3. QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU SANTO, NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
3. QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU SANTO,
NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN
1. El Verbo se hizo carne
2. Concebido por el Espíritu Santo
3. Nacido de María Virgen
El origen último de Jesucristo, cuyo despliegue histórico confiesa el
Credo, se hunde en Dios. Es el Hijo eterno de Dios el que se reviste de
la carne humana, entrando en el linaje de David (Rm 1,3).
Jesús “nació del Espíritu Santo y de María Virgen”. Esta profesión de
fe acentúa el nacimiento humano de Jesús, de quien antes se ha
confesado que es el Hijo único de Dios. El Símbolo es la forma original
con la que la Iglesia primitiva expresó su fe. Y la profesión de fe en
el nacimiento de Jesús de la Virgen María pertenece desde el principio a
todos los Símbolos. Es, pues, parte integral de la fe de la Iglesia:
El Verbo se hizo hombre por designio de Dios Padre, naciendo para
salvación de los creyentes y destrucción de los demonios...Tapaos, pues,
los oídos cuando alguien os hable fuera de Jesucristo,[1]
descendiente del linaje de David e hijo de María; que nació
verdaderamente y comió y bebió.[2]
El cristianismo es un acontecimiento y no un conjunto de ideas o
exigencias morales. Por ello, lleva en su seno un escándalo
insuprimible. A Dios se le encuentra en la historia y en la existencia
concreta e histórica de Jesús. El hombre, pues, para creer en Jesús,
Hijo de Dios encarnado, debe pasar no tanto por la coherencia racional
cuanto por la locura de la cruz, por la aceptación de una
predicación, por la audición de la fe transmitida, por la debilidad de
los signos que encaminan pero no fuerzan. Pero esa debilidad de Dios,
esa necedad, esa obediencia de la fe, son fuerza de Dios y poder
salvador. La comunicación de Dios se ofrece al hombre personalmente y no
mediante principios o verdades. La fe no se razona sino que se
testifica. Lo sorprendente de los caminos de Dios en Jesucristo no puede
ser invento humano ya que rompe todos los esquemas y contrasta,
superándolas, con todas las expectativas humanas.
De aquí que los que habían calculado el futuro y el poder de Dios se
cerraron a los inescrutables caminos de Dios y no reconocieron a Jesús,
que se convirtió para ellos en piedra de tropiezo y de escándalo:
“¡Dichoso el que no se escandaliza de mi!”, proclama El mismo. Como dice
Pascal, en Jesús de Nazaret había suficiente luz y suficiente oscuridad;
suficiente luz para que vieran los que deseaban ver, y suficiente
oscuridad para que no vieran los que no querían ver.
a) Por nosotros
En forma de kerigma, de plegaria eucarística o de Credo, la Iglesia
confiesa siempre su fe en Jesucristo, en quien se han cumplido las
profecías. Con su nacimiento[3]
se inauguró la edad nueva, inicio de una vida nueva, de un hombre nuevo
y de un mundo nuevo:
El Hijo de Dios, descendiendo al seno de la Virgen se
revistió de carne por obra del Espíritu Santo. Dios se unió con el
hombre. Como Mediador entre Dios y el hombre, el Verbo se revistió del
hombre para llevarlo al Padre. ¡Cristo quiso ser hombre, para que el
hombre pueda ser lo que es Cristo! Pues el Padre, con el fin de
conservarnos y darnos la vida, envió a su Hijo, para que nos
redimiese; y este Hijo quiso ser y hacerse hombre, para hacernos hijos
de Dios.[4]
La humanización de Dios inauguró la divinización del hombre. “Admirable
comercio”, dice san León Magno, entre Dios y el hombre. El nos entrega
su divinidad haciéndose hombre, para hacer a los hombres Dios. La
kénosis del Hijo de Dios le lleva a “acampar entre nosotros”, siendo su
cuerpo como el “nuevo templo” (Jn 2,19-21) donde mora Dios para
estar, hablar y actuar
entre los hombres y
para los hombres. Quienes le vieron
encarnado, “vieron con sus ojos, contemplaron, palparon con sus manos”
la gloria que antes “estaba vuelta hacia el Padre y que se nos
manifestó a nosotros” cual “gloria que recibe del Padre como Hijo único
lleno de gracia y de verdad”.[5]
b) Epifanía del amor de Dios
La encarnación de Cristo es la epifanía del amor de Dios al
hombre pecador. Siendo El la vida “bajó del cielo para dar vida
al mundo” (Jn 6,33-63), para hacernos partícipes de la “vida eterna” (Jn
3,16.36; 10,10), “pasándonos de la muerte a la vida” (Jn 5,24). El es
Jesús: “Dios salva” (Mt 1,21). Por ello, pudo decir que “había venido a
llamar a los pecadores” y “a salvar lo que estaba perdido” (Mc 2,17; Lc
19,10).
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer,
bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva (Ga 4,4). Nuestra condición humana en
el nacer y nuestra existencia en situación de esclavitud han sido
libremente aceptadas por el Hijo de Dios, que quiso participar de
nuestra condición humana plenamente. Se ha hecho hombre hasta el fondo,
hasta la muerte, hasta la cruz, hasta el “infierno”.
