SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 12. BRUNO EN LA CORTE PONTIFICIA DE URBANO II
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
12. BRUNO
EN LA CORTE PONTIFICIA DE URBANO II
a) Para ayudar
al Papa con sus luces espirituales
b) Solo con Dios en el monte
Moria
c) En la curia romana
12. BRUNO EN LA CORTE PONTIFICIA DE URBANO II
a) Para
ayudar al Papa con sus luces espirituales
Inmerso, con sus compañeros, en la soledad de una naturaleza salvaje y
magnífica, Bruno se siente en Chartreuse como si hubiera alcanzado la
quietud celeste tanto tiempo deseada. Allí puede vivir únicamente del amor
de Dios. La alegría divina, que la soledad y el silencio le ofrecen, le
hacen pregustar los goces del cielo. En su interior, sin nada que le
distraiga, "se alimenta de los frutos del paraíso". "Ha adquirido ese ojo,
cuya serena mirada hiere de amor al Esposo divino". A solas con Dios
disfruta de la paz que el mundo ignora y de la alegría del Espíritu Santo.
Seis años lleva Bruno gozando de esa quietud; no piensa salir de ella sino
para cruzar la frontera de este mundo hacia la casa del Padre. Pero Dios
tiene para Bruno otros planes.
El 25 de mayo de 1085, un año después de la llegada de Bruno a Chartreuse,
muere Gregorio VII. A pesar de todos sus esfuerzos por renovar a la Iglesia,
la deja en una situación lamentable y angustiosa. El emperador de Alemania
Enrique IV ha entronizado ilegítimamente en la sede de San Pedro a Guibert,
arzobispo depuesto de Ravena, que toma el nombre de Clemente III. Guibert
dispone, pues, del poder militar del Imperio. Antes de morir, Gregorio VII
reúne a los cardenales y a algunos obispos que permanecen fieles y les
suplica que elijan como sucesor suyo a un hombre que, por su carácter y
virtud, continúe la necesaria reforma interior de la Iglesia y resista a las
presiones del antipapa. Les sugiere incluso tres nombres: Didier, abad de
Monte Casino, Othon, obispo de Ostia y Hugo, arzobispo de Lyón.
El 24 de mayo de 1086 es elegido Didier, abad de Monte Casino. Durante un
año rehúsa la tiara, pero al fin es consagrado el 9 de mayo de 1087, tomando
el nombre de Víctor III. Pero el 16 de septiembre del mismo año, Víctor
muere en Monte Casino, donde Enrique IV y Guibert le han obligado a
retirarse.
Debido a los disturbios provocados por los partidarios del antipapa, el
Sacro Colegio se reúne de nuevo en Terracina de Campania y elige como
sucesor a Odón de Châtillon-sur-Marne en Champagne. Es el 12 de marzo de
1088. Odón toma el nombre de Urbano II. Esta elección toca de cerca a Bruno.
Urbano II, nacido hacia 1040, hizo sus estudios en Reims y después decidió
quedarse allí. En 1064 fue nombrado arcediano de la Iglesia de Reims, y muy
pronto canónigo de la catedral. Más tarde dejó Reims para ingresar en Cluny.
Durante los veinte años que pasó en Reims, antes de consagrarse a Dios en la
vida monástica, primero fue discípulo de Bruno y luego compañero suyo en el
Cabildo de la catedral. La amistad y afinidad de espíritu entre Bruno y Odón
entran en los designios de Dios y, por ello, tendrán consecuencias
importantes en la vida de Bruno y en el futuro inmediato de la Cartuja.
Apenas elegido, Urbano II se propone rodearse de hombres íntegros y de
absoluta fidelidad a la Iglesia, para impulsar con ellos la renovación
emprendida por Gregorio VII. Al primero que invita a visitarlo en Roma es a
Hugo, abad de Cluny, su padre en la vida monástica. En la carta que le
escribe, con la confianza que tiene en él, le describe abiertamente el
estado de la Iglesia y las ansias de su corazón:
Si he aceptado mi elección no ha sido por ambición, ni por deseo de
dignidades. En las actuales circunstancias, hubiera temido ofender a Dios de
no haber aportado toda mi ayuda a la Iglesia en peligro. Tengo infinitas
ganas de veros. Por eso os ruego que, si conserváis hacia mí algún afecto,
si os acordáis de vuestro hijo, de vuestro niño, vengáis a consolarme con
vuestra presencia, porque siento gran necesidad de ello. Venid y visitad a
vuestra Madre la Iglesia romana, si os es posible, pues deseamos vivamente
vuestra llegada. Si no podéis hacerlo, enviad al menos como delegados a
algunos de vuestros hijos, mis hermanos, a través de los cuales os vea, os
reciba y, en la situación extremadamente revuelta en que me encuentro,
escuche la voz de vuestros consuelos, que me den pruebas de vuestra caridad
y del fervor de vuestro afecto para conmigo y las de todos los hermanos de
nuestra congregación. Pedid a nuestros hermanos que rueguen incesantemente
al Dios todopoderoso y clementísimo que se digne restaurar en su estado
primitivo a nosotros y a su Iglesia santa, que está amenazada de tan graves
peligros.
