DECALOGO - DIEZ PALABRAS DE VIDA:
7. MANDAMIENTO
'NO ROBARAS'
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
1. Dios, defensor de la libertad
4. Cristo lleva a su plenitud el mandamiento de Dios
No robarás (Ex 20,15;Dt 5,19)
El Decálogo no es un código sociológico, sino una
palabra de vida, que Dios da para que el hombre viva la alianza con El
en la fe y en la libertad. Esta alianza con Dios regula, igualmente, las
relaciones entre los hombres. Dios no sella su alianza con un pueblo de
esclavos. Antes de celebrar la alianza, les libera de la esclavitud. El
israelita, rescatado de la esclavitud por Dios, no puede esclavizar a
sus hermanos, también rescatados de la esclavitud por Dios. En el Talmud
se dice: "Nuestros maestros han enseñado: ¡No robarás! La Escritura
habla aquí de raptos de personas" (Sanedrín 86a).
El verbo hebreo (gànab), que traducimos por
"robar", está sin objeto determinado, sin limitación alguna; no se
puede, por tanto, reducirlo a la prohibición de robar "las cosas del
prójimo".[1]
En los tres mandamientos, formulados apodícticamente, en forma breve, se
toman en cuenta transgresiones fundamentales contra la vida del hombre:
el homicidio, el adulterio y la libertad.
Robar no es una culpa contra las cosas, sino una
culpa contra la persona. El mandamiento no se preocupa del orden
económico, no busca salvaguardar las riquezas, sino garantizar la
libertad y la dignidad de la persona, en su inviolabilidad como ser
único, imagen de Dios, en alianza de amor con Dios. El afán de riquezas,
que lleva al robo, es un ultraje a Dios, negándole todo el amor de
nuestro corazón, que ponemos en lo que no es Dios: "pues donde esté tu
tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6,21); y es un ultraje a la
imagen de Dios: al hombre, a quien se priva de los bienes que Dios le ha
dado. La justicia de Dios es ante todo defensa de la persona humana y de
su carácter absolutamente superior a todas las cosas, que deben estar a
su servicio.
1. DIOS, DEFENSOR DE LA LIBERTAD
En primer lugar, el séptimo mandamiento, no se
refiere, pues, al robo de algo, sino a la apropiación del hombre, al
secuestro o esclavización del israelita. Se prohíbe no tanto atentar
contra la propiedad del otro, sino algo más grave, como es privar a
alguien de su libertad, secuestrarlo con fines de extorsión, chantaje,
seducción sexual o intereses económicos. Lo primero que Dios protege con
este mandamiento es la libertad del hombre.[2]
En el libro del Exodo encontramos el siguiente
comentario de este mandamiento: "Quien rapte a una persona -la haya
vendido o esté todavía en su poder- morirá" (21,16). Y el Deuteronomio,
igualmente, dirá: "Si se encuentra a un hombre que haya raptado a uno de
sus hermanos, entre los israelitas -ya le haya hecho su esclavo o le
haya vendido- ese ladrón debe morir. Harás desaparecer el mal de en
medio de ti" (24,7).[3]
Este mandamiento, como todos los demás, se ilumina a
la luz de la liberación de Egipto, donde Israel ha experimentado la
esclavitud. Dios, que le ha liberado de la servidumbre, no quiere que el
pueblo lo olvide: "Recordarás que tú fuiste esclavo en el país de
Egipto y que Yahveh, tu Dios, te rescató. Por eso te mando esto hoy" (Dt
15,15). Por ello puntualiza: ningún hombre tiene derecho a esclavizar a
otro hombre. No puede haber esclavos dentro del pueblo de Dios. Está
prohibido todo atentado a la libertad del hermano israelita, porque es
Dios quien le ha dado la libertad.
En recuerdo de la liberación de la esclavitud de
Egipto, la legislación de Israel se declara siempre a favor del esclavo.
Todas las normas se proponen aligerar sus condiciones o abreviar el
tiempo de su condición de servidumbre. Ni una ley siquiera protege el
derecho de propiedad de quienes poseen esclavos. El camino que Dios ha
trazado para el hombre, es la vía de la libertad, en primer lugar, en
medio de su pueblo y, a través de él, para todos los hombres. También el
extranjero tiene derecho a la libertad, pues Israel ha sido
extranjero en Egipto y Dios le liberó de su dura servidumbre.