Dios quiso revestirse del hombre que había caído para que “como por un
hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, alcanzando
a todos los hombres... Así, y mucho más, la gracia de Dios se desbordó
sobre todos por un solo hombre: Jesucristo” (Rm 5,12.15ss). “Porque,
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren
todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Co 15,21-22). En un
bello texto, dice San Ambrosio:
Pues El se hizo Niño, para que tú pudieses hacerte
adulto; estuvo entre pañales, para que tú pudieses ser desligado de los
lazos de la muerte; fue puesto en un pesebre, a fin de que tú lo seas
sobre el altar; estuvo en la tierra, para poder tú estar en el cielo; no
había puesto en el mesón para El, a fin de que tú “tuvieses muchas
moradas en el cielo” (Jn 14,2). El “se hizo pobre por causa nuestra,
siendo rico, para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8,9). ¡Su pobreza
es, pues, mi patrimonio, la debilidad del Señor es mi fuerza! Prefirió
para sí la indigencia, para poder ser pródigo con todos. Los llantos,
que acompañaron a los gemidos de su infancia, me purifican. ¡Mis culpas
son lavadas con sus lágrimas! Soy, pues, Señor Jesús, más deudor tuyo
por las injurias que has sufrido para redimirme, que por las obras que
has realizado al crearme. ¡De nada serviría el nacer sin la gracia de la
redención![6]
2. CONCEBIDO POR EL ESPIRITU SANTO
a) Jesús: Hijo del Padre
En la concepción virginal de Jesús se excluye la colaboración de varón:
“Fue concebido por obra del Espíritu Santo”. El Espíritu Santo -la ruah
Yahveh-, sin embargo, no es el Padre de Jesús. Jesús es engendrado “por
el Padre antes de todos los siglos” y se hace hombre, siendo engendrado
en María por la acción trascendente del Espíritu de Dios. Como el primer
Adán, “figura de aquel que había de venir” (Rm 5,14), fue plasmado por
Dios, sin tener por padre a un hombre, así “el segundo Adán” (1Co
15,47), que recapitulaba en sí a Adán, debía tener la semejanza de la
misma generación (S. Ireneo).
El encuentro entre Dios y el hombre, entre la trascendencia y la
historia humana, es real, pero se cumple en el Espíritu. Es ilusorio
intentar sorprender a Dios creando, resucitando, introduciendo a su Hijo
en el mundo. La acción de Dios no se descubre al margen de la
experiencia de la fe. La Escritura, que surgió en la Iglesia como
sedimentación de su experiencia creyente, celebrativa y misionera, sólo
se comprende a través de la vida y fe de la Iglesia:
¿Quién puede explicarlo? ¿Qué inteligencia puede
comprender y qué labios expresar no ya cómo “en el principio era el
Verbo”, sino cómo “se hizo carne”, escogiendo a una Virgen para hacerla
su Madre y, haciéndola Madre, conservarla Virgen? ¿Cómo es Hijo de Dios
sin madre que lo conciba, e Hijo del Hombre sin obra del hombre? ¿Cómo,
viniendo a ella, confiere la fecundidad a una mujer y, naciendo de ella,
no le quita su integridad? ¿Quién podrá decirlo? Pero, ¿quién puede
callar? ¡Qué maravilla admirable! Ni podemos hablar, ni nos es dado
callar. ¡Pregonemos fuera lo que dentro no podemos comprender![7]
Ambos nacimientos -el divino y el humano- son maravillosos. Uno
es de Padre sin madre, otro de Madre sin padre; aquel fuera del tiempo,
este en el tiempo conveniente; uno eterno, temporal el otro; el primero
incorpóreo en el seno del Padre, el segundo le da un cuerpo sin violar
la virginidad de su Madre; aquel sin sexo, éste sin unión de sexos.[8]
Tened, pues, firme y fija esta idea, si queréis
continuar siendo católicos, que Dios Padre engendró a Dios Hijo sin
tiempo y que lo hizo de la Virgen María en el tiempo. Aquel nacimiento
transciende los tiempos, éste en cambio los ilumina. Sin embargo una y
otra natividad son maravillosas: aquella es sin madre, ésta sin padre.
Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de Sí, no de una madre; cuando
la madre engendró al Hijo, lo engendró Virgen, no de hombre. Del Padre
nació sin principio, de la madre ha nacido hoy con un principio bien
determinado. Nacido del Padre nos creó; nacido de la madre nos recreó.
Nació del Padre para que existiéramos; nació de la madre para que no
pereciéramos.[9]
b) Verdadero hombre
Este segundo artículo del Credo confiesa fundamentalmente la realidad
humana y la condición histórica de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios que
hizo suyo desde dentro nuestro nacer y nuestro morir. El Hijo de Dios no
fingió ser hombre, no es un “dios” que con ropaje humano se pasea por la
tierra. Como niño fue débil, lloró y rió. Dios se manifestó en un hombre
que tuvo hambre y sed, se fatigó y durmió; en un hombre que se admiraba
y enojaba, se entristecía y lloraba, padeció y murió. “En todo igual a
nosotros menos en el pecado”:
Entre todos los grandes milagros, uno nos colma de
admiración, sobrepujando toda la capacidad de nuestra mente. La
fragilidad de nuestra mente no logra comprender cómo la Potencia de
Dios, la Palabra y Sabiduría de Dios Padre, “en la que fueron creadas
todas las cosas visibles e invisibles” (Col 1,16), se encuentre
delimitada en el hombre que apareció en Judea, y cómo la Sabiduría de
Dios haya entrado en el vientre de mujer, naciendo como un niño y
gimiendo como los niños... Y no logramos comprender cómo haya podido
turbarse ante la muerte (Mt 26,38), haya sido conducido a la más
ignominiosa de las muertes humanas, aunque luego resucitó al tercer día.
