CANTAR DE LOS CANTARES -RESONANCIAS BIBLICAS: 8. AUSENCIA Y BUSQUEDA DEL AMADO: 5,2-8
Emiliano Jiménez Hernández
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AUSENCIA Y BUSQUEDA DEL AMADO: 5,2-8
a) Mientras dormía, mi corazón velaba
b) La voz del amado
c) La mano en la cerradura
d) Le busqué y no le hallé
e) Herida de amor
a) Mientras dormía, mi corazón velaba
Tras la plenitud de gozo en el encuentro del huerto, vuelve la noche y
la separación. Mientras peregrinamos por este mundo, el amor se vive en
tensión entre la presencia y la ausencia, el encuentro y la búsqueda,
gozando de las primicias del Espíritu y esperando la visión eterna cara
a cara, sin que la noche siga al día (Ap 21,25; 22,5). Ahora, con la
embriaguez llega el sueño: Yo dormía, dice la esposa después del
banquete con el Esposo y los amigos. No es un sueño común, se trata de
un sueño particular. En el sueño normal, quien duerme no está despierto
y quien está despierto no duerme. Lo uno pone fin a lo otro; el sueño y
la vigilia se excluyen mutuamente. Aquí, en cambio, ocurre algo
insólito: Yo dormía, pero mi corazón velaba: "Con toda mi alma te
anhelo en la noche, y con todo mi espíritu te busco por la mañana" (Is
26,9). Es el sueño de Jacob en Jarán con la cabeza recostada sobre una
piedra, donde su corazón despierto contempla la escala que une cielo y
tierra (Gén 28,10ss). Es el sueño de Elías bajo la retama del desierto,
cuando se le aparece el ángel del Señor y le dice: "Levántate y come que
el camino hasta el Horeb es largo" (1Re 19,1ss).
Comenta Gregorio de Nisa: La esposa, embriagada por el vino del esposo,
cae en el sueño. Los sentidos, con que ha buscado las cosas terrenas, se
han cerrado, pero su corazón sigue en vela, a la espera del Amado, según
su consejo: "Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y
sed como hombres que esperan a que su Señor vuelva de la boda, para que,
en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos,
que el señor al venir encuentre despiertos, os aseguro que se ceñirá,
los hará sentarse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá" (Lc
12,35-37). La esposa se asemeja a los ángeles, que aguardan que vuelva
el Señor de la boda con los hombres. Están sentados, vigilantes, a las
puertas del cielo, para abrirle apenas llegue para ser coronado como rey
de la gloria (Sal 23,7-10). El Señor vuelve como rey glorioso al reino
de los cielos, donde es acogido con aclamaciones. Vuel como esposo que
sale de su tálamo (Sal 18,6) después de haber celebrado las bodas con la
virgen (2Cor 11,12) que, mediante la regeneración del agua bautismal, ha
dejado de ser una meretriz en pos de la idolatría (Ez 16,15ss). A
nosotros, muertos para el mundo, se nos invita a vivir despiertos en los
atrios de nuestro santuario interior, esperando la vuelta del Señor de
la gloria.
Ahora bien, cada texto de la Escritura contiene innumerables
significados: "No es ésta una palabra vacía para nosotros" (Dt 32,47).
"Como un martillo golpea la roca" (Jr 23,29) y la rompe en muchos
fragmentos, así también de cada palabra de la Escritura se desprenden
muchos significados: "Una cosa ha dicho Dios, dos he escuchado: porque
de Dios es la potencia" (Sal 62,12).
Yo dormía
se puede entender de otra manera. Después de los hechos salvadores del
Exodo, Israel pecó; se durmió y el Señor lo entregó en manos de
Nabuconosor, rey de Babilonia, que lo llevó al exilio. En el exilio los
hijos de Israel eran como un hombre adormilado que no sabe despertarse
de su sueño. La voz del Espíritu les amonestaba mediante los profetas
para despertarlos del sueño de su corazón: "¡Despierta, despierta,
Jerusalén" (Is 51,17). "Despierta, despierta, levántate, Jerusalén
prisionera" (Is 52,1s). Es el sueño del perezoso: "Un poco dormir, otro
poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados; y llegará
como vagabundo tu miseria y como un mendigo tu pobreza" (Pr 6,10s). Es
el sueño de Jonás bajo la retama, que le lleva a desear la muerte
(4,8s). Es el sueño de la tibieza, que amenaza al justo, que se cree
rico y se duerme, perdiendo el celo de sus comienzos, exponiéndose a ser
vomitado por el Señor (Ap 3,14ss). Es el sueño de Israel en su espera
del Mesías, es el sueño de las vírgenes necias, que se quedan fuera del
banquete de bodas por no tener aceite en las alcuzas (Mt 25,1ss). "Velad
y orad, dice el Señor a sus discípulos, para no caer en tentación,
porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26,41).
