DECALOGO - DIEZ PALABRAS DE VIDA:
5. MANDAMIENTO
'NO MATARAS'
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
1. La vida del hombre, imagen de Dios, es inviolable
4. Jesús lleva el mandamiento a su radicalidad original
No matarás (Ex 20,13;Dt 5,17)
En su forma escueta y concisa, coincidente en los dos textos del
Decálogo, el quinto mandamiento presenta la absoluta soberanía de Dios sobre
la vida.
Dios y el hombre se hallan íntimamente unidos también en este
mandamiento. La ofensa al hombre es ofensa a Dios. En la vida del hombre
está en juego un derecho de Dios. Por ello, el hombre no está abandonado al
capricho de ningún otro hombre. Contra la tentación de resolver los
conflictos entre los hombres con la eliminación de uno de ellos se levanta
la voz del Dios Creador y Redentor de todo hombre: "No matarás".
En su anuncio del Reino de Dios, Jesús defiende y hace realidad con
su proceder el principio de la renuncia al uso de la fuerza. En lugar de las
distintas formas de oprimir y combatir a los demás, Jesús insiste en la
reconciliación con el enemigo y en la búsqueda de la paz. Es lo específico
de los hijos de Dios (Mt 5,9.24).
1. LA VIDA DEL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS, ES INVIOLABLE
La negación de Dios lleva, inseparablemente, a la negación del
hombre. Esta es la tragedia de nuestro tiempo. Tras el anuncio de la muerte
de Dios, el hombre ha perdido el apoyo de su vida. Si no hay Dios, la vida
del hombre no vale nada. El hombre ha rechazado vivir bajo la mirada de Dios
y se ha encontrado con que ya nadie le mira, no es alguien para nadie, no
tiene valor alguno. Jamás guerra alguna o violencia del tipo que fuera han
comportado una ofensa a la dignidad del hombre como la del aborto,
legalizado y difundido en nuestra época. El ser humano no vale, puede ser
suprimido sin apelación; la ley lo aprueba y el Estado ofrece los medios
para llevarlo a cabo. La ley define qué vida y desde qué día empieza a estar
bajo su tutela, es decir, tiene valor. Con la pérdida de Dios el hombre se
ha perdido a sí mismo.
En los dos últimos siglos, la vida humana se ha devaluado contra la
lógica de los hombres. Estos dos siglos se abren con la "gran declaración"
de los derechos inalienables del hombre: a la vida, a la libertad y a la
felicidad; y se concluyen con la negación de la vida por las manos de la
ciencia y de la técnica, que proporcionan los medios, no sólo para el
aborto, sino para la manipulación genética del embrión humano. De negación
en negación, los ideólogos han dejado la vida humana a merced de las razones
económicas, de la utilidad, del oportunismo o simplemente de la voluntad del
hombre.
Negando a Dios, han ido cayendo todas las razones éticas para apoyar
sobre ellas el valor de la vida. Si la vida no tiene en Dios su principio y
su fin, pierde todo significado y valor. El quinto mandamiento, con el "no
matarás", da un valor y un sentido a la vida, a toda vida humana.
Con el quinto mandamiento Dios dice al hombre: "no matarás", es
decir: "no toques la vida del hombre, pues no te pertenece, sino que está en
mis manos". Esta palabra de Dios eleva la vida, toda vida humana, a una
esfera de inviolabilidad, y cobra un valor insuperable, por encima de
cualquier otro valor de este mundo. Todos los demás seres de la creación
están en las manos del hombre, le han sido entregados para que "domine"
sobre ellos. Sólo la sangre, la vida, no le ha sido entregada al hombre.
Esta pertenece a Dios.
La vida humana es sagrada,
porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece
siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es
Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna
circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser
humano inocente (DV, intr. 5).[1]
El valor de la vida del hombre le viene del hecho de ser imagen de
Dios.[2] Dios no se ha
apropiado el derecho a la vida del hombre por un capricho, sino que es algo
que el hombre lleva estampado en su mismo ser. Es el hálito de vida que Dios
ha infundido en el hombre, haciéndolo a su imagen: "Quien vertiere sangre de
hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo
El al hombre" (Gén 9,6). La vida del hombre está coronada de un halo sacro,
que hace de ella algo divino. Por ello Dios mismo pide cuentas de la sangre
derramada: "La voz de la sangre de tu hermano -dice Dios a Caín- clama a mí
desde el suelo" (Gén 4,10).
