LA JERUSALÉN CELESTIAL: 21,1-22,5 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LA
JERUSALÉN CELESTIAL: 21,1-22,5
Sinfonía de la nueva creación
Exterior de la nueva Jerusalén
Interior de la ciudad
Nuevo paraíso terrenal
SINFONÍA DE LA NUEVA CREACIÓN
En los dos últimos capítulos del Apocalipsis, Juan compone la sinfonía de la
nueva creación. Como don de Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén
desciende del cielo. Surge la aurora del día deseado y esperado en la noche
de la persecución. El caos provocado por el dragón, la bestia y la gran
prostituta cede el puesto a la armonía de la nueva creación. Surge la
comunidad de los santos, la nueva humanidad fiel y justa, dispuesta a entrar
en comunión con Dios Padre, con Cristo y el Espíritu Santo. Llega la hora de
la nueva alianza nupcial.
El Apocalipsis cristiano nace como cumplimiento de las promesas bíblicas del
Antiguo Testamento. El anhelo de los profetas y las expectativas que
suscitan en el pueblo de Dios no se pierden para siempre en el vacío, sino
que se realizan plenamente mediante la irrupción de la nueva Jerusalén, que
desciende del cielo. Quizás Juan no sabía que, mientras describía la nueva
Jerusalén, estaba escribiendo la última página de la Escritura. Pero la
Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, colocó el Apocalipsis como la
culminación de la Biblia. De este modo la nueva Jerusalén aparece como el
punto culminante de la revelación de Dios. La creación, la elección divina,
la alianza, las bodas de Dios con su pueblo, el deseo de ver a Dios, la
esperanza y el sentido último de la historia, todo ello alcanza su
realización en la nueva Jerusalén.
En estos últimos capítulos del Apocalipsis, con la elocuente expresividad
del símbolo, se describe hasta dónde puede llegar la esperanza, la riqueza
del don gratuito de Dios a la Iglesia y a la humanidad. La belleza de la
Iglesia aparece en todo su esplendor en la imagen de la nueva Jerusalén. La
Iglesia aparece como la esposa "toda gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e
inmaculada" (Ef 5,27) o como la ciudad santa, lugar de la comunión con Dios
en la paz y la alegría. Isaías ya contempló la ciudad santa que descendía
del cielo. San Pablo la ve sobre todo como una comunidad de cristianos (Ga
4,26; Flp 3,20). Y la carta a los Hebreos la presenta como una ciudad
construida en el cielo (Hb 12,22).
Ciudad y esposa, la Iglesia entra en comunión con Dios. La nueva creación se
manifiesta en la ciudad celeste, que desciende del cielo, obra única de
Dios. Y se manifiesta con las galas de la esposa. El verdadero amor es el
amor nupcial, amor de dos personas diversas, que se unen formando una sola
carne. Dios y el hombre, en su diversidad, se unen formando una sola carne,
un solo cuerpo, un solo espíritu, el Cristo total, cabeza y miembros unidos.
La Iglesia es la esposa de Cristo, el esposo que se le entrega totalmente.
Es la esposa a la que no hace el don de sus cosas, sino de sí mismo. Esta es
la vida del cielo.
El "príncipe de este mundo" ya fue juzgado en la primera venida de Cristo
(12,7-12; Jn 16,11). Pero, por una divina concesión, se le dio un tiempo en
el que intentó reafirmar su poder. Durante ese tiempo la historia del mundo
sufrió sus ataques y convulsiones. Por culpa suya, los frutos de la
redención de Cristo no se manifestaron en su plenitud en la humanidad. Pero
con el retorno de Cristo cambia la situación. Los seguidores de Satanás han
sido capturados (19,20) y ya no ejercen ningún influjo sobre la historia. El
mismo Satanás, después de un último intento inútil (20,7-9), es arrojado al
abismo del infierno, desapareciendo de la tierra (20,10). El mundo viejo,
descompuesto por el pecado, se disuelve (20,11). La purificación de la
historia con el juicio y la disolución del antiguo cosmos son necesarios
para que surjan la nueva creación y la nueva humanidad. Las imágenes que
siguen son manifestación del grito: "He aquí que hago nuevas todas las
cosas" (21,5). Es lo que Pablo escribía a los corintios: "Si uno está en
Cristo es una criatura nueva; pasó lo viejo, todo es nuevo" (2Co 5,17).
