SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 1. Presentación
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
Presentación
a) Ser en Cristo
b) Alabanza de Dios
c) Luz de los hombres
d) En el corazón de la Iglesia
a) Ser en Cristo
Bruno nace en Alemania, vive en Francia y muere en Italia. Su figura se
yergue blanca y silenciosa, como la nieve de las montañas de Chartreuse, en
la segunda mitad del siglo XI; su hábito blanco es anterior al de los
cistercienses. El silencio de su vida se prolonga en la historia; los
cartujos son la orden que menos ruido ha hecho en el mundo. Con toda su
santidad escondida en sus austeros monasterios, los cartujos nunca han
buscado el campaneo sonoro ni el panegírico solemne. San Bruno, su fundador,
es el santo nunca canonizado.
El sabio y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, los llama
"el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de
él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y
constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como
águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros."
En medio del ritmo frenético de la vida moderna, con su prisa y afán, San
Bruno nos invita a detenernos un momento. Con su silencio nos grita y
advierte que nuestras acciones sólo sirven para llenar la vida, pero no para
enriquecerla. El, alejado de los afanes del mundo, nos recuerda que vale más
lo que somos que lo que hacemos. El lo dejó todo, simplemente, para ser ante
Dios. El silencio y la soledad es el camino que nos muestra para acercarnos
a la fuente de la vida y de la santidad, única realidad que da sentido a
nuestra existencia.
Es lo que ya escribía San Ignacio de Antioquía a la comunidad de Efeso: "Es
mejor ser cristiano sin decirlo que decirlo sin serlo". Y a la Iglesia de
Roma le confesaba: "Mi deseo de la tierra está crucificado; no hay en mí
fuego para amar la materia; sin embargo, dentro de mí hay un agua viva que
murmura en mi interior y me dice: ¡Ven al Padre!".
La vida cristiana, antes que una forma de pensar o de actuar es una forma de
ser. No se es cristiano primordialmente por aquello que se hace, sino por la
elemental forma de estar en el mundo siendo cristiano, en total referencia a
Cristo. El cristiano, siendo lo que es, cumple su misión en el mundo, la
única misión necesaria: hacer presente a Dios en medio de los hombres.
En el cristianismo, la vida nace como fruto de una experiencia, en la que
van unidas la manifestación de Dios, que llama al hombre, y el
descubrimiento del hombre, que es llamado. La actuación de Dios en fidelidad
salvadora suscita la respuesta agradecida del hombre en el culto y en la
vida, reviviendo ante sí mismo y para con los demás la actuación de Dios con
él. Así, la fe en Cristo crea una nueva vida. La presencia de Cristo suscita
una experiencia nueva de la vida y de la muerte, de la que nace una manera
nueva de vivir en el mundo. El monje, en la oración, hace memoria de Cristo,
actualiza su presencia y vive como El vivió. Esta vida configura toda su
persona; vive todos y cada uno de sus actos a la luz del amor de Dios.
La fe da, pues, una configuración nueva de la existencia, libremente
aceptada por el eremita bajo la acción salvífica de Dios, en la que recibe,
no sólo una iluminación sobre su propia existencia, sino, más radicalmente,
una iluminación sobre Dios y sobre lo que el hombre es para Dios. A partir
de esta iluminación se descubre a sí mismo pecador perdonado y llamado a la
esperanza de la gloria. La fe, por esta profundidad escatológica, anticipa
los nuevos cielos y la nueva tierra, trae la paz mesiánica e inicia la
recuperación del paraíso.
Bruno, movido por Espíritu Santo, vive en la alegría de la unión con Dios,
abrasado por el fuego inefable de su amor. Con gozo en el corazón canta la
presencia y maravilla del Señor en medio de la armonía de luz y calor. La
sinfónica cadencia de su amor fluye en himno agradecido a Dios. En íntimo
diálogo con Dios, le brota la alabanza del alma bañada en puras claridades,
como reflejo del mismo Señor. Su corazón, en alas del Espíritu, se eleva a
Dios. En su Comentario a los Salmos, con lágrimas de alegría interior canta:
"Una cosa he pedido al Señor, la única que he buscado: morar en su casa por
los días de mi vida, para gustar la dulzura del Señor. El me da cobijo en su
cabaña, me esconde en lo oculto de su tienda, me levanta sobre una roca"
(Sal 26). Sobre la roca de la Cartuja Bruno se ve apoyado en Cristo, la roca
firme y segura.