La construcción de una auténtica
civilización del amor debe incluir un gran esfuerzo para educar las
conciencias en las verdades morales que sostienen el respeto a la vida
frente a cualquier amenaza... La violencia es siempre una falta de
respeto a la imagen y semejanza de Dios en nuestro prójimo, en toda persona
humana, sin excepción alguna. La violencia, en cualquiera de sus formas, es
una negación de la dignidad humana... Pero, dado que la raíz de la
violencia se halla en el corazón humano, la sociedad humana se verá
obligada a seguirla causando, a seguirla alimentando e incluso a
glorificarla, a no ser que reafirme las verdades morales y religiosas,
únicas que constituyen barreras efectivas contra la ilegalidad y la
violencia, pues sólo esas verdades son capaces de iluminar y fortalecer las
conciencias. En último término, es la victoria de la gracia sobre el pecado,
que lleva a la armonía fraterna y a la reconciliación.[3]
Cada hombre es alguien, único, irrepetible. Es alguien a quien Dios
ama y conoce por su nombre. La fe en Dios Creador potencia definitivamente
la dignidad de la persona humana. Esta fe abre al hombre a la
transcendencia, a una dignidad sobrenatural. Y el cristiano, además, cree
que Dios se ha hecho hombre y, en Cristo, ha asumido totalmente al hombre.
En Cristo el hombre ha sido glorificado.
A la luz de la encarnación de Cristo, el cristiano descubre el valor
de toda vida humana, "pues el Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna
manera, se unió con todo hombre" (GS,n. 22). El Hijo de Dios, encarnado en
el seno de una mujer, es la afirmación más radical del valor de todo hombre:
Si celebramos tan solemnemente
el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar que todo hombre es alguien,
único e irrepetible. Si las estadísticas humanas, las catalogaciones
humanas, los sistemas políticos, económicos y sociales, las simples
posibilidades humanas no logran asegurar al hombre el que pueda nacer,
existir y trabajar como único e irrepetible, entonces todo eso se lo asegura
Dios. Para El y ante El, el hombre es siempre único e irrepetible; alguien
eternamente ideado y llamado por su propio nombre.[4]
Decir no a la vida, suprimiéndola, despreciándola o vejándola,
es decir no al amor de Dios al hombre, que le ha llevado a encarnarse, tomar
nuestra carne, hacerse en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, y
dar la vida por los hombres. Así, pues, en Cristo, la vida humana, toda vida
humana, tiene un valor inviolable por el hecho de ser vida humana,
independientemente de su capacidad, experiencias, sensibilidad, saber,
misión o reconocimientos sociales, que pueden ser diversos para cada hombre.
Por ser hombre ya tiene derecho a una aceptación y a un respeto
incondicional.
El hombre, que en su deseo de autonomía, niega a Dios, abre el camino
a la muerte. Es lo que nos describe la Escritura en sus primeras páginas.
Adán, queriendo ser "como Dios", se coloca en lugar de Dios, decidiendo por
sí mismo lo bueno y lo malo para el hombre. La consecuencia inmediata es la
ruptura de la comunión con Eva. Y la expresión de esta ruptura es el
asesinato de Abel. Se ha roto la hermandad entre los hombres. Entra la
envidia, que se traduce en la violencia del hermano contra el hermano. En el
corazón del hombre entra el deseo de suplantar al hermano y así se llega a
darle muerte.
Caín es el protagonista de esta historia de violencia y muerte. Es la
descripción paradigmática de la historia de la humanidad. La civilización
nace con Caín. Sus descendientes son los constructores de la ciudad,
forjadores del hierro y del cobre, inventores de las artes... El hombre, en
su independencia de Dios, comienza la construcción de su mundo, va tras el
progreso, hasta querer alcanzar el cielo, añadiendo ladrillo a ladrillo en
la construcción de la torre de Babel. Pero la codicia y la violencia, fruto
de la envidia anidada en el corazón, crece "como una fiera agazapada a la
puerta de casa" (Gén 4,7), dispuesta a lanzarse contra el que se acerque al
hombre. El hombre, sin Dios, para defender su vida, es capaz de matar a
quien se acerque a su casa, a quien quiera entrar en su vida. El otro, por
el simple hecho de ser "otro", ya es visto como enemigo.[5]
La tierra misma se estremece ante el homicidio y no cubre la sangre
derramada sobre ella. La sangre inocente sube, como un lamento, hasta Dios,
dador y custodio de la vida (¡hasta de la vida del asesino!). La tierra,
desolada, no acogerá a Caín ni le dará sus frutos, debiendo pasar su vida
como vagabundo, errante de una lugar a otro, huyendo de sí mismo y de Dios,
buscando esconderse de Dios sin lograrlo nunca, expuesto a la muerte a todas
horas.
