EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 1.6 PENTECOSTÉS MANIFESTACION PLENA DE DIOS
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1.6. PENTECOSTES: MANIFESTACION PLENA DE DIOS
a) Los Apóstoles revestidos del Espíritu
b) Los Apóstoles ebrios del Espíritu
c) Pentecostés, culmen de la glorificación de Cristo
d) Espíritu de revelación (Ef 1,17)
e) El Espíritu Santo introduce al cristiano en la
vida trinitaria
1.6. PENTECOSTES: MANIFESTACION PLENA DE DIOS
a) Los Apóstoles revestidos del Espíritu
Pentecostés es para la Iglesia lo que el bautismo fue para Jesús.
Cristo resucitado sopla sobre los Apóstoles y les da el Espíritu, pero será
en Pentecostés cuando le recibirán en plenitud:
Es cierto que después de la resurrección Cristo insufla sobre los apóstoles,
dándoles la gracia, pero después les será concedida con prodigalidad, pues
les dice: Estoy preparado para dárosla ahora, pero el recipiente no tiene
aún capacidad. Recibid ahora la gracia de que sois capaces, pero esperad
mucha más. "Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la
fuerza de lo alto" (Lc 24,49). Entonces la recibiréis plenamente. Porque el
que recibe, recibe muchas veces parcialmente lo dado, pero el que es
revestido queda rodeado del vestido por todas partes. No temáis, dice,
las armas y dardos del diablo, porque tendréis la fuerza del Espíritu Santo.
Subió, pues, Jesús a los cielos y cumplió la promesa, pues les había dicho:
"Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). Aguardaban
expectantes la venida del Espíritu Santo. "Y al cumplirse el día de
Pentecostés" (He 2,2), el Espíritu Santo descendió para revestir de fuerza
y bautizar a los apóstoles, como les había anunciado el Señor: "Vosotros
seréis bautizados en el Espíritu Santo no después de muchos días" (He
1,5). No era parcial la gracia, sino que la fuerza era perfecta. Porque así
como el que se sumerge en el agua y es bautizado está rodeado de agua por
todas partes, así también fueron completamente bautizados por el Espíritu.
Pero el agua rodea por fuera, mas el Espíritu bautiza íntegramente incluso
el interior del alma, al igual y más de lo que hace el fuego cuando penetra
la masa del hierro, que lo transforma todo en fuego y lo frío se pone
hirviendo y lo negro resplandeciente. Si el fuego, siendo un cuerpo, penetra
en el hierro y realiza esto, ¿qué no hará el Espíritu Santo que penetra en
las interioridades del alma?.[1]
Por el don y la fuerza del Espíritu, posado en forma de lenguas de
fuego sobre los apóstoles, la Iglesia es consagrada para la misión, para el
testimonio:
El ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva
de la paz por medio de Jesucristo que es Señor de todos. Vosotros sabéis lo
sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el
bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo
y con poder, y cómo El pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos
por el Diablo, porque Dios estaba con El; y nosotros somos testigos de todo
lo que hizo... y nos mandó que lo predicáramos al pueblo (He 10,36-42).
En la Iglesia se da la presencia y acción del mismo Espíritu personal
que ungió a Jesús como Mesías: "una sola persona, la del Espíritu Santo, en
muchas personas, Cristo y nosotros, sus fieles" (H. Mühlen).
b) Los Apóstoles ebrios del Espíritu
Pentecostés era la fiesta de la recolección, cuyas primicias habían
sido ofrecidas el día después de pascua, con lo que ambas fiestas quedaban
unidas como principio y fin de la cosecha. Luego, Pentecostés pasó a ser la
fiesta de la donación de la Ley de la alianza. Pentecostés será el don
pleno de la ley de la nueva alianza: el Espíritu Santo. Las tablas de la ley
fueron escritas por el dedo de Dios (Ex 31,18). En adelante ese dedo será el
Espíritu Santo (Lc 11,20), que graba la ley nueva en el corazón de los
cristianos.
Así como el nuevo santuario es Jesucristo, abierto a todas las
naciones, la ley nueva será el Espíritu Santo, que da testimonio de Jesús en
todos los pueblos. El signo de las lenguas profetiza la catolicidad de la
evangelización. Los discípulos hablan la lengua de todos los pueblos,
anuncian en esas lenguas las maravillas de Dios. Los padres de la Iglesia,
la liturgia y, sin duda, también ya san Lucas, han visto en este milagro la
inversión de la dispersión de Babel (Gén 11,1-9).