En Santa María de la Torre, segunda cartuja fundada por Bruno, el 5 de
octubre de 1984, Juan Pablo II, al conmemorar el noveno centenario de la
Orden, dirigió a los monjes un discurso en el que quiso afirmar la perenne
actualidad del la vocación puramente contemplativa:
En la paz y en el silencio del monasterio se encuentra la alegría de alabar
a Dios, vivir en él, de él y para él...
b) Alabanza de Dios
En la Cartuja el silencio sólo se quiebra por la oración y la celebración de
la Eucaristía en común. Los salmos brotan del hondón del alma de los monjes
con tal espontaneidad que parece que los están componiendo más que
recitando. Las palabras que murmuran los labios no parecen sino el
acompañamiento de la oración que sale de lo íntimo del ser. "Oración de
labios engañosos es la oración que no brota del corazón", escribe Bruno
comentando el salmo 16. "La alabanza que agrada a Dios es la que brota del
corazón con devoción interior, es decir, con todo lo que hay dentro de mí:
sentimiento, mente, voluntad y todas las fuerzas de mi ser" (Sal 102).
Bajo la capucha, como los piadosos hebreos bajo su tallit, el cartujo se
encierra, para hablar a solas con Quien ve y oye en lo secreto. Con el
hábito blanco de la simplicidad, Bruno abre su corazón a las maravillas de
la creación y eleva su canto al Creador. Vive lo que dice Clemente de
Alejandría: "Dios ha ordenado musicalmente el universo; ha sometido la
disonancia de los elementos a la disciplina de la armonía, para que el mundo
entero sea para él una sinfonía. Lenguaje y voz nos han sido dados para
expresar el pensamiento; pero, ¿acaso Dios no oye al alma misma y a la
mente? Dios no se espera de nosotros discursos prolijos; sino que en un
abrir y cerrar de ojos lee los pensamientos de todos. Por ello podemos
elevar a él una plegaria sin palabras, en la que brote del alma,
profundamente recogida, aquella palabra espiritual silenciosa que consiste
en una total y constante adhesión a Dios".
Bruno y sus hijos se nutren de la espiritualidad de Casiano, que dice: "En
los salmos encontramos la expresión de las pruebas de nuestra alma; y, al
ver en nosotros, como reflejado en un espejo, lo que se dice, adquirimos una
inteligencia más profunda. Penetramos el sentido profundo de las palabras,
no ya con la lectura, sino por experiencia personal. Así el alma llega a la
oración pura; ésta no se fija sobre imagen alguna; no se expresa siquiera
mediante palabras: nace espontáneamente, de una mente encendida, de un rapto
indecible, de una insaciable prontitud del espíritu. El alma, transportada
fuera de los sentidos y de las cosas visibles, se ofrece a Dios entre
suspiros y gemidos inefables".
En la soledad, dice Bruno, se adquiere aquella mirada de serenidad que hiere
de amor al esposo celestial. Todo arte tiene su melodía, pero el canto de la
fe, cuando surge puro y apasionado del corazón del silencio, supera toda
melodía. Como Bruno escribe a su amigo Raúl le Verd: "Unicamente los que lo
han experimentado pueden comprender las íntimas alegrías que hay en esta
soledad. Aquí es donde uno puede penetrar en el interior del alma; donde es
posible vivir con libertad frente a sí mismo, desarrollar en el corazón los
gérmenes más pequeños de la virtud, recoger los frutos que aseguran un
gozoso paraíso".
La soledad del monje no es la soledad del ateo, que camina siempre a solas
consigo mismo. La soledad del desierto, a la que Bruno invita, es la soledad
de quien no quiere perder la compañía entrañable del amado. Bruno, sin
hablar, con su misma persona se hace palabra para el hombre actual, que vive
inmerso en la confusión y la inseguridad existencial, fruto del desarrollo
científico técnico, que desemboca en el positivismo y el pragmatismo. En
este proceso se pasa fácilmente y de un modo imperceptible al materialismo,
a la "religión" de la eficacia, de la seguridad y del bienestar. Cuando
estas actitudes se desarrollan y se instalan existencial, cultural y
socialmente, la gratuidad de la fe, la celebración de la espe-ranza, la
alegría de la contemplación, la liturgia inútil del amor se agostan y mueren
sin remedio. No tienen tierra donde arraigar ni aguas que las nutran. La
vida se hace un árido desierto.
