25. MUERTE DE DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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El rey David era ya viejo y sentía en sus huesos que se acercaba el día de
su muerte. Entonó un salmo de acción de gracias al Señor por todas las
empresas que le había concedido llevar a buen término y por todo el bien que
le había concedido realizar en favor del pueblo. Invocó también perdón por
los muchos pecados que había cometido en su corta vida y concluyó su oración
suplicando al Señor que le manifestase el momento en que tenía decidido que
acabase su vida.
Terminado el canto, David se quedó en ansiosa espera de la respuesta divina.
De improviso, se levantó un impetuoso huracán, que hacía temblar las paredes
de la estancia del rey, pero David sintió dentro de sí que la respuesta del
Señor no estaba en el huracán.
Poco después se oyó un impresionante rumor, como si las olas del mar se
abatieran contra el palacio real. Pero tampoco en la tormenta estaba la
respuesta del Señor.
Se abatió luego desde lo alto un gigantesco incendio, pero tampoco en el
fuego llegaba la respuesta divina. El fuego se extinguió sin dejar huella.
Se hizo, -tras el huracán, la tormenta y el fuego-, un profundo silencio,
como si se hubiera detenido la creación entera, algo así como el silencio de
ciertas noches estrelladas o de ciertos mediodías de verano. En medio de
este silencio se comenzó a oír una melodía única, como jamás el fino oído de
David había sentido. Esto sí tocó las fibras del alma de David: ahí estaba
el signo que precedía o acompañaba al Espíritu del Señor. David se inclinó
hasta el suelo y repitió su súplica:
-Hazme saber, oh Señor, cuándo será el último día de mi vida.
El rey percibió la voz del Eterno que le susurraba:
-En el consejo celeste se ha establecido no predecir a ningún mortal el
final de sus días.
Pero David, en su piedad confiada, insistió:
-De todos es conocida esta deliberación celestial y además a mí me parece
justa e indispensable para nosotros los hombres. Si nosotros conociéramos de
antemano la hora de nuestra muerte, la vida dejaría de ser vida. Esto es
así. Pero, deja que tu siervo se explique. Tus profetas nos han revelado que
Tú habías destinado mil años de vida a Adán, pero que luego sólo le dejaste
vivir novecientos treinta, reservando para mí esos setenta años restantes,
pues de otro modo yo no hubiera llegado a ver la luz de este mundo. Ahora,
Señor, yo voy a cumplir ya los setenta años y, por tanto, ya sé que la vida
que me has destinado está por concluir... Lo que yo te pido es únicamente
que me reveles el día de la semana en que moriré.
El Señor juzgó que la petición de su siervo David no contravenía el decreto
de su corte celestial y, en medio de aquel silencio solemne, se oyó el
murmullo de su voz:
-Morirás en Sábado.
A David, que pasaba los Sábados salmodiando al Señor, le horrorizó morir en
Sábado y pidió al Santo, bendito sea su nombre, que cambiara de día:
-Te suplico, Dios grande y poderoso, no me arrebates el alma en Sábado;
aplaza un día mi muerte.
Pero el Señor objetó:
-Ya ha sido establecido que el domingo sea coronado como rey tu hijo Salomón
y su reinado no puede ser acortado ni siquiera de un día, ni aún para
prolongar el tuyo.
Entonces David replicó:
-Muy bien, anticipa entonces mi muerte un día y permite que yo espire en la
vigilia del Sábado.
Le replicó el Señor:
-Jamás, de ningún modo me privaré de un día de tu reinado. Un solo día de
tus estudios de mi palabra y de tu salmodia para mí vale más que los miles
de holocaustos que inmolará Salomón sobre el altar en mi honor.
Al apagarse el eco de estas palabras, acabó el silencio absoluto que había
reinado desde el momento en que se había hecho presente el Espíritu del
Señor. Los acostumbrados rumores de la corte volvieron a atravesar los
ventanales de la estancia del rey. David comprendió que la Šhekinah divina
se había marchado a su Sede celestial y que quedaba decidido
irrevocablemente que su muerte ocurriría en Sábado.
Desde aquel día, con más intensidad que en el pasado, David se dedicó
durante todos los Sábados al estudio de la Torá y a salmodiar las alabanzas
del Señor.
Cuando llegó el día decretado de su muerte, el ángel del Señor se presentó
ante el rey para recoger su alma. El ángel encontró al rey celebrando las
alabanzas del Señor con su salmo:
Los cielos son la sede de Dios,
pero la tierra El se la ha dado al hombre.
Quien duerme el sueño de la muerte
no podrá cantar al Eterno.
Pero aquí nosotros lo celebramos
hasta el fin de nuestros días. Aleluya.
El ángel se quedó absorto escuchando el canto que brotaba de los labios de
David y no se atrevió a interrumpirlo. Esperó a que terminara su melodía
para arrebatarle el alma. Pero el rey continuaba salmodiando, versículo tras
versículo, sin interrumpirse, cada momento más enfervorizado. ¿Cuándo se le
agotará la inspiración?
El ángel comenzó a impacientarse viendo cómo transcurría el tiempo y el día
se acercaba a su fin. La orden del Señor había sido bien precisa: en el
transcurso de la jornada debía llevar a su presencia el alma del rey.
El ángel rozó a David con su ala (como hacía siempre para apoderarse del
alma del hombre), pero con sorpresa comprobó que David seguía vivo y sin
dejar de cantar. Parecía que la melodía del salmo le protegiera como una
muralla inexpugnable.
Desconcertado, el ángel atravesó las salas del palacio, corriendo de un
sitio para otro, derribando muebles y haciendo ruidos por todas partes.
Descendió al jardín y, justo bajo la ventana de la estancia real, se puso a
correr de un lado a otro destrozando plantas y todo lo que encontraba para
distraer la atención del rey. David seguía ensimismado en su salmodia. Pero,
finalmente, logró que sus rumores llegaran al oído del rey, que no
comprendía el motivo de los ruidos semejantes a una tormenta, aunque se
tratara de un día cálido y tranquilo de verano.
Sin interrumpir su canto, David se levantó y se dirigió hacia el jardín a
ver qué es lo que estaba sucediendo. Y mientras bajaba las escaleras David
tropezó y, por un instante, interrumpió su melodía. Al ángel le bastó aquel
segundo para tocar a David con su ala y arrebatarle el alma, llevándosela en
un abrir y cerrar de ojos al cielo, dejando su cuerpo inerte por tierra.
El cadáver del rey no podía moverse, por ser Sábado. Esto era algo doloroso
para todos los que estaban en palacio con él, pues al estar tendido por
tierra estaba expuesto a los rayos del sol. Por ello, Salomón convocó a las
águilas para que custodiaran el cuerpo del rey, protegiéndolo con la sombra
de sus alas desplegadas.
Desde los días de la creación el mundo venidero está aguardando a los
justos, con el lugar de cada uno ya preparado, según dijo Yahveh a Moisés:
"Ve ahí un lugar junto a mí; tú te colocarás encima de la roca". Bajo el
trono de la gloria atesora el Santo, bendito sea, las almas de los justos.
Allí recibió a David, según se dice: "El alma de mi señor será encerrada en
la bolsa de la vida, al lado de Yahveh tu Dios".
Pero el espíritu de los salmos de David no fue arrebatado por el ángel de la
muerte. Sigue vivo entre nosotros hasta el fin de los tiempos. Es el
espíritu mismo de David que no ha muerto, de este rey de Israel que continúa
vivo en medio del pueblo de Dios.