"Pero otros burlándose decían: están llenos de mosto" (He 2,8). Decían la
verdad, aunque fuera de burla. Porque el vino era realmente nuevo: la gracia
del Nuevo Testamento. Pero este vino nuevo procedía de la viña espiritual
que ya había dado muchas veces fruto en los profetas y que había rebrotado
en el Nuevo Testamento. Porque así como de manera visible la viña permanece
siempre la misma, pero a sus tiempos da frutos nuevos, de igual manera el
mismo Espíritu, permaneciendo lo que es, actuó también muchas veces en los
profetas y ahora se ha mostrado en modo nuevo y admirable. En efecto, la
gracia vino también sobre los Padres, pero ahora ha venido
sobreabundantemente. Cierto que allí participaban del Espíritu Santo, pero
aquí han sido plenamente bautizados.[2]
Pero Pedro, que tenía el Espíritu Santo y era consciente de ello, dice:
"Israelitas", que predicáis a Joel sin conocer las Escrituras, "éstos no
están ebrios como vosotros pensáis", sino como está escrito: 'Se
embriagarán de la abundancia de tu casa y les darás a beber de los
torrentes de tus delicias' (Sal 35,9). Están ebrios con sobria embriaguez
que da muerte al pecado y vivifica el corazón, con una embriaguez contraria
a la del cuerpo. Pues ésta produce el olvido incluso de lo conocido, y
aquella proporciona el conocimiento incluso de lo desconocido. Están ebrios
porque han bebido de la vid espiritual, que dice: "Yo soy la vid y vosotros
los sarmientos" (Jn 15,15).[3]
La embriaguez del Espíritu es embriaguez no de vino, de aquí que sea
sobria, lúcida y penetrante. Son muchos los Padres que hablan de la sobria
embriaguez, viendo en el Espíritu Santo el vino nuevo. Baste citar un texto
más:
Nuestro Salvador después de su resurrección, cuando todo lo viejo ya había
pasado y todo se había hecho nuevo (2Cor 5,17), siendo El en persona el
hombre nuevo (Ef 2,15) y el primogénito de entre los muertos (Col 1,18),
dice a los Apóstoles, renovados también por la fe en su resurrección:
"Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Esto es sin duda lo que el mismo
Señor y Salvador indicaba en el Evangelio cuando decía que el vino nuevo no
puede verterse en odres viejos (Mt 9,17), sino que mandaba que los odres se
hicieran nuevos, es decir, que los hombres anduvieran conforme a la
novedad de vida (Rom 6,4), para recibir el vino nuevo, es decir, la novedad
de la gracia del Espíritu Santo.[4]
c) Pentecostés culmen de la glorificación de Cristo
Al principio, los cristianos celebraron Pentecostés como el final de
una pascua de cincuenta días. Se consideraba el misterio pascual como un
todo, como una única fiesta: resurrección, glorificación (ascensión), don
del Espíritu, o vida de hijos de Dios comunicada por el Señor mediante el
envío de su Espíritu. Sólo a finales del siglo IV se comienzan a celebrar
separadamente cada uno de los momentos de este misterio único. Hoy, con la
renovación litúrgica del Vaticano II, se ha recobrado la unidad. Pero nunca
hubo una fiesta del Espíritu Santo. Pentecostés fue siempre una fiesta
pascual. Todo el año litúrgico es cristológico y pascual.
La glorificación de Cristo culmina en Pentecostés con el don del
Espíritu Santo (Jn 7,39;He 2,33), que es la manifestación plena de Dios,
Uno y Trino. El Dios tres veces santo comenzó a revelar su santidad en la
historia de la salvación de la Antigua Alianza. Dios habitaba en medio de su
pueblo; su Sekinah acompañaba al pueblo, tenía su morada en Sión. Su
Espíritu actuaba y estaba presente en sus elegidos, por los que llevaba
adelante su obra de salvación: jueces, reyes, profetas, sabios y fieles
piadosos que le servían con fidelidad. Sin embargo, la manifestación del
Espíritu de Dios cobra un sentido nuevo, de cumplimiento, en la Nueva
alianza: encarnación, vida de Cristo, muerte y resurrección, Pentecostés.