Hugo de Cluny acude inmediatamente a la llamada de su hijo. Urbano II se
alegra con su presencia y se desahoga con él, pero no le saca del
monasterio. Sin embargo, muy pronto manda venir de Monte Casino al monje
Juan, a quien nombra cardenal de Tusculum y canciller de la Santa Iglesia.
Durante todo su pontificado llamará junto a sí a una quincena de monjes,
concediéndolos la púrpura cardenalicia.
En todos estos nombramientos, Urbano II mantiene una regla de prudencia: no
quitar a las Ordenes el abad o Superior que las mantiene en el fervor de la
vida monástica. Por ejemplo, cuando llama a su lado a Anselmo, abad de Bec,
le pide que traiga consigo "a un religioso de su abadía, si encuentra alguno
que pueda ser útil al Soberano Pontífice". Sin embargo hace algunas
excepciones a esta regla. A Bernardo, abad general de Valleumbrosa, le
obliga, bajo pena de incurrir en censuras eclesiásticas, a acudir a Roma e
inmediatamente le nombra cardenal .
También Bruno recibe un día la inesperada noticia de que el Papa le llama a
Roma y no para pasar una temporada, sino para quedarse allí. En su
sobriedad, la crónica Magister lo narra de una manera precisa: "Maestro
Bruno, dejando el mundo, fundó el desierto de Chartreuse y lo gobernó
durante seis años. Por orden formal del Papa Urbano II, antiguo discípulo
suyo, tuvo que acudir a la curia romana para ayudar al Papa con sus luces
espirituales y sus consejos en los asuntos de la Iglesia".
Bruno se cree olvidado de todos, escondido en el último rincón del mundo.
Pero su fama se extiende más allá de Grenoble. Urbano II no ha olvidado a su
antiguo maestro. Conocedor de su santa vida y, convencido de que es un
hombre de ciencia y prudencia, quiere tenerlo junto a sí en Roma, para que
le ayude con sus luces espirituales en el gobierno de la Iglesia.
b) Solo con Dios en el
monte Moria
Según la escueta frase de la crónica Magister, parece que la salida de Bruno
es la cosa más normal. En realidad, aunque su obediencia es absoluta e
incondicional en cuanto conoce la orden del Papa, sin embargo la noticia
provoca en Bruno y entre los ermitaños, que consideran a Bruno el alma de la
Cartuja, una gran consternación y desaliento. Difícilmente podía habérsele
presentado una ocasión más amarga de mostrar su obediencia. Bruno ha
renunciado a todo, pero ahora se encuentra con el sacrificio más costoso de
su vida: el sacrificio de sí mismo y de su obra.
Apenas ha superado la Cartuja las primeras dificultades de elección del
lugar, del papeleo de la donación del terreno, de la construcción y todos
los demás detalles del comienzo, cuando se abate sobre ella esta tragedia
inesperada. Bruno sólo lleva seis años disfrutando de la soledad de aquellas
montañas, donde vive feliz, cuando le llega el inesperado mensaje del Papa,
que le llena de confusión. El mandato de Urbano II le pone ante un
atormentador dilema. Como monje sabe muy bien que debe obediencia al Papa y
esa obediencia reclama la renuncia a su obra. Obediencia o soledad son los
dos términos opuestos del dilema que desgarra su espíritu. Si obedece debe
renunciar a la soledad y, además, dejar su obra en trance de muerte. Bruno
sabe que está escrito: "Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del
rebaño" (Mt 26,31).
