SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 8. ENSEÑANTE EN BOLONIA
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
Pío XII declaró a Antonio Doctor de la Iglesia. Además de su apostolado
infatigable como predicador, Antonio es el primer teólogo franciscano, el
primero en dedicarse a la enseñanza. Mientras Francisco es un hombre del
Evangelio a secas, sin glosa, Antonio es un doctor del Evangelio. Francisco
se sirve de palabras simples, que tocan sobre todo el corazón; Antonio es el
maestro erudito del mismo mensaje, que reviste de un lenguaje científico.
Con Antonio la Orden franciscana responde a las directrices del IV Concilio
de Letrán de 1215.
En Umbria, más religiosa, basta el testimonio de vida de los Hermanos
Menores. Pero en el norte de Italia la situación es muy diversa. La herejía
ha echado profundas raíces y los mismos fieles sufren la amenaza del
contagio. Muchos herejes no sólo están mejor preparados doctrinalmente, sino
que su vida, "en pobreza evangélica, al modo de los apóstoles", contrasta
con la de muchos obispos y sacerdotes católicos.
En medio de una sociedad corrompida por la rivalidad y la ambición, el clero
no da un testimonio de vida, que aliente a los fieles a seguir el Evangelio.
La ambición y los intereses personales son un terreno donde fácilmente
brotan la simonía y la lujuria. En este ambiente la herejía crece y se
difunde como cizaña entre el trigo. Muchos, al principio con buenas
intenciones, movidos por el deseo de reforma, terminan por caer en el error
y la rebelión contra la Iglesia, arrastrando tras de sí a tantos fieles que,
engañados, creen, que separándose del tronco viejo de la Iglesia, pueden
germinar como planta nueva y más evangélica. Las sectas de los espirituales
se multiplican por todas partes.
La verdad es que la herejía, con sus visos de fidelidad radical al
evangelio, es una amenaza para la Iglesia. El Papa en sueño, donde le
afloran sus inquietudes, ve cómo la Iglesia de Letrán, su basílica, está en
ruinas, a punto de derrumbarse. Pero ve también a dos hombres pequeños, que
la sostienen con sus espaldas. El Giotto y fray Angelico han fijado para
siempre este sueño en sus pinturas. Dios, para defender a su Iglesia,
amenazada por la herejía y por la vida escandalosa de sus ministros, ha
suscitado a Francisco y a Domingo de Guzmán, con todos los hermanos
mendicantes que les siguen.
San Antonio es llamado "martillo de los herejes". En realidad dada la dureza
de hierro de los herejes se necesita un martillo para doblegarles. Antonio
les ataca con la palabra; acepta sus retos y recurre al milagro con tal de
arrancarles de la herejía, como el milagro de la mula, que recuerda la
capilla octagonal construida en 1518 en la plaza de Julio César, llamada
también Plaza del Mulo. Un tal Bonvillo, hereje cátaro desde hace unos
treinta años, llegado al estado de "perfecto", seguro de sí mismo, "hundido
en los abismos de la incredulidad", quiere burlarse de Antonio y le desafía
públicamente: creerá en la eucaristía sólo ante una prueba clamorosa y
evidente, que él propone:
-Creeré si mi mula, en ayunas de tres días, puesta ante haz de heno fresco y
la hostia consagrada, deja el heno y se arrodilla ante la hostia.
Pasados los tres días del ayuno, la mula es conducida a la plaza en medio de
la muchedumbre, que acude curiosa. Antonio celebra la misa y, luego, avanza
con la custodia, pasando en medio de la gente. Al llegar ante la mula, ésta
se arrodilla, sin mirar siquiera el heno y la avena, que Bonvillo le
muestra. Así, "el Señor, por medio de su siervo Antonio, le volvió al camino
de la verdad; y, habiendo recibido su penitencia, se hizo sinceramente
obediente a la santa Iglesia y permaneció siéndolo hasta el fin de sus
días".
