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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

4ª PARTE

El crecimiento en la caridad

1. La humildad

2. La caridad

3. La oración

4. El trabajo

5. La pobreza

6. La castidad

7. La obediencia

8. La ley

1. La humildad

AA.VV., arts. «Christus» París 26 (1979) 389-495; P. Adnès, humilité, DSp 7 (1969) 1136-1187; J. L. Azcona, La doctrina agustiniana de la humildad en los «tractatus in Ioannem», Madrid, Augustinus 1972 (=«Nouvelle Revue Théologique» 1976, 713ss); F. Varillon, L’humilité de Dieu, París, Centurion 1974 (=«Nouv. Revue Théologique» 1975, 566ss).

Libres en la verdad de la humildad

Derivada de la templanza, la humildad es la virtud que modera el deseo desordenado de la propia excelencia, dándonos un conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Por la humildad el hombre conoce su propias cualidades, pero reconoce también su condición de criatura limitada, y de pecador lleno de culpas. Ella no permite, pues, ni falsos encogimientos ni engañosas pretensiones. El que se tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es perfectamente humilde, pues no tiene verdadero conocimiento de sí mismo. La humildad nos guarda en la verdad. Pero además nos libra de muchos males.

La humildad nos libra de la carne, es decir, nos libra de la vanidad ante los otros y de la soberbia ante nosotros mismos. Esta actitud de vanidad y orgullo, tan mala como falsa, es congénita al hombre carnal: se da ya en el niño muy pequeño, que reclama atención continuamente, que se altera ante la presencia del nuevo hermanito, o que miente para ocultar sus propias faltas; y todavía se da en el anciano que exige ser tenido en cuenta, y que se enoja si no le consultan sobre temas que, quizá, ya no conoce. Por eso la virtud de la humildad tiene mucho que hacer en el hombre carnal, desde que nace hasta que muere. Hace notar San Agustín que si el orgullo es el primer pecado que aleja de Dios al hombre, él es también el último en ser totalmente vencido (ML 36,156).

La humildad nos libra del mundo, pues «todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida» (1 Jn 2,16). La humildad nos hace salir de los engaños del mundo, enfermo de vanidad y de soberbia, falso y alucinatorio, lleno de apariencias y vacío de realidades verdaderas.

La humildad nos libra del influjo del Maligno, que es el Padre de las Mentiras mundanas, y que tienta siempre al hombre a la autonomía soberbia -«seréis como Dios» (Gén 3,5)-, y a la desobediencia orgullosa ante el Señor -«no te serviré» (Jer 2,20)-.

Humildes ante Dios

«El principal motivo de la humildad es la sumisión a Dios. Por eso San Agustín, que la entiende como pobreza de espíritu, la considera dependiente del don de temor, por el que reverenciamos a Dios» (STh II-II, 161,2 ad 3m). El humilde conoce que todos sus bienes y cualidades vienen de Dios. En efecto, «es propio del hombre todo lo defectuoso, y propio de Dios todo lo que hay en el hombre de bondad y perfección, según aquello de Oseas (13,9): «Tu perdición, Israel, es obra tuya. Tu fuerza soy yo»» (161,3). El hombre, sin Dios, sólo es capaz de mal. Y sólo con Dios, es capaz de todo bien.

Más aún, la bondad del hombre, por grande que sea, apenas es nada comparada con la bondad de Dios. No hay más perfección absoluta que la de Dios -«uno solo es bueno» (Mt 19,27)-, pues la del hombre es siempre relativa. Y si bien es cierto que «el virtuoso es perfecto, su perfección, comparada con la de Dios, es apenas una sombra: «Todas las cosas, ante Dios, son como si no existieran» (Is 40,17). Así pues, siempre al hombre le conviene la humildad» (161, 1 ad 4m).

De hecho los más santos, es decir, los más perfectos, son los más humildes. Ellos son los que mejor comprenden y sienten que toda su propia bondad es puro don de Dios, y que tal bondad apenas es nada en la presencia gloriosa de la Bondad divina. Es la humildad de la Virgen María en el Magnificat, y la humildad de Jesús, que todos sus bienes los atribuye al Padre, de quien recibe todo. A Dios, pues, sólo a El, sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos (1 Tim 1,17; Ap 5,12-14).

Humildes ante los hombres

La humildad sitúa a la persona en su propia verdad ante los hombres. Siempre podremos «pensar que los demás poseen mayor bondad que nosotros, o que nosotros tenemos más defectos, y humillarnos ante ellos» (161,3). Después de todo, en tanto que conocemos con certeza nuestras culpas, nunca estaremos seguros de que haya culpa real en los otros. Así pues, «considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3).

San Martín de Porres, cuando su convento dominico de Lima pasó por un grave apuro económico, se presentó al prior, y le sugirió que le vendiera como esclavo. En otra ocasión, cuando un fraile enojado le llamó «perro mulato», contestó que tal nombre le cuadraba perfectamente, pues él era un pecador, y su madre era negra. Eso es humildad.

La virtud fundamental

La humildad es el fundamento de todas las virtudes por dos razones principales:

1. Porque toda perfección es gracia de Dios, y no da el Señor sus dones al hombre en tanto éste se enorgullece de ellos y los recibe como si procedieran de sí mismo. En efecto, «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (Prov 3,34; Sant 4,6; 1 Pe 5,5). Por eso el edificio entero de la vida espiritual se cimenta en la humildad y, como dice Santa Teresa, «si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, para que no dé todo en el suelo» (7 Moradas 4,9). En este sentido, «la humildad, en cuanto quita los obstáculos para la virtud, ocupa el primer puesto [entre las virtudes]: ella expulsa la soberbia, a la que Dios resiste, y hace al hombre someterse al influjo de la gracia divina. Y desde este punto de vista, la humildad tiene razón de fundamento del edificio espiritual» (STh II-II, 161,6).

2. Porque Dios siempre «santifica en la verdad» (Jn 17,17), y ésta falta donde no hay humildad. Santa Teresa era muy sensible a esta veracidad de la humildad: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y me puso delante -a mi parecer sin considerarlo, sino de pronto- esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (6 Moradas 10,8). La humildad, en efecto, libra de toda clase de engaños, mentiras e ilusiones. «El alma humilde y no curiosa ni interesada en deleites, aunque sean espirituales, sino amigo de la cruz, hará poco caso del gusto que da el demonio», que es todo mentira (Vida 15,10), y tampoco podrá ser engañada por un confesor inepto o malo (34,12), pues la humildad le guarda en la verdad y en la paz.

La humildad es virtud grata a todos, incluso a los malos, cosa extraña. Otras virtudes, como la pobreza o la castidad, resultan odiosas para los que aman el lujo y el vicio; pero la hermana humildad, servicial y amable, ajena a toda prepotencia, resulta amable para todos, buenos y malos, lo que no quiere decir que los malos la quieran para sí mismos.

En el paganismo

La antigüedad pagana conoció el ideal moral de la moderación -«nada en exceso», «mesura en todo» (metriotes)-, apreció la afabilidad de carácter (praytes), y la actitud ordenada e indulgente, lejana de todo desenfreno (epieikes). Los paganos reconocieron la maldad de la soberbia, y supieron ver en el conocimiento propio la clave de la sabiduría -como decía la inscripción del templo de Delfos, «conócete a ti mismo»-. Más aún, desde el punto de vista religioso, ya en tiempos de Homero eran usuales expresiones como «con la ayuda de la divinidad», y en no pocos autores -Sócrates, Platón o Cleantes-, hallamos oraciones de súplica.

Parece, sin embargo, que predominó en el paganismo una ética voluntarista, cerrada al don de Dios. Para Séneca el alma sólo se debe a sí misma su propio resplandor (Ctas. a Lucilius IV, 41,6). Y según Epícteto, el sabio no tiene nada que pedir a Dios (Conversaciones I, 6,28-32; II, 16,11-15). Por eso no es raro en el antropocentrismo griego el desprecio hacia la humildad, la cual frecuentemente es considerada como una pusilanimidad abyecta, que debe ser evitada en el pensamiento y en la acción. A esta visión regresa el pensamiento de un Federico Nietzsche, para el cual la humildad es una inversión de valores producida por la tradición judeo-cristiana, en la que se hace mérito de la ignorancia y de la debilidad, y se consagran como virtudes la impotencia y la cobardía.

En el Antiguo Testamento

El Señor inició en Israel la revelación de la humildad. Los anawim, es decir, los hombres inferiores y dependientes, más aún, los oprimidos (Is 32,7; Sal 37,14; Job 24,4), son los preferidos de Yavé (Ex 22,24; Dt 24,14s). Es ésta una misteriosa constante en los profetas (Is 3,14s; 10,2; 57,15; Am 2,7; 8,4; Zac 7,10), lo mismo que en la literatura sapiencial (Prov 14,21; 22,22; 31,9. 20). Efectivamente, los desvalidos, los hombres que no encuentran ayuda ni consuelo en este mundo, son los que más fácilmente buscan y hallan en el Señor refugio y fortaleza (Is 29,19; Job 36,15; Sal 25,9; 149,4). Son los anawim, pobre gente, gente humilde, que busca en Dios su salvación, y en él la encuentran, no en los hombres (Sal 40,18; 102,1; Sof 2,3; Is 41,17; 49,13; 66,2). Son el Resto fiel, pobre y humilde, que pone en el Señor su confianza (Sof 3,12), y no en el hombre. «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón del Señor» (Jer 17,5).

El Mesías salvador, él mismo, será humilde, tomará forma de Siervo (Is 42,1s; 53), se presentará ante el pueblo humildemente, «montado en un asno», la montura de los pobres (Zac 9,9), tendrá la gran mansedumbre de Moisés (Núm 12,3; Eclo 45,4), y será enviado precisamente para la salvación de los pobres y desvalidos (Sal 72; Is 11,4; 61,1).

Cuando la versión de los LXX traduce los anawim de los judíos por prays, praytes -por ejemplo, en Zac 9,9-, disminuye un tanto el sentido social-pasivo del término hebreo, y acentúa el sentido helénico moral-activo, propio de la virtud de la humildad y de la mansedumbre, que por otra parte será el sentido predominante en el cristianismo.

