LAS SIETE TROMPETAS: 8,1-11,19 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LAS SIETE
TROMPETAS: 8,1-11,19
El incensario de oro
Las cuatro primeras trompetas
Quinta y sexta trompeta
El libro abierto
Los dos testigos
Séptima trompeta
EL INCENSARIO DE ORO
Antes de que se desencadenen los flagelos que devastarán el mundo impío,
Juan anota: "Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en
el cielo durante media hora" (8,1). ¿Por qué este silencio? En la tradición
profética este silencio anuncia una teofanía, una intervención estrepitosa
de Dios (Ab 2,20; Za 2,17): "Silencio ante el Señor Yahveh, porque el día de
Yahveh está cerca" (So 1,7). Las trompetas anuncian, pues, la irrupción de
los últimos tiempos en el mundo y en la historia de la humanidad (Gl 2,1; So
1,16; 1T 4,16).
La visión de las trompetas, como la de los sellos, comienza con una
celebración litúrgica en el templo del cielo, semejante a la liturgia del
templo de Jerusalén. Los sacerdotes encargados del sacrificio del incienso
tomaban las ascuas ardientes del altar de los sacrificios y, en vasos de
oro, las llevaban al altar de los perfumes, echando después sobre ellas los
granos de incienso. Mientras se realizaban estos ritos, otros sacerdotes
tocaban las trompetas, con las que invitaban al pueblo a unirse a la
celebración, adorando a Dios (Ex 30,1-10). El humo que sube a Dios es
símbolo de la oración del pueblo: "Como incienso suba a ti mi oración, mis
manos alzadas, como ofrenda de la tarde" (Sal 141,2).
En la liturgia del cielo los ángeles sustituyen a los sacerdotes: "se dan
los instrumentos a los ángeles que están en la presencia de Dios" (Tb
12,15). La apocalíptica judía a los ángeles que ejercen como centinelas y
están situados cerca del trono de Dios les llama "ángeles del rostro" (Is
63,9) o "angeles de la presencia" o también "arcángeles" (Tres de estos
ángeles tienen en la Biblia un nombre propio: Miguel (Dn 10,13.21; Judas 9;
Ap 12,7), Gabriel (Dn 8,16ss; 9,21ss, Lc 1,19.26) y Rafael Tb 3,17; 12,15).
Siete de estos ángeles que están en la presencia de Dios "reciben siete
trompetas" (8,2). La trompeta, según la Escritura, sirve para anunciar los
acontecimientos escatológicos (Mt 24,31; 1Co 15,52; 1Ts 4,16).
Estamos en la media hora de silencio. Antes de que los siete ángeles
comiencen a sonar las trompetas, otro ángel se acerca al altar para incensar
las oraciones de los santos: "Otro ángel vino y se puso junto al altar con
un incensario de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, con las
oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado
delante del trono. Y por mano del ángel subió delante de Dios la humareda de
los perfumes con las oraciones de los santos. Y el ángel tomó el incensario
y lo llenó con brasas del altar y las arrojó sobre la tierra. Entonces hubo
truenos, fragor, relámpagos y temblor de tierra" (8,3-5).
Las copas de oro de la liturgia "están llenas de perfumes, que son las
plegarias de los santos" (5,8). La nube perfumada del incienso con la
oración de los fieles se eleva hacia Dios. Los ángeles hacen suya la oración
que sube desde la tierra y la presentan ante Dios (Tb 12,12). Dios acoge
como aroma agradable estas plegarias de los fieles, hechas en comunión con
Cristo y sostenidas por el Espíritu Santo, a quien Pablo atribuye lo que el
Apocalipsis dice de los ángeles: "De igual manera el Espíritu viene en ayuda
de nuestra flaqueza: pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el
mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su
intercesión a favor de los santos es según Dios" (Rm 8,26-27).
La oración de la tierra se une a la plegaria del cielo. La oración de los
cristianos, los santos de la tierra, se une a la de los santos del cielo,
formando una única plegaria. La "gran nube de testigos" (Hb 12,1) que forman
los santos de la Antigua y de la Nueva Alianza, que nos han precedido en el
camino de la fe, constituye "la asamblea solemne de los primogénitos
inscritos en el cielo" (Hb 12,23) a la que se unen los cristianos que aún
están en la tierra (Hb 12, 22).
En el cuadro de silencio y paz, de repente irrumpe una acción sorprendente.
Con las ascuas ardientes del altar el ángel llena el incensario y lo arroja
sobre la tierra (Ez 10,2). Juan no nos ha dado ninguna explicación de esta
acción simbólica. Nos muestra sólo sus efectos. Al silencio y alabanza de la
liturgia celeste siguen una manifestación clamorosa de "truenos, fragor,
relámpagos y temblor de tierra" (8,5). Dios irrumpe en la historia para
cancelar el mal y sus consecuencias. Dios actúa en la historia, hiere y
sana, castiga y salva. Roto el silencio celeste, "los siete Angeles de las
siete trompetas se dispusieron a tocar" (8,6).
