SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 5. LLEGADA A CHARTREUSE
Emiliano Jiménez Hernández
5. LLEGADA A
CHARTREUSE
a) Dios desea
erigir un templo en el desierto
b) Subida a Chartreuse
c) La Gran Cartuja
a) Dios
desea erigir un templo en el desierto
Bajo la dirección de San Roberto, abad de Molesmes y, cuatro años más tarde,
fundador del Císter, Bruno, deseoso de mayor soledad y perfección, sigue
reflexionando acerca de la voluntad de Dios sobre él. Después de hacer mucha
penitencia y oración, abandona Molesmes y decide acudir a Hugo, obispo de
Grenoble, de quien le han dicho que es un hombre de Dios y puede ayudarle a
conocer la voluntad de Dios. Le siguen sus seis compañeros movidos por la
misma esperanza y por el suave olor de la conversación de Bruno. El obispo
les recibe no sólo con benevolencia, sino que les acoge con reverencia y
benignidad.
Hugo tiene 32 años de edad y cuatro de Episcopado cuando Bruno y sus
compañeros llegan a Grenoble. Ha hecho lo imposible por liberarse del
Episcopado al ser designado para él por Hugo de Die. Pero, al final, ha
aceptado. Hugo de Die le ha conferido todas las órdenes, menos el
Episcopado. En la primavera de 1080 el Papa Gregorio VII consagra en Roma al
joven obispo. Apenas llega a la diócesis de Grenoble, Hugo, según las
directrices de Hugo de Die, emprende la lucha contra los abusos que corroen
la diócesis y el clero. La lucha es tan dura que en el corazón de Hugo
rebrota con frecuencia el antiguo deseo de ingresar en el claustro. Un día
incluso huye a Chaise-Dieu y sólo le arranca de allí una orden formal de
Gregorio VII.
Caminando, pues, en busca de un lugar solitario, Bruno llega a Grenoble,
cuando Hugo lleva cuatro años de obispo. Bruno le abre su alma, le cuenta
las desilusiones experimentadas en su cargo de canciller y le da cuenta
también de los anhelos que Dios ha suscitado en su espíritu en la
convivencia con los monjes benedictinos. Bruno desea intentar lo imposible,
algo extraordinario, para salvar la vida monástica en su antiguo rigor. Hugo
se muestra complacido con los atrevidos planes de Bruno, pues por aquellos
días ha tenido un sueño, según el cual "Dios se ha erigido un templo en el
desierto, en el que siete estrellas le hacen la corte".
Hugo recibe a Bruno y a sus seis compañeros como a obreros destinados por el
cielo para edificar ese santuario misterioso. El, que siente tan fuertemente
el deseo de la vida monástica, reconoce inmediatamente en Bruno un fervor,
un amor de Dios, una gracia, que seducen su alma y le vinculan sólidamente a
la obra de Bruno. En la Vida de San Hugo, escribe Guigo: "Bruno y sus
compañeros entran en la soledad de Chartreuse y se instalan allí con el
consejo, ayuda y compañía del mismo Hugo". Durante los cincuenta años de
Episcopado, Hugo se mantendrá fiel a los Cartujos. Le gusta visitar a Bruno,
conversar con él, dejándose formar por él y gozando de su compañía. Los
biógrafos comentan que Hugo se comporta con ellos no como señor u obispo,
sino como compañero y hermano humildísimo. Frecuentemente, refiere Guigo, el
mismo Bruno tiene que invitar al obispo a dejar el desierto: "Id, le decía,
id a vuestras ovejas y cumplid vuestras obligaciones para con ellas".
El obispo les ofrece un terreno solitario, pero los alerta de las
dificultades y, para exhortarles a la perseverancia, que es la única virtud
que merece la corona de la gloria, les advierte que el sitio es de difícil
acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo cubren la mayor
parte del año. El valle es amplio, pero casi todo él infecundo e
inhabitable, más apropiado para las fieras que para los hombres por su
aspereza e incumunicación. Sus altas montañas, cortadas en pico, cierran
todo paso. Los árboles de fruta no resisten las heladas, por lo que sólo
crecen los árboles silvestres. Las aguas del río se precipitan en cascada
entre los riscos con un rumor extremecedor.