En El vemos aspectos tan humanos, que no difieren de la fragilidad común
a todos los mortales, y otros tan divinos, que sólo corresponden a
Dios... De aquí el embarazo -y admiración- de nuestra mente: Si le cree
Dios, le ve sujeto a la muerte; si le considera hombre, le contempla
volver de entre los muertos con los despojos de la muerte derrotada...
De ahí que, con temor y reverencia, le confesemos verdadero Dios y
verdadero hombre.[10]
El Hijo de Dios se hizo hombre, se encarnó, entró en la historia,
“nacido de mujer” (Ga
4,4-5), “israelita según la carne” (Rm 9,5), tomó la condición de
siervo: “Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (GS 22).
Cristo unió, así, al hombre con Dios, realizando la
comunión y el acuerdo entre Dios y el hombre, pues no habríamos podido
participar de otro modo de la incorrupción, si El no hubiese venido a
nosotros... Y, porque implicados en la creación de Adán, caímos en la
muerte a causa de su desobediencia, era conveniente y justo que, por la
obediencia de quien por nosotros se hizo hombre (Rm 5,12-19; Flp
2,8), fuese destruida la muerte (Hb 2,14-15; 2Tm 1,10); y, puesto que la
muerte reinaba sobre la carne, era justo y conveniente que, habiendo El
sufrido la destrucción de su carne (1Co 15,26), librase al hombre de su
opresión. El Logos se hizo carne, por tanto, a fin de que
destruidos por medio de ésta los pecados, -que por la carne habían
señoreado, invadido y dominado-, no existiesen ya en nosotros. Por eso
asumió nuestro Señor la forma corporal de la primera criatura: ¡Para
luchar por los padres y vencer -por medio de Adán- lo que por medio de
Adán nos había subyugado!... Pues ¿cómo habríamos podido participar de
la filiación divina (Ga 4,5), si no hubiésemos recibido, mediante el
Hijo, la comunión con el Padre?¿Cómo lo hubiésemos recibido si el Hijo
no hubiese entrado en comunión con nosotros haciéndose carne? ¡Por eso
pasó El por toda edad, restituyéndonos a todos la comunión con Dios!
Cuantos dicen, pues, que el Verbo se manifestó
aparentemente, que no nació en la carne ni verdaderamente se hizo
hombre, -docetas y gnósticos-, están aún bajo la condenación antigua:
Esos defienden el pecado, pues según ellos no ha sido vencida la
muerte, pues quien debía matar al pecado y redimir al hombre, -reo
de muerte-, tenía que hacerse lo que era el hombre, -reducido a la
esclavitud por el pecado y sometido al poder de la muerte (Rm 6,20,
21)-, a fin de que el pecado fuese matado por el hombre y este fuese
librado de
la muerte (Ga 5,15; Rm 8,13; Hb 2,14-15). ¡Lo que no ha sido
asumido no ha sido curado!¡Sólo lo que está unido a la Divinidad ha sido
salvado!, dirán los padres y repetirá la teología posterior.[11]
El cristianismo no es mito sino historia; no es apariencia sino verdad;
no es símbolo sino realidad; no es idea sino acontecimiento. El
cristianismo no es monotonía cíclica sino singularidad irrepetible; no
es eternidad abstracta sino memorial; no es provisoriedad permanente
sino definitividad comenzada; no es filosofía sino noticia; no es
elocuencia convincente sino testimonio invitante. El cristianismo no es
ofrecimiento del hombre sino llamada, envío y autoridad de Dios; no es
ascensión del hombre sino condescendencia divina; no es sabiduría sino
necedad; no es demostración sino escándalo...
El cristianismo es
Jesucristo.[12]
c) Dios y hombre verdadero
No es de la carne ni de la sangre, ni del deseo de varón, sino de Dios,
del agua y del Espíritu, como nacen los hijos de Dios. El fundamento de
esta palabra de salvación está en la verdad del nacer, del morir y del
resucitar de Jesús de Nazaret. Tan “imposible” es que resuciten los
muertos como que María conciba en su seno al Hijo de Dios. Pero lo
imposible para los hombres es posible para Dios:
Por causa de nuestra salvación, descendió del Padre
desde los cielos y asumió un cuerpo semejante al nuestro. Nació del
Espíritu Santo y de la Virgen María. Permaneciendo Dios, se hizo hombre,
para poder salvar al hombre con sus signos visibles. Se encarnó
verdaderamente y no en
apariencia. Pues si la encarnación fue falsa, también lo sería la
salvación humana... En El existen ambos, el hombre visible y el Dios
invisible. Comió en cuanto hombre, y porque era Dios alimentó a cinco
mil hombres con cinco panes (Mt 14,15-21);como hombre durmió en la nave
(Mt 8,24), como Dios increpó al viento y al mar (Mt 8,26);como hombre
fue crucificado, y porque era Dios otorgó el paraíso al ladrón que le
confesó (Lc 23,43); como hombre murió y su cuerpo fue sepultado, y
porque era Dios resucitó del sepulcro a quien yacía en él desde cuatro
días (Jn 11,39-44). Se debe, pues, creer que Cristo es Dios y Hombre,
reconocido éste por sus pasiones y manifestado aquél por sus obras
divinas, las cuales atestiguan su comunión con el Padre.[13]
En una gozosa meditación, San Gregorio Nazianceno, sigue los pasos del
Jesucristo en todo el Evangelio, contemplando su humanidad, que deja
transparentar el inequívoco resplandor de su divinidad:
Este, pues, que tú ahora desprecias, existía siempre
y estaba por encima de ti. Y, al encarnarse, permaneció lo que era y
asumió lo que no era. Nació, El, que existía sin causa, por una causa:
para que tú pudieras ser salvado. Se hizo hombre, para que yo pudiera
convertirme en Dios en el mismo grado en que El se hizo hombre. Nació,
es verdad, mas había sido también engendrado; de una mujer, ciertamente,
pero que era también virgen (Lc 1,26s). El primer fenómeno es humano, el
segundo divino. Por una parte no tenía padre, pero por otra no tenía
madre (Hb 7,3): ambas cosas son manifestación de la divinidad. Fue
llevado por un seno, sin duda, pero fue reconocido por el profeta,
también todavía él en el seno, que dio saltos ante el Verbo por el que
había recibido la vida (Lc 1,41). Fue ciertamente envuelto en pañales
(Lc 2,7), pero al resucitar se liberó del sudario con que lo habían
sepultado (Lc 24,12). Fue colocado en un pesebre, pero los ángeles lo
glorificaron (Lc 2,7), una estrella lo anunció y unos magos lo adoraron
(Mt 2,2s). Fue exiliado, sin duda, a Egipto (Mt 2,13s), sin embargo
mandó al exilio las falsas creencias de los egipcios. No tenía ni
hermosura ni belleza a los ojos de los hombres (Is 53,2), pero a los de
David aventajaba en belleza a todos los hombres (Sal 44,3), sobre el
monte resplandecía de luz, se hizo más luminoso que el sol (Mt 17,2),
iniciándonos a los misterios futuros.