Antonio, incansable martillo contra los herejes, se enfrenta a ellos con el
fuego de su palabra, pero no recurre a los métodos violentos, como otros,
que hacían quemar vivos a los herejes en la hoguera. Más bien se opone a
ello, según se expresa en uno de sus Sermones: "Así como no se pone fuego a
una casa donde yace un muerto o se celebran funerales, tampoco vosotros
debéis destruir aquella casa en la cual Dios viene a menos por los golpes de
la herejía, especialmente cuando podéis esperar que él resucitará para la
gloria. Pero, aunque tuvierais certeza de la obstinación, siempre debe darse
lugar a la tolerancia, ya que Dios es el primero en darnos ejemplo". El
cardenal Cushing comenta acertadamente esta actitud comprensiva de Antonio
con los herejes:
San Antonio y los primeros franciscanos poseían una cualidad que nosotros
hemos perdido muchas veces. San Antonio no predicaba sobre los herejes,
predicaba a los herejes. No les denunciaba a los otros. Con paternal caridad
les hablaba suavemente. Lo que denunciaba eran su errores. Y los vencía, no
porque supiera más que ellos, sino porque los amaba más.
Antonio, frente a los cátaros, que niegan los sacramentos y, en particular,
la Eucaristía, expone en los Sermones con claridad la fe en ella:
Hoy -dice a propósito de la cena del Señor-, Jesús prepara para todos los
pueblos que creen en él un banquete de manjares deliciosos. Lo que la
Iglesia hace hoy es verdaderamente su cuerpo, el que la Virgen engendró, el
que estuvo clavado en la cruz, colocado en el sepulcro, que resucitó al
tercer día y subió a la derecha del Padre. Ese cuerpo es el que da hoy a los
apóstoles, el que la Iglesia confecciona y distribuye cada día a sus fieles.
¡Oh caridad del ser amado! ¡Oh amor del esposo a su esposa, la Iglesia!.
Pero, no sólo se enfrenta a los herejes, busca la conversión de los fieles,
cuya vida mundana es el caldo de cultivo en que brota y crece la herejía.
Busca la reforma de la Iglesia desenmascarando el pecado y atacándalo en su
raíz. Para vencer la lujuria, ataca la pereza y el lujo como fuentes de
ella: "Del descanso, esto es, de la tibieza y ociosidad, nace el calor de la
concupiscencia. Del calor de la concupiscencia se origina el movimiento de
la carne... La lujuria, etimológicamente, procede de la palabra luxu,
equivalente a lujo, es decir, a exceso en comida y bebida, sobreabundancia
que hace retozar a la carne viva y petulante con desenfrenada
voluptuosidad". Con la imagen del erizo describe al pecador empedernido:
El erizo está todo cubierto de espinas. Si alguien intenta agarrarlo, se
recoge dentro de sí mismo y se hace como una pelota en la mano del que lo
atrapa. Tiene la cabeza y la boca con cinco dientes en la parte inferior.
Erizo es el pecador obstinado, circundado por todas partes de las espinas de
sus pecados. Si tú intentas corregirle por algún pecado cometido, se
repliega rápido interiormente y se excusa de la culpa cometida. Por eso
tiene la cabeza y la boca en la parte inferior. Con la cabeza se designa la
mente; con la boca, la lengua. ¿Qué otra cosa hace el pecador mientras se
excusa de la maldad perpetrada sino inclinar más bajo, hacia las cosas
terrenas, la mente y la palabra? Precisamente por eso se dice que tiene
cinco dientes en la boca. Los cinco dientes en la boca del erizo son las
cinco clases de excusas del obstinado. Cuando se ve acusado, se excusa
aduciendo la ignorancia, la mala suerte, la sugestión del diablo, la
fragilidad de su carne o de que otro le ofreció la ocasión. Y de este modo,
como añade Isaías, alimenta sus crías, esto es, sus pasiones, y cava
alrededor y las abriga a la sombra de sus excusas (Is 34,15).
Pero Antonio no desespera; aunque el pecador se encierre en sí mismo como el
erizo, la fuerza de la predicación puede liberarlo de sí mismo y salvarlo.
"El corazón del pecador, deformado por el pecado, adquiere de nuevo forma
por la predicación del uno y otro Testamento, pues con los dos Testamentos
Dios hace que 'filtren las aguas en medio de los montes' (Sal 103,10)".
"Para ello en el predicador se deben dar cuatro cosas: el conocimiento de
los dos Testamentos, para instruir al prójimo; la abundancia de la caridad,
para amarlo; la paciencia en la tribulación, para sufrir afrentas por
Cristo; y la valentía del celo, para fustigar todo mal". Este es el secreto
de los frutos de la predicación de Antonio. El sabe que la Iglesia es madre
y que
miembros de la Iglesia son también los pecadores. La Iglesia tiene su hijo,
que ha concebido con el semen de la Palabra de Dios, grita como una mujer en
parto a causa de los penitentes y es atormentada de dolores de parto en la
conversión de los pecadores.
