V Parte Crisis «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24). Situación de la Iglesia en el mundo. Entre 1500 y 1700, más o menos, hallamos una época que bien podemos llamar de crisis. Iniciada ésta en realidad al final de la Edad Media, es ahora cuando se agudiza en el Renacimiento y sobre todo en la Reforma protestante. Es la crisis que, en formas muy diversas según las distintas naciones de Europa, conduce a la Ilustración del XVIII, y en seguida a la Revolución francesa. En esta época, que a sí misma se llamó Edad Moderna, la fe cristiana está aún profundamente viva en los pueblos, al menos en algunos, como puede verse, por ejemplo, en la evangelización de América. Pero no pocos de los miembros más distinguidos de la sociedad -y de la Iglesia- inician ya un distanciamiento de la tradición precedente, la antigua y la medieval, orientándose con entusiasmo hacia lo nuevo. 1. El final de la Cristiandad Renacimiento Un optimismo antropológico, favorecido por la prosperidad económica y los descubrimientos científicos y geográficos, caracteriza la nueva atmósfera espiritual del Renacimiento. Este optimismo vitalista trae consigo una apertura al mundo cada vez más incondicional y gozosa, sin las reservas que la humildad de la tradición cristiana imponía a las costumbres. Consecuencia de esa mundanización, y en cierto modo justificación de la misma, viene a ser la captación semipelagiana de la gracia, que surge a finales del XVI: según ella el hombre, por sí mismo, es quien se autodetermina al bien -que luego realizará, eso sí, con el auxilio de la gracia-. Es en el Renacimiento, con la mundanización y el semipelagianismo, es entonces, con la erosión doctrinal que ciertos rebrotes de averroísmo y nominalismo producen en las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales, cuando se van amalgamando los grandes errores que conducirán al ateísmo de masas de nuestros días. Así lo entiende, por ejemplo, Juan Pablo II, cuando afirma que «el hombre moderno, en un gigantesco desafío, desde el Renacimiento, se ha levantado contra el mensaje de salvación, y ha rechazado a Dios en nombre mismo de su dignidad de hombre. El ateísmo, reservado primero a un pequeño número de personas, esa inteligentsia que se consideraba una élite, se ha convertido hoy en un fenómeno de masas que pone a las Iglesias en estado de sitio» (Evangelización y ateísmo 10-X-1980). El nuevo espíritu que inicia la descristianización moderna de Europa, trae también consigo una admiración nueva hacia la antigüedad pagana greco-romana. La Edad Media, evidentemente, conocía y apreciaba la antigüedad, pero, aunque la asumía en buena parte, la consideraba superada por las grandes síntesis de la Cristiandad posterior. El Renacimiento, por el contrario, estima la antigüedad como una edad de oro, al mismo tiempo que devalúa la Edad Media. Comienza, pues, a creerse entonces que «habría habido dos épocas luminosas, Antigüedad y Renacimiento -los tiempos clásicos- y, entre ellas, una edad media, un período intermedio, un bloque uniforme, «siglos groseros», «tiempos oscuros»» (Pernaud 55-56). La crisis que describimos no es, por supuesto, del todo nueva, y se ha iniciado ya al final de la Edad Media, cuando el poder civil se va emancipando de la autoridad religiosa, la razón comienza a independizarse de la fe, y la filosofía de la teología. Comienza, pues, de este modo a cuartearse la unidad característica del mundo medieval. Pero es a partir del Renacimiento cuando se agudizan mucho las disociaciones que van a terminar rompiendo la unidad de la Cristiandad: disociaciones entre razón-fe, tierra-cielo, gracia-libertad, laicos-religiosos, rey-Papa, oración-trabajo, natural-sobrenatural, política-moral, vida personal-social... Y esa disgregación se produce también en otros órdenes. La Europa renacentista, en efecto, se irá dividiendo en naciones cada vez más cerradas en sí mismas; el latín, la lengua común del Occidente cristiano, retrocede ante las lenguas vernáculas; los pensamientos, cada vez más críticos y subjetivos, van derivando hacia escuelas irreconciliables. Y todo va pasando del teocentrismo medieval al antropocentrismo de los tiempos nuevos. Éstos son, como ya he dicho, los pasos iniciales hacia el ateísmo actual de masas, que analizaremos más adelante. Protestantismo En medio de esta crisis, y agudizándola enormemente, nace con Lutero (1483-1545) el Protestantismo, que en algunos aspectos participa del impulso renacentista. En efecto, el luteranismo, por el libre examen de la Escritura, separa al pueblo cristiano de la tradición espiritual católica y de las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales. Y rechazando la autoridad de los sucesores de los Apóstoles, destruye la unidad de la Cristiandad. En este sentido, unidos en un común empeño de romper con la tradición católica, sobre todo de la medieval, la Reforma se casa con el Renacimiento, y ambos engendran la Edad Moderna. Es preciso señalar, sin embargo, que Renacimiento y Protestantismo son antagónicos en un aspecto muy importante. En efecto, la Reforma profesa un acentuado pesimismo antropológico. El hombre está completamente perdido por el pecado original. La razón apenas tiene capacidad de verdad por sí misma. Y la libertad humana ha quedado esclavizada al mal y al demonio. Por tanto, la salvación del hombre, sólo puede obtenerse por la pura fe en Cristo, es decir, como una justicia imputada extrínsecamente al hombre por la misericordia de Dios. El optimismo antropológico renacentista no ve así las cosas. La falsificación de la Edad Media Se inicia en el Renacimiento, con gran virulencia en la Reforma protestante, pero también en ciertos ambientes socialmente altos de la Iglesia Católica, un distanciamiento crítico hacia la Edad Media -es decir, hacia la tradición cristiana, la vida monástica y religiosa, la austeridad de costumbres en los laicos, el pensamiento filosófico y teológico de la escolástica, la primacía del Papa y de los Obispos, la conciencia de «el pecado del mundo», la necesidad y primacía de la gracia, etc.-. Ese distanciamiento, todavía tímido, llegará a hacerse una abierta repulsa en la apostasía del siglo XX, en la que se produce un rechazo consciente y sistemático de la tradición católica. Pero ya en este período, en la Edad Moderna, podemos observar ese menosprecio de la tradición católica precedente, que exige necesariamente una falsificación peyorativa del milenio medieval, que, como digo, sólo alcanzará formas extremas en la apostasía de nuestro siglo. Desde luego, es un vano intento tratar ahora en dos páginas de desmontar tan innumerables prejuicios arraigados durante siglos; pero, como hay que darle, siempre que se pueda, una oportunidad a la verdad, señalaré, no obstante, algunos puntos importantes. -Descubrimiento de la Antigüedad. No es cierto, en primer lugar, que en el XV-XVI, con ocasión de los viajes comerciales, se descubrieran las obras de la Antigüedad clásica, pues casi todas eran ya conocidas en la Edad Media. Lo que cambia ahora es la actitud hacia ellas, pasándose a una canonización admirativa de las mismas. «En las letras como en las artes, la Edad Media no había cesado de inspirarse en la antigüedad, pero no consideraba por eso sus obras como arquetipos o modelos. Fue en el siglo XVI cuando se impuso en este terreno, como en todos, la ley de la imitación» (Pernaud 83). A partir del Renacimiento las obras de arte son bellas en la medida en que se aproximan a los cánones clásicos greco-romanos. El arte gótico y el románico, por tanto, es un arte bárbaro que, en lo posible, debe ser sustituído por la corrección impecable del arte nuevo, es decir, del antiguo. Así se llega al neoclásico en la segunda mitad del XVIII. -Uniformización de todo. También a partir del Renacimiento, la variedad medieval de los derechos regionales, que reconocen a costumbres, fueros y usatges una importancia principal, cede el paso progresivamente a un Derecho Romano uniformizador. La mujer, con eso, pierde derechos cívicos ante el poder monárquico del paterfamiliæ. Las pequeñas comunidades señoriales, formadas por lazos personales atados con pactos, van quedando devaluadas ante la política de los nuevos Estados centralizados, orientados ya hacia el absolutismo y la uniformidad de súbditos y regiones. La diversidad estética de los estilos artísticos medievales se va unificando también bajo los rigurosos cánones clásicos del arte antiguo. Y la variedad de las tradiciones litúrgicas cede también ante la universalidad de la liturgia romana, que en Trento se establece como casi la única de toda la Iglesia. -Sujeción de la Iglesia al poder civil. El nombramiento de Obispos y abades por los reyes y señores, que durante toda la Edad Media, con excepción del período carolingio, constituyó un abuso cuando se produjo, se convirtió en el siglo XVI en práctica habitual y norma de derecho. Si bien en formas pactadas con la autoridad de la Iglesia, es entonces cuando nace el Patronato de los reyes de España y Portugal, o el Concordato por el cual en Francia, durante cuatro siglos, todos los Obispos y abades eran nombrados por el rey, primero, o por el presidente de la república, después (1516-1904). -Rebrotan ahora los males que la Cristiandad medieval disminuyó o hizo desaparecer. El aborto y el suicidio, vistos con horror por el pueblo cristiano medieval, se irán multiplicando en un crescendo que llega hasta nuestros días. La brujería, que al final de la Edad Media comienza a ser un grave problema social, se multiplica más y más, en curva siempre ascendente, en los siglos XV hasta el XVII, cuando se inicia ya la reacción contraria. La esclavitud, prácticamente extinguida en la Cristiandad medieval, asoma de nuevo en la Europa del XV, aumenta a partir del XVI, sobre todo en América, y se multiplica monstruosamente en el XVIII y primera mitad del XIX, cuando termina. En punto a guerras -aparte de la llamada de los «Cien años» (1340-1453), que tuvo alcances regionales-, ha de afirmarse que la belicosidad de las edades moderna y contemporánea es incomparablemente mayor que la del milenio medieval. Y es que Renacimiento y Reforma han roto la unidad espiritual y social de Europa, y han abierto las puertas a una época en la que guerras y disputas serán casi continuas entre naciones de la Cristiandad, antes hermanas. Y en fin, la intolerancia religiosa se agudiza durante los siglos modernos en términos antes no conocidos. Dejando muy lejos los tiempos de San Fernando III de Castilla y León, que en el siglo XIII pudo llamarse el «rey de las tres religiones» (judía, cristiana y musulmana), es en los siglos XV y XVI, cuando se multiplican por toda Europa las expulsiones de judíos y moros. Pero en los tiempos modernos y contemporáneos han de producirse aún extremos de intolerancia social y religiosa indeciblemente mayores, como los procedentes de las ideas de Locke (Ensayo sobre la tolerancia, 1667; Carta sobre la tolerancia, 1689), Rousseau, Voltaire, Marx, Lenin, Hitler, etc. Una profesora ayudante de la doctora Régine Pernaud incurrió una vez en un lapsus tan grave como significativo, aludiendo al caso Galileo como a algo característico del oscurantismo de la Edad Media. Fue preciso recordarle que «el affaire Galileo, atribuído por ella a los siglos oscuros del medioevo, había tenido lugar en la Edad Moderna, en 1633, exactamente. Galileo [1564-1642] fue contemporáneo de Descartes [1596-1650]. El affaire Galileo sucedió cien años después del nacimiento de Montaigne (1533) y más de un siglo después de la Reforma (1520)»... (Pernaud 157-158). -Resurge el culto pagano del mundo visible. En fin, por los siglos XVI y XVII se inicia una época, ya apuntada en el otoño de la Edad Media, en que no pocos cristianos van orientándose más y más a la posesión gozosa de este mundo visible. Todavía perdura con fuerza, lo veremos en seguida, el espíritu de la tradición cristiana. Todavía ésta es la savia que vivifica gran parte del árbol eclesial, como puede comprobarse sobre todo en el XVI español, tanto en España como en la evangelización de Hispanoamérica. Pero la paganización del cristianismo, que se inicia sobre todo en el mundo de los altos personajes civiles y eclesiásticos del Renacimiento, va logrando que en muchos de ellos la bautismal renuncia al mundo, que abre la puerta a la vida cristiana, se quede en nada. La norma que va ganando vigencia es: «busquemos primero de todo los bienes de este mundo, que ya la bondad de Dios nos dará por añadidura la vida eterna». 