EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 2.3 EL ESPIRITU HACE UNA IGLESIA
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2.3. EL ESPIRITU HACE UNA A LA IGLESIA
a) El Espíritu, vínculo de
comunión
b) El Espíritu
crea la unidad en la multiplicidad
c) El Espíritu es dado a la
Iglesia
d) Unidad del Espíritu y la
Iglesia
e) El Espíritu crea
la comunión de los santos
2.3. EL ESPIRITU HACE UNA A LA IGLESIA
a) El Espíritu, vínculo de comunión
El día de Pentecostés, sobre los Apóstoles reunidos en oración junto
con María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido y "quedaron
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el
Espíritu les concedía expresarse" (He 2,4), "volviendo a conducir de este
modo a la unidad las razas dispersas, al ofrecer al Padre las primicias de
todas las naciones".[1]
El Espíritu Santo crea la
koinonía de la Iglesia, une los
fieles a Cristo y entre sí. Pues el Espíritu distribuye la variedad de sus
dones en la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo es el vínculo de unión
del misterio de la Trinidad, modelo y fuente de la unidad de la Iglesia:
La unidad de comunión eclesial tiene una semejanza con la comunión
trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre. Es
el saludo y el deseo que en la liturgia se dirige a los fieles al comienzo
de la Eucaristía, con las mismas palabras de Pablo: "La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo
estén con todos vosotros" (2Cor 13,13). Estas palabras encierran la verdad
de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia.[2]
El Papa Juan Pablo II cita, a continuación, a San Agustín:
La comunión de la unidad de la Iglesia es casi una obra propia del Espíritu
Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es
en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo. El Padre y el Hijo poseen
en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos.[3]
San Agustín llama al Espíritu Santo "Don de Dios", tomándolo de la
Escritura.[4]
Ciertamente el Espíritu es dado sólo cuando existen criaturas capaces de
"poseerlo" y de gozar de El, pero El procede eternamente del Padre y del
Hijo como "donable" y, en este sentido, es Don. Es uno de sus nombres
personales. Cuando nos es dado, nos une a Dios y entre nosotros por el
mismo principio que sella la unidad del amor y de la paz en Dios mismo. Así
se nos da el Espíritu mismo como principio de unidad de la Iglesia:
En nuestro lenguaje, el Espíritu Santo es no sólo el Espíritu del Padre y
del Hijo que lo dieron, sino el nuestro también, para quienes lo hemos
recibido. El Espíritu Santo es el de Dios porque nos lo da y el nuestro
porque lo recibimos. Han querido, por lo que une al Padre y al Hijo, unirnos
entre nosotros y con ellas y hacer de nosotros una unidad por obra de aquel
Don que a las dos les es común; es decir, el Espíritu Santo, que a la vez es
Dios y Don de Dios.
Por El, efectivamente, nos reconciliamos con la divinidad y nos deleitamos
en ella. El Espíritu Santo unifica la congregación de la Iglesia. Como la
remisión de los pecados no tiene lugar sino en el Espíritu Santo, sólo puede
darse en la Iglesia que tiene el Espíritu Santo...La comunidad formada por
la unidad de la Iglesia de Dios, fuera de la cual no tiene lugar la remisión
de los pecados, es considerada como la obra propia del Espíritu Santo, con
la colaboración, desde luego, del Padre y del Hijo por ser el Espíritu
Santo, en alguna manera, el lazo propio del Padre y del Hijo...porque el
Espíritu Santo es común al Padre y al Hijo, por ser el Espíritu del Padre y
del Hijo.[5]
Del mismo modo, el Concilio Vaticano II, presentando a la Iglesia
como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo
(PO,n.1;AG ,n.7), ve reflejada en ella la unidad trinitaria:
El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un
templo (1Cor 3,16;6,19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de
hijos (Gál 4,6;Rom 8,15-15.26). Con diversos dones jerárquicos y
carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (Ef
4,11-12;1Cor 12,4;Gál 5,22), a la que guía hacia toda verdad (Jn 16,13) y
unifica en comunión y ministerio...Así se manifiesta toda la Iglesia
como "un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo"[6]
(LG,n.4).