Bruno escucha al obispo con el corazón exultante de gozo y acepta el
ofrecimiento del obispo, diciéndole: "Ya hemos oído que el lugar es
terrible; pero es un lugar así lo que buscamos para dedicarnos a la
penitencia. Pues, aunque somos frágiles y débiles, confiamos en la
misericordia de Dios, que es potente, y esperamos que él, que ha puesto en
nuestro corazón el deseo de venir aquí, nos dará la fuerza de perseverar,
pues no se ha acortado la fuerza de su brazo. Como en otro tiempo hizo
maravillas esperamos que también ahora muestre en nosotros sus grandes
obras. Si él en el desierto pudo alimentar con el maná a la inmensa multitud
de Israel, ¿no va a poder darnos ahora a nosotros un pedazo de pan? ¿No
envió él un cuervo al Carmelo para alimentar a Elías (1Re 17,4-6)? ¿Quién
prepara su provisión al cuervo, cuando sus crías gritan hacia él, cuando se
estiran faltos de comida? (Jb 38, 41). El que cubre de nubes los cielos, el
que prepara la lluvia para la tierra, el que hace germinar en los montes la
hierba, y las plantas para usos del hombre, el que dispensa su sustento al
ganado y a las crías del cuervo cuando chillan (Sal 147,8-9), ¿no se cuidará
de nosotros si gritamos a él día y noche? Si Dios envió a Habacuc desde
Judea a Babilonia para alimentar a Daniel (Dn14,33-37), ¿no hará lo mismo
con nosotros que no deseamos otra cosa que cantar sus alabanzas? ¿No valemos
acaso para él más que las aves, que no siembran ni recogen en graneros y el
Padre las alimenta? Si nos faltan las ayudas humanas, Dios puede convertir
las piedras en panes y cambiar el agua en vino. En su bondad y providencia,
y no en nuestras fuerzas, tenemos puesta nuestra confianza.
Hugo escucha a Bruno con gozo y lágrimas de alegría en los ojos. Bendiciendo
a Dios abraza a cada uno de los ermitaños y les concede todos los derechos
que posee sobre ese bosque. Viendo cómo su propósito está radicado en el
amor de Cristo y su confianza fundada en la bondad del Padre, aconseja a los
siete que se establezcan en medio de las montañas salvajes llamadas
Cartujas, cercadas de precipicios y de rocas que amenazan caer y parecen
inaccesibles. Con ellas tendrán una clausura natural. Hugo, además, para
protegerlos, prohibirá poner los pies en las tierras de los cartujos no sólo
a las mujeres, sino a todos sin excepción. Prohibirá la caza y la pesca e
incluso llevar a pastar en ellas los rebaños.
Bruno ve llegada la hora de poner en práctica la voluntad de Dios. En Hugo
encuentra al ángel de Dios, que le muestra el lugar adecuado, donde poder
vivir conforme a la inspiración divina que le guía interiormente. El obispo
no sólo le escucha, sino que se entusiasma cuando le expone su plan de vida.
Los dos coinciden en que Dios quiere levantar un monasterio en la soledad de
las montañas del Delfinado. El mismo obispo se ofrece a conducir al grupo a
ese lugar desierto, que a él le parece perfecto para poner en práctica los
deseos de soledad y vida contemplativa, que él anhela tanto como Bruno.
En la carta de fundación de la Gran Cartuja, promulgada oficialmente por el
obispo Hugo en el sínodo de Grenoble del 9 de diciembre de 1085, se lee:
"Este yermo, cuyos límites acabamos de consignar, comenzaron a habitarlo
Maestro Bruno y sus compañeros, y a construir sus edificios el año 1084 de
la Encarnación del Señor, cuarto del Episcopado de Mons Hugo de Grenoble".
Los límites del terreno cedido a los ermitaños por sus donantes los
conocemos por la carta de donación de 1086:
Los términos de la soledad que hemos donado pasan por debajo de la Cluse,
siguen por el roquedal que cierra el valle al Este, continúan por la cresta
que cierra y divide Combe-Chaude y se extienden hasta la mitad del peñascal
que está encima del Bacháis; prosiguen luego por otra cresta pelada que
desciende hasta el roquedal de Bovinant y después por la que baja, siguiendo
el lindero del bosque, de Bovinant hacia la roca que está sobre la Follie;
continúa por un peñascal hasta la montaña de Alliénard para descender hacia
la Morte, por el Oeste, hasta el roquedal de Cordes, que se prolonga hacia
Perthuis. Siguen después los términos por una cresta rocosa hasta el río
Guiers-Mort, que les sirve de límite hasta la Cluse.