2. Los errores de la época Protestantismo En el XVI la Iglesia, como siempre, enseña que los religiosos, que lo dejan todo para mejor seguir a Cristo, andan por camino de perfección. Son, pues, cristianos que viven los consejos evangélicos, a los que se obligan públicamente mediante los votos. Pero los protestantes, de acuerdo con su convencimiento de que la salvación es por la fe y no por las obras, rechazan de plano esa doctrina. -Contra los estados de perfección, es decir, contra la vida religiosa, los protestantes argumentan lo siguiente: 1.- Vinculando la perfección a los consejos, la Iglesia católica niega que todos los cristianos están llamados a la perfección (Calvino, Instituciones IV,13,11). 2.- Los religiosos, por su parte, profesando con votos cosas externas -celibato, pobreza, reglas: «mera Satanæ mendacia»-, estiman su vida como más perfecta que la de los laicos, cuando en realidad sólo cuenta ante Dios lo interior, y caen así necesariamente en la hipocresía. 3.- Los religiosos encadenándose con los votos, destruyen la libertad cristiana que consiguió Cristo para los hijos de Dios. 4.- La Iglesia, en fin, incurre al menos en semipelagianismo valorando en la obra de la santificación el esfuerzo humano, puesto en éstos o aquéllos medios de perfección, como si la santificación no fuera pura obra de la gracia de Cristo, siempre gratuita (Lutero, De votis monachorum; 1530, Confesión de Augsburgo art.6, De votis monachorum). «La perfección evangélica es espiritual, es decir, consiste en movimientos del corazón, en temor de Dios, en fe, en caridad, en obediencia», y no en medios exteriores (art.16). La primera denuncia puede aludir a deficiencias reales que quizá se dieran en ciertos escritos católicos; pero la unánime tradición doctrinal de la Iglesia, así como el gran número de santos laicos canonizados, antiguos y medievales, manifiesta que es una denuncia falsa. La segunda imputación contraría al Evangelio, pues niega todo valor a los consejos del Señor. Los religiosos, en efecto, cumpliendo los consejos de Cristo, llevan camino de vida más perfecto que los laicos. Lo que no impide que tantos laicos puedan ser más santos que no pocos obispos y religiosos, como siempre ha creído y enseñado la Iglesia, desde los Apotegmas de los primeros monjes hasta la Summa de Santo Tomás. La tercera implica un grave error, pues los votos, libremente profesados, confortan la libertad del cristiano, sin disminuirla o suprimirla (STh II-II, 88, 4). La cuarta, quizá la más grave, es falsa porque ignora la verdad católica sobre la gracia, según la cual tanto vivir los preceptos como seguir los consejos es por gracia de Dios. Por otra parte la santificación no es pura fe, sino fe y obras; ni es pura gracia, sino gracia de Dios y libertad humana auxiliada por la gracia. -Alergia a la vida religiosa, ajustada a una Regla con votos. El cristianismo ortodoxo, separado de Roma, ha tenido siempre la vida religiosa en gran veneración. Un sólo ejemplo: en 1991 había en Rusia 15 monasterios en activo, y en 1994, una vez recuperada la libertad religiosa, eran ya unos 250. Por el contrario, la Reforma protestante impugnó desde el principio la vida religiosa y los consejos evangélicos, de tal modo que allí donde llegaba su influjo, se cerraban inexorablemente monasterios y conventos. Sabido es que Lutero abandonó su condición de agustino y se casó con una mujer que había sido religiosa. A mediados del siglo XIX, sin embargo -con posterioridad al período que ahora consideramos-, se abre de nuevo el mundo protestante, muy lentamente, a la vida de perfección enmarcada por los consejos evangélicos. En Alemania, por ejemplo, en 1836, se establece una comunidad de diaconisas que viven virginidad, pobreza y obediencia. La experiencia pasa a Francia, Suiza, Holanda, y en 1845 a Inglaterra. En esta fecha, y con ese estímulo, el anglicanismo inicia algunas formas de vida religiosa, como la Sisterhood, inspirada en el «movimiento de Oxford». Veinte años después nace la masculina Sociedad de San Juan Evangelista, que pasa luego a Norteamérica, India y Africa. Todos estos movimientos se van diversificando, a veces en formas monásticas, y en otras ocasiones de modos semejantes a los institutos seculares. Pero el auge de la vida comunitaria de estilo religioso se produce más acentuadamente a partir de la II guerra mundial. Es el caso, por ejemplo, del monasterio de Taizé, en Francia. Con todo esto parece que la primitiva alergia luterana a todo lo que en la Iglesia signifique ley, regla, obligación por voto, vida comunitaria de los consejos, está en vías de ser superada en el mundo protestante. Hace pocos años, en el 450 aniversario de la Confesión de Augsburgo, celebrado en Salamanca en setiembre de 1980 entre evangélicos y católicos, se decía: «Respecto del monacato y de la vida religiosa, teniendo en cuenta la comprensión dominante y la praxis de la vida monástica en la Iglesia católico-romana, el duro juicio de la Confesión de Augsburgo no puede mantenerse» (Declaración conjunta luterano-católica sobre la Confesión de Augsburgo n. 21: «Ecclesia» 27-9-1980, 15; +A. Bandera, La vida religiosa 282-291). Semipelagianismo La doctrina católica de la gracia ha confesado siempre que es Dios quien mueve al hombre por su gracia a pensar, a querer y a obrar el bien. De tal modo que el hombre puede, sin Dios, obrar el mal; pero necesita siempre el concurso de Dios para realizar el bien, en todas y cada una de las fases de su producción. En la línea del bien, por tanto, la gracia precede siempre a la acción del hombre, que actúa libremente bajo el influjo de la misma gracia divina. Así, Dios y el hombre actúan como causas subordinadas: la causa principal es Dios, y el hombre la causa segunda. Ésta es, por ejemplo, la doctrina de San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, y hasta el siglo XVI hay en ella un acuerdo general entre los autores católicos, que sólamente difieren a la hora de explicar cómo se produce esa subordinación causal misteriosa. Esta unanimidad profunda en la doctrina de la gracia se va a quebrar en el siglo XVI con la reaparición de la tendencia semipelagiana, condenada en el año 529 en el II concilio de Orange (Denz 370-379). El término semipelagiano no fue usado en la antigüedad, y fue inventado cuando Molina enseñó en la Concordia (1589) cómo Dios y el hombre concurren, como causas coordinadas, o más exactamente incompletas, que se complementan para la producción de la obra buena. Muchos entonces vieron estas enseñanzas como pelagianorum reliquiæ, o más exactamente, como sententia semipelagianorum, refiriéndose con este término a aquellas posiciones que algunos, como los monjes de Marsella (massilienses) habían defendido en el siglo V. Según ellas, depende del hombre, de su mayor o menor generosidad, hacer este bien o ese otro bien mayor -aunque se admite que, para realizarlo, es necesario el concurso de la gracia divina-. Actualmente, como veremos, en la extrema decadencia de la fe en Occidente cristiano, ésta es la doctrina más generalizada. Por el contrario, la Iglesia, en la antigüedad y en el milenio medieval, entiende el cristianismo ante todo como gracia. Y así, por ejemplo, considera evidente una enseñanza como la de Santo Tomás, según la cual «es el amor de Dios el que crea e infunde la bondad en las criaturas» (STh I,20,2); y, por tanto, «no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para los primeros que para los segundos» (I,20,3; +23,4). Cuando verdades como éstas producen rechazo en la mayoría -según la cual Dios ama más a los mejores, porque son más buenos-, eso significa que han perdido muchos la recta tradición católica sobre la doctrina de la gracia. Las consecuencias de esta inversión del binomio gracia-libertad son incalculables, tanto en la espiritualidad general, como en lo referente a los caminos de perfección. Concretamente, en la visión semipelagiana, el «dejar el mundo» para seguir a Cristo, es posible a cualquier cristiano, «con tal de que lo quiera, pues es cuestión de generosidad: querer es poder». Quienes así piensan admiten luego, eso sí, que la realización de esta generosa opción es imposible sin la ayuda de la gracia. Si no admitieran eso, serían pelagianos. Mientras que admitiéndolo, se quedan en semipelagianos. Jansenismo La obra escrita de Jansenio (1585-1638) da origen a una tendencia espiritual rigorista, que impugna la vida religiosa como estado de perfección, y por tanto de los consejos evangélicos. Se renueva así, aunque desde presupuestos teológicos diversos, el ataque de la Reforma a la vida religiosa. Es la disciplina espiritual interna, y no los votos sobre consejos externos, lo que lleva a la perfección. Aunque también esta palabra es evitada, y prefiere hablarse más bien de le salut de los miembros (+DSp 12,1135-1136). El oratoriano Claude Séguenot, por ejemplo, afirma que «el voto no añade nada a la perfección cristiana [de la que ya se hizo voto en el bautismo], sino en cuanto a lo exterior, en lo cual no consiste la perfección» (1638, De la sainte virginité). Bien entendida, esta doctrina es católica; mal entendida, expresa el jansenismo de Saint-Cyran (1581-1643). Quietismo El quietismo, como el jansenismo, llama a perfección a todos los bautizados, pero desde una doctrina falsa sobre gracia y libertad. Se difunde tanto entre laicos como entre sacerdotes y religiosos, y sus propugnadores ofrecen un método corto, simple, a todos asequible, para llegar a la perfección cristiana. Basta con no hacer acto alguno, sino sólo resignarse o abandonarse totalmente a Dios, dejándole hacer a él, y centrando el empeño espiritual en una oración que, desde un principio -hoy diríamos al estilo del zen- ha de ser quieta y vacía. Por tanto, todo acto consciente y libre, por bienintencionado que sea, no es sino un obstáculo para la acción de la gracia de Dios en el hombre (+Denz 2351-2373). En estas ideas se orienta el camino interior de Miguel de Molinos (+1696), el amor purísimo de Fenelón, o las obras publicadas, con significativos títulos, por el padre La Combe (+1715), Lettre d’un serviteur de Dieu contenant une brève instruction pour tendre seurement à la Perfection chrétienne, o por Madame Guyon (+1717), Moyen court et très facile pour l’oraison que tous peuvent pratiquer très aisément et arriver par là en peu de temps à une haute perfection. Ya se comprende que, partiendo de esas premisas, el camino de los religiosos -consejos, votos, Reglas-, al menos en cuanto camino de perfección, no tiene sentido. 3. Grandes espirituales cristianos En esta crisis de la época moderna (XVI-XVII), frente a las erróneas tendencias señaladas, persiste vigorosa la savia vivificante de la tradición católica, es decir, la antigua y medieval. Y la espiritualidad católica sigue floreciendo, hasta llegar a cumbres no superadas. En cuanto al tema que nos ocupa, perfección cristiana y mundo secular, recordaré ahora a varios santos: Ignacio, Teresa, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, La Colombière y Monfort. Cada uno de ellos, con sus matices peculiares, nos ayuda a captar un pensamiento cristiano sobre el mundo verdaderamente tradicional, es decir, en perfecta continuidad con la doctrina de Cristo y de los Apóstoles. San Ignacio de Loyola -Un converso. San Ignacio de Loyola (1491-1556), que «hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo» (Autobiografía 1), pasa totalmente del mundo al Reino, y con un estilo tan medieval como renacentista, llega a ser, con su Compañía, un gran Capitán al servicio de Cristo. -Principio y fundamento. Ya convertido, Ignacio de Loyola entiende que el principio y fundamento de todo está en que el hombre ha sido puesto en la tierra para amar y servir a su Creador. Y que, indiferente a todos los bienes mundanos, debe tomarlos o dejarlos tanto en cuanto le ayuden para amar y servir a Cristo (Ejercicios 23). Cristo Rey llama a cada uno en particular con términos muy claros: «Mi voluntad es conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (95). El cristiano, por tanto, poniéndose bajo la bandera del Reino de Cristo, ha de pretender con todas sus fuerzas, potenciadas inmensamente por la gracia divina, conquistar el mundo para Dios. -Libres del mundo. Se comprende bien, en esta perspectiva, que ante todo y sobre todo Ignacio exija para su Compañía de Jesús hombres perfectamente libres del mundo. «Los que entran en la Compañía han de considerar delante de nuestro Creador y Señor lo que sigue: en cuánto grado aprovecha para la vida espiritual aborrecer en todo y no en parte cuanto el mundo ama y abraza. Admitir y y desear con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado. Y como los mundanos aman y buscan con tanta diligencia honras, fama, etc., así los que van en espíritu y siguen de veras a Cristo nuestro Señor aman y desean intensamente lo contrario. Y vístense de la misma vestidura y librea de su Señor, por su divino amor y reverencia. De modo que, donde a su divina Majestad no le fuese ofensa, ni al prójimo imputado a pecado, deben desear pasar injurias, falsos testimonios y ser tenidos por locos, no dando ellos ocasión de ello, para desear padecer e imitar en alguna manera a nuestro Creador y Señor Jesucristo, pues de ello nos ha dado ejemplo en sí, y hecho vía que nos lleva a la verdad y vida» (Regla 23; +Const.101; 288). Tanto importa esto a los ojos de Ignacio, que el que quiera ingresar en la Compañía debe demostrar, con signos bien ciertos, su menosprecio del mundo. En primer lugar, el aspirante ha de distribuir todos sus bienes en forma irrevocable, «apartando de sí toda confianza de poder haber en tiempo alguno los tales bienes» (Const. 