c) Luz de los hombres
La espiritualidad de Bruno ha vencido los siglos y los cambios de los
tiempos. Ha instaurado un modo de vida que aún hoy no ha perdido esplendor y
capacidad de atracción. Candelabro del desierto, la vida del eremita brilla
sobre el mundo entero. Juan Pablo II se lo recuerda a los Cartujos:
Proponer al mundo de hoy la práctica de una "vida escondida con Cristo en
Dios" (Col 3,3), significa afirmar el valor de la humildad, de la pobreza,
de la libertad interior. El mundo, en el fondo, siente sed de estas
virtudes, quiere ver hombres rectos que las practican con heroísmo
cotidiano, movidos por la conciencia de amar y servir con este testimonio a
los hermanos.
Vosotros estáis llamados a ser lámparas que iluminan al mundo; sabed ayudar
siempre a quien tiene necesidad de vuestra oración y de vuestra serenidad...
Vosotros -en fidelidad a las exigencias de vuestra vida contemplativa- les
dais la alegría de Dios, asegurándoles que rezaréis por ellos, que
ofreceréis vuestra ascesis para que también ellos reciban la fuerza y el
ánimo de la fuente de la vida que es Cristo.
En nuestra época, en que todo está dominado por los intereses de la
producción, por el trabajo y por la demanda del consumo, vivimos para
trabajar y trabajamos para ganar. Y lo que ganamos acaba siendo engullido,
de forma inexorable, por esa máquina gigantesca que es la sociedad de
consumo. El tiempo libre, en realidad no existe. Sólo existe un tiempo,
llamado irónicamente libre, previsto y programado por los mecanismos de
nuestra sociedad consumística, para que el hombre, manipulado y esclavo del
sistema, pueda gastar lo ganado, recuperar sus fuerzas sometidas a un
agotador desgaste y seguir sirviendo de alimento de manera inevitable a las
apetencias insaciables de la producción y del consumo. En estas condiciones,
la vida en sí misma no existe. Cuenta la rentabilidad, el dinero, pero lo
gratuito, lo que no sirve para nada, es un sin sentido, una sin razón. Por
eso la fiesta auténtica, la celebración de la vida, no existe. Existe la
pseudofiesta, es decir, el remedo y la manipulación de la fiesta. Existe el
fin de semana como alienación de la vida, el aturdimiento del deporte
espectáculo, la huida de la droga...
Otra variante de la dificultad del hombre actual para vivir y celebrar la
vida le viene de la mentalidad difusa del éxito y del triunfo material, que
confía la realización del hombre al éxito y al bienestar material. El
pragmatismo, la eficacia, el afán de éxito y triunfo reducen el horizonte
humano a lo práctico, insensibilizando al hombre para lo gratuito y
celebrativo. La felicidad se confunde con el placer inmediato; y el
hedonismo, que engendra, imposibilita la fe en la cruz y la vivencia de la
fiesta pascual de la resurrección.
Bruno ha conocido estas tentaciones antes de retirarse al desierto. Ha
descubierto que las riquezas son un estorbo para la vida, pues endurecen el
corazón hasta metalizarlo. Por ello Bruno se ha ceñido la espada de los
salmos y se ha lanzado al ataque contra ellas con el ardor del guerrero. Los
Estatutos de la Cartuja reconocen que "es largo el camino a través del
desnudo y requemado camino antes de llegar a las fuentes del agua y a la
tierra prometida".
En el silencio del desierto, a solas con Dios, Bruno se encuentra con dos
abismos enlazados como los dos labios de una cremallera: el abismo del
hombre y el abismo de Dios. El abismo de asombro con que el hombre tropieza
al estar frente a sí mismo no se puede sondear verdaderamente mientras no se
experimente el otro abismo, incomparablemente más profundo, de la gracia de
Dios. Entonces la causa del asombro no es ya su yo, su pequeñez, sino el
Otro, nada más que El, que sorprende al hombre siempre al venir a él. ¿Hasta
dónde es capaz de llegar el amor, el rebajamiento de Dios? ¿Hasta dónde la
gloria a que llama al hombre?