En el Nuevo Testamento

La humildad se revela plenamente en el Evangelio. Ya en el umbral del mismo, Juan Bautista se inclina ante el que viene detrás de él, y se declara indigno de soltar sus sandalias: «Conviene que él crezca y que yo disminuya» (Mt 3,11; Jn 3,30). Aquel ensalzamiento de los humildes (tapeinoi), anunciado y prometido por los profetas, se realiza en la humildad (tapeinosis) de la Virgen María, la «esclava del Señor» (Magnificat, Lc 1,46-55), y llega a su plenitud en Jesucristo. En efecto:

1. Jesús es «anaw», pobre y humilde. De una familia modesta, nace en un lugar para animales, sufre exilio en Egipto, vive largos años en un pueblecito ignorado de la montaña galilea, no adquiere títulos académicos, elige como compañeros a gente sencilla, entra en Jerusalén sobre en un jumento, muere desnudo y difamado en una cruz, y es enterrado en un sepulcro prestado. Pero aparte y además de estas circunstancias exteriores, interiormente Jesús es «suave y humilde de corazón (prays kai tapeinos)» (Mt 11,29). Siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos en su pobreza (2 Cor 8,9). Siendo divino, se hizo humano, y aceptó la humillación de la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,6-11).

2. Jesús ha sido enviado «para evangelizar a los pobres (ptojoi)» (Lc 4,18), y él mismo ve en ello un signo de su condición mesiánica (7,22; Mt 11,5). De hecho, Jesús será acogido sobre todo por la gente sencilla y humilde, en tanto que los sabios y poderosos le rechazarán y le llevarán a la muerte (Lc 10,21; Jn 7,48-49; 1 Cor 1,26-28).

El Evangelio de la humildad

Jesucristo proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, a los mansos, es decir, a los «anawim», los pobres de Yavé (Mt 5,3-4; Lc 6,20), y con unas u otras expresiones, anuncia continuamente en su evangelio la ley primaria de la humildad:

Los niños. El Reino de los cielos es de los que se hacen como niños, pertenece a los que se dejan enseñar y conducir por Dios, porque no se apoyan en sí mismos, sino en la sabiduría y la fuerza del Salvador (Mt 18,1-4; 19,14; Lc 18,17).

Los menores. Jesús enseña que al final seremos juzgados acerca de nuestra actitud hacia «los más pequeños», con los que él se identifica. Y nos enseña también que si queremos ser grandes, debemos hacernos como el menor (Mt 18,1-4; 20,26; 25,40. 45; Lc 9,48).

Los últimos. El orden visible del mundo presente está completamente trastocado. Por eso Cristo, el Verificador universal, hará finalmente que los últimos sean los primeros, y los primeros los últimos. Entonces Lázaro, el pobre despreciado, será exaltado, y el rico que ahora es ensalzado y halagado por todos, será humillado. Sabiendo esto, los discípulos de Jesús, en principio, tendemos a sentarnos en el último lugar del banquete del mundo. Y cuando estamos de hecho ignorados, menospreciados y proscritos, reconocemos que en este mundo, totalmente falseado, estamos donde nos corresponde, y damos gracias a Dios por haber sido felizmente recluídos en el sitio de Jesús (Lc 13,30; 14,10; 16,19-31).

Los humillados. El término anaw procede del verbo anah, estar curvado, inclinado, abrumado, y una etimología semejante corresponde a la palabra humilde, que viene de humus, tierra. Pues bien, el Evangelio de la salvación trae consigo que el Salvador levanta a los humildes, y abaja a los orgullosos y soberbios (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14).

Los servidores. Jesucristo, en este mundo, no buscó su propia gloria, sino que, tomando forma de siervo, se puso a los pies de los hombres, para darles ejemplo (Jn 8,50; 13,12-15; Flp 2,7). El no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida para la salvación de muchos (Mt 20,27-28; Mc 10,43-45; Lc 22,26-27). Y ésa es la norma de todos los discípulos de Cristo.

Los pecadores. No vino Jesús a llamar a los justos, sino a los pecadores. Por eso los que se tienen por justos, como el fariseo, permanecen en su pecado, en tanto que los que se reconocen pecadores, como el publicano, alcanzan la gracia divina de la salvación (Mt 9,13; Lc 5,32; 18,9-14).

En todas estas enseñanzas evangélicas se presenta la humildad como la actitud fundamental cristiana, por la que se abre el corazón a la gracia de Dios. El Evangelio de Jesús es el Evangelio de la humildad.

En los apóstoles

Humildad ante Dios. Todo es gracia, todo es don de Dios (Sant 1,17). El hombre, por sí mismo, «es nada» (Gál 6,3), y si no lo reconoce, vive en la mentira. San Pablo pregunta al soberbio: «¿qué tienes tú que no lo hayas recibido? Y si lo recibiste ¿de qué te glorias, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). De sí mismo confiesa: «por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); «yo he servido al Señor con toda humildad» (Hch 20,19). Y los apóstoles, partiendo de esta profunda humildad personal, que no es sino experiencia de la gracia divina, no se cansan de exhortar la humildad a los fieles: «Humillaos ante el Señor y El os ensalzará» (Sant 4,10), «humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre El todos vuestros cuidados, pues El tiene providencia de vosotros» (1 Pe 5,6-7).

Humildad ante los hombres. «Os encargo a cada uno de vosotros no sentir por encima de lo que conviene sentir, sino sentir con modestia (sofrosine), cada uno según Dios le repartió la medida de la fe» (Rm 12,3). En el interior del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, unos deben alegrarse con las cualidades de los otros, considerándolas como propias, lejos de toda envidia: «Vivid unánimes entre vosotros, no seáis altivos, sino allanaos a los humildes» (12,16).

La humildad es en la enseñanza apostólica una modalidad de la caridad fraterna, que ha de vivirse como una participación en el abatimiento (kenosis) del Verbo encarnado. «Tened todos el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir. No hagáis nada por espíritu de competencia, nada por vanagloria, antes llevados por la humildad [tapeinofrosine, neologismo paulino], teneos unos a otros por superiores, no buscando cada uno su propio interés, sino el de los otros. Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús», que se humilló hasta la muerte para el bien de todos (Flp 2,-8; +1 Pe 2,21; 3,8; 5,5). «Revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros» (Col 3,12-13). Humildad y caridad, paciencia y perdón, forman una misma actitud para los que viven en Cristo: «Vivid con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,2; +Gál 6,1-2).

En el monacato primitivo

La humildad es una de las claves fundamentales de la espiritualidad monástica. Ella es «la puerta de Dios», «el terreno donde Dios ordenó ofrecer el sacrificio» (Verba seniorum Juan Colobós 15,22; Poimén 15,37). Muchas anécdotas ejemplares inculcan entre los monjes este sumo aprecio por la humildad, y presentan a ésta como la armadura en la que se estrellan los ataques del Maligno. En una de ellas se cuenta que el diablo, en forma de ángel, se apareció un día a un monje: «Soy el ángel Gabriel y te he sido enviado». El monje contestó humildemente: «Mira si no has sido enviado a otro. Yo no soy digno de que se me envíe un ángel». Y el demonio hubo de retirarse confundido (Verba sen. 15,68).

El horror a la fama es en los monjes una de las muestras más frecuentes de humildad. Las continuas huidas de muchos monjes santos han de explicarse no sólo como una búsqueda de mayor soledad, sino como una fuga de los halagos del pueblo que les veneraba. San Antonio y San Pacomio, para evitar honores póstumos, no quisieron que fuera conocido el lugar de su sepultura. También es norma de humildad entre los monjes no juzgar a nadie, pues «quien reconoce sus pecados, no ve los de los demás» (Apotegmas Moisés 16).

Para Casiano la humildad es, sencillamente, «la maestra de todas las virtudes, el fundamento firmísimo del edificio celeste, el don propio y magnífico del Salvador» (Collationes 15,7). Concretamente, el progreso en los grados de la humildad va en estricta correspondencia con el crecimiento en la perfección de la caridad (San Benito, Regla cp.7; San Bernardo, Sobre los grados de humildad y de orgullo; Santo Tomás, STh II-II, 161,6). En este sentido amplio, puede por tanto decirse con San Basilio que la humildad es «la virtud total», la «toda virtuosa» (panaretos: MG 31,645. 1377).

En San Agustín

Así lo ve también San Agustín: «La humildad es casi la única disciplina cristiana» (ML 39,1538-1539). Por ella el hombre, reconociéndose criatura y pecador, se abre a la acción del Espíritu Santo y al crecimiento en todas las virtudes y dones. En la doctrina agustiniana sobre la humildad hallamos una buena síntesis de toda la doctrina de los Padres.

Cristo es la fuente de la humildad. El es para los hombres «Magister humilitatis verbo et exemplo» (38,415). Lo es por su encarnación, «porque siendo Dios, se hizo hombre» (37,1203), y lo es por su pasión en el calvario, pues «fue crucificado por ti, para enseñarte la humildad» (35,1391). La humildad será, pues, en adelante para los cristianos el fundamento de todo el edificio de la vida espiritual (38,441. 671).

La humildad muestra al hombre su necesidad de Dios. Particularmente en los escritos antipelagianos, San Agustín afirma apasionadamente que el hombre, dejado a sus propias fuerzas, perece necesariamente, destrozado por sus culpas (38, 855). Y es precisamente por la humildad por la que el hombre se abre a la gracia de Dios, y reconoce que «es El quien justifica» (38,756). La humildad agustiniana es, pues, antes que nada una actitud profundamente religiosa: «pia sub Deo humilitas» (34,441). Es la humildad de María, esa actitud que abre el corazón humano a la riqueza de los dones divinos, en tanto que los poderosos, por su soberbia, quedan pobres y vacíos de esos dones (38,1315).

Por la humildad conoce el hombre su propia verdad, conoce y reconoce que es un hombre, que es criatura, que está enfermo y débil, que es un pecador (35,1604; 38,488. 756). La soberbia en cambio produce una falsificación total del hombre, el cual, renegando de su propia condición de criatura, quiere hacerse, al menos en la acción, «su propio principio» (Ciudad de Dios XIV,13,1). Según esto, la soberbia es «un perverso amor de sí mismo» (34,437), y hace del hombre un simulacro de Dios, «una perversa semejanza de Dios» (36,895-896). Y si por don de Dios el hombre llega a una alta perfección espiritual, es decir, a una gran semejanza con Dios, entonces es cuando ha de tener una especial humildad, para vencer la tentación siempre posible de la soberbia, si no quiere perderlo todo (40, 420-421).