El año sabático y el año jubilar están ordenados a
hacer real la voluntad de Dios que defiende al débil, al pobre, que se
ha entregado a otro para resarcirle por sus deudas.[4]
Incluso en este caso, el señor no era nunca dueño de la vida de quien, a
causa de sus deudas, vivía bajo su dominio; se trataba únicamente de una
prestación de trabajo, considerada como resarcimiento de la deuda: "Si
tu hermano hebreo, hombre o mujer, se vende a ti, te servirá durante
siete años y al séptimo le dejarás libre. Al dejarle libre, no le
mandarás con las manos vacías; le harás algún presente..., según te haya
bendecido Yahveh, tu Dios. Recordarás que tú fuiste esclavo en el país
de Egipto y que Yahveh, tu Dios, te rescató; por eso te mando esto hoy"
(Dt 15,12-15).
Y no se trata sólo de que el israelita recupere de
nuevo los bienes, -la porción de tierra heredada-, que por necesidad
haya tenido que vender, sino también la libertad propia: "Porque ellos
son siervos míos, a quienes yo saqué de la tierra de Egipto; no han de
ser vendidos como se vende a un esclavo" (Lv 25,42). Quien ha sido
rescatado por Dios de la esclavitud, no puede ser esclavizado ni
esclavizar a un hermano. Y esto, en la pedagogía de Dios, se alarga a
todo hombre, rescatado del pecado y de la muerte por su Hijo Jesucristo:
"Ya no hay ni esclavo ni libre" (Gál 3,28).
Hoy no podemos engañarnos pensando que nuestra
sociedad ya ha eliminado la esclavitud. Seguimos bajo la amenaza
continua del secuestro de personas. El terrorismo sigue secuestrando
personas para sus fines, sacudiendo la estabilidad de la vida social,
infundiendo el miedo y el terror entre los hombres.
Ciertamente el terrorismo es la forma más directa de
secuestro de persona. Pero no es la única forma de privación de la
libertad de la persona. Cada día conocemos nuevas formas de apropiación
o condicionamiento de las personas.
El séptimo mandamiento nos dice que el hombre no
puede ser nunca tomado como medio para nada. "Es el único ser que Dios
ha amado por sí mismo" (GS,n.24). No puede ser instrumentalizado nunca.
Ningún fin puede justificar el uso de la persona humana.[5]
El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas
que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o
totalitaria, conducen a esclavizar a seres humanos, a
menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a
cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las
personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la
condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio.[6]
Los textos legislativos de la Escritura, dando por
descontada la bondad de la propiedad de bienes, se preocupan de
defender al pobre, al que no posee nada. En el año sabático, el pobre
puede recoger los frutos que la tierra produce espontáneamente; en la
recolección de los frutos se manda a los segadores que no lleguen hasta
los bordes ni recojan las espigas caídas, ni en la vendimia rebusquen en
la viña, para que los pobres pueden recoger lo que Dios les ha
reservado. Dios es el defensor de los indefensos: el extranjero, la
viuda y el huérfano:
No maltratarás al extranjero, ni le oprimirás, pues
forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto. Ni vejarás a viuda ni
huérfano. Si le vejas y clama a mí, no dejaré de oír su clamor, se
encenderá mi ira y os mataré a espada; vuestras mujeres quedarán viudas
y vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al
pobre que habita contigo, no serás con él un usurero; no le exigirás
interés. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo , se lo devolverás al
ponerse el sol, porque con él se abriga; es el vestido de su cuerpo.
¿Sobre qué va a dormir, si no? Clamará a mí y yo le oiré, porque soy
compasivo (Ex 22,20-26).
No torcerás el derecho del forastero ni del huérfano,
ni tomarás en prenda el vestido de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo
en el país de Egipto y que Yahveh tu Dios te rescató de allí. Por eso te
mando hacer esto.
Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas en él
olvidada una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el
huérfano y la viuda, a fin de que Yahveh, tu Dios, te bendiga en todas
tus obras. Cuando varees tus olivos, no harás rebusco. Lo que quede será
para el forastero, el huérfano y la viuda. Cuando vendimies tu viña, no
harás rebusco. Lo que quede será para el forastero, el huérfano y la
viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto. Por eso te
mando hacer esto (Dt 24,17-22).
