CANTAR DE LOS CANTARES
-RESONANCIAS
BIBLICAS:
3. MUTUA CELEBRACION DE LOS DOS: 1,9-2,7
Emiliano Jiménez Hernández
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MUTUA CELEBRACION DE LOS DOS: 1,9-2,7
a) Palabra celebrativa
b) A mi yegua te comparo
c) Tu cuello entre collares
d) ¡Palomas son tus ojos!
e) Narciso de Sarón
f) Manzano entre los árboles del bosque
g) En la bodega del amado
Dios se comunica al hombre personalmente y no mediante ideas. La fe, más
que razonarla, se testimonia. Dios se revela actuando y actúa hablando.
Su Palabra -Dabar Yahveh- es acción, acontecimiento y no
manifestación de verdades abstractas. Dios, más que hablar de sí, se da
a conocer actuando. La Palabra de Dios antecede, acompaña y supera a la
Escritura; se hace viva en la Iglesia; al proclamarla, la Iglesia
reviste el esqueleto de la Escritura de carne y le da vida. El lenguaje
de Dios es, pues, un lenguaje histórico-salvífico, celebrativo; se hace
Palabra de Dios en la celebración, donde el mensaje de salvación del
Evangelio, ya incoado en el Antiguo Testamento y cumplido en
Jesucristo, se hace actual y operante en la Iglesia. La fe confesada
en la adhesión a la Palabra de Dios es celebrada en los
sacramentos y vivida en la caridad cristiana.
En la celebración de la asamblea, al proclamar la Escritura, habla Dios
mismo: "Pues cuando se proclama en la Iglesia la Sagrada Escritura es El
(Cristo) quien habla" (SC 7). "En la Liturgia Dios habla a su pueblo;
Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde con el canto
y la oración" (Id. 33). La liturgia es el coloquio del esposo y la
esposa: En la alabanza, la esposa, es decir, la Iglesia, habla de su
amado y se complace en decir todas sus bellezas; en la lectura, el
amado le habla a su vez y la regocija con el sonido de su voz;
finalmente, en la oración, la esposa que ha hablado al esposo, que ha
reconocido su presencia y oído su voz, le habla a su vez y le confía sus
deseos, sus dolores y alegrías, sus necesidades y acciones de
gracias.
El cristiano, engendrado en la Pascua de Cristo, celebra su fe en la
liturgia y en la vida, sin divorcio entre ellas, porque la Pascua es la
fiesta de la Vida. "Cristo resucitado convierte la vida en una
fiesta perenne" (S. Atanasio). El mismo Jesús compara constantemente el
reino de Dios, predicado y vivido por El, con la "alegría de las
bodas". Como "primogénito de los muertos" y "conductor de la vida"
contra los poderes de la muerte, El es "el que guía las danzas
nupciales" y la comunidad es "la esposa que danza con El", como decía S.
Hipólito. El es "el Señor de la gloria" (1Cor 2,8). La gracia del perdón
se manifiesta en la asamblea en fiesta, en el banquete, en el canto, en
las salas tapizadas y llenas de luces y flores, en las danzas, en la
alegría de la celebración y de la vida (Lc 15,11ss).
Los rasgos con que el Cantar describe al amado o a la amada están
tomados del mundo visible y tangible, cercano y asequible, pero sin
pretender nunca hacer una descripción física. Las cosas hablan, más que
por lo que son, por lo que suscitan y evocan. Los símbolos comunican las
vivencias que embargan el corazón, así hacen partícipes a los demás de
las emociones interiores. Las personas, los seres, las cosas son
interiorizados para balbucir con su ayuda lo inefable.
Después de haber hablado la esposa, los amigos del esposo y las
compañeras de la esposa, ahora es el mismo esposo quien habla. La esposa
se ha preparado, purificándose, para acoger la voz del esposo y
participar de su misma vida, pues él se da a sí mismo en su palabra.
