CANTAR DE LOS CANTARES -RESONANCIAS BIBLICAS: 6. ¿QUIEN ES ESA QUE SUBE DEL DESIERTO?: 3,6-11
Emiliano Jiménez Hernández
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¿QUIEN ES ESA QUE SUBE DEL DESIERTO: 3,6-11 71
a) ¿Quién es ésa?
b) La columna de humo
c) La litera de Salomón
d) Los sesenta valientes
e) La tienda de Salomón
La amada desea llevar al amado a casa de su madre. Inmediatamente nos
encontramos con el cortejo nupcial, que acompaña a Salomón, el esposo, a
quien la amada ve espléndido como un rey en su litera. Al esposo en la
fiesta de bodas le acompañan sus amigos, los valientes de Israel, lo
mismo que la esposa se encuentra acompañada por sus amigas, las hijas de
Sión, invitadas a contemplar la casa y el lecho matrimonial.
El Cantar nos presenta toda la historia de Israel, la amada del Señor.
La amada comenzó, al presentarse a sí misma, confesando: "Soy negra como
las tiendas de Quedar". Era el origen de su historia, la época de los
patriarcas, cuando acampaba en tiendas, guiada por Abraham, Isaac y
Jacob. Entonces oyó la voz del amado, que la invitaba a salir de su
tierra, de la casa paterna y ponerse en camino. La misma voz del Dios de
los padres la llamó de nuevo invitándola a salir de Egipto. El amado
abrió para ella un camino en el desierto hacia la libertad. ¿Quién es
ésta que sube del desierto? Es la amada, que sube a tierra santa,
guiada por la nube del Señor.
Esta historia de los orígenes de Israel está presente en cada época. La
la vive en su carne la amada constantemente. En el hoy del amado ella se
ve negra y amada por él. Hoy escucha su voz y sube del desierto, bajo la
nube protectora, del desierto a la tierra prometida. Desde la esclavitud
o desde el exilio avanza triunfante como una reina al encuentro con su
rey. La palabra del Cantar sigue viva en cada generación. Si nos
situamos en un lugar alto de Jerusalén, como el monte de los Olivos,
aparece toda la ciudad ante nosotros. Si, con los ojos abiertos, nos
giramos en torno, a la izquierda vemos el desierto de Galaad, a la
derecha el desierto de Judá, de frente el desierto oriental y detrás de
nuevo está el desierto. Si mantenemos los ojos abiertos, en cualquier
dirección contemplamos las columnas de humo blanco que se elevan hacia
el sol, brillantes como el oro. Es siempre la amada, la yegua libre y
ufana, que ha roto el freno de la esclavitud y retorna de su exilio. Es
Rut que aparece en la mañana ante los ojos deslumbrados de Booz. Son los
ciento cuarenta y cuatro mil marcados con el sello de todas las tribus
de Israel (Ap 7,4), a los que sigue una multitud inmensa, incontable, de
toda nación, razas, pueblos y lenguas (Ap 7,9). "¿Quiénes son y de donde
vienen? Son los que vienen de la gran tribulación, han lavado sus
vestidos y los han blanqueados con la sangre del Cordero" (Ap 7,13s).
La gloria del Señor amanece sobre Jerusalén. De los cuatro costados de
la tierra avanzan las naciones hacia su luz. "Alza los ojos en torno y
mira: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos y a tus
hijas las traen en brazos. Tú, al verlo, te pondrás radiante, se
asombrará y se ensanchará tu corazón, porque vendrán a ti los tesoros
del mar y las riquezas de las naciones. Te inundará una multitud de
camellos, de dromedarios de Madián y Efá. Vienen de Saba, trayendo oro e
incienso, y pregonando las alabanzas del Señor. ¿Quiénes son estos que
como nube vuelan, como palomas a sus palomares?" (Is 60,4-8).
Todos vienen del desierto del mundo, del país de Canaán. Hijos de padre
amorreo y madre hitita, al venir al mundo, nadie les cuidó. Quedaron
expuestos en pleno campo, repugnantes, agitándose en su sangre. Pero el
Señor pasó junto a la pequeña huérfana, la lavó, cuidó e hizo crecer
hasta el tiempo de los amores. Entonces extendió sobre ella, con Booz
sobre Rut, el borde de su manto, cubrió su desnudez, se comprometió con
ella en alianza y la hizo suya (Ez 16).
