SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 13. SANTA MARIA DE LA TORRE
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
13. SANTA MARIA DE LA TORRE
a) La soledad recobrada
b) La Gran Cartuja
y Santa María de La Torre
c) ¡Oh Bondad! ¡Oh Bondad!
a) La soledad recobrada
Bruno partió de la Cartuja con la esperanza de que el Papa le retendría por
poco tiempo en Roma. Con solicitud presta sus servicios al Papa en cuanto le
pide. Pero la tristeza le embarga el corazón. No puede olvidar a sus hijos
de la Cartuja y, menos aún, adaptarse al tumulto de la curia pontificia, que
le impide gustar la dulce quietud que ha experimentado en la soledad de los
montes. "Con humildad, pero con decidida insistencia implora y suplica al
Papa que le libere de lo que su espíritu no soporta y le permita volver al
silencio del eremitorio de la Cartuja".
Urbano II, que ama a su maestro, accede a las peticiones de Bruno, con la
condición de que se quede en Italia, para poder contar con él en caso de
necesidad. Bruno, con algunos compañeros, en los que "el buen olor de su
vida ha suscitado el deseo de la soledad", va entonces en busca del conde
Rogerio, hijo de Roberto Guiscardo, quien le encamina hacia su tío, llamado
igualmente Rogerio, conquistador de Sicilia y Señor de Apulia y de Calabria.
Los dos príncipes normandos, Roberto Guiscardo y su hermano menor Rogerio, a
pesar de sus pocos medios, han conquistado con rapidez Apulia (Puglia) y
Calabria, entonces bajo el dominio del imperio griego. En 1060, Roberto y
Rogerio emprenden la conquista de Sicilia y tardan veinte años en
conseguirlo. Roberto, que ha creado para sí el título de duque de Apulia,
gobierna como señor feudal el conjunto de sus conquistas. Rogerio, con su
título de conde, gobierna Sicilia y Calabria bajo el dominio de su hermano.
A la muerte del duque Roberto le sucede su hijo Rogerio Borsa. El sobrino
pasa a ser señor feudal de su tío, el conde Rogerio. Este es el momento en
que Bruno funda su eremitorio de Calabria.
El conde Rogerio, acabada la conquista de Sicilia, se dedica a organizar su
condado. El principal problema que encuentra es el de la coexistencia de los
grupos religiosos opuestos entre sí: católicos latinos, cristianos griegos y
musulmanes. Su tendencia política le inclina a favorecer a los latinos con
detrimento de los griegos, incluso de los griegos católicos. Varios
obispados griegos son transferidos a los latinos. Y en cuanto a los monjes
griegos, Rogerio trata de hacerles emigrar de Calabria, donde los considera
demasiado poderosos, a Sicilia, para que sirvan de contrapeso a la presencia
islámica.
Por esto, cuando llega Bruno buscando un lugar para su vida eremítica en
Calabria, Rogerio se muestra muy favorable al monaquismo latino. Despoja a
los monjes griegos de sus bienes para dotar con ellos a los monjes latinos.
Por otra parte, Urbano II, ante las expediciones del emperador Enrique IV,
que amenaza con invadir toda la península, encuentra en los príncipes
normandos un refugio, pues se mantienen fieles al Papa. El Papa ve con
buenos ojos la latinización de la vida monástica que inaugura el príncipe
Rogerio. Bruno, al margen de toda esta política, sólo busca una cosa: hallar
en Calabria la soledad y la paz de que ha gozado en Chartreuse. Al conocer
el duque Rogerio los planes eremíticos de Bruno le ofrece sus propias
tierras para la fundación. Pero Bruno no cree que el lugar que le ofrece sea
el más conveniente para la vida retirada del mundo. Entonces el conde
Rogerio, con tal de retenerlo en sus estados, le ofrece grandes facilidades
y bienes para construir su eremitorio donde le parezca más oportuno. Bruno
recorre la región, examina todas las posibilidades y elige el desierto de La
Torre, a pocos kilómetros de Mileto. En la carta de donación del conde
Rogerio se dice:
Por la misericordia de Dios, unos hombres abrasados de celo por la religión,
Bruno y Lanuino, han venido de Francia con algunos compañeros a nuestras
tierras de Calabria. Habiendo despreciado todas las vanidades del mundo, se
han propuesto vivir sólo para Dios. Conociendo sus piadosos deseos y
queriendo participar de sus oraciones, hemos conseguido, después de mucho
insistir, que escojan en nuestras posesiones un lugar conveniente para
servir a Dios según sus deseos.