Los profetas se levantarán contra las causas mismas que llevan a la esclavitud, como la acumulación de bienes que dejan a los más débiles sin medios de sustento, obligándolos a venderse a los potentes. Algo que grita al cielo, lo mismo que la deportación de poblaciones enteras para usarlas en trabajos forzados: "Así dice Yahveh: ¡Por tres crímenes de Gaza y por cuatro, seré inflexible! Por haber deportado poblaciones enteras para entregarlas a Edom, yo enviaré fuego a la muralla de Gaza para devorar sus palacios... ¡Por tres crímenes de Tiro y por cuatro, seré inflexible! Por haber entregado poblaciones enteras de cautivos a Edom, sin acordarse de la alianza entre hermanos, yo enviaré fuego a la muralla de Tiro, que devorará sus palacios" (Am 1,6-10). Impresionante es la palabra de Jeremías contra quienes, habiendo decidido liberar a sus siervos, se volvieron atrás y no lo hicieron (Jr 34,8-22).
Los gemidos de los esclavos llegan a los oídos de
Dios, como llegó el gemido de Israel esclavo en Egipto. Israel, que ha
experimentado la dureza de la esclavitud y la bondad salvadora de Dios,
sabe que Dios se conmueve ante el grito del pobre y se alza como su
salvador en contra de sus opresores. El séptimo mandamiento, que
proclama en la liturgia, se lo recuerda constantemente.
El amor a los pobres es incompatible con el amor
desordenado de las riquezas o su uso egoísta: "Ahora bien, vosotros
ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer
sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están
apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su
herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes
como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos.
Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron
vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado
a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra
regaladamente y os habéis entregado a los placeres, habéis hartado
vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al
justo; él no os resiste" (Sant 5,1-6).[7]
Nuestra relación con las personas se manifiesta
también en nuestra relación con sus bienes. Si se respeta la libertad de
la persona, se respetan también sus bienes. Por ello, con el séptimo
mandamiento, Dios, que protege la vida y la libertad de las personas,
protege también sus propiedades, prohibiendo el robo de los bienes. El
séptimo mandamiento protege sobre todo a la persona y, luego, las cosas
en función de la persona.
La persona humana es una totalidad unificada de
cuerpo y espíritu. Por eso, defender a la persona humana significa no
privarla de la libertad, de la posibilidad de vivir la fe, la esperanza
y el amor; y también satisfacer sus necesidades de alimento, vestido,
habitación, de medios de comunicación, de expresar sus dotes artísticas,
de diversión...
El séptimo mandamiento pone la propiedad personal del
hombre bajo la protección de Dios, en cuanto defensa de la libertad de
vida que Dios quiere para todo hombre. La propiedad ajena es defendida
también por el séptimo mandamiento. Así se lee en el Deuteronomio: "Si
ves extraviada alguna res del ganado mayor o menor de tu hermano, no te
desentenderás de ella, sino que se la llevarás a tu hermano...Igualmente
harás con su asno, con su manto o cualquier otro objeto perdido por tu
hermano que tú encuentres; no puedes desentenderte" (Dt 22,1-3).[8]
La posesión de bienes materiales es una de las
condiciones elementales de la vida humana. La propiedad de bienes es
como una prolongación de la persona, como el medio para desenvolverse
sin angustias, en libertad. La Escritura no es maniquea, nunca considera
los bienes materiales como demoníacos, pertenecientes a la esfera del
mal; exalta los bienes como expresión de la bendición divina. El hombre
veterotestamentario se siente feliz cuando le van bien sus negocios o
cosechas, viéndolo como bendición de Dios, a quien da gracias por todas
las cosas. Este es el designio de Dios sobre los bienes; Dios los da al
hombre para llevarle a la bendición, a vivir en alianza con El (Dt
8,7-10).
Pero la concepción bíblica de la propiedad de bienes
nunca es idealista. El Sirácida sabe que la riqueza lleva a la
decepción, pues el hombre se afana por conseguirla y frecuentemente no
puede disfrutar de ella; es la vanidad del ídolo lo que muestra el afán
de riquezas. Job y el salmo 73 muestran ya que la bendición de Dios no
es sinónimo de riqueza. En su realismo, la Escritura proclama el peligro
que acecha al hombre y a su vida en el afán del dinero, por ello le
previene:
Guárdate de olvidar a Yahveh tu Dios, descuidando los
mandamientos que yo te prescribo hoy; no sea que cuando comas y quedes
harto, cuando construyas hermosas casas o vivas en ellas, cuando se
multipliquen tus vacadas y ovejas, cuando tengas plata y oro en
abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón se engría y
olvides a Yahveh, tu Dios, que te sacó del país de Egipto, de la casa de
servidumbre... No digas en tu corazón: "Mi propia fuerza y el poder de
mi mano me han creado esta prosperidad", sino acuérdate de Yahveh, tu
Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad,
cumpliendo así la alianza que bajo juramento prometió a tus padres, como
lo hace hoy (Dt 8,11-18).