Vienen todos del desierto de la prueba, del mundo donde anduvieron
errantes por su infidelidad. El amado, con su amor celoso, dejó a la
amada desnuda como el día de su nacimiento, convertida en un desierto,
reducida a tierra árida (Os 2,5). Allí, despojada de todo, el amado le
habló al corazón y la sedujo. En el desierto, amado y amada viven su
primer amor y celebran los esponsales. El la alimentó con el maná, le
dio agua de la roca, la envolvió en la nube de su gloria, como anticipo
de la leche y miel de la tierra prometida. Ahora ella sube del desierto
cual columna de humo.
La hija de Sión regresa a su tierra, abrazando a Dios, que vuelve con
ella del exilio. Del desierto se levanta la nube de humo, semejante a
la columna de polvo que levanta una caravana de peregrinos, que suben a
la ciudad santa cantando los "himnos de las subidas" (Sal 120-134). Es
una procesión nupcial. La nube emana perfumes de mirra, de incienso y
aromas preciosos. Desde los muros de Jerusalén, los centinelas ven la
columna de humo y exclaman: ¿Qué es eso que sube del desierto?
"¿Quién es ése que viene de Edom, vestido de rojo y de andar tan
esforzado? Soy yo, un gran libertador; yo solo he pisado el lagar y la
sangre ha salpicado mis vestidos" (Is 63,1ss).
La procesión nupcial evoca el cortejo de los israelitas cuando,
liberados de la esclavitud de Egipto, subían por el desierto a la tierra
prometida. La columna de humo es la nube con que Dios iluminaba en la
noche y protegía durante el día a su pueblo del ardor del sol (Nú
9,15ss). Cuando Israel subió del desierto y atravesó el Jordán con Josué
(Jos 3), dijeron los pueblos de aquella tierra: ¿Quién es esa que
sube del desierto, cual columna de humo, como nube de mirra e incienso,
mejor que perfume exótico en polvo? ¿Quién es esa nación elegida,
que sube del desierto perfumada de incienso y aromas? Pues todos los
dones con que el Señor adornó a Israel se los dio en el desierto. Del
desierto provienen la Torá, la profecía, el sacerdocio, la realeza.
La columna de humo es también el humo de los sacrificios y el humo de
las oraciones que suben sin cesar hacia el cielo. Es, sobre todo, el
humo de la gloria de Dios que se difunde por la tierra desde su Templo
santo. Desde el alba de la historia se eleva el humo del sacrificio de
Abel, el justo, que sube hacia el cielo blanco y puro como la lana de
los corderos. Sube, como aroma suave, el humo del sacrificio de Abraham
con el que sella la alianza con Dios. En la noche oscura, un fuego
refulgente pasa entre los animales partidos y el humo luminoso asciende
hasta el cielo de la gloria de Dios. Más suave y glorioso aún, sube
desde el Moria el aroma del sacrificio de Isaac y del cordero. Una
columna de humo se eleva hasta el cielo en el sacrificio con que Moisés
sella la alianza del Sinaí. Sube desde el altar el humo del incienso de
los sacrificios de la tarde y de la mañana, el humo de las primicias, el
humo del sacrifico de expiación en el día del perdón, el humo del
sacrificio de los corazones contritos y humillados, que Dios no
desprecia, el humo del sacrificio de Samuel, de Elías y de los otros
profetas. Es también la columna que acompaña las marchas del Arca por el
desierto y en su procesión solemne hacia Jerusalén. Es la columna de
humo que envuelve y guía al pueblo de Dios a lo largo de los siglos en
su peregrinación hacia la casa de Dios. Es la sombra protectora de las
alas de Dios que protegen constantemente a su amada. "Es el humo de la
gloria de Dios que llena el Santuario" (Ap 15,8).
