SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 9. EL CORAZON DE LA CARTUJA
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
9. EL CORAZON DE LA CARTUJA
a) Bajar de la mente al corazón
b) Los pórticos de la
piscina de Betsaida.
c) Misteriosa fecundidad
apostólica
d) Espiritualidad virginal
a) Bajar de la mente al
corazón
La vida de soledad tiene como fin la unión con Dios. En esta unión amorosa,
contemplativa, con Dios por medio de Cristo, mediante una soledad virginal,
se halla la verdadera característica de la vida de los cartujos: "Dedicarse
a Dios, servirle a él solo". El alejamiento completo del mundo, la soledad,
el olvido de sí mismo, para el cartujo, sólo son un medio, condiciones
necesarias e indispensables, para alcanzar un único fin: llegar a Dios en la
plenitud del amor.
Invocar el nombre de Jesús es ya llevarlo consigo. El nombre es el mismo
Jesús. El fuego de su gracia, revelándose en su nombre, inflama el corazón
con el amor inefable y divino. No se trata de un mecanismo psicológico, sino
de liberar una espontaneidad espiritual; el "grito del corazón" hace brotar,
como una fuente viva, la presencia del Señor. La persona de Jesús se adueña
del ser entero del hombre, hasta hacer que la palpitación del corazón se
convierta en oración, en glorificación del Señor.
La oración mecánica y cerebral no alcanza su fin. Es necesario que el
espíritu se sumerja en oración, hasta tomar plena posesión de la persona, de
modo que la irradiación del nombre divino penetre hasta los trasfondos del
ser y los ilumine. Es lo que los staretz llaman "bajar de la mente al
corazón". Tras el esfuerzo intelectual de asimilación del sentido de las
palabras de la lectura, es preciso dejar que la oración caliente el corazón
hasta hacerlo arder de amor divino. El esfuerzo de quien ora no consiste más
que en "abrirse" a la presencia real del Señor, dejándole penetrar en las
profundidades más íntimas de su espíritu. Si la oración se queda en el
vestíbulo de la reflexión sobre Dios, Dios se queda fuera del templo.
El camino hacia Dios comienza por conducir al hombre a la confesión de su
ceguera, de su pobreza, de su desnudez, de donde brota la contrición
espiritual, el sentimiento de pecado, unido al deseo de conversión, don que
pide al Señor. Este es el umbral que conduce a la oración. En ese umbral se
entabla el combate contra las pasiones, contra los pensamientos vanos. Es la
ascesis necesaria, aunque no sea más que el andamio para edificar el
santuario interior de la presencia del Señor. El andamio no es el edificio.
El edificio es el corazón, lo íntimo del espíritu donde se manifiesta el
Señor; ahí es donde el Señor deja oír su voz silenciosa y se encuentra en
diálogo de amor con el hombre.
Las olas del amor buscan penetrar en el corazón del hombre. Pero el
corazón puede ser una roca dura e impenetrable. En consecuencia, una primera
fase de la vida espiritual consiste en romper el corazón. Se trata de
desprendernos de nosotros mismos, rompiendo el amor propio. El pecado
destruye la armonía interna de la persona, cerrando su apertura a Dios. De
este modo, nuestra vida, separada de su fuente, se desorienta, se ofusca y
se cierra sobre sí misma. Cautivado por las realidades terrenas el hombre se
curva hacia abajo, pierde su posición original: ser erguido. De aquí la
necesidad de castigar al cuerpo para someterle (1Co 11,27), es decir,
enderezarlo para que vuelva a su libertad y pueda levantar los ojos hacia
Dios.
Esto no es obra de un día, sino una lucha permanente. El hombre, una vez
sometido, tiende a volver a la esclavitud (Ex 16,2-3). El que desea llegar a
la alianza con Dios necesita vivir en vigilancia continua, pues las fuerzas
inferiores de nuestro ser buscan como por instinto retornar al dominio
tiránico que han sufrido por tanto tiempo. El pecado ha penetrado hasta lo
más hondo de nuestro espíritu, depositando en él la semilla del orgullo.
Allí, en el fondo del corazón, es donde ha echado sus raíces impalpables el
amor propio. Aunque parezca que hemos cortado sus brotes, en cualquier
momento de relajamiento puede aflorar de nuevo.
Los propios esfuerzas nunca conseguirán arrancar estas raíces del pecado.