En el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo es, sobre todo, un poder
que se apodera de los individuos en ocasiones concretas. El Nuevo
Testamento, en cambio, comienza por describir cómo el Espíritu Santo
descendió sobre Jesús y permaneció sobre El:
Existía en los santos profetas una riquísima iluminación del Espíritu...Pero
en los fieles de Cristo no hay solamente esa iluminación; está el Espíritu
mismo que habita y permanece en nosotros. Por eso, somos llamados templos de
Dios, lo que jamás se dijo de los profetas.[5]
La permanencia del Espíritu de Dios es el signo de los tiempos
mesiánicos: "Yo no le conocía; pero Aquel que me envió a bautizar con agua
me dijo: 'Aquel sobre quien veas descender el Espíritu y
permanecer
sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo" (Jn 1,33). Por ello,
aunque entre los nacidos de mujer, no haya ninguno mayor que Juan, sin
embargo, "el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él" (Lc 7,28). Y
lo mismo dirá san Pablo, comparando el ministerio evangélico, ministerio
del Espíritu, con el ministerio de Moisés:
Si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra,
resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su
vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque
pasajera, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!...Porque
si aquello, que era pasajero, fue tan glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo
permanente! (2Cor 3,7-8.11;Cfr. todo el c.3).
La liturgia de Pentecostés canta en el prefacio el cumplimiento del
misterio pascual y la revelación plena del plan salvífico de Dios a toda la
familia humana:
Pues, para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu
Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en
Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la
Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos
los pueblos: el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los
que el pecado había dividido en diversidad de lenguas.
El fruto del misterio pascual, plenitud de la salvación, es el
Espíritu Santo, en el que se realiza la recreación del mundo, se renueva la
faz de la tierra. La alegría, o mejor, la exultación universal es efecto de
esta penetración interna del Espíritu, que impregna la nueva creación y hace
brotar de ella, como de una fuente,"un río de delicias" (Sal 36,9). Es tan
radical la novedad que, por el don y permanencia del Espíritu, el pueblo de
Dios es constituido cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. Con el Espíritu
ha llegado la hora de los verdaderos adoradores del Padre:
Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán
al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los
que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu
y verdad (Jn 4,23-24).
El Espíritu es el principio del nuevo culto espiritual (Jn
2,20-21;Rom 1,9). El Espíritu nos abierto el acceso al verdadero
sancta
sanctorum,[6]
que es el seno del Padre, cosa que la Ley era incapaz de procurar.[7]
Pues, en definitiva, el Espíritu es quien testifica a nuestro espíritu que
somos hijos de Dios, haciéndonos exclamar: ¡Abba, Padre!.
d) Espíritu de revelación (Ef 1,17)
Cristo, revelación en su persona y en su palabra del Padre, dirá a
sus discípulos: "Mucho tengo aún que deciros, pero ahora no podéis con ello.
Cuando venga El, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
completa" (Jn 16,12-13). Con la manifestación del Espíritu Santo Dios se
revela en su plenitud. No creemos sólo en Dios. Creemos en Dios Padre, Hijo
y Espíritu Santo: tres personas en un solo Dios. La vida eterna, a la que
somos llamados, es conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Dios que "habita en la región inaccesible de la luz, a quien ningún
hombre vio ni puede ver" (1Tim 6,16), en Jesucristo nos descorrió el velo y
nos permitió mirar en lo más profundo y secreto del ser y de la vida de
Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en
el seno del Padre, El es quien lo dio a conocer" (Jn 1,18). Con el Don del
Espíritu, el "único que escruta las profundidades de Dios", ésta revelación
de Dios llegó a su plenitud.
Pentecostés, repitiendo los signos de la teofanía del Sinaí (Ex
19,18), completa la epifanía de Dios a los hombres. La teofanía de
Pentecostés es la culminación de la serie de manifestaciones con que Dios
se ha ido dando a conocer progresivamente al hombre a lo largo de la
historia de la salvación. El Dios "que es", que "está con los hombres", que
se ha hecho Enmanuel, Dios-con-nosotros, en Cristo, culmina su
comunicación, haciéndose "Dios en nosotros", mediante el Espíritu Santo:
Cristo se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a
cabo su obra muriendo, resucitando y enviando el Espíritu Santo...A otras
edades no fue revelado éste misterio, como lo ha revelado ahora el Espíritu
Santo (Dei Verbum,n.17).
Pentecostés constituye la manifestación definitiva de lo que se había
realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado
comunicó el Espíritu Santo a los Apóstoles en el interior del Cenáculo,
"estando las puertas cerradas". El día de Pentecostés se abren las puertas
del Cenáculo y los Apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos
venidos a Jerusalén para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu
Santo.[8]
El Padre y el Hijo en su amor eterno y recíproco dan la vida divina
al Espíritu Santo. Padre e Hijo se la dan recíprocamente, como fruto de su
íntima comunión. El Espíritu Santo es, pues, el amor personal del Padre y
del Hijo, su beso mutuo y eterno, inefable éxtasis de su amor. Así la
comunión de vida y amor en Dios es sellada por el Espíritu Santo. Toda la
vida divina brota de la fuente primigenia del Padre, que no tiene origen ni
es engendrado;con flujo eterno el Padre se derrama en el Hijo engendrado
como Unigénito y de ambos procede el Espíritu Santo, como Amor del Amor.