Tras el encuentro luminoso vuelve la noche. La amada duerme, pero el
amor no duerme, se mantiene en vela. De repente se oye una voz conocida,
que hace saltar el corazón: es el amado que golpea a la puerta: "Mira
que estoy a la puerta y llamo; si uno me oye y abre, entraré en su casa
y cenaremos juntos" (Ap 3,20). ¡Dichosos los siervos a quienes su Señor
encuentre así! (Lc 12,43). Ellos oirán la voz del amado apenas llegue y
llame: La voz de mi Amado que llama.
Cada día empieza todo de nuevo. La esposa, que ha alejado de sí el
cierzo y ha atraído el soplo del Espíritu; que ha visto florecer las
granadas en su jardín y ha preparado al Señor de la creación la mesa del
banquete donde no había ningún manjar impuro (He 10,15), pues Dios todo
lo había purificado: la mirra, el pan untado con miel, el vino mezclado
con la leche; la que ha oído al Esposo decirle: "Eres toda bella, y no
hay mancha alguna en ti"; ahora, ésta misma se encuentra como si le
esperase por primera vez. Escucha su voz con la emoción de la primera
vez. Toda estremecida exclama: ¡La voz de mi Amado que llama!
Cada vez es nueva la voz del Amado: "Si alguien cree conocer algo, aún
no lo conoce como se debe" (1Cor 8,2).
Moisés comenzó a gozar de la visión de Dios en la luz (Ex 19,3) y
después Dios le habló desde la densa nube (Ex 19,9; 20,21). En el
conocimiento de Dios pasamos de la luz a la nube, del conocimiento
aparente al conocimiento oscuro de su misterio insondable; cuanto más se
acerca el hombre a Dios más se adentra en la nube de su misterio,
descubriendo la falsedad de todas las imágenes de Dios, que antes se ha
formado, hasta llegar a la fe desnuda, que confiesa que Dios es Dios. De
las cosas visibles pasamos a las invisibles. La amada, de etapa en
etapa, pasa de ser negra, por la ignorancia de la idolatría, a la
purificación interior de la fe. Dicho de otro modo, su carrera hacia
Dios la hace ser, primero, como yegua y, luego, volar como paloma hasta
posarse a la sombra del manzano, entrando en la nube donde se une con el
Esposo.
Aunque el Esposo se haya dejado ver en tantas ocasiones, sin embargo,
sigue dándose a conocer a través de su voz. Siempre que uno se acerca a
la fuente de la Escritura, que es el manantial que al principio brotó de
la tierra y regó todo el suelo (Gén 2,6), experimenta la maravilla de su
novedad inagotable. Aunque pase siglos sentado junto ella, bebiendo de
ella y contemplándola manar, nunca descubrirá todos sus veneros
escondidos. Su agua salta hasta la vida eterna. Siendo fuente de agua
viva, siempre está manando agua nueva. Cada día sacia y cada día suscita
la sed, para beber de nuevo de ella. La esposa se admira y estremece
cada vez que oye la voz del Amado.
Cada día el Esposo deja oír su voz: ¡Abreme! Y da a la amada las
llaves para abrirle la puerta. Las llaves son los nombres que le da:
hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta. Si uno quiere abrir
las puertas del alma para que entre el rey de la gloria (Sal 23,7-9), ha
de hacerse hermano suyo, acogiendo su palabra y haciendo la voluntad del
Padre (Mc 2,35); amigo suyo, para que le revele todos los misterios del
Padre (Jn 15,15); paloma suya perfecta, que no en la carne, sino en el
Espíritu (Rom 8,4ss). Con estas llaves se abre al Esposo, cuya cabeza
destila el rocío y el relente de la noche, con que arroja del
seno de la tierra las sombras de la muerte (Is 26,19). Tomó entonces la
palabra el Señor y dijo: "¡Arrepentíos y convertíos!" (Jr 3,12s). Abre
tu boca, grita (Lam 2,18s), hermana mía, amada mía, Asamblea de Israel,
que eres como una paloma por la perfección de tus obras. Mira que mis
cabellos están llenos de tus lágrimas, empapados de rocío; y mis rizos
están llenos del relente de tus ojos,
pues "llora que llora por la noche Jerusalén y las lágrimas
surcan sus mejillas" (Lam 1,2).