Otra carta del duque Rogerio, confirmando la donación del conde, dice:
Bruno y Lanuino han venido de Francia a Calabria con sus compañeros. Están
llenos de santo celo y admirable piedad. Dios ha querido traerlos a nuestro
ducado, pero no encontrando en nuestras posesiones un lugar suficientemente
solitario, Rogerio, conde de Calabria y de Sicilia, les ha recibido en sus
tierras.
En efecto, Rogerio, conde de Sicilia y verdadero árbitro de los destinos de
Italia del Sur, gran aliado del papa Urbano II en su lucha contra la simonía
y en la reorganización de la Iglesia de Sicilia, desaparecida durante la
ocupación musulmana, entrega a Bruno y a los monjes que le acompañan un
retiro "con sus bosques, sus tierras, sus aguas y sus montañas donde podrán
llevar, con plena paz, la vida eremítica sin estar sujetos a ningún pago".
El obispo de Squilache, Teodoro, y el arzobispo de Reggio, Rangiero,
confirman inmediatamente esta fundación, seguida de otra en la misma región,
muy cerca de Squilache.
Se trata del hermoso y fértil valle de La Torre. En él se establece Bruno
con algunos discípulos, que se ha ganado en Roma. Imposible describir el
fervor y el gozo que Bruno experimenta al volver a la soledad. Este gozo se
transparenta en las cariñosas cartas que escribe desde este oasis de paz. En
ellas describe en términos entusiastas los gozos y deleites que Dios les ha
concedido a él y a sus compañeros. La alegría corre siempre pareja con la
verdadera virtud y es particularmente necesaria a las almas que viven en la
soledad, ya que nada hay para ellos tan pernicioso como la tristeza y la
tendencia exagerada a la introspección.
En La Torre, en el corazón de la Calabria centro-meridional, Bruno funda el
eremo en el que transcurre los últimos años de su vida. Lo organiza según el
estilo de vida de la Gran Cartuja. En La Torre levanta el eremitorio de
Santa María, donde se establecen los padres; y a unos dos kilómetros de
distancia, donde se halla la actual Cartuja, construye para los hermanos la
casa de San Esteban del Bosque. En la iglesia conventual se conservan los
restos de san Bruno y del beato Lanuino, su primer sucesor en esta Cartuja.
En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, va a Calabria a consultar con
Bruno ciertos puntos de la vida monástica, pues los monjes de la Cartuja no
quieren apartarse un ápice del espíritu del fundador. Bruno les escribe
entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad, donde les da
instrucciones acerca de la vida eremítica, resuelve sus dificultades, les
consuela de lo que han tenido que sufrir y les alienta a la perseverancia.
En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno
sabe inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibe
generosa ayuda del conde Rogerio, con quien llega a unirle una estrecha
amistad. Bruno suele visitar al conde y a su familia en Mileto, con ocasión
de algún bautismo u otra celebración familiar; y, por su parte, Rogerio
acostumbra ir a pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde
morirán con sólo tres meses de diferencia.
b) La Gran
Cartuja y Santa María de La Torre
El lugar donde Bruno instala su nuevo eremitorio se llamaba ya antes Santa
María de la Torre. Es un desierto situado a 850 metros de altura, casi
equidistante de ambos mares, el Adriático y el Tirreno, entre las ciudades
de Stylo y Arena. El acta de donación añade una legua cuadrada de terreno
lindante con el desierto, con sus bosques, prados, pastos, aguas, molinos y
todos los derechos de señorío. Ciertamente, Santa María de La Torre no
ofrece a la soledad las mismas protecciones naturales que tenía la
Chartreuse. Sin embargo, en la carta a Raúl le Verd, Bruno le dice: "Vivo en
un desierto de Calabria, bastante alejado de todo poblado".
Pero Bruno se encuentra en Calabria con una situación muy distinta de la de
Chartreuse. En la fundación de la Gran Cartuja, Bruno se sintió sumamente
ayudado por Hugo de Grenoble, que comprendía el plan y el espíritu de la
vida solitaria, hasta el punto de hacerlo suyo, apoyando a Bruno con toda su
autoridad y prodigándole sus consejos y ayuda. La dificultad venía de la
naturaleza, del clima, pero esto más bien favorecía su plan de absoluta
soledad. En cambio en Calabria son los hombres más que la naturaleza quienes
entorpecen el proyecto. Bruno se ve envuelto en un ambiente humano que
condiciona su fundación. El emplazamiento geográfico y las condiciones
políticas de la Torre no se pueden comparar con el lugar y condiciones de
vida de Chartreuse. Estas diferencias pesarán en el futuro del eremitorio de
Calabria. Ya en tiempos de Bruno dan un matiz peculiar a la existencia del
grupo de ermitaños.
