Cristo es el Señor de la historia y de la vida eterna (San Juan Pablo II)
Audiencia del miércoles 19 de abril de 1989
1. El anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es
elocuente y solemne: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos
nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. (Hch 2, 32-33). “Sepa,
pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y
Cristo a este Jesús a quien vosotros bebéis crucificado” (Hch 2, 36). Estas
palabras dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes de aquella
ciudad y por los peregrinos que habían llegado de diversas partes para la
fiesta proclaman la elevación de Cristo crucificado y resucitado “a la
derecha de Dios”. La “elevación”, o sea, la Ascensión al cielo, significa la
participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de Dios mismo. Tal
participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino se manifiesta en
el “envío” del Consolador, Espíritu de la verdad el cual “recibiendo” (cf.
Jn 16, 14) de la Redención llevada a cabo por Cristo, realiza la conversión
de los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel día, en Jerusalén, “al
oír esto sintieron el corazón compungidos” (Hch 2, 37). Y es sabido que en
pocos días se produjeron miles de conversiones.
2. Con el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol
Pedro en el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como
Mesías enviado por el Padre y como Señor.
La conciencia de que Él era “el Señor”, había entrado ya de alguna manera en
el ánimo de los Apóstoles durante la actividad pre-pascual de Cristo. Él
mismo alude a este hecho en la última Cena: “Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor, y decís bien porque lo soy” (Jn 13, 13). Esto explica por qué
los Evangelistas hablan de Cristo “Señor” como de un dato admitido
comúnmente en las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese
término en boca del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores:
“Os ha nacido... un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11). En muchos
otros lugares usa el mismo apelativo (cf. Lc 7, 13; 10, 1: 10, 41; 11, 39;
12, 42; 13, 15; 17, 6; 22, 61). Pero es cierto que el conjunto de los
sucesos pascuales ha consolidado definitivamente esta conciencia. A la luz
de estos sucesos es necesario leer la palabra “Señor” referida también a la
actividad anterior del Mesías. Sin embargo, es necesario profundizar sobre
todo el contenido y el significado que la palabra tiene en el contexto de la
elevación y de la glorificación de Cristo resucitado, en su Ascensión al
cielo.
3. Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que
Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los
Corintios donde Pablo proclama: "para nosotros no hay más que un solo Dios,
el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo
Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos
nosotros” (1 Co 8, 6; cf. 16, 22; Rm 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a
los Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado
hasta la muerte, ha sido también exaltado “para que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,
10-11). Pero Pablo subraya que “nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino
bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3). Por tanto, “bajo la acción
del Espíritu Santo” también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que se le
apareció después de la resurrección: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Y
lo mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la lapidación ora:
“Señor Jesús, recibe mi espíritu... no les tengas en cuenta este pecado”
(Hch 7, 59-60).
Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la
revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: “Ven, Señor Jesús”
(Ap 22, 20).
Es el misterio de la acción del Espíritu Santo “vivificante” que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia
para interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él ?y
sólo Él ? es “el Señor”.
4. Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder “en los cielos
y sobre la tierra”. Es el poder real “por encima de todo Principado,
Potestad, Virtud, Dominación... Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef
1, 21-22). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla
ampliamente la Carta a los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4:
“Tú eres Sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este
eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo que
Cristo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda también salvar perfecto lamente a los
que por El se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su
favor” (Hb 7, 25). Así mismo, en la Carta a los Romanos leemos que Cristo
“está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8, 34). Y
finalmente, San Juan nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que abogue
ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1).
5. Como Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la
idea central de San Pablo en el gran cuadro cósmico histórico-soteriológico,
con que describe el contenido del designio eterno de Dios en los primeros
capítulos de las Cartas a los Efesios y a las Colosenses: “Bajo sus pies
sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es
su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1, 22). “Pues Dios
tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud” (Col 1, 19);“en Él reside
toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9).
Los Hechos nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su Sangre”
(Hch 20, 28, cf. 1 Co 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a
los discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de
Él saca constantemente las energías vivificantes de la Redención. Y la
Redención continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es verdad que Cristo siempre ha sido el “Señor”, desde el primer momento de
la Encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hambre por
nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho de
“haberse humillado ‘se despojó de si mismo’ haciéndose obediente hasta la
muerte y muerte de Cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y
glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de
su Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y
en toda la sociedad por obra del Espíritu Santo. La Redención es la fuente
de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la
Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios: “Él mismo ‘dió’ a unos el
ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros,
pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las
funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo... a la
madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 11-13).
6. En la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía
de la salvación, Cristo es Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran
cuadro de la Carta a los Efesios: “Este que bajó es el mismo que subió por
encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 10). En la Primera
Carta a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido “porque
todo (Dios) lo puso bajo sus pies” (con referencia al Sal 8, 5). “...Cuando
diga que ‘todo está sometido’, es evidente que se excluye a Aquel que ha
sometido a Él todas las cosas” (1 Co 15, 27). Y el Apóstol desarrolla
ulteriormente este pensamiento, escribiendo: “Cuando hayan sido sometidas a
Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha
sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Co 15,
28). “Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber
destruido todo Principado, Dominación y Potestad” (1 Co 15, 24).
7. La Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a
tomar este tema fascinante, escribiendo que “El Señor es el fin de la
historia humana, ‘el punto focal de los deseos de la historia y de la
civilización’, el centro del género humano, la alegría de todos los
corazones, la plenitud de sus aspiraciones” (n. 45). Podemos resumir
diciendo que Cristo es el Señor de la historia. En Él la historia del
hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento
trascendente. Es lo que en la tradición se llamaba recapitulación
(“re-capitulatio”, en griego: [image]). Es una concepción que encuentra su
fundamento en la Carta a los Efesios, en donde se describe el eterno
designio de Dios “para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que
todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en
la tierra” (Ef 1, 10).
8. Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la vida eterna. A
Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: “Cuando
el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles,
entonces se sentará en su trono de gloria... Entonces dirá el Rey a los de
su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del Reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31. 34).
El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y las
conciencias humanas pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. Él, en
efecto, “adquirió” este derecho mediante la Cruz. Por eso el Padre “todo
juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido
sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina que
está en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha
dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque
es Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).
Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su
Corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre
“propter nos homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y
resucitado, Cristo que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del
Padre”.
Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el
mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria,
pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la
vida eterna.