LAS DOS BESTIAS Y EL CORDERO: 13,1-14,5 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LAS DOS
BESTIAS Y EL CORDERO: 13,1-14,5
La segunda bestia: el profeta del Anticristo
El Cordero y los ciento cuarenta y cuatro mil
PRIMERA BESTIA: EL ANTICRISTO
Los tres cuadros de la precedente visión (12,1-17) nos han desvelado el
trasfondo de los acontecimientos que marcan la historia de la Iglesia en
este mundo. De este modo nos han preparado para asistir a la fase final, en
la que tendrá lugar la venida del Señor y el juicio final.
Ahora se abren dos escenas paralelas con dos bestias simbólicas, una marina
y otra terrestre. La primera, imagen de la persecución, desea arrastrar a
los cristianos a la apostasía; y la segunda busca lo mismo con la seducción.
La imagen de las dos bestias es una de las representaciones más terribles
del Apocalipsis. Por eso Juan coloca delante de ella la escena precedente,
para que en medio del horror no olvidemos de qué parte está la victoria. La
visión de la primera bestia y de su profeta hay que contemplarla a la luz de
la visión precedente con la victoria del Cordero y de la Mujer. Por muy
angustiosos que sean los momentos que le aguardan a la Iglesia hay que
verlos como desesperados intentos del adversario que se sabe ya vencido.
El Adversario en su desesperación intenta imitar la obra de Dios, pero al
revés. Si Dios ha mandado desde el cielo su Mesías para redimir a la
humanidad, Satanás suscita desde el mar, seno oscuro del mal (Sal 74,13), un
"redentor" que "libre" a los hombres de Dios. Esta negación del Mesías
divino, representada por el Anticristo y sus secuaces, provoca en el
interior de la historia del mundo una corriente contraria a la historia de
la salvación. La acción de Satanás acompaña como una sombra oscura la
actuación de la Iglesia a lo largo de toda su historia. Es el "dios de este
mundo" que se opone al Dios del cielo hasta la parusía gloriosa de Cristo.
El dragón actúa en el mundo a través de las dos bestias. La bestia que sube
desde el abismo del mar se encarna en el poder político. Y la otra bestia
que sale de la tierra es la filosofía, la ideología, el arte, la ciencia, la
técnica, armas, riquezas, todo lo que sirve a dar prestigio al poder, a su
glorificación, a darle una apariencia de grandeza, de divinidad.
Juan, en pie sobre la arena del mar (12,18), ve surgir de las hondas del mar
una bestia (13,1). El dragón, símbolo de Satanás (12,3), ya presentado como
monstruo marino que vomita aguas (12,15), suscita desde el mar, -desde el
caos primordial (Gn 1,1s; Sal 88,10-11; 2P 3,5s; Ap 21,1)- una criatura
colosal: "Y vi surgir del mar una Bestia que tenía diez cuernos y siete
cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas títulos blasfemos.
La Bestia que vi se parecía a un leopardo, con las patas como de oso, y las
fauces como fauces de león: y el Dragón le dio su poder y su trono y gran
poderío. Una de sus cabezas parecía herida de muerte, pero su llaga mortal
se le curó; entonces la tierra entera siguió maravillada a la Bestia"
(13,1-3).
Esta bestia posee una gran inteligencia (siete cabezas), gran poder (diez
cuernos) y un amplio dominio (diez diademas). Los nombres que lleva escritos
sobre sus cabezas la muestran como adversario declarado de Dios: son títulos
divinos con los que manifiesta su pretensión de ser Dios. En esta bestia se
concentran las cuatro fieras de la visión de Daniel (Dn 7,2-7), que
simbolizan cuatro potencias políticas (Dn 7,17-25); al describir la cuarta
fiera Daniel subraya su extraordinario poder (Dn 7,24), su actitud hostil a
Dios (Dn 7,25) y la oposición a los "santos" (Dn 7,21.25). Juan une en una
sola figura las cuatro de Daniel. Satanás le transfiere todo su poder, como
Dios Padre se lo ha dado al Mesías (Mt 28,18; Jn 17,2; 10,17s), pues Satanás
es señor de los reinos de este mundo y se los da a quien quiere (Mt 4,8-9;
Lc 4,5-6).