San Agustín, con los Padres, contrariando la opinión más frecuente entre los maestros paganos, enseña que la humildad es magnánima, porque abre el hombre a la fuerza de Dios. Precisamente lo que empequeñece al hombre es la soberbia, pues en ella queda el hombre recluido a sus propias fuerzas miserables. Por eso «es enim superbia non magnitudo, sed tumor» (39,1676). Es el orgullo lo que deja al hombre por debajo de sí mismo, pues le separa de Aquel que está por encima de todas las cosas (37,1946). «Lo que está inflado, está vacío» (39,1567).

En fin, el misterio pascual de Cristo es la clave de la humildad cristiana. Si la gloria del Resucitado tuvo su principio en la humillación de la cruz (37,1454), también el hombre llamado a participar de la grandeza divina tendrá que «aprender primero la humildad de Dios», participando de la cruz de Cristo (38,671).

San Juan de la Cruz

En todos los movimientos espirituales la humildad ha sido siempre una inspiración evangélica fundamental. Los frailes menores, por ejemplo, son fundados por San Francisco «para servir al Señor en pobreza y humildad» (II Regla 6,2), y su vocación se cifra en «seguir las huellas de la humildad de Cristo» (Celano, II Vida cp. 109, n.148). Pero habremos de limitarnos aquí a sintetizar en la doctrina de San Juan de la Cruz las numerosas enseñanzas que los maestros espirituales nos han dado sobre la humildad.

Por los apegos desordenados el hombre se arraiga en sí mismo, en lugar de fundamentarse en Dios. Y en este sentido puede decirse que la perfecta humildad está en el total despojamiento de los apegos desordenados que la persona pueda tener a ideas o costumbres, a sensaciones o sentimientos, a modos y maneras, a personas o cosas. Precisamente «en esta desnudez halla el alma espiritual su quietud y descanso, porque, no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad; porque cuando algo codicia, en eso mismo se fatiga» (1 Subida 1,313).

Los cristianos principiantes sólo adelantan si van por el camino de la humildad. Entonces, si son humildes, no se fían de sí mismos, y buscan dirección espiritual, pues «el alma humilde no se puede acabar de satisfacer sin gobierno de consejo humano» (2 Subida 22,11). Y si son humildes se dejan llevar por Dios: «Humilde es el que se esconde en su propia nada, y se sabe dejar a Dios» (Avisos 4,172). Por otra parte, si son humildes, no se atreverán a pecar; pero si la fragilidad humana les hace caer, no por eso rabian o se angustian o se desaniman, sino que «en las imperfecciones en que se ven caer, con humildad se sufren» (1 Noche 2,8). Ni siquiera los dones especiales que de Dios puedan recibir les enorgullecen: saben bien que «todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad» (3 Subida 9,4). En efecto, humildad y caridad son hermanas que van siempre juntas: «el alma enamorada es alma humilde» (Avisos 1,28).

En los adelantados hay todavía un «cierto ramo de soberbia oculta», una cierta satisfacción de sí mismos o del propio grupo, que denota claramente la imperfección de la humildad. Por eso hay que afirmar que los perfectos sólamente alcanzan la total humildad en la vida mística. San Juan de la Cruz muestra de modo muy convincente cómo «éste es el primero y principal provecho que causa esta seca y oscura noche de contemplación, el conocimiento de sí y de su miseria... El alma antes no conocía su miseria, porque en el tiempo que andaba como de fiesta, hallando en Dios mucho gusto y consuelo y arrimo, andaba más satisfecha y contenta, pareciéndole que en algo servía a Dios»... Pero es ahora cuando llega a la humildad perfecta «del conocimiento propio, no se teniendo ya en nada ni teniendo satisfacción ninguna de sí, porque ve que de suyo no hace ni puede nada. Y esta poca satisfacción de sí y desconsuelo que tiene de que no sirve a Dios tiene y estima Dios en más que todas las obras y gustos primeros que tenía el alma y hacía, por más que ellos fuesen, por cuanto en ellos se ocasionaba para muchas imperfecciones e ignorancias» (1 Noche 12,2).

Coincide esto exactamente con aquello que ya vimos de Santa Teresa, cuando tratamos del examen de conciencia: «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas». Antes de verse el alma iluminada por tanta luz divina cree que «trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar... se ve toda turbia» (Vida 20,28-29). En efecto, sólo en la contemplación mística alcanza el cristiano la perfecta humildad. No hay completa humildad sin vida mística.

Sin embargo, a esa intensa luz contemplativa no quedará el alma encogida por el conocimiento propio, pues «alumbrará Dios el alma no sólo dándole conocimiento de su bajeza y miseria, como hemos dicho, sino también de la grandeza y excelencia de Dios» (1 Noche 12,4).

Señalemos, pues, para terminar, las notas que caracterizan el espíritu de humildad y la actitud de la soberbia en referencia a varios puntos importantes de la vida espiritual.

Humildes ante Dios

Fe. -La fe es la forma primordial de la humildad. En efecto, sólo en la humildad comprende el hombre que en este mundo está perdido, que su mente es indeciblemente vulnerable al error, y que únicamente en la Iglesia, haciéndose discípulo de Cristo, puede llegar a encontrar el camino cierto de la verdad por «la obediencia al Evangelio» (Rm 10,16; 2 Tes 1,8). Según esto es claro que los soberbios no pueden llegar a la fe (+Lc 10,21), pues antes que hacerse discípulos de Cristo y de su Iglesia, Madre y Maestra, preferirán incluso reconocer que están perdidos, que no conocen la verdad, es decir, que son escépticos o agnósticos. Y aún es posible que lleguen a mostrarse orgullosos de su situación.

Obediencia. -Como un niño va tranquilo de la mano de su padre, aunque no sepa ni a dónde va ni por dónde, así el humilde camina su vida procurando obedecer en todo los mandatos de su Padre, es decir, dejándose conducir por El. En cambio el soberbio no puede obedecer al Señor, pues se fía más de los pensamientos y caminos humanos que de los juicios y normas divinos. Por eso lo que caracteriza a los cristianos es precisamente que, aceptando el espíritu filial de Cristo, han pasado de ser «hijos rebeldes» (Ef 2,2) a ser humildes «hijos de obediencia» (1 Pe 1,14).

Ley. -El humilde ama la ley, que de un modo patente y cierto le indica aquello que el Espíritu Santo quiere obrar en él, librándole así de perezas y engaños. Y no sólo acepta las leyes de la Iglesia, sino que a sí mismo se da ciertas normas para asegurar su vida en la verdad y el bien. Un sacerdote humilde, por ejemplo, es fiel a las normas canónicas, pastorales o litúrgicas de la Iglesia, y no querrá desobedecerlas, pues eso sería preferir su propio juicio o el de otros amigos al pensamiento de la Iglesia; y sería también confiar más en la eficacia del medio humano, que en la gratuidad de gracia de Dios. El soberbio, en cambio, aborrece la ley, y aunque su vida personal va bien torcida, no quiere admitir regla alguna para dibujar su trazo. Y seguro de sus propios juicios, rechaza sujetar su acción a la norma, a no ser cuando ésta coincide con su apreciación personal.

Magisterio eclesial. -«Tengo por cierto -escribía Santa Teresa- que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, al alma [humilde] que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe... y que siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12; +13). Sabe el humilde que la mente humana puede fácilmente quedar sujeta a terribles engaños, y que sólo consigue permanecer libre en la verdad dejándose enseñar por Dios. El humilde, por ejemplo, no juzga la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, sino que trata de vivirla con la gracia de Cristo, viendo en ella «un yugo suave y una carga ligera» (Mt 11,30). Ni se le pasa por la mente la tentación de poner su lógica sobre la lógica del Logos divino, que es la que la Iglesia enseña. Sabe perfectamente que la sabiduría humana se desvanece ante la sabiduría de Dios. Por ejemplo ¿qué hombre prudente hubiera organizado la redención de la humanidad por la locura y el escándalo de la Cruz? (1 Cor 1,17-2,16)... Pero los soberbios no entienden nada de esto, y se recluyen indefinidamente en la aparente lógica de su estupidez, prefiriéndola a la sabiduría de Dios.

Oración de petición. -El que es consciente de sus propias miserias, en todos sus empeños pone por delante la oración de súplica. Por el contrario el soberbio, cerrado en su autosuficiencia, pretende las cosas sin la ayuda de Dios, y sólo como último recurso acude a la oración de petición, haciéndolo entonces con exigencia, es decir, tratando de mandar sobre la voluntad divina; así pues, «no pide, o pide mal» y tarde (Sant 4,2-3). Por eso el humilde, siempre suplicante, con poco esfuerzo y gran paz, consigue mucho sin cansarse apenas, en tanto que el soberbio, con grandes ansiedades y esfuerzos -si es que se digna hacerlos-, apenas consigue nada, pero se cansa mucho.

Humildes ante los hermanos

Juicios. -El soberbio ignora la viga en su ojo y ve la paja en el ojo del otro (Mt 7,3): tiende a excusar sus culpas, para las que halla mil atenuantes, y juzga con dureza a los demás. En cambio el humilde «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo tolera» (1 Cor 13,7), y sabe suspender su juicio: «ni aun a mí mismo me juzgo... Quien me juzga es el Señor. Así pues, tampoco vosotros juzguéis antes de tiempo, mientras no venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de los corazones» (4,3-5).

Veracidad. -La mentira procede casi siempre de la soberbia, es decir, del deseo de ocultar un mal personal o de aparentar un bien propio inexistente. Por eso sólo el humilde puede ser plenamente veraz. El humilde tiende a ensalzar los méritos ajenos y a ocultar los propios, mientras que el soberbio se duele del bien ajeno, oculta sus propias fallas cuidadosamente, y se cuida bien de difundir y amplificar sus méritos reales o supuestos.

Humildes ante nosotros mismos

Intención. -Jesús insiste continuamente en la pureza de intención, en la limpieza del corazón. ¿Por qué hacemos una obra, para qué?... Es la intención la que da o quita mérito a nuestras acciones. Por eso en el Sermón del Monte, por ejemplo, Jesucristo enseña cuidadosamente a sus discípulos para que hagan sus ayunos, oraciones y limosnas «no delante de los hombres, para que os vean», sino para agradar al Padre celestial, «que ve en los escondido» (Mt 6,1-13; +23,1-12). Sólo la humildad puede asegurar la pureza de la intención, pues el que hace las cosas por vanidad -para que le vean- o por soberbia -para satisfacción de sí mismo-, vacía las obras de su significación verdadera, y anda así en la mentira. Es, por ejemplo, el seminarista que reza en el Seminario para que le vean, pero que en vacaciones abandona la oración, porque ya no le ven o porque quienes le ven se ríen de ella.

