28. LA ESPADA DE DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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¿Se puede decir que David haya muerto? En la ignorada gruta en que fue
sepultado, el rey de Israel duerme su sueño, tumbado en un lecho de oro,
engastado en perlas preciosas. Sobre el lecho se yergue un baldaquín azul
bordeado de una franja plateada. ¡Que duerma, pues, el rey! Junto a él todo
está a punto para su despertar. La estancia está alumbrada por una lámpara
de luz perenne. Sobre la cabecera del lecho está colgada la espada de sus
victorias, la espada con que cortó la cabeza al gigante Goliat; y al lado de
la espada está el famoso escudo de seis puntas. El arpa cuelga sobre una de
las paredes y allí, a medianoche, sus cuerdas suenan al soplo del viento,
emitiendo un leve sonido de llanto.
Sobre una mesa de oro está apoyado el libro de los salmos y una jofaina para
las abluciones purificadoras de después del largo sueño.
El rey duerme y espera. A quien vaya a despertarlo, el rey le entregará su
espada, con la que los hijos dispersos de Israel serán redimidos. ¿Qué
importa si el rey lleva milenios durmiendo?
En épocas pasadas son muchos los jóvenes que, para acelerar la redención, ya
han intentado alcanzar la gruta y tomar la espada de David. Cada generación
ha tenido sus héroes que, dejando familia y patria, se han puesto en marcha
en búsqueda de la histórica gruta. En su mayor parte, exhaustos por la gran
fatiga y desanimados por el fracaso de sus exploraciones, han retornado
sobre sus pasos. Pero algunos, pocos ciertamente, no se han dado por
vencidos y, animados por su fe invencible, han seguido adelante. Pero las
dificultades encontradas han sido tantas que también estos han terminado por
sucumbir ante las fieras o víctimas de quién sabe qué otro desastre. Pero
todas estas duras pruebas y fracasos no han conseguido anular la esperanza;
en las sucesivas generaciones otros jóvenes, sin amilanarse por los graves
peligros que corrían, se han arriesgado en la misma empresa con igual
entusiasmo que sus antepasados.
Así sucedió que dos valientes jóvenes lograron descubrir la famosa gruta y,
llenos de emoción, penetraron en su interior. Pero, al entrar, ante tanto
esplendor -oro, plata, piedras preciosas y telas magníficas- y al oír la
misteriosa melodía del arpa quedaron deslumbrados y no se dieron cuenta que
el rey, despertado, les ofrecía la espada. David quedó decepcionado y,
emitiendo un suspiro de dolor, retiró la mano con la espada.
Cuando los dos jóvenes volvieron en sí, se hallaban en una zona desértica
desconocida, de la que no sabían cómo salir. Apenas se dieron cuenta que
habían desperdicia-do una ocasión excepcional y decisiva para la redención
del pueblo, la angustia les aprisionó el corazón hasta dejarles sin fuerza
para atravesar el desierto. Allí sucumbieron.
Pero tampoco la noticia de este trágico suceso bastó para desanimar a otros
jóvenes de futuras generaciones, que mantuvieron la esperanza de llegar a la
gruta y recibir la espada de la redención.
Dos discípulos de un famoso rabino se pusieron de acuerdo para ir en busca
de la tumba del rey David, para recibir de él la espada. Decidieron no
llevar consigo más que su fe y esperanza en la salvación del pueblo. Con
estas armas alimentaron el amor entre ellos dos y el amor a los hijos de
Israel dispersos por la faz de la tierra. Este espíritu, que iluminaba sus
rostros, les guiaba en su camino y en su búsqueda.
Los dos intrépidos jóvenes estaban dispuestos a enfrentar los riesgos que
fueran con tal de apresurar la redención de sus hermanos, que en la diáspora
llevaban una vida insoportable. La noticia se difundió rápidamente,
impresionando a la comunidad de Israel.
La personas de más autoridad y prestigio se apresuraron a visitar a los dos
jóvenes para inducirlos a renunciar a su empresa, que consideraban
temeraria, pues, como sus predecesores, sucumbirían. Otros, en cambio,
decepcionados y sin espíritu, reaccionaron simplemente con burlas, tratando
de desequilibrados a los dos jóvenes.
Pero ellos supieron resistir a las presiones de unos y otros. Se pusieron en
camino, sostenidos por el amor a los prudentes y a los decepcionados, que
con sus actitudes les mostraban la necesidad de redención.
Meses, años enteros vagaron día y noche en busca de la gruta, sosteniéndose
el uno al otro con solicitud. En una ocasión, mientras caminaban, se toparon
con una roca alta y escabrosa que les cerraba el paso. No encontrando otra
vía para seguir adelante, se decidieron a excavarla hasta atravesarla. En
otra ocasión fue lo contrario, se encontraron con un precipicio, cuya sima
era imposible alcanzar, ¿qué hacer? Rellenaron con piedras el abismo, hasta
hacer un camino transitable.
A estas dificultades hay que añadir los peligros de las fieras salvajes en
nada condescendientes con la sublime misión de los dos jóvenes. Lo único que
querían era devorarlos y engullir sus carnes. Pero nada lograba
desanimarles. Aunque es natural que, con tantas peripecias, pasaran sus
malos momentos, acosados por el hambre y la sed, por el cansancio y por no
ver el éxito de su propósito. Sólo el anhelo de la misión les sostenía.