Esta descripción, por sí sola, nos da una idea de lo que eran los terrenos
de la Cartuja, unas tierras rocosas rodeadas de montañas, con un paso
obligado: la Cluse. El suelo, de roca calcárea, está recubierto en la
hondonada del valle de una delgada capa de humus. En esta tierra sin
profundidad arraigan los árboles que forman inmensos bosques. Entre estas
espesuras, hay algunos prados, que pueden alimentar algunas cabezas de
ganado. Pero la altura y el clima apenas permiten cultivar algo más que unas
pobres legumbres. La austeridad de vida está asegurada para los ermitaños,
que por fuerza deben vivir frugalmente. Durante mucho tiempo se consideró
imposible mantener a más de treinta personas en este desierto. Incluso se
sintió la necesidad de que los hermanos fueran más numerosos que los padres,
los trabajadores más que los contemplativos. Guigo, cuando redactó las
Consuetudines, fijó el número de la comunidad en trece padres y dieciséis
hermanos.
El 9 de diciembre de 1086, en un sínodo celebrado en Grenoble, el obispo
Hugo ratifica solemnemente las donaciones que han hecho dos años antes los
propietarios de las tierras de Chartreuse. Los Cartujos pasan a ser dueños
definitivos de aquellas posesiones. En la carta de donación se lee, además,
con gran solemnidad, la finalidad del eremitorio:
Por la gracia de la santísima e indivisible Trinidad, nosotros hemos sido
advertidos misericordiosamente de las condiciones de nuestra salvación.
Recordando la fragilidad de nuestra condición humana y cuán inevitable es el
pecado en esta vida mortal, hemos decidido librarnos de las garras de la
muerte eterna, cambiando los bienes de este mundo por los del cielo y
adquiriendo una herencia eterna a cambio de bienes materiales. No queremos
exponernos a la doble desgracia de sufrir a la vez las miserias y trabajos
de esta vida y las penas eternas de la otra.
Por ello regalamos para siempre un vasto desierto a Maestro Bruno y a los
compañeros que vinieron con él buscando una soledad para vivir en ella y
vacar para Dios. Yo, (siguen los nombres y títulos de cada donante) cedemos
a dichos ermitaños cualquier derecho que podamos tener sobre estas tierras.
(Sigue la descripción de los límites).
Si algún señor poderoso o cualquier otro se esfuerza por anular en todo o en
parte esta donación, será considerado como sacrílego, excomulgado y digno
del fuego eterno, a menos que se arrepienta y repare el daño causado.
Dichas tierras comenzaron a ser habitadas por Maestro Bruno y sus compañeros
en el año 1084 de la Encarnación, cuarto del Episcopado del señor Hugo de
Grenoble, quien, con todo su clero, aprueba y confirma la donación hecha por
las personas arriba citadas y, por lo que a él se refiere, cede todos los
derechos que pudiera tener sobre este territorio.
Esta carta, "leída en la Iglesia de la bienaventurada y gloriosa Virgen
María, en presencia de Hugo, obispo de Grenoble, de sus canónigos y de
muchas personas, tanto sacerdotes como clérigos, reunidos para el sínodo",
es una prueba más de la benevolencia de Hugo para los primeros cartujos. Esa
amistad la mantiene toda su vida. La influencia de Hugo, no sólo al
instalarse los ermitaños en Chartreuse, sino durante los cuarenta y ocho
primeros años de la Orden, fue considerable.