Ya con su obra redentora, el "Cordero como degollado" (5,6) había tomado en
sus manos el destino del mundo. Pero sólo ahora se muestra abiertamente esta
victoria del "León de la tribu de Judá" (5,5). Este mundo nuevo o la nueva
Jerusalén es la última visión del Apocalipsis: "Luego vi un cielo nuevo y
una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron,
y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba
del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su
esposo" (21,1-2).
En lugar del mundo antiguo aparece una tierra nueva, sobre la que se
extiende un firmamento nuevo (Gn 1,1). No queda nada de la primera creación.
Expresamente se alude a la desaparición del mar, considerado como el resto
último del caos originario (Gn 1,2). El nuevo mundo se presenta bajo la
forma de la Jerusalén celestial. El cielo de Dios caracteriza desde ahora el
ámbito de la vida humana. Cielo y tierra son una misma cosa.
El cosmos es asumido en el cielo de Dios. Lo expresa metafóricamente el
descenso a la tierra de la ciudad de Dios (3,12), que lleva el nombre
simbólico de "Nueva Jerusalén". Esta ciudad tiene algo en común con la
Jerusalén terrena, en la que se hallaba el templo de la antigua alianza. En
el templo, en el sancta sanctorum, se manifestaba la presencia de Dios bajo
la figura de la nube. Ahora desaparece la nube y la figura se hace realidad.
Con la parusía de Cristo todas las promesas alcanzan su cumplimiento. La
nueva Jerusalén, presente ante Dios desde la eternidad (Ga 4,26; Hb 12,22),
desciende ahora sobre la tierra.
Con una segunda imagen, la de la esposa, se nos presenta la relación de la
Iglesia con Jesucristo. La Iglesia, comunidad santa, vive en relación íntima
con el Señor de la gloria (15,1-5). Ahora, sobre la tierra nueva, se revela
en toda su riqueza y belleza interior esta intimidad nupcial. El profeta
Isaías había cantado la vuelta del exilio de Babilonia como una "creación de
cielos nuevos y tierra nueva" (Is 65,17; 66,22), describiendo la nueva
alianza entre el Señor y su pueblo con términos nupciales (Is 61,10). Una
fuerte voz grita desde el trono, anunciando que se han cumplido las promesas
hechas al pueblo elegido de una nueva y perfecta comunión de vida con Dios
(Lv 26,11s; Ez 37,27; Za 8,8). Lo que significaban el tabernáculo y el
templo, ahora se hace realidad. Dios ha abierto el Santo de los Santos de su
templo a la humanidad entera. Todos los pueblos entrarán y habitarán en la
casa de Dios: "Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la
morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán
su pueblo y Él Dios con ellos (Is 7,14; 8,8.10) será su Dios" (21,3).
Esta experiencia íntima de comunión con Dios elimina todo lo que se opone a
la felicidad y plenitud de vida del hombre. La realidad existencial del
hombre, fruto de la maldición del pecado, desaparece con el viejo mundo (Is
25,8). Barrido lo viejo, queda el espacio libre para la novedad de vida,
para la luz y la alegría. Con la creación del mundo nuevo, desaparece hasta
el recuerdo del viejo (Is 65,17). En un canto litúrgico de alabanza se
celebra la desaparición del sufrimiento, la muerte y el pecado: "Y enjugará
toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (21,4).
Dios es amor. En la Escritura se revela como el Dios cercano a quien sufre.
Al final Dios se inclina sobre el hombre para eliminar toda angustia. Lleno
de ternura, como una madre, consuela a sus hijos, según la profecía de
Isaías: "Como una madre consuela a su hijo, así os consolaré yo. En
Jerusalén seréis consolados" (Is 66,13). Dios personalmente enjuga las
lágrimas de los ojos humanos.
Y ahora es Dios mismo quien habla. Por primera vez, el Apocalipsis nos hace
escuchar la palabra inmediata de Dios. La primera palabra de Dios recogida
en la Escritura es: "Hágase" (Gn 1,3). Su última palabra recoge la primera y
la lleva a plenitud: "Entonces dijo el que está sentado en el trono: Mira
que hago un mundo nuevo. Y añadió: Escribe: Estas son palabras ciertas y
verdaderas" (21,5).