Paz y descanso. -El humilde, como «anda en verdad», no va agachado, encogido en menos de lo que es, ni va agrandado con un esfuerzo continuo, fingiendo una altura mayor que la suya, sino que camina en la verdad de su ser, en paz y descansado; y eso le permite llegar muy lejos. Por otra parte, la humildad hace que la persona acierte con su propia vocación, y el seguimiento fiel de la misma facilita muchísimo el curso de la vida. El soberbio, en cambio, encogido o agrandado, y siguiendo tantas veces un camino vocacional que no es el suyo, no conoce sino la inquietud y el cansancio.

Humildes en la actividad

Confianza. -El humilde no apoya su vida en sí mismo, sino en el amor de Dios providente, y vive confiado, como un niño que se confía a sus padres. El soberbio, en cambio, apoyado en sus propias fuerzas o en las criaturas con las que espera poder contar, está siempre lleno de temores, inquietudes y ansiedades. No podría ser de otra manera. Recordemos el camino de la infancia espiritual, tan bellamente expresado en la espiritualidad de Santa Teresa del Niño Jesús. En el abismo de su miseria -ella no puede nada- es precisamente donde se le manifiesta mejor la misericordia del amor de Dios -todo es gracia-, y por eso, como San Pablo, ella se goza en su pequeñez, se gloría en su debilidad, porque le basta la gracia del amor de Cristo, y sabe que cuando está más débil, es entonces más fuerte (2 Cor 12,5-10).

Magnanimidad. -Los humildes, como cuentan con Dios, se atreven a grandes cosas, tanto en lo personal como en otras actividades exteriores. Saben que son «hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para hacer aquellas buenas obras que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10). Teniendo una idea verdadera de sí mismos, quedan libres de muchísimas auto-limitaciones: «Yo no valgo para», «yo no puedo prescindir de», etc. Y por otro lado, libres de vanidad, no le tienen miedo ni al fracaso ni al ridículo. La humildad, pues, es magnánima, es decir, se atreve a grandes cosas. Los soberbios en cambio ignoran la magnanimidad, pues no cuentan más que con sus propias fuerzas, y éstas las conocen mal; por eso o hacen planes insensatos, que nunca podrán realizar, o los hacen sumamente mediocres, acomodados a sus fuerzas miserables, ya que no cuentan con otras.

Bien decía San Juan Crisóstomo que «aquél que se cree grande, en eso mismo es mediocre, pues tiene por grande lo que es pequeño» (MG 61,15-16). Los más humildes -Francisco, Ignacio, Vicente... Teresa de Calcuta- son los que realizan las obras más grandes. Los más humildes son los que tienen el espíritu de la Esclava del Señor y pueden decir con ella: «me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,48-49).

Prudencia. -El humilde «no pretende grandezas que superan su capacidad» (+Sal 130,1), sabe preguntar y pedir consejo, admite informaciones y correcciones, busca con empeño un director espiritual o consejero, no asume un cargo para el cual no es capaz, sabe retirarse a tiempo o encomendar una labor suya a otro más idóneo, en una palabra, es prudente. El soberbio ni pregunta, ni se aconseja, ni admite correcciones, de modo que toda su vida -elección de estudios, de cónyuge o de casa, educación de los hijos, negocios, todo- está lleno de errores y de culpas. Es el joven que, contra el consejo de parientes y amigos, se mete obstinadamente en un negocio ruinoso, del que amigos y parientes habrán de sacarle. Es el hombre que opina con énfasis acerca de cuestiones que realmente ignora. Es la abuela que se obstina en seguir mandando. Es el ignorante que trata de aleccionar al que sabe más que él, y así quiere «enseñar a nadar a la trucha»...

Paciencia. -El hombre humilde sabe sufrir sus propios defectos, y en su lucha por superarlos, sabe también esperar. No tiene prisa, que es una forma de avidez y de ansiedad, es decir, de soberbia: no conduce, por ejemplo, su coche con velocidad temeraria, como si quisiera dominar el espacio y el tiempo, y como si le correspondiera predominar sobre los otros conductores. No es exigente con los demás; no se impacienta, por ejemplo, si el médico o el funcionario se demoran en recibirle, porque es humilde. Tampoco es susceptible, y no se indigna cuando sufre alguna hostilidad o menosprecio. Tiene mucho aguante, y las penas o injusticias no le hunden ni desesperan, porque es humilde y está convencido de que, a pesar de todo, el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). De todos estos espíritus carece el soberbio.

Humildes ante el pecado

Tentaciones. -El soberbio, fiado en sus propias fuerzas, no teme aceptar los usos del mundo, y poniéndose en graves ocasiones de pecado, peca gravemente, pues «el que ama el peligro caerá en él» (Ecli 3,27). Más aún, después de haber pecado se enorgullece de sus culpas, y hace ostentación de las cadenas que le mantienen esclavizado al pecado, como si de preciosos collares y pulseras se tratasen (+Rm 1,32). El humilde, consciente de su debilidad, rehuye la tentación y la vence con la gracia de Dios, que auxilia a los humildes. Por otra parte, nada aprende el soberbio de sus caídas, pues o no las reconoce o echa de ellas las culpas a otros. En cambio el humilde aún de pecados muy pequeños, casi sin culpa, saca enseñanzas grandes. Le decía Santa Teresa a una religiosa: «Yo pienso que Dios la deja caer en estas faltas sin pecado -que en ellas no le hay- para que se humille y tenga por donde ver que no está del todo perfecta» (Fundaciones 18,10).

Pecados. -El humilde, cuando peca, reconoce su culpa, y como ama, se duele sinceramente de haber ofendido a Dios y a los hermanos. El soberbio no reconoce sus pecados, culpa de ellos a otros o a las circunstancias, y si alguna vez se siente culpable, no se duele de sus culpas ante Dios o ante el prójimo, por amor, sino ante sí mismo, por vanidad herida, por la frustración de sus planes o por vergüenza ante los otros. Y eso explica que después del pecado el humilde experimenta «la tristeza según Dios», que lleva a la conversión, en tanto que el soberbio se ve abrumado por «la tristeza según el mundo», que no lleva sino a la muerte (2 Cor 7,10). Por otra parte, mientras que el humilde tiende a asumir sus responsabilidades culpables, el soberbio tiende a culpar a los otros.

Cuando, por ejemplo, unos padres ven graves pecados y deficiencias en sus hijos, si son humildes, lamentan sobre todo el mal ejemplo y la mala educación que les han dado, las omisiones, la falta de oración de súplica en su favor, y así ven más a sus hijos como víctimas que como culpables. Los padres soberbios, por el contrario, echan pestes de sus hijos -«son unos desagradecidos, unos degenerados, después de todo lo que hemos hecho por ellos»-, y ni se les ocurre pensar que de los males de sus hijos ellos son probablemente los mayores culpables.

Corrección. -El humilde aprende siempre, cuando acierta y cuando yerra, y aprende también de los otros, porque recibe sin envidia sus ejemplos y atiende sus razones sin molestarse. El soberbio, por el contrario, no aprende nunca, pues no reconoce sus culpas, ni sabe corregirse a sí mismo, ni tampoco admite correcciones de los demás.

Vigor ascético. -Mientras que los humildes se ajustan a una vida rigurosamente ascética, los soberbios consideran ésta completamente innecesaria, e incluso perjudicial. Resulta curioso en esto observar cómo los más santos son los que han sido más conscientes de la necesidad de una disciplina severa de vida.

Cuando San Bernardo, por ejemplo, con sus compañeros, se retira a Claraval y allí emprenden una vida de gran rigor penitente, familiares y también otros monjes ponen en duda si tanta penitencia es necesaria para la santidad. ¿Acaso la santidad necesita para producirse unos medios ascéticos tan severos? ¿Dónde aconseja la Escritura el ocultamiento del propio nombre, tantas vigilias y ayunos, tantas mortificaciones en el comer y el vestir, tan severo recogimiento de los sentidos, tan austera limitación de los placeres honestos? Por supuesto que jamás un medio ascético será necesario para la santificación, pues ésta es siempre gratuita; pero San Bernardo a estas objeciones responde siempre desde la humildad más profunda. Cuando en su Apología explica por qué pasó de Cluny a la más estricta reforma cisterciense, le confiesa a su amigo Guillermo, abad cluniacense de Saint Thierry: «No fue porque esta Orden [de Cluny] no fuera justa y santa, sino porque siendo yo «carnal, vendido como esclavo al pecado» [Rm 7,14], sentía en mi alma una debilidad tan grande, que necesitaba de una medicina más fuerte» (IV,7). Consideraciones semejantes, esta vez referidas a la debilidad de otro, expone San Bernardo en su Carta a Roberto, un primo suyo que había desertado de Claraval y se había refugiado en un monasterio donde pretendía cuidar con tanta solicitud su cuerpo como su alma. La misma humildad ascética se aprecia en Humbelina, hermana de San Bernardo, que de ser una casada rica y bella había pasado a ser una pobre, oculta y mortificada religiosa. Ella decía a las monjas que consideraban excesiva su austeridad ascética: «Para mí, que he vivido tanto tiempo entre las vanidades mundanas, ninguna clase de penitencia puede ser excesiva» (A. J. Luddy, San Bernardo, Madrid, Rialp 1963, 83-84). La cosa es clara: la falta de vigor ascético es antes que nada falta de humildad, es decir, soberbia, si no personal, al menos soberbia corporativa o de especie.

Humildes para amar

Amor a Dios. -La humildad, que lo ve todo como don del Creador y gracia del Redentor, no puede menos de llevar al amor de Dios y al agradecimiento religioso. La soberbia, en cambio, que es un perverso amor de la propia excelencia o de la excelencia de la especie humana en general, inhibe por completo el amor a Dios y toda gratitud hacia El, y presta al hombre la gloria que sólo a Dios es debida (+Rm 1,23-25).

Amor al prójimo. -El humilde ama a los hermanos a pesar de los defectos que tengan, pues estima mayores los suyos propios. Sabe amar, incluso con especial amor, a los más modestos y oscuros, sin acepción de personas, pues no busca en el amor ventajas, prestigios o gratificaciones sensibles, ni tampoco pretende acercarse al sol que más calienta. Pero el soberbio no ama sino a los que le estiman -y ni siquiera esto es seguro-, se siente autorizado a retirar su amor de los defectuosos o de quienes le han ofendido, y procura arrimarse sobre todo a aquellos que pueden participarle prestigio, poder o riqueza.