b) Subida a Chartreuse
Hoy, conociendo la historia y la geografía, podemos imaginar la ruta y
etapas de la subida a las montañas de la Cartuja. Uniendo datos podemos
resumir la crónica del viaje:
Está comenzando el verano de 1084. Es la fiesta del nacimiento de San Juan
Bautista. "Bruno, hombre de corazón profundo", como le define Guigo, con el
pequeño grupo de compañeros llegado a Grenoble, de rostros graves y pobre
vestimenta, sale de la residencia episcopal. Guiados por el joven obispo
Hugo se ponen en camino, se dirigen hacia el norte, siguiendo la ruta del
Sappey. Apenas dejan a sus espaldas las últimas casas, penetran en el
inmenso bosque que arropa la ciudad. Atraviesan la garganta de Palaquit,
ascienden al puerto de Portes de 1.325 metros de altura y de nuevo
descienden, por la otra ladera, hasta Saint-Pierre de-Chartreuse. Pero, un
poco antes de llegar a Saint-Pierre, se desvían hacia la izquierda y
penetran en el valle de Guiers-Mort. De pronto, ante ellos aparece una selva
virgen, jamás hollada por la planta del hombre. Lo inhóspito del lugar hace
brillar sus ojos de alegría y satisfacción. Ya en las estribaciones de la
cordillera, por la gran abundancia de árboles, pierden el rastro de senderos
y veredas. La falta de caminos no les desalienta, siguen avanzando hasta un
paraje bravío y salvaje, casi inaccesible, de abismos profundos y de rocas
imponentes y amenazadoras. El valle se va angostando poco a poco hasta
quedar casi estrangulado entre dos altos peñascos. Sólo el torrente y el
angosto sendero se abren paso hacia el oeste. La pequeña caravana franquea
la Cluse a la entrada del desierto y, por ella, penetra hasta lo más
profundo del estrecho valle de Chartreuse
Esta puerta, llamada la Cluse, es el único paso para quienes vienen del sur.
Un poco más adelante, a la derecha, se extiende una meseta inclinada, cuya
parte más baja está a 780 metros de altitud y la más alta a 1.150 metros. Es
el Desierto de Chartreuse, prácticamente cerrado por todas partes. Le
circunda un caos de montañas, cuyo pico más alto, el Grand Son, sobrepasa
los 2.000 metros. Para penetrar en este desierto, fuera del puerto de la
Cluse, sólo hay otro acceso, situado al noroeste: la garganta de la Ruchère.
Bruno y sus compañeros penetran en este desierto a través de la puerta de la
Cluse. Buscando el lugar más salvaje, suben hasta el extremo norte, donde el
valle se estrecha en una garganta cerrada por montañas tan altas que el sol
apenas penetra durante la mayor parte del año. Los árboles se estiran hacia
el cielo entre las rocas para, al menos en sus copas, alcanzar el aire puro,
la luz y el calor. Allí, en el lugar llamado Cartuja, donde crecen los
últimos pinos y las aguas se precipitan con fragor desde las montañas
rocosas, deciden levantar sus chozas
La pequeña caravana se detiene. El obispo Hugo les indica que han llegado al
sitio deseado. Es el lugar apropiado para construir sus cabañas de eremitas.
Los siete eremitas se arrodillan ante el obispo, que, conmovido, les
bendice: "Oh Dios Todopoderoso, cuya misericordia supera toda medida; tú,
que llamas a quien quieres y a quien llamas lo justificas y engrandeces
sobremanera, mira con ojos de clemencia a estos siervos tuyos, que has
llamado a tu servicio, y dales el auxilio de tu gracia para puedan vivir con
fidelidad la vocación a que, según tu beneplácito, les has llamado. Llénalos
de la fuerza de tu Espíritu para que puedan resistir las insidias de la
carne, del mundo y de los demonios. Que, sostenidos por ti, puedan alcanzar
la corona inmarcesible de la gloria, perseverando hasta el fin de su vida en
la humildad verdadera y en la caridad mutua. Por Cristo nuestro Señor.
Amén".
Cumplida su misión, el obispo se despide y regresa a Grenoble con su cortejo
personal. Pero es tan grande la admiración de Hugo por Bruno, que le toma
por director espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde
Grenoble a la Cartuja, subirá allá con frecuencia para conversar con Bruno y
beneficiarse en su vida espiritual con su consejo y ejemplo.
La subida de Bruno a estos lugares infranqueables tiene un significado
preciso. Después de haber leído la vida de los anacoretas, Bruno arde en
deseos de retirarse como ellos al desierto. Ese desierto tan soñado lo tiene
ahora ante sus ojos en medio de estas rocas imponentes. En el corazón de
Europa Bruno ha encontrado un auténtico desierto. Esta región montañosa y
salvaje responde admirablemente a la idea que él se ha formado del desierto.
Desierto es aislamiento, incomunicación con los hombres; y este lugar está
tan desconectado del mundo que es casi imposible llegar a él.
Bruno ha buscado y encontrado el lugar, con su clima, atmósfera, temperatura
adecuados para la vida deseada. Las intenciones de Bruno aparecen
manifiestas, como en relieve, en el mismo suelo, en toda la decoración, en
el bosque y en las nieves. Este fondo del valle en el corazón del macizo de
Chartreuse, de accesos difíciles incluso para los habitantes de los pueblos
cercanos, de largos inviernos con sus grandes nevadas, de tierras pobres, es
el sitio ideal para vivir en soledad, separado completamente del mundo. Es
el desierto que Bruno buscaba para vivir como eremita. Realmente el curso de
la historia espiritual de la Orden de los Cartujos da fe del papel que ha
desempeñado el desierto de la Cartuja sobre el estilo de la vida cartujana.
