EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 1.2 AMOR MUTUO DEL PADRE Y DEL HIJO
1.2. AMOR MUTUO DEL PADRE Y DEL HIJO
a) Imágenes del Espíritu Santo
b) Espíritu del Padre y del Hijo
c) El Espíritu Santo, soplo de Amor para el hombre
2. AMOR MUTUO DEL PADRE Y DEL HIJO
a) Imágenes del
Espíritu Santo
Para conocer al Espíritu Santo nuestra fuente primera es la Escritura.
Como dice el Vaticano II: "Dios dispuso en su sabiduría revelarse a sí
mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los
hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre
en el Espíritu Santo y se hacen partícipes de la naturaleza
divina...Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos
intrínsecamente unidos entre sí, de forma que las obras realizadas por
Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina
y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su
parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas"
(DV,n.2).
Pero la Escritura, con mucha frecuencia, habla de Dios y, en concreto,
del Espíritu Santo, en imágenes. El mismo nombre del Espíritu es soplo,
aire, viento. Se le llama agua viva, fuego, lenguas de fuego, imágenes
todas ellas tomadas de la naturaleza que evocan sobre todo la invasión
de una presencia, que impulsa de forma irresistible.
Pero no son sólo estas las imágenes con las que nos habla la Escritura
del Espíritu Santo. Se sirve también para nombrarlo de la paloma, la
unción, dedo de Dios, sello...A estas imágenes se pueden añadir las
utilizadas por la liturgia (en el Veni Creator y en el Veni,
Sancte Spirutus) y por los Santos Padres. San Simeón compara al
Espíritu Santo con la llave que abre la puerta y San Bernardo con el
beso que intercambian el Padre y el Hijo...[1]
El que Dios se haya revelado preferentemente en imágenes responde a una
razón profunda. Y es que las imágenes más materiales son metáforas que
no pretenden expresar, en modo alguno, el ser en sí, sino el modo de
actuar para nosotros. Dios es una roca; Cristo es un cordero; el
Espíritu Santo es agua viva. Ni Dios es un mineral, ni Cristo es un
animal ni el Espíritu Santo un líquido con una fórmula químicamente
conocida. Pero Dios es firmeza para nosotros; Cristo una víctima
ofrecida y el Espíritu una fuerza portadora de vida.
Juan Pablo II, hablando de los símbolos evangélicos del Espíritu Santo,
comenta el símbolo del fuego, diciendo:
Jesús mismo decía: "He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto
desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49). En este caso se trata
del fuego del amor de Dios que "ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo" (Rom 5,5). Las "lenguas como de fuego" que
aparecieron el día de Pentecostés sobre la cabeza de los Apóstoles
significaban que el Espíritu traía el don de la participación en el amor
salvífico de Dios. Santo Tomás dirá que la caridad, el fuego traído por
Jesucristo a la tierra, es "una cierta participación del Espíritu
Santo". En este sentido, el fuego es un símbolo del Espíritu Santo,
Persona que es amor en la Trinidad divina.[2]
b) Espíritu del Padre
y del Hijo
Ya los nombres que recibe el Espíritu Santo en la Escritura expresan su
relación con las otras dos personas divinas. Así se le llama "Espíritu
de Dios" (Jn 1,32;Rom 8,14), "Espíritu del Padre" (Mt 10,20;Ef 3,16),
"Espíritu del Señor" (He 5,9), "Espíritu de Dios (Padre) y de Cristo"
(Rom 8,9), "Espíritu del Hijo de Dios" (Gál 4,6), "Espíritu de Cristo"
(1Pe 1,11), "Espíritu de Jesucristo" (Filp 1,19):
Los nombres son distintos, pero el Espíritu Santo es uno y el mismo;
viviente y subsistente y que está siempre presente con el Padre y el
Hijo.[3]
Los textos del Nuevo Testamento, que hablan de la relación entre el
Paráclito y el Hijo conciernen al Verbo encarnado y a la economía de la
gracia. Pero en ellos se nos manifiesta la relación eterna del Espíritu
y del Hijo. Como se dice que el Espíritu "procede del Padre" (Jn 15,26),
se nos dice también que nosotros somos hijos de Dios y podemos invocar
a Dios como Padre porque hemos recibido "el Espíritu del Hijo" (Gál
4,6). La filiación de Cristo es eterna; el Espíritu es eternamente
Espíritu del Hijo (Jn 16,14-15;20,22). Jesús podrá decir del Espíritu
que "recibe de lo mío", como procedente de El. Así leemos en el
Apocalipsis:
Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como cristal, que sale
del trono de Dios y del Cordero (22,1).