Es también la columna de las oraciones que suben al cielo en alas de
ángeles: "Vi a los siete ángeles que están ante el trono de Dios. Se les
dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos,
los ofrecieran sobre el altar de oro colocado ante el trono. Y por manos
de ángeles subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las
oraciones de los santos" (Ap 8,2ss). El incienso es la alabanza de la
creación al Creador. Oro, incienso y mirra son los dones de las naciones
al Señor de la gloria (Is 60,6;Mt 2,11). La mirra, que destila gota a
gota el corazón herido, es el perfume que exhala el sufrimiento ofrecido
a Dios. Es el aroma del corazón de María, traspasado por la espada,
ofrecido a Dios en el altar de la cruz de su hijo (Lc 2,35;Jn 19,25).
Las hijas de Jerusalén y los amigos del esposo se sorprenden al ver a la
amada, transformada después de pasar el desierto de la prueba: ¿Quien
es ésa que sube del desierto? A su paso todos experimentan el
perfume de mirra e incienso que exhala. Con estupor se preguntan: La que
antes vimos toda negra, ¿cómo es que ahora sube del desierto toda
resplandeciente de blancura? El desierto no la ha quemado, sino que la
ha purificado. La mirra es el signo de la sepultura del hombre viejo y
el incienso es el signo de su consagración a Dios. El incienso del culto
a Dios sólo sube hacia él si va unido a la mirra, a la mortificación de
los miembros de pecado. Ante este testimonio de la muerte del hombre
viejo y del nacimiento del hombre nuevo, los amigos del esposo preparan
el tálamo nupcial para la esposa, le muestran la belleza del lecho real,
invitándola a unirse más íntimamente con el esposo, el amor de su vida:
He aquí el lecho de Salomón.[1]
El esposo se muestra siempre solícito con la amada: cuando está lejos
viene a encontrarla (2,8-16); está junto a ella en los momentos más
delicados y la toma en brazos, velando amorosamente su sueño (2,6;3,5);
de noche va a visitarla (5,2-5); manda una litera para recogerla (3,7):
Ved la litera de Salomón. Cuando Salomón, rey de Israel,
construyó el Templo en Jerusalén (1Re 6), dijo el Señor: ¡Qué bello es
este Templo, que me ha construido Salomón, hijo de David! ¡Qué bellos
son los sacerdotes, cuando extienden sus manos y bendicen a la Asamblea
de Israel! La litera evoca también el Arca de la alianza envuelta en la
nube de incienso que la circundaba durante la marcha por el desierto (Ex
25,10ss;33,9ss) o al trasladarla procesionalmente a Jerusalén (2Sam 6).
Jesús, Hijo de Dios, Esposo único de la Iglesia, es el verdadero
Salomón, príncipe de paz, que inaugura los tiempos de la nueva alianza,
en los que el hombre y la mujer viven en la unidad querida por Dios en
el principio (Mt 19,3-9). La Virgen de Israel, arca viviente de la
alianza, casa de oro, vaso de elección, lleva en su seno al Amado, al
verdadero Salomón, el príncipe de la paz (Is 9,5). Con el anuncio:
"Concebirás en tu seno" (Lc 1,31) se cumplen los anuncios proféticos a
la Hija de Sión: "Alégrate, Hija de Sión; Yahveh, Rey de Israel, está en
medio de ti" (Sof 3,16-17). Por medio de María se realiza la aspiración
del Antiguo Testamento, la habitación de Dios en el seno de su
pueblo.[2]
El "seno de Israel" indica la presencia del Señor en el Templo (Sof
3,5;Jl 2,27). La tienda, el templo y el arca son la morada de Dios en el
seno de Israel: "No tiembles, porque en tu seno está Yahveh, tu Dios, el
Dios grande y terrible" (Dt 7,21).
María, Hija de Sión, Madre del Mesías, es la morada de Dios sobre la
cual baja la nube del Espíritu, lo mismo que descendía y moraba sobre la
tienda de la reunión de la antigua alianza (Lc 1,35;Ex 40,35). Ella,
envuelta por la nube del Espíritu, fuerza del Altísimo, está llena de la
presencia encarnada del Hijo de Dios. La imagen del arca, lugar singular
de la presencia de Dios para Israel, aparece como una filigrana en la
narración de la visitación de María a Isabel (Lc 1,39-59). María, que
lleva en su seno al Mesías, es el arca de la nueva alianza. El relato de
Lucas parece modelado sobre el del traslado del arca de la alianza a
Jerusalén (2Sam 6,2-16;1Cro 15-16;Sal 132). El contexto geográfico es el
mismo: la región de Judá. El arca de la alianza, capturada por los
filisteos, tras la victoria de David sobre ellos, es llevada de nuevo a
Israel en diversas etapas: primero a Quiriat Yearim y luego a Jerusalén.
