SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 3. BRUNO FRENTE A MANASES
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
3. BRUNO FRENTE A MANASES
a) Bruno en la
Lucha contra las investiduras
b) Bruno, canciller de Reims
c) Bruno,
refugiado en el castillo del conde Ebal
d)
Destitución de Manasés y vuelta de Bruno a Reims
a) Bruno en
la Lucha contra las investiduras
El poder espiritual del Papa y el temporal de los Príncipes se ensarzan en
la enconada batalla conocida con el nombre de Lucha de las investiduras. En
1063 el Papa Alejandro II escribe a Gervasio, arzobispo de Reims: "La peste
simoníaca, que en vuestro país se arrastraba tímidamente, levanta cabeza sin
temor ni pudor y penetra orgullosamente en el rebaño del Señor. Estamos muy
entristecidos; llorando, vemos morir a los fieles que nos han sido confiados
y que la sangre de Cristo ha rescatado".
Diez años más tarde, el 4 de diciembre de 1073, Gregorio VII escribe otra
carta similar: "Entre los príncipes que han maltratado a la Iglesia de Dios,
su Madre, a quien debían, según el principio del Señor, honrar y
reverenciar, y entre quienes han dado pruebas respecto a ella de perversa
codicia, vendiendo sus dignidades, queriéndola someter como una sierva,
Felipe, rey de Francia, es ciertamente el más culpable".
Desde su elección, en marzo de 1074, Gregorio VII insiste enérgicamente en
la reforma de la Iglesia emprendida por su predecesor, confirmando sus
condenas contra la simonía. Una y otra vez condena la investidura de los
Obispos por parte de los Príncipes temporales. En Francia, el delegado
pontificio encargado de aplicar el decreto pontificio es Hugo de Die, un
hombre inflexible, incluso mucho más que el mismo Papa. Hugo, por mandato
del Papa, reúne varios concilio regionales, donde cita a los Obispos
sospechosos de simonía. Si se les halla culpables, les destituye de sus
cargos, reemplazándoles por Obispos íntegros.
Entre los legados pontificios de Gregorio VII, Hugo de Die es uno de los
sobresalientes. Una rigurosa actividad unida a un extraordinario rigor
doctrinal es el rasgo dominante de su carácter. No se permite un momento de
descanso en la misión reformadora, que le ha confiado el Papa. Multiplica
los concilios, visita las diócesis, llama a los prelados que han sido
denunciados como simoníacos o fornicadores, los interroga, procede a hacer
investigaciones, instruye procesos y se presenta en el lugar en caso de
necesidad. Sin descansar, por vías y caminos, sin contar con las
dificultades del viaje ni con los rigores del clima, lleva a todas partes la
presencia del papado y trabaja en todo momento para llevar a cabo la reforma
de la Iglesia.
Bruno participa del dolor del Papa y de su legado. Desde el corazón de la
Iglesia de Reims ve los abusos de tantos obispos que sólo buscan los
beneficios eclesiásticos. Su fe y rectitud de vida le llevan, primeramente,
a oponerse, con firmeza y respeto, a los abusos simoníacos. Y, luego, ante
la impotencia para desarraigar esta plaga de la Iglesia, no pudiendo
tolerarlos, disgustado del mundo, tomará la decisión de su vida: consagrarse
totalmente a Dios, retirándose a la soledad. De lo vil Dios saca lo noble.
Los acontecimientos dolorosos que esperan a Bruno entran, misteriosamente,
en los designios de Dios sobre él.
El 4 de julio de 1067 muere, con fama de santo, Gervasio, el arzobispo de
Reims. Le sucede Manasés de Gournay. En octubre de 1068 es consagrado.
Manasés, como muchos prelados de la época, busca adueñarse de los bienes de
la Iglesia. Ha obtenido la Sede de Reims por simonía, en complicidad con el
rey de Francia, Felipe I. Sin embargo, al principio Manasés administró la
diócesis de una forma tranquila y normal. Pero pronto se reveló lo que
llevaba en el corazón. Veinticinco años después escribe el cronista Guiberto
de Nogent: "Era un hombre noble, pero carecía del equilibrio necesario para
proceder con rectitud; su elevación le hizo concebir gustos tan fastuosos,
que parecía querer imitar la majestad de los reyes y la ferocidad de los
príncipes bárbaros. Le gustaban las armas y se olvidaba del clero. Se le
atribuía esta frase: Reims sería un buen obispado si no hubiese que cantar
la misa".