Sin embargo, la fe bíblica no nos narra la historia del "mysterium
iniquitatis", sino del "mysterium pietatis". Frente al misterio del mal
triunfa el misterio del amor de Dios hacia el hombre. Todo hombre, incluso
el fratricida Caín, está bajo la protección de Dios (Gén 4,15). No obstante
el continuo propagarse del mal (Gén 4,23-24), Dios no abandona al hombre a
sus fuerzas de destrucción. El sigue custodiando la vida. Como confiesa el
libro de la Sabiduría: "Te compadeces de todos porque todo lo puedes y
disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos
los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo
habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no lo hubieses querido?
¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas Tú con todas las
cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida"
(11,23-26). "Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere,
oráculo del Señor Yahveh. Convertíos y vivid", proclama Ezequiel (18,32).
Dios, amante de la vida, se hace presente en Jesucristo, que nos
muestra visiblemente el rostro de Dios: "En El estaba la vida y la vida era
la luz de los hombres" (Jn 1,4). En sus milagros, signos del Reino de Dios,
Jesús nos ha mostrado el rostro de Dios, que quiere que el hombre viva. Con
sus milagros y con su palabra nos ha desvelado el Reino de Dios como
plenitud de vida, como vida sin muerte, plena y gozosa. Cada milagro de
Jesús es una derrota de las fuerzas del mal, una derrota del Maligno que es
asesino desde el principio. Así arguye Jesús con sus adversarios que traman
su muerte: "Tratáis de matarme a mí que os he dicho la verdad que oí de
Dios...Vosotros hacéis las obras de vuestro padre...Vosotros sois de vuestro
padre el Diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este es
homicida desde el principio" (Jn 8,40ss).
Fruto del pecado, en nuestra época, en contraste con las innumerables
declaraciones en favor de la vida y de los derechos humanos, existe una gama
inmensa de agresiones a la vida: actitudes, ideologías y estados de opinión
que constituyen auténticas negaciones de la vida.
Frente a tantas formas de negar la vida, expresión de una cultura de
muerte, la Iglesia se alza incansablemente en defensa de la vida,
proclamando la palabra de Dios: "No matarás". Por no multiplicar las citas,
basta un texto del Papa Juan Pablo II:
La inviolabilidad de la persona,
reflejo de la absoluta inviolabilidad del mismo Dios, encuentra su primera y
fundamental expresión en la inviolabilidad de la vida humana. Se ha
hecho habitual hablar, y con razón, de los derechos humanos, como por
ejemplo, sobre el derecho a la salud, a la casa, al trabajo, a la familia y
a la cultura. De todos modos, esa preocupación resulta falsa e ilusoria si
no se defiende con la misma determinación el derecho a la vida como
el derecho primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la
persona.[6]
De todos los seres creados por Dios, "el hombre es la única criatura
terrestre a la que Dios ha amado por sí misma" (GS,n. 24). "El don de la
vida, que Dios Creador y Padre ha confiado al hombre, exige que éste tome
conciencia de su inestimable valor" (DV, n.1):
Dios, Señor de la vida, ha
confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que
deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente se debe proteger la
vida con el máximo cuidado desde la concepción (GS,n. 51).
En este mandamiento se trata del homicidio, del suicidio, de la
eutanasia, del aborto, de la pena de muerte, de la guerra, de la tortura,
las injurias, todo lo que atenta contra la vida del hombre...
Todo cuanto se oponga a la misma
vida, como los homicidios de cualquier género, el genocidio, el aborto, la
eutanasia o el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de
la persona humana, como las mutilaciones, las torturas infligidas al cuerpo
o a la mente, los intentos de coacción espiritual; todo lo que ofende a la
dignidad humana...; todas estas prácticas y otras parecidas son,
ciertamente, infamantes y, al degradar a la civilización humana, todavía
deshonran más a los que así se comportan que a los que sufren la injusticia
(GS, n.27).
a) Homicidio
El quinto mandamiento, con su inapelable "No matarás", se alza en
defensa de la vida humana contra todo intento arbitrario de acabar con ella.
El asesinato es, humana y teológicamente, lo peor que un hombre puede hacer
a un semejante. Se trata de la ruptura irreversible de toda relación
interhumana. Nunca es solución a un posible conflicto. El asesino se
constituye en señor de la vida y de la muerte, atribuyéndose algo que sólo
compete a Dios. Al "usurpar el puesto de Dios", viola el primer mandamiento,
al privar a su prójimo de aquel derecho primario que Dios le ha concedido y
que, por tanto, sólo El puede reclamar: la vida. Ya en la condena del primer
asesinato de la historia bíblica el motivo es "porque Dios ha hecho al
hombre a su imagen" (Gén 9,6).