53). Más aún, el que entre en la Compañía «haga cuenta de dejar el padre y la madre, hermanos y hermanas, y cuanto tenía en el mundo, y así debe procurar perder toda la afición carnal, y convertirla en espiritual con los deudos» (61; +Regla 7-8). Por otra parte, esta perfecta libertad del mundo debe ser probada y manifiesta, pues de otro modo el religioso jesuita no podrá servir por amor a Cristo Rey, con abnegación, fidelidad y perseverancia. Por eso, en el tiempo de su probación, pase un mes o lo que convenga sirviendo en hospitales, peregrinando sin dinero, ejercitándose en oficios bajos y humillantes, enseñando el catecismo a niños y gente ruda, etc. Y todo eso han de hacer los jesuitas, «por más se abajar y humillar, dando entera señal de sí, que de todo el siglo y sus pompas y vanidades se apartan, para servir en todo a su Creador y Señor, crucificado por ellos» (Const. 66). Y aún más, incluso han de ayudarse «en los vestidos para la mortificación y abnegación de sí mismos, y poner debajo de los pies el mundo y sus vanidades» (297). Un caballero del XVI, sin caballo, sin armas, sin atuendos vistosos... -Doctrina de validez universal. La doctrina espiritual ignaciana, por ejemplo, la de los Ejercicios, es tan profunda, tan centrada en lo fundamental, que vale lo mismo para religiosos o laicos. Lo que Ignacio pretende, recordando una y otra vez las consabidas frases radicales del Evangelio, es que la vida entera del ejercitante, y cada uno de sus aspectos particulares, quede orientada y polarizada en Dios por el amor y el servicio. -Contemplativo y activo. Ignacio de Loyola fue hombre de pocos libros (non multa, sed multum), y siempre tuvo a mano la Imitación de Cristo. Y para él, «la mayor consolación que recibía era mirar el cielo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y por mucho espacio, porque con aquello sentía en sí un muy grande esfuerzo para servir a nuestro Señor» (Autobiografía 11). Pues bien, precisamente por esto, porque Ignacio tenía el mundo secular y sus vanidades bien debajo de sus pies, y mantenía los ojos puestos en lo invisible, arriba, donde está Cristo a la derecha de Dios (+2Cor 4,18; Col 3,1-2), precisamente por eso, mostró tan eficacísimo sentido práctico para actuar en el mundo y tanta fuerza para transformarlo y sujetarlo al influjo benéfico del Reino. Así fue Ignacio y así fueron sus hermanos jesuitas, que antes de su muerte ya eran tres mil. Así fue San Francisco de Javier y San Francisco de Borja. Y ésa es la formidable espiritualidad que, bien organizada, se difunde entre religiosos y laicos durante siglos. Obras como la del padre Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas (1609), que tantas veces cita a los monjes del desierto, al Crisóstomo, a Agustín o a Bernardo, han hecho y hacen gran provecho a laicos, sacerdotes y religiosos. Santa Teresa de Jesús En el itinerario espiritual de Santa Teresa (1515-1582) tiene importancia principal su progresiva liberación del mundo, que se va produciendo a medida que ella crece en el amor a Dios por la oración. Podría decirse que es ésta la trama continua de su vida. Ella sabe que «los ya perfectos tienen el mundo bajo los pies» (Camino Esc. 37,4), según aquel dejarlo todo y seguir a Cristo del Evangelio. «En muchas partes lo hallaréis escrito; en todos los más libros no se trata otra cosa sino cuán bueno es huir del mundo» (13,4). A ello se va Teresa con todos sus ánimos, que no son pocos. Lo comprobaremos ateniéndonos sobre todo al texto de su Vida. -La entrada en el Carmelo. Después de unos años infantiles de insólita precocidad religiosa, la Teresa adolescente, entre libros de caballerías, malas compañías y conciencia de su personal atractivo, se hace mundana, no sin «harta quiebra de su honra». Ella tiene gran afición a «traer galas y a desear contentar en parecer bien», y cuida con esmero cabellos, manos, limpieza, adornos y perfumes. Piensa, como los más, que todas aquellas vanidades no son ningún pecado. Han de pasar no pocos años para que llegue a conocer «cuán malo debía ser» todo eso (Vida 2,1-6). Aunque era «enemiguísima de ser monja» (2,8), Dios, que es la luz, le hizo ver la verdad, que era «todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acaba breve», y que ser monja es «mejor y más seguro estado» (3,4-5). Dios se lo hace ver. Y en año y medio se siente «harto mejorada», y con tener poco más de veinte años de edad, ya le parece que «trae el mundo debajo de los pies» (4,7). -Diez mundos en el convento. No está, sin embargo, Teresa en el claustro tan libre del mundo como ella piensa. El Carmelo de la Encarnación, en aquellos años, bajo una Regla mitigada, no implica una ruptura total con el mundo, y si en él es difícil la virtud excelente, es muy fácil en cambio la relajación. Viene entonces Teresa a conocer las miserias de una vida religiosa en la que «están autorizadas las honras y recreaciones del mundo»... «Es lástima de muchas que se quieren apartar del mundo y, pensando que se van a servir al Señor y a apartar de los peligros del mundo, se hallan en diez mundos, que ni saben cómo se valer ni remediar» (7,4). «¡Oh grandísimo mal, grandísimo mal de religiosos, adonde no se guarda religión!» (7,5). Y lo más terrible es que nadie parecer ver este relajamiento de monasterios y conventos. Así que los pocos que lo vean, tendrán que unirse para ayudarse. «Andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas que es menester hacerse espaldas unos con otros los que le sirven, para ir adelante, según se tiene por bueno andar en las vanidades y contentos del mundo» (7,22). -Desgarrada entre Dios y el mundo. Así las cosas, Teresa, durante casi veinte años, va a padecer, como ella confiesa, «una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas: por una parte me llamaba Dios, por otra yo seguía al mundo; me daban gran contento todas las cosas de Dios, me tenían atadas las del mundo; parece que quería yo concertar estos dos contrarios, tan enemigo uno de otro como es vida espiritual, y contentos, y gustos y pasatiempos sensuales» (7,17). Es un desgarramiento tal, dice, «que ahora me espanto qué sujeto bastó a sufrir que no dejase lo uno o lo otro» (7,18). «Ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo» (8,2). Lazos invisibles de apegos desordenados siguen atándola a personas y cosas, y no le dejan volar. Y cuanto más entiende el amor de Dios, más insufrible se le hace estar sujeta al mundo. Y desde lo más profundo, suplica: «ordenad, Señor, cómo no tenga ya cuenta en cosa del mundo o sacadme de él» (16,4). Libertad para amar o muerte. -Principio de libertad por la oración. Por la oración es por donde Cristo va a sacar del mundo a Teresa. Por ahí va a liberarla de la cárcel mundana. Altísimas visiones de su sagrada Humanidad, que a veces la dejan durante días fuera de sí, visiones muy frecuentes de Cristo en la sagrada Hostia (38,19), y otras gracias especiales, la van encendiendo en la llama de un amor, que quema la escoria de los apegos mundanos. Así comienza -aún queda mucho- a verse libre del mundo: «¡Oh gran libertad, tener por cautiverio haber de vivir y tratar conforme a las leyes del mundo!» (16,8). Ahora el alma «comienza a aborrecer el mundo, y a ver muy claro su vanidad» (19,2). Si los reyes y principales comprendieran la vanidad del mundo, no consentirían en él tantos males, ni dejarían de hacer grandísimos bienes (21,1-2). -Por la oración a la más plena libertad del mundo. Es en la oración donde Dios le hace ver a Teresa con claridad ciertísima que la verdad está arriba, y la mentira abajo; que la vida, la realidad, hay que buscarla en el cielo, atravesando aquí en la tierra las apariencias engañosas y la muerte. Introducida por la contemplación altísima en el misterio de Dios, el alma «quisiera estarse siempre allí, y no tornar a vivir, porque fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá. Parecíame basura, y veo yo cuán bajamente nos ocupamos los que nos detenemos en ello» (38,3)... De esas contemplaciones, le queda al alma «un gran señorío, tan grande que no sé si lo entenderá sino quien lo posee» (38,4). Le queda también «poco miedo a la muerte» (38,5). Y otro don inapreciable: «conocer nuestra verdadera tierra y ver que somos acá peregrinos». Hay en esto «mucha ganancia, porque sólo mirar el cielo recoge el alma»... Quien ha contemplado los bienes celestiales comprende que son «aquéllos verdaderamente los vivos, y los que acá viven, tan muertos que todo el mundo me parece no me hace compañía, en especial cuando tengo aquellos ímpetus» de amor y de oración (38,6). Pero analicemos más detenidamente los efectos que la contemplación produce en la consideración del mundo. Haciéndolo, entramos en el mismo Corazón de Cristo. Recordemos, si no, qué es lo que vimos al considerar en los Evangelios su actitud ante el mundo. -Mundo vano. A Santa Teresa, como a santa Catalina de Siena, Dios le hace ver que el pecado es un no-ser, menos que la nada. El Señor le dice: «Todo es mentira lo que no es agradable a mí» (40,1). El mundo, pues, en la medida en que no recibe a Cristo por Señor -en pensamiento y cultura, en personas e instituciones-, es pura mentira, vanidad y miseria. Esto, que es así, Santa Teresa lo ha visto, porque el Señor se lo ha mostrado: «Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios, que no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima que me hacen los que veo con la oscuridad que están en esta verdad» (40,2). Todos los teólogos del mundo no hubieran podido darle la claridad con que Dios le hace ver esta verdad: «esta verdad que digo es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad» (40,4). «¡Oh miserable mundo! Alabad mucho a Dios, hijas, que habéis dejado cosa tan ruin... Cosa donosa es ésta para que os holguéis cuando hayáis de tomar todas alguna recreación, entender cuán ciegamente pasan su tiempo los del mundo» (Camino 22,5). -Mundo feo. «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto [¡lejos estaba antes de tenerla!] que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía». Bastaba con «oir una sola palabra dicha de aquella divina boca» para que se produjere en ella ese efecto (Vida 37,4). Después de aquellas visiones, confiesa Teresa, «se afrentaba mi alma de ver que pueda parar [fijarse] en ninguna cosa creada, cuánto más aficionarse a ella, porque todo me parecía un hormiguero» (39,22). -Mundo espantoso. En ocasiones, el horror de un mundo, absorto en las criaturas y olvidado de Dios, contrario a él, produce en Teresa verdadero espanto: «Bonico es el mundo para gustar de él quien ha comenzado a gozar de Dios» (Camino 72,5). «No hay ya quien viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos» (Vida 21,4)... A la luz gloriosa de la visión contemplativa, «¡oh, qué es un alma que se ve aquí, haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada!... Todo le cansa, no sabe cómo huir, vese encadenada y presa; entonces siente más verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos y la miseria de la vida» (21,6). «Anda como vendida en tierra ajena, y lo que más la fatiga es no hallar muchos que se quejen con ella» (21,6). Esto es lo que más le duele: que no lo vean apenas los cristianos, y los que deben guiarlos. «Veo tanta perdición en el mundo que, aunque no aproveche más decirlo yo de cansarme de escribirlo, me es descanso, que todo es contra mí lo que digo» (27,21) -Mundo-cruz. Han pasado los años, ha obrado la gracia, y ahora ya para Teresa el mundo, más que una tentación, es un insoportable dolor: está crucificada con el mundo, y el mundo con ella (+Gál 6,14). «Quedóme muy grande gana de no hablar sino cosas muy