Así, pues, el misterio de la Iglesia, teniendo al Espíritu Santo
como principio de unidad, tiene como "modelo supremo y como principio la
unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu
Santo":
Una vez que el Señor Jesús fue exaltado en la cruz y glorificado, derramó el
Espíritu que había prometido, por el cual llamó y congregó en unidad de fe,
esperanza y caridad al pueblo del Nuevo Testamento, que es la Iglesia (Ef
4,4-5;Gál 3,27-28). El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena
y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los
congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de
la unidad de la Iglesia...Este es el gran misterio de la unidad de la
Iglesia en Cristo y por medio de Cristo, comunicando el Espíritu Santo la
variedad de sus dones. El modelo supremo y el principio de este misterio es
la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu
Santo (UR,n.2).
b) El Espíritu crea la unidad en la multiplicidad
El Espíritu, término y sello de la fecundidad intradivina, y que se
nos comunica a nosotros, es también el principio de nuestro retorno al
Padre por el Hijo. Es, en profundidad, el deseo que nos mueve hacia el Padre
y que nos hace desembocar en El. "Donec requiescat in Te".
Pero, en este retorno al Padre, el Espíritu Santo actúa en la
Iglesia, a lo largo de su historia, creando en ella constantemente una
novedad para nosotros desconcertante. Anselmo de Havelberg, premonstratense,
en 1149, a los que se preguntan "¿por qué tantas novedades en la Iglesia?,
responde:
Existe un solo cuerpo de la Iglesia, que el Espíritu Santo vivifica, rige y
gobierna; al que está unido el Espíritu Santo, múltiple, sutil, móvil,
desatado, puro, fuerte, suave, que ama el bien, penetrante, que hace el bien
sin traba alguna, amigo de los hombres, benefactor, estable, seguro, que
todo lo ve y lo puede, recipiente de todos los espíritus, inteligible,
inmaculado; en este Espíritu Santo, según san Pablo, "hay diversidad de
gracias, pero el Espíritu es el mismo" (1Cor 12,4). Y también :"A cada cual
se le otorga la manifestación del Espíritu para un fin útil. Porque a uno se
le da, por el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia
según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma
de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro,
profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de
lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todos estos dones los obra el
único y mismo Espíritu, distribuyéndolos a cada uno en particular según su
voluntad" (1Cor 12,7-11).
De esta manera, aparece patentemente que el cuerpo de la Iglesia, que es
uno, es vivificado por el Espíritu Santo, que es uno, único en sí mismo y
múltiple (1Pe 4,10) en la distribución multiforme de sus dones. Este
verdadero cuerpo de la Iglesia, vivificado por el Espíritu Santo,
diversificado en diversos miembros en épocas y edades diferentes, comenzó
con el primer justo, Abel, y se consumará en el último elegido, siempre
uno en la única fe, pero diversificado en formas múltiples por la variedad
múltiple de las maneras de vivir.[7]
El Espíritu Santo es quien forma el cuerpo del que Cristo es la
cabeza. La Cabeza es la primera en tener el Espíritu y la única que lo posee
en plenitud. De ella desciende a los miembros. Y como Espíritu de Cristo,
con la diversidad de sus dones, hace que exista un solo cuerpo, que es el
cuerpo de Cristo (1Cor 12,12-13). Así lo expone, siguiendo a San Agustín,
Hugo de San Víctor (1137), fuente de inspiración para otros muchos teólogos:
De igual manera que el espíritu de la persona desciende, por la cabeza, para
vivificar los miembros, de igual manera el Espíritu Santo, por Cristo,
viene a los miembros. Cristo, es efectivamente, la cabeza; el cristiano es
el miembro. La cabeza es una, los miembros son muchos, y se forma un solo
cuerpo con la cabeza y los miembros; y en este único cuerpo no existe sino
un solo Espíritu. La plenitud de este Espíritu reside en la cabeza; la
participación, en los miembros. Si, pues, el cuerpo es uno y el Espíritu
es uno, aquel que no está en el cuerpo, no puede ser vivificado por el
Espíritu...La santa Iglesia es el cuerpo de Cristo; es vivificada por un
solo Espíritu, unida y santificada por una sola fe. Cada uno de los fieles
es miembro de este cuerpo; todos son un solo cuerpo a causa del Espíritu
único y de la fe única. Y, al igual que en el cuerpo humano cada uno de los
miembros tiene su función propia y peculiar y, sin embargo, no obra para sí
solo lo que obra por sí, de igual manera, en el cuerpo de la santa Iglesia,
los dones de gracia son distribuidos a los individuos, pero nadie retiene
para sí solo lo que recibe él solo...[8]
El Espíritu es dado a la comunidad y es dado a las personas. La
Iglesia es una comunión, una fraternidad de personas. En ella el Espíritu
armoniza la singularidad de cada miembro y la unidad de todos en el único
Cuerpo de Cristo. El Espíritu crea la unidad en la multiplicidad. De aquí la
exhortación de San Pablo a "conservar la unidad del Espíritu con el vínculo
de la paz" (Ef 4,3).