El término hebreo rasàh[7] del quinto
mandamiento se refiere, fundamentalmente, a la acción de matar a un
adversario personal; se trata, pues, de un acto arbitrario y destructor de
una vida, de un asesinato en definitiva: "Matar con alevosía" (Ex 21,14). En
segundo lugar, se trata de un matar ilegal, de un acto anticomunitario, de
una acción en la que el hombre se pone por encima de la ley y contra la
comunidad. Este es, al menos, su significado primero en el Antiguo
Testamento. Con el quinto mandamiento, la vida del israelita es protegida de
todo ataque injusto e ilegal...
Levantarse contra el prójimo y matarlo (ràsah), se compara a
la violación de una virgen en el campo, donde, aunque grite, nadie la puede
socorrer (Dt 22, 23-27). El punto de coincidencia es el hecho de que las dos
víctimas están indefensas, de lo que se aprovecha tanto el violador como el
asesino.[8]
Según la ley veterotestamentaria, Caín ha merecido la muerte. Sin
embargo, Dios mismo lo toma bajo su protección, marcando con una señal su
frente para librarlo de ley de la venganza (Gén 4,15). El quinto mandamiento
protege la vida del hombre de la ley de la jungla, de toda amenaza de
venganza incontrolada y destructora. La venganza no repara nada, sólo amplia
la espiral de la muerte. En esta línea se comprende también el "ojo por ojo
y diente por diente" (Ex 21,24;Lv 24,20), como barrera a la espiral del odio
y la venganza. La ley del talión es un freno a la sed irracional de
venganza.
De un modo particular, se condena el asesinato de un inocente, como
atestiguan tantos textos de la Escritura (Dt 19,10;27,25;Jr 7,6;22,3). Pero
el Decálogo ha elegido la forma apodíctica del "No matarás", sin
complemento, para abarcar cualquier atentado contra la vida. "Quien vertiere
sangre de hombre (šàfak dàm)"[9], se refiere al
hombre ('àdàm) en general. Toda sangre de hombre derramada grita a
Dios; por eso el asesino intenta cubrirla con tierra (Gén 37,26;Ez 24,7;Job
16,18). La sangre es la vida (Gén 9,1-7) y la vida es don exclusivo y
propiedad de Dios. Al ser Dios quien da la vida, toda vida es tutelada por
El.[10]
La Escritura precisa lo que el
quinto mandamiento prohíbe: "No quites la vida del inocente y justo (Ex
23,7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la
dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La
ley que lo prohíbe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno,
siempre y en todas partes.[11]
El quinto mandamiento apunta, pues, en primer lugar, contra la
posibilidad de tomarse la justicia por propia mano. A nadie le está
permitido verter sangre humana por su propia cuenta para defender sus
presuntos derechos. Pero la realidad de la violencia del hombre contra el
hombre abarca muchas otras formas, además del homicidio, como se describe en
tantos textos de la Escritura.
Hay muchas formas de hacer violencia y de matar al prójimo. Isaías
nos hablará de la violencia del egoísmo, que lleva al hombre a acaparar para
sí mismo, dejando a los demás en la indigencia, hasta llevarles a la muerte:
"¡Ay de los que juntan casa con casa, y añaden campo a campo, hasta ocupar
todo el sitio y quedarse solos en el país" (5,8;Cfr Am 4,1). Otra forma de
violencia es el secuestro o esclavitud de una persona, que para Israel
merece la pena de muerte. Dios no sólo protege la vida, sino también la
libertad de la vida: "Yo soy Yahveh, tu Dios, que te he sacado de Egipto, de
la casa de esclavitud" preside todos los mandamientos. Quitar la libertad a
un hombre, equivale a devolverlo a la esclavitud; negarle la vida como Dios
se la ha dado, es matarlo.