Humildad personal, corporativa y de especie

La humildad, para ser perfecta, ha de ser una estima verdadera de lo humano que está referida no sólo a la persona concreta, sino también a su grupo y nación, e incluso a la especie humana. Y no decimos esto en vano. En efecto:

Se da a veces el caso de que alguien es humilde en la consideración personal de sí mismo, pero que en su autoestima corporativa, esto es, en referencia al grupo al que pertenece, es soberbio. Su yo es humilde, pero su nosotros es orgulloso. Este admite, por ejemplo, ciertas correcciones hechas a su persona, pero no las tolera en modo alguno cuando se refieren a la colectividad en que está integrado. Es evidente: habiendo soberbia corporativa, no puede ser perfecta la humildad personal...

Se da también el caso de aquél que es humilde en su persona, e incluso en su grupo, pero padece en cambio soberbia de especie, referida claro está a la especie humana. La soberbia de especie, por ejemplo, no le permite reconocer que la mayoría de los hombres andan perdidos, ni le deja ver que muchos de ellos son realmente a los ojos de Dios cadáveres ambulantes. No puede admitir la miseria humana, ni la soberbia le autoriza a reconocer la necesidad absoluta que tiene el hombre de un Salvador que le abra los ojos y, tomándole de la mano, le alce y le salve por gracia. No entiende tampoco que las leyes humanas puedan causar en el pueblo enormes destrozos si no se rigen por las leyes de Dios, el Señor soberano, proclamadas por Cristo Rey. Tiene puesta su fe en un cierto humanismo autónomo y, en nombre de la tolerancia y del mal menor, lo considera justo, necesario e incluso salvífico... Pero el hombre específicamente soberbio no puede ser personalmente humilde.

La humildad perfecta es una humildad total: es personal, corporativa, nacional y de especie humana.

Vocaciones humildes y serviciales

Si la humildad escasea, los cristianos no seguirán las vocaciones más humildes, aunque sean llamados por Dios a ellas. Y así éste, en lugar de ser un buen maestro, será un mal catedrático. Aquel otro hubiera podido colaborar en una obra grandiosa, como secretario de otro, pero no quiso servir, y se quedó en negociante rico y amargado...

Incluso puede suceder que en ambientes escasos de humildad lleguen a desaparecer ciertas vocaciones humildes, como por ejemplo la de los Hermanos legos; éstos, en efecto, con menos formación intelectual, menor autoridad en la comunidad, y dedicación habitual a labores sencillas, son, según la apreciación mundana, gente menor, gente humilde, religiosos subordinados, sujetos, en parte al menos, a la dirección de otros. Así pues, en determinados ambientes, ya no habrá Hermanos santos, como Martín de Porres, Alonso Rodríguez o el Hermano Gárate. Ya no habrá coadjutores, es decir, colaboradores: ya San Bernardo no contará con el abnegado fray Geofredo de Auxerre, ni Santo Tomás se verá auxiliado, en sus inmensas tareas intelectuales, por el fiel fray Reginaldo. Y es que la soberbia generalizada, en el nombre de la igualdad, destruye la misma posibilidad de estas vocaciones humildes y subordinadas. Con ello todos salen perdiendo: Bernardo y Geofredo, Tomás y Reginaldo, la Iglesia y el mundo.

Innumerables son las vocaciones falseadas por la soberbia o la vanidad, y ello introduce en la vida de los hombres no sólo grandes sufrimientos, sino también dificultades numerosas e indebidas para la santificación.

La humildad ha de ser pedida

Supongamos que un hombre acepta la doctrina de la humildad. Es un primer paso bien importante, pero no suficiente, pues la humildad más que una doctrina es un espíritu. Ahora bien ¿dónde podrá el hombre adquirir el espíritu de la humildad? ¿En el mundo? Imposible, pues «todo lo que hay en el mundo es codicia de la carne, codicia de los ojos y orgullo de lo que se tiene» (1 Jn 2,16). ¿En sí mismo? Tampoco, pues el hombre es soberbio y carnal desde su nacimiento, y «lo que nace de la carne es carne» (Jn 3,6). ¿Dónde podrá, pues, el hombre adquirir el espíritu de la humildad? Sólamente en Cristo, que siendo el Hijo humilde y fiel, por la comunicación del Espíritu Santo es para el hombre la fuente de la humildad. No hay otra. «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La humildad es el don de Cristo, es su gracia de filiación. Un don que el hombre debe pedir.

Juicio final de humildes y soberbios

La Biblia, desde el fondo de los siglos, contempla el ensalzamiento final de los humildes y el abatimiento definitivo de los soberbios. En aquel Día «los ojos orgullosos serán humillados, será doblegada la arrogancia humana; sólo el Señor será ensalzado aquel día, que es el día del Señor de los ejércitos; contra todo lo orgulloso y arrogante, contra todo lo empinado y engreído, contra todos los cedros del Líbano, contra todas las altas torres, contra todos los navíos opulentos... Será doblegado el orgullo del mortal, será humillada la arrogancia del hombre; sólo el Señor será ensalzado aquel día, y los ídolos pasarán sin remedio... Cesad, pues, de apoyaros sobre el hombre, cuya vida es solo un soplo» (Is 2).

Dios nos ha revelado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que en «el Día del Señor» final se producirá la caída irrevocable de la Babilonia mundana, llena de soberbia, fornicaciones y riquezas, y el ensalzamiento definitivo de los humillados y oprimidos (Ap 18). De tal modo que «muchos de los primeros serán los últimos, y muchos de los últimos serán los primeros» (Mt 19,30).

Es de fe que la exaltación final del Cristo glorioso en esta tierra traerá consigo la victoria de los que, por ser suyos, se ven ahora humillados. En efecto, «ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] aparezca, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2; +Rm 8,18; 2 Cor 3,18; Col 3,4; Flp 3,21; 1 Pe 1,5). Así pues, éste es el plan de Dios sobre los hombres: «El que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado» (Mt 23,12).

2. La caridad

AA.VV., charité, DSp II,I (1940) 507-691; D. Barsotti, La revelación del amor, Salamanca, Sígueme 1966; J. Coppens, La doctrine biblique sur l’amour de Dieu et du prochain, «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 40 (1964) 252-299, P. Delhaye-M. Huftier, L’amour de Dieu et l’amour de l’homme, «Esprit et vie» 82 (1972) 193-204, 225-236, 241-250; J. Egerman, La charité dans la Bible, Casterman, París-Tournai 1963; A. Feuillet, Le mystère de l’amour divine dans la théologie johannique, París, Gabalda 1972; S. Lyonnet, Amore del prossimo, amore di Dio, obbedienza ai comandamenti, «Rassegna di Teologia» 15 (1974) 174-186; S. Ramírez, La esencia de la caridad, Madrid 1978, Bibl. de Teólogos Españoles 31; C. Spicq, Agape dans le Nuevo Testamento, París, Gabalda 1958-1959, I-III (=Agape en el N.T., Madrid, CARES 1977); Charité et liberté selon le N. T., París, Cerf 1969.

Catecismo, amor a Dios 2093--2094ss, amor al prójimo 2196ss, perdón de ofensas 2838-2845.

El misterio del amor

Dios es amor, y el hombre, que es su imagen, es amor (1 Jn 4,8; Gén 1,27). Por eso el hombre es hombre -es decir, es imagen de Dios- en la medida en que ama, y se frustra y deshumaniza en cuanto no ama. La ley de la gracia confirma la de la naturaleza cuando da al cristiano la vocación suprema de amar a Dios y al prójimo (Mt 22,36-40). El amor, pues, es el misterio más profundo de la vida, la íntima clave esencial de todo ser viviente.

El lenguaje del amor en el Nuevo Testamento, como en el Antiguo Testamento, es muy variado y elegido. Los griegos disponían de cuatro términos para designar el amor, pero el Nuevo Testamento no emplea ni stergein, amor de padres a hijos, ni eran y eros, el amor impuro. Usa en cambio filein (el amare latino), amor familiar y amistoso (Mt 10, 37), a veces poco sano (6,5; 23,6), a veces especialmente tierno e íntimo; por ejemplo, cuando Jesús pregunta a Pedro si le ama, Pedro emplea este verbo en las tres respuestas, y Jesús en la pregunta tercera (Jn 21,15-17). En todo caso, agapan y agape (diligere, caritas, en latín) será la expresión que prevalece en el Nuevo Testamento y en la tradición para designar el amor más alto y noble, el más profundo, que radica fundamentalmente en la voluntad, y que a veces puede faltar del sentimiento (para designar, por ejemplo, el amor a los enemigos, se usa este término, y no filein).

Hay tantas clases de amor como niveles en el ser. En el amor sensible la sensibilidad se complace en el bien sensiblemente captado. Mientras que en el amor espiritual es la voluntad la que se adhiere al bien captado por el entendimiento. Y este amor espiritual puede ser interesado («amor concupiscentiæ»), si el que ama busca principalmente su propio interés, o benevolente («amor benevolentiæ»), si el amante busca sobre todo el bien del amado.

Las tres modalidades señaladas del amor son buenas, en principio, y las tres -como en el caso de los esposos- pueden darse juntas. En todo caso, el amor benevolente es más noble y duradero que el interesado, y el amor espiritual es más profundo y fuerte que el sensible. Atención especial merece el amor que llamamos de amistad, por el cual dos personas, conscientemente, se unen por el amor benevolente, con cierta comunicación de bienes mutua (STh II-II,23,1-2; 80 ad 2m). Es éste el amor más unitivo, pues «cuando alguien ama a alguien con amor amistoso, quiere para él el bien como lo quiere para sí mismo, es decir, le capta como si fuera un otro yo» (I-II, 28,1).

En la amistad se unen, hemos dicho, dos personas: no hay amistad si sólo una ama, ni puede haberla, por ejemplo, entre una persona y un perro. La amistad es amor de benevolencia, aunque también puede implicar otra clase de amor. No es un amor secreto, sino consciente y mutuamente declarado. Por último, es la amistad un amor que lleva consigo cierta comunicación mutua: la más importante, la comunicación personal de conversación y relación amistosa, pero también la comunicación de ayuda, consejo, colaboración y prestación de bienes.