El poder de la bestia alcanza sus pretensiones entre los hombres, que la
reconocen como una divinidad. La aclamación "¿quién es semejante a la
bestia...?" es la expresión de la apoteosis del poder y del dragón que lo
detenta. Pero como el dragón pertenece a un mundo extraterrestre, queda
invisible y, por ello, los hombres adoran a la bestia, su imagen encarnada.
Se trata una vez más de la analogía entre Dios y Cristo, llamado "esplendor
de su gloria e impronta de su substancia" (Hb 1,3). A la fe en Cristo se
contrapone la fe en la bestia; y a la adoración de Dios y de su Ungido se
contrapone blasfemamente la adoración del diablo y de su enviado: "Y se
postraron ante el Dragón, porque había dado el poderío a la Bestia, y se
postraron ante la Bestia diciendo: ¿Quién como la Bestia? ¿Y quién puede
luchar contra ella?" (13,4).
La tierra cumple ante Satanás el acto de adoración reservado únicamente a
Dios: "Sólo al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto" (Lc 4,8). Con
estas palabras de la Escritura (Dt 6,13) Jesús ha rechazado la tentación de
Satanás que le pedía la adoración a cambio del poder y de la gloria de todos
los reinos de la tierra (Lc 4,5-7). Los hombres se dejan engañar, adoran a
la bestia y elevan un canto blasfemo opuesto al del Éxodo: "¿Quién es
semejante a ti entre los dioses, oh Señor?" (Ex 15,11). El Mesías se ha
presentado como Cordero y la Iglesia adora al Cordero inmolado, que se
ofrece como víctima. El mundo, en cambio, adora y da culto al poder, que
crea víctimas con su dominio.
La bestia se sirve en su actividad de la boca (13,5), que "le es dada". Esta
expresión, ya usada otras veces (6,2.4.8.11; 7,2...), tiene siempre a Dios
como sujeto. Aunque la criatura actúe contra su Creador, depende siempre de
Él. Su poder es, por tanto, limitado, por muy grande que parezca. En
realidad lo que hace la bestia es hablar, blasfemando contra Dios y sus
santos. Los nombres blasfemos, que lleva escritos en sus cabezas, le salen
ahora por la boca. Por la boca sale lo que se lleva en el corazón: "Y ella
abrió su boca para blasfemar contra Dios: para blasfemar de su nombre y de
su morada y de los que moran en el cielo" (13,6).
A las palabras siguen sus acciones contra los seguidores de Cristo. Y se le
concede a la bestia un aparente triunfo. En su guerra contra los fieles
logra llevarles a la muerte. Pero la muerte de los cristianos, como la de
Cristo, es un paso a la vida y a la gloria. Con la sangre derramada su
nombre es escrito en el libro de la vida, para no ser nunca cancelado: "Se
le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío
sobre toda raza, pueblo, lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes
de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en
el libro de la vida del Cordero degollado" (13,7-8).
La humanidad se divide en dos frentes: "los habitantes de la tierra" y los
"elegidos", "cuyos nombres están escritos en el libro de la vida". Los
hombre terrenosse someten a la bestia. Los "santos", en cambio, no doblan
ante ella sus rodillas, aunque se les amenace con la muerte. No hay
posibilidad de unir a unos y otros, sus caminos van en dirección opuesta.
Como Jeremías (Jr 15,2; 43,11), Juan, como llamada a la fidelidad y a la
vigilancia, formula abiertamente esta división: "El que tenga oídos, oiga.
El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a
espada ha de morir. Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos"
(13,9-10).
LA SEGUNDA BESTIA: EL PROFETA DEL ANTICRISTO
La segunda bestia surge de la tierra y parece inocua con su figura de
cordero inocente. Pero los cuernos ya muestran su parentesco con la primera
bestia, a la que sirve como profeta. Y es su hablar lo que desmiente su
apariencia pacífica. Usa el lenguaje del dragón (13,11). Y más tarde se dice
expresamente que es su "falso profeta" (16,13; 19,20; 20,10). Se muestra,
por lo demás, como un típico profeta de mentira, de los que previene el
Señor: "Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados
de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces" (Mt 7,15). Y el cuarto
evangelio dice que en el diablo "no hay verdad y cuando dice la mentira,
dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira"
(Jn 8,44).