En ambos acontecimientos hay manifestaciones de gozo; David y todo
Israel "danzan delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran
alborozo"; "David danzaba, saltaba y bailaba" (2Sam 6,5.12.14.16).
Igualmente, "el niño, en el seno de Isabel, empezó a dar saltos de
alegría" (Lc 1,41.44). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor
litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos de júbilo
y al son de trompetas" (v.15). También "Isabel, llena del Espíritu
Santo, exclamó a grandes voces" (v.41-42).
Ante la manifestación de Dios, David, lleno de temor sagrado, exclama:
"¿Cómo va a venir a mi casa el arca de Dios?". La llevó a casa de
Obededom de Gat, donde "estuvo tres meses y Yahveh bendijo a Obededom y
a toda su casa". Entonces David hizo subir el arca a su ciudad con gran
alborozo. María sube a la Montaña, a la casa de Zacarías e Isabel y,
como David, Isabel exclama: "¿Cómo es que viene a mí la madre de
mi Señor?". Y como el arca estuvo tres meses en casa de Obededom, tres
meses estuvo María en casa de Isabel. La liturgia maronita canta:
"Bendita María, que se convirtió en trono de Dios y sus rodillas en
ruedas vivas que transportan al Primogénito del Padre eterno". María,
lugar privilegiado de la epifanía de Dios, nos muesstra y ofrece al
Salvador del mundo. María encinta es el Arca de la nueva alianza en
camino. Jesús sube en María hacia Jerusalén, iniciando así aquella larga
subida a Jerusalén, que culmina en la cruz, donde sella su alianza
definitiva con la Iglesia.
"Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y en él apareció el
Arca de la Alianza. Y apareció una gran señal en el cielo: una Mujer"
(Ap 11,19ss). La mujer estaba encinta y, precisamente por ello,
revestida de sol. Dios mismo la había preparado su traje de bodas,
cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la nube que guió al pueblo del
éxodo, la que cubrió la cima del Sinaí, la que llenó la tienda de Dios
en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de
Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la
asamblea reunida en el monte Sión, cuando lleguen los días profetizados.
Es la nube que cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta
espesa nube de luz, cargada de la gloria de Dios, cubre a María,
revistiéndola de luz. María es la mujer rodeada de la gloria de Dios. El
Espíritu Santo, el Espíritu de la gloria de Dios (1Pe 4,14), envuelve a
María con su sombra luminosa. El Espíritu de gloria y de poder (Rom
6,4;2Cor 13,4;Rom 8,11) desciende sobre María y la hace madre del Hijo
de Dios.
Esta Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con
doce estrellas, es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer
encinta que grita con los dolores de parto. Son los dolores
escatológicos de la Hija de Sión en cuanto madre: "Retuércete y grita,
hija de Sión, como mujer en parto" (Miq 4,10). Con gran vigor describe
Isaías este gran acontecimiento: "Voces, alborotos de la ciudad, voces
que salen del templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago
merecido. Antes de ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le
sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón. ¿Quién oyó cosa
semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es dado a luz un país en un
día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas ha sentido los
dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno
materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que
hace dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y
regocijaos con ella todos los que la amáis. Llenaos de alegría con ella
los que con ella hicisteis luto" (Is 66,6-10).
El hijo, que la Mujer da a luz, son todos los hijos del pueblo de
Israel, los hijos del nuevo pueblo de Dios. Jesús, en la última cena,
inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección recurre a la misma
imagen (Jn 16,19-22). Los dolores de parto de la mujer, con los que
compara la tristeza de los discípulos, son un signo del nuevo mundo que
se hace realidad en el acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la
Resurrección tiene lugar el alumbramiento del nuevo pueblo de Dios. Las
angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del Hijo
hacen presente el misterio pascual, donde nace el nuevo pueblo de Dios,
pasando de la muerte a la vida. La resurrección es una nueva concepción
(He 4,25-28).