Sólo la gracia de Dios, que suscita en nosotros el querer y el actuar (Flp
2,13), puede lograrlo. Reconocer nuestra insignificancia e impotencia es el
primer fruto de la acción del Espíritu en nosotros. Este conocimiento de
nosotros mismos, la certidumbre de nuestra impotencia, nos impulsa a
arrojarnos totalmente en Dios, abandonándonos a su acción. Convencidos de
que no somos nada, nos perdemos en la certeza de que él es todo.
Nuestros mismos desfallecimientos y nuestras caídas se transforman en
gracia, al ayudarnos a perder la confianza en nosotros mismos. Las lágrimas
con que lavamos nuestras culpas son el bautismo de una vida de abandono y
confianza pura en Dios solo. Nuestra debilidad es nuestra fuerza: "Por ello,
con gusto me glorío en mis flaquezas, porque por ellas habita en mí la
gracia de Cristo" (2Co 12,9). Dichoso quien llega a sentir la palabra de
Dios: "Te basta mi gracia" (Id.). Entonces podrá decir: "Todo lo puedo en
aquel que me conforta" (Flp 4,13).
Las lágrimas ablandan el corazón que, purificado, ve a Dios. En el corazón
ablandado se abren los ojos interiores para contemplar la claridad eterna,
"la luz que ilumina a todo hombre al venir a este mundo". Muertos a nosotros
mismos, empezamos a vivir en Dios: "si el grano de trigo no cae en la tierra
y muere, queda infecundo; mas si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24-25). El
cartujo es muy consciente de su pecado y de su debilidad. Sus postraciones
se lo hacen presente. Su maestro, al comentar el salmo 85, ora: "Oh Dios,
inclina tu oído hacia mí, como hace el médico para oír al enfermo que en su
debilidad no puede hablar, pues así estoy yo". Bruno presenta a David como
ejemplo del orante:
El pecado, la penitencia y el perdón de David, que canta el salmo 50, son un
don para nosotros. Si David, el elegido de Dios, cayó en tan grandes pecados
(adulterio, asesinato y engaño), ¿qué será de nosotros, débiles como somos,
si nos fiamos de nuestras fuerzas? Pero, si caemos, tenemos también en David
una palabra de Dios para nosotros. Dios nos invita a reconocer nuestro
pecado, llorarlo y implorar su perdón. Pues, por muy grande que sea nuestro
pecado, más grande es su misericordia. Siempre podremos volvernos a Dios y
decirle con David: Dado que tú eres Dios y es propio de tu ser el usar de
misericordia con el pecador, ten piedad de mí, que soy un pecador. Acusando
el pecado ante Dios le glorificamos, pues proclamamos la grandeza de su
misericordia.
Superada esta primera parte, en que el hombre se coloca en el último lugar,
escucha la voz del Señor: "Amigo, sube más arriba" (Lc 14,10). El soplo del
Espíritu llena el alma de dones y bálsamos divinos: "Levántate, cierzo; ven
también tú, austro. Oread mi jardín, que exhale sus aromas" (Ct 4,16). Bajo
la acción del Espíritu el alma se transforma al mismo tiempo que gusta la
herencia de los cielos: "El Padre de la gloria os dé el Espíritu de
sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos
de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido
llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a
los santos" (Ef 1,17-18; Cf Rm 8,16-17). El alma envuelta por esta luz y
embriagada por este amor descubre en la Escritura un nuevo brillo y un nuevo
sabor: "Su fruto es dulce a mi paladar" (Ct 2,3).
Detenerse en el umbral es como atar la esperanza, aunque sea con un fino
cabello, para detener el camino. Si el monje se retira a la soledad pensando
que, gracias a sus meditaciones, a sus rezos, a sus vigilias nocturnas, todo
va a cambiar, el Señor no le concederá la gracia prometida hasta que se haya
evaporado toda confianza en sus propias fuerzas y obras. No es la
multiplicación de actos lo que garantiza el encuentro con el Señor. Todos
ellos no tienen otro fin que llevar al hombre al corazón, donde brota el
agua viva espontáneamente como de una fuente. Del corazón del creyente salta
el agua del Espíritu, como de la roca del desierto brotó el agua para
Israel, y como brotó sangre y agua del costado de Cristo golpeado por la
lanza . La acción del hombre no hace más que golpear la roca; el agua no es
logro suyo, sino don de lo alto. Teófilo el Recluso recomienda: "Que tu
único cuidado sea que la oración brote de tu corazón, llena de vida como una
fuente de agua viva".
