10. DAVID PERSEGUIDO: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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Con razón dice un sabio, bendita sea su memoria: Para todo el que, antes de
subir yo al poder, me decía "sube", no tenía más que un deseo: ¡perseguirlo
hasta la muerte! Pero, una vez que he alcanzado el poder, no tengo más que
un deseo para todo el que me dice que lo deje: ¡derramar sobre él una olla
de agua hirviendo! Pues es difícil ascender al poder, pero más difícil es
descender de él. Por eso encontramos respecto a Saúl que cuando se le dijo:
"Sube a la realeza", se escondió, según se dice: "Y dijo Yahveh: ahí está
oculto entre los bagajes". Pero cuando le dijeron: "desciende de ella",
persiguió a David para matarlo.
Pero la paradoja de Saúl está en que, oponiéndose a los designios de Dios,
es él mismo quien los realiza. Quiere matar a David y, para ello, le
encomienda empresas cada vez más difíciles y con ello no logra sino ensalzar
a David ante el pueblo. Quiere aniquilar a David y termina por introducirlo
en la familia real. Le ofrece su hija Mikal a cambio de cien prepucios
filisteos -siempre con la esperanza de que muera en la empresa- y David se
presenta ante él con doscientos. Y el amor de Mikal por David, que parecía
la trampa para que cayera David, se transforma en una nueva amenaza para
Saúl. La división ha entrado en casa y la hija enamorada se pone de parte de
David, ayudándolo a huir de Saúl. Saúl cae en las mismas redes que tiende a
David. Furioso e impotente, no es capaz de ocultar ni a su hijo Jonatán, el
fiel amigo de David, sus intenciones asesinas.
El rey ha enloquecido en su enemistad contra David. La situación se hace
insostenible. Escapado de la espada, que Saúl lanza contra él, se refugia en
su casa para pasar la noche. Saúl manda a sus hombres a vigilar la casa para
sorprenderlo al amanecer y darle muerte. Pero Mikal, su esposa, la hija del
rey, lo ayuda a escapar, burlando a los enviados de su padre. Mientras salta
por la ventana, David elevaba su súplica al Señor:
Líbrame de mi enemigo, Dios mío,
protégeme de mis agresores,
sálvame de los hombres sanguinarios.
Mira que me están acechando
y me acosan los poderosos:
sin que yo haya pecado ni faltado, Señor,
sin culpa mía, avanzan para acometerme.
Despierta y no te apiades de estos traidores,
que regresan a la tarde, aúllan como perros,
rondando por la ciudad.
Mas tú, Yahveh, te ríes de ellos,
te mofas de todos, ¡oh fuerza mía!
Hacia ti miro, pues tú eres mi ciudadela,
el Dios de mi amor, que vienes a mi encuentro...
Yo por la mañana aclamaré tu misericordia;
porque has sido mi refugio en el día del peligro.
Sin tiempo para tomar nada, comida, ropa o una espada, David tuvo que huir a
toda prisa de Saúl. En su huida, David llegó a Nob, donde estaba el
sacerdote Ajimélec, que, temblando, le salió al encuentro y le preguntó:
-¿Por qué vienes solo y no hay nadie contigo?
David, sin revelar el motivo de su huida, pidió al sacerdote comida. Y, al
ver que era visto por Doeg, uno de los servidores de Saúl, David dijo a
Ajimélec:
-¿No tienes aquí a mano una lanza o una espada?
Le contestó el sacerdote:
-Ahí está la espada de Goliat, el filisteo que mataste en el valle del
Terebinto, envuelta en un paño detrás del efod. Si la quieres, tómala.
Dijo David:
-Ninguna mejor que esa. Dámela.
David tomó la espada y partió inmediatamente de allí. Sobre los montes,
donde se guarecen los osos y los leones, David encontró para esconderse una
gruta profunda llamada La cueva de Adulam.
Al poco tiempo, todo un ejército de valientes y de maleantes se congregó en
torno suyo. A él llegaron sus hermanos y sobrinos desde Belén, audaces y
veloces como ciervos. Se congregaron también arqueros, tiradores de saetas y
cuantos se sentían agobiados por deudas o perseguidos por los acreedores o
por la justicia. Seiscientos hombres formaron el ejército de los fieles a
David.