Para escuchar su voz en el Sinaí, Israel se preparó con abluciones
durante dos días (Ex 19,16), para al tercer día al alba escuchar su
palabra. Ahora Dios no hablará ya "con truenos y relámpagos y una densa
nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta" (Ex 19,16-19),
sino con la suavidad de voz del esposo: "A mi yegua, entre los carros
del Faraón, yo te comparo, amada mía".
El mismo que con su fuerza destruyó los carros y caballos del Faraón
cabalgando sobre las olas del mar (Is 43,16ss), desciende ahora sobre la
amada para destruir las potencias enemigas. También en ti, amada mía, he
derrotado al enemigo, haciéndote atravesar las aguas del bautismo, donde
quedaron sepultados los carros del Faraón, que te habían esclavizado.
Canta con el Profeta: "Contra el mar arde tu furor, Yahveh, que montas
en tus caballos, en tus carros de victoria" (Hab 3,8). "El carro de
Dios, tirado por millares de miríadas, lleva a Dios desde el Sinaí al
Santuario" (Sal 67,18). Es el "carro de fuego con caballos de fuego"
(2Re 2,11s) que arrebata de la tierra al cielo. Son los caballos de
Zacarías (1,10s) que recorren la tierra y llevan la paz al mundo. Dios
cabalga sobre su yegua llevando la salvación: "Cabalga el Señor sobre un
querubín cerniéndose sobre las alas del viento" (Sal 18,11). Sobre la
amada recorre la tierra destruyendo los carros del enemigo, "los
caballos lustrosos y vagabundos, que relinchan por la mujer de su
prójimo" (Jr 5,8), los caballos sin rienda ni freno (Sal 31,9).
Orígenes recoge esta tradición hebrea y comenta: Hay caballos del Señor,
en los que monta él mismo. Son las almas que aceptan el freno de su
disciplina y llevan el yugo de su dulzura, dejándose guiar por el
Espíritu de Dios. En el Apocalipsis leemos que apareció un caballo y,
sentado sobre él, el Verbo de Dios: "Y vi el cielo abierto; y había un
caballo blanco, y el que estaba sentado sobre él era llamado fiel y
veraz y que juzga y pelea con justicia. Y sus ojos eran como llama de
fuego, y en su cabeza, muchas diademas, con un nombre escrito que nadie
más que él conocía. Y vestía un manto empapado en sangre, y su nombre
era Verbo de Dios. Y su ejército estaba en el cielo, y le seguía en
caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro" (Ap 19,11ss). El
caballo blanco es el cuerpo del Señor, o sea, la Iglesia (Col 1,24), que
no tiene mancha ni arruga, pues él la santificó para sí en el baño del
agua (Ef 5,26-27). La milicia del Verbo de Dios monta caballos blancos y
va vestida de lino blanco y puro. Esta caballería fue tomada de entre
los carros del Faraón. De allí proceden todos los creyentes, pues Cristo
vino a salvar a los pecadores (1Tim 1,15), que ahora le siguen en
caballos blancos, purificados por el bautismo. Dichosas, pues, las almas
que curvan sus espaldas para recibir encima como jinete al Verbo de Dios
y soportan su freno, de modo que pueda él llevarlos a donde quiera,
según su voluntad.
El Señor, que tiene el mundo en la palma de su mano, ha querido cabalgar
sobre su amada. Es el misterio de la elección de Israel, de la elección
de la Iglesia. Como un caballero depende del caballo, el Señor, en un
misterio insondable de amor, ha querido depender de su pueblo, para
llegar a los confines de la tierra. Si sus elegidos no le llevan, su
nombre no será conocido por las naciones. Si ellos no le anuncian a los
hombres, éstos no recibirán la luz de su rostro.
Bellas son tus mejillas entre los zarcillos, y tu cuello entre los
collares.
