CANTAR DE LOS CANTARES
-RESONANCIAS
BIBLICAS:
5. BUSQUEDA
DEL AMADO EN LA NOCHE: 3,1-5
Emiliano Jiménez Hernández
Páginas relacionadas
a) Del Aleluya al Maranathá
b) La noche oscura
c) Busqué al amor de mi alma
d) Me encontraron los centinelas
e) La alcoba de la que me concibió
Después de la declaración de pertenencia mutua entre el amado y la amada
del capítulo anterior, éste se abre con la ausencia del amado. El amado
ha desaparecido y la amada se encuentra con la soledad inquieta del
alma. La noche se hace larga, casi infinita, dando vueltas y vueltas en
la cama sin poder conciliar el sueño. A derecha e izquierda alarga sus
manos sin encontrar al amado: En mi lecho, por las noches, busqué al
amor de mi vida; le busqué y no le hallé.
El esposo, como hombre, no siempre está en casa ni sentado junto a la
esposa, que sí permanece dentro de casa. El sale con frecuencia, y ella
le desea y busca; y él vuelve a ella. Por eso, el esposo unas veces es
buscado como ausente y otras habla con la esposa como presente. Por su
parte, la esposa, aunque le haya visto en la cámara del tesoro, pide que
la introduzca en la bodega del vino. Pero ocurre que, una vez que ha
entrado y ha visto al esposo, él no permanece en casa, y entonces ella,
atormentada de nuevo por su amor, sale fuera y se pone a dar vueltas,
yendo y viniendo alrededor de la casa, entrando y saliendo,
mirando por todas partes para ver cuándo regresa a ella el
esposo. La Iglesia, o el cristiano, viven su relación con Cristo,
recibiendo en sí al que en el principio estaba junto a Dios (Jn 1,1),
que la visita y la deja, para que así ella le desee aún más. Pues el
Señor se deja encontrar de los que le desean y le buscan. El esposo se
para tras las celosías de la ventana, sin manifestarse abiertamente y
por completo, incitando de este modo a la esposa a no quedarse dentro
sentada y perezosa, sino a salir fuera e intentar verle, no ya a través
de las ventanas y celosías, ni por medio de un espejo y por enigmas,
sino saliendo fuera y estando cara a cara con él (1Cor 13,12).
Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la
muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia,
como don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante, canta
el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera
impaciente por la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! (Ap
22,17). La Iglesia, en su peregrinación, vive la tensión entre el
Aleluya, por la salvación ya cumplida en Cristo, y el Maranathá,
anhelante de la manifestación de su Señor en la gloria de su retorno.
Ahora ya vemos al Señor entre nosotros, pero le "vemos como en un
espejo" y anhelamos que se rompa el espejo para "verle cara a cara"
(1Cor 13,12). Ahora "ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,1‑2).
En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos
de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos
hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para testimoniarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también
herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos
con El, para ser también con El glorificados. Porque estimo que los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se
ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación
desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en
efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel
que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la
corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre
dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las
primicias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior
anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en
esperanza (Rom 8,14‑24).
Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la
salvación: la plenitud de los tiempos. En Cristo, el hombre y la
creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a
Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en
la "carne", sino bajo el Espíritu de Cristo (Rom 7,1‑6). Con Cristo -con
su amén al Padre- toda la humanidad ha sido definitivamente integrada en
la aceptación de la voluntad del Padre. Esta realidad ya no podrá ser
arrancada jamás de la historia humana. La Iglesia, en su fase actual, es
sacramento de salvación, encarna la salvación de Cristo, que se derrama
de ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación. Pero aún la
Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, espera la manifestación
de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos.
El "hombre nuevo" y la "nueva creación", inaugurada en el misterio
pascual de Cristo, cantan el aleluya, pero viven los dolores del parto y
gritan maranatha, anhelando la consumación de la "nueva humanidad" en la
resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. La
Iglesia se siente Reino de Dios solamente en su fase germinal. Por eso
tiende a la consumación gloriosa de este Reino, anunciándolo y
estableciéndolo entre los hombres. La Iglesia pertenece a la etapa de la
historia abierta por la Pascua y orientada a la consumación de todas las
cosas en la gloria de la Parus��a. Su tiempo es tiempo de camino hacia la
plenitud. Tiempo del Espíritu, que la impulsa a actuar la salvación en
el mundo. El Espíritu Santo, que habita en ella, le comunica la vida de
Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro
del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida.