verdaderas, que vayan adelante de lo que acá se trata en el mundo, y así comencé a tener pena de vivir en él» (Vida 40,3). Habiendo recibido tan altos secretos de Dios, «deseaba huir de gentes y acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo» (32,8). Le duele el mundo, y viéndolo tan ajeno o tan contrario a Cristo, todo le daña: «cuanto hay en el mundo parece tiene armas para ofender a la triste alma» (39,18). Siente, pues, ella un dolor tan insoportable, que el mismo Señor ha de consolarle: «Parecióme tenía lástima el Señor de los que vivimos en el mundo; mas que no pensase yo me tenía olvidada, que jamás me dejaría» (39,20). -Mundo alucinante, puro sueño. Pasan aún más años, y Teresa, introducida ya en la perfección mística más alta, ve suavizarse estas penas, que se cambian en el sentimiento de una indecible distancia. Cada vez ve más claro que «es burlería todo lo del mundo, si no nos ayuda» a buscar al Señor (6 Moradas 4,10). Es burlería, alucinación y puro sueño. Ella lo describe genialmente, poco antes de terminar el libro de su Vida: Ahora el Señor «me ha dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni contento ni pena que sea mucha no la veo en mí. Si alguna me dan algunas cosas, pasa con tanta brevedad que yo me maravillo, y deja el sentimiento como una cosa que se soñó. Y esto es entera verdad, que aunque después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena, no está en mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener pena o gloria de un sueño que soñó; porque ya mi alma la despertó el Señor de aquello que, por no estar yo mortificada ni muerta a las cosas del mundo, me había hecho sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a cegar» (Vida 40,22; +38,7). -Amor verdadero y eficaz al mundo pecador. Podría parecer que, así las cosas, enajenada Teresa del mundo, quedaría completamente incapaz para actuar sobre él. Pero los datos, perfectamente comprobables, una vez más nos indican justamente lo contrario. La potencia activa de Teresa para actuar en el mundo llega a su plenitud precisamente cuando ella está ya, por la contemplación divina, perfectamente libre y desengañada del mundo. Y es que «llegada un alma aquí, no es sólo deseos lo que tiene por Dios; su Majestad le da fuerzas para ponerlos por obra» (21,5). Ella, que antes, cuando todavía sufría la fascinación del mundo, apenas había logrado en muchos años aprovechar en los caminos de oración a dos o tres, logra ahora la transformación de muchas en dos o tres años (13,8-9). Es algo prodigioso, que a ella misma le asombra: centrada en Dios y libre del mundo, «comienza a aprovechar a los prójimos, casi sin entenderlo ni hacer nada de sí» (19,3; +S. Juan de la Cruz, Cántico 29,3). Servir al Señor o morir (Vida 40,20). Es ésta la necesidad apremiante que ahora siente Santa Teresa, y así le pide a Dios «o me lleve consigo o me dé cómo le sirva» (40,23). Ya no tiene, ya no quiere vida para otra cosa. Y es ahora -no antes, ahora justamente- cuando el Señor le concede una enorme fuerza para actuar en el mundo, para reformar y fundar en él monasterios. -Heroicidad de la vida santa en el mundo secular. La Santa es bien consciente de que la gracia de Dios es poderosa para santificar plenamente a los cristianos en el mundo, pero comprende al mismo tiempo que esta obra grandiosa de la gracia no podrá ser colaborada por los cristianos si no asumen con frecuencia actitudes heroicas. Refiriéndose, por ejemplo, a los «capitanes» de Cristo en la vida apostólica dice: «Han de vivir entre los hombres, y tratar con los hombres y estar en los palacios, y aun hacerse algunas veces con los de los palacios en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo, y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo y ser en lo interior extraños del mundo y enemigos del mundo, y estar como quien está en destierro, y, en fin, ser no hombres sino ángeles? Porque a no ser esto así, ni merecen el nombre de capitanes, ni permita Dios salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho... Así que no penséis, hijas, que es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten, sino grandísimo» (Camino Esc. 3,3-4). -Valor inmenso de la vida religiosa. Siempre apreció muchísimo Teresa el don de la vida religiosa. Ella ve el camino mundano que siguen tantos como un despeñadero, en el que muchos caen y se hacen pedazos, las más de las veces sin enterarse y sin alarma de nadie. En cambio, dejar el mundo y todo lo del mundo, para seguir a Cristo, «camino real veo que es, que no senda; camino que quien de verdad se pone en él, va más seguro» (35,13). La vida religiosa, en efecto, es «mejor y más seguro estado» (3,5; +13,5), que el Señor concede a quienes «quiere para más» (Fundaciones 26,8). Es en ese camino de perfección donde se da no sólo la pobreza y la virginidad, sino la obediencia religiosa, y «no hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (Vida 5,10). Por todo ello, quienes han sido llamadas a tan maravilloso camino, deben vivir gozosas y agradecidas, conscientes de «la gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para Sí», librándolas de tantas sujeciones a criaturas (Fundaciones 31,46). Siendo ésta la verdad, dice Santa Teresa, «no puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección. El Señor por quien es [la perfección] nos dé a entender cuán mala es la seguridad en tan manifiestos peligros como hay en andar con el hilo de la gente, y cómo está la verdadera seguridad en procurar ir muy adelante en el camino de Dios... No temen andar entre leones, que cada uno parece que quiere llevarse un pedazo, que son las honras y deleites y contentos semejantes que llama el mundo, y acá [en cambio] hace el demonio temer de musarañas». Y esto a Teresa la deshace: «Mil veces me espanto y diez mil querría hartarme de llorar y dar voces a todos para decir la gran ceguedad y maldad mía», cuando ella todavía andaba en esos engaños, «por si aprovechase algo para que ellos abriesen los ojos. Abraselos el que puede por su bondad, y no permita que se me tornen a cegar a mí. Amén» (Vida 35,14). -Vida religiosa de «camino ancho». Teresa, porque entiende a la luz de Dios el valor de la vida religiosa, por eso alcanza a discernir el horror de su falsificación. «Si la sal se vuelve insípida ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13). Ella sabe, porque se lo ha dicho el Señor, que «las religiones estaban relajadas» (32,11); y, como se ve, lo afirma con toda llaneza. Y también lo sabe por experiencia propia: «a mí me hizo harto daño no estar en monasterio encerrado», sino abierto y disipado (7,3). Ahora «están, por nuestros pecados, tan caídas en el mundo las cosas de oración y perfección» que hasta se teme la vida religiosa perfecta, diciendo que no es para hoy (Fundaciones 4,3). «Ya, ya parece se acabaron los que las gentes tenían por locos, de verlos hacer obras heroicas de verdaderos amadores de Cristo. ¡Oh, mundo, mundo, cómo vas ganando honra en haber pocos que te conozcan!» A este extremo ha llevado la relajación de la vida religiosa: «¡pensamos se sirva ya más Dios de que nos tengan por sabios y por discretos!» (27,14-15)... Ahora, «según está el mundo, y tan olvidadas las cosas de perfección de grandes ímpetus que tenían los santos», todo lo más santo es visto con recelo, parece locura y causa de escándalo, que debe evitarse. Pero, no: «que no haría escándalo a nadie dar a entender los religiosos por obras, como lo dicen por palabras, en lo poco que se ha de tener el mundo, que de estos escándalos el Señor saca de ellos grandes provechos. Y si unos se escandalizan, otros se remuerden, siquiera que hubiese un dibujo [una vislumbre] de lo que pasó por Cristo y sus apóstoles, pues ahora más que nunca es menester» (27,15). Y recuerda la admirable ascesis del bendito fray Pedro de Alcántara. Dicen que «no está ya el mundo para sufrir tanta perfección. Dicen que están las saludes más flacas y que no son los tiempos pasados. Este santo hombre de este tiempo era; estaba grueso el espíritu como en los otros tiempos, y así tenía el mundo debajo de los pies. Que, aunque no anden desnudos ni hagan tan áspera penitencia como él, muchas cosas hay para repisar el mundo, y el Señor las enseña cuando ve ánimo» (27,16). Éste era tan recogido que «no alzaba los ojos jamás, y así a las partes que de necesidad había de ir no sabía, sino íbase tras los frailes; esto le acaecía por los caminos. A mujeres jamás miraba, esto muchos años; decíame que ya no se le daba más ver que no ver» (27,18). -Vida religiosa de «camino estrecho». Santa Teresa funda y reforma monasterios porque ve lo mal que está el mundo cristiano en general y ciertas órdenes religiosas en particular, y porque sufre hasta el llanto los males terribles causados por los luteranos. «Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, pues le levantan mil testimonios y quieren poner su Iglesia por el suelo» (Camino 1,5)... En estas penas, «como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, toda mi ansia era, y aun es, que, pues tiene tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos; y así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y está en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo... Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien» (Camino 1,2; +Vida 32,9). El mismo Señor es quien anima a Teresa para que no deje de fundar, concretamente, el monasterio de San José: «que, aunque las religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas, que qué sería de el mundo si no fuese por los religiosos» (Vida 32,11). Ella, con el auxilio del Señor, ha de fundar, pero ha de fundar monasterios que sigan «el camino estrecho que lleva a la vida» (Mt 7,13), conventos que, por seguir los consejos de Cristo con toda perfección, vengan a ser como la sal que preserva de la corrupción al pueblo cristiano y a todo el mundo, y que hagan vida de su lema padecer o morir (Fundaciones 28,43). -«Seguir los consejos evangélicos con toda perfección». Ya sabe Santa Teresa, pues es la fe de la Iglesia, que la perfección está primariamente en la caridad, es decir, en los preceptos, y que sólo secundariamente está en los consejos. Ella, sin embargo, como tantos otros santos, da suma importancia al cumplimiento estricto de los consejos. Es decir, da suma importancia al modo de vida en que el cristiano ha de situar el crecimiento de su caridad. A Teresa no le da lo mismo, más o menos, que se viva de éste o del otro modo. Para comprobarlo, basta recordar el énfasis extremo de sus avisos y advertencias: «Oigo algunas veces decir de los principios de las Ordenes que, "como eran los cimientos, hacía el Señor mayores mercedes a aquellos santos nuestros pasados". Y así es, pero siempre habían de mirar [los de ahora] que son cimientos de los que están por venir... ¡Oh, válgame Dios, qué disculpas tan torcidas y qué engaños tan manifiestos!... Si viere va cayendo en algo su Orden, procure ser piedra tal con que se torne a levantar el edificio, que el Señor ayudará a ello». Que no decaiga ahora en el Carmelo reformado la vida tan perfecta que el Señor les ha dado. En estas casas, felizmente, «si hay una o dos en cada una que la lleve Dios ahora por meditación, todas las demás llegan a contemplación perfecta, y algunas van tan adelante que llegan a arrobamientos; a otras hace el Señor merced por otra suerte, junto con esto de darles revelaciones y visiones, que claramente se entiende ser de Dios. No hay ahora casa que no haya una o dos o tres de éstas. Bien entiendo que no está en esto la santidad, ni es mi intención loarlas solamente, sino para que se entienda que no es sin propósito los avisos que quiero decir» (Fundaciones 4,8). Así pues, «en ninguna manera se consienta en nada relajación. Mirad que de muy pocas cosas se abre puerta para muy grandes, y que sin sentirlo se os irá entrando el mundo». Estas casas están fundadas por «la mano poderosa de Dios, y es muy amigo su Majestad de llevar adelante las obras que Él hace, si no queda por nosotras» (27,11). Ahora «no nos estorba nadie a servir a nuestro Señor». Ahora, pues, que pasados tantos trabajos, «lo hallan llano todo, no dejen caer ninguna cosa de perfección, por amor de nuestro Señor. No se diga lo que de algunas Ordenes, que loan sus principios. Ahora comenzamos, y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor. Miren que por muy pequeñas cosas va el demonio barrenando agujeros por donde entren las muy grandes. No les acaezca decir: en esto no va nada, que son extremos. ¡Oh, hijas mías, que en todo va mucho, como no sea ir adelante!». Miren «la merced que