22. HUMILDAD DE DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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No obstante la fama que David había logrado entre la gente, con los años y
la pedagogía del Señor, que había ido modelando su corazón, David no sentía
ya el orgullo que había sentido en su juventud. Todo lo contrario, sus
expresiones de humildad llamaban la atención frecuentemente.
David es el humilde servidor, confundido por los privilegios que Dios le
otorga y, por ello, es una esperanza para los pobres que, abandonándose como
él a Dios, experimentan que la esperanza se transforma en certidumbre. Todos
los pobres pueden hacer suyos los salmos de súplica y de alabanza de David.
Desde su unción, David vivió envuelto en el misterio de Dios, que le
consagraba para una misión que le sobrepasaba. Era tal el contraste entre su
pequeñez y la grandeza de su vocación que no le quedó más remedio que hacer
del Señor su refugio. Es la palabra que brota de sus labios apenas sus dedos
rozan el arpa:
Protégeme, Dios mío, en ti está mi refugio.
Yo digo a Yahveh: "Tú eres mi bien,
nada hay fuera de ti, mi Dios".
Otros corren tras los ídolos...
mas yo no derramaré sus libaciones con mis manos,
jamás tomaré sus nombres en mis labios.
Yahveh es mi heredad y mi copa,
mi suerte está en sus manos...
Bendeciré siempre a Yahveh, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre a Yahveh ante mis ojos,
con él a mi derecha nunca vacilaré.
Cuando David se presentaba ante los jueces del Sanedrín se despojaba de la
corona y de las vestiduras reales. Vistiendo con simplicidad se presentaba
ante ellos como uno más del pueblo. Pero, sobre todo, mostraba su humildad
con su maestro Irá. Mientras vivió el gran maestro, David frecuentó sus
lecciones bíblicas, sentándose por tierra como todos los demás alumnos. Y,
cuando murió Irá y David le sucedió como maestro de la Biblia, por más que
le insistieron los alumnos, no lograron nunca que se sentara sobre los
cómodos cojines sobre los que se sentaba antes el venerable rabino. A los
alumnos les decía:
-¿Tengo yo acaso los méritos de mi maestro para ocupar su puesto?
Luego tomaba su arpa y cantaba para sus discípulos:
A ti, Yahveh, levanto mi alma, oh Dios mío,
en ti confío, ¡no sea yo confundido!
Muéstrame tus caminos, Yahveh, enséñame tus sendas,
guíame en tu verdad, enséñame, tú, Dios de mi salvación.
Acuérdate, Yahveh, de tu ternura y de tu amor
y no recuerdes los pecados de mi juventud,
tú, que muestras a los pecadores el camino.
Por tu gran bondad perdona mi culpa, que es grande.
Una vez que pacificó el reino, David decidió acuñar la moneda propia. Los
ministros le preguntaron qué imágenes deseaba imprimir en ella. David les
respondió:
-Por una parte una torre y por el reverso un bastón y un zurrón, como
símbolos del pastoreo.
Cuando aquellas monedas entraron en circulación, todos elogiaron la
simplicidad del rey que, incluso después de haber logrado la más alta
grandeza, quería que todos recordaran que Dios le había llamado a reinar
sacándolo del redil de las ovejas.
También, tras su pecado de adulterio y asesinato, David se humilló ante
Dios, reconociendo su pecado y aceptando sus consecuencias. El rey, con su
corte, huyendo de su hijo Absalón, camina hacia Jericó, para ponerse a salvo
al otro lado del Jordán. Y mientras David subía por la ladera del monte de
los Olivos, le salió al encuentro Semeí, uno de la familia de Saúl, que
empezó a insultarlo, mientras le tiraba piedras:
-Vete, vete, sanguinario y malvado. Que Yahveh te devuelva toda la sangre de
la familia de Saúl, cuyo reino has usurpado. Así el Señor ha entregado el
reino a tu hijo Absalón. Has caído en tu propia maldad, porque eres un
asesino.
Abisay, hijo de Sarvia, sobrino del rey, le dijo:
-¿Por qué ha de maldecir ese perro muerto a mi señor el rey? ¡Déjame ir allá
y le corto de un tajo la cabeza!
Pero el rey respondió:
-¿Qué tengo yo contigo, hijo de Sarvia? Déjale que me maldiga. Si el Señor
le ha mandado que maldiga a David, ¿quién puede pedirle cuentas?