En Chartreuse, desde el principio de su fundación, Bruno consiguió una
donación franca del terreno, poniéndose así al reparo de cualquier
ingerencia de los donantes. En aquellas tierras pobres, protegidas por el
aislamiento, tan ingratas que no despertaban la codicia de ningún señor o
abadía, tenía la libertad de hacer lo que quería. Si Hugo de Grenoble
mantuvo tan estrechas relaciones con los ermitaños, llegando a veces a
intervenir en sus asuntos, fue siempre para ayudarlos a mantenerse fieles a
su espíritu; conocía el ideal de Bruno y lo había hecho suyo. La
independencia les era tan indispensable que, después de reagruparse la
comunidad dispersa, Bruno y Landuino no cejaron hasta recuperar el pleno
derecho sobre las tierras del eremitorio.
En Calabria las cosas son distintas. El emplazamiento del eremitorio está
menos protegido por la naturaleza, es más accesible, menos solitario, menos
abrupto, más rico y más codiciado. Además, Bruno y sus hijos dependen del
conde Rogerio. Su primera instalación y las enormes donaciones que el
príncipe les hace forman parte de una política: sustituir en aquella región
el monaquismo griego por el latino. Y, dentro de la política de Urbano II,
Bruno ocupa el puesto de mediador entre el Papa y el conde. Si Bruno resiste
al conde desagrada y perjudica al Papa. Es el servicio que presta al Papa
para salvar su vida solitaria y contemplativa. Si los archivos no conservan
ningún documento pontificio en el que se diga que el Papa haya confiado
alguna "misión pontificia" a Bruno, no sucede lo mismo con Lanuino, dotado
de grandes dotes para solucionar problemas. El Papa Pascual II le encomienda
que se ocupe de la elección del obispo de Mileto y el cuidado de reformar
algunos monasterios.
Por otra parte, no hay duda de que el conde manifiesta por Bruno una
veneración y respeto admirables. Entre ellos se han creado unos vínculos
sumamente cordiales. El conde, en sus relaciones, sitúa a Bruno en un lugar
privilegiado. Este acuerdo entre Bruno y Rogerio da origen a dos hechos,
ajenos ideal eremítico de Bruno y que, a la larga, harán daño a la vida de
Santa María de La Torre. El conde colma al eremitorio de donaciones y "el
Maestro del desierto", como llaman al prior del eremitorio, se convierte en
uno de los personajes más importante del condado. Ya en la primera carta de
donación se cede a los ermitaños todo el territorio de la Torre "hasta dos
millas de distancia alrededor de la iglesia".
En la consagración solemne de la iglesia del eremitorio, hecha por Archero,
arzobispo de Palermo, el conde y su corte realzan con su presencia la
ceremonia. Cuatro obispos, Tristán, obispo de Tropea, Augerio, obispo de
Catania, Teodoro, obispo de Squillache, y Godofredo, obispo de Mileto,
rodean al arzobispo Archero. Para celebrar el acontecimiento, el conde
Rogerio hace al eremitorio una nueva e importante donación: el antiguo
monasterio de Arsafia con todas sus dependencias. Y las donaciones no acaban
nunca. En 1096 el conde regala a Lanuino un molino, y el mismo año hace
donación a Bruno y Lanuino del "vergel de San Nicolás" y una gran finca cuyo
dueño "había muerto sin dejar descendencia", etc, etc.
Esta abundancia contrasta con la pobreza de Chartreuse, que en 1101 apenas
ha aumentado las posesiones del principio. Allí las tierras seguían siendo
pobres y de difícil explotación. Para poder vivir, los ermitaños se sentían
obligados a ser pocos. A la muerte de Bruno no pasaban de doce. En Calabria,
en cambio, eran unos treinta.
