EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 1.5 EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DE CRISTO
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1.5. EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DE CRISTO
b) Jesús Ungido con el Espíritu en el bautismo
d) El Espíritu en la concepción de Jesús
f) Jesús vence al demonio con la fuerza del Espíritu
g) De Jesús mana el agua del Espíritu
1.5. EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DE CRISTO
En Jesús se cumplen todas las promesas y esperanzas del Antiguo
Testamento. Y el Espíritu es "la Promesa del Padre".[1]
Pablo le llama "el Espíritu de la Promesa" (Gál 3,14),"Espíritu Santo de la
Promesa" (Ef 1,13). Por ello, al llegar la plenitud de los tiempos con
Cristo, el Espíritu de Dios se posa y permanece en El. Jesús es, pues, el
Ungido, el Cristo. "La primera y suprema maravilla realizada por el
Espíritu Santo es Cristo mismo. El Espíritu ha dejado la impronta de su
personalidad divina en el rostro de Cristo", dirá Juan Pablo II.[2]
El Evangelio es la Buena Nueva de que todas las promesas de
salvación, hechas por Dios, se cumplen en Jesús de Nazaret. Marcos coloca el
"comienzo de la Buena Nueva" en la llamada de Juan a la conversión y en el
bautismo de Jesús (Mc 1,1ss). Es la llamada a la conversión porque comienza
un tiempo nuevo, el tiempo caracterizado por la donación del Espíritu al
pueblo de Dios. Jesús, situado en la fila de ese pueblo pecador, es el
primero en recibir ese Espíritu, que se posa sobre El al salir de las aguas
del bautismo.
b) Jesús Ungido con el Espíritu en el bautismo
Concebido por el Espíritu Santo en el seno de María, Jesús es Ungido
para su misión de Mesías en el bautismo.
En el bautismo se abren los cielos, cerrados por el pecado. El cielo
en Jesús se hace accesible al hombre.[3]
El Espíritu desciende sobre Jesús: "La paloma descendió volando sobre
Cristo, porque El era su príncipe. Cantó sobre El y su voz resonó" (Oda de
Sal.24).
Sin duda, el Espíritu había actuado con anterioridad, en el Antiguo
Testamento y, sobre todo, en la concepción de Jesús en el seno de María.
Pero es en el bautismo donde Jesús recibe la unción del Espíritu
Santo, su consagración y proclamación pública como
Cristo. La
actuación de Jesús con la fuerza del Espíritu y la comunicación del
Espíritu, que Jesús hace a sus discípulos, los evangelios las relacionan con
el bautismo. San Ireneo, hablando contra los gnósticos, nos dice con
fuerza:
El Verbo de Dios, el Salvador de todos y el Señor del cielo y de la tierra,
por haber asumido una carne y haber sido ungido con el Espíritu por el
Padre, se convirtió en Jesucristo. El Espíritu reposó sobre El y fue ungido
para evangelizar a los humildes. Por consiguiente, fue el Espíritu de Dios
quien descendió sobre El, el Espíritu de ese Dios mismo que, por medio de
los profetas, había prometido conferirle la unción a fin de que seamos
salvados nosotros mismos recibiendo de la sobreabundancia de esta unción.[4]
Cristo, pues, presupone juntamente el que da la unción, el que la recibe y
la unción misma que viene hecha. Como dice el Verbo mismo mediante Isaías:
El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha ungido, con lo que indica
que el Padre es quien ungió, el ungido es el Hijo, y lo ha sido en el
Espíritu, que es la unción.
[5]
Santo Tomás habla de un primer envío del Espíritu Santo a Jesús, en
su concepción. Este envío constituye a Jesús "santo" e "Hijo de Dios". Y en
el acontecimiento del bautismo se lleva a cabo una nueva misión o
comunicación del Espíritu Santo. En el bautismo Jesús es constituido y
proclamado como Mesías, como aquel sobre quien reposa el Espíritu Santo,
aquel que obrará por el Espíritu, aquel que, glorificado y constituido
Señor, dará el Espíritu. Pues si es consagrado en su bautismo para su
ministerio mesiánico, sólo cuando sea "exaltado a la derecha de Dios",
consumado realmente su bautismo, podrá derramar el Espíritu (He 2,23).
Para Juan Jesús, Verbo hecho carne, tiene ya el Espíritu, y el
bautismo del Jordán es sólo una atestación, una manifestación de ello (Jn
1,32-34).