Cuando Dios habla, siempre acontece algo. Su palabra es ya un acontecimiento
(Is 55,11). Como en la primera creación la palabra de Dios daba vida a los
seres, también ahora, en la nueva creación, su palabra se realiza. Para Él,
que es eterno, el principio y el fin del mundo no están separados en el
tiempo. Él es el creador y el perfeccionador de la creación: "Me dijo
también: Hecho está: yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin"
(21,6a).
El nuevo mundo, destino final de la creación, es presentado a cada persona.
A quien quiere pertenecer a este mundo nuevo, se le abren las puertas con
sólo expresar su deseo (Mt 5,6; Jn 4,10.14; 7,37s). El deseo de la esperanza
cristiana vence el ardor de la sed. La invitación de Isaías se cumple
plenamente; "¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis
plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche. ¿Por
qué gastar plata en lo que no es pan y vuestro jornal en lo que no sacia?"
(Is 55,1-2). Gratuitamente se ofrece el agua que apaga el anhelo de
felicidad del hombre: "Al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua
de la vida gratis" (21,6b).
El agua de la vida es el Espíritu Santo. La vida cristiana es obra del
Espíritu Santo. La vida divina en nosotros es don del Espíritu Santo, que
nos lleva al Hijo, uniéndonos con Él. Y el Hijo nos presenta al Padre como
sus hermanos, hijos del mismo Padre. Hijos en el Hijo gozamos de la herencia
del Padre, que nos acoge y dice: "Yo seré Dios para él, y él será hijo para
mí".
Lo que Juan dice de la creación entera, Pablo lo refiere a la existencia
personal de cada cristiano: "El que está en Cristo es una nueva creación,
pasó lo viejo todo es nuevo" (2Co 5,17). El hombre nuevo, creado en Cristo
(Ef 2,15), vive una vida nueva de justicia y santidad (Ga 6,15; Rm 6,4). A
la humanidad redimida Dios le ofrece el agua de la vida, es decir, su
Espíritu que da la vida eterna y, por tanto, la comunión plena con Dios. La
imagen del agua para aludir a la vida divina es frecuente en la Escritura
(Jr 2,13; Is 55,1; Za 14,8; Jn 4,10). Jesús en el Evangelio nos dice: "Si
alguno tiene sed, que venga a mí y beba quien cree en mí. De su seno, como
dice la Escritura, correrán ríos de agua viva" (Jn 7,38-39).
El agua de la vida es un don gratuito de Dios. Es un don, sin embargo,
reservado a quienes han sostenido victoriosamente la batalla de la fe. Solo
quien cree en Dios, acoge sus dones. Sólo quien se fía de Dios le abre el
corazón y lo acepta como Dios. Sólo recibe la herencia de Dios el hijo que
ve en Dios un padre (2S 7,14; Rm 8,17; Ga 4,7). Dios acoge como hijo al
vencedor y le da la herencia de todos sus bienes: "Esta será la herencia del
vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí" (21,7).
Dios da gratuitamente sus dones a quienes se han mantenido fieles en la fe,
pero no impone nunca estos dones a quienes han renegado de la fe. En
oposición a los ciudadanos de la nueva Jerusalén, vencedores del mal,
partícipes de la misma vida de Dios en cuanto hijos y herederos, Juan
presenta también a los excluidos de esta herencia. El texto enumera varias
formas de defección, como en un catálogo de culpas (Rm 1,29-31; Ga 5,19-21).
En primer lugar están los cobardes y los incrédulos, los que por temor se
han dejado arrebatar la palabra de Dios o los que por soberbia no le han
confesado ante los hombres. Las demás faltas se resumen al final en una
palabra: los mentirosos. Esta palabra les asocia como familiares al "padre
de la mentira" (Jn 8,44) y les lleva a seguir la suerte de su padre (20,14).
La vida eterna aparece en toda su grandeza en contraste con la amenaza de la
muerte eterna: "Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los
asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros
tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre: que es la muerte
segunda" (21,8).
EXTERIOR DE LA NUEVA JERUSALÉN
El estado feliz y perfecto del mundo y de la humanidad se nos propone en
tres cuadros de vivos colores: el aspecto exterior de la nueva Jerusalén
(21,5-21a), el interior de la ciudad (21,21b-27) y el nuevo paraíso terrenal
(22,1-5). Esta triple visión, última del Apocalipsis, es la más extensa y
detallada de todo el libro. Parece que Juan, extasiado en su contemplación,
no logra apartarse de este espléndido cuadro de paz, alegría y
bienaventuranza.