nos ha hecho nuestro Señor en traernos a esta Orden, y la gran pena que tendrá quien comenzare alguna relajación» (29,32-33). San Juan de la Cruz A diferencia de Santa Teresa -que, en larga lucha, hubo de vencer al mundo primero en sí misma y después en las comunidades carmelitas que reforma o funda-, San Juan de la Cruz (1542-1591) desarrolla su ministerio en un medio religioso reformado, ya libre del mundo; es decir, entre frailes y religiosas del nuevo Carmelo. Y a ellos, principalmente, dirige también sus escritos. Esta circunstancia, y quizá también una radicalidad mayor en los planteamientos teóricos, explica que San Juan de la Cruz insista menos en el mundo exterior que Santa Teresa, y que su tratamiento del tema mundo sea normalmente en una clave mucho más interna, que casi se identifica con la carne. Veámoslo por partes. -Por la plena renuncia, al pleno amor. Todas las páginas de San Juan de la Cruz son una glosa continua de las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo, renuncia a todo, niégate a ti mismo, toma tu cruz, y sígueme».... Nadie como él ha hecho una exégesis ascética tan profunda de esa doctrina evangélica. Nadie ha insistido con tal clarividencia en la necesidad de renunciarlo todo para poder seguir a Cristo, configurándose a él plenamente en gustos y entendimiento, memoria y voluntad. Es el argumento que desarrolla en la Subida al Monte Carmelo y en la Noche oscura: deificación perfecta, mediante un desasimiento total de cuanto sea propio y creatural. El hombre viejo, si quiere identificarse con Cristo, ha de renunciar a todo, es decir, a todo apego desordenado a sus gustos o ideas, recuerdos o esperanzas, cosas y circunstancias. Sólamente así deja que el Espíritu Santo haga de él un hombre nuevo, santificando todos los aspectos de su personalidad. -Primacía del desasimiento interior. De los despojamientos exteriores San Juan de la Cruz habla poco, pues los da ya por supuestos en los destinatarios de sus escritos. En este sentido, la perfección interior, hecha de desasimiento y de amor, le importa a San Juan de la Cruz mucho más que la exterior, que es la más visiblemente facilitada por los consejos evangélicos. Esto, por supuesto, afecta directamente a nuestro tema, perfección y mundo. Hablando, por ejemplo, del rey David, dice: «Llámase pobre, aunque está claro que era rico, porque no tenía en la riqueza su voluntad, y así era tanto como ser pobre realmente; mas antes, si fuera realmente pobre y de la voluntad no lo fuera, no era verdaderamente pobre, pues el ánima estaba rica y llena en el apetito. Y por eso llamamos esta desnudez noche del alma, porque no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda el alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga. Porque no ocupan el alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella» (1 Subida 3,4). San Juan, pues, escribiendo a personas que ya lo han dejado todo, no trata apenas de las ventajas del no tener sobre el tener. Lo que él intenta es que, teniendo o no teniendo mundo, el cristiano sea capaz de «dejar el corazón libre para Dios» (3 Subida 20,4). Con esto San Juan de la Cruz consigue, quizá sin pretenderlo, que su doctrina espiritual tenga una validez prácticamente idéntica para religiosos o laicos. -Importancia del despojamiento exterior. De lo que acabo de decir podría deducirse que San Juan de la Cruz no le da mayor importancia a que, de hecho, se deje todo -mujer e hijos, casa, posesiones y trabajos-, o se siga teniendo todo eso, pero con perfecto desasimiento interior. Tal actitud, sin duda, equivaldría a vaciar los consejos de Cristo de todo valor... Pero no es así. San Juan valora mucho el despojamiento exterior. Y lo explica con doble razón: 1.- Porque el hombre es criatura, y dada la limitación congénita del ser humano, cuanto más el hombre lo deja todo, más plenamente pone su amor en Dios. San Juan de la Cruz, con lógica implacable, aplica este principio en los tres libros de la Subida al Monte, (1) a los sentimientos, (2) al entendimiento, (3) a la memoria y a la voluntad. Del amor de la voluntad, concretamente, afirma: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos espera en Dios; y así de lo demás» (3 Subida 16,2). Esto es así, y seguiría siéndolo, aunque el mundo no fuera malo. 2.- Porque el hombre es pecador. No sólamente es el hombre criatura limitada, es también criatura pecadora, en la que el pecado original y los pecados propios han dejado una inclinación morbosa hacia la posesión de las criaturas. Por eso, «aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo, necesariamente no hacen pecar, pero porque ordinariamente con flaqueza de afición se ase el corazón del hombre a ellos y falta a Dios -lo cual es pecado, porque pecado es faltar a Dios-, por eso dice el Sabio que [si tienes riquezas] no estarás libre de pecado. Que por eso el Señor las llamó en el Evangelio espinas (Mt 13,22; Lc 8,14), para dar a entender que el que las manoseare con la voluntad quedará herido de algún pecado» (3 Subida 18,1). Según esto, Cristo aconseja no tener por una doble razón: por la condición limitada del amor del hombre-criatura, y por la condición morbosa del amor del hombre-pecador. Y eso es lo que hace del camino del no-tener un camino de perfección evangélica, es decir, un camino especialmente idóneo para el desarrollo de la caridad. -Guardar «camino estrecho». En comprobación del punto anterior, podemos observar también cómo San Juan de la Cruz, no obstante su insistencia en lo interior, muestra un gran empeño, lo mismo que Santa Teresa, por asegurar intactos los rigurosos medios externos que favorecen la perfección interior. Se ve claro, pues, que a él tampoco le da lo mismo que se tenga más o menos mundo, con tal de que se tenga como si no se tuviere. Por el contrario, apremia la pobreza y el despojamiento con gran convicción: «Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros; sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz» (Cta. al P. Luis de San Angel) -Vanidad del mundo. Leyendo a San Juan de la Cruz da la impresión de que su doctrina -de muy diverso acento a la del Crisóstomo, por ejemplo- sería la misma aunque el mundo no fuera malo, es decir, aunque el pecado del mundo no fuera un fuerte y continuo condicionante para el mal. Para urgir el desasimiento de él, basta con que sea vano, es decir, con que sea criatura. Ya lo hemos visto en los textos citados de la Subida, pero podemos comprobarlo también si nos asomamos al Cántico espiritual: «Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer, viendo que la vida es breve (Job 14,5), la senda de la vida eterna estrecha (Mt 7,14), que las cosas del mundo son vanas y engañosas (Eccl 1,2), conociendo la gran deuda que a Dios debe; sintiendo a Dios muy enojado y escondido por haberse ella querido olvidar tanto de Él entre las criaturas; tocada ella de dolor de corazón interior sobre tanta perdición y peligro, renunciando todas las cosas, dando de mano a todo negocio, sin dilatar un día ni una hora, con ansia y gemido salido del corazón, herido ya del amor de Dios, comienza a invocar a su Amado y dice: ¿A dónde te escondiste, Amado?... Salí tras ti clamando, y eras ido» (Cántico 1,1 extracto). La fuga mundi, es verdad, también está motivada por evitar «tanta perdición y peligro» como existen en el mundo pecador; pero es ante todo un querer gozar menos de las criaturas para poder gozar más de Dios. Es, pues, como un giro total del espíritu, producido por el amor más enamorado. Si quieres alcanzar un amor perfecto, déjalo todo, y sígueme. «Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras»... «Buscando a mi Amado»,... no cogeré las flores, pues «para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios». Renunciará, pues, fuga mundi, a todas las flores de este mundo, a todas las cosas, no sólo a las malas, también a las buenas, a los bienes temporales o incluso a los espirituales, pues todos ellos, por buenos que sean, «si se tienen con propiedad o se buscan, impiden el camino de la cruz del Esposo Cristo»... Y en fin, «el alma bien enamorada, que estima a su Amado más que a todas las cosas, confiada del amor y favor de Él, no tiene en mucho decir: ni temeré las fieras [el mundo], y pasaré los fuertes [los demonios] y fronteras [la carne]» (Cántico 3). -Enamoramiento de Dios y fuga mundi. «Pues ya si en el ejido / de hoy más no fuere vista ni hallada, / diréis que me he perdido; / que, andando enamorada, / me hice perdidiza, y fui ganada». Así «responde el alma en esta canción a una tácita reprensión de parte de los del mundo, los cuales han de costumbre notar a los que de veras se dan a Dios, teniéndolos por demasiados en su extrañeza y retraimiento y en su manera de proceder, diciendo también que son inútiles para las cosas importantes, y perdidos en lo que el mundo aprecia y estima» (Cántico 29)... Pero todas estas murmuraciones de los mundanos al alma enamorada le traen sin cuidado. En efecto, el alma, «haciendo rostro muy osada y atrevidamente a esto y a todo lo demás que el mundo la pueda imponer, porque habiendo ella llegado a lo vivo del amor de Dios, todo lo tiene en poco», responde que «ella misma se quiso perder». Y para que no tengan esto «por insipiencia o engaño, dice que esta pérdida fue su ganancia, y que por eso de industria se hizo perdidiza» al ejido del mundo. Aunque la verdad es que «esta tan perfecta osadía y determinación en las obras pocos espirituales la alcanzan», pues de uno u otro modo «nunca se acaban de perder en algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá». Todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo en el mundo. «No viven en Cristo de veras». Sólamente un loco enamoramiento de Dios puede hacer al hombre perfectamente libre del mundo, quitando de él todo lazo de respetos mundanos, todo resto de vergüenza mala. Pues ésta es la verdad, que «el que anda de veras enamorado, luego se deja perder a todo lo demás por ganarse más en aquello que ama... Tal es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo todo y a sí mismo en su voluntad por Dios, y ésta tiene por ganancia» (Cántico 29). Que, andando enamorada, me hice perdidiza, y fui ganada. -Enamoramiento de Dios y gloria mundi. Hemos visto que la amorosa contemplación de Dios muestra la vanidad y la condición pecadora del mundo, e inclina a la fuga mundi. Pero a esa misma luz contempla el alma la gloria del mundo, todo lo que en el mundo es bueno, todo lo que en él es de Dios. A la luz contemplativa «todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida... Y aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial» (Llama 4,5). -Por la nada al todo. En el dibujo que San Juan hace del Montecillo, síntesis de la doctrina espiritual de la Subida, resume su enseñanza en una poesía: «Para venir a poseerlo todo / no quieras poseer algo en nada» (+1 Subida 13,11-13). Este principio de renunciamiento, para mejor seguir a Cristo, ha de aplicarse en forma universal, lo mismo a afectos del sentimiento que a ideas del entendimiento, a recuerdos de la memoria o a quereres concretos de la voluntad. Se trata, pues, siempre de dejarlo todo para más fácil y plenamente poseer a Dios por el amor. Tratándose, por ejemplo, de oír, de mirar criaturas, o de hablar, o de cualquier otro gusto que se ofreciere a los sentidos, como no sea algo que convenga al amor de Dios o del prójimo, en principio, «renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo» (1 Subida 13,4). Tener, pues, sólo cuando la gloria de Dios o el bien del prójimo lo requiera. Y en la duda, inclinarse siempre al no tener. «En esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso, porque como nada codicia, nada le impele hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, que está en el centro de su humildad. Que cuando algo codicia, en eso mismo se fatiga» (Montecillo; +1 Subida 13,13). -Doctrina universal, idéntica para religiosos, sacerdotes o laicos. Si repasamos los textos de San Juan hasta aquí citados, podremos comprobar que todos ellos establecen normas universales de vida espiritual, válidas igualmente para religiosos o seglares, sin bien la aplicación concreta será distinta, obviamente, en unos o en otros. Caería, pues, en la trampa mental, vieja y actual, ya aludida en varias ocasiones, quien pensara que estos altos principios de espiritualidad sólo valen para quienes han dejado el mundo. Son, sencillamente, doctrina evangélica para todos. Él, por circunstancias concretas, escribe normalmente para gente religiosa; pero es consciente, sin embargo, de la perfecta universalidad de su doctrina. Y, por