En realidad no es tan noble. Es falso y hace un doble juego. Para satisfacer
su codicia, sin perder por ello la sede episcopal, sabe mezclar hábilmente
los gestos de sabia y caritativa administración con las rapiñas más audaces.
En diciembre de 1071, con motivo de la sucesión de Hérimar, abad de la
célebre abadía de San Remigio, empieza a mostrar su verdadero rostro. En
primer lugar impide que los monjes elijan un nuevo abad en el plazo
establecido por la Regla. Luego, no pierde ocasión para vejarles en todos
los modos, apoderándose de bastantes bienes de la rica abadía. Llega a tal
punto que, en 1072, los monjes presentan sus quejas contra él ante el Papa
Alejandro II. En los primeros meses de 1073 muere Alejandro II, sucediéndole
en abril Gregorio VII, que el 30 de julio ya escribe a Manasés una severa
carta:
Amadísimo hermano: Si consideraseis vuestra dignidad, vuestras obligaciones
y los mandatos divinos, si tuvieseis el debido amor y respeto a la Iglesia
romana, seguramente que no permitiríais que los ruegos y avisos de la Santa
Sede se repitan tantas veces sin resultado, tanto más cuanto que es
vergonzoso el haberlos provocado. ¡Cuántas veces nuestro venerable
predecesor y Nos mismo os hemos suplicado que no deis motivo a tantas
reclamaciones como nos llegan de tantos hermanos empujados a la
desesperación! Sabemos por muchos informes que tratáis cada día con mayor
rigor a ese venerable monasterio. ¡Qué humillación nos produce el que la
intervención de la autoridad apostólica no haya podido lograr todavía la paz
y tranquilidad de quienes tenían el derecho de esperar de Vos una solicitud
paterna! Sin embargo, queremos dar aún nuevas pruebas de dulzura para
doblegar vuestra obstinación. Así os rogamos, en nombre de los
bienaventurados apóstoles y en nombre nuestro, que si queréis seguir gozando
de nuestro aprecio como hermano, debéis repararlo todo de modo que no
oigamos más quejas sobre vuestra conducta. Y si despreciáis la autoridad de
San Pedro y nuestra amistad, por modesta que sea, sentimos deciros que
provocaréis la severidad y el rigor de la Sede Apostólica.
Manasés da muestras de obediencia, hace promesas de sumisión, pide
dilaciones. Pero a la sombra de todo ello esconde sus planes simoníacos. Los
mensajeros de los monjes de San Remigio, al volver de Roma a Reims, además
de la carta destinada a Manasés, llevan otro escrito de Gregorio VII
dirigido a Hugo, abad de Cluny. El Papa le encarga que comunique a Manasés
la reprobación pontificia, mandándole rendir cuentas a Roma de todo el
asunto.
Manasés, previendo el golpe, se ha adelantado a él. Antes de que llegue la
orden pontificia, impone a los monjes de San Remigio un abad de buena
reputación: Guillermo, abad de Saint-Arnould de Metz. La elección en sí
misma es excelente. Pero, en el verano de 1073, Guillermo, sintiéndose
impotente para contener las nuevas exacciones de Manasés, presenta su
dimisión a Gregorio VII. Alega como motivo que Manasés es "una bestia feroz
de agudos dientes". El Papa espera y le mantiene en el cargo. Pero, a
principios de 1074, Guillermo renueva su petición y, esta vez, el Papa le
escucha, permitiéndole volver al gobierno de su antigua abadía. El 14 de
marzo Gregorio VII encarga a Manasés que proceda a la elección regular de un
nuevo abad. Se nombra a Enrique, abad ya de Humblières, que permanecerá en
el cargo hasta 1095, asistiendo impotente a los dolorosos acontecimientos
del resto del gobierno de Manasés.
b) Bruno, canciller de Reims
A pesar de todo, el arzobispo se mantiene tranquilo hasta 1076. Hasta logra
engañar a Gregorio VII, recobrando su confianza. Favorece oficialmente la
vida monástica en su diócesis, firmando incluso el acta de erección como
abadía del monasterio de Moiremont, fundado por los canónigos de Reims en
1074; participa también en la fundación de la abadía de canónigos de
Saint-Jean- des-Vignes en 1076 y hace donaciones a diversos monasterios.