La visión, en su forma, repite la visión de Babilonia (17,1-6), pero el
contenido es exactamente lo opuesto. Las dos ciudades, Babilonia y la nueva
Jerusalén, se contraponen en todo. Aquí, como en la visión de Babilonia, es
uno de los siete ángeles de las copas el que comunica a Juan la visión de la
nueva Jerusalén. Allí la visión tenía lugar en el desierto, ahora se trata
de un monte alto, desde donde se le muestra al Vidente -como a Moisés la
tierra prometida (Dt 32,40)- el pleno cumplimiento de la promesa: la nueva
tierra prometida. Allí aparecía una prostituta montada a caballo sobre la
bestia, símbolo de la apostasía de Dios y de su Mesías; aquí se muestra la
esposa que el Cordero conduce a las bodas, símbolo de la íntima comunión de
vida entre Cristo y la Iglesia. Allí formaban el cortejo los condenados,
aquí los elegidos del Señor. La prostituta era símbolo "de la gran ciudad"
del Anticristo (17,18), aquí la esposa es comparada con la "santa ciudad de
Jerusalén" que desciende del cielo: "Entonces vino uno de los siete Angeles
que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló
diciendo: Ven, que te voy a enseñar a la Novia, a la Esposa del Cordero. Me
trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de
Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios" (21,9-10).
La imagen de la esposa se confunde con la de la ciudad, que Juan puede
admirar como habían hecho Ezequiel (Ez 40-48), Isaías (Is 60-66) y Zacarías
(Za 14). La vieja Jerusalén, en cuyo templo Dios se hacía presente para su
pueblo, se transfigura y se hace símbolo de la existencia gloriosa propia de
la humanidad redimida, a la que Dios se revela cara a cara, como es. La
gloria de Dios llena la ciudad. La gloria de Dios no sólo pasa por sus
puertas (Ez 44,2-5), sino que es su ámbito, su ser. El cielo es la
experiencia de la gloria de Dios. El diamante que refleja en mil colores la
luz del sol (4,3) es la imagen de esta gloria de Dios: "Y tenía la gloria de
Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe
cristalino" (21,11).
Lo mismo que a los peregrinos, al aproximarse a la ciudad santa, Jerusalén
se les muestra, desde lejos, como una fuerte defensa, coronada de murallas y
pináculos, con puertas imponentes, así la nueva Jerusalén se le muestra a
Juan que, emocionado, nos la describe. En primer lugar, las murallas le dan
la impresión de unidad compacta en su interior. La ciudad está bien segura,
cerrada totalmente hacia el exterior. Los cuatro puntos cardinales, símbolo
del cosmos, tienen respectivamente tres puertas. Sobre las doce puertas,
símbolo del cumplimiento de la historia de la salvación, están de guardia
doce ángeles (Is 62,6).
Sin embargo las murallas no tienen la finalidad de defender a sus habitantes
de los enemigos. La nueva Jerusalén es una ciudad de puertas abiertas
(21,25). Las puertas abiertas son una invitación a entrar en la gloria
espléndida que refulge desde lejos como una promesa. Son la invitación a
entrar a gozar de la bienaventuranza del encuentro con el Dios vivo: "Tenía
una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce
ángeles y nombres grabados, que son los de las doce tribus de los hijos de
Israel" (21,12).
Sobre cada puerta, como en la visión de Ezequiel (Ez 48,31-34), está escrito
el nombre de una de las doce tribus de Israel. Y sobre cada una de las
piedras fundamentales, que sostienen los muros, está escrito el nombre de
uno de los doce apóstoles de Cristo (Mt 10,2; Ef 2,20). Así se proclama la
unidad del pueblo de Dios, que abarca el antiguo y el nuevo Testamento. En
la nueva Jerusalén se han cumplido las promesas de salvación hechas a Israel
y heredadas por la Iglesia: "Al oriente tres puertas; al norte tres puertas;
al mediodía tres puertas; al occidente tres puertas. La muralla de la ciudad
se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles
del Cordero" (21,13-14).