Con el canto de los salmos se reavivaba en ellos la esperanza. Los salmos
les alentaban y les iluminaban los signos precursores que de vez en cuando
les salían al paso. Así, por ejemplo, les sucedió en aquella ocasión en que,
en el desierto, sentados a la sombra de una palmera solitaria, descubrieron
sobre una de sus ramas una paloma que, con aire fatigado, emitía extraños
lamentos.
Este lamento de la paloma les trajo a la memoria que los antiguos Maestros
habían paragonado a Israel con la paloma. Entonces se dirigieron a ella,
preguntándole:
Querida, pura paloma,
desvélanos el lugar de la gruta de David.
La paloma sacudió sus alas y, con voz humana, les respondió:
Ha venido un águila y ha hecho un desastre;
mis pequeños han caído presos del águila
que, después de destruir mi nido,
me ha dejado sola...
Id y preguntad al río, él responderá a vuestra pregunta.
Sin añadir otra palabra, la paloma levantó vuelo y desapareció. Los dos
jóvenes intuyeron que la paloma no era sino el espíritu de Sión, doliente
porque Roma -simbolizada en el águila- había incendiado el Templo y,
huérfana de tantos hijos, había sido mandada al exilio.
Quizás, con su aparición, la paloma quería anunciarles que el día de la
redención estaba cerca. Reanimada su esperanza con esta señal, los dos
jóvenes reemprendieron el camino, yendo hacia el río como les había sido
dicho.
Se llegaron al río y, al ir a refrescarse en él y beber de sus aguas, se
dieron cuenta, con enorme sorpresa, que el río no llevaba agua, sino sangre.
Desde la corriente se elevaba el llanto de los niños de Israel, víctimas de
la masacre:
Un águila ha venido y ha hecho un desastre,
en estas límpidas aguas ha lavado sus armas.
Avanzad hacia la cumbre del monte,
allí encontraréis una vía recta.
Los dos jóvenes se sintieron reconfortados. Ya conocían el camino que debían
seguir. A pasos rápidos se apresuraron hacia la cima del monte. Acezando
alcanzaron la cima y se encontraron con un anciano de gran barba blanca y
ojos luminosos. En él vieron un Mensajero de la redención que ellos
anhelaban. Lo saludaron con profundo respeto y él les devolvió el saludo,
dándoles la bienvenida. Con un beso en la frente les acogió como una madre
acoge al hijo que retorna después de una larga ausencia.
Allí, entre la hierba, descubrieron una losa de piedra. El anciano, con un
gesto, les dijo que la removieran. Como no se decidían, el anciano repitió
el gesto una segunda vez y una tercera y, de pronto, la piedra se removió,
dejando ver la apertura de una gruta. De su interior salió un delicioso
aroma. El viejo les instó:
-Entrad, aquí es donde el rey duerme su sueño. Su espada redentora os
espera; tomadla y os ayudará en vuestra excelente misión. Iréis de victoria
en victoria y los enemigos caerán uno detrás de otro. Pero no os deis tregua
hasta que la tierra de Israel haya sido enteramente reconquistada, según la
promesa de Dios a vuestros Padres... Si os detenéis antes de haber concluido
vuestra misión, la espada se os escapará de las manos y volverá a esconderse
en la gruta.
Al terminar de hablar, se elevó al cielo en un carro de fuego. Y los dos
jóvenes, con el corazón que les martilleaba el pecho, penetraron en la gruta
lentamente. La gruta era un puro fulgor de oro y piedras preciosas de los
más variados colores, mientras una suave melodía de arpa llenaba de gozo el
aire interior. Perfumes desconocidos embriagaban los sentidos...
Los dos jóvenes se sintieron sobrecogidos, pero no se detuvieron ni un
instante a gozar del encantador espectáculo, ni para deleitarse en la música
deliciosa del arpa. Sus ojos buscaban la espada y hacia ella se dirigieron
sus pasos decididos. Era la espada de la redención de Israel. Ya tendrían
tiempo después de deleitarse con músicas y perfumes embriagadores una vez
reconstruido el altar del Santuario.
Acercándose al lecho de oro, el rey les tendió sus manos. Ellos se
apresuraron a hacerle la ablución purificadora y, en aquel mismo instante,
tembló la tierra bajo sus pies y una luz fulgurante les deslumbró. Cayeron
medio desvanecidos de rodillas y, cuando se levantaron, descubrieron que
estaban ante los muros de Jerusalén. Uno de ellos empuñaba la espada de
David.
Jóvenes israelitas aparecían por todas partes y se unían a los dos jóvenes
en la lucha contra el enemigo que, incapaz de resistir, retrocedía en
desbandada.
Los dos jóvenes se quedaron extasiados ante la vista de semejante victoria,
olvidando por un momento la advertencia del anciano. Esta pausa en el
combate hizo vana su larga y penosa empresa. Cuando quisieron reemprender la
lucha, se hallaron solos, perdidos y sin la espada del rey David.