Cuando los israelitas salieron al desierto, el Señor dijo a Moisés: ¡Qué
bello es este pueblo, al que daré mi Ley! Las Diez Palabras serán como
anillos en sus fauces para que no se desvíen del buen camino, como no se
desvía un caballo con el freno en la boca. Y ¡qué bello su cuello con el
yugo de mis preceptos (Lam 3,27)! Es sobre ellos como yugo sobre la
cerviz del buey, que ara la tierra y se sustenta a sí y a su señor:
"Efraím es una novilla domada que trilla con gusto; yo colocaré el yugo
sobre su cuello, engancharé a Efraín para que are, a Jacob para que
labre la tierra" (Os 10,11). Los collares son las palabras de la
Torá que se ensartan unas con otras, se apoyan entre ellas, cruzadas
unas con otras. Con ellas el Señor hace zarcillos de oro con cuentas
de plata, según dijo a Moisés: Sube y te daré las dos tablas de
piedra (Ex 24,12), talladas en zafiro del trono de mi gloria (Ez 1,26;Ex
24,10); escritas por mi dedo (Ex 31,18), brillan como oro puro. En ellas
las Diez Palabras son más puras que plata refinada siete veces al crisol
(Sal 12,7).
Comenta Orígenes: la esposa de Cristo, la Iglesia, es también su cuerpo.
En éste, unos miembros se llaman ojos, por la luz de la inteligencia;
otros, oídos porque oyen la Palabra; otros, manos por las buenas obras;
y hay otros que se llaman mejillas, la parte del rostro en que se
reconocen la dignidad y la modestia del alma. A través de las mejillas,
se dice a todo el cuerpo de la Iglesia: "Qué hermosas se han vuelto tus
mejillas". No dice: qué bellas son tus mejillas, sino qué hermosas se
han vuelto, pues antes no eran hermosas; sólo después de recibir los
besos del esposo, y después de que él la limpió para sí con el baño del
agua, dejándola sin mancha ni arruga (Ef 5,26s), entonces sus mejillas
se volvieron hermosas. Efectivamente, la castidad, el pudor y la
virginidad, que antes le faltaban, se esparcieron por las mejillas de la
Iglesia con magnífico esplendor.
En este sentido se habla de la cerviz de la esposa, a la que Cristo
dice: "Tomad sobre vosotros mi yugo, que es suave" (Mt 11,29s). A la
obediencia se la llama cerviz, que se torna hermosa como un collar. A la
que antes hizo fea la desobediencia, la hace hermosa la obediencia de
la fe. Como la esposa toma sobre sí el yugo de Cristo, su collar es
Cristo. El fue el primero que se "hizo obediente hasta la muerte" (Flp
2,8). Y "como por la desobediencia de uno solo -es decir, Adán- todos
fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno -esto es,
Cristo- todos serán constituidos justos" (Rom 5,19). Por eso el adorno,
el collar de la Iglesia es su obediencia, por la que se hace semejante a
Cristo.
Este collar se menciona en el Génesis. El patriarca Judá lo entregó a su
nuera Tamar, cuando se unió a ella creyéndola meretriz (Gen 38,11ss).
Así Cristo lo da a la Iglesia, con la que se ha unido sacándola de la
prostitución de sus idolatrías. Este collar de oro tiene realces de
plata, pues "las palabras del Señor, palabras limpias, son plata
refinada en el fuego" (Sal 11,7), "corona de gracia para tu cabeza y un
collar de oro para tu cuello" (Pr 1,9). Con este collar la esposa
"desborda de gozo con el Señor y se alegra con su Dios: porque me ha
vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como
novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas" (Is
61,10).
Filón de Carpasia dice que los zarcillos de oro con cuentas de plata son
los mártires, que probados a través del fuego, mostraron los quilates de
su fe (1Cor 3,10ss): "Como oro en el crisol los probó y como holocausto
los aceptó" (Sab 3,6). Del crisol salieron con las improntas de plata:
"Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús" (Gál 6,17). Con el testimonio
de su fe "el nardo de la Iglesia exhaló la fragancia" de Cristo. Pues el
martirio es la "bolsita de mirra, que reposa entre los pechos" de la
Iglesia, formada con el agua y sangre brotados del costado de Cristo.