Fue bautizado (Mt 3,16) ciertamente como hombre, pero
borró los pecados como Dios (Mt 9,2-6); personalmente, no tenía
necesidad de purificación, pero se sometió a ella para purificar las
aguas[14].
Fue tentado como hombre (Mt 4,1-11), pero venció como Dios, invitándonos
a tener ánimo, ya que El venció al mundo (Jn 16,33). Tuvo hambre (Mt
4,2), y no obstante nutrió a miles de personas (Mt 14,21) y El es el pan
vital y celestial (Jn 6,31ss). Tuvo sed (Jn 19,28), pero gritó: “Quien
tenga sed, que venga a mí y beba”, y prometió que todos los que creyeran
en El se convertirían en fuentes que siempre manan (Jn 7,37s). Se cansó
(Jn 4,6), pero es el descanso de cuantos están cansados y fatigados (Mt
11,28). Le pesó el sueño (Mt 8,24), pero demostró ser ligero sobre el
mar, increpó a los vientos e hizo ligero a Pedro que se sumergía (Mt
14,25ss). Paga el tributo, pero lo toma del pez (Mt 17,24ss) y es rey de
quienes lo exigen. Es llamado samaritano y endemoniado (Jn 8,48), pero
salva a uno que bajaba a Jerusalén y había dado con ladrones (Lc 10,30s)
y le reconocen además los demonios (Mc 1,24), los ahuyenta, ahoga en el
mar a legiones de espíritus (Mc 5,7ss) y ve como se precipita igual que
un rayo el príncipe de los demonios (Lc 10,18). Le arrojan piedras, pero
no logran prenderle (Jn 8,59). Ora (Mt 14,23...), pero escucha la
oración de los demás; llora (Lc 19,41; Jn 11,35), pero enjuga el llanto
(Lc 7,13;8,52). Pregunta dónde había sido colocado Lázaro (Jn 11,34), en
cuanto era hombre, pero resucita a Lázaro en cuanto era Dios. Fue
vendido a muy bajo precio, ya que dieron por El treinta denarios de
plata (Mt 26,15), pero rescata el universo a un precio muy elevado (1P
1,19; 1Co 6,20), dado que derrama por él su sangre. Como una oveja es
conducido al matadero (Is 53,7), pero es también pastor que apacienta a
Israel (Sal 79,2; Mi 5,3; 7,14; Mt 15,24), y el universo entero (Jn
10,16; Hb 13,20). Es mudo como un cordero (Is 53,7), pero es el Verbo y
lo anuncia la voz de aquel que grita en el desierto (Jn 1,23). Cayó
presa de enfermedad y fue herido (Is 53,4s), sin embargo cura todo mal y
toda enfermedad (Mt 9,35). Lo izaron en el leño y lo clavaron, pero nos
puso de nuevo junto al árbol de la vida (Gn 2,9; Ap 2,7; 22, 2.14.19),
salva al ladrón que habían crucificado con El (Lc 23,43), sumerge en las
tinieblas (Mt 27,45) todo cuanto puede ser visto. Le dan a beber vinagre
y, por comida, hiel (Mt 27,48): ¿a quién? A aquel que cambió el agua en
vino (Jn 2,7ss), que disolvió el gusto amargo (Ex 15,23ss), que es la
dulzura misma, que suscita el deseo en todo su sentido (Ct 5,16). Ofrece
su vida, pero tiene el poder de tomarla de nuevo (Jn 10,18), el velo se
rasga (mostrando las realidades del cielo), las rocas se parten, los
muertos resucitan (Mt 27,51s). Muere, pero da la vida y con su muerte
destruye la muerte (2Tm 1,10; Hb 2,14). Es sepultado, pero resucita.
