10. LA COMUNION DE LOS SANTOS
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
10. LA COMUNION DE LOS SANTOS
1. La Iglesia misterio de comunión
2. Comunión en las cosas santas
3. Comunión de los santos
4. Comunión con la Iglesia celeste
1. LA IGLESIA MISTERIO DE COMUNION
El primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en
la Iglesia es la comunión de los santos, que confesamos en el
Credo Apostólico. El Catecismo Romano dice que “la comunión de los
santos es una nueva explicación del concepto mismo de la Iglesia una,
santa y católica. La unidad del Espíritu, que anima y gobierna, hace que
cuanto posee la Iglesia sea poseído comúnmente por cuantos la integran.
El fruto de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la Eucaristía,
produce de modo especialísimo esa comunión”.[1]
La communio sanctorum empezó a proclamarse en
la profesión de fe en el siglo IV[2].
La fórmula latina implica una riqueza, que no recoge la traducción
española. “Sanctorum”, como neutro, se refiere a
lo santo, a las
cosas santas; y, como masculino, se refiere a
los santos.
Integrando los dos aspectos, podemos decir que “la comunión en las cosas
santas crea la comunión de los santos”, la Iglesia como “congregación de
los santos”:
Después de confesar la fe en la bienaventurada
Trinidad, confiesas creer en la Santa Iglesia católica, la cual no es
otra cosa que “la congregación de todos los santos”. Pues desde el
principio del mundo, tanto los patriarcas como Abraham, Isaac y Jacob,
tanto los profetas como los Apóstoles, los mártires y todos los demás
justos que existieron, existen y existirán forman una Iglesia; pues,
santificados por una fe y trato, han sido designados por un Espíritu
para formar un Cuerpo (Ef 4,4), del que Cristo es la Cabeza. Más aún,
incluso los ángeles, las virtudes y las potestades celestes están unidas
a esta única Iglesia, pues el Apóstol nos enseña que “en Cristo fueron
reconciliadas todas las cosas, no sólo las de la tierra, sino también
las del cielo” (Col 1,20). Cree, por tanto, que conseguirás la comunión
de los santos en esta única Iglesia: la Iglesia católica, constituida en
todo el orbe de la tierra y cuya comunión debes retener firmemente.[3]
La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su
existencia está marcada por la comunión. En la vida de cada comunidad
eclesial, la comunión es la clave de su autenticidad y de su fecundidad
misionera. Desde sus orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha
distinguido porque “los creyentes eran constantes en la enseñanza de los
apóstoles, en la koinonía, en la fracción del pan y en las
oraciones” (Hch 2,42).[4]
En la DIDAJE o Doctrina de los doce Apóstoles leemos en relación a la
Eucaristía:
Respecto a la Acción de gracias, lo haréis de esta
manera, primero sobre el cáliz: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la
santa viña de David, la que nos diste a conocer por medio de tu siervo
Jesús. A Ti sea la gloria por los siglos”. Luego sobre el fragmento de
pan: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que
nos manifestaste por medio de tu siervo Jesús. A Ti sea la gloria por
los siglos. Como este fragmento estaba disperso por los montes y
después, al ser reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los
confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder
por Jesucristo eternamente”.[5]
La comunión de los creyentes “en un mismo espíritu,
en la alegría de la fe y sencillez de corazón” (Hch 2,46)[6],
se vive en la comunión de la mesa de la Palabra, de la mesa de la
Eucaristía y de la mesa del pan compartido con alegría, “teniendo todo
en común” (Hch 2,44). Es la comunión del Evangelio y de todos los bienes
recibidos de Dios en Jesucristo, hallados en la comunidad eclesial. Esta
experiencia se repetirá en todas las nuevas comunidades, como nos
refieren los Hechos de los Apóstoles: “Al oír esto los gentiles se
alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor..., quedando
los discípulos llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hch 13,48.52). El
carcelero de Pablo y Silas, con su familia, escuchan la Palabra de Dios,
se bautizan él y toda su casa. Entonces “lleva a Pablo y Silas a su
casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia de haber
creído en Dios” (Hch 16,29-34)...