Los rizos de su cabellera están perlados del relente de la noche,
impregnados de rocío como el vellón de Gedeón (Ju 6,37-40). Llegando de
noche, en el tiempo de la prueba, el esposo se deja sentir como indicio
de las bendiciones de Dios para la amada: "Seré como rocío para Israel,
que florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano. Sus
ramas se desplegarán y su esplendor será como el del olivo" (Os 14,6s).
En un ambiente seco como el de Palestina, el rocío es signo de bendición
(Gén 27,28), es un don divino precioso (Job 38,28;Dt 33,13), símbolo del
amor de Dios (Os 14,6) y señal del amor entre los hombres (Sal 133,3);
es también principio de resurrección: "Revivirán tus muertos, tus
cadáveres revivirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores
del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su
seno las sombras" (Is 26,19). El vellón es el seno de María en el que
cae el rocío divino del Espíritu Santo que engendra a Cristo. La
liturgia sirio-maronita canta:
Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo
de la Virgen y, como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde
ningún sembrador había jamás sembrado y te has convertido en alimento
del mundo... Nosotros te glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que
absorbió el rocío celestial, campo de trigo bendecido para saciar el
hambre del mundo.
Gotas de rocío, que caen de los rizos de la Cabeza, Cristo, sobre su
cuerpo, la Iglesia, son las palabras de sus apóstoles. Son simples gotas
de rocío de la fuente inagotable de la Palabra. Pablo no se cansa de
repetir: "Parcial es nuestra ciencia, parcial nuestra profecía. Cuando
venga lo perfecto desaparecerá lo parcial" (1Cor 13, 9-10;Flp 3,13). La
fuente es inagotable; siempre queda en ella agua para apagar la sed:
"Jesús, puesto en pie, grita: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el
que cree en mí" (Jn 7,37).
Cristo resucitado encuentra a los discípulos con las puertas cerradas
por el miedo. El llama, les anuncia la paz y les muestra las manos y el
costado (Jn 20,19ss). Ocho días después vuelve y dice a Tomás: Abreme tu
corazón con la llave de la fe, "ven, acerca aquí tu dedo, mete tu mano
en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente". Y con Tomás nos dice
a nosotros: "Dichosos los que no han visto y han creído". Tocar a Cristo
o ser tocado por Cristo es lo que estremece las entrañas hasta la
confesión de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,24ss).
En el oficio de Santa Catalina de Siena se dice: Abreme, hermana mía,
que has llegado a ser coheredera de mi reino; amada mía, que has llegado
a conocer los profundos misterios de mi verdad; tú que has sido
enriquecida con la donación de mi Espíritu; tú que has sido purificada
de toda mancha con mi sangre. Sal del reposo de la contemplación y
consagra tu vida a dar testimonio de mi verdad.
Me he quitado la túnica, ¿cómo voy a ponérmela de nuevo? Me he lavado
los pies, ¿cómo volver a mancharlos?
La Asamblea de Israel respondió a los profetas: Ya he sacudido de mí el
yugo de sus mandamientos (Lam 1,8) y he dado culto al abominio de las
naciones, ¿cómo podría atreverme a volver a El? Le responden los
profetas: El Señor, en su amor, te encontró desnuda y te cubrió con la
túnica blanca de la santidad (Ez 16;Ex 28,39-40;29,8;39,7;40 14);
estabas bella como una palmera, como la virgen Tamar vestida con la
túnica de hija de rey (2Sam 13,18). ¿Cómo te has quitado la túnica
nupcial, volviendo a quedar desnuda (Gén 3,7)? ¿Es que ya no esperas al
esposo, que siempre llega a la hora que menos se piensa? Escucha: En
medio de la noche se oyó una voz: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su
encuentro!" (Mt 25,6.21). ¡Pobre esposa que se ha quitado la túnica, con
que la revistió el Amado! ¿Cómo podrá ponérsela de nuevo? Imposible para
ella, pues se trata de la túnica de gloria del Señor (Sal 104,1). Sólo
de él puede recibir "los vestidos blancos para cubrirse y que no quede
al descubierto la vergüenza de su desnudez. Sé, pues ferviente y
arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y
me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap
3,18ss).