Merece la pena citar un párrafo del "Gran Catecismo" de Lutero, donde
comenta el quinto mandamiento: "Cuando dejas que uno se vaya desnudo,
pudiendo vestirlo, lo has matado de frío. Cuando ves a alguien que sufre
hambre y no le das de comer, lo dejas morir de hambre. En suma, si ves a
alguien condenado a muerte o en grave necesidad y no lo salvas, teniendo los
medios para hacerlo, lo has matado. Le has negado aquel amor gracias al cual
hubiera podido permanecer en vida". Los profetas califican esta actitud con
el término de "homicidio" (Os 4,2;Is 1,15.17;Miq 3,3s).
b) Aborto
El quinto mandamiento, que prohíbe dar la muerte a una persona, se
extiende también al aún no nacido: "Es ya hombre también aquel que aún debe
nacer", decía ya Tertuliano.[12]
La vida humana, ya desde el seno materno, está ante el Señor, como canta el
salmista: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te
doy gracias por tus maravillas: prodigio soy de tus manos, son admirables
tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma y no se te ocultaban mis
huesos. Cuando en lo oculto me iba formando, y entretejiendo en lo profundo
de la tierra, mi embrión tus ojos lo veían; estaban escritos en tu libro,
calculados mis días antes que llegase el primero" (139,13-16).
Desde el comienzo de su historia, el cristianismo extendió la
prohibición de matar del Decálogo hasta la vida del niño aún no nacido. En
este punto, la unanimidad de la tradición de la Iglesia es universal desde
sus comienzos. Así aparece en la Didajé, en el siglo primero.
Atenágoras, en la Legatio pro christianis (año 177), presenta el
respeto de la vida humana en el seno materno como característica distintiva
de los cristianos. Tertuliano llama homicidio al aborto...[13]
Así hasta el Vaticano II, que afirma: "la vida humana desde su concepción
debe ser salvaguardada con máximo cuidado" (GS,n.51). Y la Congregación para
la doctrina de la Fe, en su Declaración sobre el aborto provocado, lo
confirma:
El respeto a la vida humana se
impone desde que comienza el proceso de la generación. Desde el momento de
la fecundación del óvulo, se inicia una vida que no es del padre ni de la
madre, sino de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. No
llegaría nunca a ser humano si no lo fuese ya en aquel momento (n.12).[14]
c) Eutanasia
La eutanasia, que hoy tantos defienden y difunden, es una violación
grave del quinto mandamiento del Decálogo. Ninguna circunstancia ni "buena
intención" (?) puede justificar el dar muerte a una persona, acortando
directamente su vida. Por pobre y débil que sea una vida, está bajo la
protección de Dios. Esto quiere decir, igualmente, que se opone al quinto
mandamiento todo encarnizamiento terapéutico, es decir, el aplazar a toda
costa la muerte, con medios desproporcionados o extraordinarios.[15]
Es evidente que no toda culpa moral debe estar penalizada, como
delito jurídico. Legal y moral no son lo mismo. El orden jurídico siempre es
más reducido que el orden moral. La sociedad sólo debe penalizar lo que
perjudica a la convivencia social. En relación al aborto o a la eutanasia,
además de ser una culpa moral, ¿son delitos que deben ser penalizados? ¿O,
como hoy piensan muchos, deben ser despenalizados y legalizados?
Sobre esto hay que afirmar que el matar es el atentado más grave
contra la dignidad de la persona humana, que le priva de todos los demás
derechos. Si no se penaliza este delito, no se puede penalizar ningún otro
delito, ni el robar, ni el secuestrar, ni el violar ni nada... No es
coherente despenalizar lo más grave y penalizar lo más leve. Donde se
despenaliza el matar, se tiene que suprimir el código penal.
La despenalización o legalización del aborto y de la eutanasia viola
la ley de Dios y niega la dignidad de la persona humana.
d) Suicidio
El quinto mandamiento, no sólo defiende la vida del prójimo, sino
también la propia vida. El "no matar" protege la vida del hombre de la
tentación del suicidio. Creer en un Dios Creador y Salvador significa
reconocer que la vida no nos la hemos dado nosotros y que no podemos
disponer de ella según nuestro capricho. Si no ha dependido de nosotros el
comienzo de la vida, tampoco depende de nosotros su final. La libertad del
hombre, concedida por Dios, es libertad para la vida y no para la muerte.
Cada cual es responsable de su
vida delante de Dios que se la ha dado. El sigue siendo su soberano Dueño...
Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado.
No disponemos de ella.[16]
e) La guerra
La Iglesia, en su oposición a la guerra, formuló los principios de la
llamada "guerra justa". En un ambiente en que la guerra dependía del
capricho de los hombres, la Iglesia hizo de la guerra una cuestión de
conciencia. Un cristiano sólo podía participar en una guerra si se daban
ciertas condiciones: a) una
causa justa, es decir, la guerra debe aparecer como el último intento por
restablecer un derecho violado; b) recta intención, es decir, la finalidad
de la guerra debe ser restablecer la paz y no la destrucción del enemigo; c)
modo adecuado, es decir, sólo está permitido el uso de medios bélicos
moralmente justificados y observando ciertas reglas; d) legítima potestad en
la autoridad que declara la guerra; e) que los daños de la guerra no sean
mayores que los bienes que se intentan defender con ella.