Por ello, el israelita piadoso le dice al Señor: "No
me des pobreza ni riqueza, déjame gustar mi bocado de pan, no sea que
llegue a hartarme y reniegue, y diga: ¿Quién es Yahveh?; o no sea que,
siendo pobre, me dé al robo, e injurie el nombre de mi Dios" (Pr
30,8-9). Y el salmista insiste en lo mismo: "No os fiéis de la opresión,
no os ilusionéis con la rapiña; a las riquezas, aunque abunden, no
apeguéis el corazón" (62,11). Hay una relación estrecha entre la codicia
de bienes, el orgullo, la injusticia y la violencia. El afán de
riquezas, por otra parte, endurece el corazón, haciéndole insensible al
amor de Dios y al sufrimiento del pobre. Por ello la Escritura
considera como mucho más grave el despojo de los bienes del pobre por
parte de los ricos que el robo practicado por los pobres.
Si el séptimo mandamiento defiende de la amenaza del
robo los bienes que el hombre posee, también defiende al pobre de la
ambición del rico, del abuso de la acumulación de riquezas. El
Eclesiástico dirá de forma lapidaria: "Mata a su prójimo quien le
arrebata su sustento, vierte sangre quien quita el jornal al jornalero"
(34,22). "Pan de indigentes es la vida de los pobres, quien se lo quita
es un hombre sanguinario" (Eclo 34,21).
Los profetas alzan su voz ante la deshumanización a
que llevan las riquezas. En vez de ser ayuda para la vida en libertad,
las riquezas dominan al hombre, haciéndole ver en ellas la vida,
suplantando el tener al ser, el poseer al vivir. Esta absolutización de
las riquezas llevan al hombre a olvidar que los bienes que posee son
dones de Dios. Por haberlo olvidado Israel, Oseas le asimila con Canaán,
maldecido por Dios (Gén 9,25) y cuyo nombre -"cananeo"- significa
traficante (Ez 17,4;Is 23,8;Zac 14,21):
Canaán tiene en su mano balanzas tramposas, es amigo
de explotar. Y Efraím dice: "Sí, me he enriquecido, me he fraguado una
fortuna". ¡Ninguna de sus ganancias se hallará, por el pecado de que se
ha hecho culpable. Yo soy Yahveh, tu Dios, desde el país de Egipto (Os
12, 8-10).
En la triple dirección del reconocimiento de Dios,
del respeto del hombre y, también, de la creación, el hombre vive su
relación verdadera con la riqueza, según el séptimo mandamiento. Vivir
según el Decálogo significa no poner las cosas en el puesto de Dios, no
valorar las cosas por encima del hombre y gozar de las cosas, con acción
de gracias, sin violentar la naturaleza, maltratándola con la polución,
destruyéndola con experimentos, eliminando animales y bosques por
ambición.
Cuando el hombre deja de ver las cosas como medios
para su vida y entrega su vida al servicio de las cosas, pierde su
libertad, prisionero del afán de riquezas. El engaño está en confundir
el "bienestar" o la felicidad con la posesión de bienes. El "bienestar",
en relación a la riqueza, está en poseerla sin ser poseído por ella.
Dominar la riqueza es poder disfrutar de ella libremente y, al mismo
tiempo, despojarse de ella, dándola a los necesitados.
Son muchas las formas en que se viola el séptimo
mandamiento y en cada época el hombre, dominado por la codicia, inventa
otras nuevas. Para nuestro tiempo podemos enumerar: la explotación del
prójimo, fraudes comerciales, salarios injustos, la usura, los intereses
abusivos, la especulación del suelo, la falsificación de cheques o facturas,
los trabajos mal hechos, el abuso del paro remunerado, darse de baja sin
estar enfermo para seguir cobrando el sueldo, la destrucción de bienes
públicos, como la petulante destrucción de cabinas telefónicas, de bancas de
los parques o del alumbrado público. La evasión de capitales, el fraude
fiscal o las falsas declaraciones de la renta, los escándalos bancarios, la
corrupción y los intentos de corrupción económica, la economía subterránea,
la defensa egoísta de las propias rentas, el freno a la inversión por el
temor al riesgo, los gastos superfluos y despilfarro de nuestra sociedad de
consumo, provocar averías en los instrumentos de trabajo, el engaño en los
contratos y en los servicios..9.