Desde el comienzo se ha representado a San Antonio con un libro en la mano.
A veces sobre el libro está sentado Jesús niño. El libro es símbolo de su
sabiduría; por ello se encuentra en las imágenes de los apóstoles y de los
doctores de la Iglesia. No podía faltar en quien el Papa Gregorio IX llamó
Arca del Testamento. Ya en el sermón de Forlí, que le sacó de la vida
escondida, más que el ímpetu de su palabra, llamó la atención su
conocimiento de la Escritura, de las obras de los Padres y de los Doctores
de la Iglesia. Esta sabiduría continúa brillando cada día con más intensidad
en la predicación y en las discusiones con los herejes. "Sabio alude al
sabor, porque, así como el gusto es para distinguir el sabor de los
alimentos, así es el sabio, para conocer la sabiduría de lo sabroso y de lo
insípido, de lo bueno y de lo malo". La sabiduría que él gusta es la palabra
de la Escritura, la teología: "Todas las ciencias mundanas y lucrativas no
son un canto nuevo, sino canto de Babilonia; sólo la teología es el cántico
nuevo, que resuena, dulce, en el oído de Dios y renueva el alma".
Además del apostolado público, Antonio ejerce otro ministerio más discreto,
pero no menos fecundo. A él recurren con sus dudas teológicas y espirituales
muchos religiosos, comenzando por los de su Orden, sacerdotes y obispos,
buscando una palabra que les ilumine en su vida y en su ministerio. A esto
se unen las conferencias en conventos y en las diócesis para los sacerdotes.
Gastarse y desgastarse por Cristo y su Evangelio, en la reconstrucción de la
Iglesia, es su gozo y su corona. Sólo comienza a inquietarse cuando, al ser
llamado de tantas partes, se siente llamar maestro. La fama le asusta. Ha
obedecido, sin poner ninguna resistencia, cuando se le ha destinado al
ministerio de la predicación, pero ahora vuelve a desear esconderse de
todos, retirado en un eremitorio o, mejor aún, en alguna gruta como la de
Montepaolo. En sus escritos escuchamos el eco de su combate interior: "Quien
hace ostentación de sus propias dotes y de sus buenas acciones, comete una
especie de idolatría, que es el más grande de los pecados, porque niega la
gracia de Dios, atribuyéndose a sí lo que es únicamente don de El". Se
siente turbado viendo acudir a él tantos religiosos, sacerdotes y obispos:
Hemos de temer el brillo de los elogios humanos; apenas oídos, necesitamos
recogernos y encerrarnos en nuestro interior para no perder, entre las
aclamaciones del mundo, el precioso tesoro, que va madurando en el interior
de nuestro espíritu.
Francisco ha querido que sus frailes sean apóstoles entre el pueblo con
humildad y simplicidad de vida y de palabra más que con la ciencia y la
doctrina. Temía que la cultura se convirtiera en fuente de vanidad y
soberbia para los Hermanos, "más doctos que piadosos". Estaba convencido de
que, para convertir a los pecadores, servían más el testimonio, la oración y
las lágrimas de los simples hermanos menores que no los discursos de los
doctos y elocuentes oradores. Pero acepta también en la Orden a aquellos que
tienen estudios, aunque les pide que, al vestir el hábito de los humildes,
se despojen de su confianza en la ciencia y, desnudos de cuanto antes
poseían, se abandonen en los brazos del Crucificado. Quiere que sean todos
iguales en pobreza y humildad, inflamados únicamente de la caridad fraterna.
Ante sus ojos había muchos predicadores que anteponían la filosofía humana a
la Sagrada Escritura.