c) El Espíritu es dado a la Iglesia
El Espíritu Santo es dado a la Iglesia. Fue prometido a los
apóstoles, pero con miras al nuevo pueblo del que ellos eran las primicias.[9]
Fue dado en primer lugar a los apóstoles (Jn 20,22) e inmediatamente
después a toda la primera comunidad en el día de Pentecostés, cuando
estaban todos "juntos", en el mismo lugar (He 1,15;2,1;2,27), y "unánimes,
con un mismo espíritu".[10]
Como dice Möhler:
Cuando recibieron la fuerza y la luz de lo alto, los jefes y los miembros de
la Iglesia naciente no se habían dispersado por diferentes lugares, sino que
se encontraban reunidos en un mismo lugar y tenían un mismo corazón,
constituían una asamblea de hermanos...Cada discípulo fue llenado de los
dones de lo alto porque formaba una unidad con los restantes discípulos.[11]
Y San Agustín, por una parte, dice que es preciso estar en el cuerpo
de Cristo para tener el Espíritu de Cristo y, por otra, que se tiene el
Espíritu de Cristo, que se vive verdaderamente de él, cuando se está en el
cuerpo de Cristo.[12]
Se recibe el Espíritu cuando hay un sólo cuerpo y hay un solo cuerpo porque
hay un solo Espíritu de Cristo. El Espíritu actúa para hacernos entrar en
el cuerpo, pero es dado al cuerpo y en éste se recibe el don: "Todos fuimos
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo" (1Cor 12,13;Ef
4,4):
Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu es como su alma, es decir, el
principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo,
el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad
de Jerusalén (He 1,13), El ha de ser desde aquel día y para todas las
generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la
fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.[13]
d) Unidad del Espíritu y la Iglesia
Los primeros Padres viven la experiencia del Espíritu Santo, gozando
de sus dones en medio de la comunidad cristiana, sin sentir la necesidad de
elaborar una teología sobre El. Es tal la compenetración con el Espíritu que
San Ignacio de Antioquía le parangona con las cuerdas del órgano que hace
subir al Padre las piedras vivas del Templo de Dios.[14]
Y, con precisión feliz, connatural a su experiencia, señala la unidad de la
Iglesia, diciendo que "es una sola realidad con su Obispo, con los
presbíteros y los diáconos, unidad firmemente fundada, por voluntad de
Cristo, en el Espíritu Santo".[15]
No hay más que una Iglesia, jerárquica y pneumática, institucional y
espiritual. La oposición de Tertuliano, ya montanista, entre la
Iglesia-Espíritu y la Iglesia-colección de Obispos,[16]
nace de una eclesiología sectaria. Los escritores, que expresan la
tradición, saben dar su sitio al Espíritu
en la Iglesia. Ireneo, el
primer gran teólogo posterior a la época apostólica, a finales del siglo II,
exalta al Espíritu como principio vivificador de la fe y de la Iglesia en
su célebre texto:
Fe recibida de la Iglesia y que guardamos; fe que siempre, bajo la acción
del Espíritu de Dios, como un licor añejo conservado en vaso de buena
calidad, rejuvenece y hace, incluso, rejuvenecer el vaso que le contiene. La
Iglesia, en efecto, se sabe depositaria de este don de Dios, así como Dios
mismo ha confiado el soplo a la carne modelada para que todos los miembros
reciban la vida de ella; y en este don estaba contenida la intimidad del don
de Cristo, es decir, el Espíritu Santo. Dios ha establecido en la Iglesia
los apóstoles, los profetas, los doctores y todos los otros medios de
operación del Espíritu, de los que no participan quienes no pertenecen a la
Iglesia...Porque donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de
Dios. Y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la
gracia. Y el Espíritu es la verdad.[17]
Puesto que el Espíritu es dado a la Iglesia, Ireneo puede decir que
allí donde está el Espíritu, allí está la Iglesia. Y como no hay más que una
Iglesia, puede invertir la proposición y decir que allí donde está la
Iglesia, allí está el Espíritu. No se puede afirmar de un modo más fuerte el
vínculo entre el Espíritu y la Iglesia, percibido desde los albores de la
teología cristiana.