Entre ese paraje y la vida de los cartujos hay una correlación profunda. Era
el sitio preparado por Dios.
Guido, en la Vida de San Hugo de Grenoble, escrita por petición expresa del
Papa Inocencio II, hace un relato sobrio, pero preciso, de la llegada a
Grenoble de Bruno y sus compañeros:
Encabezaba el grupo Maestro Bruno, célebre por su fervor religioso y por su
ciencia, modelo perfecto de honradez, de gravedad y de plena madurez. Le
acompañaban Maestro Landuino, que sucedió a Bruno como prior, Esteban de
Bourg y Esteban de Die, antiguos canónigos de San Rufo que, por amor a la
vida solitaria y con el consentimiento de su abad, se habían unido a Bruno,
juntamente con Hugo, llamado el capellán, porque sólo él desempeñaba las
funciones sacerdotales; también iban dos laicos, hoy diríamos conversos,
Andrés y Guerín. Andaban en busca de un lugar a propósito para la vida
eremítica y no lo habían encontrado aún. Con la esperanza de hallarlo y
deseosos también de gustar de la santa intimidad de Hugo, le vinieron a ver.
Este los recibió, no sólo con gozo, sino con verdadera veneración,
ocupándose de ellos y ayudándoles a cumplir su voto. Y gracias a sus
consejos personales, a su apoyo y a su dirección, entraron en la soledad de
Chartreuse y se instalaron allí. Por aquellos días había visto Hugo en
sueños que el Señor se construía en esa soledad una casa para su gloria y
que siete estrellas le mostraban el camino. Y siete eran precisamente Bruno
y sus compañeros. Así, pues, acogió con benevolencia no sólo los proyectos
de este primer grupo de fundadores, sino también los de los que los
sucedieron, favoreciendo siempre, mientras vivió, a los ermitaños de la
Cartuja con sus consejos y generosos favores.
En el desierto quedan, pues, siete hombres decididos a llevar juntos una
vida eremítica. Se trata del valle de Chartruese, estrecho, cerrado por
todos los lados y casi inaccesible. A él llegan el 24 de junio de 1084 y se
establecen en el extremo más elevado del valle, a unos 1200 metros de
altura, algo más arriba del actual monasterio. Enseguida edifican un
oratorio, dedicado a Nuestra Señora de las Cabañas, alusión a las cabañas,
que levantan entorno a él. Estas son las celdas para cada uno de los
ermitaños, pequeñas chozas de madera. Son las celdas construidas a cierta
distancia unas de otras, exactamente según el esquema de las antiguas
"lauras" de los monasterios de Palestina.
c) La Gran Cartuja
Es la primera Cartuja. Bruno y sus compañeros, alejados completamente del
mundo, se dedican a la oración y a la penitencia. Durante el verano el sol
resplandece sobre un cielo azul deslumbrante en la pureza del aire, tan puro
que parece el aire del paraíso. En invierno el lugar queda totalmente
cubierto de nieve. Pasado el invierno, la belleza del lugar es única.
Enriscado entre tres montañas a pico por tres lados, por el cuarto se domina
el valle entre las montañas. Según una tradición, a Bruno le gusta retirarse
a un rincón solitario del bosque cercano y meditar delante de una roca en la
que, todavía hoy, se vislumbra una cruz tallada en la piedra.
León Bloy ha cantado lo imponente del lugar: "Allí cantan la gloria de Dios
las estrellas con su luz de un brillo especial, los arroyos precipitándose,
desde milenios, en abismos insondables y las nieves eternas de las
inaccesibles cumbres". Sin embargo, Bruno no ha elegido el lugar por estas
bellezas, aunque es sensible a ellas, sino por ser un lugar solitario, donde
no encuentra obstáculos para hablar a solas con Dios
Sin la luz de la fe, tal elección parece una locura. Todo desaconseja
establecer una residencia permanente en un lugar semejante, sobre todo a tal
altura. El clima es duro; las nevadas son muy frecuentes y abundantes; la
pobreza del suelo hace casi imposible poder sustentarse de sus frutos; la
falta de caminos hace difícil la explotación de los bosques; la
inaccesibilidad del lugar durante gran parte del año imposibilita toda ayuda
rápida en casos de gran escasez, de incendio, de aludes o de epidemia.