A Francisco, sin duda, le llegan noticias de Antonio, de su elocuencia y de
sus muchas letras. Esta popularidad no le entusiasma y, menos que nada, los
milagros; más bien le pondría en guardia: ¿Qué hay detrás de todo ello: Dios
o el diablo? Por las florecillas sabemos lo que piensa de ello Francisco:
¡Oh, hermano León!, aunque los frailes menores diesen la vista a los ciegos,
curasen a los tullidos, arrojasen a los demonios, diesen oído a los sordos y
habla a los mudos y, lo que es mayor, resucitasen muertos de cuatro días,
escribe que no está en esto la perfecta alegría... ¡Oh, hermano León, si los
frailes menores supiesen todas las lenguas y todas las ciencias, aunque les
fuesen revelados todos los tesoros de la tierra y conociesen las propiedades
de los pájaros, y de los peces, y de todos los animales, y de los hombres, y
de los árboles, y de las piedras, y de las raíces y de las aguas (pareciera
que ha leído los Sermones de Antonio, aún no escritos), escribe que no está
en eso la perfecta alegría... El hermano León, después de oírle hablar de
este modo por más de dos millas, le interrumpe: Padre, te ruego en nombre de
Dios, que me digas en qué consiste la perfecta alegría. Y Francisco le
responde: Si, cuando hayamos llegado a Santa María de los Angeles, el
portero sale enfadado y nos dice: "Sois dos bribones que andáis engañando al
mundo y vivís de las limosnas de los pobres; marchaos de aquí", y nos hace
pasar la noche a la intemperie con la nieve, y el agua, y el frío y el
hambre; si entonces tanta injuria, y tanta crueldad y tantos vituperios los
soportamos pacientemente, sin turbación ni murmurar, pensando humilde y
caritativamente que aquel portero verdaderamente nos conoce y que Dios le
hace hablar contra nosotros, ¡oh, hermano León!, escribe que en esto está la
perfecta alegría; si todo eso lo sufrimos con paciencia y con alegría,
pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos sufrir
por su amor, ¡oh, hermano León! escribe que en esto está la perfecta
alegría.
Sin embargo, al extenderse la Orden de los Hermanos Menores y al enfrentarse
a los herejes, Francisco acepta que son necesarias nuevas armas para
desenmascarar los errores escondidos en los sofismas y astucias retóricas de
los herejes. Un conocimiento seguro de la Escritura y de la Teología ayudará
a ganar estas almas para Dios, sacándolos de los errores en que han caído
prisioneros. Así, cuando desde la Romaña le llega la petición de los frailes
y de tantos otros religiosos, que quieren tener a Antonio como maestro, le
envía este mensaje:
A fray Antonio, mi obispo, fray Francisco augura salud. Me complace que tú
leas la sagrada Teología a los hermanos, con tal de que con este estudio no
se apague el espíritu de la santa oración y devoción, como pide la regla.
Antonio recibe, pues, del mismo Francisco el encargo oficial de enseñar
Teología, aunque haya seguramente una pizca de ironía en lo de "mi obispo".
De todos modos, con el breve mensaje de Francisco nace la escuela teológica
franciscana. Antonio, con su disponibilidad total y con las dotes que posee,
es el instrumento que Dios manda a Francisco para preparar a los hermanos
menores para defenderse de la herejía, que les circunda y amenaza.
Francisco, en el fondo, deseaba y esperaba el ingreso en la Orden de
hermanos como Antonio. Lo muestran las palabras que dirige a los hermanos:
Encontraréis hombres fieles, dulces y benévolos, que acepten vuestras
palabras con alegría; pero encontraréis otros, más numerosos, que, con
reproches, os resistan a vosotros y a vuestras palabras... Mas dentro de
poco, muchos sabios y nobles vendrán a unírsenos; serán nuestros compañeros
para predicar a los reyes, a los príncipes y a numerosos pueblos.
Dios ha preparado a Antonio para esta misión desde pequeño. De muchacho ha
frecuentado la escuela catedralicia, la primera escuela de Lisboa. Luego, al
sentir la vocación al sacerdocio, entra en el convento de San Vicente, de
los canónigos regulares de San Agustín, a pocos metros de los muros de
Lisboa. Allí estudia durante dos años y pasa al célebre monasterio de
Coimbra. Lo hace para alejarse de la familia y de la corte, pues las vistas
le distraen y quitan la paz, pero, en realidad, es Dios quien guía sus
pasos. En el monasterio de Santa Cruz de Coimbra se encuentra envuelto por
el viento del renacimiento de los estudios, que sopla por toda Europa. Los
Agustinos de Coimbra y los cistercienses de Alcobaca son los primeros en
abrirse a este espíritu renovador. Serán los fundadores de la primera
universidad portuguesa, sostenidos por el apoyo económico de Sancho I.
Ahora, Antonio vuelve a tomar contacto con los agustinos, que han abierto
una abadía en Vercelli. A ellos recurre para que le orienten en la nueva
tarea.