El espíritu atento y sobrio, que se cierra al exterior que le solicita, se
traslada hacia los abismos interiores del corazón, único lugar en el que,
bajo la luz del Espíritu Santo, puede efectuarse el encuentro entre las
personas humanas y las Personas divinas. Serafín de Sarov dice: "El Señor
busca un corazón lleno de amor para con él y para con el prójimo; éste es el
trono en el que gusta sentarse y en el que aparece en la plenitud de su
gloria".
b) Los
pórticos de la piscina de Betsaida.
La vuelta hacia los abismos interiores del corazón exige, en el límite, la
ruptura total con el mundo, desprenderse de todos los objetos visibles y
cerrar los ojos carnales. Habiéndose hecho ciego al mundo, debe también
hacerse sordo y mudo por la renuncia a todo deseo carnal. El silencio
exterior no es más que la preparación y la señal de un silencio del espíritu
mucho más profundo. Pues no son sólo las percepciones sensibles y las
palabras articuladas las que hay que expulsar, sino todo deseo, todo
pensamiento, toda imagen, por muy santa que sea, en definitiva, todo lo que
atrae el espíritu hacia el exterior, alejándolo del íntimo sagrario del
corazón donde resuena la voz de Dios y las lágrimas de la propia miseria.
Ese silencio total abre al espíritu el acceso al santuario del corazón donde
Dios se comunica.
Este camino es la puerta estrecha, con su aspereza, desnudez y desierto
espiritual, con que el monje cierra sus ojos a todo espejismo. Rechazar no
sólo las imágenes terrestres, sino aquellas aparentemente divinas, las
visiones, las voces, las dulzuras en apariencia celestiales, pero que a
menudo no son más que fruto de un siquismo desequilibrado por la
concupiscencia, las mortificaciones excesivas o el impaciente deseo de
adelantar la hora de la gracia para autocomplacerse a sí mismo. Este es el
ayuno fundamental de quienes se alimentan únicamente de oración y fe. La
oración es fruto, no de la imaginación, sino de la fe.
La oración, vivida en la fe, lleva al monje por el desierto, pero le libra
de caminar en las tinieblas. La luz, pura e inmaterial que le guía, es la fe
luminosa y segura como la roca sobre la que se levanta la casa que los
aluviones o vendavales no pueden derrumbar.
La oración y la contrición son como el atrio del santuario o como los
pórticos de la piscina de Betsaida, donde se reúnen los enfermos esperando
que el ángel remueva las aguas y les alcance la curación. Pero sólo el
Señor, en la hora que él sabe, concede la curación y la entrada al santuario
de acuerdo a su inefable e incomprensible benevolencia (Jn 5,2ss).
La fe en la palabra de Cristo dispone al alma a esperar el milagro. La
aquiescencia a la voluntad de Dios se transforma en abandono a su voluntad.
El espíritu vigilante cierra sus ventanas exteriores que le solicitan, para
encerrarse en los abismos interiores del corazón, único lugar en el que,
bajo la luz del Espíritu Santo, se da el abrazo del Amado y la amada.
La palabra de la Escritura nos conduce a escuchar la voz de Dios. Pero
también en su lectura el hombre corre el riesgo de quedarse en sí mismo sin
oír a Dios. Leer la palabra para poseerla, para conocerla y dominarla, para
enriquecerse a sí mismo no acerca ni un milímetro a Dios; el hombre, cuanto
más conoce, más se llena de sí mismo, se hincha de orgullo y satisfacción.
La adoración a Dios se convierte en pura idolatría, en alejamiento de Dios.
Santa Teresa del Niño Jesús a su hermana, que deseaba aprender de memoria
algunos textos de la Escritura, le advirtió: "¿Quieres poseer riquezas,
tener posesiones? Apoyarse en ellas es apoyarse en hierro candente. Deja
siempre una señal. Es preciso no apoyarse en nada, ni siquiera en lo que
puede ayudar a la piedad".
La renuncia a todas las cosas de este mundo no es un fin, sino un medio, una
condición previa para unirse más perfectamente con Dios. Casiano escribe:
"Ayunos y vigilias, la meditación de las Escrituras, la desnudez, la
privación de todo recurso no son la perfección; son simplemente los
instrumentos de la perfección. El arte de la vida monástica no propone como
fin estas prácticas que no son más que medios. El fin principal de nuestros
esfuerzos, la orientación inmutable, la pasión constante de nuestro corazón
es la adhesión continua a Dios. Las prácticas son secundarias y están
subordinadas a lo principal, que es la pureza de corazón o caridad. Lo
accesorio no puede suplir a lo único necesario".