David se refugió, en primer lugar, en Mispá de Moab. Recordando su
ascendencia moabita por parte de Rut, pidió al rey de Moab asilo para sus
padres, durante el tiempo de su huida, "mientras yo sepa qué va a hacer Dios
conmigo". Colocados al seguro sus padres, David regresó al refugio. Pero el
profeta Gat, que le acompaña en su fuga, le dijo:
-No te quedes en el refugio. Vete y penetra en las tierras de Judá.
Partió, pues, David y entró en el bosque de Jéret. Pero David sabía que Doeg
avisaría a Saúl de sus pasos. Por ello no podía residir en un lugar fijo,
mucho menos dentro de una ciudad. David comenzó su peregrinación por los
montes y desierto de Judá con sus abundantes cavernas como refugio. La
existencia de David entra en precariedad, marcada por encuentros y
enfrentamientos, huidas y agresiones, traiciones y amistades, delaciones y
ayudas. El desierto inhóspito se hace refugio acogedor.
Los pastores del desierto se sentían protegidos teniendo a David en sus
cercanías, porque los hombres de David les defendían de los brigantes que
merodeaban por el desierto para robarles los mejores corderos. Como paga
agradecida por esta protección los ricos propietarios de ganados mandaban a
David, para él y los suyos, pan y carne, trigo, higos y uvas.
David está refugiado en Engadí, el bello oasis sobre la colina occidental
del mar de la Arabá. En medio de un panorama completamente abrasado brota
una fresca cascada de agua, que da nombre al lugar: Engadí, la Fuente del
Cabrito. A los márgenes de sus aguas desciende hasta el valle como una
serpiente verde la vegetación. El sol ilumina las esbeltas palmeras, dando
dulzor a sus dátiles. Muy cerca de la fuente está la cueva donde se ha
refugiado David. Los senderos que llevan a Engadí son difíciles y abruptos.
En realidad son trochas escarpadas sobre la costa, pues los montes bajan a
pico hasta el vértice del mar. Pero, al llegar a ella, Engadí compensa el
esfuerzo con sus espléndidas palmeras cargadas de dátiles, con sus viñas y
exuberantes campos verdes. Es el oasis de aromas embriagadores. Las rocas
rosadas, que la circundan, junto con el mar, compiten con las flores y los
pájaros de inesperadas especies. Arboles de pistacho se mezclan con los
rosales. Por los tajos abiertos en los troncos destilan su resina el nardo,
el cinamono, el áloe y una múltiple variedad de incienso... Allí David se
consoló de la pérdida de Mikal con la delicia exquisita de Ajinoam, en la
tregua que le concedió Saúl, al verse obligado a combatir a los filisteos.
Con David en sus alrededores, los pastores se sentían seguros. Pero David no
estaba nunca seguro, porque Saúl y sus huestes lo perseguían sin tregua de
un lugar a otro. Así, un día Saúl llegó hasta la cueva de Engadí, donde
David se escondía. Los soldados del rey tomaron un pedrusco y lo colocaron
ante la puerta de la gruta, comieron y se echaron a dormir, sin sospechar
siquiera que allí mismo, en la cavidad del monte, se hallaba David con sus
hombres. Los hombres de David le decían:
-Mira, éste es el día que Yahveh te anunció: Yo pongo a tu enemigo en tus
manos, haz de él lo que te plazca.
Se levantó David y sigilosamente cortó el borde del manto de Saúl. Pero, al
hacerlo, su corazón le latía fuertemente por haber cortado la punta del
manto del ungido del Señor. Ha sido un simple gesto simbólico, no ha rozado
siquiera a Saúl y, sin embargo, su corazón, delicado como el de Dios mismo,
le golpea en el pecho. Con voz enérgica dijo a sus hombres, para que no se
lanzasen contra Saúl:
-Yahveh me libre de alzar mi mano contra el ungido del Señor.