El agua viva es el Espíritu (Jn 4,10s;7,37-39;Ap 21,6). Procede del
trono de Dios y del Cordero, como de una sola fuente.
La revelación pretende, en primer lugar, decirnos lo que Dios es para
nosotros. Pero, al mismo tiempo, de este modo desvela algo de lo que
es en sí mismo. "Sé lo que es Dios para mí, dice San Bernardo, lo que es
en sí, El lo sabe". Pero la revelación económica, lo que Dios ha
hecho por nosotros, corresponde al misterio íntimo y eterno de Dios.[4]
San Agustín ve al Espíritu Santo como lazo del amor del Padre y del
Hijo:
Por su manera propia de espirar al Espíritu, el Padre dirige un amor
paterno a su Hijo; se complace en éste al que engendra como su igual.
Recíprocamente, el Hijo se complace en su Padre, pero filialmente,
naciendo de El...Por el Espíritu filialmente espirado, el Hijo se torna
hacia su principio; tiene su complacencia en el Padre, queriéndole en lo
que El es personalmente, el principio sin principio, el no engendrado.[5]
Por consiguiente, por la espiración del Espíritu por el Padre, como
fuente primera, y por el Hijo, en dependencia del Padre, se establece
entre las dos primeras personas una reciprocidad de amor, que es el
Espíritu, en la consustancialidad de las Tres Personas."Entre las Tres,
todo es idéntico, salvo la relación de origen", se ha repetido desde
Gregorio Nacianzeno.[6]
El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo, pues se le llama
tanto Espíritu del Padre (Mt 10,28;Jn 15,26) como Espíritu del Hijo (Gál
4,6;Jn 14,26;20,22;Lc 6,19). El es, pues, común a ambos:
La Escritura nos hace conocer en el Padre el principio, en el Hijo la
generación, en el Espíritu Santo la unión del Padre y del Hijo... La
comunidad formada por la unidad de la Iglesia de Dios, fuera de la cual
no tiene lugar la remisión de los pecados, es, en cierta medida, la obra
propia del Espíritu Santo, con la cooperación desde luego, del Padre y
del Hijo, ya que el Espíritu Santo mismo es, en cierto sentido, la
comunión del Padre y del Hijo. El Padre no es común al Hijo y al
Espíritu Santo, ya que no es Padre de los dos. Y el Hijo, a su vez, no
es común al Padre y al Espíritu Santo, pues no es Hijo de los dos. Pero
el Espíritu Santo es común al Padre y al Hijo por ser el Espíritu del
Padre y del Hijo.[7]
El Espíritu es, pues, la comunión sustancial del Padre y del Hijo. Por
ser común al Padre y al Hijo, recibe en propiedad los nombres que son
comunes a los dos. Se le llama "Amor", que se dice también del Padre y
del Hijo: "Dios es amor" (1Jn 4,16). San Agustín, concluye:
Son Tres. Uno ama al que procede de El; el otro ama a aquel de quien
procede y este Amor mismo.
San Bernardo, comentando el versículo del Cantar de los Cantares: "Que
me bese con un beso de su boca", entiende por este beso al Espíritu
Santo:
Si el Padre es el que besa y el Hijo es besado, no es descabellado ver
en el beso al Espíritu Santo, que es la paz inalterable del Padre y del
Hijo, su conexión inconmovible, su amor singular, su unidad
indivisible.[8]
En la Teología oriental no es frecuente la concepción del Espíritu Santo
como comunión entre el Padre y el Hijo, pero no es del todo extraña. El
Espíritu Santo es visto como aquel que es la unidad del Padre y del Hijo
y el vínculo de la Trinidad por San Cirilo de Alejandría y San Epifanio.