Al pensar en la escuela de teología, que desea abrir en Bolonia, Antonio
busca ayuda en el famoso místico llamado Tomás Gallo, formado en la escuela
de San Víctor de París. Está al frente del monasterio de San Andrés de
Vercelli. En él da sus lecciones de Teología mística. Antonio quiere
escuchar sus enseñanzas. Así muy pronto surge entre los dos una profunda
amistad. Tomás Gallo dirá más tarde:
Muchas veces penetra el amor allí donde no puede llegar la ciencia. Esto lo
he experimentado yo en fray Antonio, de la Orden de los Frailes Menores, con
el cual estuve unido en la más estrecha amistad. Fray Antonio ambicionó
aprender la teología mística y lo consiguió de tal modo que puedo decir de
él lo que se decía de San Juan Bautista: que era una lámpara de luz que
brilla al exterior por el buen ejemplo.
En la carta de Francisco, con su bendición y aprobación de la enseñanza de
la Teología, Antonio escucha la voz de Dios, que responde a sus
interrogantes. La obediencia disipa todos sus temores. Es voluntad de Dios
que él sea el primer maestro de Teología de la Orden, pero Francisco le
recuerda que no puede apagar con la ciencia la santidad de vida, fruto de la
oración e intimidad con Dios.
De este modo, Antonio comienza algo nuevo entre los franciscanos: el estudio
teológico en los conventos. Nombrado profesor por Francisco abre la primera
escuela conventual en Bolonia, donde comienza su actividad de teólogo.
Durante los años 1223-1224 enseña en el convento de Santa María de la
Pugliola, en los mismos años en que estudia teología en Bolonia el dominico
Alberto Magno. Antonio, que desde que dejó Coimbra, había abandonado el
estudio, se dedica de nuevo a él con la pasión con que se dedica a lo que
Dios le pone en cada momento delante. Pero Antonio, al subir a la cátedra,
no se viste con las plumas del pavo real; no buscaba crecer, sino que sólo
se siente intérprete y fiel mensajero de la palabra de Dios.
A Bolonia corresponde el don de ser la sede de la enseñanza de Antonio. Y al
convento franciscano comienzan a llegar de todas partes numerosos alumnos,
frailes, clérigos y seglares. La enseñanza de Antonio nunca es pura
especulación árida y fría; habla a la mente y al corazón, intentando llevar
a los alumnos a vivir lo que les enseña. La base de su enseñanza es la
Escritura, con la que abre las inteligencias al conocimiento de la actuación
de Dios, para mover la voluntad a aceptar su voluntad. Al final de su vida,
Francisco en su Testamento recomienda "venerar a los teólogos y a los que
nos comunican las palabras santísimas de Dios, que nos suministran espíritu
y vida". Y es que Antonio nunca olvida las palabras de Francisco. Mantine
siempre vivo el espíritu de la santa oración y devoción. En sus lecciones,
con frecuencia repite a los hermanos:
Para que la ciencia sirva a vuestra salvación, no abandonéis nunca la
oración. Consultad más a Dios que a vuestros libros. Cuando vuestro espíritu
se sienta fatigado por el estudio, refrescad el árido corazón a los pies de
Jesús Crucificado. Pues las ciencias son dones del Padre de las luces y no
obra de la carne.
El, en medio de su incansable apostolado, se retira siempre que puede a
refrescar su espíritu en la soledad del campo, refugiándose en un
eremitorio. En el campo, en contacto con la naturaleza busca las huellas del
Creador: "La obra del Señor, escribe, es la creación, la cual, bien mirada,
lleva al que la contempla al conocimiento de su Creador. La sabiduría del
Artífice resplandece en su obra. Pero esto no lo entienden los que se hallan
entregados a la vida de los sentidos ni consideran las obras de las manos
del Señor, taladradas con clavos en la cruz. Clavado en efecto de pies y
manos en la cruz, venció al demonio, sacando de su poder al linaje humano".
Siempre llega a Cristo. La creación, el hombre, las fiestas son para él como
la estrella que le lleva a Jesús. En el Sermón de la Epifanía escribe:
Hasta que, llegada (la estrella) sobre el sitio donde estaba el Niño, se
paró. He aquí el fin del trabajo, la meta del viaje, la alegría del que
busca, el premio del que encuentra. Alégrense, pues, los corazones de los
que te buscan a Ti, Jesús. La estrella antecede, la columna precede. Aquella
muestra el camino para la cuna del Salvador. Esta, para la tierra de
promisión. Manando tanto en la cuna del Salvador como en la tierra de
promisión la miel de la divinidad y la leche de la humanidad. Corre, pues,
en pos de la estrella, apresúrate detrás de la columna, para que te
conduzcan a la vida. Trabaja para llegar pronto y encontrar el deseo de los
santos, la alegría de los ángeles.