Por ello vive en posesión radical de las realidades futuras y en
esperanza de su posesión definitiva. Esta es su tensión, nuestra
tensión: gozar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello
que seremos, a lo que estamos destinados: "Por tanto, mientras habitamos
en este cuerpo, vivimos peregrinando lejos del Señor" (2Cor 5,6) y,
aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior
(Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1,23).
La vida cristiana es la búsqueda continua de Dios por parte del hombre,
pues Dios mismo comenzó por buscar al hombre. El Cantar es el texto
privilegiado de los que "buscan el rostro de Dios". Es el canto de la
vida cristiana, comprendida como vida inmersa en el misterio del amor de
Dios, conducida bajo la guía de Dios, en la intimidad inefable de su
presencia. Es el canto que mejor responde al deseo del alma de "estar
unida al Verbo de Dios y de penetrar en los misterios de su sabiduría y
de su ciencia como en la alcoba de su esposo celestial" (Orígenes). El
hombre cautivado por Dios halla en el Cantar la descripción de sus
delicias en el Señor (Sal 36).
Ahora bien, antes de llegar a esta unión, "los israelitas vivirán muchos
días sin rey y sin príncipe, sin sacrificios ni estelas, sin imágenes ni
amuletos. Después volverán a buscar al Señor, su Dios; con temor
volverán al Señor" (Os 3,4). Es la noche oscura, en que la amada, dando
vueltas en su corazón a los memoriales del amado, espera en vela que él
vuelva a mostrarle su rostro. En su interior resuena la voz del amado:
"¡Despierta, despierta! ¡Revístete de fortaleza, Sión!" (Is 52,1). Por
ello deja el lecho del sueño y corre en busca del amor de su alma.
Perdiéndose a sí misma, encontrará la vida. Corriendo por las calles de
Jerusalén, la ciudad de Dios, encontrará al amado, "pues él habita en
medio de ella" (Sal 46,5s).
El Señor oculta su rostro a la amada "para que vuelva a buscar a Yahveh,
su Dios" (Os 3,5). Con su ocultamiento suscita la conversión: "Volveré a
mi lugar, hasta que se reconozcan culpables y me busquen; en su
angustia, me desearán ardientemente" (Os 5,15). "Yo conozco a Efraím, e
Israel no se me oculta. Sí, tú, Efraím, has fornicado, e Israel está
contaminado. No les permiten sus obras volver a su Dios, pues hay dentro
de ellos un espíritu de prostitución y no conocen a Dios. El orgullo de
Israel testifica contra él; Israel y Efraím tropiezan por sus culpas y
también Judá tropieza con ellos. Con ovejas y vacas irán en busca del
Señor, sin encontrarlo, pues se ha apartado de ellos" (Os 5,3-6). El
Señor, en aquellos días, "enviará hambre al país: no hambre de pan ni
sed de agua, sino de oír la palabra de Dios. Irán errantes de oriente a
poniente, vagando de norte a sur, buscando la palabra de Dios, y no la
encontrarán" (Am 8,11s).
En la noche Israel brama como brama el mar, pues la luz se ha
oscurecido, envolviendo la tierra en densas tinieblas (Is 5,30). Es la
noche de la prueba, de la tentación, del exilio. Es la noche que Adán
vio caer con terror sobre el mundo en la tarde del sexto día. Es la
noche en que el alma ansía al Señor (Is 26,9) y pregunta a los profetas,
vigías del Señor: "Centinela, ¿qué hay de la noche?, ¿qué hay de la
noche" (Is 21,11). Y el profeta le responde: ¡Animo! La noche no ha
pasado aún. Pero ya se oyen en el horizonte los pasos del que viene. "El
pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz potente; habitaban en
tierra de sombras y una luz ha brillado para ellos" (Is 9,1). Cuando él
llegue, dirá a los cautivos: "Salid", y a los que están en tinieblas:
"venid a la luz" (Is 49,9). Entonces el Señor gritará: "¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre
ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos;
pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y
caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora"
(Is 60,1-3; Sal 112,4).
Filón de Carpasia dice: Cuando, entorpecidos por el pecado, dormimos y damos vueltas en la cama, si buscamos al Amado, no lo hallaremos, a no ser que lo busquemos como nos dice el profeta: "Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano. Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvse a Yahveh, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en perdonar" (Is 56,6-7). El Señor, fiel a su alianza con el pueblo, oculta su rostro sólo para suscitar el verdadero amor en el corazón de la amada: "Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo conozco mis designios sobre vosotros, designios de paz, no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza. Me invocaréis, vendréis a implorarme y yo os escucharé; me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón. Me dejaré encontrar de vosotros y cambiaré vuestra suerte" (Jr 29,11-14).