El mensaje le llega a Bruno en los primeros meses de 1090. El Papa le ruega
que se presente en Roma, pues desea tenerlo junto a él. Un rayo, como los
que estremecen la montañas que circundan el monasterio, recorre la médula de
su ser. Es el final de su vida solitaria y quizás también el fin de su amada
y pequeña comunidad, aún no fundamentada sólidamente. Dios, a través del
Papa, le pide el sacrificio de lo más precioso que tiene en su vida, le pone
en el trance de Abraham al pedirle el sacrificio de su hijo Isaac. Tras
largas meditaciones, después de nombrar a Landuino prior del monasterio,
abandona su amada Cartuja, que no volverá a ver. Bruno obedece y se queda
realmente solo con Dios.
Podemos imaginar el drama interno de Bruno. Dios, por la palabra del Papa,
le pide renunciar a aquello por lo que ha sacrificado todo, para volver a
encontrarse con lo que ha abandonado. La soledad en la que ha encontrado la
respuesta a las más profundas aspiraciones de su alma, la experiencia
espiritual que Dios ha bendecido, todo queda reducido a la nada, para partir
hacia la corte pontificia de Roma, donde encontrará multiplicadas las
preocupaciones, peligros e intrigas de las que se ha liberado al salir de
Reims. Y no le queda ni siquiera el consuelo de ver a sus compañeros
decididos a continuar la obra apenas comenzada. El se va y ellos también se
han ido. El eremitorio de Chartreuse, ese fruto del amor divino, esa
realidad que él ha concebido, construido y organizado para ofrecérsela a
Dios en sacrificio de alabanza, queda ahora sacrificada en el holocausto de
la obediencia a la Iglesia, por una orden de un antiguo discípulo suyo,
convertido en Papa. A quien Dios elige y llama, en un momento de su camino
de fe, le pide que sacrifique a su hijo, el Isaac de la promesa, que con
frecuencia pasa a ocupar el lugar de Dios en el corazón del hombre. Dios en
sus promesas se promete a sí mismo y no quiere que el hombre ponga el
corazón en nada que no sea él. Aceptar a Dios como Dios es la cumbre de la
fe, esperanza y caridad. En la obediencia a Dios, Bruno salta de la fe en la
obra de Dios a solo Dios: se hace verdaderamente monje. El sabe que al
monje, fuera de la obediencia, no le sirven de nada la oración, el ayuno y
demás renuncias de su vida. No es oveja de Cristo quien no sigue al pastor a
quien Cristo ha encomendado apacentar su rebaño (Jn 21,17).
Sus presentimientos acerca de su obra no son ilusorios, muy pronto los ve
cumplirse. El desaliento se apodera de los monjes, que, con la partida de
Bruno, se sienten abandonados, como niños sin padre; quedan desconcertados y
no saben cómo continuar. Sin la presencia de Bruno, que les ha congregado y
diariamente les alienta con el testimonio de su vida, se sienten
confundidos. No les cabe en la cabeza vivir en aquel desierto sin Bruno. En
aquella época de gran proliferación del eremitismo, son frecuentes los
ejemplos de ermitaños que abandonan la vida solitaria para volver a su
estado anterior o para afiliarse a alguna abadía vecina. También ellos
deciden abandonar la Cartuja. Bruno ve cómo se dispersan, igual que los
primeros discípulos de Jesús huyeron y se dispersaron al quedarse sin el
maestro.
Bruno se siente sumamente desolado al ver la desolación de sus hijos. Pero,
su espíritu de obediencia no le permite dejarse llevar por el sentimiento.
Sin embargo no desea que el lugar de la Cartuja, donde ha gozado de la
presencia de Dios, pase a manos profanas. Se ve, pues, obligado, antes de
partir para Roma, a resolver la cuestión de la propiedad de aquellas
tierras. De acuerdo con el obispo de Grenoble, que tiene la jurisdicción
sobre las tierras de Chartreuse, se decide que el dominio pase a la abadía
de Chaise-Dieu, representada por su abad Seguin, uno de los nombres que
figuran en la carta de donación. Es, pues, normal que aquellas tierras
monacales pasen de nuevo a un monasterio. La abadía de Chaise-Dieu tiene
además a las puertas del macizo de Chartreuse una abadía filial, el priorato
de Mont Cornillon. Hugo de Grenoble acompaña a la comisión que ratifica la
donación que Bruno hace de la Chartreuse a Seguin.
Con la huida de sus compañeros se ha consumado el sacrificio del Moria.