A la mañana siguiente, cuando Saúl y sus huestes se alejaron de la cueva,
David salió y, mostrándole el borde del manto que le había cortado, llamó a
gritos a Saúl:
-¡Oh rey, mi señor!
Volvió la vista Saúl y David, inclinándose rostro en tierra, le dijo:
-¿Por qué escuchas a quienes me difaman ante ti? Hoy mismo han visto tus
ojos que Yahveh te ha puesto en mis manos en la cueva, pero no he puesto mis
manos sobre ti, porque eres el ungido de Yahveh. Mira, padre mío, mira el
borde de tu manto y reconoce que no hay maldad en mí. ¿Contra quién sale el
rey de Israel, a quién estás persiguiendo? ¿A un perro muerto, a una pulga?
Que Yahveh juzgue y sentencie entre los dos, que El vea y defienda mi causa.
Apenas se dio cuenta de que David le había perdonado la vida, el rey se
sintió avergonzado, rompió a llorar y, alzando la voz, dijo:
-¿Es ésta tu voz, hijo mío, David? Más justo eres tú que yo. Tú me haces el
bien y yo te devuelvo males. Hoy has mostrado tu bondad, pues Yahveh me ha
puesto en tus manos y no me has matado. ¿Qué hombre encuentra a su enemigo y
le permite seguir su camino en paz? Que Yahveh te recompense por el bien que
hoy me has hecho.
Saúl se volvió a casa, suspendiendo la persecución de David, que subió con
sus hombres al refugio. Pero el odio de Saúl hacia David era ya una
enfermedad. La tregua de su locura no le duró mucho. Al poco tiempo
emprendió de nuevo la persecución de David, llevando consigo a unos tres mil
soldados escogidos entre los más expertos guerreros. Con este ejército
acampó en la colina de Jakilá, en el desierto de Zif.
David supo que Saúl había vuelto al desierto en su persecución. Los
habitantes de Jakilá, a quienes David ha liberado de los filisteos, por el
miedo de ser aniquilados por Saúl, como los sacerdotes de Nob, le han
traicionado. Han avisado a Saúl de la presencia de David en el desierto de
Zif. Desde lo hondo de su corazón, David elevó a Dios su súplica:
¿Por qué te glorías del mal, héroe de infamia?
Todo el día lo pasas maquinando crímenes;
tu lengua es una espada afilada, artífice de engaños.
Prefieres el mal al bien, la mentira a la justicia;
amas toda palabra de perdición, lengua mentirosa.
Por ello Dios te aplastará, te destruirá para siempre,
te arrancará de tu tienda, extirpándote de la tierra de los vivos...
Mas yo, como un olivo verde, en la Casa de Dios,
en el amor de Dios confío por siempre jamás.
Te alabaré eternamente, por cuanto has hecho,
esperaré en tu nombre, bueno con los que te aman.
Con la confianza puesta en el Señor, David, acompañado de uno de sus
sobrinos, Abisay, hijo de Servia, penetró en el campamento de Saúl. Todo el
ejército dormía: el Rey, los soldados y el capitán Abner. La lanza de Saúl
estaba junto a él clavada en tierra. Abisay susurró al oído a David:
-Dios ha escuchado tu súplica y pone en tus manos a tu enemigo. Por favor,
permíteme que le atraviese y le clave en la tierra con su misma lanza. De un
solo golpe lo mataré. No tendré que repetir.
Pero David le replicó:
-Nunca me permita el Señor devolverle el mal que me hace. No alzaré mi mano
contra el ungido del Señor.
Y añadió David:
-Yahveh será quien le hiera, cuando le llegue su día.
La lanza, la misma que David había esquivado por dos veces, ahora -y ese es
el deseo de Abisay- podría poner fin a la vida de su dueño de un solo golpe.