Desciende a los infiernos, pero arranca de allí a las almas, sube al
cielo y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos (Hch 1,9-11).[15]
María es verdadera madre de Jesús. Son muchos los pasajes del Nuevo
Testamento que así lo confiesan (Mt 1,18; 2,11.13.20; 12,46; 13,55; Jn
2,1; Hch 1,14). El relato del nacimiento atestigua que lo llevó en su
seno durante nueve meses y que le dio a luz cuando le llegó la hora del
alumbramiento (Lc 2,5-7).
a) Madre en la fe y en su seno
Pero no sólo es madre biológica del Señor. Pues antes de recibir a
Jesús en su seno, lo había aceptado y recibido en la fe. De ella, no
sólo se puede decir: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
criaron!”, sino también “¡Dichosos más bien los que escuchan la Palabra
de Dios y la guardan!” (Lc 11,27-28; Cfr 2,19.51; 8,21). Con razón
exclamará Isabel ante ella: “¡Dichosa, tú, que has creído!” (Lc 1,45).
Como dicen Tertuliano y San Agustín:
Mediante una obra, que se oponía al diablo, recuperó
Dios su imagen y semejanza, conquistada por el diablo. Pues como la
palabra mortífera penetró en la virgen Eva, así la vivificante
Palabra de Dios debía penetrar en una Virgen, a fin de que lo
perdido fuese salvado por medio del mismo sexo: Había creído Eva
a la serpiente (Gn 3,1-7), creyó María a Gabriel, cancelando
la fe de María el pecado cometido por la incredulidad de Eva.[16]
La bienaventurada María, en efecto, concibió por su
fe a Quien por su fe dio a luz... Llena de fe concibió a Cristo en su
mente antes que en su seno, al responder: “He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí lo que dices” (Lc 1,35), es decir, “que sin el concurso de
varón conciba yo permaneciendo virgen; que del Espíritu Santo y de una
Virgen nazca aquel, en quien la Iglesia renacerá virgen del Espíritu
Santo” (Jn 3,5); que, el “Santo”, que nacerá de una Madre sin padre, se
llame “Hijo de Dios”... ¡Creyó María y en ella se cumplió lo que creyó!
¡Creámoslo también nosotros, para que se cumpla en nosotros.[17]
Antes de habitar el Hijo de Dios en el seno de María,
sin duda ya “moraba Cristo por la fe en el corazón” (Ef 3,17) de
quien, por la fe, le “concibió antes en su mente que en su vientre
virginal”. “En el alma la fe, y en el vientre Cristo". Así "María fue
más feliz por recibir la fe de Cristo que por concebir la carne de
Cristo" "ya que nada habría aprovechado la divina maternidad a María, si
no hubiese sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su
carne”.[18]
b) Madre Virgen
Y esta maternidad divina es virginal: “Lo engendrado en ella es del
Espíritu Santo” (Mt 1,20). Aquí Mateo ve el cumplimiento de la promesa
de Isaías (7,14): “Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le
pondrán por nombre Emmanuel” (Mt 22,23). Ciertamente este misterio no es
accesible a una consideración puramente histórica. Sólo se descubre a
través de una lectura de los textos bíblicos hecha en el corazón de la
Iglesia, a la luz de la tradición eclesial, es decir, en la profesión de
fe de la Iglesia.[19]
San Ignacio de Antioquía habla de “tres misterios sonoros que se
cumplieron en el silencio de Dios: quedó oculta al príncipe de este
mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la
muerte del Señor” (A los Efesios 19,1). Las tinieblas del Calvario
envolvieron a Jesús mientras moría, la noche del establo de Belén ocultó
el parto de María, y la soledad de Nazaret rescató de la curiosidad la
concepción virginal.
A los Padres les gusta repetir que “la profecía de Isaías preparó la
credibilidad de algo increíble, explicando lo que es un signo: ‘Pues el
Señor os dará un signo: He aquí que una virgen concebirá en su seno y
dará a luz un hijo’ '(Is 7,14). Un signo enviado por Dios no sería tal,
si no envolviese alguna novedad extraordinaria. ¡No es un signo lo que
todos los días sucede, es decir, que una joven no virgen conciba y dé a
luz! Pero ¡sí es un signo el que una virgen sea madre!”.[20]
Rufino de Aquileia dice que para aceptar que Jesús nació de la Virgen
por obra del Espíritu Santo “se requiere un oído limpio y un
entendimiento puro”:
¡Un parto nuevo fue dado al mundo! Y no sin razón.
Pues quien en el cielo es el Hijo único, también en la tierra nace único
y de modo único. De todos conocidas y evocadas en los Evangelios (Mt
1,22ss) son, a este respecto, las palabras de los profetas, afirmando
que “una virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Is 7,14). Pero también
el profeta Ezequiel había preanunciado el modo admirable del parto,
designando simbólicamente a María “puerta del Señor”, es decir, a través
de la cual el Señor entró en el mundo: “La puerta que da al oriente
estará cerrada y no se abrirá ni nadie pasará por ella, porque el mismo
Señor Dios de Israel pasará a través de ella, y estará cerrada” (Ez
44,2). ¿Pudo decirse algo más claro sobre la consagración de la Virgen?
En ella estuvo cerrada la puerta de la virginidad; por ella entró en el
mundo el Señor Dios de Israel y, a través de ella, salió del vientre de
la Virgen, permaneciendo asimismo cerrada la puerta de la Virgen, pues
conservó la virginidad.[21]
Con la confesión de fe en la concepción virginal, la Iglesia confiesa
que Cristo, el Salvador, es puro don, irrupción gratuita de Dios, no
logro humano. Y esto para todo cristiano. La salvación en Cristo es don
y no conquista humana. Cristo es don, que se acoge en la fe, como María
Virgen.
c) Madre de Dios
El Hijo eterno de Dios fue concebido en María por el Espíritu y nació
de ella (Mt 1,20; Lc 1,31.35). El Credo pone de relieve la verdadera
maternidad de María y su maternidad virginal. El Hijo de Dios es gestado
en las entrañas de María y nace de ella: es realmente su Hijo. No
solamente pasó por ella . María es DEI GENITRIX, THEOTOKOS:
“Madre de Dios”. Así lo confesó la Iglesia en el concilio de Efeso
(431), confesando de esta manera que Jesucristo es verdadero Dios y
verdadero hombre en una sola persona.