LAS CUATRO PRIMERAS TROMPETAS
Como en la visión de los sellos, también las cuatro primeras trompetas
forman una unidad. Las cuatro primeras plagas no golpean directamente al
hombre, sino sólo su ambiente vital, como los correspondientes cuatro
primeros sellos. Conviene recordar aquí que la descripción de cada una de
las catástrofes, inspiradas en las plagas de Egipto (Ex 7,14-11,10) y en la
destrucción de Sodoma, es una descripción simbólica y no realística ni
cronológica. Tampoco nos hallamos aún en la narración del final de la
historia, a pesar de las apariencias. Cada plaga se limita a un tercio del
ambiente al que afecta. Con esta limitación las plagas son una amenaza y, al
mismo tiempo, una llamada a la conversión. Aún queda un tiempo de gracia
para la conversión de vida.
Las desgracias que se desprenden al toque de cada trompeta tienen una
correspondencia con las plagas de Egipto. En Egipto, como aquí, a la
intervención de Dios precede el grito, el gemido de los hijos de Israel,
oprimidos por la dura esclavitud: "Los israelitas gemían y se lamentaban de
su servidumbre y su grito subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó
de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 2,23-24). Escuchada la oración
de Israel, Dios interviene. Dios escucha el grito de los afligidos que
claman a Él (Dt 24,25; Si 35,13; Lc 18,7-8; St 5,4-5). Es lo que ahora nos
presenta Juan con el septenario de las trompetas.
La primera trompeta anuncia las desgracias de la tierra firme. El fuego
abrasa campos, bosques y prados: "Tocó el primero... Hubo entonces pedrisco
y fuego mezclados con sangre, que fueron arrojados sobre la tierra: la
tercera parte de la tierra quedó abrasada, la tercera parte de los árboles
quedó abrasada, toda hierba verde quedó abrasada" (8,7).
El primer ángel con su toque de trompeta introduce una plaga semejante a la
séptima que asoló la tierra de Egipto con sus granizos y relámpagos (Ex
9,23-25). Estas imágenes dramáticas tienen como finalidad escenificar el
juicio divino sobre la historia humana. Pero aún no se trata del juicio
final y definitivo. De hecho afecta sólo a un tercio de la tierra, una
medida simbólica, que indica parcialidad y limitación. Es una sacudida de la
tierra controlada por Dios, que no busca destruir la creación, sino corregir
a los hombres.
Al segundo sonido de la trompeta es golpeado el mar, en el que cae una
montaña de fuego, destruyendo una tercera parte de los peces: "Tocó el
segundo ángel... Entonces fue arrojado al mar algo como una enorme montaña
ardiendo, y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Pereció la
tercera parte de las criaturas del mar que tienen vida, y la tercera parte
de las naves fue destruida" (8,8-9). El mar que se transforma parcialmente
en sangre nos recuerda la primera plaga de Egipto, en la que las aguas del
Nilo su convierten en sangre (Ex 7,20-21). En la primera trompeta se golpea
la tierra, en la segunda toca al mar. Toda la creación participa de la
condenación y del juicio, como participará también de la liberación (Rm
8,20-21).
Al toque de la tercera trompeta sucede algo extraordinario. Una estrella
incandescente, como un meteorito, cae del cielo a la tierra, envenenando un
tercio de las aguas dulces, es decir, de las aguas potables: "Tocó el tercer
ángel... Entonces cayó del cielo una estrella grande, ardiendo como una
antorcha. Cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre los manantiales de
agua. La estrella se llama Ajenjo. La tercera parte de las aguas se
convirtió en ajenjo, y mucha gente murió por las aguas, que se habían vuelto
amargas" (8,10-11). La estrella recibe el nombre de Ajenjo, un término que
indica un licor amargo (Jr 9,14-16; 23,15; Lm 3,15) y que puede ser sinónimo
de veneno. Aquí se alude al episodio de "las aguas amargas" que los
israelitas encontraron en el desierto durante su camino hacia la tierra
prometida (Ex 15,23-26). Como en los casos precedentes la desgracia afecta
sólo a un tercio de las aguas dulces. Se trata, por tanto, de una
intervención divina que anuncia el juicio, pero que da un tiempo para la
conversión.
Algunos comentaristas del Apocalipsis ven en la caída de esta estrella el
símbolo de la caída de los ángeles rebeldes a Dios. Jesús alude a esta caída
cuando dice a sus discípulos: "Yo veía a Satanás caer como un rayo" (Lc
10,18). También en la elegía satírica sobre el rey de Babilonia, el profeta
Isaías canta la caída de este soberano desde el cielo al abismo. El título
de este rey era "Lucero de la mañana" o "Lucifer" (Is 14,11-12).
La cuarta trompeta nos hace dirigir la mirada desde la tierra y las aguas al
cielo y a los aires. La cuarta plaga limita aún más la vida sobre la tierra.
La luz, sin la que nada crece ni madura, disminuye en una tercera parte. Las
fuentes de la luz se oscurecen, perdiendo una tercera parte de su
luminosidad: "Tocó el cuarto ángel... Entonces fue herida la tercera parte
del sol, la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas;
quedó en sombra la tercera parte de ellos; el día perdió una tercera parte
de su claridad y lo mismo la noche" (8,12). La novena plaga de Egipto
consistió en el oscurecimiento del sol y de los astros (Ex 10,21-23). Ahora
la desgracia toca al sol, la luna y las estrellas. Es una imagen que se
repite en la literatura apocalíptica (Jl 2,10; 3,15; Am 8,9; Mt 24,29). Pero
las tinieblas no reinan aún sobre toda la tierra, la luz sólo disminuye en
un tercio. Estamos, pues, ante un anuncio del juicio divino, aún no en el
juicio. Todavía Dios, en su paciencia, ofrece un tiempo de conversión.