En el silencio de la oración, Bruno descubre que llorar sobre las propias
penas sólo sirve para mirarse a sí mismo; en cambio, abrir la mirada en
torno para contemplar las maravillas de la creación lleva al consuelo porque
une al hombre con Dios. A su luz le brota del corazón un canto alegre,
espontáneo, que es la oración que más agrada a Dios. La alegría es un don
del cielo, derramado gratuitamente como la lluvia, que ablanda la tierra y
la hace fecunda, aunque a veces sea necesario el desborde de un río para
ablandar ciertas tierras endurecidas y abrasadas por el sol. Pero la lluvia,
con su persistencia, suelda hasta las grietas del terreno. Y entonces brota
con más fuerza el canto de la alabanza.
d) En el corazón de la
Iglesia
Para que haya fiesta es necesario tener algo que celebrar y alguien a quien
festejar. Celebrar es reconocer que la vida es radicalmente buena, que las
cosas son buenas, que la historia es buena. Hacer fiesta es incorporarse al
gesto creador de Dios y reconocer con El que la creación es buena. Y
proclamar la bondad radical de la creación es celebrar la bondad original e
inédita del Creador; es percibir el sello del Creador en el mundo y en la
propia vida. De esta afirmación gozosa de Dios y del mundo surge la gratitud
y la alabanza, como expresión de la alegría profunda que embarga a quienes
celebran la fiesta. Servir a Dios no es fanatismo. Fanático es quien
persigue los bienes mundanos o quien busca fama de piadoso imponiendo a los
demás el rigor de una ley. Bruno no busca que todo cristiano se encierre en
la cartuja. A Dios cada uno debe servirle en la medida de la gracia
recibida. El cartujo, con su vida, nos invita a ello. Así cumple su misión
en la Iglesia. Como dice Juan Pablo II:
Esta vuestra específica y heroica vocación no os sitúa, sin embargo, al
margen de la Iglesia, sino que os coloca en su mismo corazón. Vuestra
presencia es un reclamo constante a la oración, que es el presupuesto de
todo auténtico apostolado... Vosotros dais con la vida testimonio de vuestro
amor a Dios. El mundo os mira y, quizás inconscientemente, se espera mucho
de vuestra vida contemplativa. Continuad poniendo ante sus ojos la
"provocación" de un modo de vivir que, aunque amasado de sufrimiento, de
soledad y de silencio, hace brotar en vosotros la fuente de una alegría
siempre nueva...
Con este discurso, el Papa desea despertar la memoria de Bruno. La memoria
es un tesoro precioso. El recuerdo de las experiencias pasadas da confianza
y libera de caer en los mismos errores. La memoria es luz sobre el presente
y esperanza para el futuro. La alegría recordada alegra el espíritu y lo
abre al amor.
Hoy que, en nuestra sociedad, las certezas se tambalean, dando la impresión
de vivir siempre de lo provisional, es necesario despertar la memoria, que
sostenga la imaginación. El memorial de la fidelidad de Dios será el apoyo
firme de la fidelidad para el futuro. En el diá-logo con el Dios fiel
encuentra el cristiano la garantía de su fidelidad para las decisiones de
vida que implican su futuro: matrimonio, celibato, vida contemplativa... En
el lenguaje actual se abusa de la palabra compromiso: "yo me comprometo", yo
me obligo de cara al futuro, orientando la atención, en forma narcisista y
farisea, hacia uno mismo. Se ignora el carácter dialogal, responsorial de la
fidelidad. La fidelidad es fidelidad a otro. Si es fidelidad a sí mismo, al
propio compromiso, a la propia conciencia, el hombre con suma facilidad
justifica la revocación de su compromiso en nombre de la fidelidad a sí
mismo.
La crisis actual de fidelidad es crisis de fe. Sin presencia, sin "estar
con", es impensable la fidelidad. La fidelidad a ideas o a principios jamás
tendrá una garantía firme. Sólo mediante la fe en Jesucristo, fidelidad
encarnada, recibimos la capacidad -su Espíritu- de ser fieles a Dios. El
creyente puede implicar su vida en una decisión irrevocable confiando en la
fidelidad de Dios, que le sostiene con el don del Espíritu Santo: "Pues fiel
es Dios, por quien habéis sido llamados a la unión con su Hijo Jesucristo,
Señor nuestro" (1Cor 1,9;10,13). Dios ha sido el primero en comprometerse
con nosotros, confiando en nosotros a pesar de nuestra debilidad, y muestra
su fidelidad con tal abundancia que nosotros -en respuesta agradecida-
experimentamos confianza y somos por su gracia capaces de responder
fielmente a su alianza.