Es cierto que esta doctrina de la "guerra justa" rebajaba en mucho lo
propuesto por Jesucristo en el Sermón de la montaña, pero en su contexto
histórico ha prestado un servicio a la humanidad. Y podemos decir que,
incluso hoy, sería un servicio a la humanidad si se consideraran en serio
las cinco condiciones señaladas, porque harían prácticamente injustificable
cualquier guerra con los armamentos actuales.
Pero es incoherente que haya quienes, por una parte se declaran
vehementemente en contra de la guerra y de la pena de muerte contra el
culpable y, por otra, aboguen y se manifiesten a favor del aborto y de la
eutanasia. Matar al inocente no nacido o al anciano, ambos indefensos, es
algo incomprensible, fruto de la anticultura de la muerte, que denuncia Juan
Pablo II: "El no matarás es la afirmación del derecho absoluto de todo
hombre a la vida desde el instante de su concepción hasta el momento de la
muerte natural".[17]
La Jornada de la juventud de 1993 en Denver se centró en el tema de
la vida. Habría que leer varios discursos del Papa Juan Pablo II. Sólo
recojo algún párrafo:
Jóvenes del mundo, sólo el buen
Pastor os conducirá a la verdad plena sobre la vida... El buen pastor da su
vida para que tengamos vida y vida en abundancia. La muerte ataca la vida,
es el enemigo de la vida...No debe asombrarnos que entre los Diez
Mandamientos, el Señor de la vida, el Dios de la alianza, haya dicho en el
monte Sinaí: "No matarás".
Las palabras "no matarás" fueron
esculpidas en las tablas de la alianza, en las tablas de piedra de la
Ley. Pero, ya antes, esa ley había sido esculpida en el corazón humano.
En la Biblia, el primero que experimentó la fuerza de esta ley fue Caín, que
mató a su hermano Abel. Inmediatamente después de ese terrible crimen,
sintió todo el peso de haber quebrantado el mandamiento de no matar. La voz
de su conciencia no podía acallarse.
Con el tiempo, las amenazas
contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes...
y se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática.
El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida,
una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas
humanas inocentes... Además, asistimos también a la difusión de una
mentalidad de lucha contra la vida, una actitud de hostilidad hacia la
vida en el seno materno y hacia la vida en sus últimas fases. Precisamente
en este tiempo, en que la ciencia y la medicina han logrado una mayor
capacidad de velar por la salud y la vida, las amenazas contra la vida se
hacen más insidiosas. El aborto y la eutanasia -asesinato real de un ser
humano verdadero- son reivindicados como derechos y soluciones a
problemas: problemas individuales o problemas de la sociedad. La
matanza de los inocentes no deja de ser acto pecaminoso o destructivo
por el mero hecho de realizarse de modo legal y científico. En las
metrópolis modernas, la vida -primer don de Dios y derecho fundamental de
todo individuo, base de todos los demás derechos- es tratada a menudo nada
más como una mercancía que se puede organizar, comercializar y
manipular a gusto personal.
4. JESUS LLEVA EL MANDAMIENTO A SU RADICALIDAD ORIGINAL
En el marco del sermón de la montaña, Jesús lleva la ley de Moisés a
su radicalidad original, según el plan de Dios: "Habéis oído que se dijo a
los antepasados: No matarás, y aquel que mate será reo ante el
tribunal. Pero yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano,
será reo ante el tribunal..." (Mt 5,21-22). No es suficiente no matar, es
preciso erradicar las causas que llevan a matar, arrancar las raíces de la
violencia. No basta con no matar, es preciso amar al otro, como Cristo ha
hecho con nosotros.
El "no matarás" significa, en su forma positiva, hacer brillar cada
día más en nosotros la imagen de Dios estampada en nuestro ser y recreada en
Cristo, para así defender la vida de la amenaza de la muerte. El pecado es
desfiguración de la imagen de Dios y lleva como consecuencia a la muerte; al
romper la comunión con Dios, la vida pierde su significado, se vacía de
sentido y se avoca a la nada. No hay, pues, verdadero amor a la vida sin
reconocer y amar a Dios, fuente de la vida.
El no matarás, en Cristo, se interioriza y así alcanza su
cumplimiento y plenitud, transformado en "estar dispuesto a perder la vida
por los otros". Esto es ser cristiano. Y aquí no hay lugar para el
homicidio, ni el suicidio, ni
aborto en ningún caso, ni para la eutanasia, ni para la pena de muerte, ni
hacer de los embriones humanos una industria, destinándolos a la
investigación, a la experimentación, usándolos como "material" biológico
para trasplantes o para explotación comercial. La vida es para el hombre un
bien del que es depositario y del que debe rendir cuentas a Dios.