La lanza del rey, símbolo de su poder y de su autoridad, ha pasado a manos
de David, que podría usarla contra su dueño, como hizo con Goliat, caído
bajo el peso de su armadura y decapitado con su propia espada. Pero David,
el hombre según el corazón de Dios, rechaza la violencia y, una vez más, no
se toma la justicia con sus manos. Con la lanza del rey y su cantimplora, se
alejó del campamento. Y, al amanecer, desde la colina opuesta, David gritó a
través del valle:
-Abner, ¿qué jefe eres? ¿Cómo es que no has guardado vigilante la vida del
rey? Mereces la muerte por no haber cuidado a tu señor.
Y mientras gritaba, David alzaba la lanza y la cantimplora que Saúl tenía a
su cabecera:
-Mira, aquí tengo la lanza y la cantimplora del rey. Manda a uno de los
soldados que venga por ella.
Saúl reconoció la voz de David y le respondió:
-¿Eres tú, David, hijo mío?
-Sí, soy yo, oh rey. ¿Por qué me persigues? ¿Qué mal te he hecho? ¿Por qué
andas a la caza de mi vida como se va por los montes a la caza de las aves
rapaces?
-He pecado y obrado tontamente, David, hijo mío. ¡Vuelve! No te haré ningún
mal, pues ya por dos veces me has perdonado la vida.
Pero David se dijo: Hoy el rey me ama, pero mañana le volverá el mal
depresivo y me odiará de nuevo. Si permanezco, un día u otro me capturará.
Mejor es que me aleje del rey y huya al país de los filisteos. Es lo que
propone a su brigada de valientes y fieles soldados, que aceptan, aunque
algunos murmuren contra él, por su actitud con el rey Saúl.
Al llegar la
noche, David se retira y, en su soledad, abre su corazón al Señor:
Escúchame, Dios, defensor mío,
tú que, cuando me cierran los caminos,
me abres una salida. Cuando te llamo,
ten piedad de mí, escucha mi oración.
Y en su oración al Señor se interponen sus enemigos, arrogantes, confiados,
prisioneros de sus intrigas y engaños, planeando su fracaso :
Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor,
amando la falsedad, enredándoos en el engaño?
Pero no son sólo sus enemigos, también le abruman el corazón muchos de sus
compañeros que, vacilando en su confianza, no saben esperar en la
adversidad, no saben aguardar cuando Dios esconde su rostro y, por ello, le
repiten todo el día:
¿Quién podrá devolvernos la dicha
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?
No, David no pierde su confianza, no tiembla ante sus perseguidores, no se
deja envenenar por la duda de sus compañeros:
Yahveh, Dios mío, tú has dado a mi corazón
más alegría que cuando abundan trigo y vino.
En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú, sólo tú, eres mi seguridad.
David, con su paz, brotada de la experiencia de Dios, es un testimonio para
sus compañeros de la presencia y del favor de Dios en medio del aprieto.
Para David, acostarse es dormir y no dar vueltas en la cama y en la mente al
fracaso y al miedo, alimentando la angustia, como lo describen los sabios:
Y cuando se echa a descansar en la cama,
el sueño nocturno lo turba:
descansa un momento, apenas un instante,
y lo agitan las pesadillas;
aterrado por las visiones de su fantasía,
como quien escapa huyendo del que lo persigue;
y cuando se ve libre, se despierta
descubriendo que su terror no tenía objeto.
En su huida, con el desierto como marco, le brotan a David los versos de
lamentación, de súplica y de abandono confiado en el Señor. El desierto hace
aflorar la situación interior de David, perseguido, solo, sin apoyos,
obligado al silencio, amenazado de muerte. Arido y con la boca reseca anhela
el agua de la presencia y ayuda del Dios salvador. Sólo el agua de su gracia
puede abrir los labios al canto y a la alabanza:
Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el amanecer te busco,
mi alma tiene sed de ti, te anhela mi carne
como tierra reseca, agostada, sin agua...
Pues tu gracia vale más que la vida,
mis labios cantarán tu alabanza.
Te bendeciré mientras viva,
en honor de tu nombre levantaré mis manos,
mis labios te alabarán jubilosos.
Cuando en el lecho me acuerdo de ti
y en mis vigilias medito en ti,
que has sido mi único auxilio,
exulto de alegría a la sombra de tus alas,
mi alma se adhiere a ti
y tu diestra me sostiene.