Jesús había dicho a Pedro: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia" (Mt 16,18). El Apocalipsis amplía esta promesa de Cristo, haciendo
de los doce apóstoles fundamento de la Iglesia. Lo mismo dice Pablo a los
efesios: "Sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados
sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular Cristo
mismo" (Ef 2,19-20).
La grandiosidad de "la santa ciudad de Jerusalén" aparece en la repetición
del número en sus medidas. Se trata de una medida simbólica, hecha con una
caña "de oro", es decir, celeste. Pero, para dar una idea a los hombres de
la realidad celestial, el ángel usa unas medidas comunes entre los hombres.
La ciudad es cuadrangular; su altura es igual a su longitud: tiene, pues,
forma de cubo, como era el Santo de los Santos en el tabernáculo y, después,
en el templo (1R 6,19-20). El cuadrado y el cubo son imágenes de perfección
y de plenitud: "El que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para
medir la ciudad, sus puertas y su muralla. La ciudad es un cuadrado: su
largura es igual a su anchura. Midió la ciudad con la caña, y tenía 12.000
estadios. Su largura, anchura y altura son iguales. Midió luego su muralla,
y tenía 144 codos, con medida humana, que era la del ángel" (21,15-17). Dios
ofrece como meta de toda la creación la belleza y la armonía.
Presentada la ciudad en su aspecto general con sus medidas precisas, se nos
describe el material con que han sido erigidas la ciudad y sus murallas (Is
54,11s). La ciudad es de oro puro y sus murallas son de jaspe o de diamante,
como ya había cantado Tobías en su himno sobre Jerusalén: "Las puertas de
Jerusalén serán reconstruidas con zafiros y esmeraldas, y de piedras
preciosas sus murallas. Las torres de Jerusalén se construirán con oro, y
con oro puro sus baluartes. Las plazas de Jerusalén serán pavimentadas con
rubíes y piedras de Ofir" (Tb 13,17). Sólo lo más bello y preciado de la
tierra puede simbolizar de algún modo la gloria celestial. Juan, consciente
de la insuficiencia del símbolo, añade una característica que el oro no
posee: esplende puro como el vidrio puro: "El material de esta muralla es
jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro" (21,18).
De nuevo Juan presta una atención especial a las murallas. El material de
sus doce piedras fundamentales es particularmente precioso. Cada una está
formada de una gran piedra preciosa, cada una diversa de las otras. Quizás
el nombre antiguo de las piedras preciosas no coincide con el actual, por lo
que su color y simbolismo nos resultan oscuros. Pero, de todos modos, el
elenco de tantas piedras preciosas diversas nos da una idea de la
magnificencia y belleza con que el cielo aparece en la tierra: "Los asientos
de la muralla de la ciudad están adornados de toda clase de piedras
preciosas: el primer asiento es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero
de calcedonia, el cuarto de esmeralda, el quinto de sardónica, el sexto de
cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de
topacio, el décimo de crisoprasa, el undécimo de jacinto, el duodécimo de
amatista" (21,19-20).
Las doce piedras de que están compuestos los fundamentos evocan el pectoral
de oro del sumo sacerdote, adornado con doce piedras preciosas, sobre las
que estaba inscrito el nombre de las doce tribus de Israel (Ex 28,17-21;
39,10-13). Si las murallas son de jaspe, la ciudad de oro y los fundamentos
son piedras preciosas, las puertas son perlas. Cada puerta consta de una
única perla inmensa y valiosa (Mt 13,45-46): "Y las doce puertas son doce
perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla" (21,21a).
INTERIOR DE LA CIUDAD
La descripción pasa del exterior al interior de la ciudad. El centro de la
antigua Jerusalén lo constituía el templo. En la nueva Jerusalén no hay
templo. El templo es innecesario, pues Dios llena toda la ciudad con su
presencia: "toda la ciudad es el tabernáculo de Dios entre los hombres"
(21,3). El anuncio de Pablo se realiza en plenitud: "Nosotros somos el
templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en nosotros" (1Co 3,16). La
plaza de la ciudad, donde Dios pone su tienda entre nosotros, es de oro
puro, transparente, que refleja la luz como el cristal. Isaías había soñado
con términos semejantes la Jerusalén celeste: "Yo pongo sobre zafiros tus
fundamentos, haré de rubíes tus baluartes, tus puertas serán de piedras de
cuarzo y todo su perímetro de piedras preciosas" (Is 54,11-12).