Durante este período, Bruno, que sigue en el cargo de director de la
escuela, es nombrado canciller de la arquidiócesis, para reemplazar a
Odalrico que acaba de morir. En octubre de 1074 aún firma Odalrico los
documentos de la cancillería; en cambio, una carta de 1076 está ya firmada
por Bruno. Promover a Bruno a canciller es lisonjear a la opinión pública,
sobre todo a la universitaria; es dar pruebas de buena voluntad, siendo tan
viva y general la estima de que goza Bruno. Pero Bruno no durará mucho en el
cargo, pues en abril de 1078, en los documentos oficiales del arzobispado,
en lugar de su nombre, aparece ya el de Godofredo. Sin duda, la dimisión de
Bruno tiene lugar al comienzo de la lucha enconada que durante varios años
se desencadena y desgarra a la diócesis de Reims. Por una parte, están
Gregorio VII, Hugo de Die, el legado pontificio en Francia, y varios
canónigos de la catedral y, por otra, el arzobispo Manasés, cuyas
prevaricaciones han sido, finalmente, desenmascaradas.
Desde su puesto de canciller, Bruno sufre viendo cómo el arzobispo negocia
simoníacamente con los beneficios eclesiásticos. No pudiendo soportar tantos
abusos, Bruno se le opone con firmeza y respeto. Ante la persistencia en su
comportamiento simoníaco, Bruno y otros canónigos le denuncian ante el
delegado pontificio. Este es el comienzo de una larga y dura lucha durante
la que Bruno experimenta la más acérrima persecución. Le confiscan sus
bienes y le destituyen de los cargos que desempeñaba en la diócesis.
En el verano de 1076 se celebra el concilio de Clermont. El deán de Reims,
llamado Manasés como el arzobispo, se presenta espontáneamente a Hugo de Die
y confiesa que ha comprado ese cargo a principios de 1075. Pide humildemente
perdón y, sin duda, con ocasión de este encuentro informa a Hugo de Die de
la situación a que ha conducido la diócesis de Reims el arzobispo con sus
rapiñas y violencias. Le da cuenta de las dilapidaciones de los bienes
eclesiásticos, de las exacciones arbitrarias contra clérigos y monjes; le
informa del tráfico de cargos y beneficios y de las excomuniones infundadas
decretadas contra los opositores.
La oposición entre el arzobispo y los clérigos de la diócesis llega muy
pronto a su punto álgido. Gregorio VII, informado de la situación, decide
intervenir. Lo hace con prudencia y moderación. Encarga al obispo de París
instruir un expediente sobre las excomuniones aparentemente injustas,
decretadas por Manasés. Pero no por ello deja de considerar al arzobispo
como legítimo pastor de la Iglesia de Reims. El 12 de mayo de 1077, todavía
le escoge, junto con Hugo, abad de Cluny, para presidir al lado de Hugo de
Die el Concilio de Langres.
Pero, de repente, la situación cambia completamente. El concilio de Langres
queda anulado. El concilio se celebra en Autun, el 10 de septiembre de 1077.
En él, el arzobispo Manasés, en vez de sentarse como juez, es citado como
reo. El arzobispo no se presenta y es suspendido del ejercicio de sus
funciones. Bruno, el deán Manasés y el canónigo Ponce acusan a su arzobispo
de haber usurpado por simonía la sede de Reims y de haber consagrado, a
pesar de la prohibición formal del Papa, al obispo de Senlis, que había
recibido la sede por investidura laica de manos del rey de Francia. La
actitud de Bruno es tan prudente y reservada que impresiona al legado
pontificio, quien, escribiendo al Papa, alaba su virtud y prudencia.
Manasés, en vez de presentarse en Autun, marcha a Roma a disculparse,
jurando ante la tumba de San Pedro que si no se ha presentado en Autun, es
sólo porque ninguna bula pontificia le ha citado. Promete justificarse en el
futuro ante el delegado, cada vez que se lo pida, y restituir los tesoros,
ornamentos y otros enseres de la Iglesia de Reims, y no enajenarlos nunca
más, con lo que no hace más que añadir a sus demás crímenes el de perjurio.
El papa Gregorio VII, tras esta falsa confesión de arrepentimiento,
rehabilita al arzobispo, quien, furioso contra los tres canónigos que le han
acusado, manda saquear y destruir sus casas y vende sus beneficios
eclesiásticos. Según la crónica de Hugo de Flavigny: "Durante el viaje de
vuelta de los canónigos de Reims que le habían acusado en el Concilio, el
arzobispo les tendió varias emboscadas. Luego, saqueó sus casas, vendió sus
prebendas y se incautó de sus bienes". Los tres canónigos, con Raúl le Verd
y Fulcuyo le Borgne, para escapar de las iras del arzobispo, huyen y se
refugian en el castillo de Ebal, conde de Roucy.