Los acontecimientos posteriores confirmarán varias veces estos temores. El
sábado 30 de enero de 1132 un enorme alud sepultó todas las celdas menos
una, matando a seis ermitaños y a un novicio. Fue entonces cuando se vio la
necesidad de alejarse de aquel recodo extremo del desierto y replegarse unos
dos kilómetros hacia el sur; en las estribaciones más bajas de la
cordillera, donde se halla la actual Gran Cartuja, se levantó el nuevo
monasterio, menos expuesto a los peligros de los aludes.
Bruno ha superado ya los cincuenta años de edad. Sus compañeros, sobre todo
Landuino, tampoco son jóvenes. ¿Qué secreto, qué tesoro, qué perla preciosa
han descubierto para encerrarse en la soledad, para afrontar la dureza de
vida que evoca Guigo en Las Consuetudines? ¿Qué descubrimiento les ha
inducido a permanecer para siempre "entre tanta nieve y con un frío tan
escalofriante"?
Este es el misterio de la llamada de Dios, que tiene la fuerza de llevarles
a buscar una vida de permanente contemplación, con una entrega absoluta al
amor. Es el misterio del amor, que les lleva a esconder sus vidas en el
ocultamiento total, anonadándose con Cristo anonadado. Es el anhelo de
seguir a Cristo, que se retiraba a orar en el desierto, en el monte, en
Getsemaní, pasando las noches enteras en oración. Es el misterio de la
Iglesia que prolonga la existencia de Cristo en cada época de la historia.
Misterio de soledad y de presencia en el mundo, de silencio y de irradiación
evangélica, de sencillez y de gloria de Dios.
Es el misterio de la vocación de Bruno. Sus compañeros le llaman "Maestro
Bruno", no sólo porque es el mayor y ha sido antes profesor en Reims, sino
por deferencia y respeto. Bruno ejerce sobre ellos un ascendiente
espiritual, tanto por su pasado como por la autoridad que en cada instante
emana de su persona. Si han venido al desierto de Chartreuse, si se han
decidido a esta empresa tan audaz, es porque él les ha arrastrado tras de
sí; porque les ha hecho sentir la llamada de Dios y porque les inspira
confianza. Tanta bondad, tanto equilibrio, tan gran deseo de buscar a Dios
con amor absoluto y total les ha fascinado y continúa fascinándoles.
Apenas llegan a Chartreuse, Bruno y sus compañeros se dedican a construir
las primeras cabañas. Una tradición de la comarca cuenta que, durante los
primeros días, los solitarios se hospedan en algunas casas de Saint-Pierre
de Chartreuse. A Bruno le recibe la familia Brun, que, además, le
proporciona la madera necesaria para construir su celda. Con la familia Brun
se recuerdan los nombres de otros dos habitantes de la Ruchère, Molard y
Savignon, que se encargan de cocer el pan de los ermitaños y de llevárselo.
Es necesario terminar los trabajos rápidamente, antes de las primeras
nevadas. Para ello sólo disponen de tres meses. Mientras preparan algunas
tierras para el cultivo, van construyendo las celdas alrededor de una
fuente. Se trata de unas celdas parecidas a las cabañas de los leñadores y
pastores que, con el aspecto de pequeños chalets, se ven aún hoy día en las
regiones alpinas. Construcciones toscas, pero sólidas, hechas de troncos
ensamblados y cubiertos de gruesas tablas, puestas de modo que resistan el
peso de las nevadas. Muy pronto cada ermitaño tiene su celda personal. El
agua de la fuente llega a cada celda por canalizaciones que, al principio,
son troncos o ramas de árboles ahuecados.
Unicamente la iglesia se construye de piedra. El dos de septiembre de 1085,
el obispo Hugo la consagra bajo la advocación de la Santísima Virgen y de
San Juan Bautista. Al ser inaugurada, San Hugo firma el acta de fundación,
con la que concede a los ermitaños la propiedad del desierto. Pocos años
después, a instancias del mismo obispo, se erige un auténtico monasterio en
forma de cruz, y las celdas se convierten en casas de tres dependencias,
dando todas ellas a un pasillo común. Este plan, probablemente, no agrada
plenamente a Bruno, pero se amolda a los planes del obispo, y queda como
modelo para todas las posteriores cartujas.