El varón que la Mujer da a luz es Jesús (Ap 12,5), pero no se
trata del alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo en la
mañana de Pascua. La Resurrección es un nuevo nacimiento. El Padre dice:
"Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (He 13,32-33). La
Resurrección es el "nacimiento" de Cristo glorificado, el comienzo de su
vida gloriosa, de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (Ap
12,5), victorioso sobre el gran dragón. El hijo es, pues, el Jesús
histórico resucitado y glorificado. Pero también es el Cristo total,
Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos, "que
guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús"
(12,17). Estos son también hijos de la Mujer, los hijos que María ha
recibido de Cristo desde la cruz, los hijos que la Iglesia da a luz a lo
largo de los siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota.
Allí María es llamada "Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Es allí
donde la madre de Jesús se convierte en madre del discípulo, de todos
los discípulos de Jesús.
Tras la victoria de Cristo, "se enfureció el dragón contra la mujer y se
fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, los que
guardan y mantienen el testimonio de Jesús" (Ap 12,17). La Mujer tiene
que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh
y el pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar
de su refugio, donde es especialmente protegido y conducido por Dios
(1Re 19,4-16). El desierto es un lugar de protección y defensa contra el
peligro de los enemigos, porque es el lugar del encuentro con Dios.
Rodeada de pruebas y persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al
desierto para permanecer por un tiempo aún, hasta que sea
definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua serpiente,
llamada Diablo y Satanás" (Ap 12,9), enemigo de la Mujer desde el
comienzo hasta el final de la historia.
Sesenta valientes la rodean, los más fuertes de Israel. Todos son
diestros en la espada, veteranos en la guerra.
Todos llevan al flanco la espada. Los sacerdotes y levitas, y todos los
hijos de Israel son diestros en la Torá, que es como una espada (Sal
149,6;He 4,12;Ef 6,17). Discuten de ella como guerreros adiestrados para
la batalla. Y cada uno de ellos lleva en su propia carne el sello de la
circuncisión, como la llevó en su carne Abraham (Gén 17,11;Rom 4,11).
En virtud de ella son fuertes, como guerreros que llevan la espada al
flanco. Por ello no tienen miedo de los espíritus malignos, que rondan
de noche. La litera de Salomón avanza protegida por sesenta valientes de
Israel, bien adiestrados en la guerra (2Sam 10,7;23,8ss). Están armados,
prontos a enfrentarse a los asaltos y "sorpresas de la noche". La noche
es siempre señal de peligro y terror (Jn 3,19s). El demonio ronda, ante
todo, en torno al lecho nupcial para destruir el amor y la vida (Tob
3,7ss).[3]
La Iglesia, nuevo Israel, conoce el tiempo de los dolores de parto y es
objeto de la persecución del dragón. Pero así como su Señor ha salido
vencedor de la muerte y del antiguo adversario en su resurrección,
también la Iglesia superará la prueba y se salvará por el poder de Aquel
que está junto al trono de Dios. El triunfo pascual del Hijo de la Mujer
es anticipación y promesa segura del triunfo escatológico de la
Iglesia, aun cuando en el tiempo presente viva en medio de los dolores
de parto, atravesando su "desierto", tiempo de prueba y de gracia. Puede
cantar: "Ya está aquí la salvación y el poder y el reinado de nuestro
Dios. Ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y
noche los acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido
por medio de la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron" (Ap
12,10-11).
La Iglesia, como testigo de Dios en medio del mundo, se ve sometida a
pruebas, pero goza de la protección del Señor y tiene garantizada la
victoria. María, su figura escatológica, es el signo seguro de
esperanza. La serpiente acechará su talón, pero será finalmente
aplastada. La Iglesia mira a la Madre de Jesús, la Mujer, como al "gran
signo" de esperanza frente a todas las amenazas del dragón a lo largo de
la historia. En María, la Iglesia de los mártires contempla la imagen
triunfante de la victoria del Hijo que ella dio a luz, y se siente
alentada para su combate. La Mujer esplendente, "hermosa como la luna,
resplandeciente como el sol", es también "terrible como escuadrones
ordenados" (Cant 6,10). Durante este tiempo es necesario ir armados de
espada para el combate. La espada es la Palabra de Dios: "Ciertamente,
es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada de dos
filos. Penetra hasta la médula, hasta las junturas del alma y el
espíritu; escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (Heb
4,12). "Que los fieles celebran su gloria y desde su lecho canten de
alegría; los elogios de Dios en su garganta y en su mano la espada de
dos filos" (Sal 149,5s). La Iglesia, Ciudad Santa, está rodeada de
montes. El Señor rodea y defiende a su pueblo desde ahora y por siempre
(Sal 124,2). "Aquel día se cantará este cantar en tierra de Judá: Ciudad
fuerte tenemos, para protección se le han puesto murallas y baluarte"
(Is 26,1).