QUINTA Y SEXTA TROMPETA
A las tres últimas trompetas, que anuncian plagas que hieren directamente al
hombre, les precede un grito de águila que, desde lo alto del cielo,
contempla la tierra y deja oír su lamento: "Y seguí viendo: Oí un Águila que
volaba por lo alto del cielo y decía con fuerte voz: ¡Ay, ay, ay de los
habitantes de la tierra, cuando suenen las voces que quedan de las trompetas
de los tres ángeles que van a tocar!" (8,13).
La aparición del águila puede tener un significado positivo, como una
palabra de Dios que amonesta a los hombres, deseando evitarles las plagas de
las últimas trompetas. En el Éxodo Dios es representado bajo la imagen del
águila que protege a sus polluelos, llevándoles sobre sus alas (Ex 19,4; Dt
32,11).
Las plagas que restan superan toda capacidad natural, son plagas
sobrenaturales, no provienen del espacio cósmico, sino del reino del
demonio. Con estos azotes entran en escena las potencias que se oponen a
Dios con todo su ser. La mentira y el odio caracterizan sus actos. Sin
embargo también aquí se encuentra la forma pasiva del verbo "les fue dado"
que tiene siempre a Dios como sujeto.
Dependiendo su acción de cuanto Dios les permite hacer, su poder está
limitado y, en realidad, todo cuanto hacen está encaminado a conducir al
hombre sobre el recto camino, es gracia que llama al hombre a conversión.
Al sonido de la quinta trompeta, una estrella cae del cielo a la tierra. Una
estrella caída es símbolo de un ángel caído (9,1; 12,9; Lc 10,18). La caída
del ángel desencadena las tinieblas del infierno sobre la tierra (Jdt 6,2;
2P 2,4), en concreto, sobre el hombre: "Tocó el quinto ángel... Entonces vi
una estrella que había caído del cielo a la tierra. Se le dio la llave del
pozo del Abismo. Abrió el pozo del Abismo y subió del pozo una humareda como
la de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron con la humareda
del pozo" (9,1-2).
Del humo surgen imágenes demoniacas, que se difunden sobre la tierra. Las
imágenes con que describe el Apocalipsis estas acciones del diablo están
tomadas de la octava plaga de Egipto (Ex 10,12-15), de la invasión de
saltamontes del profeta Joel (Jl 1-2) y de la destrucción de Sodoma (Gn
19,28). Pero estos animales, al contrario de los saltamontes que atacan a
las plantas, son como escorpiones, que atacan a los hombres, si bien sólo a
los que no llevan en la frente la marca del Cordero. El infierno no tiene
ningún poder sobre los elegidos de Dios: "De la humareda salieron langostas
sobre la tierra, y se les dio un poder como el que tienen los escorpiones de
la tierra. Se les dijo que no causaran daño a la hierba de la tierra, ni a
nada verde, ni a ningún árbol; sólo a los hombres que no llevaran en la
frente el sello de Dios" (9,3-4).
Dios impone a los demonios un tríplice límite: en el tiempo, sólo pueden
atormentar al hombre durante cinco meses; no a todos los hombres, sino sólo
a los que no llevan en la frente el sello divino de la fe y de la salvación
(7,2-4) ; y no les pueden matar, sino sólo atormentarles: "Se les dio poder,
no para matarlos, sino para atormentarlos durante cinco meses. El tormento
que producen es como el del escorpión cuando pica a alguien. En aquellos
días, buscarán los hombres la muerte y no la encontrarán; desearán morir y
la muerte huirá de ellos" (9,5-6).
La descripción del tormento terrible de esta quinta plaga (9,7-12) está
modelada sobre algunos textos bíblicos (Os 10,8; Lc 23,30) que meten en
escena a "quienes esperan la muerte y ésta no llega, aunque la busquen con
más ansia que un tesoro" (Jb 3,21). El profeta Amós usa la misma expresión
para hablar de otro deseo muy diferente: el de la Palabra de Dios (Am
8,11-12). Aquí, en cambio, se trata de la desesperación de quien siente
náusea y vergüenza de una vida sobre la que incumbe el juicio de Dios y sólo
le queda la esperanza de la muerte, que no llega.
La narración de la quinta trompeta termina con la descripción externa de los
demonios. Se trata de seres monstruosos, mezcla de saltamontes, caballos de
guerra, leones, escorpiones, aves y algo hasta de hombre. La coraza muestra
su dureza indomable, sus cabellos y zarpas de león expresan su salvajismo,
su aguijón simboliza la perfidia, etc... Todo ello es símbolo de su maldad
encaminada a hacer daño al hombre, como forma de oponerse a Dios.
Al frente de esta armada monstruosa, como su rey, está "el ángel del abismo"
(9,11), que lleva un nombre infernal, expresado en hebreo y en griego, las
dos lenguas bíblicas. En hebreo es Abaddón, que significa destrucción. Cinco
veces aparece en el Antiguo Testamento para designar el infierno, el reino
de los muertos (Jb 26,6). En griego es Apolíon, que significa destructor y
se asemeja, por tanto, al ángel exterminador de los primogénitos de Egipto
(Ex 12,23). Este ángel de la muerte nos recuerda cuanto leemos en el libro
de la Sabiduría: "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la
experimentan sus secuaces" (Sb 2,24). Sin embargo nunca se debe olvidar que
el triunfo del mal es limitado en el tiempo y en el espacio.