Dios, siempre fiel, llama a celebrar sus acciones maravillosas, haciendo
memoria de su fidelidad. El memorial de su fidelidad nutre la gratitud y la
fidelidad: un recuerdo agradecido es la condición para un corazón fiel. Los
olvidadizos y los desagradecidos, por el contrario, carecen de raíces y de
fidelidad a la hora presente y al futuro. Sólo el memorial, que nos enraíza
en los designios y bondad del Dios fiel, hace nuestra libertad creadora,
abierta sin temores ni utopías ilusorias a la historia creadora de Dios: "El
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo
enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14,26).
La fe es una respuesta gozosa y exultante a la iniciativa de gracia por
parte de Dios. Dios elige a Bruno, le ama, asiste, le garantiza el presente
y el futuro. La fe en esta elección divina le lleva a confiar en El y a
obedecerle. Este reconocimiento de la bondad de Dios es el germen del amor a
Dios sobre todas las cosas. De este modo la fe en Dios configura toda su
vida, que se hace una bendición constante: por la luz del amanecer, el agua
que refresca, el pan que nutre la vida... hasta por el sueño que da reposo
en la noche. La vida se hace bendición, perenne Eucaristía. Recordar a San
Bruno, recorrer con él los momentos de su vida, es hacer memoria de la
fidelidad de Dios con él y con nosotros, los cristianos de hoy.
En nuestra época, ajetreada como pocas, el hombre debe asegurarse un tiempo
y un lugar de silencio, para suplir las atrofias y carencias que el estilo
de vida actual le ocasiona. Para ello necesita un maestro, que le libre del
riesgo del silencio vacío y del riesgo de perderse en la palabrería más
vacía aún. El silencio, la palabra y la oración pueden llevarlo al engaño de
la introspección y no a Dios. Encontrarse consigo mismo no salva al hombre
de nada. Sólo el encuentro con Dios es salvador. Situarse ante el misterio
sin caer en la monotonía o en la dispersión es obra del Espíritu, "que guía
poco a poco al hombre a la verdad plena" (Jn 16,13). El Espíritu Santo es el
maestro de la oración. Pero escuchar y seguir los pasos de quienes se han
dejado conducir por él nos ayuda a no confundir su voz con otras voces. La
ilusión es madre de decepciones. Los espejismos, en vez de apagar la sed,
desvían de la fuente.
León Bloy nos dice: "Estos hombres de oración llevan en su interior la
Jerusalén celestial. Ellos grabaron los arrobamientos místicos de su alma en
las piedras labradas de sus iglesias, en las artísticas vidrieras de los
santuarios y en los pergaminos de sus libros de rezo. Si queda en nosotros
un resto de buen sentido, hemos de acercarnos al monacato, fuente de luz en
las dudas que torturan al mundo, y de seguridad en las vacilaciones de la
vida".
Como dice Juan Pablo II: "En el rápido correr de los acontecimientos, que
atrapan a los hombres de nuestro tiempo, es necesario que vosotros, mirando
continuamente al espíritu original de vuestra Orden, permanezcáis firmes con
voluntad inquebrantable en vuestra santa vocación. Pues nuestro tiempo tiene
necesidad del testimonio y del servicio de vuestra forma de vida. Los
hombres de hoy, frecuentemente turbados por el fluctuar de las ideas, tienen
necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto modo probado por un
testimonio de vida. Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los
hijos y las hijas de la Iglesia que se dedican a las actividades apostólicas
deben, en medio de las realidades fluctuantes y transitorias del mundo,
apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su amor, que ven testimoniada en
vosotros, que sois partícipes de ellas de un modo especial en esta
peregrinación terrena".
En el rostro de Bruno aparece ante nuestros ojos "la vida contemplativa en
su pureza original" (Pío XI). Todo cristiano, a la luz de su vida, puede
descubrir esa veta de intimidad, que le saque de la agitación de la acción,
para, a solas con Dios, encontrar un poco de reposo y renovar su fe y su
amor. Espero que la bondad, paz y gozo, que irradia la persona de Bruno, se
contagie a los lectores.