El hombre no es dueño absoluto de la creación de
Dios. Dios le ha dado el dominio sobre ella, pero el hombre no puede olvidar
que él y las cosas que posee, proceden de Dios. Yahveh a su pueblo le dice
con claridad: "La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es
mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes" (Lv 25,23).
Negar el carácter de criaturas de las cosas,
idolatrándolas, poniendo la vida y la confianza en ellas, es negar a Dios
(Os 2,7.14). Sentirse seguro con la posesión de bienes, hasta prescindir de
Dios, es una idolatría, que "vacía de valor" (Rom 8,20) a la creación y al
hombre. Los bienes pueden convertirse, también, en instrumento de poder y de
dominio sobre los demás hombres, en contradicción abierta con el séptimo
mandamiento.
Con relación a la posesión de los bienes, el hombre
no puede olvidar su condición de criatura. Lo contrario es situarse en la
mentira, en el camino que le lleva a perder su ser, que sólo tiene un apoyo
firme y real en Dios. Sin Dios, el hombre se venderá a las cosas, volverá a
la nada de la que Dios le ha sacado al crearlo, o a la esclavitud de la que
Dios le ha liberado para que viva en alianza con El. Jesús, que conoce lo
que hay en el hombre, nos dice: "Nadie puede servir a dos señores: porque
aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se entregará a uno y despreciará al
otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).
Compartir con el que no tiene
4. CRISTO LLEVA A SU PLENITUD EL MANDAMIENTO
DE DIOS
En Cristo, esta palabra del Decálogo llega a su
manifiesta plenitud: "En Cristo ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni
libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús"
(Gál 3,28).
Ante Dios no hay distinción entre los hombres. Cristo
ha derribado todas las barreras de división. La libertad de Dios, en Cristo
Jesús, es ofrecida a todos los hombres de la tierra. "Para ser libres nos
libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente
bajo el yugo de la esclavitud" (Gál 5,1). En las comunidades cristianas se
encontraron como hermanos, todos miembros del mismo cuerpo, hombres de toda
condición social10.
La libertad que Dios nos otorga en Cristo, es el don
de la filiación adoptiva:
Cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos
bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva. La prueba de que sois hijos, es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre! De modo que ya no
eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios
(Gál 4,3-7; Rom 8,14-17).
La comunión con Cristo, mediante la fe, nos hace
hijos de Dios y, al mismo tiempo, hermanos de los demás rescatados por
Cristo. El cristiano, liberado por Cristo, no toma la libertad como ocasión
para el libertinaje. Es libre para el servicio, en primer lugar a Dios, el
Señor a quien pertenece, y al prójimo (Gál 5,13)11.
Pablo, pues, podrá decir a Filemón, respecto a su siervo Onésimo, que ha
huido de él:
Tal vez Onésimo fue alejado de ti por algún tiempo,
precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino
como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho
para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el
Señor! (Fl 15-16).
Aún cuando mantengan sus anteriores relaciones
sociales, el dueño y el esclavo cristianos viven los dos como hermanos al
servicio del mismo Señor. Cristo es el único Señor de amos y esclavos. Por
eso les dice Pablo:
Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este
mundo, no porque os vean, como quien busca agradar a los hombres; sino con
sencillez de corazón, en el temor del Señor. Todo cuanto hagáis, hacedlo de
corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el
Señor os dará la herencia en recompensa12.
Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo
presente quetambién vosotros tenéis un Amo en el cielo (Col
3,22-4,1).
Lo mismo repite en la carta a los Efesios:
Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con
respeto y temor, con sencillez de corazón, como a Cristo, no por ser vistos,
como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que
cumplen de corazón la voluntad de Dios; de buena gana, como quien sirve al
Señor y no a los hombres; conscientes de que cada cual será recompensado por
el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre. Amos, obrad de
la misma manera con ellos, dejando las amenazas; teniendo presente que está
en los cielos el Amo vuestro y de ellos, y que en El no hay acepción de
personas (6,5-9)13.
