EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 1.7 EL ESPIRITU SANTO EN LA PLENITUD ESCATOLOGICA
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1.7. EL ESPIRITU SANTO EN LA PLENITUD ESCATOLOGICA
a) El Espíritu Santo, don escatológico
b) El Espíritu Santo, prenda de la gloria futura,
fundamento de la esperanza
c) El Espíritu, luz para la peregrinación por la
tierra
d) El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven!
1. 7. EL ESPIRITU SANTO EN LA PLENITUD ESCATOLOGICA
a) El Espíritu Santo, don escatológico
El Espíritu Santo vino en Pentecostés para cumplir las promesas
contenidas en el anuncio de la salvación, como leemos en los Hechos de los
Apóstoles: "Y exaltado Jesús por las diestra de Dios, ha recibido del Padre
el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís"
(2,33).
La Iglesia es el misterio de la efusión del Espíritu en los últimos
tiempos. Lo que Joel había anunciado que "sucedería en los últimos días",
Pedro lo proclama como acaecido en Pentecostés (He 2,17). Por ello, el
tiempo de la Iglesia, que camina por el mundo hasta la parusía, es el tiempo
del Espíritu Santo:
"El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo
fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los
discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó
públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la
predicación entre los paganos" (Ad gentes,n.4).
Con la venida del Espíritu Santo, la vida nueva, inaugurada con la
Resurrección de Cristo, ha hecho su irrupción en el mundo y avanza hasta la
revelación plena que tendrá lugar en la Parusía del Señor de la Gloria. El
Espíritu Santo es el término y contenido de la Promesa hecha por Dios a los
Patriarcas y a la Profetas. Es el don escatológico, que constituye a Jesús
en Kyrios, dando cumplimiento pleno a su obra salvadora:
"...Acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne,
constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su
resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro" (Rom 1,3-4)
"Si la Pascua es el comienzo de la gracia, Pentecostés es su
coronación", dirá san Agustín. Pentecostés es la misma Pascua considerada
en su plenitud, con su fruto, que es el Espíritu Santo. Así la fiesta de
Pascua inaugura la gran fiesta, que se prolonga por cincuenta días, como
"tiempo pascual", imagen anticipada del cielo:
"Una vez celebrada la Pascua, nos espera una fiesta, que lleva la imagen del
cielo, una fiesta espléndida, como si ya estuviéramos reunidos con nuestro
Salvador en posesión de su Reino. Por ello, durante esta fiesta de
Pentecostés no nos está permitido someternos a la fatiga y así aprendemos a
ofrecer una imagen del reposo esperado en los cielos...Por esto, celebramos,
después de Pascua, durante siete semanas enteras, multiplicando para
nosotros el descanso, del que es símbolo el número siete".
[1]
"Siendo Pentecostés para nosotros símbolo del mundo futuro, celebramos el
gran domingo, gustando aquí ya la prenda de la vida eterna futura. Cuando al
fin emigremos de aquí, entonces celebraremos la fiesta perfecta con
Cristo".[2]
Este cumplimiento de la promesa se proyecta hacia toda la historia,
hasta los últimos tiempos. Para quienes acogen en la fe la palabra de Dios,
que Cristo reveló y los Apóstoles predicaron, la escatología ha comenzado a
realizarse, es más, puede decirse que ya se ha realizado en su aspecto
fundamental: la presencia del Espíritu Santo en la historia humana, cuyo
significado e impulso vital brotan del acontecimiento de Pentecostés, con
vistas a la meta de cada hombre y de toda la humanidad. En el Antiguo
Testamento, la esperanza tenía como fundamento la promesa de la presencia
permanente y providencial de Dios, que se manifestaría en el Mesías; en el
Nuevo Testamento, la esperanza, que infunde en el cristiano el Espíritu
Santo, implica ya una posesión anticipada de la gloria futura.[3]
Esta esperanza lleva al fiel a "penetrar más allá del velo" (Heb 6,19). Así
el Espíritu Santo es prenda poseída de la gloria futura:
"Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de
nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de
su gloria" (Ef 1,13-14;Cfr.4,30;2Cor 1,22).
"Se puede decir que la vida cristiana en la tierra es como una iniciación en
la participación plena en la gloria de Dios; y el Espíritu Santo es la
garantía de alcanzar la plenitud de la vida eterna, cuando, por efecto de la
Redención, sean vencidos también los restos del pecado, como el dolor y la
muerte. Así, la esperanza cristiana no sólo es garantía, sino también
anticipación de la realidad futura".[4]
b) Es Espíritu Santo, prenda de la gloria futura, fundamento de la esperanza
Pero si el Evangelio proclama que el tiempo se ha cumplido (Mc 1,15)
y estamos ya en la plenitud, sin embargo no ha llegado aún a toda su gloria.