Las dificultades de la comunidad de Calabria comenzaron después de la muerte
de Bruno. Poco a poco fue creciendo la influencia temporal de los sucesores
de Bruno, con el consiguiente malestar de algunos ermitaños. En la medida en
que se alejan de la vida sencilla y callada de Bruno, van perdiendo la paz,
esa paz indispensable para la vida contemplativa. A pesar de ello siempre
subsistió un grupo de ermitaños fiel a la vida contemplativa implantada por
Bruno. Disminuye el número, pero perdura el espíritu.
Ya en vida de Bruno, Lanuino, con el cargo seguramente de procurador, va
reemplazando a Bruno en lo tocante a las relaciones con los príncipes y con
el mismo Papa. Bruno, que no tiene mucha perspicacia para los negocios de
este mundo ni siente ningún interés por inmiscuirse en las tareas
administrativas, deja todos estos asuntos en manos de Lanuino, el normando
que llegará a ser el sucesor de Bruno como "Maestro del desierto". Lanuino
parece haber gozado de un temperamento activo, dinámico, realista, sin que
esto reste en nada su espíritu de contemplativo. La Iglesia le ha
beatificado. Sin embargo, este desdoblamiento, que imponían la
circunstancias, no dejaba de tener sus consecuencias. Por fiel y perfecto
discípulo de Bruno que sea, al tener que dedicarse a administrar bienes tan
considerables, por fuerza ve la cosas de una manera distinta a Bruno, el
contemplativo, el pobre y desprendido totalmente de este mundo. Mientras
vive Bruno, con su bondad, equilibrio y sentido profundo de la vida
contemplativa, logra superar los peligros de tantas riquezas.
Una carta apócrifa, escrita entre 1122 y 1146, es decir, poco después de la
muerte de Bruno, manifiesta la admiración popular hacia Bruno, que rechaza
unas fastuosas donaciones que quería hacerle el conde Rogerio: "Yo, Rogerio,
le supliqué que aceptara por amor de Dios pingües rentas sobre mis tierras
de Squillache, pero las rechazó. Me decía que había abandonado la casa de su
padre y la suya, en la que había ocupado el primer puesto, para servir a
Dios libre de las cosas de este mundo, que le parecían extrañas".
Lanuino, en cambio, no sólo recibe las donaciones espontáneas, sino que a
veces las solicita, como aparece en una carta de 1096: "Un día, yo, Rogerio,
por la gracia de Dios, me paseaba a caballo en compañía de N.N.. Era después
de la hora nona y marchábamos en dirección de Santángelo, cuando he aquí que
nos encontramos con fray Lanuino, que subía a la gran explanada junto al
camino de Gramático. Lanuino nos acompañó a caballo hasta pasar Santángelo.
Entonces me rogó que me detuviera un poco, pues tenía que hablarme de un
asunto importante. Hicimos alto en el montículo, delante de la capilla de
San Dimas. Como no hacía sino repetir las mismas palabras de Bruno, hombre
de quien me dejaba convencer fácilmente, me rogó le diera para los pastores
uno de mis molinos de Squillache. Por deferencia a Maestro Bruno le
respondía amigablemente: 'Fray Lanuino, por la gracia de Dios eres hábil
artífice y gran constructor de monasterios. Ponte al trabajo y date prisa en
construir el molino en los terrenos de Arsafia que te he concedido. Allí hay
un magnífico salto de agua'. Al oír estas palabras, Lanuino se acordó de un
viejo molino que había habido allí. Dio gracias a Dios y me pidió que
hiciera constar mi donación en una carta, sellándola con mi sello. Así lo
hice, teniendo por testigos a todas las personas que me acompañaban y que yo
había llamado para ello".
Esta carta, ciertamente auténtica, nos ayuda a ver lo que hay de verdadero
en la apócrifa. Bruno aparece desinteresado, pobre, reservado ante las
donaciones fastuosas. Lanuino, en cambio, se aprovecha de la estima de que
goza Bruno ante el conde para sacarle nuevos dones. El conde Rogerio,
normando como Lanuino, no se deja engañar por las marrullerías de Lanuino,
pero cede por deferencia a Bruno. Lanuino, "egregio constructor de
monasterios", conseguirá la donación que, según la carta apócrifa, Bruno
había rechazado. El 27 de enero de 1114, con la aprobación del Papa, Lanuino
erigirá en la región de Squillache un cenobio bajo la regla benedictina,
iniciándose entonces una evolución que arrastrará al eremitorio de Santa
María de La Torre muy lejos del ideal de Bruno hasta transformarse en
monasterio cisterciense. Bruno y Lanuino ante el conde Rogerio recuerdan a
Eliseo y Giezi ante Naamán: Eliseo completamente desinteresado; Giezi, su
criado, se va tras los dones de Naamán.