La esposa ya no se fía de sí misma, conoce las alarmas de la noche, sabe
que el enemigo acecha, "ya que las tendencias de la carne llevan al odio
a Dios, no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden" (Rom 8,7).
Por ello el lecho del amor a Dios se circunda de guerreros, expertos en
la lucha contra la carne, ceñidos con la espada de la Palabra de Dios,
para que el enemigo no les sorprenda con las trampas que urde en la
oscuridad de la noche (Sal 10,2). La pascua del Señor se celebra
"ceñidas las cinturas, calzados los pies y el bastón en la mano" (Ex
12,11). "Los verdaderos circuncisos son quienes dan culto a Dios según
el Espíritu, gloriándose en Cristo Jesús, sin poner su confianza en la
carne" (Flp 3,3;Rom 2,23). Por ello el Señor mandó a Josué que se
hiciera cuchillos de piedra para la segunda circuncisión de los
israelitas (Jos 5,2). La segunda circuncisión es la circuncisión del
corazón hecha con la piedra, que es Cristo: "En él fuisteis
circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el
despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo" (Col
2,11;Ef 2,11ss).
Con el corazón circuncidado en Cristo (Rom 2,29), ceñidos los lomos con
la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, "revestida de las
armas de Dios" la esposa está equipada para "resistir las asechanzas del
Diablo" (Ef 6,10-20). Por ello el lecho del rey, es decir, el propio
corazón, donde el esposo aguarda unirse con la esposa, está circundado
de los setenta valientes.
El rey Salomón se hizo un palanquín de madera del Líbano. Ha hecho de
plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su asiento y su
interior, tapizado de amor por las hijas de Jerusalén.
La tienda o palanquín aparece en todo su esplendor. Los ojos se quedan
deslumbrados admirando su belleza. La madera es del Líbano lo mismo que
la del Templo (1Re 6,15ss), las columnas de plata, el espaldar de oro,
los revestimentos de púrpura, la misma que reviste el Arca de la alianza
(Ex 26,1.36; 27,16); de púrpura es también el velo del Templo (2Cro
3,14) y las vestiduras sacerdotales (Ex 28,5ss). ¿A que se asemeja esto?
A un rey que tenía una hija pequeña. Hasta que creció y se desarrolló,
el rey se encontraba con ella en el mercado y le hablaba en público, en
las calles y en las plazas. Pero una vez que creció se dijo el rey: No
conviene que hable a mi hija en público; le haré un pabellón, y cuando
quiera hablar con ella, lo haré dentro del pabellón. Así hizo el Señor:
"Cuando Israel era un niño Yo lo amé" (Os 11,1). En Egipto y en el Mar
se veía en público con Israel: "Los israelitas vieron su gran poder" (Ex
14,31). Pero, una vez que los israelitas llegaron al Sinaí y recibieron
la Torá, dijo el Señor: No conviene
que hable con mis hijos en público. ¡Que me hagan un Santuario! Y
cuando quiera hablar con ellos lo haré dentro de él: "Moisés entraba en
la Tienda de Reunión para hablar con El" (Nú 7,89).