Las celdas se abren a un corredor cubierto, de unos 35 metros, que "llega
casi hasta el pie del peñascal" y permite ir bajo techo al Capítulo, al
refectorio y, sobre todo, a la iglesia, donde celebran la Eucaristía
conventual y cantan en comunidad Maitines y Vísperas los días ordinarios.
Los domingos y días de fiesta cantan en la iglesia casi todo el Oficio. El
resto del Oficio lo recitan en las celdas, donde viven casi todo el tiempo,
entregados a la oración, a la lectura y al trabajo manual, que consiste
principalmente en cotejar o transcribir manuscritos, sobre todo, de la
Biblia y de los Padres de la Iglesia.
Las celdas de los hermanos conversos están separadas de las de los padres,
unos trescientos metros más abajo, donde da más el sol y dura menos la
nieve. Estos hacen los trabajos materiales necesarios para la vida de la
comunidad, de la que ellos forman parte. Se encargan de cultivar las
tierras, de cuidar el ganado, cortar leña y de la conservación de los
edificios. De este modo protegen la oración y soledad de los ermitaños,
entregándose también ellos, en cuanto el tiempo les permite, a la vida
contemplativa. Padres y hermanos, enamorados de Dios, se organizan entre sí,
según la vocación particular de cada uno, para que de sus vidas unidas brote
la contemplación del amor de Dios.
Guiberto de Nogent nos ha trasmitido este testimonio de la vida de los
primeros cartujos. Describe la Cartuja de 1114, que cuenta con 38 años de
existencia. Comienza describiendo el lugar escogido por Bruno para su
eremitorio, diciendo que es "como un promontorio elevado y formidable, al
que conduce un camino dificilísimo y muy poco frecuentado". Después
continúa:
La iglesia de los ermitaños está levantada casi al borde del roquedal. Se
prolonga por un cuerpo de edificio ligeramente curvado en el que viven trece
monjes. Tiene un claustro bastante cómodo para los ejercicios de la vida
cenobítica, pero no hacen vida de comunidad en el claustro, como los demás
monjes, sino que cada uno dispone de una celda particular contigua al
claustro, en la que trabaja, duerme y toma su comida en completo
aislamiento. El domingo reciben del despensero el pan y las legumbres
necesarias para la semana. Las legumbres son el único alimento que toman
cocido y se lo han de cocer ellos mismos. El agua la toman de una fuente
que, debidamente canalizada, pasa por todas las celdas. Los domingos y
solemnidades comen queso y pescado cuando las buenas gentes se lo regalan,
pues ellos nunca lo compran. Cuando beben vino, está tan aguado que casi no
tiene fuerza, ni apenas es mejor que el agua. No conocen el oro ni la plata,
como ornato de la iglesia; no poseen más que un cáliz. Oyen misa los
domingos y días de fiesta; apenas hablan; cuando de ello tienen necesidad,
lo hacen mediante signos. Obedecen a un prior y el obispo de Grenoble, varón
de extraordinaria santidad, les hace de abad. Como el terreno es malo y
estéril poseen pocos campos de trigo; en cambio, tienen un buen rebaño de
ganado, con cuya venta aseguran su subsistencia. Aunque son sumamente
pobres, poseen una buena biblioteca. El alimento material es escaso, pero
tienen en abundancia el alimento espiritual de la doctrina. Este lugar se
llama Chartreuse. En la falda del monte hay un grupo de edificios donde vive
una veintena de laicos muy fieles, que trabajan bajo la responsabilidad de
los ermitaños. Estos viven tan entregados al fervor de la contemplación que
no se han desviado de su fin primitivo con el correr de los años y, a pesar
de su austeridad de vida, el tiempo no ha menguado su fervor. Se diría que
trabajan con tanto mayor ardor por adquirir el alimento eterno, cuanto menos
se preocupan del terreno.