Pero, como Dios provee en el monte, devolviendo a Abraham el hijo, así Dios
devuelve a Bruno sus hijos, resucitados. Algunos de los compañeros, los que
le eran más fieles, dispersos por el desaliento, vuelven sobre sus pasos.
Cruzan los montes casi detrás de Bruno, se presentan en Roma y humildemente
le confiesan su debilidad, su falta de fe en Dios. Bruno les acoge con los
brazos abiertos y les promete que, desde Roma, seguirá estando con ellos y
les ayudará con sus consejos y su amistad. Y después de un tiempo, si Dios
se lo permite, volverá con ellos, según sus deseos. Aunque con mucha
dificultad, les persuade a volver a su primitiva soledad. Animados por
Bruno, la comunidad se reagrupa en torno a la persona de Landuino, que Bruno
ha nombrado prior.
Los designios de Dios son incomprensibles, superan los más altos
pensamientos de los hombres. La fe de los apóstoles se fortaleció al ser
congregados por Cristo después de su dispersión ante el escándalo de la
cruz. "Así Dios también permitió que los primeros monjes de la Cartuja
desfallecieran y se dispersaran para que, una vez reconocida su debilidad,
su fe quedara fundada en Dios y asegurada para siempre su perseverancia".
Pero ahora surge un problema grave: los ermitaños ya no son propietarios de
Chartreuse, algo necesario para su subsistencia e independencia. Sin una
tierra no pueden vivir fielmente su vocación. Bruno solicita de Seguin la
devolución de las tierras. Pero la cosa no es tan fácil ni tan rápida como
Bruno desea y espera. Es probable que Seguin y quizás hasta Hugo de Grenoble
desearan dejar correr el tiempo antes de redactar una nueva acta jurídica de
transferencia del dominio de Chartreuse. ¿Perseverará el grupo nuevamente
reunido? ¿Será Landuino capaz de sustituir a Bruno? Lo prudente es dejar que
hable el tiempo. Pero Bruno no tiene estas dudas. El no pone su confianza en
los hombres, sino en Dios. Ante la demora, Bruno pide a Urbano II que
intervenga en el asunto. El Papa acoge su súplica y escribe a Seguin:
Urbano, obispo, siervo de los siervos de Dios, a nuestro queridísimo hijo
Seguin, abad de Chaise-Dieu, y a todo su monasterio salud y bendición
apostólica.
Digno es de la Iglesia romana aliviar en sus preocupaciones a los que se
fatigan trabajando por la obediencia a la misma Iglesia. Ahora bien, Nos
hemos llamado al servicio de la Sede Apostólica a nuestro amadísimo hijo
Bruno, y no queremos ni debemos tolerar que por haber venido a nuestro lado
sufra ningún perjuicio su eremitorio. Rogamos, pues, y ordenamos a vuestra
caridad que devolváis a dicho eremitorio sus antiguas posesiones. En cuanto
al acta de donación que nuestro hijo Bruno redactó de su propia mano en
favor vuestro, restituidla por amor a Nos, para que recuperen plenamente su
antigua libertad. Pues los que se habían dispersado se han vuelto a reunir
ahora por inspiración de Dios, y sólo así se avienen a perseverar en el
mismo lugar. Una vez recibidas estas letras, no diferáis más de treinta días
la restitución del citado documento según el respeto que debéis a nuestros
mandatos.
Un pasaje de la crónica Laudemus, documento de la Orden cartujana, afirma la
pronta y diligente obediencia de Seguin: "El abad Seguin, recibida la orden
de Roma, obedeció gustosa y prontamente, devolviendo a Maestro Landuino y a
sus compañeros las tierras de Chartreuse con todo derecho de propiedad". En
los archivos de Isére se conserva el original del acta de retrocesión,
fechada el 15 de septiembre de 1090:
Yo, fray Seguin, abad de Chaise-Dieu, hago saber a todos los presentes y
venideros que, al ser llamado Bruno a Roma por el Papa Urbano II, viendo que
el lugar de Chartreuse quedaba abandonado porque se dispersaron los demás
hermanos al irse él, Bruno nos lo donó a nosotros y a nuestro monasterio
ante la asamblea capitular del monasterio y en presencia de Hugo, obispo de
Grenoble. Así, pues, ahora hago entrega total, para ellos y sus sucesores,
de las tierras de Chartreuse, dejándolas a su voluntad, completamente libres
de toda servidumbre y con pleno derecho sobre ellas. En cuanto al acta de
cesión que Bruno había hecho en favor nuestro, no se la hemos devuelto,
porque nuestros hermanos reunidos en Capítulo no la han podido encontrar;
pero si alguna vez apareciere, dicha acta les pertenece con todo derecho.