Como hija de Abraham, en vez de pensar en sus pies, debería pensar en
los pies del viajero que visita su tienda: "Permitid que os traiga un
poco de agua, os lavaréis los pies y reposaréis a la sombra de este
árbol" (Gén 18,4). Como se siente pura, porque se ha lavado los pies,
ignora que necesita que el amado la lave toda entera para ser realmente
pura de todas sus inmundicias: "Cuando haya lavado el Señor la
inmundicia de las hijas de Sión y haya limpiado las manchas de sangre
del interior de Jerusalén, entonces extenderá Yahveh sobre el monte de
Sión el resplandor de su gloria" (Is 4,4ss). Por ello el Señor le
responde por medio de los profetas: Yo también he quitado mi Shekinah de
en medio de ti (Ez 10,18s), ¿cómo podría volver? Puesto que tú has hecho
obras malas y yo he santificado mis pies de tu impureza, ¿cómo podría
volver a mancharlos en medio de ti con tus obras malas? ¿Has olvidado mi
palabra "Este es el lugar de la planta de mis pies, aquí habitaré en
medio de los hijos de Israel para siempre y no contaminarán más mi santo
Nombre con sus prostituciones" (Ez 43,7)?
La frialdad de la esposa frente a su fiel esposo refleja la frialdad de
Israel en tantos momentos de su historia. Pero Dios, en su fidelidad,
insiste, mete la mano en el agujero de la cerradura de la puerta, hasta
estremecer las entrañas de la amada. "Vino a su casa y los suyos no le
recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse
hijos de Dios" (Jn 1,11s). El Señor, cuyas entrañas maternas se
estremecen ante la amada (Jr 4,19; 31,20; Is 16,11; 49,15), insiste sin
cansancio: ¡Hijos míos! Abridme un resquicio de penitencia como el ojo
de una aguja y Yo abriré puertas tan grandes que podrán pasar por ellas
carros y camellos. "Cesad en vuestras malas acciones y sabed que Yo soy
Dios" (Sal 46,11). Es suficiente abrir un pequeño resquicio para que el
amado meta sus mano, estremezca nuestras entrañas y nos haga saltar del
lecho. Un resquicio de conversión, un zureo de arrepentimiento le basta
al amado: "andarán por los montes, como palomas de los valles, gimiendo
cada uno por sus culpas" (Ez 7,16), "zureando sin cesar como palomas,
porque fueron muchas nuestras rebeldías frente a ti" (Is 59,11s). "A la
tarde, a la mañana, al mediodía me quejo y gimo: él oye mi clamor" (Sal
55,18). El Señor está cerca de quien, con
corazón contrito y humillado (Sal 51,19), "desahoga ante él su
alma en pena" (1Sam 1,15s). "Mira, Señor, que estoy en angustia, me
hierven las entrañas, el corazón se me retuerce dentro, pues he sido muy
rebelde" (Lam 1,20s).
La confesión del propio pecado cambia radicalmente todo: La esposa ha
escuchado la voz del Amado y le ha obedecido: se ha hecho hermana suya,
amiga, paloma, perfecta. Se ha quitado la túnica de pieles, con que se
había revestido después del pecado (Gén 3,21) y ha lavado el polvo de
sus pies (Jn 13,10). En Cristo se ha quitado el velo de su corazón:
"Sólo en Cristo desaparece el velo, puesto sobre los corazones. Cuando
uno se convierte al Señor se arranca el velo" (2Cor 3,14-16). La
redención de Cristo libra totalmente del pecado y hace innecesario el
velo, que sólo cubría el pecado, sin eliminarlo. El hombre viejo es el
que necesita del velo; quien se ha despojado de él y se ha revestido del
hombre nuevo (Col 3,9) no se corrompe siguiendo la seducción de las
concupiscencias, pues está revestido del Hombre Nuevo, creado según
Dios en justicia y santidad (Ef 4,22ss), es decir, está revestido de
Jesucristo (Rom 13,14), que dejó en la tumba el sudario y las vendas,
con que antes se había revestido (Jn 20,6-7).
La esposa, que se ha despojado de la túnica, no desea ponérsela de
nuevo; le basta estar revestida de Jesucristo; le basta una sola túnica
(Mt 10,10). Quienes han recibido la túnica blanca del bautismo, no
pueden volver a revestirse de la túnica del pecado. Dos túnicas, la de
Cristo y la del pecado, son inconciliables (2Cor 6,4). Y menos aún echar
un remiendo nuevo en la túnica vieja, pues se haría un desgarrón y la
situación sería peor que antes (Mc 2,21). Quien se ha revestido de la
túnica luminosa, que mostró el Señor en su transfiguración (Mt 17,2),
¿como puede aceptar vestir el andrajoso vestido del borracho y el
fornicador (Pr 23,21)?