Otro testimonio importante, que confirma estos datos, es el de Pedro el
Venerable, abad de Cluny, que escribe hacia 1150, aunque conoce la Gran
Cartuja desde 1120, cuando era prior de Domène, monasterio benedictino
situado no muy lejos de Grenoble. Desde entonces mantuvo una correspondencia
amistosa con los priores de Chartreuse. E, incluso después de salir de
Domène, hace varias visitas a sus amigos del desierto, cuya vida admira. Su
testimonio es directo y personal:
En una región de Borgoña se practica una forma monástica que aventaja con
mucho a todas las demás europeas en santidad y valor espiritual. Ha sido
fundada en nuestra época por algunos hombres de gran valía y temerosos de
Dios. A la manera de los antiguos monjes de Egipto, vive cada uno en su
celda en perpetua soledad. Allí se entregan sin interrupción al silencio, a
la lectura, a la oración y también al trabajo manual, sobre todo, a la copia
de libros. Sus hábitos son mas pobres que los del resto de los monjes y tan
cortos y delgados que se estremece uno al verlo. Llevan camisas de pelo
sobre el cuerpo y ayunan casi continuamente. Sólo comen pan negro y jamás
prueban la carne, ni siquiera cuando están enfermos. Pasan el tiempo en la
oración, la lectura y el trabajo, sobre todo, copiando libros. Se reúnen en
la Iglesia a unas horas especiales, distintas de las nuestras. Sólo celebran
la misa los domingos y días de fiesta. A toque de campana recitan en sus
celdas parte del Oficio canónico, o sea, Prima, Tercia, Sexta y Completas.
Para Vísperas y Maitines, se reúnen todos en la Iglesia. De este ritmo de
vida se apartan en algunas fiestas; entonces toman dos comidas y, como los
monjes cenobitas, cantan en la iglesia todas las horas regulares; comen en
el refectorio común, una vez después de Sexta y otra después de Vísperas.
Guardan gran recogimiento; recitan el Oficio con los ojos bajos y el corazón
en las alturas, mostrando, por la gravedad de su compostura, el sonido de su
voz y la expresión de su rostro, que todo en ellos, tanto el hombre exterior
como el interior, está absorto en Dios. Los Cartujos muestran un gran
desinterés, no queriendo poseer nada fuera de los límites que se han fijado.
La vida eremítica, -que tanto admiran Guiberto de Nogent y Pedro el
Venerable-, supone muchas penitencias y renuncias, vigilias y abstinencias,
pero Las Consuetudines apenas las mencionan, pues en sí mismas no tienen
valor ni importancia. Sólo condimentadas con la sal de la obediencia cobran
sabor e importancia en la vida espiritual. El negarse a sí mismo en la
obediencia es lo que permite abrir el espíritu a la acción de Dios. La
obediencia, con el silencio y la soledad, cierra la puerta al mundo y a sus
vanidades, de modo que el alma puede entregarse más libremente a Dios.
Reduciendo el espacio a las apetencias de la carne se dilata el espacio de
la caridad. Hasta las horas dedicadas al descanso están señaladas en las
Consuetudines. El monje se santifica hasta en el sueño, pues va a dormir por
obediencia. El prior se preocupa con solicitud de la salud de los monjes. El
cuida del sueño y de la alimentación, pues un monje enfermo no puede
entregarse a la contemplación y demás ejercicios de la vida eremítica. Con
discreción regula el fervor de cada monje para que no caiga en la tentación
de entregarse a penitencias excesivas. El deseo de singularidades lleva a la
indiscrección y a la soberbia más que a la santidad. Sólo la obediencia
libra al monje de esta tentación. La obediencia es, pues, el corazón de la
Cartuja. "Como oveja llevada al matadero" el monje acepta la voluntad de
Dios en la obediencia al prior, que según su criterio, disminuye o aumenta
los rigores de la regla. Las Consuetudines "ni siquiera mencionan la pobreza
o la castidad, pues la obediencia las lleva en sí, como la madre lleva en su
seno el hijo".
El monje es "el sabio que tiene los ojos en la cabeza" (Qo 2,14), es decir,
en Cristo. Con los ojos iluminados por la llamada de Cristo (Mt 11,28),
camina detrás de él, por él y hacia él, pues Cristo es "el camino, la verdad
y la vida" (Jn 14,6). Su corazón susurra constantemente la oración del
salmo: "Llévame por tu camino, para que alcance tu verdad y se alegre mi
corazón con tu vida" (Sal 86,11). Y, con agradecimiento, confiesa: "Me has
tomado con tu mano derecha y me has conducido a tu verdad, introduciéndome
en tu gloria" (Sal 73,23-24). Porque eres el camino me tomaste con tu mano
derecha para llevarme detrás de ti; porque eres la verdad me has conducido
según tu santa voluntad; y, por ser la vida, me has llevado a ti, haciéndome
partícipe de tu gloria.