El amor es dulce y amargo como la mirra: dulce al olfato y amargo al
paladar. El amor es un vino oloroso, que pasa suave pero arde en las
entrañas. En este mundo el amor está siempre mezclado con el
sufrimiento, pues no hay amor sin ofrenda de sí mismo. Sólo en el mundo
futuro, cuando el Señor enjugue toda lágrima, el amor será delicia
plena. Ahora es agridulce, hecho de gracia y perdón. Son la miseria del
hombre y la misericordia de Dios unidas en el amor. El amor es fuerza y
debilidad; hace al hombre atrevido y vulnerable; como flecha hiere el
corazón y hace languidecer el rostro. El amor es sed y agua, hambre y
alimento de vida; suscita anhelo en la ausencia y gozo en la presencia
del amado; se tiñe de nostalgia, da alas para la búsqueda, se goza en la
unión. "Es paciente, servicial, no se engríe, no toma en cuenta el mal,
se alegra con la verdad; todo lo excusa, cree todo, todo lo espera.
Soporta todo" (1Cor 13,4ss). Es muerte y resurrección, pues es más
fuerte que la muerte.
Mientras el rey se hallaba en su diván, mi nardo exhaló su fragancia.
La esposa, yegua de Dios en la batalla contra el Faraón, es el diván
donde se sienta el rey victorioso. Gracias a la fe, la esposa recibe al
esposo y se hace trono de su presencia: "Porque nosotros somos santuario
de Dios vivo, que dijo: en medio de ellos habitaré y andaré entre ellos"
(2Cor 6,16), pues son "instrumento de elección para llevar mi nombre
ante los gentiles" (He 9,15). La esposa puede decir: "No vivo yo, sino
que Cristo vive en mí" (Gál 2,20). La amada responde al amado, no sólo
con los labios, sino con todo su ser. Su persona, invadida por el amor
del amado, se transforma en amor, exhala el perfume del amor, se hace
amor, que se da. Arde sin consumirse, se quema como incienso sin
desaparecer. Muere de amor, sin morir, pues morir de amor es su vida.
Y no nos debe extrañar esto. Si Cristo es manantial del que fluyen ríos
de agua viva y pan que da la vida eterna (Jn 4,14;6,35;7,38), es también
nardo que exhala su fragancia, haciendo cristianos (ungidos) a
los que unge. Cristo se llama verdadera luz (1Jn 2,8), para que
los ojos del alma tengan con qué ser iluminados; palabra (Jn
1,1), para que los oídos tengan qué oír; pan de vida (Jn 6,35),
para que tenga qué gustar el gusto del alma. También a sí mismo se llama
perfume o nardo, para que el olfato del alma tenga la fragancia del
Verbo. El Verbo de Dios encarnado no deja un solo sentido del alma
privado de su gracia. También se dice de él que es vid verdadera
(Jn 15,1). Por ello puede decir la esposa: "Racimo de alheña es mi amado
para mí, en las viñas de Engadí". El esposo lleva a la esposa, la
Iglesia, al lagar donde se derrama la sangre de la uva, la sangre de la
Nueva Alianza, para ser bebida el día de la fiesta en la planta
superior, donde está preparada una gran mesa.[1]
Esposo y esposa porfían entre sí en elogios y requiebros de amor. Ante
la fragancia de la amada, responde él: ¡Qué bella eres, amada mía,
que bella eres! ¡Palomas son tus ojos! Cuando los hijos de Israel
hicieron la voluntad de su Rey, El compuso la alabanza de ellos: ¡Qué
bellas son tus obras, hija mía, amada mía, Asamblea de Israel! Son como
los pichones de las palomas, dignos de ser ofrecidos sobre el altar (Lv
1,14).