Frente a las divisiones de los hombres -judío y
gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en
Cristo hace surgir un hombre nuevo (Rm 10,12; 1Co 12,13; Ga 3,28), que
vence las barreras de separación, experimentando la comunión gratuita en
Cristo, es decir, viviendo la comunión eclesial, fruto de compartir con
los hermanos la filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.
Cimentados en la fe, los fieles se sienten hermanos,
al celebrar la victoria de Cristo sobre la muerte, que con su miedo les
tenía divididos (Hb 2,14); cantan con una sola voz y un solo corazón las
maravillas de Dios y venden sus bienes para prolongar la comunión en
toda su vida (Hch 4,32). Esta comunión de vida y bienes abraza, no sólo
a los hermanos de la propia comunidad, sino a todas las comunidades:
“Ahora voy a Jerusalén para socorrer a los santos de allí, pues los de
Macedonia y Acaya han tenido a bien hacer una colecta en favor de los
pobres de entre los santos de Jerusalén. Lo han tenido a bien, y con
razón, pues si, como gentiles, han participado en los bienes
espirituales de ellos, es justo que les sirvan con sus bienes
materiales” (Rm 15,25-27).
Como las ovejas de diverso color fueron la recompensa
de Jacob (Gn 30,32), la recompensa de Cristo son los hombres que,
provenientes de diversas y varias naciones, se reúnen en la única grey,
la Iglesia, tal como se lo había prometido el Padre: “Pídemelo y te daré
en herencia las naciones y por dominio los extremos de la tierra” (Sal
2,8).[7]
La comunión de bienes es fruto del amor de Dios
experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en
la unidad en el cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del
Espíritu Santo. Si no se da este amor “dar todos los bienes” no sirve de
nada
(1Co 13,3). Esta
comunión de los santos, este amor y unidad de los hermanos, en su
visibilidad, hace a la Iglesia “sacramento, signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).
La comunión de los santos es el antídoto y el
contrapeso a la dispersión babilónica; testimonia una solidaridad humana
y divina tan maravillosa que le es imposible a un ser humano no sentirse
vinculado a todos los demás, en cualquier época y dondequiera que vivan.
El más pequeño de nuestros actos repercute en profundidades infinitas y
eleva a todos, vivos y muertos (L. Bloy).
Esta comunión de santos penetra todos los aspectos de
la vida de la Iglesia. Esta comunión de los fieles, que participan del
misterio de Dios en una misma fe y una misma liturgia, es una comunión
jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que
trasmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en
comunión con el Papa. Es una comunión temporal y escatológica: se funda
en la fe recibida de los apóstoles, que se vive ya en la celebración y
vida presente, abierta a la consumación en el Reino, donde cesará el
signo, pero quedando la realidad de la comunión en la unidad y amor de
los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando “Dios será todo en
todo”.
2. COMUNION EN LAS COSAS SANTAS
La comunión en lo santo, -koinonía ton hagion-,
es lo primero que confiesa la fe del Símbolo Apostólico: la
participación de los creyentes en las cosas santas, especialmente en la
Palabra y en la Eucaristía.
Yahveh, Dios de la historia, ha entrado en comunión
con su Pueblo a través de la Palabra y de la Ley, con las que se
comunica para sellar “su alianza” con el Pueblo. La comunión con Dios,
el Santo, no es, pues, obra del hombre. No son sus ritos, ofrendas,
magia, cosas o lugares sagrados los que alcanzan la comunión con Dios.
Es el mismo Dios quien ha decidido romper la distancia que le separa del
hombre y entrar en comunión con él, “participando, en Jesucristo, de la
carne y de la sangre del hombre” (Hb 2,14).
Esta comunión de Dios, en Cristo, con nuestra carne y
sangre humanas nos ha abierto el acceso a la comunión con Dios por medio
de la “carne y sangre” de Jesucristo, pudiendo llegar a “ser partícipes
de la naturaleza divina” (2P 1,4). Pues “en la fidelidad de Dios hemos
sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro” (1Co
1,9).