Las causas y efectos del amor, sobre todo de amistad, son bien conocidos. El amor nace de la bondad, de la semejanza y del trato amistoso. Es la bondad del amante y la bondad del amado lo que impulsa el movimiento del amor; las cualidades de inteligencia, nobleza y hermosura del amado, enamoran al amante, que se enamora conociéndolas -no puede amarse lo que no se conoce, ni puede amarse mucho cuando apenas se conoce-. El amor, por otra parte, produce, entre otros efectos, la unidad: el amor une a los que se aman, más aún, «el mismo amor es tal unión o nexo» (STh I-II, 28,1). El amor se da entre semejantes, y si no son muy similares, produce semejanza. Y estos efectos fundamentales, unión y semejanza, crecen con el intercambio personal y la mutua relación amistosa.

La unidad producida por el amor es afectiva, en cuanto que los que se aman tienden a querer u odiar las mismas cosas; y efectiva, pues los que se quieren procuran, en cuanto sea posible, estar juntos -son «inseparables»-. Esta unión no siempre podrá ser física, pero siempre es espiritual: el amado, ausente o presente, está siempre en el corazón del amante (Flp 1,7), como el amante está en el amado, y hacen suyas mutuamente las cosas del otro. «Por eso el amor se dice íntimo» (I-II,28,2).

Entremos, pues, a estudiar la caridad, que es amor sobrenatural de amistad, por el que Dios se une a los hombres, y éstos entre sí. Y lo haremos siguiendo el orden que nos dio Jesús (Mt 22,36-40) y también San Juan (1 Jn 4,7-5,4): 1. -Dios es amor, 2. -Dios nos amó primero, 3. -nosotros amamos a Dios, y 4. -nosotros amamos al prójimo.

Dios es amor

Dios tiene verdadera voluntad (Vat.I 1870: Dz 3001; STh 1,19,1), con la que elige, quiere, decide, manda, impulsa, y sobre todo ama, ama con inefable potencia de amor. En efecto, «Dios es amor» (1 Jn 4,8. 16): es amor intratrinitario (ad intra) y amor a la creación entera (ad extra). El Padre celeste es amor, ama infinitamente en sí mismo la bondad, verdad y belleza de su propio ser, y de este amor procede el Hijo divino por generación: «El Padre ama al Hijo» (Jn 3,35;+10,17), en Jesucristo reconoce «el Hijo de su amor» (Col 1,13; +Mt 3,17; 12,18; Ef 1,6). El Hijo es amor, como bien se nos reveló en Jesús (Jn 14,31). Y el Espíritu Santo es amor, es el amor que une al Padre y el Hijo eternamente, amor divino personal y subsistente, fuente de todo amor y de todo don.

El Espíritu Santo es el amor. Así nos los muestra la Revelación divina (Rm 5,5) y la tradición teológica y espiritual. San Agustín nos dice: «Dilectio, quæ ex Deo est et Deus est, proprie Spiritus Sanctus est» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675) confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo «procede a la vez de uno y de otro [del Padre y del Hijo], y es la caridad o santidad de ambos» (Dz 527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).

El Espíritu Santo es el supremo don. La Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20). Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo. Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que «por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo»» (I,38,2).

Dios nos amó primero

La creación es la primera declaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1 Jn 4,19), pues antes de que él nos amara, no existíamos: fue su amor quien nos dio el ser, y con el ser nos dio bondad, belleza, amabilidad. Su amor nos hizo amables. Y ahora el Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25), y toda criatura existe porque Dios la ama.

Aún más abiertamente que el Libro de la Creación, el Antiguo Testamento nos revela a Dios como amor. El Señor ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10), como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2), como un pastor a su rebaño (Sal 22), como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17). Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14), pues «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (Sal 32,18-19). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).

Pero es en Cristo en quien llega a plenitud la epifanía del amor de Dios. En él «se hizo visible (epefane) el amor de Dios a los hombres (filantropía)» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo» (Jn 3,16). Lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). Este es «el gran amor con que nos amó» Dios (Ef 2,4). En efecto, «Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó) su amor (agapen) hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8).

Por todo ello hay que decir que los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), y que todos los rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana derivan de este conocimiento de la fe:

Obediencia. Los cristianos nos atrevemos a obedecer a Dios, incluso cuando ello nos duele o nos da mucho miedo o no lo entendemos, porque estamos convencidos del gran amor que nos tiene. Vemos sus mandatos y la posibilidad de cumplirlos como dones gratuitos de su amor. «Esta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos, que no son pesados» (1 Jn 5,3).

Audacia espiritual. Los cristianos nos atrevemos a intentar la perfecta santidad porque estamos convencidos de que Dios nos ama, y que por eso mismo nos quiere santificar. Aunque nos veamos impotentes y frenados por tantos obstáculos internos y externos, «si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros ¿cómo no nos ha de dar con él todas las cosas?» (Rm 8,31-32).

Confianza y alegría. Si el miedo y la tristeza parecen ser los sentimientos originarios del hombre viejo, la confianza y la alegría son el substrato vital del hombre nuevo creado en Cristo. La necesidad de amar y de ser amado es algo ontológico en el hombre -imagen de Dios-amor-. Los niños criados sin calor y amor de madre tienen un menor crecimiento espiritual y físico (lo mismo mostró el Dr. Harlow, en experiencias de 1930, con monos rhesus). Los ancianitos privados de amor, mueren antes. En el mundo, hay miedo y tristeza. En el Reino, confianza y alegría, porque «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).

((Algunos cristianos dudan del amor que Dios les tiene. Quizá creen que Dios ama a la humanidad, en general, pero no se saben personalmente conocidos y amados por Dios. Estos habrían de decir con San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por » (Gál 2,20).

El sufrimiento personal o ajeno suele ocasionar ese inmenso error. «Dice el Señor: «Yo os amo». Y objetáis: «¿En qué se nota que nos amas?»» (Mal 1,2). Las penas, las injusticias, humillaciones y frustraciones, son para muchos como nubarrones negros que ocultan el sol del amor divino.

Y el pecado también ocasiona esta misma ignorancia del amor de Dios. «Siendo yo tan malo, es imposible que Dios me ame». «Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). Quien así piensa olvida que Cristo, precisamente, vino «a llamar a los pecadores» (Mc 2,17), y que «siendo nosotros pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8).

Algunos cristianos menosprecian el amor que Dios les tiene. Creen en ese amor, pero no les importa apenas nada; no les da ni frío ni calor. Ellos apreciarían el amor de tales o cuales personas, o se alegrarían si su salud mejorase o si aumentara su sueldo; pero que Dios les ame, eso es cosa que les tiene sin cuidado. Ahora bien, como un amor lo apreciamos según el valor que damos a la persona que nos ama, esa actitud manifiesta un horrible menosprecio o desprecio hacia Dios.))

Nosotros amamos a Dios

«Este es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; +Dt 6,5). Este amor del hombre a Dios será siempre respuesta al amor de Dios al hombre, que fue primero, en la creación y en la cruz. Y nunca será excesivo, pues como dice San Bernardo, «no hay más que una forma de amar a Dios, amarle sin tasa» (ML 182,983).

El Antiguo Testamento enseña a amar a Dios con todas las fuerzas del alma (Dt 6,5; 13,3), como al Creador grandioso (Sir 7,32), como al Esposo unido a su pueblo en Alianza conyugal fidelísima (Cantar; Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Los verdaderos israelitas merecen ser llamados con el altísimo nombre de «los que aman al Señor» (Ex 20,6; Jue 5,31; Neh 1,5; Tob 14,7; 1 Mac 4,33; Sir 1,10; 2,18-19; 34,19; Is 56,6; Dan 9,4; 14,38; Sal 5,12; 68, 37; 118,132; 144,20). Amor y obediencia, por supuesto, van inseparablemente unidos. Por eso la expresión completa es: «los que aman al Señor y guardan sus mandatos» (Dt 5,10; 7,9; +Jn 14,15; 15,10). En los salmos este amor a Dios tiene expresiones conmovedoras: «yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (17,2-3; +30,24; 114,1).

En el Nuevo Testamento Jesús enseña lo mismo, que a Dios hay que amarle con todas las fuerzas del alma (Mt 22,34-40; Mc 12,28-34; Lc 10,25-28), pero lo enseña sobre todo en la cruz: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre [la cruz], así hago» (Jn 14,31). Y además -y aquí está la novedad decisiva- Jesús desde el Padre nos comunica el Espíritu Santo para que podamos amar a Dios con la fuerza de Dios (Rm 5,5). También los cristianos, como los verdaderos israelitas, somos «los que aman a Dios» (Sant 1,12; Rm 8,28; 1 Cor 2,9). Cabe señalar, sin embargo, que el gran deber de amar a Dios, fuera del primer mandamiento citado, no tiene frecuentes formulaciones explícitas en los evangelios (Jn 5,42 es de sentido dudoso), aunque sí implícitas (por ejemplo Lc 15,11-32; Jn 17,21-26). San Juan dice, en cambio, con frecuencia en su evangelio que hay que amar a Jesús, y que ese amor exige cumplir sus mandamientos (Jn 8,51-52; 13,34-35; 14,15. 21-24; 15,10. 12; +1 Jn 2,15; 4,12. 20-21; 5,2-3).

Es evidente que el hombre carnal necesita absolutamente para amar a Dios «un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 36,26-27). Y esto es lo que desde el Padre recibe en Cristo: «La caridad de Dios ha sido difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El es quien nos hace posible amar a Dios en Cristo, esto es, con todo el corazón.

En efecto, el hombre en gracia es templo de la Trinidad divina, y «así ama el alma a Dios con voluntad y fuerza del mismo Dios -escribe San Juan de la Cruz-, la cual fuerza es en el Espíritu Santo, en el cual está el alma allí transformada. El le da su misma fuerza con que pueda amarle. Y hasta llegar a esto no está el alma contenta, ni en la otra vida lo estaría, si no sintiese que ama a Dios tanto cuanto de él es amada» (Cántico 38,3-4). Con este amor del Espíritu Santo, el alma sabe que «está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más de lo que ella en sí es y vale. Es amar a Dios en Dios» (Llama 3,78-82).