A las palabras de la esposa responde el esposo, enseñándola la casa
común: "Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de
ciprés". Así describe Cristo a la Iglesia: "la casa de Dios es la
Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad" (1Tim 3,15).
Y, si la Iglesia es la casa de Dios, como todo lo que tiene el Padre es
del Hijo (Jn 16,16), la Iglesia es también casa del Hijo de Dios. La
Iglesia es, pues, la casa del esposo y de la esposa, unidos en una sola
carne: "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia"
(Ef 5,32). En lecho de frondas se unen y levantan la casa firme, sobre
la roca de su unión. Aunque caiga la lluvia, vengan los torrentes,
soplen los vientos contra ella, no caerá, porque está cimentada sobre
roca firme (Mt 7,25). Los cedros del Líbano, que Dios plantó, se empapan
bien y no dejan pasar la lluvia; en ellos ponen seguros sus nidos los
pájaros; y en la copa, la cigüeña su casa (Sal 104,16-17). El cedro da
firmeza al tálamo nupcial y el ciprés, con su fragancia, le da ornato.
"De verdes frondas es nuestro lecho", dice la esposa contemplando la
tierra santa, rica de olivos, de higueras, trigales y viñas. Y el esposo
añade que esta frescura y verdor del amor no será pasajero, sino
perenne, durará para siempre, pues las vigas son de cedro y el techo de
ciprés, árboles de hoja perenne. El amor tierno y ardiente de la luna de
miel será firme, imperecedero como el cedro y el ciprés.
Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de ciprés.
Dijo Salomón: "¡Qué bello es el Santuario del Señor, que le he
construido con madera de cedro!" (1Re 5,20;6,15-18). También para la
reconstrucción del Templo a la vuelta del exilio "vendrá a ti el orgullo
del Líbano (sus cedros), con el ciprés, el abeto y el pino para adornar
mi Santuario" (Is 60,13). Pero más bello será el Santuario de los días
del Rey Mesías: El cuerpo de Cristo resucitado será el lugar del culto
en espíritu y verdad (Jn 4,21s), el lugar eterno de la presencia de Dios
con los hombres. Dios y el hombre se abrazarán finalmente en la
intimidad de la Jerusalén celeste, cuyo Santuario es el Cordero (Ap
21,22).
Se llama narciso y lirio, dos flores que crecen en lugares húmedos y
poco soleados, pues necesitan de mucha agua: "como lirio junto a un
manantial" (Eclo 50,10). Y sin embargo el desierto dice: Yo soy amado,
pues todas las cosas buenas del mundo están ocultas en mí, como está
escrito: "Pondré en el desierto cedros y acacias" (Is 41,19). El Señor
las puso en mí para que estuvieran resguardadas y, cuando El me las
pidiera, yo le retornara su depósito sin detrimento. Y yo destilo buenas
obras y entono ante El una canción: "Alégrese el desierto y el yermo"
(Is 35,1). También dijo la tierra: Esa soy yo y soy amada, pues todos
los muertos se hallan ocultos en mí, como está escrito: "Revivirán tus
muertos, mis cadáveres resurgirán" (Is 26,19). Cuando el Señor me los
reclame, se los devolveré y destilaré buenas obras como una azucena, y
entonaré una canción ante El: "Desde el borde de la tierra oímos
cánticos" (Is 24,16). El narciso crece al final del invierno; es uno de
los pregoneros que madrugan para anunciar la primavera. Los campos se
vuelven alegres con su aparición. El Padre les viste como "ni siquiera
Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos" (Mt 6,28ss).
Como flor entre los cardos es mi amada entre las muchachas.