Cuando Salomón acabó de
construir el Templo, puso en él el Arca del testimonio, que es la
columna del mundo. Hasta que se construyó el Templo el mundo vacilaba,
pues se apoyaba en un trono de dos pies. Cuando se construyó el Templo,
fueron firmes las bases del mundo. Dentro del Arca depositó la dos
tablas de piedra, tablas más preciosas que la plata refinada en el
crisol y más bellas que el oro puro (Sal 12,7;19,11). Después extendió y
colgó la cortina de color púrpura (Ex 26,31-33). Y entre los querubines,
más allá del velo, habita la Shekinah del Señor (Nm 7,89), que habita en
Jerusalén con preferencia a todas las ciudades de Israel. Hoy el templo
es la Iglesia, edificada con los cedros del Líbano, las naciones
idolátricas que, una vez regeneradas por el bautismo, forman parte del
cuerpo de Cristo; la púrpura es la sangre de los mártires y la corona es
la gloria de la resurrección. La corona es el símbolo de la felicidad
(Job 19,9;Sab 2,8): "Desbordo de gozo en el Señor, mi alma exulta en mi
Dios, que me ha revestido de ropas de salvación, me ha envuelto en un
manto de justicia, como esposo que se pone una corona, como la novia se
adorna con sus joyas" (Is 61,10).
El día de los esponsales, día de alegría y gloria, es el día de la
venida del Mesías, que renueva y consagra para siempre la alianza del
Sinaí, llevándola a su perfección. La madre del rey, la hija de Sión, lo
corona, aceptándolo como esposo y como rey. Con gozo exclama la esposa:
Salid, hijas de Sión, a contemplar al rey Salomón, con la corona con
que le ciñó su madre, el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón.
Cuando Salomón hizo la dedicación del Templo, un heraldo proclamó con
fuerza: ¡Salid, habitantes de la tierra de Israel y pueblo de Sión,
mirad la corona con la que la casa de Israel ha ceñido al rey Salomón en
el día de la dedicación del templo! Y el pueblo se alegró con la alegría
de la fiesta, porque el rey Salomón hizo durar la fiesta catorce días
(2Cro 7,9). Para ir hacia el amado, al encuentro del Señor, siempre es
necesario salir de sí mismo. Es necesario abandonar las construcciones
precarias en las que el hombre se instala. Sin arriesgar la propia vida
no se encuentra al Señor.
Comenta Gregorio de Nisa: En muchos aspectos el rey Salomón es
símbolo del verdadero Rey. Se dice de él que era pacífico (1Re 3,9), poseía
una sabiduría ilimitada (1Re 5,9-10), levantó el templo y reinó sobre Israel
y juzgó al pueblo con justicia (1Re 2;3,16-28); se dice que desciende del
semen de David (2Sam 12,24) y que la reina de Etiopía fue a visitarlo (1Re
10,1-13). Todas estas particulares, y otras similares, se dicen de él en
sentido real y en sentido típico, como figura del Evangelio. ¿Quién tan
pacífico como el que destruyó la enemistad clavándola en la cruz (Ef 2,16),
reconciliándose con nosotros, que éramos sus enemigos (Ef 2,14), más aún,
destruyendo el muro de separación para crear en sí de los dos pueblos un
solo hombre nuevo (Ef 2,15), edificando así la paz? ¿Quién más pacífico que
el que anuncia la paz a los lejanos y a los cercanos? ¿Quién es el
constructor del Templo sino aquel que puso sus fundamentos sobre los montes
santos, es decir, sobre los profetas y los apóstoles (Ef 2,20), levantando
el Templo con piedras vivas (1Pe 2,5), es decir, con los que mediante la fe
en Cristo, piedra angular, se elevan en la edificación bien trabada hasta
levantar un Templo santo para el Señor y ser morada de Dios en el Espíritu
(Ef 2,21-22)? Y ¿qué diremos de la sabiduría si el Señor es la Verdad, la
Sabiduría y la Potencia, hasta el punto que el mismo David dijo de él que
"todas las cosas fueron creadas con la Sabiduría" (Sal 103,24) y el Apóstol,
interpretando las palabras del profeta, dice que en él fueron creadas todas
las cosas (Col 1,16)? Y que el Señor sea el Rey de Israel lo afirman hasta
sus enemigos, que escribieron sobre la cruz: "Jesús Nazareno, Rey de los
Judíos" (Mt 27,37). Y ¿quién es el que juzga con justicia, sino aquel a
quien "el Padre ha entregado el juicio" (Jn 5,22.30)? Y que el Señor
descienda del semen de David según la carne (Rom 9,5) no necesita prueba
pues todos lo admiten. Y, para terminar, en cuanto al misterio de la reina
de Etiopía, que deja su reino y, atravesando la amplia región que la
separaba, se dirige a visitar a Salomón por su fama de justicia y
magnificencia, llevándole regalos de piedras preciosas, oro e incienso,
¿acaso no se cumplió en el mismo nacimiento del Señor con la visita de los
magos (Mt 2,1ss)? Pero además, ¿no es cierto que la Iglesia, compuesta de
paganos, era negra por la idolatría antes de hacerse Iglesia, pues habitaba
lejos del Señor? Sin embargo, cuando apareció la gracia de Dios y
resplandeció la sabiduría, y la luz verdadera (Jn 1,9) envió su rayo sobre
los que estaban sentados en las tinieblas y en las sombras de la muerte (Lc
1.79), entonces Israel cerró los ojos a la luz, y llegaron los Etíopes, es
decir, los pueblos paganos, que corrieron a la fe, y los que antes eran
lejanos se hicieron cercanos (Ef 2,17;Is 57,15), lavando en el agua del
bautismo su color negro y llevando al rey sus dones, oro y perfumes.