Desde el anuncio del amor, que llena el corazón de alegría, hasta la
alianza definitiva, desde los esponsales hasta el matrimonio, hay un
largo camino por recorrer, con sus riesgos, crisis y noches oscuras de
purificación. Dios, en su amor, desciende hasta el hombre, hasta el
pecado donde el hombre se encuentra, hasta la alcoba donde "en pecado le
concibió su madre" (Sal 51,7). Y desde allí, con pedagogía divina, lo
lleva a despojarse del hombre viejo para conducirlo a su reino, a la
casa del Padre. Para gozar del beso de su boca, dice San Bernardo, es
necesario postrarse antes a sus pies, sin atreverse a levantar los ojos
al cielo (Lc 18,13); y, postrado, besar los pies del Señor, bañarlos con
las lágrimas y enjugarlos con los cabellos, para oír su voz: "Tus
pecados te son perdonados" (Lc 7,36ss), "levántate y no peques más" (Jn
8,10;5,14).
En mi lecho, por las noches, he buscado, al amor de mi vida; le busqué y
no le hallé.
Cuando Israel vio que se había alzado de sobre ellos la nube de la
gloria (Ez 9,3; 11,22-23), -que durante cuarenta días se había posado
sobre el Sinaí (Ex 24,15ss) y, luego, había llenado la Tienda (Ex
40,34-35) y, más tarde, el Templo (1Re 8,10-11)-, todo les pareció
tenebroso como la noche; entonces se pusieron a buscarla y no la
hallaron. La Asamblea de Israel oró ante Dios: Señor, en el pasado nos
iluminabas entre una noche y otra noche: entre la noche de Egipto y la
noche de Babilonia, entre la de Babilonia y la de Persia, entre la de
Persia y la de Grecia, entre la de Grecia y la de Roma, pero ahora, que
me he dormido, se me junta una noche con otra; me hallo a oscuras "en mi
lecho por las noches". Israel, al retorno a Palestina, no goza de los
bienes de Dios, que ha vuelto con ellos del exilio. Aunque se halla en
la tierra santa, está aún en la noche, en el tiempo de la incertidumbre
y del sufrimiento. En su angustia busca a Dios en Jerusalén, la ciudad
santa, elegida por Dios como su morada desde los tiempos antiguos, pero
él oculta su rostro (Is 58,59; 60,62; 63,15-64,12; 66,1). Desea que la
amada salga de sí y corra tras él.
Apenas se da el encuentro, de inmediato surge la separación, dejando en
el alma la duda: ¿Ha sido real la presencia del amado o he abrazado a un
fantasma? Los encuentros de los apóstoles con el Resucitado dejan en
ellos esta duda (Mt 28,17): "Cuando él se presentó en medio de ellos,
les dijo: La paz con vosotros. Sobresaltados y asustados creían ver un
espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan
dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo.
Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que
tengo yo" (Lc 24,36ss). Sor Juana Inés de la Cruz expresa estos
sentimientos en una bella poesía:
Detente, sombra de mi amor esquivo
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
¡Y qué trajín, ir, venir,
con el amor en volandas,
de los cuerpos a las sombras,
de lo imposible a los labios,
sin parar, sin saber nunca
si es alma de carne o sombra
de cuerpo lo que besamos,
si es algo! ¡Temblando
de dar cariño a la nada!
¿Serás, amor,
un largo adiós que no se acaba?
La decepción de la búsqueda infructuosa, en lugar de apagar el deseo
ardiente de la esposa, lo enciende aún más. Lo busca en la cama y no lo
encuentra. Pero, como dice Fray Luis de León, "no pierde la esperanza el
amor, aunque no halle nuevas de lo que busca y desea, antes entonces se
enciende más... Porque es así siempre, que al amor sólo el amor le halla
y le entiende". Se alza y recorre en su búsqueda las calles y plazas de
la ciudad y tampoco lo halla. El encuentro con el amado no es nunca
fruto del afán del hombre. Es él, cuando quiere y como quiere, quien va
al encuentro de la amada. No es el hombre quien sube hasta Dios. Es él
quien desciende hasta el hombre. La fe es don gratuito de su amor. "Si
el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores; si
el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal
127,1).
c) Me encontraron los centinelas
Me encontraron los centinelas, que hacen la ronda en la ciudad: ¿Habéis
visto al amor de mi vida?