Esta divergencia de actitud entre Bruno y Lanuino no pasa desapercibida a la
comunidad de Calabria. A la muerte de Bruno, a propósito de la elección del
sucesor, afloran las diferencias, pues no todos los ermitaños están de
acuerdo en elegir a Lanuino. La elección se prolonga tanto que es necesaria
la intervención del Papa, quien encarga como delegado suyo al cardenal de
Albano, para que estudie la situación y restablezca la paz. Finalmente es
elegido Lanuino y todos los religiosos le prestan obediencia. Pero, en las
cartas que escribe a los ermitaños para celebrar el restablecimiento de la
paz, el Papa invita a Lanuino a imitar las virtudes de Bruno y especialmente
a mantener la fidelidad a la vida eremítica.
c) ¡Oh Bondad! ¡Oh Bondad!
Como en la Gran Cartuja, Bruno no llega solo a Santa María de la Torre. En
la carta a su amigo Raúl le Verd dice que "vive con sus hermanos de
religión, algunos de los cuales son muy doctos". No se sabe con cuántos
comienza Bruno la Cartuja de Calabria. A su muerte serán treinta monjes. Un
obituario, lista de los difuntos con el día de su muerte o sepultura,
contiene el nombre de treinta ermitaños que, después de su muerte, prestan
juramento al beato Lanuino en 1101. Lanuino es uno de los primeros
compañeros de Bruno en Calabria, un normando, como hemos visto, habilísimo
para los negocios. La crónica Magister, en su laconismo, dice: "Bruno se
retiró a un desierto llamado La Torre y allí, en compañía de muchos laicos y
clérigos, practicó su ideal de vida solitaria hasta el día de su muerte".
Son diez años los que Bruno pasa en Santa María de La Torre, consagrado
enteramente al amor de Dios, gustado en la continua contemplación. Aquí
Bruno vive y ayuda a vivir la vida contemplativa, apasionante y existencial,
que nos describen las dos cartas que escribe desde Calabria. Son diez años
muy parecidos a los seis pasados en Chartreuse: el mismo silencio, el mismo
gusto por la soledad, el mismo gusto por la vida contemplativa, la misma
sencillez y bondad, la misma caridad con sus hijos de Santa María de La
Torre... y también por los de la Gran Cartuja.
La fama del santo y de sus ermitaños atrae enseguida a otros muchos, de
suerte que hacia 1098 se ve necesario fundar otro eremitorio cercano, el de
san Stefano in Bosco, y en 1099 el de Santiago de Mentauro, donación del
conde Rogerio.
Desde Santa María de La Torre escribe a su amigo Raúl le Verd: "¿Os
describiré la hermosura del lugar donde habitamos? Es una llanura amena y
espaciosa que se dilata entre montañas y en donde se encuentran praderas
siempre verdes y siempre esmaltadas de flores. No me es posible pintaros la
perspectiva maravillosa de las colinas amontonadas como por magia unas sobre
otras; y menos aún la umbría frescura de los valles en que se reúnen las
aguas de mil fuentes para dividirse de nuevo en mil distintos arroyuelos. Se
extiende luego la vista y se detiene sobre jardines deliciosos, sobre
árboles infinitamente variados, sobre frutas magníficamente coloreadas.
Pero, ¿a qué fin presentaros este cuadro de una soledad en la que el sabio
encuentra placeres enteramente divinos? Porque el espíritu fatigado por la
meditación y los ejercicios regulares necesita de reposo y de un descanso
inocente".
En Calabria, en una montaña coronada de bosques, en su segunda Cartuja vive
Bruno los últimos años de su vida. Estando en la parte meridional de Italia
el clima es mucho más benigno que el de la gran Cartuja. El mismo Bruno dice
de su nueva morada: "Este es un lugar, cuyos encantos regocijan al espíritu
humano cuando, por su debilidad y por su intenso trabajo espiritual, se
siente cansado; el arco que está demasiado tenso por mucho tiempo, se afloja
y se hace inservible". En medio del bosque, en la soledad absoluta, con
frecuencia interrumpe su silencio con este grito, salido de su corazón
embriagado de felicidad: ¡Oh Bondad! ¡Oh bondad! Es la exclamación preferida
de Bruno, la que más usa y la que mejor revela los últimos recovecos de su
alma.