El arzobispo Manasés se hace cada día más odioso por su actitud simoníaca,
por la disipación de los bienes de su iglesia, por las exacciones y
vejaciones con que molesta a sus clérigos, por la usurpación de las abadías
y por el abuso que hace de las censuras para satisfacer su pasión. Es de
familia noble, pero sólo lo demuestra en la altivez, en el tono imperioso,
en el amor del fasto y en la familiaridad con los grandes, despreciando a
los eclesiásticos. No se avergüenza de manifestar públicamente el disgusto
que le causan las funciones religiosas, confesando que del Episcopado sólo
le agrada el fasto, las delicias y la opulencia.
A pesar de la suspensión, decretada por el Concilio de Autun, las
diferencias entre Manasés y sus canónigos no quedan zanjadas. El Cabildo de
Reims y el legado pontificio Hugo de Die se ven obligados a informar
urgentemente a Gregorio VII. Hugo de Die escribe al Papa:
Recomendamos a Su Santidad a nuestro amigo en Cristo Manasés que, en el
Concilio de Clermont, renunció en nuestras manos al cargo de deán de la
Iglesia de Reims, que había adquirido de mala manera. Ahora es un sincero
defensor de la fe católica. Os recomendamos también a Bruno, maestro de la
Iglesia de Reims, de una honradez a toda prueba. Ambos merecen ser
confirmados en las cosas de Dios por vuestra autoridad, pues han sido
juzgados dignos de sufrir persecución por el nombre de Jesús. No dudéis en
emplearlos como vuestros consejeros y cooperadores para la causa de Dios en
Francia.
Gregorio VII no confirma inmediatamente el juicio del Concilio de Autun. La
Iglesia romana, escribe el Papa, tiene por costumbre obrar más "por el justo
medio de la discreción que según el rigor de los cánones". Conociendo la
tendencia a la severidad de su legado, Gregorio VII decide examinar él mismo
la causa de Manasés y la de otros seis obispos condenados por su legado.
Para ello, les llama a Roma, invitándolos a justificarse. El conde Ebal de
Roucy y uno de los canónigos de Reims acuden también a Roma para informar
directamente a Gregorio VII de cuanto ocurre en Reims.
En Roma, la discusión es difícil. El principal argumento que Manasés se
atreve a proponer en su defensa es decir que su condenación amenaza crear un
cisma en el mismo reino. Luego, Manasés la emprende contra sus acusadores.
Al precio de un juramento hecho "sobre la tumba de San Pedro" obtiene el
perdón de Gregorio VII. El 9 de marzo de 1078, el Papa dirige a su legado la
siguiente carta:
Como es costumbre de la Iglesia romana -a cuya cabeza nos ha colocado el
Señor, por indigno que seamos- tolerar unas acciones y disimular otras,
siguiendo una discreta moderación más que el rigor de los cánones, hemos
revisado con gran cuidado las causas de los obispos de Francia, suspendidos
o condenados por nuestro legado, Hugo de Die. En cuanto a Manasés, arzobispo
de Reims, aunque tenga muchas acusaciones contra él y se haya negado a
asistir al Concilio, al que había sido citado por Hugo de Die, nos ha
parecido que la sentencia dictada contra él no estaba en consonancia con la
madurez y dulzura habituales de la Iglesia Romana. Por lo que le hemos
restablecido en las funciones de su dignidad, después de prestar sobre el
cuerpo de San Pedro este juramento: "Yo, Manasés, arzobispo de Reims,
declaro que no fue por soberbia por lo que no asistí al Concilio de Autun,
al que me había citado Hugo de Die. Si en adelante fuere llamado por un
mensajero o por cartas de la Santa Sede, no excusaré mi ausencia con malas
artes y engaños, sino que obedeceré lealmente a la decisión y juicio de esta
Iglesia. Y si pluguiere al Papa Gregorio o a su sucesor que responda ante su
legado de los cargos que se me hacen, me someteré humildemente en todo.
Administraré fielmente en honor de la Iglesia de Reims todos sus tesoros,
rentas y posesiones a mí encomendados, y no los malgastaré injustamente".