Nuestro Señor Jesús puede ser designado Cristo de
tres modos. El primero, en cuanto Dios, coeterno al Padre; el segundo,
en cuanto, por la asunción de la carne, es Dios y Hombre; y el tercer
modo es, en cuanto Cristo total en la plenitud de la Iglesia, es
decir, Cabeza y Cuerpo, como “Varón perfecto” (Ef 4,13), del que somos
miembros. Este tercer modo es, pues, el Cristo total según la Iglesia,
es decir, Cabeza y Cuerpo, pues la Cabeza y el Cuerpo constituyen el
único Cristo. Claramente lo afirma el Apóstol: “Los dos se harán una
sola carne” (Gn 2,24) y precisa: “Gran sacramento es éste, lo digo
respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,31-32). Como el Esposo y la
Esposa, así la Cabeza y el Cuerpo: porque “la cabeza de la mujer es el
hombre” (1Co 11,3). Ya diga, pues, Cabeza y Cuerpo o Esposo y Esposa,
entendemos una sola cosa... La Cabeza es aquel Hombre que nació de la
Virgen María... El Cuerpo de esta Cabeza es la Iglesia. No sólo la que
está aquí, sino la extendida por toda la tierra; no sólo la de ahora,
sino la que existió desde Abel hasta los que, mientras llega el fin del
mundo, han de nacer y creer en Cristo, es decir, todo el pueblo de los
santos, que pertenece a una Ciudad, la cual es el Cuerpo de Cristo, cuya
Cabeza es El mismo. De ella son también conciudadanos nuestros los
ángeles, con la diferencia que nosotros peregrinamos, mientras ellos
esperan en la Ciudad nuestra llegada.[8]
Esta koinonía con Cristo se expresa en la
aceptación de su Palabra, en el seguimiento de su camino por la cruz
hacia el Padre, incorporándonos a su muerte para participar de su
resurrección y de su gloria. Es lo que manifiesta San Pablo en tantas
formas: “vivir en Cristo”, “sufrir con Cristo”, “crucificados con
Cristo”, “sepultados con Cristo”, “resucitados con Cristo”,
“glorificados con Cristo”, “Reinar con Cristo”, “coherederos con
Cristo”, y hasta “sentados con Cristo a la derecha del Padre”.[9]
Toda la existencia cristiana es comunión de vida y de muerte, de camino
y de esperanza con Cristo. La primera comunión en lo santo es, pues,
“participación de la santidad de Dios”, en Cristo Jesús.
La fe en Cristo nos lleva a la comunión con Cristo en
la Iglesia. Cuando la fe languidece, Cristo se adormece y el cristiano,
abandonado a sus fuerzas, corre el peligro de ser abatido por la
tormentas de la vida, siendo arrastrado por la agitación de las
tentaciones del mundo. Vivir la comunión con Cristo es no adormecerse ni
dejarlo dormir. San Agustín contempla así la comunión de la Iglesia,
arraigada en la fe en Cristo y en el amor fraterno. Comentando la
primera carta de Juan (2,9; 3,15) concluye que Cristo se duerme en quien
rompe la comunión con el hermano, por el odio, quedando en las tinieblas
y a merced de la agitación del mar:
A esto (1Jn 2,9; 3,15) se refiere también aquello que
habéis oído en el Evangelio: “La barca estaba en peligro y Jesús dormía”
(Lc 8,23). Navegamos, en efecto, a través de un lago y no faltan ni
viento ni tempestades; nuestra barca está allí y la invaden las
tentaciones cotidianas de este mundo. Y, ¿cuál es la causa de esto, sino
que Jesús duerme? Si Jesús no durmiera en ti, no sufrirías estas
borrascas, sino que tendrías bonanza en tu interior, pues Jesús velaría
contigo. Y, ¿que significa que Jesús duerme? Tu fe en Jesús se ha
adormecido. Se levantan las tempestades de este lago, ves triunfar a los
malvados y a los buenos que se debaten entre angustias: es la tentación,
es la oleada. Y tu alma dice: Oh, Dios, ¿así es tu justicia, que los
malvados triunfen y que los fieles se debatan entre angustias? Dices tú
a Dios: ¿Es precisamente esta tu justicia? Y Dios te responde: ¿Esta es
tu fe? ¿Son estas las cosas que te he prometido? ¿Te has hecho cristiano
con el fin de triunfar en este mundo? ¿Te atormentas porque aquí
triunfan los malvados, que luego serán atormentados por el diablo? ¿Por
qué dices todo esto? ¿Que es lo que hace que te espanten los oleajes del
lago? Que Jesús duerme, es decir, que tu fe en Jesús se ha adormecido en
tu corazón. ¿Qué hacer para ser liberado? Despierta a Jesús y dile:
“Maestro, estamos perdidos”. La vicisitudes del lago se agitan: estamos
perdidos. El se despertará, es decir, volverá a ti la fe; y, a su luz,
verás que todos los éxitos que ahora alcanzan los malvados no
perdurarán: de hecho, o los abandonan en vida o ellos los abandonarán
cuando mueran. En cambio, lo que a ti te está prometido permanecerá para
siempre. Lo que se les concede temporalmente, pronto lo perderán.