En el Jordán, al ser bautizado por Juan, se abre el cielo y el
Espíritu desciende y se posa sobre Jesús, "bajo una forma corporal como de
paloma". En la tradición cristiana, la paloma será el símbolo del Espíritu
Santo. La iconografía y la liturgia se servirán constantemente de este
símbolo. En la Iglesia se llegó a prohibir presentar a las personas divinas
a no ser bajo rasgos atestados por la Escritura.[6]
En consecuencia, al Espíritu Santo se le representó en forma de paloma,
lenguas de fuego o como el dedo de Dios. En Oriente, además de esas tres
formas, se le representó en forma de luz, de nube luminosa, de rayo y,
también, bajo forma humana: los tres magos, los tres huéspedes de Abraham
(Andrei Rublev) y bajo esquematizaciones geométricas. La paloma tiene un
papel significativo en la eclesiología de San Agustín, donde aparece
referida a la Iglesia una y santa y también al Espíritu Santo. Y San Cirilo
comenta:
Convenía que las primicias y las ventajas del Espíritu Santo, que reciben
los bautizados, se pusieran a disposición de la humanidad del Salvador que
es quien da esta gracia. Bajó tal vez en figura de paloma, porque es ave
pura, inocente y sencilla y coopera con sus oraciones por los hijos
engendrados y por el perdón de los pecados...Así estaba ya anunciado en el
Cantar que Cristo, semejante a los ojos de las palomas (5,12), había de
manifestarse visiblemente en las aguas del bautismo.[7]
Y según otros, la paloma de Noé era en cierto sentido figura de ésta. Porque
como en su tiempo, por medio del leño y del agua les vino la salvación,
principio de una nueva generación, y la paloma volvió a él por la tarde
trayendo un ramo de olivo (Gén 8,11), así el Espíritu Santo bajó sobre el
verdadero Noé, autor de la segunda generación, reuniendo en la unidad a
todos los pueblos, cuya figura eran las diversas clases de animales en el
arca. Después de cuya venida, los lobos racionales pacen con los corderos;
su Iglesia, arca de salvación, tiene al novillo, al toro y al león paciendo
juntos...Bajó, pues, la paloma espiritual en el momento del bautismo para
mostrar que éste es el que salva a los creyentes por el leño de la cruz, el
que hacia el atardecer iba a conceder la salvación por medio de su muerte.[8]
d) El Espíritu en la concepción de Jesús
Jesús, concebido por el Espíritu Santo es Hijo de Dios y está
habitado por el Espíritu de Dios desde el origen de su vida. Jesús es
Emmanuel, Dios con nosotros, porque es concebido por el Espíritu Santo:
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba
desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró
encinta por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20).
El ángel dijo a María: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y
será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).
Como dice san Cirilo:
Este mismo Espíritu Santo es el que vino sobre la Santa Virgen María. Pues
ya que Cristo era el Unigénito e iba a ser engendrado, la virtud del
Altísimo la cubrió con su sombra y el Espíritu Santo vino sobre ella (Lc
1,35) y la santificó para que pudiera recibir a aquel 'por cuyo medio fueron
hechas todas las cosas' (Jn 1,3).[9]
Se trata de una generación virginal. Jesús nace de una mujer, es
decir, de una Virgen. San Cirilo explica a los catecúmenos cómo es posible
una generación sin varón, sólo de María como elemento humano y del Espíritu
divino que la santificó, siendo con todo una verdadera generación, de la
Virgen verdaderamente, y no en apariencia. San Cirilo lo ilustra
bellamente recurriendo a la procedencia de Eva a partir de Adán:
¿De quién fue engendrada Eva al principio? ¿Qué madre concibió a la sin
madre? Dice la Escritura que fue hecha del costado de Adán (Gén 2,22). Pues
si Eva nació del costado del varón sin contar con una madre, de un vientre
virginal ¿no podrá nacer un niño sin consorcio de varón? Por parte de la
descendencia femenina se debía a los hombres la gracia, pues Eva había
nacido de Adán, sin ser concebida de una madre sino como dada a luz de sólo
un varón. María, pues, devolvió la deuda de la gracia, al engendrar (al
segundo Adán) no por obra de varón sino de ella sola virginalmente, del
Espíritu Santo con la fuerza de Dios.[10]
María devuelve agradecida a Adán la deuda que con él había contraído la
mujer. Pero, distintamente de Eva, por cuyo medio nos vino la muerte, no es
por medio de la Virgen, como si fuera a través de un canal (Cat IV
9), sino de ella como nos viene la vida (XII 15).
