que participan en la primera
irradiación de Pentecostés. El carácter misionero de la Iglesia pertenece a
su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la Iglesia de Cristo,
porque el Espíritu Santo la hizo misionera desde el momento de su
nacimiento[8]:
El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de
diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de
todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones
eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de
misión que impulsó a Cristo (Ad gentes,n.4).
d) El Espíritu alcanza a todo hombre y a todo el hombre
San Ireneo ilustra la misión unificadora del Espíritu Santo, que crea
la unidad de la Iglesia en la catolicidad o universalidad del género
humano, con la imagen del agua, puesta en relación con tres figuras de la
Escritura:
Por esto el Señor ha prometido enviarnos el Paráclito para irnos adaptando a
Dios. Pues así como la harina seca no puede convertirse en una sola pasta
sin el agua (1Cor 10,16-17), así tampoco nosotros podemos convertirnos en
una única realidad en Cristo Jesús sin el agua que viene del cielo. Y como
la tierra árida, si no recibe el agua, no da fruto, tampoco nosotros, que
éramos leño seco, hubiéramos podido dar fruto de vida sin la lluvia
generosa derramada desde lo alto. En efecto, nuestros cuerpos han recibido
en el baño del bautismo la unidad que les hace incorruptibles, y nuestras
almas han recibido esa unidad mediante el Espíritu. Por eso, el agua y el
Espíritu son necesarios para recibir la vida de Dios.
Después de explicar la imagen del agua que transforma la harina en
pasta y fertiliza la tierra, Ireneo pasa a ver el agua que quita la sed:
Nuestro Señor tuvo piedad de la Samaritana prevaricadora, que no había
permanecido unida a su único marido, sino que había fornicado en múltiples
bodas. Pero el Señor le ha mostrado y prometido el agua viva para que desde
entonces no tuviera más sed y no viviera siempre afanada en saciar su sed
con agua lograda fatigosamente. Desde entonces ella llevaría en sí misma la
bebida que salta para la vida eterna. Se trata de la bebida que el Señor
recibió como don del Padre y que El, a su vez, ha dado a cuantos participan
de El, enviando el Espíritu Santo sobre toda la tierra.
Y, finalmente, como tercera figura del Espíritu, Ireneo evoca el
rocío celestial caído sobre el vellón de lana de Gedeón (Ju 6,36-40):
Gedeón, este israelita elegido por Dios para salvar a su pueblo Israel de la
dominación extranjera, veía anticipadamente esta gracia del don del
Espíritu Santo cuando cambió su petición. La primera vez, sólo cayó el
rocío sobre el vellón de lana, figura del pueblo de Israel; pero al cambiar
su petición, quedando seco el vellón, Gedeón mostró en profecía la sequedad
de este pueblo, que ya no recibiría más de Dios el Espíritu Santo (como dice
Isaías: mandaré a las nubes que no lluevan más sobre él); mientras que
sobre toda la tierra se esparciría el rocío que es el Espíritu de Dios,
el Espíritu que descendió sobre el Señor, el Espíritu de sabiduría y de
inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de
piedad, Espíritu de temor de Dios. Este mismo Espíritu lo dio el Señor, a su
vez, a la Iglesia, enviando desde los cielos el Paráclito a la tierra, de
dónde ha sido expulsado el diablo, cayendo como un rayo. Por ello, este
rocío de Dios nos es necesario para no quedar consumidos y estériles y para
que allí donde se nos presente el acusador, tengamos presente un defensor.
El Señor ha entregado el Espíritu al hombre (al género humano), que es suyo,
pero que ha caído en manos de salteadores, que le han dejado medio muerto.
El Señor ha tenido piedad de él, le ha curado las heridas y ha dado a la
Iglesia dos monedas reales, para que, mediante el Espíritu imprima en
nosotros la imagen e inscripción del Padre y del Hijo, esperando que
nosotros hagamos fructificar el dinero que se nos ha confiado y lo
devolvamos al Señor multiplicado.
El Espíritu Santo, saciando las exigencias más íntimas del hombre,
recrea la unidad de todo el hombre, cuerpo y espíritu, abriéndole a la
comunión con todos los hombres, rompiendo las barreras que alienan al
hombre consigo mismo y con los demás. La catolicidad que crea el Espíritu no
conoce límites de raza, pueblo o nación. En una sola lengua, la del amor,
que crea un solo corazón en un único pueblo, extendido hasta los confines
del mundo, el Espíritu inspira el mismo himno de alabanza a Dios por su Hijo
Jesucristo.
Pero esta presencia del Espíritu en el mundo, en el género humano,
en medio de todas las naciones, para San Ireneo, se lleva a cabo mediante la
Iglesia y en la Iglesia. Sólo a través de la Iglesia, el Espíritu actúa en
el mundo entero. Pues, el Espíritu, principio de catolicidad de la Iglesia,
es el mismo Espíritu de Cristo, el mismo Espíritu que recibieron los
Apóstoles y que mantiene por los siglos la apostolicidad de la Iglesia; es
el Espíritu con el que los Apóstoles regeneran y bautizan en todas las
naciones, llevando a la unidad a todas las razas, dispersas por el pecado y,
una vez regeneradas, son ofrecidas como primicias al Padre. Las primicias
de todas las naciones, llenas del Espíritu Santo, forman la Iglesia en su
catolicidad:
Es preciso amar entrañablemente a cuantos pertenecen a la Iglesia, por haber
adherido a la tradición de la verdad. A esta tradición han adherido
numerosos pueblos bárbaros, que creen en Cristo, poseen la salvación,
escrita no con tinta sobre papel, sino por el Espíritu Santo en sus
corazones...Si comparamos su lengua con la nuestra, son bárbaros para
nosotros; pero si contemplamos sus pensamientos, sus costumbres, su estilo
de vida, vemos que son como nosotros, pues a causa de la fe logran la más
alta sabiduría y a Dios le agrandan porque viven según toda justicia,
castidad y sabiduría.[9]
Las multitudes de pueblos bárbaros, de un extremo al otro del
universo, adhiriendo a la misma fe, llevan en su corazón la misma impronta
del sello del Espíritu Santo, que crea la catolicidad en la unidad de la
Iglesia:
La predicación del kerygma, que la Iglesia ha recibido, ella, esparcida por
todo el mundo, la conserva con esmero, como si morase en una sola casa; cree
de tal modo en lo mismo como si tuviera un solo corazón y una sola alma. En
una perfecta comunión predica, enseña y transmite en todas partes lo mismo,
como si tuviera una sola boca. En efecto, aún siendo diversos los idiomas a
lo ancho del mundo, la fuerza de la tradición es la misma e idéntica en
todas partes. De este modo, las Iglesias fundadas en Germania no creen de
un modo distinto de como creen las Iglesias Celtas, o las Iberas, o las del
Oriente, de Egipto o de Libia o las fundadas en el centro del mundo. Sino
que, como el sol, criatura de Dios, es único y el mismo en todo el mundo,
así el kerygma de la verdad resplandece en todas partes e ilumina a todos
los hombres que quieren llegar al conocimiento de la verdad.[10]