Así Manasés queda incluido en el juicio de indulgencia y misericordia que
clausura la revisión del proceso de los Obispos. Pero Hugo, sin disimular su
desacuerdo y cierta amargura, escribe al Papa:
Vele Su Santidad para que no seamos objeto de ignominia y afrenta por más
tiempo. Los simoníacos o cualquiera de los culpables, que habíamos
suspendido, depuesto o incluso condenado, corren libremente a Roma y, en vez
de sentir allí una justicia más rigurosa, como debían, obtienen el perdón a
gusto suyo. Así, los que antes no se atrevían a faltar ni aún en las cosas
más pequeñas, se entregan ahora a los más lucrativos negocios, tiranizando
las iglesias que están a su cargo. Ruegue, Santísimo Padre, por mí, inútil
siervo de Su Santidad.
c)
Bruno, refugiado en el castillo del conde Ebal
Manasés, al volver a su diócesis, se hace el arrepentido, a fin de
consolidar su victoria. Intenta reconciliarse con el deán, con Bruno y los
demás canónigos refugiados en el castillo del conde Ebal. Al mismo tiempo
intenta obtener contra el conde una condenación pontificia. Para tener las
manos más libres en sus intrigas, solicita además del Papa no depender de la
jurisdicción de Hugo de Die, sino sólo de la autoridad del Pontífice o de
los legados venidos de Roma. Escribe una larga carta al Papa en la que,
primero, multiplica sus protestas de fidelidad y sumisión; luego, acusa,
arguye, evoca los privilegios concedidos a sus predecesores y, por fin,
ataca a los exilados y a su protector:
A propósito del conde Ebal, que intentó acusarme en vuestra presencia,
recomendándose a sí mismo y afirmando su fidelidad hacia Vos con palabras
hipócritas, habéis podido comprobar hasta la evidencia de qué parte se
encuentra la sinceridad y fidelidad para con Vos: de la mía, que estoy
dispuesto a obedecer en todo a Dios y a Vos, o de la del conde Ebal, que en
Roma atacó a la Iglesia de San Pedro y aquí persigue a la Iglesia de Reims
por medio del deán Manasés y sus partidarios, acogidos en su castillo. Dicho
Manasés ha recibido seguridad de perdón por nuestra parte, como Vos me
habíais ordenado otorgarle si volvía a la Iglesia, su madre; mas, paralizado
por la conciencia de sus faltas, no quiere volver a nuestra sede, ni
contribuir a la paz de la Iglesia. Antes, al contrario, tanto él como sus
adeptos, no cesan de atacarme a mí y a mi Iglesia con palabras y amenazas,
ya que no pueden con hechos. Así, pues, sin hablar del conde Ebal, que
espero no escapará a vuestra justa y apostólica sentencia, ruego a Vuestra
Santidad que ordene a Manasés volver a su casa y que no siga atacando a su
Iglesia; o, si no, castigadlo justamente con sus cooperadores, con una
rigurosa sentencia apostólica. Dignaos también escribir a quienes le han
recibido, para que no le sigan dando asilo, bajo pena de ser castigados con
una sentencia análoga.
La carta es un modelo de perfidia. Da por cosa hecha la condenación del
conde Ebal; insiste casi exclusivamente sobre el deán, que tenía
antecedentes condenables; guarda el silencio más absoluto sobre Bruno, pues
conoce muy bien que el Papa le considera hombre puro e íntegro. Pero el
Papa, esta vez, no se deja engañar. El 22 de agosto de 1077 escribe a
Manasés una carta admirable en la que se esfuerza todavía por no chocar de
frente con el arzobispo, facilitándole una salida honorable. Le pide que no
se ponga al margen de la legislación, que reconozca la autoridad de los
legados pontificios y, en concreto, de Hugo de Die, asegurándole la
conservación de todos sus derechos de obispo y de metropolitano. Para
prevenir cualquier exceso de severidad en Hugo de Die, le asocia al abad de
Cluny, conocido por su moderación.
En relación al deán, le dice:
Con respecto al deán Manasés, que no cesa, según decís, de molestaros de
palabra ya que no puede de obra, y para todas las otras reclamaciones que os
ha parecido hacer, Nos enviamos instrucciones al obispo de Die y al abad de
Cluny, amados hermanos nuestros, para que se esfuercen por realizar una
diligente encuesta sobre los hechos, examinándolos cuidadosamente y
juzgándolos con toda equidad y justicia, conforme a las leyes canónicas.
El mismo día envía sus instrucciones a Hugo de Die y a Hugo de Cluny, en las
que se trasluce el equilibrio y tacto de Gregorio VII, que conoce
perfectamente a cada una de las partes. A sus legados les dice:
Trabajad para atraer de nuevo a la paz al deán Manasés, de quien se queja el
arzobispo. Que cese en tales manejos. Si se obstina y no quiere obedecer,
decidid lo que os parezca más justo.