Tanto en la anunciación a María (Lc 1,35), como en el bautismo, la
Palabra y el Espíritu vienen juntos. Como dice bellamente un monje de
oriente: "Vemos a la paloma posarse sobre el cordero y escuchamos al Padre,
que ha enviado al Espíritu, proclamar a su Hijo amado". La palabra es: "Este
es mi Hijo amado, en quien me he complacido" (Mt 3,17) o "Tú eres mi Hijo
amado; en ti me he complacido" (Mc 1,11). Esta palabra une un versículo del
salmo 2,7, salmo real y mesiánico -"El Señor me ha dicho: Tú eres mi hijo,
yo te he engendrado hoy"- y el primer versículo del primer Canto del Siervo:
"Mirad a mi Siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi
alma. He puesto mi Espíritu sobre El" (Is 42,1).
Es éste el momento inaugural de la vocación y envío de Jesús como
Mesías. En El aparecen los rasgos de profeta, de rey, en la línea de David,
y los rasgos del Siervo, "cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn
1,29).
Jesús fue al bautismo y lo vivió en la disposición de ofrecerse y
abrirse al plan que el Padre tenía sobre El, como Siervo que entrega su vida
al Padre por nosotros (Heb 10,5-10). Jesús vio su muerte como un "bautismo"
(Mc 10,38;Lc 12,50): "Por el Espíritu Santo, Cristo se ofreció a sí mismo
-su sangre- sin tacha a Dios, para purificar de las obras muertas nuestra
conciencia para poder rendir un culto a Dios vivo" (Heb 9,14). Su muerte en
la cruz fue la culminación del bautismo; y la gloria, la consecuencia de su
obediencia al Padre. Es lo que responde Cristo a los hijos de Zebedeo (Mc
10,35ss). Nosotros somos bautizados en su muerte (Rom 6,3), pero también
"en un solo Espíritu para ser un solo cuerpo" (1Cor 12,13).
f) Jesús vence al demonio con la fuerza del Espíritu
Elegido, enviado, Hijo de Dios y Siervo-Cordero de Dios son los
títulos que recibe Jesús en su bautismo. Con ellos comienza su misión por y
para nosotros. Por ello, apenas Ungido en el Jordán, el Espíritu le conduce
al desierto para afrontar allí al demonio(Mt 4,1;Mc 1,12;Lc 4,1).
La lucha contra el demonio aparece unida al bautismo y a la
declaración del Padre: "Tú eres mi Hijo amado". El tentador repetirá por dos
veces: "Si eres el Hijo de Dios". Pero Jesús actúa como Hijo obediente a la
voluntad del Padre y como Siervo que el Padre ha mandado a combatir contra
el demonio hasta deshacer sus engaños en la cruz. Para este combate ha
recibido la unción del Espíritu. Jesús expulsará a Satanás por medio del
dedo o Espíritu de Dios (Lc 11,20;Mt 12,28).[11]
Jesús experimenta la presencia del Espíritu en su anuncio del Reino
de Dios y en su victoria contra el maligno, que se opone al Reino de Dios:
"Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a
vosotros el reino de Dios" (Mt 12,28), proclama Cristo frente a los que
blasfeman contra el Espíritu Santo, al no querer reconocer esa presencia y
fuerza del Espíritu allí donde ejerce su poder.[12]
La unción del Espíritu ha
constituido a Jesús profeta para cumplir su misión de anuncio del Reino.
Terminadas las tres tentaciones del desierto, Jesús vuelve a Galilea "en el
poder del Espíritu" (Lc 4,14). Y en la sinagoga inaugura el anuncio del
Evangelio, proclamando: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc
4,18-19).
Y el Reino de Dios, que
anuncia, lo realiza arrojando a los demonios por el Espíritu de Dios (Mt
12,28). Más tarde, al ver cumplida esta revelación de Dios en los pobres,
contemplando a Satanás caer como un rayo del cielo, "lleno del júbilo del
Espíritu, Jesús exclamará: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito"
(Lc 10,21).