Quien se ha lavado los pies para pisar la tierra santa (Ex 3,5), ¿cómo
va a mancharlos otra vez? Moisés, que preparó las vestiduras
sacerdotales según el modelo celeste que se le mostró en el Monte (Ex
28,4ss), no preparó sandalias para los pies. El sacerdote, que camina
sobre tierra santa, no puede llevar en sus pies calzado de animales
muertos. Por ello el Señor prohíbe a sus discípulos llevar sandalias (Mt
10,10) o caminar sobre el camino de los paganos (Mt 10,5). El Señor es
el camino, por donde marchan quienes se han despojado de la vestidura
del hombre muerto. La esposa ha comenzado a caminar por esa vía; el
Señor le ha lavado los pies y se los ha secado (Jn 13,5), ¿cómo volver a
ensuciarlos?. Quien, por el bautismo, ha sido lavado, apoya sus pies
sobre la roca y no sobre el fango: "Me sacó de la fosa fatal, del fango
cenagoso; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos" (Sal
39,3). La roca es el Señor (1Cor 10,4), que es luz (Jn 1,4; 8,12) y
verdad (Jn 14,6), incorruptibiliadad (1Cor 15,53-57) y justicia (1Cor
1,30), virtudes con que está empedrada la vía de la santidad. Quien
camina por esta vía, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda,
encuentra al Señor: Mi Amado metió la mano por la cerradura y se me
estremecieron las entrañas. La voz del Amado le hace presente. Un
pequeño resquicio es suficiente para que él meta su mano y toque en lo
más íntimo al alma. La mano o potencia de Dios hace exultar, estremece
el ser del hombre, como saltó de gozo Juan en el seno de su madre ante
la presencia del Señor en el seno de María (Lc 1,44). Es la exultación
de los ciegos, cojos, leprosos y muertos a los que el Señor curó
tocándoles con la potencia de su mano.
Me levanté para abrir a mi Amado y mis manos destilaron mirra, mirra
fluida mis dedos, en el pestillo de la cerradura.
Cuando sentí fuerte contra mí el golpe de la potencia del Señor, me
arrepentí de mis obras, ofrecí sacrificios e hice subir el incienso de
los aromas ante el Señor. Pero no fue acogida mi ofrenda, porque el
Señor había cerrado frente a mí las puertas de la conversión: "Aunque
grito y gimo, El sofoca mi oración. Ha interceptado mis caminos con
bloques de piedra, ha obstruido mis senderos" (Lam 3,8s). El Señor
corrige a quien ama: "Que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías
te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta dejar a
Yahveh tu Dios" (Jr 2,19). La gloria de Dios se ha alejado y ahora te
toca caminar hacia el exilio "amargado, con quemazón de espíritu,
mientras la mano de Dios pesa fuertemente sobre ti" (Ez 3,15s). Pero no
desesperes, pues la mirra que destilan tus manos exhala el perfume del
arrepentimiento. La mirra del sacrificio fluye sobre tus manos y las
purifica. Ellas serán transformadas en fuentes de oro para la ofrenda
del incienso en honor del Señor (Nm 7,84ss).
Si las puertas de la oración están cerradas, no lo están las de las
lágrimas: "Escucha mi oración, oh Dios, inclina tu oído a mi lamento; no
seas sordo a mis lágrimas" (Sal 39,13). La oración es como una cisterna,
la penitencia como el mar; la cisterna está a veces abierta, a veces
cerrada; pero el mar está siempre abierto, o sea, las puertas de la
penitencia están siempre abiertas. Me levanté para abrir a mi Amado
con el arrepentimiento; y mis manos gotearon mirra por la
amargura de mi pecado. "Y Yahveh se arrepintió del mal" (Ex 32,14). La
oración y las lágrimas conmueven al Señor: "Todo el que invoque el
nombre del Señor será salvo" (Jl 3,5). Di con el corazón: "me levanté
para abrir a mi amado". Me levanté de mi pecado para abrir a mi amado
con el arrepentimiento; mis manos gotearon mirra por la amargura y mis
dedos destilaron mirra, pues el Señor pasó por alto tu rebelión "y se
arrepintió del mal" (Ex 32,14); en verdad Israel puede decir: "Yo soy de
mi amado y El me busca con deseo" (Cant 7,11). Nosotros somos débiles,
pero oteamos y esperamos todos los días la salvación de parte del Señor.
Y cada día declaramos dos veces que su Nombre es único, cuando decimos:
"Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es único" (Dt 6,4).