La alegría de la unión con Dios sobrepasa todo sentimiento humano. Cesan
entonces el sonido de la voz, el movimiento de la lengua y la articulación
de palabras. El alma -envuelta en los efluvios de la luz celestial- no se
sirve ya de las pequeñas palabras del vocabulario humano. Entra en la
contemplación pura y simple de Dios, engolfada en la llama de amor viva e
inefable. Sumergida o elevada en la caridad se entretiene amigablemente con
Dios, como con el propio Padre, en una ternura de infinita piedad.
En la soledad se realiza en nosotros la oración que Cristo dirige al Padre:
"Que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26).
"Que sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos
sean uno en nosotros" (Jn 17,21). Entonces Dios es todo nuestro amor y
deseo, todo nuestro estudio y esfuerzo, nuestro pensamiento, nuestras
palabras y nuestra vida. La unidad que reina, entre el Padre y el Hijo, y
entre el Hijo y el Padre, se vive en nuestra alma por el don del Espíritu
Santo, infundido en nuestros corazones.
Nuestra vocación, escribe Guigo, consiste en aplicarnos al silencio y
soledad de la celda. El silencio es entrar en el vacío, pero un vacío lleno
de melodía sin interferencias. Es el vaciarse de las futilidades terrenas
para crear el espacio al Espíritu Santo. El alejamiento es un
desprendimiento de este mundo para unirse a Dios. La clausura, el silencio,
el ayuno, las vigilias, la observancia de la regla, la estabilidad, la
castidad, la pobreza y la obediencia conducen a la soledad y separación de
todas las cosas, para que quede sólo espacio para Dios.
c) Misteriosa
fecundidad apostólica
El cartujo se aleja del mundo en beneficio del mundo. Con su oración
continua colma el vacío de Dios que aqueja al mundo. Lejos de los hombres,
vive en la cercanía de Dios, en favor de los hombres que viven inmersos en
el mundo y en la lejanía de Dios. Con su dedicación total a Dios hacen de
puente entre Dios y el mundo. Por ellos transitan los hombres hacia Dios y
Dios hacia los hombres. La escala entre el cielo y la tierra está siempre
viva y activa. Esta es la "misteriosa fecundidad apostólica" de la que habla
el concilio Vaticano II. Lo habían ya definido así Las Consuetudines, que no
son otra cosa que la transcripción por escrito de la vida y costumbres de la
Cartuja:
El ideal de nuestra profesión monástica consiste principalmente en hallar a
Dios en el silencio y la soledad...
Considerados todos los dones preparados por el Señor para quienes ha llamado
al desierto, nos alegramos con nuestro padre Bruno por haber alcanzado el
tranquilo reposo de un puerto escondido, donde hemos sido enviados para
gustar al menos en parte la incomparable belleza del sumo Bien...
El alma del monje, en la soledad, es como un lago tranquilo, cuyas aguas
brotan de la purísima fuente del espíritu, sin que las enturbie ninguna
agitación causada por noticias llegadas del exterior. De este modo, como
límpido espejo, sólo reflejan la imagen de Cristo...
Consagrándonos con nuestra profesión únicamente a Aquel que es, damos
testimonio ante el mundo, demasiado enredado en las realidades terrenas,
hasta el punto de no ver otro Dios fuera de él mismo. Nuestra vida muestra
que los bienes celestiales están ya presentes en este mundo, preanuncia la
resurrección y en cierto modo la anticipa.
Separados de todos, estamos unidos a todos, por estar en nombre de todos en
la presencia del Dios vivo...
Cuanta utilidad y alegría divina aportan la soledad y el silencio del eremo
a quienes le aman, lo saben sólo quienes lo han experimentado; pero no hemos
elegido esta "parte mejor" sólo para nuestro único provecho. Abrazando la
vida escondida, nosotros no desertamos de la familia humana, sino que,
dedicándonos a Dios solo, ejercemos una función en la Iglesia, donde lo
visible está ordenado a lo invisible y la acción a la contemplación...
Por ello, atendiendo a la quietud de la celda y al trabajo, para la alabanza
de Dios por la que fue instituida la Orden eremítica cartujana, esforcémonos
en ofrecerle un culto incesante, para que, santificados en la verdad, seamos
los verdaderos adoradores que el Padre busca...
En el último capítulo de Las Consuetudines Guigo vuelve a hacer el elogio de
la vida en soledad. Para ello entrelaza citas del Antiguo y Nuevo
Testamento:
Pues ya sabéis que en el Antiguo y sobre todo en el Nuevo Testamento casi
todos los grandes y arcanos secretos fueron revelados a los siervos de Dios,
no en el tumulto de las masas, sino cuando estaban solos; y los mismos
siervos de Dios, siempre que se les encendía el deseo de meditar más
profundamente alguna verdad o de orar con mayor libertad y desligarse de las
cosas terrenas con el éxtasis del espíritu, casi siempre esquivaban los
obstáculos de la multitud y buscaban las ventajas de la soledad.