En el itinerario espiritual del alma el punto de partida es un desamor a Dios tan grande que es preciso avanzar mucho para llegar al verdadero amor de Dios. Cuando Santa Teresa describe el camino ascendente de la oración, hace falta llegar a la oración de quietud, en el umbral de la vida mística, para que se encienda el alma en tal amor: «Es esta oración una centellica que comienza el Señor a encender en el alma del verdadero amor suyo. Y si no la mata por su culpa, ésta es la que comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí, del grandísimo amor de Dios que hace Su Majestad tengan las almas perfectas» (Vida 15,4). Sólo una «centellica»... ¡Qué pequeño será, pues, el amor de quienes todavía son «amigos del mundo» (Sant 4,4), y aún tienen el corazón «dividido» (1 Cor 7,34)! ¡Qué lejos están de amar a Dios con todas sus fuerzas, con el corazón entero!

Y cuando el cristiano se va enamorando de Dios, ya «el vacío de la voluntad es hambre de Dios tan grande que hace desfallecer el alma» (Llama 3,20). Queda la voluntad vacía de criaturas, pues no puede amarlas si no es en Dios. San Ignacio de Loyola, en 1538, escribía desde París a su hermano Martín: «El que ama algo por sí mismo y no por Dios, no ama a Dios de todo corazón».

Por eso los que están con el alma desmayada de hambre y sed de Dios, cuando escuchan decir a Jesús: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37), responden como San Columbano:

«Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más. Te pedimos que vayamos ahondando en el conocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu Espíritu, e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: "Muéstrame al amado de mi alma", porque estoy herido de amor. Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Ésa va en busca de la fuente, ésa va a beber, y, por más que bebe, siempre tiene sed, siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y así siempre va buscando con su amor, porque halla la salud en las mismas heridas». Y así encuentra la fuente, si no se pierde entre las criaturas, «porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado» (Instruc.13, Cristo fuente de vida, 1-3).

Es de ver cómo aquella centellica de amor, si el alma se va por el amor concentrando más y más en Dios, su centro (Llama 1,13), incendia completamente el alma, que ya «se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11). Y cómo el amor a Dios transforma al hombre y lo eleva del mundo.

«Quienes de veras aman a Dios -describe Santa Teresa-, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede, ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras, ni tiene contiendas, ni envidias; todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más» (Camino Perf. 40,3).

Y andan muriendo porque el Señor no es amado. ¿Cómo el cristiano enamorado de Dios no estará agonizando en este mundo, viendo tanto pecado contra Dios? Con qué razón dice San Pablo: «No quiera Dios que yo me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14). ¿Qué amor de Dios tienen quienes aman este mundo presente, tal como es? «Adúlteros ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

San Ignacio de Loyola dice: «cierto no tengo por cristiano aquel a quien no atraviesa su ánima en considerar tanta quiebra en servicio de Dios N. S.» (Cta. 12-II-1536).

Y la Beata Madre Maravillas, carmelita descalza (+1974), expresa con frecuencia esta agonía en sus cartas de conciencia: «Realmente no me puedo sufrir en estos tiempos en que los suyos [los cristianos] habían de serlo tan de veras. El ver las ofensas de Dios parece llegan a lo más íntimo del alma; se enciende allá dentro como un amor callado, en oscuro, pero tan fuerte que a veces parece irresistible»... «No puedo tampoco con esta frialdad de mi corazón, con este ver que vivo aun, viendo al Señor tan ofendido... Ve, Padre, no le amo, no le sé amar, ni lo sabré nunca, ¿para qué quiero la vida?... ¡Ay, Padre, no me concederá el Señor un poquito de su santo amor!»... «Luego, es un tormento de que el mundo corresponda así al Señor, de no poder saciar sus deseos de que todas las almas se le entreguen... Y luego es ver la propia miseria tanto mayor que de ninguna criatura» (M. Maravillas de Jesús, Madrid 1975, 238-239).

Al menos de oídas, sepamos qué es amar a Dios. Y tengamos la humildad de reconocer la miseria de nuestro amor, para que la humildad nos lleve al amor verdadero...

La caridad nace de la fe. Así como las Personas divinas «se conocen» (Jn 10,15; 17,25), así el cristiano «conoce» a Dios (17,3). Y esta gnosis admirable hace posible el excelso amor a Dios de la caridad sobrenatural. La fascinante epifanía que enamora al hombre de Dios y le saca de sí mismo por el amor es «la ciencia de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

La caridad es verdadera amistad con Dios. Hay entre Dios y el hombre mutuo conocimiento, amor mutuo de benevolencia, fundamentado en la participación de la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Ya no somos para el Señor siervos, sino «amigos» (Jn 15,15; STh II-II,23,1).

«La caridad ama a Dios inmediatamente, y mediante Dios ama las criaturas» (II-II,27,4). El acto de entender se cumple con que lo conocido esté mentalmente en el cognoscente; pero el acto de la voluntad, el amor, se perfecciona por la unión con el mismo objeto. Pero eso, quien por la caridad «se adhiere al Señor, se hace un espíritu con él» (1 Cor 6,17).

La caridad tiende a amar a Dios totalmente (II-II,27,5-6). No todos nuestros actos podrán ser actualmente imperados por la caridad, pero sí todos ellos podrán ser virtual o habitualmente realizados bajo su influjo. El amor de la caridad es un amor sin límites, que tiende a impregnar todos los planos y fuerzas de la personalidad humana, también la sensibilidad y el subconsciente. Aunque, eso sí, el amor a Dios será genuino tanto si la sensibilidad está inundada de gozo (Lc 10,21), como si se siente abandonada y despojada (Mt 27,46).

La caridad nos hace vivir en Dios. «Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Cuando por el amor el hombre se centra y concentra más y más en Dios, «llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, que será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13).

Nosotros amamos al prójimo

«Amarás al prójimo como a ti mismo», nos dice Dios en el mandamiento segundo, que Jesús declara semejante al primero (Mt 22,39). El mismo precepto cobra en el Evangelio otras formulaciones análogas: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34; +15,12). «Cuanto quisiéreis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12; +Lc 6,3 1).

También la Ley mosaica prescribía: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), y el hombre, por su misma naturaleza, se inclina hacia ese amor: «Todo animal ama a su semejante, y el hombre a su prójimo» (Sir 13,19). En todo caso, el Antiguo Testamento no vincula formalmente, como lo hace Jesús, el amor a Dios y el amor al prójimo, aunque sí vincula ambos mandatos de modo implícito (Os 4,1; 6,4; 10,12; 12,7; Miq 6,8). Sin embargo, el mandamiento de Jesús es un precepto nuevo, completamente nuevo, porque nos da su Espíritu para poder cumplirlo (Rm 5,5).

Por otra parte, frente a una relativa sobriedad al hablar del amor a Dios, el Nuevo Testamento parece centrarse en el amor al prójimo como en el único precepto. En éste insiste Jesús en la última Cena (Jn 13,34; 15,12), y lo mismo hacen los apóstoles: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»» (Gál 5,4; +Rm 13,8-9; 1 Jn 2,7; 3,11; 2 Jn 5). Esta es «la ley de Cristo» (Gál 6,2).

Amor a Dios y amor al prójimo

Es Dios quien nos mueve internamente por su Espíritu a amar a los hombres. En sí mismo tiene Dios, en su propia bondad, la causa de su amor a los hombres: porque él es bueno, por eso nos ama, con un amor difusivo de su bondad. De modo análogo, los que hemos recibido el Espíritu divino, amamos a los hombres en un movimiento espiritual gratuito y difusivo, que parte de Dios. Así nosotros amamos al prójimo con total y sincero amor, porque Dios, que habita en nosotros, nos mueve internamente con su gracia a amarles. De este modo, nuestro amor a los hombres participa de la calidad infinita de la filantropía divina.

San Juan enseña claramente que el amor a Dios es fuente del amor al prójimo. Esa primacía es eficiente y ejemplar: «El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16); «si de esta manera nos amó Dios, también debemos amarnos unos a otros» (4,11). Es una primacía de naturaleza: «Todo el que ama a Aquel que le engendró, ama al nacido de él» (5,1). Y es una primacía de mandato: «Nosotros tenemos de él este precepto, que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (4,21). Todo, en fin, parte de que «Dios es amor» y de que «él nos amó primero» (4,8. 16. 19).

Es Dios mismo quien causa la amabilidad de los hombres. En realidad, no es posible que amemos al prójimo por sí mismo, sin referencia a Dios, pues nuestro prójimo no tiene en sí mismo ni su razón de ser, ni su razón de ser amado. Tampoco puedo amar al prójimo por mí, pues eso sería tomarlo como ocasión para ejercitar mi caridad y perfeccionarme. Al prójimo le amamos por Dios, que es la causa permanente de su amabilidad.

Amor a Dios y a los hombres son inseparables, hasta el punto de que un amor se verifica por el otro. Dios no acepta la ofrenda de nuestro amor si no estamos unidos por el amor a nuestros hermanos (Mt 5,21-24). Por una parte, «si uno dijere «Amo a Dios», pero aborrece a su hermano, miente» (1 Jn 4,20; +3,17). Y por otro lado, «conocemos que amamos a los hijos de Dios, en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (5,2). La veracidad de un amor es garantía de la realidad del otro (+3,14; Jn 13,35).

El amor cristiano al prójimo es amor en Cristo. No podemos amar a los condenados, definitivamente separados de Jesucristo. Amamos a los hombres en cuanto que están en gracia de Dios o en cuanto, al menos, están llamados a ella. Y no podemos amar a Cristo, si no amamos a los hombres, miembros actuales o potenciales de su Cuerpo.

De este modo, Cristo aparece como el mediador absoluto, no sólo entre los hombres y Dios, sino también entre los hombres y los hombres. Este admirable cristocentrismo de la caridad fraterna es muy notable en la doctrina de San Agustín: «Amad a todos, incluso a vuestros enemigos: no porque sean hermanos, sino para que lleguen a serlo. Si amas a uno que todavía no cree en Cristo, estás reprendiendo su vaciedad. Tú ama, y ama con amor fraterno: no es tu hermano aún, pero le amas precisamente para que llegue a serlo. De modo que todo nuestro amor fraterno se dirige a los cristianos, a todos los miembros de Cristo. Dilata tu amor por todo el orbe, si quieres amar a Cristo, pues los miembros de Cristo se hallan extendidos por todo el mundo. Si sólo amas una parte del cuerpo, estás dividido; si estás dividido, no estás en el cuerpo; si no estás en el cuerpo, tampoco estás unido a la cabeza» (SChr 75,428-430).