La amada se levanta. Y mientras sus dedos levantan la manija de la
cerradura, siente el perfume que ha dejado en ella la mano del amado.
Loss dedos de la amada quedan impregnados del aroma del amado. La mirra,
con su olor fuerte y penetrante, es el perfume preferido del amado, que
visita a la amada en la noche, no para entrar donde ella, sino para
sacarla del sueño. Por ello le deja un signo tangible de su venida: la
mirra fluida de sus manos. Cuando el Amado metió la mano por la
cerradura, a la esposa se le estremecieron las entrañas. El toque de
amor del Amado la levantó y sus manos destilaron mirra. Esta es la
experiencia de todo el que se une al Señor. No es posible que él se una
a nosotros, si antes no damos muerte a los miembros terrenos (Col 3,5) y
nos despojamos del velo de la carne (2Cor 3,16). De este modo las manos
destilan mirra, se hacen fuente de mirra, llenando todos los dedos. Me
levanté, porque había sido sepultada con él en la bautismo para la
muerte. La resurrección no puede darse en quien no muere, es decir, en
quien no da muerte a su hombre de pecado con todas sus pasiones.
Con la muerte del hombre viejo se da muerte a todas las pasiones; los
dedos destilan mirra, es decir, la mortificación de las pasiones. La
palabra dedos especifica las diversas formas, distintas unas de
otras, de las pasiones. Es como si dijera: con la fuerza de la
resurrección he dado muerte a los miembros terrenos (Col 3,5); pues ni
es suficiente dar muerte a la intemperancia, si se alimenta el orgullo,
la envidia, la ira, la ambición o cualquier otra pasión; si una vive en
el interior, no es posible que los dedos destilen mirra. Si el grano de
trigo no muere, no brota la espiga (Jn 12,24). La muerte precede a la
vida; sólo por la muerte se llega a la vida. Por ello, el Señor dice:
"Yo doy la muerte y la vida" (Dt 32,39). Así Pablo, muriendo, vivía
(2Cor 6,9-10); cuando estaba débil, entonces era fuerte (2Cor 12,10);
encadenado, seguía su carrera (He 20,22-24): "pues llevamos este tesoro
en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es
de Dios y no de nosotros. Llevamos siempre en nuestro cuerpo el morir de
Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. De
modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida" (2Cor
4,7ss).
Por la muerte, pues, llegamos a la vida. Su muerte nos levanta de la
muerte, pues con su muerte es vencida la muerte. El hombre, creado a
imagen de Dios, recibió de él el hálito de la vida (Gén 2,7), le dio
además el Paraíso, que con su fertilidad alimentaba esa vida (Gén 2,9),
y el mandamiento de Dios como ley de vida, pues prohibía al hombre morir
(Gén 2,16-17). Pero junto al árbol de la vida estaba el árbol, cuyo
fruto era la muerte, fruto que Pablo llamó pecado, al decir que
"el fruto del pecado es la muerte" (Rom 6,23). El árbol era bello, pues
todo pecado tiene siempre su placer, sea el de la ira, el de
concupiscencia o cualquier otro; era bello, pero dañino, como "la miel
que destilan los labios de la extraña, que es dulce al paladar, pero al
fin es amargo como ajenjo, mordaz como espada de dos filos" (Pr 5,3-4).
De este modo fue engañado el hombre, comiendo del fruto prohibido, y el
pecado le llevó a la muerte. El hombre gustó la muerte; perdió la vida.
Acogió en sí una vida que es muerte; nuestra auténtica vida quedó, por
tanto, muerta. Por ello, cuando el hombre se une a Cristo, da muerte a
esa muerte que lleva en sí y recobra la vida perdida. Sólo muriendo a la
vida del pecado recobra la vida (Rom 6,11). Por ello la esposa, al
levantarse con la llegada del Esposo, muestra que sus manos destilan
mirra, porque ha muerto al pecado y vive para quien es su vida (Jn
14,6). El discípulo de Cristo vive esta muerte cada día (1Cor 15,31),
experimentando así "el poder de la resurrección del Señor y la comunión
en sus padecimientos hasta hacerse semejante a él en su muerte, tratando
de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3,10-11).
Abrí a mi Amado, pero El ya no estaba. El alma se me salió en su huida.
Le busqué y no le hallé, le llamé, y no me respondió.