Sólo el Espíritu, que escruta las profundidades de Dios, nos revela
plenamente a Dios:
Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de
la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para
que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de
Dios. Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada
por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra. Como dice la
Escritura, anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón
del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a
nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué hombre conoce
lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo
modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros
no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios,
para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, no con palabras
aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando
realidades espirituales en palabras espirituales (1Cor 2,4-13).
Por ello, Esteban, "lleno del Espíritu Santo, contempla los cielos
abiertos y ve la gloria de Dios y a Jesús en pie a la derecha del Padre" (He
7,55-56). Es la experiencia de Isabel que, al oír la voz de María, queda
"llena del Espíritu Santo" y descubre y confiesa a Cristo como Señor y a
Dios como Padre (Lc 1,41.43.45). Es la misma experiencia de Zacarías (Lc
1,67ss) y del anciano Simeón (Lc 2,26ss). La experiencia de Pentecostés fue
un hecho excepcional, pero no único, pues la efusión del Espíritu se repitió
en diversas ocasiones.[9]
e) El Espíritu Santo introduce al cristiano en la vida trinitaria
Este misterio es el que vive la Iglesia y el cristiano en ella. La
presencia del Dios Uno y Trino en la Iglesia nos envuelve en la circular
fuerza de su amor. Cristo nos mantiene unidos al Padre en el impulso de Amor
por el que se da enteramente a El: "Por medio de Cristo tenemos acceso, en
un solo Espíritu, al Padre" (Ef 2,18). San Ireneo en diversas ocasiones ha
señalado esta doble dirección de la historia de la salvación: desde el
Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo llega la salvación a la Iglesia y,
en ella, al cristiano; y en la Iglesia, el Espíritu nos une a Cristo que nos
presenta con El al Padre. Cada persona de la Trinidad actúa personalmente en
la economía de la salvación. En primer lugar, el Padre actúa enviando al
Hijo, el Verbo encarnado, quien deja a la Iglesia el Espíritu con el que ha
sido ungido, como prenda de la presencia divina. El hombre, por su parte,
sube al Padre, pero lo hace en el Espíritu Santo, mediante el Hijo. Por la
acción del Espíritu Santo en la Iglesia, el cristiano entra en comunión con
Cristo y con El sube al Padre:
En efecto, el Señor nos ha rescatado; El ha dado su alma por nuestra alma y
su carne por nuestra carne; El ha derramado el Espíritu del Padre para crear
la unión y comunión de Dios y el hombre, poniendo a Dios junto al hombre
mediante el Espíritu; y también El ha llevado el hombre a Dios por medio de
su encarnación, dándonos real y verdaderamente la incorruptibilidad cuando
vino a la tierra, mediante la comunión que tenemos con El.[10]
Toda la fe cristiana es la vivencia de este misterio, por tanto
tiempo escondido y que, en los últimos tiempos, Dios nos ha revelado en su
Hijo Encarnado y del que nos hace partícipes por el Espíritu Santo. En todo
acto litúrgico el misterio de la Trinidad es anunciado y hecho presente,
revelado y comunicado al creyente. Todo el año litúrgico, sin interrupción,
es un perenne himno de alabanza al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Y toda oración se eleva, igualmente, al Padre por el Hijo en la unidad del
Espíritu Santo. En todos los sacramentos se revela, actualiza y penetra en
el creyente el misterio de Dios Uno y Trino: "Yo te bautizo, te absuelvo,
te unjo...en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Todo nos
viene del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, que hace penetrar su
gracia en nuestros corazones, y todo vuelve al Padre, por Jesucristo en el
Espíritu. Así la Iglesia comienza siempre "En el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo" y concluye con el "Gloria al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo", porque entre el comienzo y el fin no ha quedado defraudada.
[2]
Lo mismo dice Novaciano: "Es, pues, el único e idéntico Espíritu el
que actúa en los profetas y en los Apóstoles, salvo que en aquellos
eventualmente y en éstos siempre. Por lo demás, allí no con el
propósito de estar en ellos siempre, en éstos para morar siempre en
ellos. Y allí distribuido limitadamente, aquí en una total efusión;
allí otorgado con parsimonia, aquí concedido con largueza"(De
Trinitate, XXIX 165).
[4]
ORIGENES, De Principiis I 3,7. San Pablo dirá a los Efesios: "No os
embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien
del Espíritu"(5,18).