Dado en el año 1090 de la Encarnación del Señor, el 15 de las calendas de
octubre. Yo, fray Seguin, abad de Chaise-Dieu, firmo y sello esta carta en
presencia del arzobispo de Lyon.
En el mes de octubre el eremitorio de Chartreuse está restablecido en su
estado primitivo. La comunidad de la Cartuja ha superado la crisis. Los
monjes vuelven a tomar posesión de sus eremos y continúan el régimen de vida
anterior. Bruno está lejos, pero no ausente. A pesar del alejamiento, la
Cartuja se muestra fiel a las orientaciones que recibe de él. La vida
contemplativa sigue siendo particularmente intensa, como testimonian las
Meditaciones de su quinto prior, Guigo I, que completa la obra de Bruno y
redacta Las Consuetudines que asegurarán la perpetuidad de los Cartujos.
Bruno ejerce sobre la Cartuja una dirección espiritual durante toda su vida,
exhortando a sus hijos a seguir dócilmente la regla, con el fin de crecer en
la virtud, y a dar pruebas en todas las cosas de humildad, de paciencia y de
verdadera caridad, y a "huir de la peste de los rebaños sensuales de los
vanidosos hombres del mundo".
Aunque ahora la Cartuja se halla bajo la guía de Landuino, todos siguen
reconociendo a Bruno como su padre. Y Bruno, por su parte, nunca se olvida
de ellos; hasta el final de su vida deseará volverles a ver, aunque no
llegue nunca a realizar este deseo. Pero se alegra cuando Landuino le visita
y le lleva noticias de sus hijos lejanos. A Landuino entrega una carta llena
de afecto para sus hijos:
Bruno saluda en el Señor a sus hermanos, amados en Cristo con un amor único.
Habiendo conocido, por la larga y consoladora relación de nuestro querido
hermano Landuino, el inflexible rigor que caracteriza vuestra observancia,
sabia y realmente digna de elogio; y habiendo igualmente conocido vuestro
santo amor e infatigable celo por cuanto concierne a la pureza de corazón y
las virtudes, mi espíritu exulta en el Señor (Lc 1,47). Sí, me alegro
realmente y me siento transportado a alabar al Señor, a darle gracias, y sin
embargo suspiro amargamente. Me alegro ciertamente, como es justo, por el
crecimiento de los frutos de vuestras virtudes; pero me duele y me sonrojo
viéndome inerte y negligente, aún en la miseria de mis pecados...
En cuanto a vosotros, mis queridísimos hermanos laicos, os digo: "Mi alma
glorifica al Señor" (Lc 1,46), porque me ha permitido contemplar la grandeza
de su misericordia para con vosotros, según la relación que me ha hecho
vuestro prior y amadísimo padre, que está muy contento y orgulloso de
vosotros... En cuanto a mí, hermanos míos, sabed que, después de Dios, mi
único deseo es el de ir y veros de nuevo. Y en cuanto pueda, con la ayuda de
Dios, lo haré.
c) En la curia romana
En la primavera de 1090 Bruno está en la curia romana. Ha partido de
Grenoble con la incertidumbre en el corazón, decidido a solicitar de Urbano
II la autorización de volver, lo antes posible, a la Cartuja o, al menos, a
la soledad. En cualquier caso lleva el propósito de crearse otra soledad en
su nueva vida, viviendo como un ermitaño en medio de la corte pontificia, en
la medida de lo posible. Pero, si el Papa le impone, como ha hecho con
otros, un obispado o le nombra cardenal, en las dificultades por las que
atraviesa la Iglesia, ¿tiene derecho a negarse? Su mente baraja todas las
posibilidades. Desea seguir la voluntad de Dios, pero ¿cuál es esa voluntad?
Tras de sí deja algo maravilloso, pero en una situación completamente
insegura; y, ante él, el horizonte es igualmente oscuro. Estas
incertidumbres, después de seis años de paz, de silencio, de luz en el amor
cercano de Dios, ahora pesan como una losa en su corazón.