La esposa ni se presenta, ni pide excusas por andar en la noche por las
calles de la ciudad. Se deja llevar por el impulso del amor que la
embarga, como si aquellos a quienes pregunta por su amado supieran de
quién se trata. Ella busca y no encuentra, pero es encontrada. En su
búsqueda es ella quien está perdida, no el amado. Cuando un hombre
pierde su camino, no es el camino quien se ha perdido; el camino sigue
en su sitio; es el hombre quien se halla perdido y quien debe ser
encontrado. Por ello, cuando el hombre pierde el Camino, se siente
desorientado, desesperado, sin vida. Entonces se opera la maravilla: el
Camino se desplaza y se acerca con bondad al encuentro del hombre
perdido y lo salva. Igualmente, cuando un hombre se queda ciego, pierde
la luz, no porque la luz desaparezca; ella sigue alumbrando como
siempre. Es el ciego quien camina a tientas cuando pierde la Luz. Y de
nuevo ocurre el milagro: La Luz eterna y viva parte en busca del ciego,
le abre los ojos y se deja ver por él. Y, cuando el hombre pierde la
Vida divina, es la misma Vida la que baja en busca del hombre muerto
hasta que le encuentra y le devuelve la vida. La amada corre en busca
del amado, que ha perdido, y no lo encuentra hasta que él la encuentra.
La encuentra en el dolor, en la angustia o en la desesperación, como
Job vio cara a cara a Dios en medio de la tempestad (Jb 42,5).
El amado encuentra a la amada, en primer lugar, mediante "los guardianes
que ha apostado sobre los muros de Jerusalén" para vigilar y custodiar
su ciudad santa. Ellos "no callan ni de día ni de noche" (Is 62,6);
profetas del Señor, su voz es siempre viva y gozosa, tiene la misión de
"anunciar a la hija de Sión que viene su salvación" (Is 62,11). El amado
siempre envía delante de él a su precursor: "Mira, envío a mi mensajero
delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz del que clama en el
desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc
1,1-3). El mensajero no es el salvador; él siempre repite: "Detrás de mí
viene uno a quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia. El
es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,27ss).
Juan Bautista es la palabra del Adviento. ¡Ha visto y confesado al
Mesías y se encuentra en la cárcel! En la prueba del absurdo, no es una
caña que quiebra el viento. Cree a pesar de todo, espera contra toda
esperanza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino en su propia
vida; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no
tiene prisa, aunque él esté a punto de perecer. Su corazón está en
apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia
de parto: "¿Eres tú el que ha de venir?" (Lc 7,19). Pero es una pregunta
dirigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un
corazón orante queda siempre fe, aunque se encuentre en prisión. En la
prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia
flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a
la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y
oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la
respuesta: "He aquí que vengo presto" (Ap 22,20); "bienaventurado el que
no se escandalice de mí" (Lc 7,23).
"Cuando los apóstoles y sus sucesores y cooperadores son enviados para
anunciar a los hombres al Salvador del mundo, se apoyan sobre el poder
de Dios, que manifiesta la fuerza del evangelio en la debilidad de sus
testigos" (GS 76) La fragilidad del vaso de barro está siempre amenazada
de quebrarse, de escandalizarse de su propia debilidad, de la
precariedad de su fe y de la fragilidad de su vida. "¿Qué haces tú ahí,
si no eres el Mesías esperado?" (Lc 1,25). El hombre tiene sed de Dios,
espera en El, espera que pronto instaure su reino, que la verdad
radiante aparezca y con su resplandor queme toda duda del espíritu. Y he
aquí que sólo vienen precursores, heraldos de la verdad de Dios en
palabras tan humanas que con frecuencia la oscurecen; como mensajeros de
Dios sólo vienen hombres con todos los defectos de los hombres; o sólo
se dan acciones simbólicas, sacramentales. Mensajeros y signos confiesan
una y otra vez: "Yo no soy"; pero detrás de mí, oculto en las palabras y
en los signos" está el Salvador. En la liturgia cristiana, lugar
privilegiado del encuentro entre Dios y el hombre, Dios desciende hacia
el hombre y el hombre sube hasta Dios bajo el velo de los signos.