La misión de esta bestia es mostrar al mundo la primera, revelar su ser y su
potencia, imitando el misterio cristiano. Como el Espíritu Santo habla de
Cristo, así la segunda bestia revela a la primera (13,12). El dragón y las
dos bestias forman una "trinidad satánica". Se da también un paralelismo
entre las dos bestias y los dos testigos del Codero. La figura del "falso
profeta" asume igualmente rasgos sacerdotales, tratando de conducir a la
humanidad a dar culto al Anticristo. Para suscitar la fe en el Anticristo
realiza prodigios y milagros (13,13-14). Llega a reproducir el prodigio con
el que Elías se acreditó como profeta del verdadero Dios (1R 18,38). Con
estos prodigios seduce a muchos. También Pablo había advertido a la Iglesia
de Tesalónica de este peligro de seducción de parte del "Impío, sostenido
por Satanás" (2Ts 2,8-12).
Suscitada la fe en el Anticristo, la segunda bestia lleva a "los habitantes
de la tierra" a tributarle el culto correspondiente, quemando incienso en su
honor. Quien se niega a tributar este culto, pronuncia su sentencia de
muerte. Es la experiencia de los cristianos que se niegan a adorar la efigie
del Emperador en todas las persecuciones. Es la experiencia de quienes no se
doblegan al poder en todos los tiempos de la historia humana: "Se le
concedió infundir el aliento a la imagen de la Bestia, de suerte que pudiera
incluso hablar la imagen de la Bestia y hacer que fueran exterminados
cuantos no adoraran la imagen de la Bestia" (13,15).
Si los elegidos de Dios llevan en su frente el sello de Dios (7,2-4; 14,1;
22,4), también la bestia marca a sus seguidores con un signo distintivo: "Y
hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se
hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar
nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con
la cifra de su nombre" (13,16-17). Es amarga esta procesión de los marcados
con el sello de la bestia, que incluye pequeños y grandes, ricos y pobres,
libres y esclavos. Al ser marcados en la frente y en la mano reciben una
especie de bautismo demoniaco, que les hace esclavos del mal.
La marca de pertenencia lleva gravados algunos rasgos simbólicos de la
bestia, como su nombre y su cifra. Sobre el número de la bestia se han
escrito innumerables comentarios. Normalmente se afirma que, siendo el 7 el
número de la perfección, la agrupación de tres 6 (666) da como resultado el
culmen de la imperfección. También se le puede ver como un múltiplo de 6,
que es la mitad de 12, el otro número perfecto. El 6, mitad de 12, nos da
igualmente el sentido de imperfección. La ciencia que da un valor a cada
número ha visto en esta cifra, sobre todo, el nombre de Nerón. Con cierta
ironía San Agustín nos recomienda no buscar demasiado el nombre escondido
bajo el número 666, pues en el mejor de los casos terminaremos
encontrándonos con nuestro propio nombre.
EL CORDERO Y LOS CIENTO CUARENTA Y CUATRO MIL
Ya hemos visto que en el templo se trazaba un ámbito inaccesible a las
potencias infernales (11,7). Esta imagen aparece de nuevo después de la
revelación del Anticristo. Es la respuesta a la pregunta angustiosa que
surge ante la descripción (13,1-18) de la aniquiladora guerra de los poderes
infernales: ¿Quedará aún sobre la tierra algo de la Iglesia de Dios? O con
palabras del evangelio: "Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará la fe
sobre la tierra?" (Lc 18,8). La respuesta está en el cuadro de los elegidos,
que están seguros, porque los defiende el Codero, que está en medio de
ellos. Es el cuadro de esperanza que contempla ahora Juan: "Seguí mirando, y
había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con Él 144.000,
que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su
Padre" (14,1).
Frente a la acción potente de las dos bestias, Juan contempla al Cordero,
degollado, pero en pie, resucitado. Es Él y no las bestias el Señor y juez
de la historia. El es quien lleva la salvación a Jerusalén. La escena
descrita se desarrolla en la tierra, en el monte Sión, sobre el que estaba
el templo de Jerusalén (11,1). Ya los profetas habían anunciado que el monte
Sión sería un refugio para la comunidad de los últimos tiempos: "Todos los
que invoquen el nombre de Yahveh se salvarán, porque en el monte Sión y en
Jerusalén se congregarán los rescatados" (Jl 3,5; 4,17). La Apocalíptica
judía ha visto en el monte Sión el lugar donde aparecerá el Mesías para
salvar a sus fieles y juzgar a sus enemigos (4Esd 13,35-40; 5Esd 2,42-47).