Este palanquín de Cristo es la Iglesia, su único cuerpo aunque posea muchos
miembros. Cada miembro, según la gracia recibida, ejerce su ministerio para
la edificación de todo el cuerpo según la medida de la fe: la profecía, la
enseñanza, la exhortación, la presidencia, la misericordia... (Rom 12,3ss).
En realidad, "en el cuerpo de Cristo, hay diversidad de carismas, pero el
Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, aunque el Señor es el
mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios quien obra todo en
todos A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho
común..." (1Cor 12,4-31). Así es como el Señor se prepara su palanquín.
Entre todos llevan al Señor y lo muestran a los demás. Dios en Cristo ha
hecho de nosotros el lugar, morada, trono, escabel,
carro, yegua o palanquín de su presencia, adornándonos
con oro, plata y púrpura. De este modo el amor de Dios se muestra a las
hijas de Jerusalén. Quien lleva a Dios en sí se hace palanquín de su amor
para los demás. Quien no vive para sí, sino que Cristo vive en él (Gál
2,20), en él habla Cristo (2Cor 13,3), pues es palanquín de quien lleva en
sí, aunque más bien sea sostenido por aquel a quien lleva.
Llevando a Cristo, invitan a los demás a salir, a convertirse, para
transformarse en hijas de la Jerusalén celestial. Cristo, en la Iglesia, se
muestra como un rey victorioso (Sal 20,6), coronado por el Padre, pues es El
quien prepara las bodas del Hijo Unigénito con la Iglesia, su corona de
gloria, hecha de piedras vivas (1Pe 2,5). A entrar en ella invitan a todos:
Salid, hijas de Sión, salid de la maldición de la ley y contemplad al rey
Salomón, es decir, a Cristo que, hecho él mismo maldición por nosotros, nos
rescató de la maldición y nos hizo partícipes de la bendición de Abraham
(Gál 3,12ss). "Salgamos, pues, fuera del campamento, donde él padeció por
nuestros pecados para santificarnos con su sangre" (Heb 13,11ss). Allí se
ciñó de gloria, al esposarse con la Iglesia, cumpliendo la profecía: "Yo te
desposaré conmigo para siempre, te desposaré en amor y compasión, te
desposaré en fidelidad y tú conocerás al Señor" (Os 2,21-22).
[3] En la
liturgia matrimonial de la Iglesia oriental se bendice a los
esposos, diciendo: "Sea bendito tu tálamo nupcial y tu casa"
(Iglesia siria); "guarda, Señor, puro su lecho conyugal" (Iglesia
copta); "conserva santo el lecho de su matrimonio" (Iglesia armena);
"su lecho se conserve puro y santo y que tu fuerza venga en su
ayuda" (Iglesia siria); "conserve el Señor vuestro tálamo en
santidad y pureza" (Iglesia maronita); "defiende, Señor, su lecho de
todas las insidias del Enemigo" (Iglesia armena); "que tu cruz les
defienda" (Iglesia siria); "bendice, Señor, la casa en la que entra
la esposa y santifica el tálamo nupcial" (Iglesia caldea). En la
liturgia nupcial copta se ungía con óleo a los esposos para defensa
de las insidias malignas en el ejercicio santo de la comunión
conyugal.