Triunfan y florecen en verdad como flores de heno. “Toda carne es heno y
toda su gloria como flor de heno. Secóse el heno y se cayó la flor; más
la palabra del Señor permanece siempre” (Is 40,6-8; 1P 1,24-25). Vuelve,
pues, las espaldas a esto que cae y dirige tu mirada a lo que permanece.
Si Cristo se despierta, la borrasca no agitará ya tu corazón, las olas
no invadirán tu barca; porque tu fe manda a los vientos y a las olas y
el peligro pasará.[10]
Juan, no ofrece al cristiano los éxitos del mundo, sino que nos comunica “la Palabra de vida” (1Jn 1,1) para que participemos con él “en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1,3-4).[11]Esta comunión se realiza visiblemente en la Eucaristía: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo” (1Co 10,16-17)
La comunión de los santos, dirá J. Ratzinger, alude
en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo del Señor une en
una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo.
Consiguientemente, la palabra sanctorum no se refiere a las
personas, sino a los dones santos, a lo santo que Dios concede a
la Iglesia en su celebración eucarística, como auténtico lazo de unidad.
La Iglesia se define, pues, por su culto litúrgico como participación en
el banquete en torno al Resucitado que la congrega y la une en todo
lugar.
Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su
Señor, los fieles, unidos entre sí, “comulgan con Cristo” y, al
participar de su vida y de su muerte, hacen pascua con El hacia el
Padre. Por ello los creyentes en Cristo, reunidos en asamblea, celebran
siempre el memorial del misterio pascual de Cristo y, de este modo, lo
actualizan, haciéndose partícipes de él, entrando en comunión con él.
Así los cristianos viven el misterio de la comunión con Dios.
Esta koinonía
con Dios es don y fruto del
Espíritu Santo en la Iglesia. Pablo se lo desea a los corintios, en el
saludo final, con la fórmula
de ayer y de hoy en la liturgia de la Iglesia: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con
vosotros” (2Co 13,13). A esta comunión en el Espíritu, como lo más
santo, se apela Pablo en su llamada a la unidad de los filipenses (Flp
2,1).
A la Iglesia fue confiado por el Señor “el Don de
Dios” (Jn 4,10; Hch 8,20) para que, participando de El, sus miembros
sean vivificados. En ella fue depositada la comunión con Cristo,
es decir, el Espíritu Santo, arra de incorrupción (Ef 1,14; 2Co 1,22),
confirmación de nuestra fe (Col 2,7) y escala de nuestro ascenso a Dios
(Gn 28,12).[12]
La comunión
en lo santo nos une a los
creyentes en la comunión de los santos. La comunión en las cosas
santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y
santificadas por el don santo de Dios. La Iglesia es, pues, la comunidad
que vive la comunión de la mesa eucarística, la comunidad de fieles que
experimenta la comunión entre ellos a raíz del banquete eucarístico.
El cáliz de la bendición es la comunión con la sangre
de Cristo; y el pan que partimos es la comunión con el cuerpo de Cristo.
El pan es uno y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan (1Co 10,16-17).