ejemplo, cuando escribe la Llama, quizá su más alta obra, la dedica a una señora seglar, Doña Ana de Peñalosa. También es consciente, por otra parte, de que de su doctrina «no se aprovecharán sino los menos» (prólogo Subida 8) San Juan de la Cruz no pide -mejor, no da- más que Cristo, ni enseña nada que Cristo no enseñe. Lo único que él hace es exponer con especial claridad lo que el mismo Señor «decía a todos: el que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). San Francisco de Sales El santo Obispo de Ginebra (1567-1622) es Doctor de la Iglesia, y su enseñanza versa generalmente sobre temas de espiritualidad cristiana. -Consejos evangélicos. En las cuestiones básicas acerca del valor de los consejos evangélicos, Sales se atiene a la doctrina de los grandes autores precedentes, los medievales, como Anselmo, Bernardo, Buenaventura, y los recientes maestros, especialmente los españoles, como Ignacio, Teresa, Luis de Granada, etc. Podemos comprobarlo cuando el santo Obispo toca aspectos de la vida religiosa, por ejemplo, en Entretiens et Colloques spirituels du Bien-Heureux François de Sales o en las mismas Constitutions de la Visitation de Sainte-Marie. San Francisco de Sales estima, en efecto, que «es un gran pecado despreciar la pretensión de la perfección cristiana. Es una impiedad intolerable despreciar los consejos y medios que para llegar a ella nos ha marcado Nuestro Señor» (Trat. amor de Dios 8,8). Por otra parte, los enamorados de Cristo siguen sus consejos con facilidad y alegría. «Es diferente mandar y recomendar... Se obedece el mandamiento, y se hace caso del consejo». Ahora bien, «el corazón enamorado no recibe el consejo "tanto" por su utilidad, sino para conformarse al deseo del que le aconseja y rendirle homenaje; y por eso, no recibe los consejos sino en la medida en que Dios lo quiere. Y Dios no quiere que todos y cada uno observen [en lo exterior] todos los consejos, sino sólamente aquéllos que son convenientes según la diversidad de personas, de tiempos, de ocasiones y de fuerzas, en cuanto que la caridad lo requiere... Por eso se debe tomar de ella el orden en el ejercicio de los consejos» (ib. 8,6). Es de notar, en todo caso, que San Francisco de Sales no insiste especialmente en la rigurosidad de los medios exteriores ordenados a la perfección. No por eso se piense que, por ejemplo, sus Constituciones de la Visitación (1618) exigen poca cosa; en absoluto. Mandan, por ejemplo, dos horas diarias de oración, una obediencia profundísima, que acabe con toda voluntad propia, etc. Pero, como él mismo advierte, «esta Congregación ha sido erigida de tal modo que ninguna grave aspereza pueda apartar de incorporarse a las débiles y enfermas, para dedicarse a la perfección del amor divino» (Annecy 25,51-52). Quizá, sin embargo, lo más precioso de la doctrina espiritual salesiana se refiera a la perfección espiritual de quienes viven en el mundo. Y por eso centraré mi breve análisis en este tema. Cuando, por ejemplo, escribe para su sobrina casada Luisa de Chastel, «un alma con deseo de la santa perfección», lo hace con la intención de «instruir a los que viven en las villas, en las familias y en las cortes, y que por su condición están obligados a pasar una vida común cuanto a lo exterior» (Introducción a la vida devota, pref.). -La vía del santo abandono. Ésta es la doctrina más característica y preciosa de San Francisco de Sales. Todos los cristianos, sea cual fuere su vocación y estado, aunque de distintas maneras, han de caminar un mismo camino, que consiste en dejarle obrar a Dios en sí mismo, abandonándose día a día a su providencia. Señalo brevemente los autores y obras principales en esta vía del santo abandono. -San Francisco de Sales, especialmente en su Traitté de l’Amour de Dieu, libros 8 y 9, y en Les Vrays Entretiens spirituels, editados poco después de su muerte bajo el cuidado de Santa Juana de Chantal. -Jacques-Bénigne Bossuet, obispo de Meaux (1627-1704), Instruction sur les états d’oraison, Discours sur l’acte d’abandon à Dieu, escritos con el trasfondo de la polémica contra el quietismo de la época, en États d’oraison, libro 8,9. -Jean-Pierre de Caussade, S.I. (1675-1751), L’Abandon à la Providence divine envisagé comme le moyen le plus facile de sanctification, obra inédita, reordenada y publicada por el P. Ramière (1861), a partir de cartas e instrucciones del P. Caussade a las religiosas de la Visitación que él atendía. -Dom Vital Lehodey, cist. (1857-1948), Le sainte abandon. -Réginald Garrigou-Lagrange, o.p. (1877-1964), La Providence et la confiance en Dieu: fidélité et abandon. Fidelidad y abandono. En efecto, el cristiano halla la santidad en la perfecta unión con Dios, y ésta se logra cuando guarda fidelidad a la voluntad divina significada «en los mandamientos de Dios y de la Iglesia, en los consejos, inspiraciones, reglas y constituciones» (Amour de Dieu 8, 3.5-9), y cuando se abandona confiadamente al beneplácito de la divina Providencia (9), que se va manifestando cada día. -Las pequeñas cosas diarias. Este abandono confiado a la voluntad divina viene a trazar un camino sencillo, universal, y netamente bíblico: «Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y él actuará» (Sal Sal 36,5; +54,23). Los cristianos, aplicados cada día a mil cosas, en todas hemos de pretender «lo único necesario» (Lc 10,41-42): la fidelidad y el abandono a la voluntad de Dios providente. De este modo, todas las grandes o pequeñas cosas diarias se hacen santificantes, como peldaños de una escala siempre ascendente. En efecto, «hemos de descubrir [el plan de Dios] en todos los acontecimientos, es decir, en todo lo que nos sucede: en la enfermedad, en la muerte o en la aflicción, en la consolación, en las cosas adversas o prósperas, en suma, en todas las cosas que no pueden ser previstas» (Entretiens 15; +Amour de Dieu 9,1). -Dejarle hacer a Dios. Según lo expuesto, la vida espiritual cristiana, si es verdaderamente filial, es en realidad muy sencilla. Tiene la sencillez de la infancia espiritual, enseñada más tarde por Santa Teresa del Niño Jesús. Se trata simplemente de dejarle hacer a Dios en nosotros. Cosa, claro está, que no será posible sin una perfecta abnegación de nosotros mismos, que nos deje indiferentes, esto es, dóciles a toda iniciativa del Espíritu Santo. Contra todo voluntarismo pelagiano o semipelagiano, la vía del abandono es una afirmación continua y eficacísima de la primacía de la gracia: es Dios quien ha de llevar la iniciativa siempre en nuestra vida espiritual. «Dejadle hacer (laissezle faire): Él hará de vos, en vos, sin vos, y sin embargo para vos y por vos la santificación de su Nombre, al cual sea el honor y la gloria» (Lettre à la soeur de Soulfour, Annecy XII,170). O como decía su mejor discípula, Santa Juana-Francisca de Chantal: «Mirad a Dios y dejadle hacer; éste es el único empeño y ejercicio que Dios requiere de vos» (Oeuvres III,288-289). -Vocación a la perfección en los diversos estados de vida. San Francisco de Sales sabe bien que todos los cristianos, ya en el primer mandamiento, están llamados por Dios a la perfección de la caridad, en la que consiste la perfección interior; pero también sabe que la perfección exterior, en unos y otros estados de vida, ha de tener versiones no poco diversas. «La devoción [la vida espiritual] debe ser practicada de una forma por el caballero y de otra por el artesano; por el criado y por el príncipe; por la viuda y por la soltera; por la doncella y por la casada; hay que relacionar su práctica con las fuerzas, las ocupaciones y los deberes de cada estado... Es un error, mejor dicho, una herejía, querer suprimir la vida devota [la vida de perfección] de los cuarteles de los soldados, del taller del artesano, de la corte de los príncipes o de la sociedad conyugal. Cierto que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa, no puede desarrollarse en los ambientes citados; pero, además de estas tres clases de devoción, existen otras muchas aptas para procurar la perfección a los que viven en el estado secular... Dondequiera que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta» (Introducción a la vida devota c.5). -Estados de perfección y perfección de estado. La doctrina espiritual salesiana ha tenido hasta nuestros días un benéfico y amplísimo influjo, tanto en el campo de la vida religiosa como en el de la espiritualidad laical. La providencial tendencia a reafirmar la primacía de lo interior favorece que la espiritualidad ponga el acento más en la perfección del propio estado que en el estado de perfección. San Claudio La Colombière La devoción al Corazón de Jesús y la vía del santo abandono hallan un excelente maestro en San Claudio La Colombière (1641-1682). Es a un tiempo muy ignaciano y muy salesiano. Concretamente, en 1677 termina las notas personales de su Retiro de Londres con estas palabras: «Cada día siento mayor devoción a san Francisco de Sales. Ruego a Dios Nuestro Señor que me conceda la gracia de acordarme a menudo de este Santo para invocarle e imitarle». Pues bien, su pensamiento sobre el mundo es muy sencillo: es el mismo que al principo hemos visto en Jesús, Pablo, Santiago, Juan... Creo que con un solo texto podré expresarlo, sin deformarlo ni simplificarlo. Los monjes antiguos dejaron el mundo, para vivir a solas o en comunidad. «Pues bien, como la depravación es hoy mayor que nunca, y como nuestro siglo, cada día más refinado, parece también corromperse cada vez más, dudo yo si alguna vez se han dado tiempos en los que haya habido más motivos para retirarse completamente de la vida civil y para marcharse a los lugares más apartados. «Dios no ha impuesto a nadie la obligación de abandonar el mundo para abrazar la vida religiosa. No se puede negar, sin embargo, que haya un mundo, dentro del mismo mundo, al que todo cristiano está obligado a renunciar. Existe, en medio de nosotros, un mundo reprobado y maldito de Dios, un mundo del que Satanás es señor y soberano, un mundo por el cual el Salvador no ha ofrecido sus oraciones a su Padre, un mundo, en fin, que Jesucristo ha reprobado y del cual ha sido siempre rechazado. Pero ¿dónde encontramos este mundo impío y desgraciado, y cuáles son los lugares donde se juntan las personas que lo componen? A vosotros, sus idólatras, tendría que preguntarlo. Todo lo que puedo decir es que ese mundo está donde reina la vanidad, el orgullo, la molicie, la impureza, la irreligión. Está allí donde menos caso se hace de las normas del Evangelio, y donde incluso se glorían de seguir otras contrarias. «A vosotros os toca, pues, descubrir dónde se encuentran todos esos desórdenes. Pero en cualquier lugar donde se encuentren, es cosa cierta que ser de ese mundo y no ser del número de predestinados, tener algunos lazos con él y ser enemigo declarado del Hijo de Dios, es una sola y misma cosa. Decís vosotros que ese mundo no está ni en el teatro, ni en el baile, ni en las carreras, ni en los círculos, y que tampoco se encuentra en los cabarets ni en los casinos de juego. Pues bien, si sois tan amables, ya nos diréis dónde hemos de localizarlo para rehuirlo, porque, después de todo, existe uno, y nuestro Maestro no nos ordenó tomar las armas contra un fantasma o contra una quimera. Por otra parte, siendo así que ese mundo reune a todos o a la mayor parte de los reprobados, sería una burla afirmar que una multitud tan grande es invisible a los ojos humanos, y que marcha por senderos desconocidos, ya que la fe nos enseña que ellos siguen un camino muy transitado y muy ancho» (De la fuite du monde, en Écrits 295-296). La devoción al Corazón de Jesús En el convento francés de la Visitación en Parayle-Monial, Santa Margarita María Alacoque (1647-1690) tuvo unas revelaciones por las que conoció su misión especial: vivir totalmente unida al Corazón de Jesús, asimilando en todo sus sentimientos y voluntades, para reparar por los pecados del mundo; y difundir a toda la Iglesia esta devoción mediante una fiesta litúrgica. Con la ayuda providencial del jesuita San Claudio La Colombière (1641-1682), esta misión, humanamente imposible, tuvo admirable cumplimiento. En efecto, Pío IX instituyó la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús para la Iglesia universal, y los Papas, en varias encíclicas, ilustraron y recomendaron esta espiritualidad preciosa, difundiéndola por todo el pueblo cristiano: León XIII, Annum sacrum, 1899; Pío XI, Miserentissimus Redemptor, 1928; Pío XII, Haurietis aquas, 1956; etc. De este modo, por primera vez en la historia, una espiritualidad concreta, la impulsada por Santa Margarita María, es reconocida