Y, luego, David añadió para Abisay y para todos sus servidores:
-Mirad, mi hijo, salido de mis entrañas, busca mi muerte. ¿Qué hay de
extraño en que ese benjaminita me maldiga? Dejadlo que me maldiga, porque se
lo ha mandado Yahveh. Quizás el Señor se fije en mi humillación y me pague
con bendiciones estas maldiciones de hoy.
David y los suyos siguieron su camino, mientras Semeí les seguía por la loma
paralela del monte, maldiciendo, tirando piedras y levantando polvo. David,
que veía a Yahveh detrás de los insultos de Semeí, elevaba a El su corazón:
¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?
¿Hasta cuándo he de estar preocupado,
con el corazón apenado todo el día?
¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo?
Atiende y respóndeme, Dios mío, da luz a mis ojos
para que no me duerma en la muerte,
para que no diga mi enemigo: "Lo he vencido",
ni se alegre mi adversario de mi fracaso.
Porque yo confío en tu misericordia:
alegra mi corazón con tu auxilio
y te cantaré por el bien que me has hecho.
Todavía, al final de sus años, David volvió a ser humillado. Según recogen
las Crónicas, Satán lo tentó, instigándole a hacer el censo de Israel y de
Judá. Pero, después de haber hecho el censo del pueblo, a David le remordió
la conciencia y dijo al Señor:
-He cometido un grave pecado. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo,
pues he sido muy necio.
A la mañana, temprano, Dios mandó a su profeta Gat, con esta palabra:
-Así dice el Señor: Tres cosas te propongo, elige una y la llevaré a cabo:
tres años de hambre en tu territorio, tres meses huyendo perseguido por tu
enemigo o tres días de peste en el país. ¿Qué le respondo al Señor, que me
ha enviado?
David contestó:
-Estoy en grande angustia. Es como si a un enfermo se le preguntara si
prefiere ser enterrado junto a su padre o junto a su madre.
El rey reflexionó:
-Si escojo el hambre, la gente dirá: "¿qué le importa a él, que tiene
riquezas"; si escojo las calamidades de la guerra, dirán: "poco le importa,
teniendo a sus guerreros que le protegen"; escogeré la peste, que golpea a
todos por igual.
En voz alta respondió:
-Es mejor caer en manos de Dios, que es compasivo, que caer en manos de los
hombres.
David eligió la peste. Y el Señor mandó la peste, desde la mañana hasta el
tiempo señalado, desde Dan hasta Berseba. Pero, cuando David vio al ángel
que estaba hiriendo la población, dijo al Señor:
-¡Soy yo el que ha pecado! ¡Soy yo el culpable! ¿Qué han hecho estas ovejas?
Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre mi familia, pero no hieras a tu
pueblo.
El Señor se arrepintió del castigo y dijo al ángel, que estaba asolando la
población:
-¡Basta! ¡Detén tu mano!
David levantó un altar al Señor, ofreció holocaustos y sacrificios de
comunión, el Señor se aplacó con el país y cesó la peste en Israel. En la
dedicación del altar, donde se construiría el Templo, David entonó el salmo:
Yo te ensalzo, Yahveh, porque me has levantado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Yahveh, Dios mío, a ti clamé y me sanaste.
Tú has sacado, Dios mío, mi vida del abismo,
me has recobrado cuando bajaba a la fosa.
Salmodiad a Yahveh los que le amáis,
pues su cólera dura un instante,
mientras que su bondad es de por vida.
Al atardecer nos visita el llanto,
pero ya en la mañana nos llega el júbilo.
Me escondiste, Yahveh, tu rostro
y quedé desconcertado; te invoqué, Dios mío,
y cambiaste mi luto en danzas, vistiéndome de fiesta.
Mi corazón te salmodiará eternamente,
Yahveh, Dios mío, te daré gracias por siempre.
De todos modos el espectáculo del ángel de la peste estremeció a David,
sobre todo cuando, a la orden del Señor, el ángel limpió su espada sangrante
en sus vestidos reales. Se le metió un temblor en el cuerpo, que le heló los
huesos para toda su vida. Por más ropa que le pusieran en el lecho, David no
entraba en calor. Sólo Abisag, la sunamita, durmiendo en su seno, logró
aliviar un poco al rey.