Ireneo habla, ciertamente, de la Iglesia, que mantiene la fe
transmitida desde los apóstoles por la sucesión de los ministros,
actualizada y refrescada incesantemente por el Espíritu. Es la Iglesia
total, pero concretizada en la comunidad local. Participando en esta
asamblea local, se participa de los dones del Espíritu. Esta es la Iglesia
que conocía Ireneo, la de la sucesión de los presbíteros y de la asamblea
fraterna en la comunión en la fe de los apóstoles.
Esta teología de Ireneo recoge la enseñanza del Nuevo Testamento y
la experiencia diaria de la comunidad primitiva, que goza en su seno de la
presencia y fuerza del Espíritu Santo, manifestadas en los dones de vida
que engendra entre los fieles y, en particular, el más estimable de los
dones: el martirio. "Entrenador" y "unción de los mártires", se llamará al
Espíritu Santo. El Espíritu Santo entrena y unge al cristiano para la
lucha contra el maligno y le prepara así para la fidelidad hasta derramando
su sangre en el martirio:
Mediante el Espíritu Santo son fortalecidos quienes no temen afrontar
cárceles y cadenas por el Nombre del Señor; más aún, han pisoteado las
potencias del mundo y los suplicios, armados y fortalecidos por el Espíritu
con los dones que este mismo Espíritu destina a la Iglesia, Esposa de
Cristo, y se los da como adorno.[18]
Hipólito, que escribe por las mismas fechas de Tertuliano, ya en el
prólogo de la Tradición apostólica, señala el don del Espíritu
conferido a los ministros de la Iglesia: "El Espíritu Santo confiere a los
que tienen una fe recta la gracia perfecta de saber cómo deben enseñar y
guardar todo los que están a la cabeza de la Iglesia".
e) El Espíritu crea la comunión de los santos
El Espíritu no sólo crea la unidad entre la cabeza y los miembros del
cuerpo de Cristo. Sino que crea la unidad también entre las tres realidades
que conforman el "Cuerpo de Cristo": su cuerpo humano y personal, nacido de
María, su cuerpo sacramental y su cuerpo eclesial. El Espíritu Santo crea
el lazo de unidad en cada uno de estos tres cuerpos, de modo que podemos
afirmar que "no son tres sino un solo cuerpo unido por el Espíritu Santo"[19].
El Espíritu Santo actúa como principio de santificación de Jesús (Lc 1,35),
de los dones del pan y del vino y de los fieles que forman la Iglesia. El
tercer cuerpo, el eclesial, está unido al primero por medio del segundo, el
eucarístico.
San Agustín ve en la Iglesia como dos aspectos, el de la
communio
sacramentorum, que es obra de Cristo, y el de la
communio sanctorum,
que es obra del Espíritu Santo. En este aspecto llama a la Iglesia
ecclesia in sanctis, unitas, caritas, pax y también
columba,
porque su principio es el Espíritu Santo. Este hace en la Iglesia lo que el
alma realiza en el cuerpo.[20]
Cristo dotó a su Iglesia de la Palabra, de los sacramentos y del ministerio.
Pero, para que la Iglesia alcance su fruto cristiano de salvación y de
comunicación con Dios es necesario el acontecimiento del Espíritu Santo.
Dios quiere reunirnos con El por el mismo Espíritu que es el lazo entre el
Padre y el Hijo.
Así el Espíritu crea la "comunión de los santos" (communio sanctorum:
de las cosas santas y de los santos), que transciende el tiempo y el
espacio. El hace presente en el momento actual el pasado (Jn 14,26;16,13-15)
y el futuro escatológico, al menos como arras.[21]
El hace una a la Iglesia desde Abel hasta el último justo
elegido, la Iglesia de la tierra y la del cielo, la cabeza y los miembros,
porque en todos está el mismo Espíritu. Ese mismo Espíritu que, en Dios,
sella en el amor la unidad del Padre y del Hijo, de los que procede:
El Padre y el Hijo han querido que entrásemos en comunión entre nosotros y
con ellos por lo que les es común; y unirnos en uno por ese don que los dos
poseen conjuntamente, es decir, por el Espíritu Santo, Dios y Don de Dios.[22]