En la comunión de los santos vivimos la comunión con
Jesucristo (1Co 1,9), la comunión en el Espíritu Santo (Flp 2,1; 2Co
13,13), la comunión con el Padre y el Hijo (1Jn 1,3.6), la comunión en
el sufrimiento (Flp 3,10) y en el consuelo (2Co 1,5.7) y la comunión en
la gloria futura (1P 1,4; Hb 12,22-23). Esta comunión se manifiesta en
la comunión de unos con otros (1Jn 1,7).
El Don Santo de Dios -no tiene otro- es el Espíritu Santo. Con este Don nos colma de dones santos, pero todos para la edificación de la comunión entre los creyentes, para la edificación de la Iglesia. Todos los dones del Espíritu están destinados a crear la comunión eclesial en la comunidad de los creyentes (1Co 12-14).
El Espíritu Santo crea la comunión entre los
cristianos, introduciéndolos en el misterio de la comunión del Padre y
del Hijo, de la que El es expresión. El Espíritu Santo es el misterio de
la comunión divina y eterna del Padre y el Hijo. En esa comunión nos
introduce el Espíritu Santo (1Jn 1,3; Jn 10,30; 16,15; 17,11.21-23).
Esta es la base y el fundamento de la comunión de los cristianos, de los
santos.
Donde están los Tres, es decir, el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el cuerpo de los Tres.[13]
La Iglesia es una misteriosa extensión de la Trinidad
en el tiempo, que no solamente nos prepara a la vida unitiva, sino que
nos hace ya partícipes de ella. Proviene de la Trinidad y está llena de
la Trinidad.[14]
Sólo porque Dios es comunión y, en Cristo, por el
Espíritu Santo, entramos en comunión con El, podemos confesar nuestra fe
en la comunión de los santos: “Si estamos en comunión con Dios...
estamos en comunión unos con otros” (1Jn 1,6-7). Sólo la comunión con
Dios puede ofrecer un fundamento firme a la unión entre los cristianos.
Los otros intentos de comunidad se quedan en intentos de comunión; en
realidad dejan a cada miembro en soledad o lo reducen a parte anónima de
la colectividad, a número o cosa. Comunión de amor en libertad personal
es posible sólo en el Espíritu de Dios.[15]
De esta comunión nacen los lazos del afecto entre los
hermanos, “porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por
el Espíritu Santo que han recibido” (Rm 5,5); por ello “no se cansan de
hacer el bien, especialmente a los hermanos en la fe” (Ga 6,10), “siendo
todos del mismo sentir, con un mismo amor y unos mismos sentimientos,
considerando a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual
no su propio interés sino el de los demás” (Flp 2,1ss)... Este es el
amor que han recibido de Cristo y el que, en Cristo, viven sus
discípulos día a día en su fragilidad: “En cuanto a vosotros, que el
Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y
en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para
que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante
Dios, nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos
los santos” (1Ts 3,12-13). Quien ha sido amado puede, a su vez, amar:
“Amemos, porque El nos amó primero” (1Jn 4,19).[16]
La comunión con Dios, en el amor de Cristo, derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo, se explicita en la
comunidad de los creyentes, que celebran su fe y viven en el amor mutuo
su existencia. El amor a Dios se explicita en el amor fraterno (1Jn
4,20-21). La fe en Dios lleva a creerse los unos a los otros. Esperar en
Dios significa también esperar y confiar en los otros, a quienes Dios
ama y posibilita la conversión al amor (1Co 13,4-7).
La comunión de los santos supera las distancias de
lugar y de tiempo. En la profesión de fe confesamos la comunión con los
creyentes esparcidos por todo el orbe, la comunión de las Iglesias en
comunión con el Papa. Pero confesamos también que la comunión de los
santos supera los límites de la muerte y del tiempo, uniendo a quienes
han recibido en todos los tiempos el Espíritu y su poder único y
vivificante: une la Iglesia peregrina con la Iglesia triunfante en el
Reino de los cielos. En la Eucaristía podemos cantar unidos -asamblea
terrestre y asamblea celeste- el mismo canto: “¡Santo, Santo, Santo!”.