Estas duras directivas con relación al deán revelan la gravedad del
conflicto que enfrenta al arzobispo con los canónigos exilados. Pero el Papa
añade un corto inciso, con el que demuestra que conoce perfectamente la
situación: "a menos que reconozcáis que el deán tiene alguna justa razón
para obrar así".
Todo debe proceder dentro del orden y la justicia, a cuyo servicio están los
legados, movidos siempre por la caridad. Y la caridad es la que debe
prevalecer en este desagradable asunto:
En cuanto a las demás peticiones del arzobispo, ayudadle como convenga,
supuesto que obedezca, y defended con la autoridad apostólica la Iglesia que
le está confiada. Por lo que respecta a él personalmente, hemos notado, por
las cartas que nos ha escrito y que os transmitimos, que busca dilaciones y
subterfugios. Así, pues, hermanos muy queridos, actuad varonil y
prudentemente, obrando siempre con caridad; que los oprimidos encuentren en
vosotros amor a la justicia. El Señor derrame su Espíritu en vuestros
corazones.
A mediados del verano de 1079, Hugo de Die, de acuerdo con el abad de Cluny,
juzga oportuno reunir un Concilio en Troyes y convocar al arzobispo Manasés.
Este acude con numerosa escolta de partidarios, intentando con su fasto y
fuerza presionar al Concilio. Viendo que en esas condiciones no es posible
deliberar con libertad, el legado pontificio disuelve el Concilio. Gregorio
VII, entonces, decide intervenir y someter, una vez más, a examen la
conducta del arzobispo:
Como no habéis podido reunir oportunamente el Concilio en el sitio previsto,
juzgamos conveniente que, con vuestra acostumbrada diligencia, encontréis
ahora un lugar apto, reun��is un sínodo y examinéis cuidadosamente la causa
del arzobispo de Reims. Si se encuentran acusadores y testigos capaces de
probar lo que se le reprocha, queremos que sin titubear decretéis la
sentencia que la justicia dicte. En caso de que no puedan hallarse tales
testigos idóneos, como la fama escandalosa de este arzobispo está difundida,
no sólo por Francia, sino también por casi toda Italia, que busque si puede
seis obispos de buena reputación que salgan fiadores de su inocencia y, así
justificado, podrá permanecer en paz en su Iglesia, conservando sus
dignidades.
El conflicto, en que Manasés el deán, Bruno y los canónigos de Reims se
hallan envueltos, no es un litigio privado de una diócesis. Dada la posición
de Reims en Francia, los escándalos del arzobispo desbordan los límites de
la diócesis, afectando a toda Francia y a casi toda Italia. Por ello, el
Papa se ve obligado a tomar un procedimiento excepcional. Aunque los
testigos no logren probar la acusación, no por ello se declarará al
arzobispo inocente; deberá dar una prueba positiva de la rectitud de su
conducta y de sus intenciones: seis obispos de buena reputación deberán
garantizar la moralidad de su conducta y su aptitud para permanecer al
frente de la diócesis.
Manasés es el adversario más obstinado que encuentra Hugo de Die. Siguiendo
las directivas del Papa, Hugo de Die convoca un nuevo Concilio para primeros
de febrero del año 1080 en Lyón. Manasés apela de nuevo al Papa contra su
legado. Invoca un antiguo privilegio de la Iglesia de Reims, según el cual
el arzobispo sólo podía ser juzgado por la Santa Sede. El arzobispo pone
como pretexto para no asistir que Lyón no está en Francia, que la región
entre Reims y Lyón está alterada por la guerra, que el abad Hugo de Cluny,
encargado por el Papa para examinar su causa, no ha sido convocado y, en
fin, que le es imposible, en el breve plazo de que dispone, encontrar los
seis obispos de vida irreprochable requeridos por el legado.
Gregorio VII le niega el derecho a rechazar la jurisdicción del delegado
Hugo de Die:
Nos admira que un hombre tan sensato como vos busque tantos pretextos para
permanecer en un estado de infamia, dejando a la opinión pública el cuidado
de juzgaros. En realidad, deberíais estar interesado en limpiaros de tales
sospechas y librar de ellas a vuestra Iglesia. Si no acudís al Concilio de
Lyón y no obedecéis a la Iglesia Romana, que lleva tanto tiempo
soportándoos, no modificaremos en nada la sentencia del obispo Hugo de Die,
sino que la confirmaremos con nuestra autoridad apostólica.