Sobre el monte Sión Dios llevará a cumplimiento su reinado definitivo (Is
24,23; Sal 2,6; 110,2s).
En el monte Sión aparece, vencedor, el Cordero, rodeado de los elegidos.
Como signo de que le pertenecen llevan en la frente su nombre, junto con el
nombre de Dios. Sión se convierte en el punto de convergencia de toda la
comunidad redimida por la sangre del Cordero. Sobre las pendientes de la
colina suben en procesión los elegidos, los justos, los mártires. En
oposición a la procesión de los secuaces de la bestia, el pueblo de Dios,
como si saliera de las catacumbas para testimoniar su fe, se encamina hacia
la cima del monte Sión, guiado por la luz radiante de la pascua del Cordero,
degollado y resucitado. Pueden caminar al descubierto, sin miedo a la
bestia, porque llevan en su frente el nombre del Señor, que vence la muerte
y el mal.
Juan ve esta escena sobre la tierra, pero también oye una voz del cielo.
Gracias al Cordero, que vive en la tierra en medio de los suyos, los
elegidos escuchan y participan del "canto nuevo" (Is 42,10; Sal 96,1) con
que los salvados celebran la salvación (Ez 1,24; Sal 29). Es el himno de la
liturgia perfecta y eterna. Es el canto de victoria por el triunfo final del
Cordero: "Y oí un ruido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas
o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que
tocaran sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del trono y delante de
los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podía aprender el cántico,
fuera de los 144.000 rescatados de la tierra" (14,2-3).
Los elegidos, que han entregado toda su persona y su vida al Cordero,
celebran la victoria de la salvación y acompañan continuamente al Cordero.
Resuenan aquí las palabras de Cristo y del apóstol Pablo sobre la virginidad
para dedicarse a Cristo con corazón indiviso (Mt 19,12; 1Co 7,32-34; 2Co
11,2). Pero el número de los elegidos no se reduce a los célibes. Como
tantas otras expresiones del Apocalipsis la palabra "virgen" tiene un valor
simbólico y se refiere a todo el pueblo de Dios, que no se ha manchado con
el adulterio de la idolatría (Os 2,14-21; Jr 2,2-6). La carta a los Hebreos
describe así esta asamblea de elegidos: "Vosotros os habéis acercado al
monte Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miriadas de
ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en
los cielos y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos
llegados ya a la perfección, y a Jesús, mediador de una nueva alianza, y a
la aspersión purificadora de una sangre que habla más fuerte que la de Abel"
(Hb 12,22-24).
Se trata de toda la Iglesia, "esposa virginal" del Cordero (19,7; 21,2.9;
22,17). Pablo habla de la Iglesia como de "la casta virgen que ha desposado
con Cristo, como único esposo" (2Co 11,2). Lo dice también Pedro: "Habéis
sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con
algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin
mancha, Cristo" (1P 1,18-19). Y con Pablo y Pedro lo afirma el Apocalipsis:
"Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes. Estos
siguen al Cordero a dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los
hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se
encontró mentira: no tienen tacha" (14,4-5).
Los elegidos aparecen como primicias ofrecidas en el santuario de Dios. Como
ofrenda de suave olor deben estar sin defecto (Ex 12,5; Lv 23,12s), "sin
tacha ni mancilla" (1P 1,19), es decir, sin nada en común con "el padre de
la mentira" (Jn 8,44). El Padre "nos ha engendrado con la palabra de la
verdad para que fuésemos las primicias de sus criaturas" (St 118). La
comunidad de los santos, totalmente consagrada al Señor, vive ya en el reino
de Dios. Rescatados con la sangre del Cordero sin mancha, viven unidos al
Señor, que está en medio de ellos como pastor y salvador. Estando aún en el
mundo, actuando en el mundo y sufriendo sus persecuciones, no pertenecen "al
dios de este mundo" (2Co 4,4), sino que, "rescatados de la tierra", siguen
al Cordero a dondequiera que va.
Los dos ejércitos han sido descritos. Ahora puede empezar el combate
definitivo. A la "pequeña grey" (12,32) se le ha prometido la incolumidad.