Hay un crescendo en el castigo que se abate contra la tierra. La plaga de
los saltamontes dura un tiempo limitado y sólo puede herir a la humanidad,
sin causar la muerte. Pero como, a pesar de todos estos castigos, la
humanidad no se convierte y sigue dando culto a los ídolos, ahora el
ejército devastador de la sexta trompeta se ve obligado a golpear duramente.
Los hombres caen bajo la ira de Dios, según lo que también escribe Pablo a
los romanos: "La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia... Dios
los entregó a las apetencias de su corazón" (Rm 1,18-24)
La sexta trompeta tiene efectos demoníacos muy parecidos a los de la quinta,
pero aumentados en intensidad y extensión. Comienza reconociendo que todas
estas manifestaciones, aunque son realizadas por el Adversario, tienen
detrás a Dios, que se sirve del demonio para llevar a cabo su designio de
salvación. La visión se abre con una voz que parte del altar de oro que está
delante de Dios, en el que un ángel había puesto el incienso y las oraciones
de los santos (8,3s): "Tocó el sexto ángel... Entonces oí una voz que salía
de los cuatro cuernos del altar de oro que está delante de Dios; y decía al
sexto ángel que tenía la trompeta: Suelta a los cuatro ángeles atados junto
al gran río Éufrates. Y fueron soltados los cuatro ángeles que estaban
preparados para la hora, el día, el mes y el año, para matar a la tercera
parte de los hombres. El número de su tropa de caballería era de doscientos
millones; pude oír su número" (9,13-16).
El territorio del Éufrates era el horno de las invasiones de Palestina y del
pueblo de Dios, de modo que Babilonia se convirtió para Israel en el símbolo
de la hostilidad a Dios. Su mención ya hace temblar. De allí parte un
ejército sobrehumano, incontable (veinte mil veces diez mil). La descripción
de los caballos y de sus jinetes los pinta como fuerzas demoníacas, que
vomitan instrumentos de destrucción (Jb 41,11-13). Como las langostas de la
escena precedente, el aspecto de estos caballos y jinetes es monstruoso, con
sus corazas resistentes e incendiarias, sus cabezas de león feroz, colas
venenosas y bocas que vomitan fuego, humo y azufre. Quizás con estas bocas
infernales se quiere evocar su palabra perversa, semejante al humo que
asfixia: "Así vi en la visión los caballos y a los que los montaban: tenían
corazas de color de fuego, de jacinto y de azufre; las cabezas de los
caballos como cabezas de león y de sus bocas salía fuego y humo y azufre. Y
fue exterminada la tercera parte de los hombres por estas tres plagas: por
el fuego, el humo y el azufre que salían de sus bocas. Porque el poder de
los caballos está en su boca y en sus colas; pues sus colas, semejantes a
serpientes, tienen cabezas y con ellas causan daño" (9,17-19).
Estos ángeles de destrucción han estado hasta ahora encadenados. Desde este
momento Dios les deja libres de irrumpir como riada que arrastra consigo
todo lo que encuentra en su cauce. Pero estos instrumentos de destrucción no
son autónomos, son agentes al servicio del juicio de Dios y se desencadenan
sólo sobre una tercera parte de la humanidad y en un arco de tiempo
circunscrito a una hora, día, mes y año fijado de antemano. La hora de las
tinieblas no es infinita, sino que forma parte de un proyecto divino bien
planificado.
El cuadro termina con una afirmación tremenda: todos los medios que Dios
usa, sacudiendo el cielo y la tierra, para llamar a los hombres a
conversión, son un fracaso. La humanidad se comporta como los egipcios, que
se obstinaban cada vez más después de cada plaga: "Pero los demás hombres,
los no exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus
manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata,
de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni caminar. No se
convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones
ni de sus rapiñas" (9,20-21).
El texto ofrece el elenco de inmoralidades que los hombres practican:
idolatría, asesinatos, hechicerías, fornicaciones y robos. Como pecado
capital presenta la idolatría igual que otros textos bíblicos (Sal 115,4-7;
Dn 5,23). Pablo denuncia la corrupción profunda de la humanidad recurriendo
a semejantes elencos de vicios (Rm 1,29-31; Ga 5,19-21; 1Co 6,9-10; Ef
5,3-5).
El hombre no se convierte "de la obra de sus manos" a Dios creador de todas
las cosas. De un modo particular el hombre de la civilización técnica se
queda prisionero en sí mismo, extasiado ante la obra de sus manos. Para
quien ha perdido a Dios sólo le queda la posibilidad de plegarse sobre sí
mismo, destruyéndose y destruyendo a los demás, junto con la creación misma.
Fe y moral se complementan como incredulidad e inmoralidad (Rm 1,23-32). El
ídolo es nada y vanidad, pero tiene la fuerza de hacer igual a sí a quienes
le sirven (Os 9,10;Jr 2,5).
EL LIBRO ABIERTO
Después de tantas visiones de destrucción el horizonte se abre a la luz.