Tal confesión de fe no significa, por tanto, que Jesús es mitad Dios y
mitad hombre, sino que para la fe Jesús es completamente hombre y
completamente Dios. Su divinidad no implica disminución de la humanidad;
ni la humanidad, disminución de la divinidad. Contra Arrio y Apolinar,
la fe de la Iglesia confesó siempre la plena e indivisa humanidad y
divinidad de Jesucristo. El nacimiento de Jesús no significa que haya
nacido un nuevo Dios-hijo, sino que Dios Hijo se hace hombre:
La Escritura no dice que el Logos se asoció la
persona del hombre, sino que “se hizo carne” (Jn 1,14). Esto significa
que comunicó con nosotros "en la carne y la sangre” (Hb 2,14). Hizo,
pues, suyo nuestro cuerpo y nació como hombre de mujer (Ga 4,4), sin
dejar por ello el ser Dios y el haber nacido de Dios Padre: ¡En la
asunción de la carne, permaneció siendo lo que era! Por ello los santos
padres de Nicea no dudaron en llamar a la santa Virgen Madre de Dios...
Convenientísimamente, por tanto, y con toda razón la santa Virgen puede
ser llamada Madre de Dios y Virgen Madre, pues Jesús,
nacido de ella, no era un simple hombre. Si la Virgen es Madre de
Cristo, también es ciertamente Madre de Dios; y si no es Madre de Dios,
tampoco es Madre de Cristo... Ya que no entendemos a Cristo como mero
hombre unido a Dios... Es, pues, Madre de Dios quien engendró al Señor
(Lc 2,11.12).[22]
d) María, hija de Sión, figura de la Iglesia
En el Antiguo Testamento nos encontramos con muchos nacimientos
ocurridos milagrosamente en los momentos decisivos de la historia de la
salvación. Además de Sara, la madre de Isaac (Gn 11), nos encontramos
con la madre de Samuel (1S 1-3) y la madre de Sansón (Jc 13), que son
estériles. En los tres casos el nacimiento del hijo, que será el
salvador de Israel, tiene lugar por un acto de la
graciosa
misericordia de Dios, que hace posible lo imposible (Gn 18,14; Lc 1,37),
que exalta a los humildes (1S 2,7; 1,11; Lc 1,52; 1,48). Con Isabel, la
madre de Juan Bautista, a quien llamaban la estéril, se continúa la
misma línea (Lc 1,7-25.36). En todos estos relatos, Dios, contra toda
esperanza humana, una y otra vez suscita una nueva vida para cumplir así
su promesa. Dios elige a los débiles e impotentes para confundir a los
fuertes (1Co 1,27).
Con María llegamos al punto culminante de esta historia de salvación.
María es el resto de Israel, la hija de Sión a donde se dirigen todas
las miradas de la esperanza. Con ella comienza el nuevo Israel:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del
altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será
santo, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).
El horizonte se extiende aquí hasta la creación, superando la historia
de la alianza con Israel. En la creación el Espíritu de Dios es el poder
creador de Dios. El se cernía al principio sobre las aguas. El
transformó el caos en cosmos (Gn 1,2), su soplo hace surgir la vida (Sal
104,30). Por ello, al cubrir a María con su sombra, tiene inicio la
nueva creación. Dios, que de la nada llamó al ser a todas las cosas, en
María coloca un nuevo inicio en medio de la humanidad: su palabra se
hace carne.
La sombra del Espíritu Santo cubriendo a María alude también al templo
de Israel y a la tienda del desierto, que mostraba la
shekiná o
presencia de Dios en medio del pueblo (Ex 40,3; 1R 8,11). María, nuevo
Israel, la verdadera hija de Sión, es el templo y la tienda de la
reunión, en la que se posa la nube en la que Dios entra en la historia.
María es la nueva tienda de la alianza en la que el Verbo de Dios puso
su Morada entre nosotros (Jn 1,14).
El sentido de los acontecimientos es siempre el mismo: la salvación no
viene de los hombres ni de su propio poder. Es regalo de Dios y el
hombre sólo puede recibirlo como don, como gracia. El libro de Isaías
expresa solemnemente que la salvación viene solamente del poder de Dios,
cuando dice:
Alégrate, estéril, que no das a luz, rompe a cantar
de júbilo, tú que no has tenido los dolores, porque la abandonada tendrá
más hijos que la casada, dice el Señor (Is 54,1; Ga 4,27; Rm 4,17-22)
En Jesús ha puesto Dios en medio de la infecundidad de la humanidad un
nuevo comienzo de vida: Jesús no es fruto del deseo ni del poder del
hombre, sino concebido por el Espíritu de Dios en el seno virginal de
María. Por eso es el nuevo Adán (1Co 15,47); con El comienza una nueva
creación. El eterno y divino “Verbo se hizo carne” en María e inició la
redención de la carne. “Entró en este mundo” tras “haberle preparado un
cuerpo” (Hb 10,5) en el seno de María el mismo “Espíritu de Dios”, que
al principio “se cernía sobre las aguas” y creó los seres de la nada,
dando de este modo comienzo a la “nueva creación” con la generación del
“Hombre nuevo”.