Es la flor silvestre, no cultivada por la mano del hombre, sino que
florece con la lluvia y se abre con el calor del sol. Las espinas son su
protección o las que laceran sus pétalos. Cuando me desvío del camino
del Señor, El aleja de mí su Shekinah y yo, como flor que crece entre
espinas, veo mis pétalos lacerados. Sin embargo, como una flor que
languidece con el bochorno, pero al recibir el rocío rebrota, así
languidezco en medio del mundo, pero cada día rebroto al recibir el
rocío del Señor: "Seré como rocío para Israel que, como una flor, se
abrirá" (Os 14,6).
Por eso el Señor ordenó a Moisés que dijera a los israelitas: Hijos
míos, cuando estabais en Egipto erais "como una flor entre los cardos",
y ahora que vais a entrar en la tierra de Canaán seguiréis siendo "como
una flor entre los cardos": "No haréis lo que hacen los egipcios, donde
habéis estado, ni conforme a los cananeos, a cuyo país os llevo" (Lv
18,3).
Como una flor entre los cardos es mi hermana entre las muchachas.
"Mi hermana" dice la versión que comenta Gregorio de Nisa, con lo que
subraya el camino progresivo de unión entre Cristo y la amada. Primero
fue comparada a la yegua; luego es llamada amiga y ahora es hermana.
Esto significa que ha escuchado su palabra y cumple la voluntad del
Padre. Pues Jesús dice: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen
la palabra del Dios y la cumplen" (Lc 8,21), y también: "Todo el que
cumpla la voluntad de mi Padre celestial ése es mi hermano, mi hermana y
mi madre" (Mt 12,50). Con su oído atento, la esposa, lirio entre cardos,
ha olvidado su pueblo y la casa de su padre, por lo que el rey se ha
prendado de su belleza y la llama "hermana mía", hija del Padre, gracias
al Espíritu de adopción, que ha recibido (Rom 8,15).
f) Manzano entre los árboles del bosque
Entre todos los árboles, la esposa, amante de los perfumes, elige, para
comparar al esposo, al manzano, árbol fecundo de fruta y que exhala el
perfume más fuerte y agradable. Como un manzano entre los árboles del
bosque, así mi Amado entre los jóvenes. A su sombra deseo sentarme, pues
su fruto es dulce a mi paladar. Así alabó al Señor la asamblea de
Israel cuando se reveló en el Sinaí y le dio su Torá. Entonces Israel
gozó sentándose a la sombra de su Shekinah. Las palabras de la Torá
fueron dulces a su paladar (Sal 119,103).
Como el manzano sobresale entre los otros árboles del bosque, así
también el esposo supera a todos en sabor y en olor, satisfaciendo al
gusto y al olfato. La Sabiduría prepara una mesa con diversos manjares y
en ella, no sólo pone el pan de vida, sino que inmola la carne del
Verbo; y no sólo escancia en la copa su vino (Pr 9,2ss), sino que sirve
también en abundancia manzanas dulces y olorosas, que endulzan labios y
boca, conservando dentro de ésta el dulzor: "¡Cuán dulces al paladar son
tus palabras, más que miel en mi boca!" (Sal 19,11). Gracias al
esplendor del Amado, la Iglesia brilla como antorcha en medio de una
generación tortuosa y perversa (Flp 2,15). Pues el Amado, como manzano,
que da alimento, jugo y olor, le ha dado comida, bebida y perfume: su
cuerpo, su sangre y el Espíritu Santo (Mt 26,27-28; Jn 20,22). "El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el
último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera
bebida" (Jn 6,54s).