Abrí a mi amado, lo busqué, pero él había quitado su Shekinah de en
medio de mí. Mi alma, en su ausencia, bramó por oír la voz de sus
palabras. Busqué su gloria y no la encontré; oré delante de El, pero
oscureció el cielo con nubes y no escuchó mi oración: "Te has envuelto
en una nube, para que no pase la oración" (Lam 3,44). Al abrir la
puerta, me encontré con el vacío. El amado se había disuelto como una
sombra (Sal 144,4). Pero el amor se enciende y la amada sale en busca
del amado por las calles y plazas de la ciudad desierta. A sus llamadas
sólo responde el silencio. Como mujer perdida, vagabunda, recorre la
ciudad. De pronto, en una esquina, me encontraron los guardias que
hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me despojaron
del manto los guardias de la muralla. Pero nada puede alejar a la
amada del amor de su vida: ni la tribulación, ni la angustia, ni la
persecución, ni el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni la
muerte, ni la vida, ni otra criatura alguna podrá separarla del amor de
Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8,35ss). Ella
sigue buscando al amado, llamando en su auxilio a las hijas de
Jerusalén. La voz del amado ha suscitado la sed irresistible de su
palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre a la tierra,
no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios.
Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en
busca de la palabra de Dios, pero no la encontrarán" (Am 8,11-12).
Me agarraron los caldeos, que
guardaban las calles y cerraban el cerco alrededor de la ciudad de
Jerusalén. Mataron a algunos de los míos a espada; a otros los
condujeron a la esclavitud. Y quitaron la diadema del reino del cuello
de Sedecías, rey de Judá, lo llevaron a Ribla, cegaron sus ojos, los
hombres de Babilonia, que asediaban la ciudad y guardaban los caminos
(2Re 25,1-7). "De la planta del pie a la cabeza no hay en ella cosa
sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas,
ni ablandadas con aceite. Ha quedado la hija de Sión como cobertizo en
viña, como choza en pepinar, como ciudad sitiada" (Is 1,6ss). "Por
cuanto son altivas las hijas de Sión y caminan con el cuello estirado
guiñando los ojos, y andan a pasitos menudos, haciendo tintinear las
ajorcas de los pies, el Señor rapará sus cabezas, desnudará sus
vergüenzas y arrancará sus adornos: ajorcas, diademas, pendientes,
pulseras, velos, trajes, mantos, chales, vestidos de gasa y de lino..."
(Is 3,16ss).
El Amado llega y llama; con su mano estremece y levanta a la esposa,
pero pasa adelante, sin detenerse jamás, invitando a la esposa a salir
de sí misma, a seguirle, a buscarle en las calles y plazas, en la vida.
La llave que abre el pestillo de la cerradura de la puerta estrecha (Mt
7,14) es la fe viva, que actúa en la caridad (Gál 5,6; 1Cor 13,2ss; Sant
2,14ss). Son las llaves que el Señor da a quien tiene la fe de Pedro (Mt
16,16-19). Con su huida el Esposo no abandona a la esposa, sino que la
arrastra en pos de él. ¡Dichoso quien sale de sí siguiendo al Esposo! El
Señor guardará sus entradas y salidas (Sal 120,8). Cristo mismo se
presenta como la puerta, de modo que "quien entra por mí, estará a
salvo, entrará y saldrá" (Jn 10,9; 14,6).
La experiencia de la esposa es la misma de Moisés. Cuando quiso ver el
rostro de Dios, Dios pasó ante él y siguió adelante, sin detenerse (Ex
33,19-23). Deslumbrado por la visión de Dios, Moisés caminó de gloria en
gloria, hasta el final de su vida. Ya desde el comienzo prefirió el
oprobio de Cristo a los tesoros de Egipto (Heb 11,25-26) y estimó más
sufrir con el pueblo de Dios que el placer momentáneo del pecado.
Arriesgó su vida, dando muerte el egipcio, para defender al israelita
(Ex 2,11-12). Luego su oído fue iluminado gracias a los rayos de la luz
(Ex 3,1ss); para ello descalzó sus pies de todo revestimiento egipcio;
destruyó con el bastón las serpientes de Egipto (7,12); liberó de la
esclavitud del Faraón al Pueblo de Dios, al que guió mediante la nube
(13,21), dividió en dos partes el mar (14,21-31), sumergió en las aguas
la tiranía, hizo dulces las aguas amargas (15,25), golpeó la roca
(17,6), se sació del pan de los ángeles (Sal 77,25), oyó las trompetas
de los cielos (19,19), subió al monte que estaba envuelto en llamas
(19,20ss), penetrando dentro de la nube (24,18), en cuya oscuridad se
hallaba Dios (20,21), recibió el testamento (31,18), su rostro quedó
radiante, pues en él brillaba la luz inaccesible del Señor (34,29-35)...