Urbano II le concede la iglesia de san Ciriaco, junto a las termas de
Diocleciano, de donde el Papa puede llamarle fácilmente cuando lo necesita,
pero Bruno se siente fuera de su ambiente en la Ciudad Eterna. En el momento
en que Bruno llega a Roma la situación de la Iglesia es sumamente grave. Se
halla lacerada por el cisma del antipapa Clemente III y sacudida por la
lucha contra el Imperio. No es fácil para Bruno adaptarse al ritmo de vida
de la corte pontificia. La difícil diplomacia de aquel tiempo, la guerra, el
cisma, las intrigas, son circunstancias que crean un clima en el que Bruno
no encaja. ¿Cómo puede encajar en aquel mundo de bullicio y tumulto quien ha
gustado la paz, la soledad, el silencio, la oración, la intimidad divina del
desierto de la Cartuja? Cada día que pasa su corazón añora más la soledad y
el silencio.
Bruno cumple en Roma la misión que Urbano le encomienda. Pero es imposible
determinar con certeza el papel de Bruno en el gobierno de la Iglesia. Su
espíritu contemplativo le lleva naturalmente a trabajar sin ruido Algunas
disposiciones, que se le atribuían antes, son en realidad obra de su
homónimo, San Bruno de Segni; pero está fuera de duda que colabora en la
preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para reformar al
clero.
Bruno sufre con el Papa, su antiguo discípulo, enfrentado a una situación
política muy embrollada. Los partidarios del Emperador de Alemania, Enrique
IV, y del antipapa Guibert vuelven a la ofensiva contra Roma en la primavera
de 1090 y Urbano II tiene que abandonar la Ciudad Eterna a fines de julio.
¿Dónde dirigirse para hallar un refugio? En Italia sólo cuenta con dos
lugares fieles a él: en la Toscana podría refugiarse en los dominios de la
condesa Matilde, "con faldas de mujer, pero con arrestos de varón", y en el
sur de la península, en el reino de los príncipes normandos. El Papa
prefiere retirarse al sur. Allí permanece tres años. Bruno acompaña al Papa
en su huida de Roma. A fines de septiembre se encuentra en el sur de Italia.
Bruno cree que ya ha cumplido la misión encomendada por el Papa. Por eso, al
atravesar los parajes solitarios del sur de Italia, tan amados y
frecuentados por los anacoretas, Bruno pide a Urbano II que le permita
volver a la Cartuja, pero el Papa no está dispuesto a dejarle marchar tan
lejos y no accede a sus ruegos. Bruno, que arde en deseos de vivir en
soledad, le suplica que le permita quedarse allí en aquellos montes. La
imposibilidad de vivir su vocación le atormenta constantemente y continúa
suplicando al Papa que le deje volver a la soledad. El Papa, a quien también
le ha dolido tener que abandonar el monasterio al ser elegido Papa,
comprende el sufrimiento de Bruno y desea escuchar las súplicas de su
maestro.
Sin embargo Urbano II tiene entonces un puesto delicado que cubrir: el
arzobispado de Reggio. Tanto Urbano II como los príncipes normandos desean
ir sustituyendo poco a poco los obispos griegos por obispos latinos, con el
fin de mermar la influencia griega en Italia. A Basilio, archimandrita
griego, que ocupaba la sede de Reggio, le ha sustituido un obispo latino,
Guillermo. Pero Basilio sigue viviendo allí con la pretensión de recuperar
el cargo a la muerte de Guillermo. La sucesión se presenta muy delicada,
porque Basilio goza de la confianza del Basileus de Constantinopla, Alejo I,
con quien Urbano II está tratando de estrechar relaciones. Si Urbano quiere
proveer de un obispo latino a Reggio, tiene que escoger un hombre de tal
fama que Basilio no se sienta ofendido. Urbano II piensa que la persona
apropiada es Bruno, que ha demostrado en situaciones delicadas que sabe unir
la firmeza con la prudencia, el celo de la verdad con la modestia. El Papa,
pues, ofrece a Bruno la Sede arzobispal de Reggio.