El esplendor de la gloria de Dios, que irradia el Cordero, absorbe y hace
desaparecer toda luz terrena. El sol y la luna, creados por Dios para
iluminar la vieja tierra (Gn 1,15), ahora ya son superfluos, porque la luz
eterna de la presencia de Dios ilumina la nueva Jerusalén. También cesa su
segunda finalidad: separar el día de la noche (Gn 1,14). Ahora no existe la
noche. El día es eterno, porque el esplendor de Dios ni crece ni disminuye;
en Él no cabe tiniebla alguna (1Jn 1,5). El Cordero, que se había presentado
a los hombres como "la luz del mundo" (Jn 1,4s.9; 3,19; 8,12; 9,5; 12,45s),
ahora se manifiesta así claramente: "Y la plaza de la ciudad es de oro puro,
trasparente como el cristal. Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el
Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no
necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria
de Dios, y su lámpara es el Cordero" (21,21b-23).
La nueva Jerusalén se llena de luz y aparece como la había cantado Isaías:
"Álzate, resplandece, vístete de luz, porque llega tu luz y la gloria del
Señor amanece sobre ti. Las naciones caminarán a tu luz... El sol ya no será
tu luz de día, ni te iluminará la luna de noche. El Señor será tu luz
eterna, tu Dios será tu esplendor" (Is 60,1-3.19). Una luz eterna se
extiende sobre la ciudad que ya no conoce la oscuridad y tinieblas de la
noche (Za 14,7). El Cordero será para ella un Candelero viviente, que la
alumbrará eternamente.
Dado que en la nueva Jerusalén es siempre de día, sus puertas, que en la
Jerusalén vieja se cerraban de noche, permanecen siempre abiertas, para
acoger a los peregrinos que llegan de todas las naciones. Ya los profetas
habían anunciado la potente atracción de la espléndida belleza de Jerusalén
(Is 60,1-22); habían visto que los pueblos de la tierra llegarían a ella
desde todos los lugares, llevándola sus dones. Los pueblos se encaminan
hacia Jerusalén para poder caminar bajo la luz radiante de la ciudad de Dios
(Is 2,2-4; 60,3; Ag 2,6-9): "Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de
la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el
día porque allí no habrá noche y traerán a ella el esplendor y los tesoros
de las naciones. Nada profano entrará en ella, ni los que cometen
abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida
del Cordero" (21,24-27).
Toda la ciudad es morada de Dios, toda ella llena de su gloria y abierta a
todos los pueblos. Si en el templo antiguo ninguno podía entrar en el Sancta
sanctorum y el hombre y Dios estaban en dos mundos diversos, ahora todo está
abierto. Dios y el hombre viven en plena comunión. No sólo el sumo
Sacerdote, no sólo Moisés, sino todo el pueblo de Dios entra en el esplendor
de la gloria de Dios.
En la fiesta de las Tiendas Cristo había proclamado: "Yo soy la luz". Ahora
Dios se muestra como la luz que no termina en la noche, como luz eterna, que
alumbra a todos los hombres, que llegan a la ciudad de todos los ángulos de
la tierra.
NUEVO PARAÍSO TERRENAL
Desde la contemplación de la ciudad se pasa al cuadro del paraíso terrenal.
Con el descenso de la nueva Jerusalén, Dios da de nuevo a la humanidad el
paraíso perdido. Desde la historia de la salvación se pasa a la historia de
la creación. Con el paraíso comienza el primer libro de la Escritura,
narrando el comienzo de la historia de Dios en medio de la humanidad; con el
paraíso se concluye ahora el último libro. El comienzo y el cumplimiento
final se corresponden. La ciudad de Dios es la ciudad de la luz eterna y
también la ciudad de la vida eterna, que brota y se mantiene en el paraíso.
El manantial de la vida brota del trono de Dios y del Cordero. El agua y la
vida están íntimamente unidas; donde hay agua brota una vegetación
maravillosa; donde falta el agua, no hay vida, sólo desierto árido. La
fusión de la imagen del río del paraíso (Gn 2,10-14) con la promesa
profética de un manantial que brotará del templo en los últimos tiempos (Ez
47,1-12; Jn 4,18; 7,37; Za 14,8), simboliza la inagotable plenitud de vida
que Dios comunicará a su creación cuando, una vez redimida, la lleve al
cumplimiento final: "Luego me mostró el río de agua de vida, brillante como
el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero" (22,1).