La amenaza es terminante. Manasés, ante la imposibilidad de engañar a
Gregorio VII, intenta sobornar a Hugo, el abad de Cluny; le envía mensajeros
secretos que le ofrecen trescientas onzas de oro puro y regalos para sus
familiares. Le promete mayores dones si se le permite justificarse en
privado. Pero el abad de Cluny permanece insensible a tales proposiciones.
El Concilio se reúne en Lyón en la fecha prevista. A pesar de la amenaza del
Papa, Manasés no se presenta. Envía una Apología en la que, sin refutar las
acusaciones formuladas contra él, ataca las formas del proceso y las
condiciones que se le imponen. Dice que no puede acudir a Lyón por la
inseguridad de los caminos y que le es imposible encontrar, en sólo veinte
días, seis obispos que garanticen su inocencia:
Me decís en primer lugar que vaya al Concilio para responder a mis
acusadores, Manasés el deán y su compañeros. Pero os respondo que ya he
llegado a un acuerdo con el deán, que representa a todos sus partidarios,
salvo a dos, uno de los cuales es Bruno. Pero este Bruno no es un clérigo de
nuestra diócesis, ni ha nacido ni recibido el bautismo aquí. Es un canónigo
de San Cuniberto en Colonia, del reino teutónico. No estimo en mucho su
compañía, ya que me encuentro en una total ignorancia de su vida y de sus
antecedentes. Por otra parte, le colmé de beneficios mientras estuvo conmigo
y, a cambio, sólo he recibido de él malos e indignos tratos. En cuanto al
otro, Ponce, mintió en mi presencia en el concilio romano. Por todo ello, ni
quiero ni debo responder al uno ni al otro, en un juicio eclesiástico.
Aunque el deán, según esta Apología, haya aceptado una componenda con el
arzobispo, arrastrando tras de sí a los canónigos exilados, Bruno y Ponce no
caen en la trampa. Bruno, con la clarividencia de su fe, se niega a toda
componenda, aunque con ello se arriesgue a perder sus bienes, sus amigos,
sus discípulos, su Iglesia y quizás hasta la estima del Papa. En esta
decisión radical se calibra el corazón de Bruno. Conocedor, como canciller,
de la realidad de vida del arzobispo, se enfrenta, prácticamente solo, a un
prelado que ha conseguido justificarse en Roma ante el Papa y que ahora le
tiende una mano, aparentemente sincera, invitándolo a la reconciliación. La
negativa de Bruno es la expresión de su amor a la verdad y a la justicia. A
Bruno no le importa perderlo todo; Dios solo le basta. La soledad no será
para él un destierro, sino la plenitud de su fe viva y de su caridad. "De su
desierto hará el Señor un vergel, y de su soledad un paraíso, donde habrá
gozo y alegría, acción de gracias y cantos de alabanza" (Is 51,3).
d)
Destitución de Manasés y vuelta de Bruno a Reims
Esta Apologia no logró salvar al arzobispo. Los Padres conciliares deponen a
Manasés del Episcopado. En marzo de 1080, Hugo de Die viaja a Roma para
informar personalmente a Gregorio VII. Y el 17 de abril el Papa escribe a
Manasés informándole que ha confirmado la sentencia de Lyón. Sin embargo, el
Papa, "llevando su misericordia hasta el extremo", le ofrece una última
oportunidad de arrepentirse, si acepta, entre otras cosas, restituir
íntegramente todos los bienes arrebatados a "Manasés, a Bruno y a los demás
canónigos, quienes, al hablar contra él, lo han hecho sólo por defender la
justicia"; que no se oponga a la vuelta de quienes por tanto tiempo han
sufrido el destierro y les deje servir a Dios en la Iglesia de Reims con
plena libertad y seguridad; que antes de la Ascensión del año siguiente se
retire a Cluny o a Chaise-Dieu, para vivir en el retiro con un clérigo y dos
laicos, jurando delante del legado que no substraerá nada de los bienes de
Reims, fuera de lo necesario para el sustento propio y de sus tres
acompañantes. Si se niega a obedecer, el Papa confirmará definitivamente la
sentencia del Concilio sin ninguna posibilidad de apelación para el futuro.