Bruno la rehúsa con tan convincente humildad que Urbano II no cree oportuno
emplear la violencia. El derecho autoriza al elegido a rehusar la Sede para
la que ha sido designado. Bruno usa de dicho derecho, aunque indudablemente
esto supone para él un grave problema de conciencia. Toda su fe y su
fidelidad a la Iglesia le impulsan a servir a Urbano II, asumiendo la
responsabilidad del cargo que le confiere. Pero aceptar el arzobispado de
Reggio es atarse definitivamente a una vida, cuyo bullicio y estilo
cortesano le suscita una repugnancia invencible. La soledad y el silencio
interior es la vocación de Dios que resuena constantemente en lo íntimo de
su corazón. Aceptar el arzobispado es dejar abiertas las puertas al
cardenalato, con lo que entraría en el séquito del Papa, sometido a
continuos desplazamientos, a tomar parte en las grandes asambleas de la
Iglesia, viéndose mezclado de cerca en la diplomacia pontificia... Cuanto
más vueltas lo da más lejos se siente de ello, pues aceptar le quita hasta
la esperanza de volver jamás a la soledad. Y Urbano, que podía confirmar su
orden imponiendo a Bruno el Episcopado bajo censuras eclesiásticas, se deja
convencer y reconoce en su antiguo maestro una vocación, una llamada
particular de Dios, a la que el Papa, Vicario de Cristo, no se puede oponer.
Maestro y discípulo se inclinan ante el misterio de la vocación de Dios.
Urbano II comprende los deseos de su antiguo maestro. Oyéndole, reconoce que
no le mueven deseos de la carne, sino la vocación divina. Por ello, le
concede abandonar la corte pontificia para retirarse a la soledad, pero sin
alejarse demasiado de él. Urbano se ha formado en la escuela de San Benito,
iniciándose en la contemplación atenta del misterio de Dios; conoce y siente
el valor profundamente eclesial de la vida consagrada por entero a la
alabanza de Dios, en unión con Cristo, muerto y resucitado. Bruno, verdadero
maestro, hace aflorar del corazón de Urbano su experiencia de monje, y el
memorial de la intimidad con Dios en el monasterio le hace imposible negar a
Bruno su vocación. Dios se hace presente entre los dos, maestro y discípulo,
aunque ahora se inviertan los papeles, Papa e hijo amado. Sí, Urbano II,
hijo de San Benito, comprende que Bruno ermitaño, continuando su vida
contemplativa, contribuye más a la renovación de la Iglesia que Bruno
arzobispo de Reggio y dignatario de la corte pontificia. Esta visión la
expresa claramente el Papa Pío XI en la carta apostólica Umbratilem:
Dios benignísimo, que en ningún tiempo ha dejado de mirar por los intereses
y necesidades de su Iglesia, escogió a Bruno, varón de insigne santidad,
para devolver a la vida contemplativa el lustre de su primigenia pureza...
Nunca faltó a Bruno la estima y benevolencia de nuestro antecesor Urbano II,
que, habiendo tenido por maestro en las escuelas de Reims a este doctísimo y
santísimo varón, más tarde, siendo Pontífice, le llamó a su lado para
servirse de él como consejero... Fácilmente se comprende que contribuyen
mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano los
que asiduamente cumplen con su deber de oración y penitencia que quienes con
sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor.
Bruno ha sacrificado su vocación ante la llamada del Papa; ahora el Papa
sacrifica sus planes sobre Bruno ante un llamada superior que descubre en el
alma, en la palabra y en los ojos de Bruno. Pero, Bruno, que desea volver a
Chartreuse, para reencontrarse con los compañeros de su corazón, tropieza
con la voluntad expresa del Papa: le concede retirarse a la soledad, pero en
Italia. Urbano II, abrumado por el peso de una Iglesia amenazada en el
interior por el cisma y en el exterior por la guerra, desea que el foco
espiritual del eremitismo de Bruno prenda en Italia. Por ello quiere tenerlo
cerca como lugar de oración e impetración del favor divino y, también, como
foco de sabiduría y de consejo donde poder fácilmente acudir. Así, pues,
Bruno vuelve a su vida eremítica, pero no en Chartreuse, sino en Calabria.
La crónica Magister, saltando todas estas circunstancias, resume así todo
este período de la vida de Bruno:
Bruno se fue a la corte romana... Pero no pudiendo soportar todo el bullicio
y la manera de vivir de aquella corte, se sintió más atraído hacia la
soledad y la paz perdidas; por ello, abandonó la curia después de haber
renunciado al arzobispado de Reggio, para el que había sido elegido por
deseo expreso del Papa, y se retiró a un desierto de Calabria llamado La
Torre.