Esta es la verdad del evangelio, la buena noticia de la estima que
Dios tiene del hombre. Cristo ha dado su vida por nosotros. Nada puede
justificar la muerte de una persona por la que Cristo ha derramado su
sangre. Podrá haber motivos atenuantes o agravantes en quien mata a otro,
pero nunca justificantes.
El Nuevo Testamento no sólo limita la sed de venganza con la ley del
talión, sino que remite toda justicia a Dios: "No devolváis a nadie mal por
mal; procurad el bien a todos los hombres. En lo posible, y en cuanto de
vosotros dependa, vivid en paz con todos los hombres; no toméis la
justicia por vuestra cuenta, dejad lugar a la Cólera, pues dice la
Escritura: Mía es la venganza, yo daré el pago merecido, dice el Señor.
Antes al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene
sed, dale de beber, haciéndolo así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No
te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien" (Rom
12,17-21).
Este texto de San Pablo no hace otra cosa que comentar la
interpretación del quinto mandamiento del Sermón de la montaña. El primer
ejemplo que pone Jesús de "una justicia mayor", a la que están llamados sus
discípulos, se refiere al quinto mandamiento: "Habéis oído que se dijo a los
antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal.
Pero yo os digo: todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo
ante el tribunal; pero el que llame a su hermano 'imbécil', será reo ante el
Sanedrín; y el que le llame 'renegado', será reo de la gehenna de fuego" (Mt
5,21-23).
No es suficiente "no matar". Jesús mira al interior del hombre, "al
corazón de donde salen los asesinatos" (Mc 7,21). El acto externo no es más
que el final del odio que se ha ido acumulando en el interior contra el
hermano. Se trata, pues, de arrancar la raíz del mal que lleva al asesinato.
Es más, se trata de vencer el mal con el bien, el odio con el amor. Es el
camino señalado por Jesucristo que invita a la reconciliación con el
hermano: "Ponte enseguida en paz con tu adversario mientras vas con él por
el camino" (Mt 5,25). El cumplimiento y plenitud que da Jesucristo al "no
matarás", consiste en "dar la vida por el otro": "Amaos como yo os he
amado".
Jesús lleva a plenitud el mandamiento descubriendo su intención
original. Lo que busca Dios, según su última palabra en Jesucristo, es
vencer el homicidio en su raíz. Esta raíz es el ojo envidioso y el corazón
enfermo de ira. Para no llegar al homicidio, es preciso vigilar la mirada y
los sentimientos, y hasta las mismas palabras, pues Dios nos pedirá cuenta
de toda palabra injuriosa, que mata al otro. El libro de los Proverbios está
lleno de esta sabiduría:
El malvado, el hombre inicuo,
anda con la boca torcida, guiña el ojo, arrastra los pies, hace señas con el
dedo. Torcido está su corazón, medita el mal y siembra pleitos en todo
tiempo (6,12-14).
Seis cosas hay que aborrece
Yahveh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua
mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes
perversos, pies que corren ligeros hacia el mal, testigo falso que profiere
calumnias y el que siembra pleitos entre hermanos (6,16-19).
Quien habla sin tino, hiere como
espada (12,18). Lengua perversa rompe el alma (15,4).[18]
En el sermón del Monte Jesús recoge esta tradición de Israel y ofrece
la palabra definitiva de Dios en defensa de la vida del hombre:
Habéis oído que se dijo: Ojo por
ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien,
al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; al que
quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y
al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, da; y
al que desee que le prestes algo, no le vuelvas la espalda (Mt 5,38-42).
Jesús no se limita a condenar las ofensas contra los hermanos, sino
que invita a perdonar de corazón y pedir perdón, pues en la reconciliación
está la vida eterna. Sin la reconciliación con los hermanos, la oración no
llega a Dios. Dios en cambio, escucha a sus hijos, que aman incluso a los
enemigos:
Habéis oído que se dijo: Amarás
a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman..., ¿qué
hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los gentiles? Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,43-48).
De este modo, Jesucristo lleva el quinto mandamiento al sentido
original pleno, dando universalidad a lo ya expresado en el Levítico: "No
odiarás a tu hermano en tu corazón, pero corrige a tu prójimo para que no
cargues sobre ti un pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor
contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo
Yahveh" (Lv 19,17-18).
