ABRAHÁN EL CREYENTE SEGÚN LA ESCRITURA Y EL MIDRASH (José Pons.-Emiliano Jiménez)
3. NIMROD CONFIESA A DIOS
Nimrod, en su soledad, no lograba vivir en paz. Le atormentaban los presagios de la estrella. Escuchaba los rumores de sus siervos a escondidas, desconfiando de los aplausos y aclamaciones adulatorias de sus ministros y generales. Así pasaba las noches en insomnio.
En medio de esas conversaciones, que se interrumpían cuando él aparecía, había oído que el niño de sus desgracias no había muerto, sino que estaba vivo, pero no en forma de niño, sino como un adulto, crecido sin pasar por la adolescencia. Alguien había contado que en las orillas del río había visto pasear a un desconocido, que apenas se dio cuenta de que alguien le veía se había escondido en una de las muchas cuevas de las márgenes.
El rey, aconsejado esta vez por sus temores, escuchó la voz de Satán, que se presentó ante su corte bajo el semblante de un labriego y le dijo:
-Soy un humilde siervo tuyo, que desea darte un consejo, para que el rey mi señor halle paz y su reino encuentre seguridad.
-Adelante, habla y no pierdas el tiempo.
-¿Por qué te agitas en el sueño y te preocupas por un pequeño niño, que dicen que se pasea por la orilla del río y se esconde en las cuevas del bosque? En tu reino tienes un inmenso ejército y armas de todo género. Distribuye las armas entre todos los soldados y no un escuadrón, sino miles y miles de soldados armados vayan en búsqueda de ese niño, que lo capturen y lo traigan a tu presencia para que te dé culto. Una vez que doble su rodilla ante ti habrá perdido toda su fuerza.
La idea agradó al rey, que siguió al pie de la letra el consejo de Satán. Apenas Abraham vio a lo lejos un ejército tan enorme avanzar contra él, se asustó y, llorando, invocó al Señor, el único que salva al débil del fuerte. El Señor escuchó el grito del pobre y mando al ángel Gabriel en auxilio de su siervo Abraham.
Gabriel le dijo:
-¿Por que lloras? ¡No temas! El Señor está contigo y te salvará de todos tus enemigos.
Y mientras hablaba con Abraham, el ángel extendió una nube y difundió una densísima niebla entre los soldados y Abraham. Los soldados no lograban verse el uno al otro y cada uno, al verse solo, sintió pánico y, así, todos huyeron, regresando a la ciudad. Los generales comunicaron al rey que en tales condiciones resultaba imposible encontrar al niño o adulto o lo que fuera. Entretanto Gabriel, por encargo del Señor, tomó a Abraham sobre sus alas y le llevó a su refugio.
El ángel, custodio de Abraham, le dijo:
-Yo te llevaré sobre mis alas, como el águila a sus polluelos, velaré por ti y no correrás ningún peligro. Pero has de saber que tu misión no es esconderte, sino proclamar ante Nimrod y ante todas las gentes la existencia de Dios, Uno y Único. El Señor te ha elegido para que testimonies a todos, hombres, mujeres y niños que el Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro Dios. El Señor es Uno y no hay un segundo; no es cuerpo ni tiene forma de hombre; es Dios de todos, ve a todos aunque no se le vea, pues El es el Creador de todas las cosas en el cielo y en la tierra.
Abraham, como siempre, no hizo preguntas, simplemente obedeció. El ángel le condujo, en primer lugar, ante sus padres y Abraham, como pudo, repitió cuanto le había dicho el ángel del Señor, añadiendo:
-Amados míos, daos cuenta de que vosotros hoy sois esclavos de un hombre igual en todo a vosotros y os arrodilláis ante estatuas que reproducen la imagen de este rey de carne y sangre como vosotros.
Téraj, ante estas palabras, se echó a temblar. Y esta vez no era el temor por la vida del hijo, sino que temía por sí mismo. Veía en peligro su vida y sus negocios. Y por salvar su piel estaba dispuesto a todo, incluso a servir a Satán y entregar a su hijo en manos de Nimrod. Satán, padre de la mentira, le adoctrinó para acusar a Abraham, ocultando la verdad de su participación en el engaño.
Téraj, pues, se presentó ante el rey en la forma más servil que pueda imaginarse; contó al rey sus sospechas de que el niño que el rey había matado no habría sido su hijo, sino otro que alguien, sin que él supiera quién ni cómo, había sustituido por su verdadero hijo, que al parecer, según rumores fundados, estaba vivo. Téraj, su fiel servidor, se ofrecía a entregársele; pero, -y aquí estaba por medio, de nuevo, Satán-, había que hacerlo con una estratagema, para que no se les escapara otra vez de las manos. Era preciso, -sugería Téraj, sugerido, a su vez, por Satán-, era preciso organizar una manifestación de todo el pueblo, una manifestación durante toda una semana. En los jardines del palacio real se preparará un gran banquete, al que se invitará a todos los habitantes del reino. Cada súbdito se presentará con sus mejores vestidos, llevando consigo sus ídolos. Todos, durante el banquete, irán pasando ante el rey, inclinándose ante su majestad para darle culto. Entre ellos, sin duda alguna, se presentará mi hijo, puedo asegurárselo al rey, mi señor. Un hecho como éste servirá más que cualquier amenaza o que miles de palabras. Los locos sueños de mi hijo se desvanecerán al arrodillarse ante el rey.
Las cosas no sucedieron según los deseos de Téraj y del rey. En realidad, cuando tocó el turno a Téraj, éste se presentó con Abraham y el resto de su familia. Pero, al llegar Abraham al trono, lo aferró con sus dos manos, lo sacudió hasta hacerlo tambalearse con el mismo rey, que se estremecía de miedo.
En medio de su terror, Nimrod tuvo que escuchar que Abraham, fiel a su misión, le decía:
-Insensato Nimrod, negador del Señor, confiesa tú también que no hay más que un solo Dios, que no tiene cuerpo ni es visto, pero El ve siempre todo, que vive desde siempre y para siempre, pues no muere nunca, que ha creado el cielo y la tierra, para que toda la creación le rinda culto. También tú, que no eres más que una criatura, un simple rey como tantos otros, también tú has de reconocerlo como Unico Dios si quieres vivir en paz contigo mismo y con tus súbditos.
La voz de Abraham aumentaba a medida que hablaba hasta hacerse potente como la voz del trueno. Las estatuas de los jardines y las que habían llevado los invitados cayeron a tierra, hechas añicos. El rey estuvo inconsciente por un buen rato, rodeado de magos, sabios y ministros. Las gentes huyeron despavoridas. Las mesas quedaron hechas una desolación, lo mismo que los jardines con las ruinas de los ídolos. La manifestación fue un enorme fracaso.
Cuando, finalmente, el rey volvió en sí, se encontró con Abraham, que seguía en pie ante él. Nimrod preguntó a Abraham:
-Quisiera saber si la voz que he escuchado era tu voz o la voz del Señor, de quien me has hablado.
-La voz que has oído -respondió Abraham- no es más que la de una pequeñísima criatura del Señor.
-En verdad -reconoció el rey- tu Dios es grande, más potente que todos los reyes de la tierra.