Tras las seis primeras trompetas la narración se queda en suspenso. Cuando
se espera el toque de la séptima, Juan se interrumpe y, antes de hacerla
resonar, nos ofrece un interludio radiante de esperanza. Aparece un ángel
envuelto en la luz divina. El arco iris, signo del final del diluvio y del
comienzo de la paz y de la alianza entre el Creador y la creación entera (Gn
9), ciñe al ángel como una diadema. Las nubes de la tormenta se abren y
dejan pasar los rayos de la luz divina.
La visión de las trompetas nos ha mostrado que Dios está presente en medio
de las calamidades, llevando a cumplimiento su plan de salvación. Juan desea
una vez más hacerlo explícito con la visión del pequeño libro y la de los
dos testigos. Como después de la visión del sexto sello, también después de
la sexta trompeta, la narración se interrumpe para encender la esperanza de
los fieles, invitándoles a confiar en la presencia de Dios en medio de
ellos.
Aquí, en el centro del Apocalipsis, nos encontramos con una segunda llamada
de Juan. El lugar es el mismo de la primera vocación: Patmos. A Juan se le
aparece un ángel de dimensiones inmensas. Juan le ve con un pie en tierra
firme y otro en el mar. Su estatura alcanza a las nubes, que circundan su
cuerpo como un vestido (Sal 104,3). Su rostro, semejante al sol, irradia
esplendor. La narración de esta aparición del ángel está hecha con los
símbolos que en la primera vocación de Juan (1,9) acompañaban al Hijo del
Hombre. El esplendor de esta gloria celestial muestra que el ángel es un
enviado de Dios y del Cordero.
Sin embargo el ángel no ocupa el centro de la escena. Todo su esplendor no
es más que el marco del pequeño libro abierto, que el ángel tiene en su mano
derecha: "Vi también a otro ángel poderoso, que bajaba del cielo envuelto en
una nube, con el arco iris sobre su cabeza, su rostro como el sol y sus
piernas como columnas de fuego. En su mano tenía un librito abierto. Puso el
pie derecho sobre el mar y izquierdo sobre la tierra, y gritó con fuerte
voz, como ruge el león. Y cuando gritó, siete truenos hicieron oír su
fragor" (10,1-3).
Se dice expresamente que el libro es pequeño. Con esto nos da a entender que
este libro contiene un mensaje particular, tomado del gran libro de los
siete sellos, es decir, dentro del plan salvífico de Dios. Ese gran libro ha
sido completamente abierto (8,1), por lo que tampoco esta pequeña parte est��
cerrada. Sin embargo, antes de que el ángel muestre al Vidente el pequeño
libro, dándole a conocer su mensaje, irrumpe con un gran grito, que Juan, lo
mismo que Oseas y Amós (Os 11,10), compara con el rugido del león. ¿Por qué
esta comparación? Porque en la tradición profética Dios es comparado a un
león que ruge cuando va a devorar a los enemigos de su pueblo (Am 1,2; Jl
4,16; Jr 25,30). El más expresivo es Amós: "Ruge el león, ¿quién no temerá?
Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?" (Am 3,8).
Al grito potente del ángel responde, como un eco, la voz de los siete
truenos. En la Biblia el trueno es usado constantemente como metáfora de la
voz de Dios (Sal 18,14; 29,3; Jr 25,30s; Jn 12,28s). El salmo 29 describe la
revelación de la gloria de Dios en la tormenta, repitiendo siete veces que
la voz de Yahveh truena. Es normal ver en la voz de los siete truenos la
respuesta de Dios al grito del ángel. El número siete apoya esta
interpretación. Juan ha entendido lo que ha gritado el ángel y también la
respuesta de Dios y se dispone a ponerlo por escrito, en conformidad con la
misión recibida (1,19). Pero Dios se lo prohíbe. Hay revelaciones de Dios
destinadas a la iluminación y a la consolación estrictamente personales (2Co
12,4). Los elegidos de Dios tienen sus revelaciones particulares, como ayuda
para cumplir su misión: "Apenas hicieron oír su voz los siete truenos, me
disponía a escribir, cuando oí una voz del cielo que decía: Sella lo que han
dicho los siete truenos y no lo escribas" (10,4).
También a Daniel se le ordena en un cierto momento que selle el libro de las
revelaciones recibidas hasta que llegue el momento final y se manifieste a
todos el designio de Dios: "Y tú, Daniel, guarda estas palabras y sella el
libro hasta el momento final. Muchos lo consultarán y aumentarán su saber"
(Dn 12,4).
De nuevo Juan nos presenta la imagen potente del ángel, que con un juramento
sobre el Creador anuncia que "el misterio de Dios", escondido desde la
eternidad (Ef 3,9), ha comenzado a manifestarse (Dn 12,5-7). El cumplimiento
de la promesa salvífica, que Dios ha confiado a sus enviados, no soporta más
dilaciones. Ha llegado la hora de su realización: "Entonces el angel que
había visto yo de pie sobre el mar y la tierra, levantó al cielo su mano
derecha y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el
cielo y cuanto hay en él, la tierra y cuanto hay en ella, el mar y cuanto
hay en él: ¡Ya no habrá dilación! sino que en los días en que se oiga la voz
del séptimo ángel, cuando se ponga a tocar la trompeta, se habrá consumado
el Misterio de Dios, según lo había anunciado como buena nueva a sus siervos
los profetas" (10,5-7).