En lugar de acoger esta suprema indulgencia del Papa, Manasés multiplica sus
abusos, pretendiendo permanecer al frente de la Iglesia de Reims. El 27 de
diciembre, Gregorio VII, agotados todos los recursos de su paciencia y de su
bondad, escribe cuatro cartas poniendo punto final a este doloroso
conflicto. Depone definitivamente a Manasés. Al clero y al pueblo de Reims,
el Papa les ordena resistir al arzobispo, expulsarlo y proceder a nuevas
elecciones, de acuerdo con el legado. Al conde Ebal le pide que apoye a los
que combaten a Manasés y ayude al nuevo arzobispo. En cuanto a los obispos
sufragáneos de Reims, les desliga de toda obediencia al metropolitano
excomulgado y les ordena que favorezcan la elección de un nuevo arzobispo
digno de la sede de Reims. Finalmente, el Papa dirige al rey de Francia,
Felipe I, una carta paternal y firme:
San Pedro os manda y Gregorio os suplica que no prestéis en adelante ninguna
ayuda a Manasés, destituido definitivamente por los delitos que ya conocéis.
Retiradle vuestra amistad y no lo toleréis más en vuestra corte. Mostrad
vuestro amor al Señor, rompiendo con los enemigos de la Iglesia, obrando
según las órdenes pontificias y haciéndoos merecedores de las bendiciones de
San Pedro. En virtud de la autoridad apostólica de que estamos revestidos,
prohibimos poner ninguna traba a la elección regular que el clero y el
pueblo deben hacer del nuevo arzobispo. Os rogamos evitéis que nadie pueda
obstaculizarla y protejáis al elegido por la parte fiel y religiosa del
clero y del pueblo. Ahora tenéis la ocasión de probar que no en vano hemos
usado de paciencia con las faltas de vuestra juventud, esperando vuestra
conversión.
Felipe I, más preocupado de sus placeres que de la fe del reino, no toma
ninguna medida contra Manasés. El arzobispo se mantiene aún algún tiempo en
la sede de Reims; pero sus escándalos y atropellos sublevan finalmente al
pueblo contra él. Lo arrojan de Reims. Manasés se refugia junto al
excomulgado emperador de Alemania, Enrique IV, uniéndose a uno de los
mayores enemigos de la Iglesia y del Papado.
Al salir de Reims Manasés, pueden volver los desterrados. El clero y el
pueblo los acogen con entusiasmo. Bruno no vuelve a ocupar su cátedra ni
recobra el título de maestrescuela, ni el cargo de canciller; sin embargo,
los ojos de la Iglesia de Reims se vuelven a él a la hora de elegir el nuevo
arzobispo. Un Título fúnebre describe los sentimientos de la ciudad en esta
ocasión:
Bruno gozaba entonces de todas las simpatías y era motivo de consuelo y
honor para los suyos. Todo le favorecía y le preferíamos a cualquier otro. Y
con razón, porque se distinguía por su bondad, su dominio de todas las
ciencias, su facilidad de palabra y su gran fortuna. Pero lo dejó todo por
seguir a Cristo desnudo, retirándose al desierto con otros discípulos.
A los cincuenta años, Bruno tiene ante sí un magnífico porvenir. Se le
propone la primera sede episcopal de Francia, llamada "diadema del reino".
Bruno es la persona más indicada para ese cargo: su integridad, su ciencia,
su lucidez ante situaciones delicadas, su constancia en los sufrimientos, su
fidelidad a la Santa Sede, su profunda piedad, su desprendimiento de las
riquezas y su caridad le hacen el preferido de todos. Gregorio VII y Hugo de
Die han podido comprobar su integridad en esta época de simonía y han
manifestado públicamente la estima que le profesan.
¿Quién puede oponerse a su elección? Nadie, ciertamente. Nadie, excepto
Dios, que ha dejado oír en su corazón la llamada a servir a la Iglesia no en
Reims, sino en el corazón mismo de la Iglesia, en el silencio y soledad del
desierto, donde Bruno dará el testimonio del amor único y total a Dios. Como
dicen Las Consuetudines:
El monje, encerrado en su celda, es una palabra permanente para todos. Con
su vida oculta testimonia a todos los cristianos, no sólo la necesidad de
renunciar a sí mismo y a todos los bienes de la tierra para seguir a Cristo,
sino que muestra cómo es posible morir al propio yo y al mundo para quien
escucha la voz de Dios y con Cristo camina según su voluntad. Bruno se
retiró del mundo para hacer de su vida una predicación continua. Sin
necesidad de palabras el monje anuncia, con su vida, el Reino de Dios.