Ante la propia pobreza, la debilidad de los mensajeros y la
insignificancia de la palabra y los signos, el hombre, en su
impaciencia, es tentado a creer que puede hallar a Dios fuera de los
hombres, de las palabras y signos de la Iglesia: en la naturaleza, en la
infinidad del propio corazón, en la política que quiere erigir ya de una
vez para siempre el Reino de Dios sin Dios sobre la tierra... Pero esta
huída sólo puede llevar al desierto del propio corazón vacío, donde
moran los demonios y no Dios; al desierto de la naturaleza ciega y
cruel, que sólo es benéfica como creación de Dios en la alegría del
reposo dominical; al árido desierto del mundo en que las aguas de los
ideales se escurren tanto más cuanto más se penetra en él; al desierto
desolador de una política, que en lugar del reino de Dios, instaura la
tiranía de la violencia.
La Iglesia, con Juan Bautista,
confiesa "Yo no soy"; el Reino glorioso de Dios está aún por venir.
Pero, aunque esta voz suene con todos los ecos humanos, no debe
desoírse. No puede dejarse de lado al mensajero porque "no es digno de
desatar las sandalias del Señor", a quien precede. La Iglesia, no puede
menos de decir: "No soy yo", pero tampoco puede dejar de decir:
"Preparad el camino al Señor que viene". Y entonces, escuchada esta
pobre palabra, Dios viene ya. Los fariseos, que no escucharon al
precursor del Mesías, porque él no era el Mesías, tampoco reconocieron
al Mesías.
e) La alcoba de la que me concibió
La escena se cierra con el mismo estribillo del primer encuentro,
después de la búsqueda por el desierto (2,7). Nada debe perturbar la paz
recuperada con el encuentro del esposo. Yo os conjuro, hijas de
Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no
desveléis al amor, hasta que le plazca.
Tan inesperada como había sido la desaparición es ahora la nueva
aparición del amado, que termina "en la casa de mi madre, en la alcoba
de la que me concibió". Allí el esposo puede decirle al oído y al
corazón: "Ya no te llamarán la abandonada ni a tu tierra la devastada.
Se te llamará la preferida y a tu tierra la desposada. Como un joven
desposa a una joven, así te desposará a ti el que te creó. El gozo que
siente el novio por la novia lo sentirá por ti tu Dios" (Is 62,4s). El
estribillo del Cantar invita a no despertar al amor antes de la hora. El
despertar, signo del tiempo escatológico, no puede venir más que a su
debida hora, en el tiempo señalado por el Padre, en la hora de la
verdadera conversión del corazón.
Hasta entonces, Dios se deja encontrar y abrazar, pero no se deja
aferrar o poseer. Está siempre en pascua, de paso. Con su huida invita a
la esposa a salir de sí y a buscarlo en la ciudad, en las plazas, en las
calles, es decir, en la historia, en medio de los acontecimientos. Ahí
es dónde ella tiene que preguntar: ¿Habéis visto al amor de mi vida? Los
ojos de la fe descubren la presencia del Amado en los hechos de la vida,
en medio de la noche, aunque haya que esperar al alba, a que la noche
haya pasado: Apenas los había pasado, encontré al amor de mi vida. Lo
agarré y ya no lo soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi
madre, en la alcoba de la que me concibió. Al Amado se le abraza,
abrazando la cruz de cada día, para no perderle más. La Liturgia de las
horas "consagra el curso entero del día y de la noche con ese admirable
canto de alabanza, que es en verdad la voz de la misma esposa que habla
al esposo" (SC 84).
El está detrás de los centinelas. Para encontrar "al amor de mi vida" es
necesario acercarse a sus mensajeros, escucharles y luego pasar
adelante, siguiendo sus indicaciones: detrás de mí está él. El viene con
ellos, detrás de ellos. El centinela aguarda la aurora y anuncia a los
demás el sol que viene de lo alto: "Y tú, niño, serás llamado profeta
del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos,
anunciado la Luz que viene de lo alto a iluminar a los que habitan en
tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la
paz" (Lc 1,76ss). Cuando parece que no hay esperanza, la gran sorpresa:
"Encontré al amor de mi alma". "Mi alma espera en el Señor, espera en su
palabra; mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora; más
que el centinela la aurora, aguarde Israel al Señor, porque con él viene
el amor" (Sal 130,5ss). La amada, sin palabras, abraza fuertemente
contra su pecho el tesoro de su vida, abandonándose a su amor: "No lo
soltaré más".