Puestos a la sombra de Cristo, hemos pasado de estar bajo la ley a estar
bajo la gracia (Rom 6,15). La ley sólo contenía la sombra de los bienes
futuros (Heb 10,1; Col 2,16; Heb 8,5). Siendo Cristo camino, verdad y
vida, bajo él nos ponemos a la sombra del camino, a la sombra de la
verdad y a la sombra de la vida: "¡Qué precioso tu amor, oh Dios! Los
hijos de Adán se cobijan a la sombra de tus alas" (Sal 36,8). Caminando
por este camino que es Cristo, llegaremos a contemplar cara a cara lo
que antes sólo veíamos en sombra y enigmas (1Cor 13,12). Sólo la sombra
del manzano, de Cristo, puede librar a la esposa del ardor de aquel sol
que, en cuanto sale, seca y mata la semilla, que tiene raíces poco
profundas (Mt 13,6). La sombra de Cristo, es decir, la fe en su
encarnación, lo apaga. Por ello podemos decir: "Bajo la sombra de tus
alas exultaré" (Sal 56,1). Sentada bajo tu sombra esperaré hasta que
despunte el día y huyan las sombras.
Me metió en su bodega y el estandarte que enarbola sobre mí es el amor.
La Asamblea de Israel dijo: Me metió el Señor en la gran bodega del
Sinaí y allí me entregó la Torá. La esposa, que ya ha visto la cámara
real del tesoro, ahora es introducida
en la sala del vino, para participar del banquete real y
disfrutar del vino de la alegría, pues allí "la Sabiduría ha mezclado su
vino" (Pr 9,2) y ha invitado a los sencillos: "Venid, comed mis panes y
bebed el vino que yo he mezclado para vosotros" (Pr 9,5). Es la sala del
banquete, en el que los de oriente y de occidente se sentarán con
Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios (Mt 8,11). En ella se sirve
el vino de aquella vid que dice: "Yo soy la vid verdadera" (Jn 15,1) y
que el Padre, celestial labrador, ha exprimido. Este es el vino que
produjeron aquellos sarmientos que permanecieron en Jesús: "Todo
sarmiento que no permanece en mí no puede producir fruto" (Jn 15,4ss).
Con este vino desean embriagarse los justos y los santos, que cantan: "Y
tu copa embriagadora ¡qué hermosa es!" (Sal 23,5). En nada se parece al
vino con que se embriagan los amantes de la falsedad, que "comen
manjares de maldad y se embriagan con vino de iniquidad" (Pr 4,17); "su
cepa era de la vid de Sodoma, y sus pámpanos de Gomorra; sus uvas, uva
de ira; y sus racimos, amargos; ponzoña de áspides y veneno de víboras
era su vino" (Dt 32,32).
De este amor se siente herida la esposa y dice:
Confortadme con
pasteles de pasas, reanimadme con manzanas, que estoy herida de amor.
La fuerza del amor, como los efluvios del vino nuevo en fermentación,
hacen que la esposa se desvanezca y pida que la sostengan con pasteles
de pasas y manzanas, frutos de la vid verdadera y del manzano. En
efecto, la Iglesia se sustenta y se apoya sobre aquellos que fructifican
por permanecer unidos a Cristo, "árbol de la vida" (Ap 2,7). Como
comenta Santa Teresa: "En lo activo, y que parece exterior, obra lo
interior, y cuando las obras activas salen de esta raíz, son admirables
y olorosísimas flores, porque proceden del árbol de amor de Dios y por
solo él, sin ningún interés propio, y estiéndese el olor de estas flores
para aprovechar a muchos". El Padre, buen labrador, planta estos árboles
en la Iglesia de Cristo, que es el huerto de las delicias (Gén 2,15). En
cambio "toda planta que no plantó mi Padre celestial será desarraigada"
(Mt 15,13). Las plantas del Padre no son desarraigadas porque echan
raíces profundas en la humildad, descendiendo hasta lo más hondo como
Cristo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo, el
cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo;
semejante a los hombres, apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo
cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre"
(Flp 2,5ss). San Juan de la Cruz canta: "En la interior bodega de mi
Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta vega ya cosa no sabía y el
ganado perdí que antes seguía. Allí me dio su pecho, allí me enseñó
ciencia muy sabrosa y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa; allí le
prometí de ser su esposa".