En el siglo XIV, el monje Gregorio Palamas, arzobispo de
Tesalónica, escribe:
El Espíritu del Verbo supremo es como un cierto amor del Padre hacia el
Verbo misteriosamente engendrado; y es el mismo amor que el amadísimo
Verbo e Hijo del Padre tiene a aquel que lo ha engendrado.[9]
Y en la época actual, Serge Boulgakov escribe: "Si Dios, en la
Trinidad, es Amor, el
Espíritu Santo es Amor del Amor".[10]
Y, comentando el admirable icono de Andrei Rublev, Paul Evdokimov
interpreta el personaje del centro con estas palabras: "El Espíritu
Santo está en medio del Padre y del Hijo; es el que realiza la comunión.
Es la comunión; es el amor entre el Padre y el Hijo. Se pone esto
claramente de manifiesto en que el movimiento parte de él. En su soplo,
el Padre se desplaza en el Hijo, el Hijo recibe a su Padre y la palabra
resuena".[11]
Santo Tomás repite con concisión la idea del Espíritu Santo como lazo de
amor entre el Padre y el Hijo: "Siendo el Espíritu Santo el amor mutuo y
el lazo de los dos, conviene que proceda de los dos". "Procede de los
dos como amor unitivo de los dos".[12]
Juan Pablo II, en la encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et
Vivificantem, citando a Santo Tomás, dice:
Dios, en su vida íntima, "es amor" (1Jn 4,8.16), amor esencial, común a
las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como
Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto "sondea hasta las profundidades
de Dios" (1Cor 2,10), como Amor-don increado. Puede decirse que
en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino
se hace enteramente
don, intercambio del amor recíproco entre las personas divinas, y que
por el Espíritu Santo Dios existe como don. El Espíritu Santo es,
pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor.
Es Persona-amor. Es Persona-don".[13]
c)
El Espíritu Santo, soplo de Amor para el hombre
El Espíritu, como amor unitivo del Padre y el Hijo, es el que expresan
los textos del Evangelio según san Juan, que nos hablan del amor del
Padre a Jesús (3,35;5,20; 10,17;17,23-24) y del amor de Jesús al Padre
(14,30;15,10). En ellos se habla evidentemente del Cristo encarnado,
pero la economía de la salvación es manifestación de la vida
intradivina, como refleja Jn 17,24 que habla del Cristo encarnado, pero
suponiendo la preexistencia de Cristo.
Y Lucas nos refiere las palabras del ángel que anuncia el nacimiento de
Jesús por obra del Espíritu Santo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y
el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35). Juan Pablo
II, comentando este texto, dice:
El Espíritu del que habla el evangelista, es el Espíritu que da vida.
No se trata sólo de aquel "soplo de vida" que es la característica de
los seres vivos, sino también de la Vida propia de Dios mismo: la
vida divina. El Espíritu Santo que está en Dios como soplo de Amor, Don
absoluto (no creado) de las divinas Personas, en la Encarnación del
Verbo obra como soplo de este Amor para el hombre: para el mismo Jesús,
para la naturaleza humana y para toda la humanidad. En ese soplo se
expresa el amor del Padre, que amó tanto al mundo que le dio su Hijo
unigénito (Jn 3,16). En el Hijo reside la plenitud de la vida divina
para la humanidad.[14]
Y en la catequesis del 14 de noviembre de 1990, dedicada "al Espíritu
Santo, amor del Padre y del Hijo", dice:
El amor recíproco del Padre y del Hijo procede en ellos y de ellos como
persona: el Padre y el Hijo "espiran" al Espíritu de Amor, consustancial
a ellos..."Dios es amor", dice San Juan (1Jn 4,8). La Trinidad en su
totalidad es amor. Pero la atribución del Amor al Espíritu Santo, como
su nombre propio en el seno de la Trinidad, que es Amor, se encuentra en
la enseñanza de los Padres de la Iglesia, herederos, a su vez, de la
revelación de Jesús y de la predicación de los Apóstoles. Así, en la
oración sacerdotal de Jesús, dirigida al Padre, Jesús dice: "Yo les he
dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el
amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26). Se
trata del amor con el que el Padre ha amado al Hijo "antes de la
creación del mundo" (Jn 17,24)...El Espíritu Santo es el amor con el
que el Padre ama eternamente al Hijo, eternamente amado por El.