Es en la liturgia donde vivimos plenamente la
comunión con la Iglesia celeste, porque en ella, junto con todos los
ángeles y santos, celebramos la alabanza de la gloria de Dios y nuestra
salvación (SC 104)
Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de
modo excelente cuando en la liturgia, en la cual la virtud del Espíritu
Santo obra en nosotros por los signos sacramentales, celebramos juntos
con alegría fraterna la alabanza de la divina Majestad, y todos los
redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación
(Ap 5,9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo
cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el
sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia
celestial en una misma comunión (LG 50).
Por Jesús, el Salvador, en quien se cumplen las
promesas del Padre, y mediante el Espíritu que actualiza e impulsa en la
historia la salvación a su plenitud final, la Iglesia supera todas las
distancias. Allí donde los cristianos celebran su salvación en
Eucaristía exultante se hacen presentes todos los fieles del mundo, los
vivos y “los que nos precedieron en la fe y se durmieron en la esperanza
de la resurrección”, los santos del cielo, que gozan del Señor: “María,
la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los
santos, por cuya intercesión confiamos compartir la vida eterna y cantar
las alabanzas del Señor”, en “su Reino donde esperamos gozar todos
juntos de la plenitud eterna de su gloria”, “junto con toda la creación
libre ya del pecado y de la muerte” (Plegarias Eucarísticas).
Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de
majestad y acompañado de todos sus ángeles (Mt 25, 31) y, destruida la
muerte, le sean sometidas todas las cosas (1Co 15,26-27), algunos entre
sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya muertos, se purifican,
mientras otros están glorificados contemplando claramente al mismo Dios,
Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grados y modos distintos,
estamos unidos en caridad fraterna y cantamos el mismo himno de gloria a
nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu
crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (Ef
4,16). Así que la unión de los peregrinantes con los hermanos que
durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes
bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la
comunicación de bienes espirituales. Y, estando los bienaventurados más
íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la
Iglesia en la santidad, ensalzan el culto que ella ofrece a Dios en la
tierra y contribuyen de múltiples formas a su mayor edificación (1Co
12,12-27). Pues, habiendo sido ya recibidos en la patria y hallándose en
la presencia del Señor (2Co 5,8), por El, con El y en El no cesan de
interceder[17]
por nosotros ante el Padre (LG 49)
La Iglesia
peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo, reconoció
esta comunión del Cuerpo de Cristo y conservó con gran piedad el
recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos (2M 12,46).
Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por
haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de
su sangre, nos están íntimamente unidos: a ellos junto con la
Bienaventurada Virgen María y los santos Angeles veneró con peculiar
afecto e imploró su intercesión... Veneramos la memoria de los santos
del cielo para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada
(Ef 4,1-6). Porque así como la comunión entre los peregrinos por la
tierra nos acerca a Cristo, así la comunión con los santos nos une con
Cristo, de quien procede como de Fuente y Cabeza toda la gracia y vida
del mismo Pueblo de Dios (LG 50).
La comunión de los santos la vivimos más allá de la
muerte también con los hermanos que aún están purificándose, por quienes
intercedemos ante el Padre. La comunión eclesial se prolonga más allá de
la muerte, continuando la purificación de sus fieles, “en camino hacia
el juez” (Mt 25,26), como defiende San Cipriano contra los rigoristas.
La unión eclesial de cada cristiano no se interrumpe en el umbral de la
muerte. Los miembros de un mismo Cuerpo siguen “sufriendo los unos por
los otros y recibiendo los unos de los otros, preocupándose los unos de
los otros” (1Co 12,25-26).
El límite de división no es la muerte, sino el estar
con Cristo o contra Cristo (Flp 1,21). Los santos interceden por sus
hermanos que viven aún en la tierra y los vivos interceden por sus
hermanos que se purifican en el Purgatorio. El fundamento de
nuestra comunión es Cristo, en la construcción de la Iglesia y en la
vida de cada cristiano:
Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya
puesto: Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro,
plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual
quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por
el fuego. Aquel, cuya obra construida sobre el cimiento resista,
recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el
daño. El, no obstante, quedará a salvo, como quien pasa a través del
fuego (1Co 3,11-15).