El mensaje del ángel es una buena noticia: llega el fin, es decir, llega el
reino de Dios y del Mesías, cuya venida implora ardientemente la Iglesia con
constancia, pues supone la aniquilación total y definitiva del maligno, de
Satanás, el adversario de Dios. Los anuncios hechos por Dios a sus profetas
y transmitidos por ellos llegan a su cumplimiento. Los cantos de victoria ya
se oyen en el coro celeste, anticipando el triunfo final (11,15ss).
La voz del cielo trae otro mensaje personal para Juan: "Y la voz de cielo
que yo había oído me habló otra vez y me dijo: Vete, toma el librito que
está abierto en la mano del ángel, el que está de pie sobre el mar y sobre
la tierra. Fui donde el ángel y le dije que me diera el librito. Y me dice:
Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la
miel" (10,8-9). El mensajero de la Palabra de Dios es invitado a comerla, a
hacerla suya antes de anunciarla a los demás. Juan escucha la misma palabra
que antes había escuchado el profeta Ezequiel, en la visión de su vocación
(Ez 2,8-3,3). El rollo, que come Ezequiel, contenía lamentaciones, suspiros
y amenazas, es decir, toda su predicación y vida.
La vocación de Juan, como la de todo profeta, comporta el gozo de la
comunicación con Dios, gustar la palabra que Dios pone en su boca, con la
que le transmite su amor de elección, su fuerza, su protección. Es el gusto,
más dulce que la miel (Sal 19,11;119,103), de la unión con Dios. Pero
comporta también participar de la amargura del mensaje, que anuncia el
juicio sobre naciones. El profeta sufre con la palabra, que le arde en las
entrañas. Antes que Juan, como ningún otro, lo experimentó Jeremías (Jr
11,21; 15,10-12; 20,7-18; 23,29). La palabra gustada en la boca, amarga en
las entrañas: "Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi
boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas"
(10,10).
Ser heraldo de Dios y llevar su palabra es su gloria y su miseria. Lo que
proclama puede ser acogido o rechazado y él participa de su acogida y de su
rechazo. El llamado por Dios como profeta ha de aceptar el sufrimiento que
le acarreará la misión profética. Permanece cautivo de la palabra de Dios,
sin posibilidad de escapar de ella. Una vez ligado a Dios, su suerte es la
de Dios. Caminarán juntos, inseparables hasta el martirio.
El pequeño libro, que el ángel tiene en su mano, está abierto, significando
que su contenido no debe permanecer secreto, sino que ha de ser comunicado a
las Iglesias. La voz del cielo invita a Juan a acercarse al ángel para
recibir el libro. Con la entrega del libro Juan es llamado una segunda vez a
contemplar la fase final de la historia de la salvación, que se espera con
el sonido de la séptima trompeta. Y, al invitarle a contemplar el final, se
le invita igualmente a proclamar cuanto se le muestra, sin ocultar las
terribles imágenes de la lucha final de la Iglesia: "Entonces me dicen:
tienes que profetizar otra vez contra muchos pueblos, naciones, lenguas y
reyes" (10,11).
LOS DOS TESTIGOS
En el interludio, antes de la séptima trompeta, tenemos aún dos visiones:
una en la que se mide el templo y la de los dos testigos, que aparecen en la
ciudad santa ocupada por los paganos.
Después de recibir el libro que debe devorar, a Juan le ponen entre las
manos una caña de medir parecida a una vara. La acción de medir el templo se
le encomienda al mismo Juan y no a un ángel: "Luego me fue dada una caña de
medir parecida a una vara, diciéndome: Levántate y mide el Santuario de Dios
y el altar, y a los que adoran en él. El patio exterior del Santuario,
déjalo aparte, no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles, que
pisotearán la Ciudad Santa 42 meses" (11,1-2). La imagen evoca, además del
templo de Jerusalén, ahora destruido, los episodios narrados por Ezequiel
(Ez 40,3-47) y Zacarías (Za 2,5-9).
El hecho de no medir una gran parte del templo, es decir, de la Iglesia, es
el signo de que la misma Iglesia sufrirá la calamidad anunciada y sólo un
resto, purificado y fortalecido con la lucha, permanecerá firme en la fe. La
fe y el culto permanecerán intactos entre los fieles del Señor. El santo, el
santo de los santos y el patio interior son medidos, es decir, preservados
de la destrucción. Se abandona a la devastación el patio exterior y su
entorno, la ciudad de Jerusalén (Is 48,2; Dn 9,24; Mt 27,53; Lc 21,24). Las
fuerzas del mal nunca podrán tocar la vida íntima de la Iglesia. El corazón
de la Iglesia es intocable, su vestido exterior, sus estructuras externas
sí, están siempre expuestas al odio de sus enemigos y a la mediocridad de
sus mismos fieles.
El dato cronológico, cuarenta y dos meses (11,2; 13,5) o mil doscientos
sesenta días (11,3; 12,6) equivale a tres años y medio (12,4) y está tomado
del libro de Daniel, donde se dice que la dominación de Antíoco IV sobre
Jerusalén durará "un tiempo, dos tiempos y medio tiempo" (Dn 7,25; 12,7) o
"media semana" de años (Dn 9,27). Se trata siempre de la mitad del número
siete. Mientras el dominio de Dios es eterno, al enemigo de Dios se le da un
tiempo limitado, reducido a la mitad. La Iglesia, a pesar de todas las
tribulaciones que encuentra en su historia, siempre es salvada por Dios, que
nunca permitirá a su adversario un logro total y definitivo.