Si hay alguien que alguna vez se abrasó en este fiel amor del Verbo de Dios;
si hay alguien que ha recibido la dulce herida de su saeta escogida (Is
49,2); si hay alguien que ha sido traspasado por su dardo amoroso, hasta el
punto de suspirar día y noche por él,
hasta no saber ni gustar, pensar, desear o esperar mas que a él: esta
alma con toda razón dice: Estoy herida de amor, y la herida la recibí
de aquel que "me puso como saeta escogida en su aljaba" (Is 49,2). La flecha
de amor, que la traspasó el corazón, la convierte a su vez en flecha de
amor, en manos del Señor (Sal 126,4). El golpe de la flecha, que hiere a la
esposa, se transforma en alegría nupcial. Es lo que desea la amada:
"Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura, mira que la dolencia
de amor, que no se cura sino es con la presencia y la figura" (San Juan de
la Cruz). "¡Oh Dios, visita a esta viña que plantó tu diestra! Esté tu mano
sobre el hombre de tu diestra y no volveremos a apartarnos de ti. Haznos
volver y que brille tu rostro sobre nosotros para que seamos salvos" (Sal
80,15ss).
Existen también las saetas de fuego del maligno (Ef 5,16), que hieren de
muerte al alma que no está protegida con el escudo de la fe. De tales saetas
dice el salmo: "Mira, los pecadores tensaron el arco, prepararon sus saetas
en la aljaba, para herir en lo oscuro a los rectos de corazón" (Sal 10,2).
Estos demonios invisibles tienen saetas de fornicación, de codicia, de
avaricia, de jactancia, de vanagloria... Con ellas traspasan al alma que no
se halle revestida con la armadura de Dios, cubriéndose por entero con el
escudo de la fe (Ef 6,11ss). Pues, si encuentran al hombre protegido con el
escudo de la fe, aunque sean saetas encendidas con las llamas de las
pasiones y con los incendios de los vicios, la fe apaga todas.
El esposo, solícito ante el desmayo de la esposa, acude con un remedio mejor
del que ella pedía: la toma en sus brazos. Su izquierda está bajo mi
cabeza, y su diestra me abraza. Cuando el pueblo de Israel marchaba por
el desierto la nube de la gloria de Dios lo abrazaba, librándoles del ardor
del sol; como un padre lleva en brazos a su hijo pequeño,
les precedía en el camino, para encontrar el lugar donde acampar (Nm
10,33; Dt 33,33), abajando las montañas y alzando los valles (Is 40,4; Bar
5,7); matando las serpientes de fuego y los escorpiones del desierto (Dt
8,15).
Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abraza.
La izquierda contiene riquezas y gloria; y la derecha, largura de vida (Pr
3,16). Ahora bien, ¿que riquezas y qué gloria tiene la Iglesia, sino las que
recibió de aquel que, siendo rico, se hizo pobre para que ella se hiciera
rica con su pobreza (2Cor 8,9)? ¿Y qué gloria? Indudablemente aquella de la
que dice: Padre, glorifica a tu Hijo (Jn 12,28), señalando la gloria
de la Pasión. La fe en la Pasión de Cristo es la gloria y riqueza de la
Iglesia contenidas en su izquierda. Esta izquierda es la que la Iglesia
desea tener bajo su cabeza y así tenerla protegida con la fe en quien
reclinó su cabeza en el madero del pesebre y en el de la cruz. La izquierda
es el tiempo presente y la derecha la vida eterna; en este tiempo, la esposa
reposa apoyada sobre el Amado; y de él recibirá
después en herencia la gloria (Pr 3,16), cuando, puesta a su derecha,
le diga: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino,
preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34).
La esposa, desvanecida, se ha dormido con la cabeza apoyada en el brazo
izquierdo del esposo, que la abraza con el derecho. El esposo la contempla
con amor y no quiere que nada ni nadie interrumpa su abrazo de amor. Ya se
despertará cuando oiga la voz del esposo. ¡Os conjuro, hijas de
Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis ni
desveléis a mi Amor hasta que le plazca!