También en relación a las riquezas Jesús lleva a su
plenitud el séptimo mandamiento, mostrando las verdaderas riquezas que hay
que atesorar:
No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla
y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien
tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni
ladrones que socaven o roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará
también tu corazón (Mt 6,19-21).
Esta palabra de Cristo suscita extrañeza desde el
comienzo del cristianismo hasta nuestros días. Jesús ya salió al encuentro
de las preguntas que suscita:
Os aseguro que un rico difícilmente entrará en el
Reino de los cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el
ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los cielos. Al oír
esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: Entonces, ¿quién se podrá
salvar? Jesús, mirándolos fijamente, dijo: Para los hombres eso es
imposible, mas para Dios todo es posible (Mt 19,23-26).
Los fariseos, -los de todos los tiempos-, "amantes
del dinero" (Lc 16,14) más que de Dios, reaccionan ante estas palabras,
burlándose de Jesús y de sus discípulos. Los que quieren compaginar la fe y
el propio interés, ante el dinero quedan desenmascarados y no tienen más
remedio que decidirse por Cristo o alejarse de El con la tristeza en el
alma: "Al oír estas palabras -dejarlo todo para seguirle-, el joven se
marchó entristecido, porque tenía muchos bienes" (Mt 19,22).
Seguir a Jesús, "que no tiene donde reclinar la
cabeza", es incompatible con el amor o apego a los bienes. No es que Jesús
sea un predicador de la pobreza, pero, como conoce el corazón del hombre (Mt
16,15), sabe que la apetencia de bienes es insaciable y agosta la fe en su
raíz, pues lleva a poner la vida donde no está:
Uno de la gente le dijo: "Maestro, di a mi hermano
que reparta la herencia conmigo". El le respondió: "¡Hombre! ¿quién me ha
constituido juez o repartidor entre vosotros?". Y les dijo: "Mirad y
guardaos de toda codicia, porque, aún en la abundancia, la vida de uno no
está asegurada por sus bienes" (Lc 12,13-15).
El riesgo de las riquezas consiste en la seguridad
ilusoria que dan al hombre, llevándole a la necedad de atesorar riquezas
para sí, sin enriquecerse en orden a Dios, pensando que se puede asegurar
la vida con la abundancia de bienes (Lc 12,13-21). "Pues, ¿de qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede
dar el hombre a cambio de su vida?" (Mt 16,26).
La renuncia a los bienes, por Cristo y el Evangelio,
vivida con alegría, es un signo visible de la esperanza cristiana en una
tierra nueva, esperanza de la herencia eterna del Reino de los cielos:
Así, pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad
a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Cuando aparezca Cristo, vida
vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con El. Por tanto,
mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones,
malos deseos y la codicia, que es una idolatría (Col 3,5).
El cristiano, siguiendo las huellas de Cristo,
-"quien siendo rico por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza" (2Cor 8,9)-, vive la caridad auténtica buscando no el propio
interés, sino el de los demás (2Cor 8,8). Su primera preocupación es buscar
el Reino y su justicia, pues sabe que las demás cosas se le darán por
añadidura, pues ya sabe su Padre celestial que tiene necesidad de ellas.
Sólo los gentiles, quienes no tienen a Dios por Padre, se afanan por la
comida y el vestido (Cfr. Mt 6,25-34).
El dinero, como el poder o el prestigio, no supone
ninguna ventaja en la nueva vida del Reino inaugurada por Cristo, más bien
es un obstáculo. Jesús así lo proclama: "Bienaventurados los pobres, porque
vuestro es el Reino de Dios... Pero ¡ay de vosotros los ricos!" (Lc
6,20-26;Mt 5,2-12).
Las riquezas hacen pesado el corazón. El hombre que
cae en sus redes, pierde el sentido de la gratuidad, del amor, se incapacita
para acoger el Evangelio y seguir a Jesucristo. Prisionero de sus riquezas y
de su tristeza, pierde el don de Dios (Lc 18,18-30).
¡Qué difícil, pues, que un rico entre en el Reino de
Dios! Pero lo imposible para los hombres es posible para Dios (Lc 18,24-27).