Cristo, "lleno", "revestido" del Espíritu (Lc 4,1.14), queda
- investido como sacerdote, profeta y rey. En todo su ministerio resplandece
en El la acción del Espíritu. Gracias al Espíritu "tiene la vida en sí
mismo" (Jn 5,21) y, a su paso por el mundo, va dejando un reguero de vida.
El Espíritu Santo es esa autoridad que tiene su palabra, que cura
(Lc 6,17-19), que expulsa los demonios (Lc 11,20), que llama y arrastra a
los discípulos (Mt 4,19-22).
Cristo es realmente el receptáculo del Espíritu, que hace que "en
su rostro resplandezca la gloria de Dios" (2Cor 4,6). El Espíritu mantiene a
Jesús anclado en el Padre durante toda su vida con un amor tan íntimo que
Padre e Hijo son realmente "uno" (Jn 10,30). Este lazo de amor personal que
crea el Espíritu entre el Hijo y el Padre se manifiesta con mayor
evidencia en la cruz. "Abandonado" por Dios, en cuanto que Jesús encarna
todo el pecado del mundo y Dios no puede estar en comunión con el pecado,
Cristo halla en el Espíritu la fuerza de exclamar: "Abba, Padre mío" (Mt
27,46), manteniéndose fiel hasta la muerte.
El Espíritu Santo, manifestado particularmente en la lucha de Jesús
contra el espíritu inmundo, resplandece en el combate final que lleva a
Jesús a "entregar el espíritu" en la cruz. Pero lo recupera, como trofeo de
victoria, en la mañana de Pascua, en que es "constituido Hijo de Dios con
poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos" (Rom 1,4). El cuerpo de Cristo, "vivificado por el Espíritu"
(1Pe 3,18) es transformado en cuerpo glorioso o "Espíritu vivificante"
(1Cor 15,45).
g) De Cristo mana el agua del Espíritu
San Juan nos presenta a Jesús como el que da el Espíritu. Pero lo da
porque lo tiene "sin medida" (3,34). En el bautismo descendió sobre El y
"permaneció en El" (1,32). De él, pues, manará el Espíritu como ríos de agua
viva:
En el último día de la fiesta, que era el más solemne, Jesús, puesto en pie,
exclamó con voz fuerte: Quien tenga sed, venga a mí y beba quien cree en
mí. Como ha dicho la Escritura: ríos de agua viva correrán de su seno. Esto
lo dijo refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en
El, pues todavía no había Espíritu, porque Jesús todavía no había sido
glorificado (7,33-39).
El Espíritu es el agua viva que brota de la roca,[13]
que es Cristo
(1Cor 10,4). Es
la fuente fecundante que mana del templo,[14]
que es Cristo (Jn 2,21;Ap 21,22;22,1.17).
La donación del Espíritu, propia de los tiempos mesiánicos, la
realizará Cristo después de su glorificación, cuando sea elevado a su
condición de Señor. Pero la gloria de Jesús no es la gloria mundana
del aprecio de los hombres, del éxito humano. Es la gloria que tiene del
Padre como Hijo único (Jn 1,14), que le obedece y realiza su plan.[15]
En el momento de entrar en su Pasión, Jesús dice: "Ahora ha sido
glorificado el Hijo del hombre, y Dios en El;...Dios lo glorificará en sí
mismo, y lo glorificará en seguida" (Jn 13,31-32). Y más tarde, dirá:
"Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo...Y ahora glorifícame Tú,
Padre, junto a ti mismo, con la gloria que yo tenía junto a Ti antes que el
mundo existiera" (Jn 17,1.5).
Esta glorificación de Jesús consiste en que su gloria celeste de Hijo
sea comunicada a su humanidad ofrecida e inmolada. Así ve Juan esta
humanidad de Jesús bajo la forma de Cordero inmolado puesto en pie (Ap
5,6), compartiendo el trono con Dios. Y de este trono brota un río de agua
viva (Ap 22,1), para que "el que tenga sed, venga. El que quiera, tome
gratuitamente del agua de la vida" (Ap 22,17): el Espíritu Santo.
El Espíritu eterno, que ha
llevado a Jesús a ofrecerse como cordero sin mancha al Padre (Heb 9,14), es
el Espíritu del Padre que le resucita de entre los muertos (Rom 8,11) y le
glorifica plenamente, como "el que tiene los siete Espíritus" (Ap 3,1), la
plenitud rebosante del Espíritu, que será derramada sobre la Iglesia.