Incluso en los momentos más difíciles, la Iglesia seguirá proclamando el
Evangelio en medio del mundo, bajo la protección de Dios, que pone en su
boca la palabra y le da parresía para anunciarla desde los tejados de la
ciudad. Este es el significado de la imagen de los dos testigos, inspirada
en el profeta Zacarías (Za 4,1-14), que presenta a los dos guías del retorno
del exilio de Babilonia, el sacerdote Josué y el gobernador Zorobabel. La
misión de la Iglesia es dar testimonio de Jesucristo (6,9; 12,11.17; 19,10)
ante la humanidad de todos los lugares y tiempos (Mt 28,28s): "Pero haré que
mis dos testigos profeticen durante 1260 días, cubiertos de sayal. Ellos son
los dos olivos y los dos candeleros que están en pie delante del Señor de la
tierra" (11,3-4).
Los paganos profanan el patio exterior del templo durante cuarenta y dos
meses. Los dos testigos profetizan durante mil doscientos días. Se trata del
mismo tiempo, medido en meses o en días. La Iglesia será siempre perseguida,
pero nunca le faltarán testigos, que den testimonio de Cristo con su vida y
con su palabra. Derramando su sangre en la persecución darán el testimonio
supremo de su fe. El martirio es la expresión plena de amor y de la vida
eterna.
Los dos testigos, vestidos de saco, están llamados, en medio de la
apostasía, a llamar a los hombres a conversión (Gn 37,34; Is 37,1; 58,5; Mt
11,21). Los dos testigos son dos olivos y dos candeleros, que están ante el
Señor de toda la tierra (11,4). Su misión, como la de toda la Iglesia (1,6;
5,10), es sacerdotal y real. Ungidos con el oleo del Señor, difunden la luz
de su verdad en las tinieblas de la ciudad profanada. Para realizar su
misión en un ambiente hostil, Dios les da poderes particulares, como a
Moisés y al profeta Elías (2R 1,10-14). Dios les hace invulnerables a los
asaltos del mal, poniéndose de su parte como fuego devorador. Como Elías (1R
17,1; St 5,17-18), los dos testigos reciben el poder de cerrar el cielo para
que no caiga la lluvia: "Si alguien pretendiera hacerles mal, saldría fuego
de su boca y devoraría a sus enemigos; si alguien pretendiera hacerles mal,
así tendría que morir. Estos tienen poder de cerrar el cielo para que no
llueva los días en que profeticen; tienen también poder sobre las aguas para
convertirlas en sangre, y poder de herir la tierra con toda clase de plagas,
todas las veces que quieran" (11,5-6).
A quienes rechazan su palabra les toca la suerte de los enemigos de Elías
(2S 1,9-14; 1R 17,1; Lc 4,25; St 5,17) o de Moisés (Nm 16,25-35; Ex
7,14-12,33). Ningún poder humano puede apagar el testimonio de los elegidos
de Dios. Pero, una vez cumplida su misión, los dos testigos sellan su
testimonio con el martirio. Su sangre queda en la plaza de la ciudad
confirmando la verdad de su testimonio: "Pero cuando hayan terminado de dar
testimonio, la Bestia que surja del Abismo les hará la guerra, los vencerá y
los matará. Y sus cadáveres quedarán expuestos en la plaza de la Gran
Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto, allí donde también su
Señor fue crucificado" (11,7-8).
La bestia, que sube desde el abismo infernal, se ensaña contra la Iglesia,
simbolizada en los dos testigos, hasta después de muertos. El lugar donde
actúa la bestia es la "ciudad santa" abandonada a los paganos (11,2), que
después de este delito recibe el calificativo de la "gran ciudad", llamada
con los nombres de las ciudades malvadas, enemigas del pueblo de Dios:
Egipto, tipo de la tiranía (Sb 19,13-17) o Sodoma, tipo de la perversión
moral (Is 1,9; 3,9; Ez 16,46-50); y finalmente, Babilonia, residencia del
Anticristo (16,19; 17,18; 18,10.16-21). Puede referirse también a Jerusalén,
que no es sólo la ciudad santa, sino "que mata a los profetas" (Mt 23,37).
Seguramente es Roma donde mueren mártires Pedro y Pablo.
Dejar sin sepultura un cadáver es la injuria suprema que se puede hacer a
una persona (Sal 79,2-3;Jr 8,1-2; 16,4; 25,33; 2M 5,10). A Cristo no se le
hizo esta injuria (Mt 27,57-61; Mc 15,42-47; Lc 23,50-55; Jn 19,38-42). En
pocos textos de la Escritura se habla con tanta crudeza de las consecuencias
que afronta el cristiano por dar testimonio de Cristo. El mundo "se alegra,
se intercambian regalos, se hace fiesta" (11,10) por su muerte. Jesús lo
había anunciado: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os
lamentaréis, y el mundo se alegrará" (Jn 16,20).