En la mañana de Pascua, con encendido deseo, María Magdalena busca al
amor de su alma: "El primer día de la semana, al amanecer, cuando aún
estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio la losa quitada.
Fue corriendo a donde estaba Simón Pedro con el discípulo amado de
Jesús... Pedro y el discípulo salieron para el sepulcro... Fuera, junto
al sepulcro, estaba María llorando. Se asomó al sepulcro sin dejar de
llorar y vio dos ángeles vestidos de blanco... Le preguntaron: ¿Por qué
lloras, mujer? Les contestó: Porque se han llevado a mi Señor y no sé
dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero
no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: ¿Mujer, por qué lloras? ¿A quién
buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dice: Señor, si tú lo
has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Jesús le
dice: María. Ella se vuelve y le dice: Rabbuní -Maestro-. Dícele Jesús:
No me toques, que todavía no he subido al Padre" (Jn 20,1-18).
La praxis normal establecía que fuera el hombre quien, acompañado del
cortejo de amigos, condujera en procesión a la novia desde la casa paterna,
donde ella lo esperaba con su cortejo de doncellas, a su propia casa, para
introducirla en la alcoba de su madre (Gn 24,67). Pero "al principio" no fue
así. Cuando Dios condujo a Eva ante Adán, éste exclamó: "¡Esta sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne! Por eso el hombre abandona a su
padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne" (Gn
2,22ss). La amada abraza a su amado y lo conduce a casa de su madre y allí
él la abraza; a ella sólo le toca abandonarse en brazos del amado: "Su
izquierda bajo mi cabeza, y su derecha me abraza".
En el comentario más antiguo del Cantar que se ha conservado, Hipólito (+
235) combina la escena de las dos mujeres, María Magdalena y la otra María
(Mt 28,1-10) con la escena de María y Jesús solos. Con palabras del Cantar y
del evangelio hilvana su comentario:
Dice el evangelio: vinieron las mujeres aún de noche a buscar a Cristo. Lo
busqué y no lo encontré, dice ella. ¿Por qué buscáis al vivo entre los
muertos?... Me encontraron los guardias. ¿Quiénes son, sino los ángeles allí
sentados? ¿Qué ciudad guardaban, sino la nueva Jerusalén de la carne de
Cristo? Preguntan las mujeres: ¿habéis visto al que ama mi alma?
Contestaron: ¿A quién buscáis, a Jesús Nazareno? Ha resucitado.
Apenas los pasé: cuando se volvieron y se marcharon, les salió al encuentro
el Redentor. Así se cumplió lo dicho: Encontré al amor de mi alma. El
Redentor dijo: María. Ella dijo ¡Rabbuni!, que significa Señor mío. Encontré
el amor de mi alma y no lo soltaré. Después de abrazarse a sus pies no lo
suelta, y le dice: No me sujetes que todavía no he subido al Padre. Pero
ello lo agarraba diciendo: No te soltaré hasta que te meta en mi corazón; no
te soltaré hasta meterte en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me
llevó en su vientre. Como el amor de Cristo lo siente ella en el cuerpo, no
lo suelta. Dichosa mujer que se abrazó a sus pies para poder volar por el
aire...
Me agarré a las rodillas, no como a una cuerda, que se rompe, sino que me
agarré a los pies de Cristo. No me dejes en tierra, no me vaya a extraviar,
llévame contigo al cielo. Dichosa mujer que no quería apartarse de Cristo.
Para San Ambrosio, María Magdalena es la nueva Eva, y como ella ha de ser el
alma cristiana:
Sujétalo tú, alma, como lo sujetaba María y di: Lo agarré y no lo soltaré.
Marcha la Padre, pero no abandones a Eva, no vaya a caer otra vez. Llévala
contigo, ya no extraviada, sino agarrada al árbol de la vida. Agarrada a tus
pies arrebátala para que suba contigo. No me abandones, no vaya la serpiente
a inocular otra vez el veneno, no intente de nuevo morder el tobillo de la
mujer para echar una zancadilla a Adán. Diga, pues, el alma: te sujeto y te
meteré en casa de mi madre.
Acoge a Eva, ya no tapada con hojas de higuera, sino vestida de Espíritu
Santo y gloriosa con nueva gracia; que ya no esconde su desnudez, antes bien
acude envuelta en el esplendor de un vestido reluciente, pues la viste la
gracia. Tampoco Adán estaba al principio desnudo, cuando lo vestía la
inocencia.