Guigo recuerda que Isaac se iba a meditar a solas por los campos, y que
Jacob "se encontró cara a cara con Dios y recibió la bendición divina cuando
estaba solo, consiguiendo más en un momento de soledad que en el resto de su
vida pasada entre los hombres". Recuerda también el amor a la soledad de
Moisés, Elías y Eliseo y los secretos divinos que se les revelaron cuando se
hallaban lejos del resto de los hombres. Cita la palabras de Jeremías: "Es
conveniente buscar en el silencio la salvación del Señor" (Lm 3,26).
Luego evoca la vida de Juan Bautista en el desierto y, naturalmente, a
Cristo que subía solo a la montaña a rezar y que, en el momento de la
Pasión, dejó a los apóstoles para orar en soledad. Exalta también las
alegrías de la vida solitaria de los Padres del desierto y concluye,
diciendo: "Nada más apto que la soledad para gustar la suavidad de la
salmodia, la aplicación a la lectura, el fervor de la oración, la
profundidad de la meditación, el éxtasis de la contemplación y el bautismo
de las lágrimas".
El Papa Inocencio III escribía a los cartujos: "Habéis dejado a Marta
ocupada en muchos trabajos, prefiriendo permanecer con María a los pies del
Señor, escuchando sus palabras". Quienes no conocen por experiencia la vida
contemplativa pueden pensar que la contemplación es un estado de pereza y
pérdida de tiempo, como Marta pensaba de su hermana María. Pero los que la
han gustado saben que la contemplación es "la actividad en absoluto". La
intensa devoción de su existencia, en la que siempre implican a toda la
Iglesia, es mucho más eficaz ante Dios que las acciones de miles de otras
personas. Estos pocos, secretos y desconocidos siervos de Dios dedicados a
la contemplación, son el carro y el caballero, la fuerza y el baluarte de la
Iglesia.
d) Espiritualidad virginal
Guigo en Las Consuetudines recoge agradecido el espíritu de Bruno, ese
misterio eremítico, como vocación de Dios para vivir la vida contemplativa
en la soledad del silencio en una celda. El fruto de esta vida es la paz, el
sosiego o reposo en el Señor. La paz es el fruto de la plenitud espiritual
del cristiano, que ya en esta vida está en Dios, "permanece en él" (1Jn
4,15). Un versículo de la Lamentaciones, según la versión de la Vulgata,
expresa muy bien, por el contraste de las palabras, la doble pertenencia del
contemplativo a la condición terrestre y a la vida sobrenatural: "El
solitario se sentará callado y se elevará sobre sí mismo" (Lm 3,28,Vulg).
Sentado, en quietud, en el silencio, en el dominio sobre las pasiones del
corazón, el solitario se desborda y sobrepasa, al ser elevado por el
Espíritu Santo a la participación de la vida divina. Sosegado en Cristo, el
monje se siente envuelto e irradia el gozo y la paz de Cristo resucitado.
Con Cristo entra en la "libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21). La
presencia de Dios en él le lleva a la soledad y al silencio; y el silencio y
la soledad le introducen en la intimidad divina.
Guigo ha descubierto en Bruno la verdadera espiritualidad virginal. Virgen
es el alma que se une tan íntimamente a Dios que se desprende de todo lo que
no es él. Por el contrario es idólatra, "prostituta", el alma que se apega a
algo que no es Dios. No se trata de que el alma se despoje primero del mundo
y después se una a Dios. El proceso es inverso. El alma que conoce a Dios,
se consagra a Dios y ya "sólo busca los bienes eternos", volviendo la
espalda a las "sombras fugaces de las cosas terrenas". Esta es la moción del
Espíritu Santo que en el origen de su vocación ha sentido Bruno: en el
jardín de Adam, "ardiendo en el amor divino", se sintió impulsado a
"abandonar las sombras fugaces del siglo para consagrarse a la búsqueda de
los bienes eternos".
Esta experiencia singular de Bruno es un carisma del Espíritu Santo en favor
de todo cristiano, que desea vivir plenamente su bautismo: "El alma humana
vive atormentada siempre que se nutre entre espinas, es decir, cuando busca
algo fuera de Dios". Dios no admite corazones divididos. Bajo formas
distintas, según la vocación personal, todo cristiano es invitado a "dejar
padre, bienes y sus propios proyectos de vida para seguir a Cristo".