Dios es capaz de ablandar el corazón del hombre, cambiar el corazón de
piedra por un corazón de carne. Dios, haciendo descubrir al hombre el tesoro
escondido del Reino, la perla preciosa, le lleva a tal alegría que puede
vender todo lo que tiene y entrar en su posesión (Mt 13,44-46).
Zaqueo es un testimonio de ello (Lc 19,1-10).
Quien encuentra a Cristo y se reviste del Hombre
Nuevo, creado según Dios, se despoja de su vida anterior y "el que robaba ya
no roba, sino que trabaja con sus manos, haciendo algo útil para poder
ayudar a quien se halla en necesidad" (Cfr. Ef 4,17-29). A Dios Padre le ha
parecido bien hacernos partícipes de su Reino. Por ello, Jesús puede decir:
"Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran,
un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla;
porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón" (Mt
12,32-34).
El discípulo de Cristo sabe que Dios escucha la voz
de los pobres; por ello "se hace amigos" con las riquezas, para tener
intercesores ante Dios y que así "le reciban en las moradas eternas" (Lc
16,1-9. Este es el administrador astuto que sabe ganarse el Reino con las
riquezas. Esto responde al corazón de Dios, como ya aparece en el
Deuteronomio:
Si hay junto a ti algún pobre entre tus hermanos, no
endurezcas tu corazón ni cierres tu mano a tu hermano pobre, sino que le
abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia.
Si miras con malos ojos a tu hermano pobre y no le das nada, él apelará a
Yahveh contra ti y te cargarás con un pecado. Cuando le des algo, se lo has
de dar de buena gana, que por esa acción te bendecirá Yahveh, tu Dios
en todas tus obras y en todas tus empresas (15,7-11;Cfr. Lc 6,30).
[1]
El verbo hebreo gànab, usado sin complemento en el Decálogo,
aparece en otros muchos textos señalando diversos tipos de robos:
"raptar" a una persona; robar "los bienes del prójimo" (Ex 22,7), el
ganado (Gén 31,39), cabras y corderos (Gén 30,33), un buey o una
oveja (Ex 21,37), buey, asno u oveja (Ex 22,3), plata y oro (Gén
44,8); robar utensilios (Ex 22,6), ídolos familiares (Gén 31,19);
robar el corazón o actuar a escondidas (Gén 31,20.26.27;31,30);
"seducir" con palabras engañosas (Pr 9,17); sobornar (Is 1,23). Y
también en el único caso justificado: robar comida por hambre (Pr
6,30).
[2]
El Decálogo se ordena, según el lenguaje actual, a la defensa de los
derechos fundamentales del hombre: la vida, el matrimonio, la
libertad, el honor, la propiedad. En la Declaración de los
derechos humanos, leemos: "Todo hombre tiene derecho a la vida,
a la libertad y a la seguridad de la propia persona" (Art.3).
"Ningún hombre podrá ser tenido en estado de esclavitud o de
servidumbre; serán prohibidas la esclavitud y la trata de esclavos
bajo cualquier forma" (Art.n.4).
[3]
En la historia de Israel encontramos el caso de José, secuestrado
por sus hermanos, vendido y llevado como esclavo a Egipto (Gén
39,12ss). En Gén 40,15, José se lamenta de haber sido raptado
(gànab).
[4]
Se trata de una manifestación de la gracia de Dios, que sobreabunda
donde reina el pecado. Pues esta situación es fruto del pecado:
"Cada siete años harás remisión. Todo acreedor que posea una prenda
personal (un hijo, por ejemplo), obtenida de su prójimo, le hará
remisión. Cierto que no debería haber ningún pobre junto a ti,
porque Yahveh te otorgará su bendición en la tierra que te da en
herencia, pero sólo si escuchas de verdad la voz de Yahveh"
(Dt 15,1-5).
[5]
Hoy se da esta instrumentalización del hombre en la experimentación
genética y en tantos otros campos de la ciencia y de la técnica en
que el hombre es manipulado.
[8]
Esto que el Deuteronomio dice en relación al hermano israelita, en
Exodo se dice incluso del enemigo: Ex 23,4.
[10] El libro de los Hechos nos refiere innumerables testimonios de la unidad
y comunión entre los cristianos, poniendo en común sus bienes
(2,44-45;4,36-37), aunque sin idealizaciones, pues nos refiere
igualmente las dificultades y pecados al respecto (5,1-11;6,1-7).
Contra estos pecados hablan Pablo (1Cor 11,17ss) y Santiago
(2,1-19).