El Reino de Dios ha llegado ya (Mt 3,2); sin embargo, por mandato de Jesús,
seguimos orando: "Venga tu Reino" (Mt 6,10). El Mesías ha llegado, pero aún
el Espíritu y la Esposa le dicen: "Ven" (Ap 22,17), "Ven, Señor Jesús" (Ap
22,20). El Espíritu ha sido derramado (He 2,16), pero sólo como primicias;
puede "ser apagado" (1Tes 5,19). Lo comenzado en Espíritu puede terminar en
carne (Gál 3,3), si no "se mortifican los miembros terrenos: fornicación,
impureza, pasiones, malos deseos y codicia, que es una idolatría...,
cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras (Col 3,5-8). Es
decir los frutos de la carne que lucha contra el Espíritu.
El Espíritu Santo es la suprema comunicación de Dios mismo, Dios como
gracia, Dios en nosotros. Su presencia en nosotros nos hacer vivir ya
en la tierra el don celestial, dándonos a gustar, a saborear los prodigios
del mundo futuro (Heb 6,4-5). Pero el Espíritu es realmente una realidad
escatológica. El es "el Prometido". Aquí en la tierra tenemos tan sólo sus
arras:
"El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que
somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con El, para ser también con El
glorificados...También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque
nuestra salvación es en esperanza" (Rom 8,16-23).
"En Cristo, también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el
Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para
redención del Pueblo de su posesión para alabanza de su gloria" (Ef
1,13-14).
"Porque realmente, los que estamos en esta tienda, gemimos agobiados, por
cuanto que no queremos ser desvestidos, sino sobrevestidos, de suerte que lo
mortal quede absorbido por la vida. Y el que nos dispuso para esto mismo es
Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu" (2Cor 5,4-6).
Estos gemidos no son una queja o lamento, sino el deseo ardiente del
Reino de Dios. Estas primicias son una garantía de nuestra herencia y tienen
por finalidad afirmarnos en nuestra confianza:
"Es Dios el que nos conforta en Cristo y el que nos ungió, y el que nos
marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones"
(2Cor 1,21-22).
El Espíritu, que el Padre nos ha dado, nos hace partícipes de la
vida nueva en Cristo resucitado:
"Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres, El nos salvó, no por obras de justicia que hubiéramos hecho
nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y
de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza
por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su
gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna" (Tit
3,4-7).
El Espíritu Santo, "manantial de agua que brota para vida eterna" (Jn
4,14), llevará a cabo esta obra hasta la resurrección de nuestros cuerpos,
como resucitó a Cristo (Rom 1,4;1Pe 3,18):
"Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo
no le pertenece... Pero, si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de
entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu
que habita en vosotros" (Rom 8,9.11).
El hombre creado a imagen de Dios, "clama por su origen",[5]
tiende a Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo: "Así como el brotar de
las personas divinas es el fundamento del brotar de las criaturas en el
principio, así aquel mismo brotar es el fundamento de su regreso al fin;
pues por medio del Hijo y del Espíritu Santo no sólo somos constituidos
originariamente, sino vinculados también al fin"[6]:
"Pues, si sin el Espíritu Santo no renacemos en el nombre del Padre y del
Hijo, tampoco somos santificados ni avanzamos hacia la eternidad!".[7]
"Nuestro regreso a Dios se hace por Cristo Salvador y tiene lugar sólo a
través de la participación y la santificación del Espíritu Santo. Aquel
que nos lleva y por decirlo así, nos une a Dios es el Espíritu, que,
cuando lo recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros
lo recibimos por medio del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre".[8]
Por medio de la entrega del Hijo para la salvación del mundo y por la
misión del Espíritu Santo como principio vivificador y santificador del
mundo redimido por el Hijo, Dios Padre lleva a cabo la culminación de la
salvación de los hombres y del mundo entero.
d) El Espíritu, luz para la peregrinación por la tierra
Por eso los cristianos, gozando de los frutos del Espíritu, "han
crucificado la carne con sus pasiones y apetencias... y no buscan la gloria
vana, provocándose unos a otros y envidiándose mutuamente" (Gál 5,22-26).
Con la esperanza escatológica de la vida eterna, pregustada en las
primicias del Espíritu, todo lo caduco queda redimensionado.
Por eso, "quienes han recibido el Espíritu de adopción y han podido
llamar a Dios "Abba", gimen anhelando la redención del cuerpo (Rom 8,16.23),
"buscan las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del
Padre; aspiran a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque han
muerto y su vida está oculta en Dios" (Col 2,1-3). Con el Espíritu gritan al
Señor que vuelva en su gloria; porque saben que "cuando aparezca Cristo,
vida vuestra, también vosotros apareceréis gloriosos con El" (Col 2,4).
Pero es preciso pasar con Cristo por la cruz. El bautismo, que
significa la incorporación a Cristo y la participación del don del Espíritu,
como primicias de la gloria, es la incorporación a su muerte:
"¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en
la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una
vida nueva" (Rom 6,3-4ss).