por la Iglesia como una síntesis genuina de la espiritualidad cristiana, universal y católica. -Espiritualidad especial y espiritualidad común. La devoción al Corazón de Jesús, cuando es vivida con especial intensidad, es decir, con algunos acentos o medios particulares, puede constituir una espiritualidad especial. Pero de suyo, atendiendo a sus rasgos principales, es una síntesis auténtica de la espiritualidad genérica de todo el pueblo cristiano, y la Iglesia ve en ella «la más completa profesión de la religión cristiana» (Haurietis 29). En efecto, en la devoción al Corazón de Jesús se contienen todos los elementos principales de la espiritualidad cristiana. En esta espiritualidad el cristiano cobra una viva conciencia del amor de Dios manifestado en el Corazón de Jesús; ve a la luz de esa misericordia su propia miseria y el pecado del mundo; se vincula al Redentor, a través de su humanidad sagrada, con una relación acentuadamente personal y amorosa, también afectiva; desarrolla una conciencia sacerdotal, y por tanto victimal, que lleva a ofrecerse con Cristo al Padre, para expiar por los pecados propios y ajenos, participando así de la obra de la Redención de la humanidad... Es, pues, una espiritualidad que, profundamente comprometida con Cristo Rey en el avance del Reino de Dios en el mundo, fomenta una vida eclesial, impulsa la vida de oración y de sacramentos, la abnegación, la dirección espiritual y el apostolado, y como d-pensemos en México, España o Polonia-e tantos modos ha probado la historia y la experiencia, lejos de producir una espiritualidad intimista y retraída, estimula con gran fuerza la acción social, cultural y política. -El Reino y el mundo. La devoción al Corazón de Jesús, a partir sobre todo del siglo XIX, se difunde en el pueblo cristiano precisamente cuando los católicos liberales entran en clara complicidad con el mundo. Y así, esta espiritualidad ayuda a los fieles a ser muy conscientes del pecado del mundo; a vivir libres del mundo, y consiguientemente, del Diablo y de sus engaños, y a ser capaces por tanto de actuar sobre el mundo para mejorarlo, sanarlo y elevarlo, consagrándolo a Cristo Rey. En este sentido, se ha mostrado en los últimos siglos como la espiritualidad más fuerte y profundamente popular, la más capaz, llegado el caso, de guardar fidelidad hasta el martirio -pensemos en México, España o Polonia-. De ahí, quizá, precisamente, la especial aversión que hacia ella sienten los cristianos amigos del mundo, y el empeño que han puesto en falsificarla y desprestigiarla. -Universalidad. La devoción al Corazón de Jesús, precisamente por su centralidad substancial, muestra al paso de los siglos una rara capacidad para asimilar espiritualidades aptas para todo el pueblo de Dios, como la infancia espiritual de Santa Teresa del Niño Jesús. Todo lo cual hace de ella en la historia de la Iglesia, la última gran espiritualidad, que por su esencialidad y sencillez, al mismo tiempo que tiene fuerza para conducir a la perfecta santidad por los medios ordinarios de la Iglesia, logra en el pueblo cristiano -lo mismo en Francia o en Polonia, en México o en Filipinas, en Iglesias locales recién nacidas o en otras de antigua tradición- una universalidad que a otras espiritualidades más específicas, lógicamente, no les es dada. De hecho, bajo la acción del Espíritu Santo, la devoción al Sagrado Corazón ha prendido hondamente en los laicos cristianos, y al mismo tiempo ha suscitado siempre entre ellos un gran número de vocaciones sacerdotales y religiosas. Y ha inspirado también igualmente a religiosos jesuítas o dominicos, agustinos, cartujos o tantos más. San Luis María Grignion de Monfort Por esos años, algo más tarde, el bretón San Luis María Grignion (1673-1716), nacido en Monfort, es un predicador popular, que enciende el corazón de los hombres con su palabra llena de luz y de fuerza. En ella continuamente usa las mismas palabras de Cristo y de los Apóstoles, como podremos comprobar. «Queridos hermanos, ahí tenéis los dos bandos con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del mundo. «A la derecha, el de nuestro amable Salvador [Mt 25,33]. Sube por un camino estrecho y angosto como nunca, a causa de la corrupción del mundo [7,14]. El buen Maestro va delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo ensangrentado y cargado con una pesada cruz. Sólo le sigue un puñado de personas -si bien las más valientes-, ya que su voz es tan delicada que no se la puede oír en medio del tumulto del mundo o porque se carece del valor necesario para seguirlo en la pobreza, los dolores y humillaciones y demás cruces, que es preciso llevar para servir al Señor todos los días [Lc 9,23]. «A la izquierda, el bando del mundo o del demonio. Es el más nutrido, el más espléndido y brillante -al menos en apariencia-. Lo más selecto del mundo corre hacia él. Se apretujan, aunque los caminos son anchos y más espaciosos que nunca, a causa de las multitudes que, igual que torrentes, transitan por ellos. Están sembrados de flores, bordeados de placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata [Mt 7,13-14]». «A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Cristo [Lc 12,32] se dice continuamente [para animarse al seguimiento]: "El que no tiene el espíritu de Cristo -que es espíritu de cruz- no es de Cristo [Rm 8,9]. Pues los que son de Jesucristo han crucificado sus bajos instintos con sus pasiones y deseos [Gál 5,24]. O somos imagen vivientes de Jesucristo o nos condenamos. ¡Animo!, gritan, ¡ánimo!. Si Dios está por nosotros, en nosotros y delante de nosotros ¿quién estará contra nosotros? [Rm 8,31]. El que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo [Lc 11,21]. Un criado no es más que su señor [Jn 13,16; 15,20]. Una momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria [2Cor 4,17]. El número de los elegidos es menor de lo que se piensa [Mt 20,16; Lc 13,23-24]. Sólo los esforzados y violentos arrebatan el cielo [Mt 11,12]. Y tampoco un atleta recibe el premio, si no compite conforme al reglamento [2Tim 2,5], conforme al Evangelio y no según la moda. ¡Luchemos, pues, con valor! ¡Corramos de prisa para alcanzar la meta y ganar la corona! [1Cor 9,24-25]". «Los mundanos, al contrario, para incitarse a perseverar sin escrúpulos en su malicia, claman todos los días: "¡Vivir, vivir! ¡Paz, paz! [Jer 6,14; 8,11; Ez 13,10]¡Alegría! ¡Comamos y bebamos, cantemos, bailemos y juguemos [Is 22,13; Mt 24,38-39; Lc 17,27; 1Cor 15,32]! Dios es bueno y no nos creó para condenarnos. Dios no prohibe las diversiones. No nos condenaremos por eso. ¡Fuera escrúpulos! No moriréis [Gén 3,4]"... «No os hagáis ilusiones [1Cor 6,9]. Esos cristianos que veis por todas partes trajeados a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso, no son los verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y si pensáis lo contrario, estáis afrentando a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas caricaturas de cristianos pretenden ser miembros de Jesucristo, cuando en realidad son sus más alevosos perseguidores, porque mientras hacen con la mano la señal de la cruz, son sus enemigos en el corazón [enemigos de la cruz de Cristo: Flp 3,18]!» (Carta a los Amigos de la Cruz 7-10). Monfort, predicando y escribiendo así, era una figura casi impresentable en el panorama eclesiástico de la Francia de 1700. Ya entonces, sobre todo en el clero y el laicado más ilustrados, se iba diseñando la figura del honnête homme, sinceramente reconciliado con el mundo secular, hombre discreto y moderado, cuya sabiduría mundana es justamente la antítesis de la sabiduría evangélica. «Dios tiene su Sabiduría, la única verdadera y digna de ser amada y buscada como un gran tesoro. Pero también el mundo depravado tiene la suya, y ésta debe ser condenada y detestada como malvada y perversa... En efecto, la sabiduría mundana es aquella de la que se ha dicho: "anularé el saber de los sabios" según el mundo [1Cor 1,19]. La sabiduría de la carne es enemiga de Dios [Rm 8,9]. Esta sabiduría no baja de lo alto; es terrestre, animal y diabólica [Sant 3,15]. Consiste esta sabiduría mundana en una perfecta armonía con las máximas y modas del mundo; en una tendencia continua a la grandeza y estimación; en la búsqueda constante y solapada de los propios caprichos e intereses... Sabio según el mundo es quien sabe desenvolverse en sus negocios y consigue sacar ventaja de todo, sin dar la impresión de buscarlo; quien domina el arte de fingir y engañar astutamente, sin que nadie se dé cuenta; quien conoce perfectamente los gustos y cumplidos del mundo; quien sabe amoldarse a todos para conseguir sus propósitos, sin preocuparse ni poco ni mucho de la honra y gloria de Dios; quien armoniza secreta pero funestamente la verdad con la mentira, el Evangelio con el mundo, la virtud con el pecado y a Jesucristo con Belial [2Cor 6,15]; ... «Nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy, porque nunca había sido tan sagaz, prudente y astuto a su manera. Utiliza tan hábilmente la verdad para inspirar el engaño; la virtud, para autorizar el pecado; las máximas de Jesucristo, para justificar las suyas..., que incluso los más sabios según Dios son víctimas de sus mentiras. En efecto, "el número de los necios es infinito" [Ecle 1,15]. Es decir, el número de los sabios según el mundo -que resultan necios según Dios- es infinito [1Cor 1,20-31]» (El amor de la Sabiduría eterna 74-79). La sabiduría mundana y diabólica tiene tantos adeptos, porque está hecha de amor a los bienes de la tierra, amor al placer, amor y estima de los honores (ib. 80-82). Adviértase que Monfort, como en la de tantos otros predicadores clásicos de la tradición de la Iglesia, predica enhebrando continuamente frases y paráfrasis de la Sagrada Escritura. Convendría que conocieran esto algunos recientes, para los cuales los antiguos ignoraban la Biblia, y son ellos los que la han descubierto, aunque, eso sí, apenas la citan en sus predicaciones. Las predicaciones de San Luis María, lo mismo que las canciones religiosas que componía para el pueblo cristiano, son una antología preciosa y atrevida de citas del Nuevo Testamento. Si Cristo dice «yo no soy del mundo, y vosotros tampoco sois del mundo» (Jn 8,23; 15,19), y si San Pablo exhorta «pensad y buscad las cosas de arriba, donde está Cristo» (Col 3,1-2), San Luis María Grignion de Monfort, sin ningún temor ni complejo, se atreve a ofrecer al pueblo aquella canción: «Un vrai chrétien n’est plus de cette vie / il a déjà le coeur dans la Patrie (un cristiano verdadero no es de esta vida / y tiene ya su corazón en la Patria)». Y los cristianos la hacen suya, la cantan con entusiasmo, y unos decenios más tarde, en los innumerables martirios de La Vendée, demuestran que creen de verdad en lo que dicen estas canciones: «Allons, mes cher amis, / allons en Paradis» (Cantique [S 24]). Las predicaciones y canciones de Monfort tienen la alegría evangélica de quienes libran con el mundo un gran combate, seguros de su victoria. Nunca se ve en San Luis María ese derrotismo histórico ante la fuerza del mundo moderno, hoy tan frecuente en quienes estiman necesario -¡obligado en conciencia, por amor al futuro de la Iglesia!