Finalmente, hay que afirmar que, siendo la vida un valor fundamental,
la vida no es un valor absoluto. La acogida de la vida, don de Dios, no
puede llevar a idolatrar la vida:
La moral exige el respeto de la
vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una
concepción neopagana que tiende a promover el culto al cuerpo, a
sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo.
Semejante concepción, por la
selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la
perversión de las relaciones humanas.[19]
La vida, como don, se vive en la donación. En Cristo aparece la
plenitud de la vida, precisamente en la plenitud del amor: "En esto hemos
conocido el amor: en que El dio su vida por nosotros" (1Jn 3,16). Y concluye
el texto: "También nosotros debemos dar la vida por los hermanos". La vida,
como don gratuito, se manifiesta plenamente en el amor y "no hay mayor amor
que éste: dar la vida por los amigos" (Jn 15,13). No es la idolatría de la
vida lo que la da valor y plenitud. La vida se realiza dándose: "El que
quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y el
evangelio, la salvará" (Mc 8,35).[20]
La vida, como valor fundamental del hombre, prevalece siempre sobre
valores como la salud, el placer, la técnica, el arte, la ciencia..., pero
el plan de Dios tiene primacía sobre la conservación de la propia vida.
Cristo, en fidelidad a la voluntad del Padre, entregó su vida por nosotros.
El discípulo de Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo, no vive ya para
sí, sino para Cristo y para los hombres. Su vida es un testimonio del amor
de Dios a los hombres. El martirio es la plenitud de la vida.
Así la muerte es vencida con la muerte. Jesús vence la muerte, rompe
las olas de la violencia, dejándolas estrellarse contra El, cargando sobre
sí el mal, ofreciéndose a la muerte por los mismos que le matan. Es el amor
escandaloso de la cruz, que vence la muerte, entregándose a ella. La muerte
sólo se vence pasando por ella a la vida, apoyados en el amor de Dios, que
nunca se deja vencer por la muerte y no deja que sus siervos experimenten la
corrupción. La fuerza de Dios, resucitando a su Hijo Jesucristo, es el
camino abierto en la muerte hacia la plenitud de la vida. Cristo, muerto en
la cruz, nos muestra el corazón de Dios abierto por amor para todos
nosotros. De ese corazón atravesado brotan sangre y agua, el Espíritu de
Dios, que salta hasta la vida eterna. Este es el comienzo de una nueva
creación, de un mundo nuevo, de una vida "sin muerte, ni llantos, ni gritos
ni fatigas" (Ap 21,4).
[1] Cat.Ig.Cat., n. 2258. Para todo el quinto mandamiento, Cfr. mi libro
Bioética. La vida don de Dios, Madrid 1991.
[2] "Sobre una tabla está escrito: Yo soy el Señor tu Dios y, en frente,
sobre la otra: No matarás. Esto indica que quien derrama sangre
humana, para la Escritura, es como si disminuyera la imagen de Dios"
(Melkita, o.c., p.99.
[7] Distinto de los más comunes hàrag y mûth, que expresan
la muerte del enemigo en la batalla o la ejecución de una condena a
muerte en un juicio.
[8] Esta es la situación que se da en todo aborto. Es como asesinar al
forastero, a la viuda o al huérfano, que no tienen quien les proteja
(Sal 94,6). Es el caso del famoso crimen de Guibeá, en que se usa el
mismo verbo, por tratarse de una persona inerme (Ju 19;Cfr.20,4).
También se usa ràsah para designar el asesinato legal de
Nabot, víctima inocente e indefensa de Acab (1Re 21,19). "Maldito
quien mate a traición a su prójimo", dirá el Deuteronomio (27,24).
[10] Pero se condena igualmente el matar sin derramamiento de sangre,
hasta sin mover un dedo (Cfr 1Re 21,19).
[14] La ciencia biológica confirma esta afirmación. Ya en el momento de la
fecundación, con la fusión de los gametos, aparece un genotipo
distinto del genotipo del padre y de la madre, con posibilidad de
desarrollo autónomo. El óvulo fecundado no pertenece, pues, a la
madre como un tejido o un órgano de ella. El embrión depende de la
madre como ambiente vital, de la madre recibe protección y alimento,
pero biológicamente es un ser con vida distinta de la de la madre,
es decir, única e irrepetible. El proceso de desarrollo y
crecimiento es ordenado, no por la madre, sino por el propio
embrión, que posee su patrimonio genético, inscrito en el DNA
de sus cromosomas, en base al cual posee todas las informaciones y
energías vitales que hacen de él un ser singular, distinto de todos
los demás.