Como dice Santo Tomás: "De la misma manera que decimos que el árbol
florece en las flores, así decimos que el Padre se dice a sí mismo y a
la Creación en el Verbo, el Hijo; y que el Padre y el Hijo se aman a sí
mismos y a nosotros en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor
procedente.
En esta misma perspectiva se ha de considerar el otro pasaje de la
oración sacerdotal, cuando Jesús pide al Padre por la unidad de sus
discípulos: "Para que todos sean uno. Como Tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me
has enviado" (Jn 17,21). Si los discípulos han de ser "uno en
nosotros" -es decir, en el Padre y el Hijo-, esto sólo puede tener
lugar por obra del Espíritu Santo, cuya venida y permanencia en
los discípulos es anunciada por Cristo al mismo tiempo: él "mora con
vosotros y en vosotros está" (Jn 14,17).
Este anuncio fue recibido y comprendido en la Iglesia primitiva, como lo
demuestran la alusión de San Pablo al amor de Dios "que ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado" (Rom 5,5) y las palabras de San Juan: "Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su
plenitud. En esto conocemos que permanecemos en El y El en nosotros:
en que nos ha dado su Espíritu (1Jn 4,12-13).
De estas raíces se desarrolló la tradición sobre el Espíritu Santo
como Persona-Amor.[15]
El bautismo cristiano, en agua y Espíritu Santo, nos introduce en la
relación personal con las tres Personas divinas, introduciéndonos en la
intimidad de Dios. En el nombre de las Tres somos sumergidos en el agua
y unidos a las Tres ascendemos por el don del Espíritu Santo, que nos
hace partícipes de la naturaleza divina, es decir, del Amor del Padre y
del Hijo, que es el mismo Espíritu Santo. Y cada vez que hacemos la
señal de la cruz, nos dice Juan Pablo II, "renovamos nuestra relación
con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo", inaugurada el día del
bautismo.
Guillermo de Lieja, abad de Saint-Thierry (+1148), nos dejó esta oración
que expresa la profunda comunión nuestra con Dios, reflejo del misterio
de unión trinitaria:
¡Oh amable Señor!, Tú te amas en ti mismo, cuando del Padre y del
Hijo procede el Espíritu Santo, amor del Padre al Hijo, amor del Hijo al
Padre, amor tan alto que es unidad, unidad tan profunda que única es la
sustancia del Padre y del Hijo.
Y te amas a ti mismo en nosotros, cuando el Espíritu de tu Hijo
enviado a nuestros corazones, por la dulzura del amor y el ardor de la
buena voluntad que Tú nos inspiras, grita: '¡Abba, Padre!' y haces de
manera que te amemos. Más aún, Tú te amas a ti mismo en nosotros, hasta
el punto que nosotros esperemos en ti y adoremos tu nombre de
Señor...Henos aquí osando creer por la gracia de tu Espíritu de adopción
que todo lo que hay en el Padre es nuestro. Te llamamos con el mismo
nombre con el que te llama tu Hijo único por naturaleza.
Se produce así una tal conjunción, una tal adhesión, un tal gusto de tu
dulzura, que Nuestro Señor, tu Hijo, lo ha llamado unidad,
diciendo: "Que sean uno en nosotros"; y adquiere tal dignidad,
tal gloria, que añade: "Como yo y tú somos uno". ¡Oh gozo, oh
gloria, oh riqueza, oh arrogancia! Porque la sabiduría tiene también su
arrogancia...
Así, nosotros te amamos o, mejor, Tú te amas en nosotros, nosotros con
afecto, Tú con eficacia, haciéndonos uno en ti por tu propia
unidad, quiero decir, por tu propio Espíritu Santo que nos has dado...
¡Adorable, terrible, bendito, dánoslo! Envía tu Espíritu y todo será
creado y renovarás la faz de la tierra...¡Venga la paloma con el ramo
de olivo!¡Santifícanos con tu santidad! ¡Unenos con tu unidad![16]
Podemos concluir con San Agustín:
El amor es de Dios y es Dios. Por tanto, propiamente es el Espíritu
Santo, por el que se derrama el amor de Dios en nuestros corazones,
haciendo morar en nosotros a la Trinidad...El Espíritu Santo es llamado
con propiedad Don, por causa del Amor.[17]