También la imagen del árbol de la vida (2,7; 22,14.19) deriva del paraíso
terrenal, en cuyo centro había uno (Gn 2,9; 3,22). Juan, inspirado en
Ezequiel (Ez 47,7.22), contempla, más que un único árbol de vida, dos
hileras de árboles, que crecen en ambas márgenes del río. Son árboles
siempre verdes, que dan fruto constantemente. A los habitantes del nuevo
paraíso jamás les faltará el alimento de la inmortalidad. El valor curativo
de las hojas está tomado a la letra de Ezequiel (Ez 47,12). Aquí puede
significar que todos los pueblos que llegan serán sanados de sus
imperfecciones para gozar plenamente de la nueva vida. En efecto, las
enfermedades y la muerte, consecuencias de la maldición del pecado, no
hallan lugar en el paraíso de la vida (21,4): "En medio de la plaza, a una y
otra margen del río, hay árboles de vida, que dan fruto doce veces, una vez
cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles. Y no habrá ya
maldición alguna" (22,2-3a).
En el corazón de la santa ciudad, en medio de la plaza, está el trono de
Dios. Y todos podrán acercarse a él. Ya no habrá maldición alguna para quien
se acerque a Dios. No hay prohibición como en el paraíso (Gn 2,16-17), como
en el monte Sinaí (Ex 19,12) o como en el Santo de los Santos del templo,
donde sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año. Ahora Dios nos
espera sentado sobre su trono y, junto a Él, está el Cordero que nos
presenta al Padre como sus hermanos (Hb 2,12-13). Todos los fieles,
congregados en torno al trono de Dios, celebran la liturgia perfecta de
adoración y alabanza. "Los puros de corazón ven a Dios" (Mt 5,8). Rasgado el
velo, contemplamos a Dios cara a cara: "Ahora vemos como en un espejo, de
manera confusa. Entonces veremos cara a cara..." (1Co 13,12). "Entonces
seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es" (1Jn 3,2).
El gran deseo de Moisés de ver el rostro de Dios (Ex 33,18ss), que no podía
realizarse en la primera alianza, porque ningún hombre podía ver a Dios y
permanecer vivo (Ex 33,20), y la súplica de Felipe a Jesús: "¡Muéstranos al
Padre y eso nos basta!" (Jn 14,9), a la que Jesús había respondido: "Quien
me ha visto a mí, ha visto al Padre"..., finalmente son satisfechas: "Los
siervos de Dios verán su rostro y llevarán su nombre en la frente" (22,4).
El camino del hombre, la historia de la salvación llegan a su meta. Dios
cumple el deseo más íntimo del corazón humano: Dios se deja ver.
Las visiones sobre el futuro -"lo que sucederá" (1,19)- comenzaron con la
visión del trono (4,1-5,14) y terminan ahora ante "el trono de Dios y del
Cordero". El cielo de Dios y el mundo de los hombres eran dos realidades
distintas; ahora son una misma cosa. Los hombres, unidos a los coros
celestiales, están ante la faz de Dios, dispuestos a su servicio. Quienes
están ante el trono de Dios y del Cordero contemplan a Dios tal como Él es
(Mt 5,8; 1Co 12,12; 1Jn 3,2). En esto consiste su bienaventuranza. En la luz
de la gloria de Dios hallan la vida eterna. La comunión de vida con Dios, su
creador y redentor, les proporciona la plenitud de ser y vida: "El trono de
Dios y del Cordero estará en la ciudad y los siervos de Dios le darán culto.
Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no
tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios
los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (22,3b-5).
La glorificación del hombre se extiende a toda la creación de Dios. El nuevo
cielo y la nueva tierra (21,1) se hacen realidad cuando Dios se hace "todo
en todos" (1Co 15,28). Juan repite lo ya proclamado (21,23-25): la noche ya
no existe, la tiniebla, símbolo del mal, no cubrirá el cielo nuevo de
Jerusalén, el frío y el miedo no encogerán nunca más el corazón de los
fieles. Se realiza la profecía: "Aquel día no habrá frío ni hielo. Será un
día único; no sucederá la noche al día, pues al atardecer seguirá habiendo
luz" (Za 14,6-7). Es la luz que emana directamente de Dios, envolviendo y
revistiendo de gloria a todos sus siervos.