Las mismas potencias que crucificaron a Cristo son las que ahora persiguen a
la Iglesia. La muerte de Cristo continúa en el martirio de sus fieles. El
testimonio sellado con la sangre de los fieles ilumina a los llamados por
Dios y es piedra de tropiezo y escándalo para los sometidos al dominio de la
bestia, que celebran la muerte de los justos, porque su palabra y su vida es
una condena de sus obras. Al ver su boca reducida al silencio, respiran, se
alegran y cantan con júbilo: "Y gentes de los pueblos, razas, lenguas y
naciones, contemplarán sus cadáveres tres días y medio: no está permitido
sepultar sus cadáveres. Los habitantes de la tierra se alegran y se
regocijan por causa de ellos, y se intercambian regalos, porque estos dos
profetas habían atormentado a los habitantes de la tierra" (11,9,10).
Pero el triunfo de los malvados es efímero; sólo dura tres días y medio, la
mitad de una semana, símbolo de imperfección y caducidad. Después, como
Cristo resucita al tercer día y hace enmudecer a sus enemigos, así acontece
con sus seguidores. Como el testigo fiel vuelve a la vida glorioso, así sus
discípulos reciben un hálito de vida (Ez 37,5.10) y son glorificados por
Dios Padre: "Pero, pasados los tres días y medio, un aliento de vida
procedente de Dios entró en ellos y se pusieron de pie, y un gran espanto se
apoderó de quienes los contemplaban" (11,11).
La resurrección y ascensión al cielo se cumple delante de sus enemigos, que
quedan llenos de espanto. El júbilo de "los habitantes de la tierra" se
cambia en angustia y terror. En el triunfo de los dos testigos ven el juicio
de Dios sobre sus obras: "Oí entonces una fuerte voz que les decía desde el
cielo: Subid acá. Y subieron al cielo en la nube, a la vista de sus
enemigos" (11,12).
Como en la muerte de Cristo, también ahora sigue un gran terremoto (Mt
28,2), que reduce a ruinas la décima parte de la ciudad, enterrando bajo los
escombros a otros tantos habitantes. Pero el interludio termina con una
constatación consoladora: lo que los dos testigos no habían conseguido con
su palabra lo logran ahora con su muerte. Los sobrevivientes se convierten y
dan gloria a Dios: "En aquella hora se produjo un violento terremoto, y la
décima parte de la ciudad se derrumbó, y con el terremoto perecieron 7.000
personas. Los supervivientes, presa de espanto, dieron gloria al Dios del
cielo" (11,13).
SÉPTIMA TROMPETA
Al toque de la última trompeta, como el ángel había predicho (10,6s), el
tiempo se encamina hacia el final y el "misterio" de Dios, es decir, su plan
de salvación avanza hacia la realización plena y definitiva. El dominio de
Dios comienza a aparecer en la creación. Desde el cielo desciende un grito
de júbilo, porque la historia del mundo llega a su conclusión con la
instauración del reino de Dios: "Tocó el séptimo ángel... Entonces sonaron
en el cielo fuertes voces que decían: Ha llegado el reinado sobre el mundo
de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos"
(11,15).
Se cumple la palabra de Pablo: "Cristo debe reinar hasta que ponga a todos
sus enemigos bajo sus pies" (1Co 15,25). Los ancianos celebran la victoria
del Señor con un himno de alabanza y de acción de gracias. El incitador de
la guerra contra la Iglesia, Satanás, a quien Dios había concedido mostrarse
como "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31), no tiene nada que hacer en el
mundo de Dios. Dios, "el que es y era" ha venido -falta la tercera expresión
"que viene" (1,8; 4,8)- y ha comenzado a pedir cuentas a cuantos han
arruinado su creación: "Y los veinticuatro Ancianos que estaban sentados en
sus tronos delante de Dios, se postraron rostro en tierra y adoraron a Dios
diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era,
porque has asumido tu inmenso poder para establecer tu reinado. Las naciones
se habían encolerizado; pero ha llegado tu cólera y el tiempo de que los
muertos sean juzgados, el tiempo de dar la recompensa a tus siervos los
profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, pequeños y grandes, y de
destruir a los que destruyen la tierra" (11,16-18).
Juan nos muestra el lugar donde los justos gozan de Dios. Ante sus ojos se
abre el cielo, representado con la imagen del templo de Dios. Juan penetra
hasta el sancta sanctórum y contempla allí el Arca de la Alianza, el lugar
de la presencia de Dios en el santuario de Israel: "Y se abrió el Santuario
de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario, y se
produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte
granizada" (11,19).
El Arca de la Alianza aparece ahora en el templo, mientras que más adelante
(15,8) se ve la nube que llena el templo. Las dos escenas hacen referencia a
2M 2,5-8, donde se dice que Jeremías esconde en una gruta la tienda, el Arca
de la Alianza y el altar de los perfumes. La aparición del Arca y la
presencia de la nube significan que el tiempo de la restauración
escatológica ha llegado.
La presencia de Dios, dichosa para sus fieles, difunde entre sus enemigos el
terror: terremotos, relámpagos, truenos, granizo y gritos... Después del
anuncio de la victoria, anticipado para reavivar la esperanza en los fieles,
ahora puede pasar a describir el último asalto de las potencias hostiles a
Dios (13,1-18), mostrando en sus detalles particulares el tremendo juicio de
estas potencias y de sus seguidores (14,1-20,10) y también el juicio final (
20,11-15), para concluir con la descripción detallada de la nueva creación
(21,1-22,5).