El Espíritu Santo, pues, vive, ora y actúa en la conciencia, es
decir, en el sagrario más íntimo del cristiano, introduciéndolo en la
íntima relación escatológica de Cristo con el Padre, allí donde Cristo
glorificado intercede por nosotros (Heb 7,25;1Jn 2,1). Así, el Espíritu
salva al creyente de las ilusiones vanas de los falsos caminos de salvación.
Moviéndolo hacia Dios, verdadero sentido de la vida humana, libera al
cristiano de la desesperación nihilista y de la arrogancia de la
autorealización de sí mismo. En la Gaudium et spes leemos:
"La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo,
son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre
y han recibido la Buena Nueva de la salvación para comunicarla a todos"
(n.1).
Guiado por el Espíritu de Cristo resucitado, San Pablo, dando culto
según el Espíritu a Dios y gloriándose en Cristo Jesús, sin poner su
confianza en la carne, olvida el pasado y corre hacia la meta final:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de
Cristo. Más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en El, no con la
justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo,
la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a El, el poder
de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme
semejante a El en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre
los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo
alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía.
Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por
delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me
llama desde lo alto en Cristo Jesús" (Filp 3,7-14).
"Por eso no desfallecemos. Aún cuando nuestro hombre exterior (hombre de la
carne) se va desmoronando, el hombre interior (hombre del Espíritu) se va
renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos
produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no
ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues
las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas" (2Cor
4,16-18).
La esperanza, que el Espíritu Santo enciende en el cristiano, abarca
también una dimensión cósmica, pues incluye a todo el hombre, cuerpo y
espiritu en su totalidad unificada, la tierra y el cielo, lo experimentable
y lo inaccesible, lo conocido y lo desconocido:
"La ansiosa espera de la creación desea vivamente la manifestación de los
hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y
sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las
primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestros interior
anhelando el rescate de nuestro cuerpo" (Rom 8,19-23).
La Iglesia, como cada uno de sus miembros, animada por el Espíritu
vivificador, que ya la une vitalmente a Cristo, sostenida y estimulada por
la visión de lo que será según el plan de Dios, desde ahora se abre al
Espíritu, que la vivifica y, dejándose plasmar por El, intenta responder al
deseo de Dios, que quiere que se construya el Cristo total, en el que toda
la humanidad -y mediante ella, la creación entera-, pueda ofrecer a Dios la
alabanza plena y perfecta "cuando llegue el tiempo de la restauración de
todas las cosas" (He 3,21).
El cristiano, escuchando en su interior los gemidos inefables del
Espíritu, capta el sentido de esta gestación universal y descubre que se
trata de la adopción divina para todos los hombres, llamados a participar en
la gloria de Dios, que se refleja en toda la creación. El cristiano,
poseyendo ya las primicias de esa adopción en el Espíritu Santo, mira con
esperanza serena el destino del mundo, aun en medio de las tribulaciones del
tiempo presente, pues "sabe que en todas las cosas interviene Dios para bien
de los que lo aman; de aquellos que han sido llamados según su designio"
(Rom 8,26-28).
e) El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven!
Esta es la esperanza cristiana, fruto del don del Espíritu Santo,
que es la garantía segura del cumplimiento de nuestra aspiración a la
salvación: "La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Este
es, pues, el deseo del cristiano: "rebosar de esperanza por la fuerza del
Espíritu Santo" (Rom 15,13).
Siendo todas las manifestaciones del Espíritu Santo tan solo una
primicia de la gloria futura, el comienzo y la anticipación de la plenitud
de la vida prometida, el Espíritu Santo se hace la garantía de la esperanza
y la fuerza de la vida fundada en la esperanza segura:
"Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos predispone y prepara
a la incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El
Apóstol define al Espíritu prenda, es decir, parte de aquel honor,
que nos ha sido conferido por Dios: 'En Cristo también vosotros, después de
haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación,
habéis recibido el sello del Espíritu de la promesa, que es prenda de
nuestra herencia' (Ef 1,13-14). Si, pues, esta prenda, que habita en
nosotros, nos hace espirituales y gritar 'Abba, Padre', ¿qué sucederá
cuando, resucitados, le veamos cara a cara? (1Cor 13,12;1Jn 3,2). Si ya la
prenda del Espíritu, abrazando en sí a todo el hombre, le hace gritar 'Abba,
Padre', ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando sea dada a los
hombres por Dios? ¡Nos hará semejantes a El y realizará el cumplimiento del
designio de Dios, pues hará realmente 'al hombre a imagen y semejanza de
Dios'!".[9]
Rebosando de esperanza, el cristiano une, pues, su invocación al
suspiro del Espíritu, invitando al Señor a volver glorioso para consumar la
historia y la salvación: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17).
Es lo que recoge, en síntesis, la Lumen Gentium:
"Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (Jn
17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que
indeficientemente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en
Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (Ef 2,18). El es el
Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn
4,14;7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado
hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (Rom 8,10-11). El Espíritu
habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo
(1Cor 3,16;6,19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gál
4,6;Rom 8,15-16.26)...Así, pues, el Espíritu Santo rejuvenece a la Iglesia,
la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo.
Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17)" (n.4).