En la virginidad de María, es decir, de la nada, comienza la nueva
creación, el hombre nuevo, Jesús, Hijo de Dios concebido por la
fuerza del Altísimo, el Espíritu Santo. Aparecen estrechamente
vinculados el nacimiento virginal y la filiación divina de Jesús. El
hijo de María no es engendrado por un padre terreno, sino que, como Hijo
de Dios, es engendrado por su Padre Dios, mediante el Espíritu Santo. La
ruah de Dios es la fuerza creadora de Dios, que se cernía sobre
las aguas primordiales, y que al “descender sobre María”, cubriéndola
con su sombra, hace presente a Dios como Padre de Jesucristo.
¿Te maravilla esto? ¡Maravíllate aún! Da a luz la
Madre y Virgen, fecunda e intacta; es engendrado sin padre, Quien hizo a
la madre; el Hacedor de todo se hace uno entre todos; es llevado en las
manos de la Madre el Rector del universo; mama el pecho, Quien gobierna
los astros; calla, quien es el Verbo.[23]
El nacimiento virginal expresa con una claridad insuperable que Jesús,
como Hijo de Dios, tiene su origen única y exclusivamente en el Padre
que está en los cielos, y que todo lo que Jesús es, lo es por El y para
El (Lc 2,49). El nacimiento virginal es, pues, un signo elocuente y
luminoso de la verdadera filiación divina de Jesús. “No tenía necesidad
de la semilla del hombre -dice Tertuliano- quien tenía la semilla de
Dios. Y como, antes de nacer de la Virgen, pudo tener a Dios por Padre
sin tener a una mujer por madre, cuando nació de la Virgen pudo tener
una Madre humana sin tener un padre humano”.[24]
Como verdadera “hija de Sión”, María es la imagen de la Iglesia, la
imagen del creyente que alcanza la salvación como don del amor, mediante
la gracia de Dios. En este sentido, María es la verdadera hija de
Abraham, a la que puede decirse: “Dichosa, tú, que has creído” (Lc
1,45). En el anuncio del ángel escucha las mismas palabras que en el
Antiguo Testamento se dicen de Israel: “¡Alégrate, María!” (Lc 1,28).
“¡Alégrate, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, Israel!¡Alégrate y gózate de
todo corazón, Jerusalén!” (So 3,14; Jl 2,23; Za 9,9). María es la hija
de Sión en la hora bendita del cumplimiento de la esperanza de Israel.
Es la “Madre Virgen” (S. Cirilo), o la “Virgen Madre” (S. León Magno),
es decir, “Madre de Cristo y Virgen de Cristo” (S. Agustín).
María, Virgen de Nazaret, es “la bendita entre las mujeres” porque
“bendito es el fruto de su vientre” (Lc 1,42). Por ello, la felicitaron,
la felicitan y la “felicitarán todas las generaciones” (Lc
1,27.35.42.48).
María anticipa las bienaventuranzas del Evangelio. Es bienaventurada
porque Dios ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva (Lc 1,47-48).
María testimonia con toda su existencia que “los últimos serán los
primeros” (Mc 10,31). Ella es “la llena de gracia” (1,28), la que no es
nada por sí misma pero lo es todo por la bondad de Dios. Por elección
inescrutable de Dios halló gracia ante El. Así es figura y prototipo de
la Iglesia y de cada creyente (LG 53; 63). Ella nos dice que nuestra
llamada a la vida y la fe tienen su origen en Dios, que desde toda la
eternidad puso sus ojos sobre nosotros y en un determinado momento nos
llamó por nuestro nombre propio.
e) Madre de la Iglesia
En el relato de la anunciación aparece la palabra “más importante” (von
Rad) de la historia de Abraham: “para Dios nada es imposible” (Lc 1,37;
Gn 18,14). Y la historia de Abraham nos orienta hacia el centro de la
salvación cristiana: el nacimiento de su “descendencia, es decir Cristo”
(Ga 3,16). De las entrañas muertas de Sara nació Isaac como hijo de la
promesa; de la esterilidad de una mujer y de la ancianidad de un hombre,
y de la promesa divina, nace un hijo. Dios con su poder llamó a la
existencia a lo que no era, lo mismo que al resucitar a Jesús abrió a
los hombres las puertas de la Vida; Dios al perdonar el pecado genera al
hombre, justifica al impío (Cfr Rm 4). Pues bien, de la fe de María y de
la sombra fecundante de Dios nace en la historia de los hombres el Hijo
del Altísimo, el don supremo de Dios a los hombres. María creyendo el
anuncio del ángel concibió la carne del Salvador:
Como Eva por su desobediencia fue para sí y
para todo el género humano causa de muerte, así María -nueva Eva- con su
obediencia fue para sí y para nosotros causa de salvación. Por la
obediencia de María se desató el nudo de la desobediencia de Eva: “¡Lo
que por su incredulidad había atado Eva, lo soltó María con su
fe”.[25]
María es la primera criatura en quien se ha realizado, ya ahora, la
esperanza escatológica. En ella la Iglesia aparece ya “resplandeciente,
sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (Ef 5,27), presente con Cristo
glorioso “cual casta virgen” (2Co 11,2). Y así, podemos dirigirla
nuestra plegaria: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores”. De este modo “con su luz precede la peregrinación del Pueblo
de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue
el día del Señor” (LG 68).