Su vida fue un caminar continuo de teofanía en teofanía. Y, sin embargo,
su deseo del Señor no quedó nunca saciado. Aunque Dios hablaba con él
"cara a cara" (Ex 33,11), "boca a boca" (Nú 12,8), aún suplica: "Si
realmente he hallado gracia a tus ojos, hazme saber tu camino, para que
yo te conozca y halle gracia a tus ojos" (Ex 33,13). Y el Señor pasó
ante él, pero antes le metió en la hendidura de la roca, le tapó los
ojos con la mano, y sólo logró ver las espaldas, después que El hubo
pasado (Ex 33,21-23). A Dios sólo se le ve de espaldas, sólo lo ve quien
le sigue. Dios nunca se deja apresar. Está siempre de paso, en pascua.
Es el comienzo del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz: "¿Adónde
te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste
habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido"
Aunque diga que buscó al amado y no lo halló, le llamó y no la respondió, no
es inútil su salida tras el Esposo. Las palabras: Me encontraron los
guardias que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me
despojaron del manto los guardias de la muralla, no son un lamento, sino
las palabras con que la esposa se gloría, como Pablo, mostrando sus trofeos
por seguir a Cristo: "Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos
ha asignado el último puesto, como condenados a muerte. Nosotros, necios por
seguir a Cristo, débiles, despreciados, hasta el presente pasamos hambre,
sed y desnudez. Somos abofeteados, andamos errantes" (1Cor 4,9ss). "Nos
recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en
tribulaciones, necesidades, angustias, en azotes, cárceles, sediciones, en
fatigas, desvelos, ayunos." (2Cor 6,4ss). "De cualquier cosa que alguien
presuma, yo más que ellos. Más trabajos, cárceles y azotes; en peligros de
muerte. Si hay que gloriarse, me gloriaré en mis flaquezas. Con sumo gusto
seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la
fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en
las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo"
(2Cor 11,11-12,10). "¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo
para el mundo! En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las
señales de Jesús" (Gál 6,14-17). Las cicatrices de los malos tratos sufridos
por Cristo (2Cor 4,10; Col 1,24) son más gloriosas que cualquier otra señal
en la carne (Flp 3,7).
Los siervos del Guardián de Israel, que encuentran a la esposa, la despojan
del velo, que cubría su cabeza y sus ojos, impidiéndola correr sin tropezar
y ver al esposo (Gn 24,65). El poder del Espíritu arranca el velo al
discípulo de Cristo, para que camine con libertad: "Cuando uno se convierte
al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad. Por eso nosotros, que con el
rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,16-18). A esta transformación se
ordenan los golpes y heridas de los guardias: "No ahorres corrección al
niño, que no se va a morir porque le castigues con la vara. Con la vara le
castigarás y librarás su alma de la muerte" (Pr 23,13-14). El Señor mismo
"hiere para sanar" (Dt 32,39). Por ello la esposa puede decir: "Tu vara y tu
callado me consuelan" (Sal 22,4). Con la vera del Señor se atraviesa el
valle oscuro y se prepara el fiel para participar en la mesa divina, donde
es ungido con el óleo y bebe del cáliz el vino puro, que produce la "sobria
embriaguez".
El alma se me salió en su huida,
pero quien pierde su alma por Cristo, la guarda para la vida eterna (Jn
12,25). Los profetas y los apóstoles, guardias apostados día y noche sobre
Jerusalén (Is 62,6), me encontraron y golpearon con su palabra, pues no
callan hasta restablecer a Jerusalén como alabanza de toda la tierra (Is
62,6-7). Gracias a sus golpes "estoy herida de amor", "llevo en mi cuerpo
las señales de Jesucristo" (Gál 6,17). Con las señales de Cristo en el
cuerpo, con el rostro descubierto, despojada del velo,
en mí se refleja, como en un espejo, la gloria del Señor (2Cor 3,18).
Os conjuro, hijas de Jerusalén,
si encontráis a mi Amado, ¿qué le diréis? Que estoy enferma de amor. La
amada ha descubierto que, sola, no puede encontrar al amado. Necesita
implorar a las hijas de Jerusalén, sus compañeras, que le busquen con ella,
que la acompañen en su búsqueda, que intercedan por ella ante el amado, que
le digan que está herida, enferma de amor. "Pastores los que fuerdes allá
por el otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decidle que
adolezco, peno y muero" (S. Juan de la Cruz).