- pactar con él en los términos más ventajosos que se puedan conseguir. «Gran Dieu, donneznous du secours, / armeznous de votre tonnerre. / Le monde nous fait tous les jours / partout une cruelle guerre. / C’est l’ennemi le plus malin / parce qu’il est le plus humain. // Amis de Dieu, braves soldats, / unissonnous, prenons les armes, / ne nous laissons pas mettre à bas, / combattons le monde et ses charmes. / Puisque Dieu même est avec nous, / nous le vaincrons, combattons tous. // Armonsnous de la vérité / contre les amis du mensonge. / Faisonsleur voir par charité / que tous leurs biens ne sont qu’un songe. / Armonsnous d’une vive foi. Nous leur ferons à tous la loi...» («Dios grande, acude en nuestra ayuda, / ármanos con tu rayo. / El mundo nos hace cada día / en todas partes una cruel guerra. / Es el peor de los enemigos / porque es el más humano. // Amigos de Dios, valientes soldados, / unámonos y tomemos las armas, / no nos dejemos vencer, / peleemos contra el mundo y sus encantos. / Puesto que el mismo Dios está con nosotros, / venceremos: luchemos todos. // Sea nuestra arma la verdad / contra los amigos de la mentira. / Hagamos verles por caridad / que todos sus bienes son sólo un sueño. / Armémonos de una fe viva, / y ofrezcamos a todos nuestro buen ejemplo») (Cantique [77]). Entre los sucesores de aquellos Apóstoles primeros, que recibieron la misión de «ir a todas las gentes, para predicarles el Evangelio», sin duda que San Luis María Grignion de Monfort es «uno de los más notables» (Juan Pablo II, 19-IX-1996). Como hemos visto, ante una Europa culta, que ya por 1700 va iniciando su apostasía y dando la espalda a Jesucristo -aunque todavía conserva algún respeto por las exterioridades del cristianismo-, Monfort predica -o lo que es lo mismo, dice con gran fuerza- el Evangelio de Cristo, sin avergonzarse de él. No dice nada que no esté en el Nuevo Testamento casi tal cual. Ésa es su mayor grandeza, y su mayor originalidad. Y esa fidelidad total y confiada al Evangelio le obliga a predicar, como uno de sus temas fundamentales, la peligrosidad del mundo, y la gloriosa necesidad de combatirlo y de vencerlo, no con sus propias armas -astucia, violencia y engaño-, sino con las armas de Cristo, la fe y la caridad, la verdad y el amor. Él, porque cree en la gracia de Dios y en la libertad del hombre asistida por la gracia, se atreve a evangelizar al hombre con una claridad que hoy nos resulta apabullante: «Para alcanzar la Sabiduría [para ser perfecto] te es necesario: «-Renunciar efectivamente a los bienes del mundo [Mt 19,21], como lo hicieron los apóstoles, los discípulos, los primeros cristianos y los religiosos; es el modo más rápido, mejor y más eficaz para alcanzar la Sabiduría. O por lo menos, desligar el corazón de esos bienes y poseerlos como si no los poseyeras [1Cor 7,29-31], sin afanarte por adquirirlos, sin inquietarte por conservarlos, sin impacientarte ni lamentarte cuando los pierdas; lo que ciertamente es bien difícil de practicar. «-No adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis al mundo", etc. [Rom 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. «-No creer ni secundar las falsas máximas del mundo, ni pensar, hablar ni obrar como las gentes del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz [2Cor 6,14-15], la muerte a la vida. Examina atentamente sus sentimientos y palabras: piensan y hablan mal de las más sublimes virtudes. Es verdad que no mienten abiertamente, pues revisten sus mentiras con apariencias de verdad. Piensan que no mienten, pero en realidad están mintiendo» (El amor a la Sabiduría eterna 196-199). Evangelio puro. Si un cristiano actual escucha con horror la predicación de Monfort, que vaya con cuidado antes de rechazarlo: él dice lo que dijo Cristo y los Apóstoles, y del mismo modo en que ellos lo decían. Y con efectos muy semejantes también, pues convertía a cuantiosas muchedumbres. Cosa que no hacían aquellos eclesiásticos incomparablemente más adaptados al mundo moderno, que lo expulsaron en varias ocasiones de distintas diócesis, y que lo seguirían expulsando hoy. Pueden consultarse sus Obras completas en la BAC 111 (1964) y 451 (1984). Sólo la edición más antigua reproduce un gran número de los Cánticos, y los transcribe en francés. El sacerdocio, camino de perfección La Iglesia en la Edad Moderna continúa apreciando la vida religiosa como estado de perfección. Pero, a partir de la gran reforma del clero impulsada por el Concilio de Trento, se hace más consciente de la santidad que la vida pastoral de los sacerdotes seculares requiere y facilita. Trento reaviva así una larga tradición -1Pe 5,3, el Crisóstomo, Gregorio Magno, Tomás de Aquino-, según la cual el presbítero ha de ser para los fieles ejemplo de vida cristiana perfecta. La vida pastoral, según esto, es un estado de perfección, eminente en el Obispo y participado por los presbíteros. Santo Tomás se hace eco de la tradición cuando afirma que «para el ejercicio idóneo del Orden no basta cualquier bondad, sino que se requiere una bondad excelente» (STh Suppl. 35,1 ad3m; +II-II,184, 6 ad3m). Los ministerios, pues, que el sacerdote y el Obispo desempeñan exigen una especial santidad y perfección, así como la condición de modelos del pueblo cristiano. Y esta perfección no debe ser únicamente interior, sino también exterior, es decir, ha de afectar a la forma de vida. No podría, de otro modo, ser un signo ejemplar inteligible. Por eso estima Santo Tomás, con toda la tradición, que «los clérigos están más obligados que los laicos a la perfección de vida [exterior]; pero unos y otros están obligados a la perfección de la caridad [interior]» (In Mat. 5,48). Llega a decir, como recordará Juan XXIII en nuestro tiempo, que «el cumplimiento de las funciones sacerdotales "requiere una santidad interior mayor que la que necesita el mismo estado religioso"» (1959, Sacerdotii Nostri primordia, citando STh II-II, 184, 8 in c.). Esta doctrina tradicional, que Santo Tomás afirma teóricamente en una época en que el clero pastoral, de hecho, estaba en situación bastante precaria, por su ignorancia y elevado número, será afirmada por Trento prácticamente, y con gran energía, en un decreto de reforma, que dispone, entre otras cosas, el régimen formativo de los Seminarios, buscando así que todos puedan mirarse en los clérigos «como en un espejo, para imitarlos». Para eso los clérigos han de cuidar con esmero sus vidas y costumbres, «evitando incluso los pecados leves, que en ellos serían mayores» (Sesión 22, dcto. reforma 1). En esta misma doctrina insisten con especial fuerza San Juan de Avila (1499-1569) en sus Memoriales al concilio de Trento y en sus pláticas a los sacerdotes; el cartujo de Miraflores, Burgos, Antonio de Molina (+1612), en sus Instrucciones de sacerdotes; y muchos otros autores de la época, en especial los de escuela francesa, como Pedro de Bérulle (+1629), Carlos Condren (+1641), Juan Jacobo Olier (+1657) y, sobre todo, San Vicente de Paul (+1660) y San Juan Eudes (+1680) Algunos jansenistas, cayendo aquí en el extremo opuesto, no ven el estado de perfección tanto en la vida religiosa como en la vida sacerdotal. Es el caso, por ejemplo, de Saint-Cyran (1647, Lettre à un ecclésiastique de ses amis). Y ése es también uno de los errores extremos del Sínodo de Pistoya, que condenó la Iglesia: «no admitir a nadie al sacerdocio que no hubiera conservado la inocencia bautismal» (1794: Denz 2653). Resumen La Edad Moderna, siendo en la historia de la Iglesia el comienzo de una gran crisis, muestra por consiguiente muchos rasgos profundamente contradictorios, que luchan entre sí. -Todavía continúa fluyendo con gran poder la corriente espiritual de la tradición antigua y medieval, aunque en formas renovadas, y a ella se van mezclando las turbias aguas de una incipiente secularización de la existencia. Sigue viva, por ejemplo, sobre todo en el pueblo sencillo, la orientación final hacia la otra vida, la búsqueda de la salvación eterna, y la vivencia católica verdadera del mundo de la gracia. Monjes y frailes, lo mismo que el pueblo cristiano sencillo, permanecen en buena parte tradicionales, si bien a veces con modalidades nuevas. Todavía los hogares cristianos piadosos se asemejan a los conventos: libros de Horas y austeridad de costumbres, oración y penitencia, obras de misericordia hacia pobres y enfermos, rechazo de la vana secularidad mundana -que en esta época va creciendo en fuerza y desvergüenza-. -Antropocentrismo y mundocentrismo. No obstante lo anterior, es indudable que va ganando adeptos la paganización de la mentalidad y de las costumbres, tímidamente iniciada en el Renacimiento entre las clases altas -que todavía, sin embargo, dan santos: Borromeo, Ignacio, Xavier, Borja, Gonzaga, Mogrovejo-. Los hombres mundanos y no pocos católicos comienzan a erguir su cabeza con soberbia, tratando de gozar del mundo sin referencia a Dios, poseyéndolo en forma autónoma, sin respeto a la soberanía de Dios y a su divinas leyes. La Ilustración y la Revolución francesa radicalizarán sin tardar mucho estas posturas. -La verdadera doctrina de la gracia, siempre enseñada por la Iglesia, se ve afectada en ciertos ambientes por tendencias ascéticas de sentido semipelagiano, más acordes con el ingenuo optimismo antropocéntrico de la época. En el cristianismo va ocupando una importancia primaria la parte del hombre, su voluntad, su esfuerzo, con cierta devaluación de la gracia, de la parte de Dios -el molinismo, sin pretenderlo, refuerza esta orientación voluntarista-. Van prevaleciendo los enfoques morales sobre los dogmáticos, y la soteriología, el negocio de la salvación, va prevaleciendo sobre la doxología, la glorificación de Dios. Se escribe mucho de ascética, y cada vez se entiende menos de liturgia y de mística. La alegría y la elegancia espiritual de la Iglesia antigua y medieval van disminuyendo en la época moderna y en el barroco. La vida cristiana se capta, en fin, con frecuencia más como un esfuerzo del hombre que como una gracia y don de Dios. -La condición peligrosa y maligna del mundo, sin embargo, se sigue captando con facilidad a la luz de la fe. La fuga mundi, aunque con acentos nuevos, se sigue viviendo en continuidad con la tradición católica. Hay en el pueblo cristiano una convicción general de que el mundo, si no se convierte, se pierde. Es época de gigantescos avances misioneros. Aunque aumentan ciertos signos oscuros, el Reino crece, y va iluminando al mundo. Y la ascesis sigue haciendo planteamientos de rigurosa radicalidad evangélica. Recuérdense, por ejemplo, las normas que San Francisco de Sales da a los seglares sobre amistades y negocios del mundo, castidad y obediencia, pobreza real y aversión a todo lujo, vestidos y diversiones, honestidad de casados y viudos, etc., normas todas ellas de absoluta exigencia (Introducción a la vida devota, III parte). La gran aceptación que recibieron sus escritos nos muestra que en su época tienen todavía, sin duda, en la Iglesia amplia audiencia las voces que orientan a los cristianos laicos por el camino estrecho que lleva a la vida. -Se produce en este tiempo una acentuación notable de la perfección interior, aquella que reside en la abnegación y se cumple en la plena caridad, por la conformidad con la voluntad divina. Los grandes maestros espirituales, como Juan de la Cruz o Francisco de Sales, insisten menos que los autores antiguos o medievales en aquellos medios externos que el Evangelio y la tradición muestra como más idóneos en orden a la perfección espiritual. -Por eso mismo, al menos en los grupos más espirituales, hay una renovada conciencia de que todos los bautizados están llamados a la perfección. -Se sigue valorando mucho, sin embargo, la vida religiosa, esto es, los consejos evangélicos. De hecho, en la Edad Moderna son innumerables las vocaciones consagradas. Y la fuerza de las órdenes religiosas se pone de manifiesto, por ejemplo, en la formidable evangelización de América: allí se comprueba la salud espiritual de que gozan franciscanos y dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas... Si la mitad actual de la Iglesia católica es de habla hispana, su existencia se debe principalmente a la colosal obra misionera de aquellos religiosos que, como los primeros Apóstoles, «dejándolo todo, siguieron a Cristo», para colaborar con él en la difusión del Reino. En efecto, como decía en 1588 el gran José de Acosta, jesuita, brazo derecho de Santo Toribio de Mogrovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso a los regulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta Iglesia de Indias» (De procuranda indorum salute V,16). -Los grandes ejemplos a imitar siguen siendo, pues, los monjes y religiosos, en los que el Evangelio tiene una realización más fácil y segura, y también, por decirlo así, más visible. Nada tiene, pues, de extraño, por ejemplo, que uno de los manuales de espiritualidad más leído por toda clase de fieles en la Edad Moderna y buena parte de la actual, sea el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, del jesuita Alonso Rodríguez (1526-1616), perfecta síntesis de la espiritualidad ignaciana y tradicional. -Los sacerdotes de la Iglesia, por su parte, pasan en estos siglos por una situación ambigua: el alto clero, de origen frecuentemente aristocrático, se va mundanizando, en tanto que el bajo clero, gracias sobre todo al impulso tridentino de los Seminarios, se va dignificando más y más. -La doctrina católica de la gracia, bíblica y tradicional, se va debilitando a partir sobre todo de la crisis molinista de 1600, y en la onda del optimismo antropocéntrico renacentista, cada vez se difunden más planteamientos voluntaristas peligrosamente próximos al semipelagianismo. -La autoridad pastoral aún se ejercita con energía: con relativa facilidad suele afirmar su primacía sobre la autoridad científica de los teólogos; y en casos extremos excomulga, si la salud de la comunidad cristiana lo exige.
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