El purgatorio adquiere su sentido estrictamente
cristiano, si se entiende que el mismo Señor Jesucristo es el fuego
purificador, que cambia al hombre, haciéndolo “conforme” a su cuerpo
glorificado (Rm 8,29; Flp 3,21). El es la fuerza purificadora, que
acrisola nuestro corazón cerrado, para que pueda insertarse en su Cuerpo
resucitado. El corazón del hombre, al adentrarse en el fuego del Señor,
sale de sí mismo, siendo purificado para que Cristo le presente al
Padre.
El purgatorio es el proceso necesario de
transformación del hombre para poder unirse totalmente a Cristo y entrar
en la presencia o visión de Dios -“solo los limpios de corazón gozan de
la bienaventuranza de la visión de Dios” (Mt 5,8)-. El purgatorio es,
pues, el triunfo de la gracia por encima de los límites de la muerte. Es
la gracia, fuego devorador del amor de Dios, que quema “el heno, la
madera y la paja” de las obras de nuestra débil fe. El encuentro con el
Señor es precisamente esa transformación, el fuego que acrisola al
hombre hasta hacerlo imagen suya en todo semejante a El, libre de toda
escoria. Así Jesucristo puede presentar al Padre la “comunión de los
santos”, su Cuerpo glorioso, la “Iglesia resplandeciente sin mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27; 2Co 11,2;
Col 1,22), “engalanada con vestiduras de lino, que son las buenas
acciones de los santos” (Ap 19,8; 21,2.9-11):
Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad. Así todos nosotros, que con
el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor,
nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así
es como actúa el Señor, que es Espíritu (2Co 3,17-18).[18]
El Espíritu Santo, comunión eterna del Padre y del
Hijo, ya en la tierra, en la celebración nos introduce en el misterio de la
comunión de Dios junto con todos los salvados por Cristo. En la Sión
celeste, por la que suspiraban los padres (Hb 11,10.16), en torno a Cristo
triunfante, nos reuniremos con los ángeles también los cristianos (Lc 10,20;
St 1,18), que Cristo ha santificado y perfeccionado (Hb 10,14; 11,40):
Acercándonos al monte Sión, ciudad del Dios vivo,
Jerusalén del cielo, asamblea de los innumerables ángeles, congregación de
los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas
de los justos que han llegado a su consumación, y a Jesús, Mediador de la
nueva alianza (Hb 12,22-24).
Participando todos de la misma salvación del único Salvador y del único Espíritu, que obra todo en todos, los fieles se transmiten mutuamente santidad y vida eterna. A través de la plegaria se establece, por tanto, un misterioso intercambio de vida entre todos.
Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad
no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada
cual rogara sólo por sí mismo: “Padre mío, que estás en los cielos”, ni
“dame hoy mi pan de cada día”, ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para
cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos
en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común,
y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que
todo el pueblo somos como uno solo. El Dios de la paz y el Maestro de la
comunión, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos,
del mismo modo que El incluyó a todos los hombres en su persona.[19]
Vivir la comunión de los santos es vivir la
existencia como don de Dios, el amor como fruto del Espíritu Santo en el
cuerpo eclesial de Cristo. Es, pues, salir del círculo cerrado del egoísmo,
que traza el miedo a la muerte, y vivir con los demás y para los demás.
Vivir es convivir, recibiendo vida de los otros y dando la vida por los
demás. Se gana la vida dándola y se pierde guardándola para uno mismo (Mc
8,35).
Así la comunión es la celebración festiva del triunfo
del amor sobre la muerte. Haciendo memorial de la muerte pascual de Cristo,
celebramos, en el beso fraterno de la paz, la victoria de la resurrección,
cantando con los santos y los ángeles el canto nuevo de los redimidos por el
Cordero, en la esperanza gozosa de sentarnos en el banquete eterno “con
Abraham, Isaac y Jacob y todos los profetas, y los que vendrán de Oriente y
de Occidente, del norte y del sur, para ponerse a la mesa en el Reino de
Dios” (Lc 13,28-29).
[2] De aquí que falten los comentarios directos de este
artículo en los Santos Padres de los cuatro primeros siglos.
[15] Cfr X. PIKAZA IBARRONDO, Creo en la comunión de los
santos, en El credo de los cristianos, o.c., p. 134-149.