Con razón Pablo VI la llamó Madre de Cristo y Madre de la Iglesia:
madre de la Cabeza y del Cuerpo de Cristo. Su seno virginal fue como “el
tálamo nupcial, donde el Esposo Cristo se hizo Cabeza de la Iglesia,
uniéndose a ésta para hacerse así el Cristo total, Cabeza y Cuerpo” (S.
Agustín). Esta maternidad eclesial de María se consumará “junto a la
cruz de Jesús”, cuando Este “consigne a su Madre por hijo al discípulo
amado y dé a éste por Madre a la suya” (Jn 19,25-27).[26]
Como madre nuestra, María, la primera creyente, nos acompaña en nuestro
peregrinar y en nuestra profesión de fe en Jesucristo, concebido por
obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de ella, santa María Virgen.
Su última palabra recogida en el Evangelio nos coloca ante su Hijo
bendito para “hacer lo que El nos diga” (Jn 2,5).
En nuestra vida, que sin El no es vida, pues sin El la fiesta no es
fiesta, “al faltarnos el vino”, Jesús transforma nuestras carencias
diarias, nuestra cruz, en fuerza y sabiduría de Dios, en camino de
salvación. El sabe por experiencia lo que es la fragilidad, la
tentación, la angustia y hasta el abandono de Dios. Hombre en todo, de
carne y hueso, existió en una carne semejante a la del pecado (Rm 8,3;
2Co 5,21):
Pues, así como lo hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó El de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud... Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser misericordioso y sumo Sacerdote fiel... Pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados (Hb 2,14-18)
Así, Jesús, entrando en la historia, ha hecho de nuestra historia la
trama de la intervención de Dios, convirtiendo cada momento en
kairós:
oferta de gracia y riesgo de perdición. Jesús, encarnándose en nuestra
historia, ilumina y rescata la historia humana con su pasado, presente y
futuro. Podemos cantar con San Basilio:
¡Dios sobre la tierra!¡Dios entre los hombres! Y no
dictando leyes y aterrorizando a los oyentes mediante el fuego, la trompeta,
el monte humeante, la nube y la tempestad (Ex 20,16-24), sino dialogando
mansa y suavemente con los que tienen la misma naturaleza que la suya.
¡Dios en la carne! Y no obrando a intervalos, como en
los profetas, sino uniendo a sí la humanidad y, mediante su carne, atrayendo
a sí a todos los hombres...
Dios se hizo carne, para matar la muerte
oculta en ella; pues la muerte reinó hasta la venida de Cristo (Rm 5,12-16).
Pero luego apareció la bondad salvadora de Dios (Tt 3,4), salió el sol de
justicia (Ml 3,20; Lc 1,78s) y “la muerte fue absorbida en la victoria” (1Co
15,54), al no soportar la presencia de la verdadera Vida.
Dios está en la carne: para santificar esta carne
maldecida, ruborizar la carne débil, unir con Dios la carne alejada de El,
llevar al cielo la carne caída.
Y ¿cuál fue el taller de esta disposición
salvífica? ¡El cuerpo de la santa Virgen! ¿Cuáles fueron los principios de
la generación? ¡El Espíritu Santo y la adumbrante Fuerza del Altísimo! (Lc
1,35; Mt 1,18).
La Virgen y la Desposada con un hombre
fue hallada idónea para el ministerio de este plan salvador, a fin de que
fuese estimada la virginidad y no se despreciase el matrimonio; fue elegida
la virginidad para la santificación; y el desposorio para dar inicio a las
nupcias cristianas... También, según un autor antiguo, fue elegida una
Virgen desposada para ocultar la virginidad de María al “príncipe de este
mundo”, pues con el desposorio se dio ocasión de dudar al “maligno”, que
desde la profecía mesiánica, -”he aquí que la virgen concebirá en su seno y
dará a luz un hijo”-, observaba a las vírgenes; mediante el desposorio fue
engañado aquel “insidiador”.[27]
[1] Cfr Mt 7,15; 2Jn 7,8; pues “todo espíritu que
confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu
que no confiesa a Jesús no es de Dios; ese es del Anticristo”, dice
1Jn 4,1-3.
[3] Rm 1,1.3; 2Tm 2,8; Hch 1,14; 13,23; Mt 1,1.6-25; Lc
1,26-38; 2,1-7; 3,23-38; Mc 3,31-32; 6,3; Jn 2,1.3.12; 19,25-26.
[5] 1Jn 1,1-3; Jn 1,14; 2.11; 11,40-43; 12,28; 17,5. I. DE LA
POTTERIE, La verité dans saint Jean, Roma 1977, p.176-210.
[12] RICARDO BLAZQUEZ, Creo en Jesús de Nazaret, nacido
de la Virgen María, en El Credo de los cristianos, p.45-64.
[14] SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Ephes. 18,2,
diciendo que “Jesús fue bautizado para purificar el agua con su
pasión” enseña que, en el bautismo de Jesús, imagen anticipada de su
muerte, El comunicó al agua la capacidad purificadora propia de su
pasión.
[19] I. DE LA POTTERIE, La Mère de Jésus et la conception
virginale du Fils de Dieu, Marianum 40(1978)41-90.
[20] TERTULIANO, Adversus Marcion III 13,4-5:
contra los que afirman que almah significa sólo joven y no
virgen. Cfr San JUSTINO, Apología 1ª 33,1; Diálogo
43,7-8; 66,1-67,2; 71,3; 84,1-3; SAN IRENEO, Adversus haereses
III,21,1-5; ORIGENES, Contra Celso I 32-51; SAN JUAN
CRISOSTOMO, In Matheum Homilia 4,2-3...