El amor al prójimo tiene una cierta primacía de ejercicio sobre el amor a Dios mismo, aunque éste sea el amor primero y más excelente. Esta tradicional doctrina halla también en San Agustín un maestro eximio: «El amor a Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor al prójimo es el primero en el rango de la acción. Quien te impuso este amor en dos preceptos, no habría de proponerte primero el amor al prójimo y luego a Dios, sino al revés, primero a Dios y después al prójimo. Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces mérito para verle» (CCL 36,174).

Es la misma doctrina de Santa Teresa: «Cuando yo veo almas muy diligentes en atender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, me hace ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión [con Dios]. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, que no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti, y si fuere menester, lo ayunes porque ella lo coma. Cuando os viéreis faltas de esto, aunque tengáis devoción y regalos y alguna suspensioncilla en la oración de quietud -que algunas luego les parecerá que está todo hecho-, creedme que no habéis llegado a la unión, y pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor al prójimo» (5 Moradas 3,11-12).

((Algunos secularizan el amor al prójimo, como si no tuviera su fuente en el amor a Dios y en el amor de Dios a los hombres. Pablo VI decía al CELAM: «Nos parece oportuno llamar la atención sobre la dependencia de la caridad para con el prójimo de la caridad para con Dios. Conocéis los asaltos que sufre en nuestros días esta doctrina de clarísima e inimpugnable derivación evangélica. Se quiere secularizar el cristianismo, pasando por alto su esencial referencia a la verdad religiosa, y a la comunión sobrenatural con la inefable e inundante caridad de Dios para con los hombres. [Y esto se hace] para librar al cristianismo de «aquella forma de neurosis que es la religión» (H. Cox)» (24-VIII-1968).

Otros, o los mismos, reducen e identifican el amor a Dios con un amor absoluto y desinteresado al prójimo. Varios protestantes (D. Bonhoeffer, el obispo anglicano J. A. T. Robinson, Honest to God, Londres 1963), y algunos autores católicos que presentan ciertas versiones de teología de la secularización y de teología de la liberación, de tal modo identifican el primer y el segundo mandamientos, como si siempre que se amase a los hombres se amase necesariamente a Dios, y como si Dios no fuera en sí mismo el objeto primario e inmediato de la caridad evangélica. Estas enseñanzas se apartan de la tradición católica, pues las sagradas Escrituras, examinadas en su conjunto, «no identifican sin más el amor a Dios y el amor al prójimo» (Coppens 298).

Para otros el hombre debe ser amado en sí mismo, no por Dios, como si la referencia a Dios debilitara o vaciara la autenticidad de ese amor. Ahora bien, si alguien nos dijera «Amad a vuestros hermanos, pero prescindiendo de que tienen alma», pensaríamos que estaba loco. ¿Qué ganan con eso nuestros prójimos? ¿Como les podremos amar si prescindimos de lo que en ellos es más real y precioso? De modo análogo, ¿cómo podremos amar a nuestros hermanos prescindiendo de la relación que tienen con Dios? Privados nuestros prójimos de Dios, realmente «se quedan en nada». Por otra parte, en ese supuesto siniestro, ¿cómo podremos amar al niño no nacido, al loco o al criminal, al subnormal o al interminable agonizante que para la comunidad es un puro lastre? Con razón considera San Ignacio que Dios da una gracia muy grande cuando el alma viene a «inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consecuentemente cuando ninguna cosa creada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas» (Ejercicios 316).))

Filantropía y caridad

Filantropía y caridad son dos clases distintas de amor, que conviene distinguir. En tanto que razón-filantropía es naturaleza -y, por supuesto, naturaleza herida por el pecado, no en estado puro-, fe-caridad es gracia. Ahora bien, naturaleza y gracia, aunque realidades distintas, no son cosas separadas o contrapuestas. La gracia perfecciona y eleva la naturaleza, y la caridad perfecciona y eleva la filantropía.

Es posible, y así lo enseña San Pablo, que un hombre dé su hacienda o la misma vida corporal, y que, si lo hace sin caridad, no le aproveche eso para la vida eterna (1 Cor 13,3). Luego se distinguen filantropía y caridad. En el mismo sentido dice Santo Tomás: «Quien tiene caridad a Dios, con la misma caridad ama al prójimo; pero uno puede amar al prójimo sin tener la virtud de la caridad, con otra clase de amor» (STh II-II, 18,2 ad 3m).

San Agustín insiste en la novedad de la caridad cristiana. Los cristianos «escuchan y guardan estas palabras: "Os doy un mandamiento nuevo; que os améis mutuamente". No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres, sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó. Este amor nos lo concede [es, pues, gracia, dada con el Espíritu Santo] el mismo que dijo: "Como yo os he amado, amaos vosotros mutuamente". Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos unos a otros; con su amor hizo posible [como causa eficiente y ejemplar] que nos vinculáramos estrechamente y, como miembros unidos por tan dulce vínculo, formáramos el Cuerpo de tan espléndida Cabeza» (CCL 36,490-492).

Filantropía y caridad se distinguen en razón de motivo, fin, medios, eficacia y premio.

Por el motivo. El amor filantrópico ama al hombre por sí mismo, por sus propios valores naturales -salud, belleza, fuerza, bondad, inteligencia-, sin relación con Dios. Por eso es amor que se debilita o cesa cuando disminuyen o desaparecen esos valores. El amor caritativo, por el contrario, sin ignorar o menospreciar tales valores del hombre, le ama movido por Dios mismo, como una irradiación gratuita y difusiva de su bondad.

Por el fin. La filantropía pretende el bien natural y temporal del hombre amado, pero la caridad, al mismo tiempo que esos bienes, y más todavía, busca para él el bien sobrenatural y eterno, que va unido a la glorificación de Dios en el mundo.

Por los medios. La filantropía es amor que, para obtener sus fines, usa medios exclusivamente naturales. La caridad emplea medios naturales y sobrenaturales. Unas religiosas, por ejemplo, dedicadas a la asistencia social emplean para su dedicación oraciones, casas, huertos, sacramentos, virginidad, medicinas y cuanto consiguen, y lo hacen de tal modo que los mismos medios naturales son empleados según la nueva lógica de la fe y la nueva prudencia de la caridad.

Por la eficacia. La filantropía no muestra gran eficacia, pues es amor enfermo del hombre adámico. Suele ser amor reducido a la familia o a los amigos, a un cierto sector social o ideológico. Amor frecuentemente interesado, ávido de gratificaciones sensibles, y que cesa fácilmente con lo adverso, y es capaz de pervertirse en grandes crímenes -abandonos, traiciones, abortos, divorcios, eutanasias, riquezas injustas ampliamente consentidas-. Pero la caridad -históricamente lo tiene bien probado- es un amor excelsamente eficaz: es fuerte, fiel, paciente, desinteresado, gratuito, universal, maravillosa participación en el maravilloso amor de Dios (1 Cor 13,4-7).

Por el premio. La filantropía no consigue el bien eterno de sus amados, ni tampoco logra la vida eterna para el filántropo que no funda su amor en Dios (1 Cor 13,3). Pero los actos de la caridad, aunque sean mínimos, el don de «un vaso de agua fresca» (Mt 10,42), aunque estén realizados «en lo secreto» y nadie los advierta, reciben un premio inmenso del Padre celestial, «que ve en lo secreto» (6,1-18; +Lc 14,12-14).

((Algunos exaltan la filantropía y menosprecian la caridad, como si «el amor al hombre por el hombre» fuera más genuino y eficaz que «el amor al hombre por Dios». Hace unos años, valga el ejemplo, una institución católica difundía un cartel en el que se leía: «El amor... es de Dios. La caridad... de la señora condesa». Traducido: «El amor, simplemente el amor, es lo que vale, pues la caridad apenas vale de nada». Nunca la palabra caridad había tenido cotización tan baja. Los autores del Nuevo Testamento, por el contrario, desecharon las palabras griegas más usuales para hablar del amor, y prefirieron emplear la palabra más preciosa agape. Pero éstos, siguiendo el movimiento inverso, desechan la palabra caritas (agape) y dan su preferencia a la palabra amor, que en nuestra sociedad puede referirse a diez realidades distintas. Exaltan la filantropía y la naturaleza y menosprecian la caridad y la gracia.))

((En la historia de la Iglesia, la consideración de la filantropía ha conocido dos errores contrarios entre sí:

-Unos han negado la posibilidad misma de la filantropía. El amor del hombre o es viciosa concupiscencia o es caridad sobrenatural (Bayo 1567: Dz 1934-1938; jansenismo 1690: 2307). Todo lo que puedan obrar o amar los infieles y pecadores -que no están en gracia de Dios- es pecado (1925, 1935, 1940). En esta visión, por ejemplo, todo lo que haga una mujer que vive en adulterio -sacrificios por su amante, desvelos por sus hijos, cuidados en la enfermedad-, todo es pecado y solo pecado, perfectamente inútil para la gracia y la vida eterna.

La Iglesia, por el contrario, no cree que todos los actos del pecador o incrédulo sean pecados, ni que todo amor en ellos sea egoísmo y culpa. Cree que los actos buenos que hagan tienen un valor dispositivo ante la gracia, y contribuyen a eliminar los obstáculos que se oponen a ésta en la persona.

-Otros piensan que toda filantropía es caridad, o en otras palabras, que todos los actos moralmente buenos son salvíficos, son meritorios de vida eterna. Los extremos se tocan: éstos, como los anteriores, vienen a negar la posibilidad de la filantropía; vienen a concluir también que el amor o es concupiscencia pecaminosa o caridad salvífica.

La respuesta teórica a esta doctrina ya la hemos expuesto: no toda filantropía es caridad; es evidente que puede haber un amor filantrópico no caritativo.

La consideración práctica de la cuestión debe llevarnos a señalar que en realidad muchas de las acciones ingenuamente consideradas caritativas son meramente filantrópicas o incluso simplemente egoístas. Si un cristiano, a pesar de oración, sacramentos y demás, no tiene buen cuidado en rectificar la intención y motivar bien sobrenaturalmente sus acciones, fácilmente ejercitará su «caridad» por el ansia de ser querido, por afán de manipular personas o dominar grupos, por sentirse eficaz e imprescindible, o por hacer algo, sin más, y matar así el tiempo. Esto los maestros espirituales lo han sabido de siempre, y hoy lo saben perfectamente los psicólogos. Pues bien, si eso le puede suceder fácilmente a un cristiano, también y más le puede ocurrir al pecador o al incrédulo, que están sin Dios.

Y sin embargo, no obstante ser esto tan sabido, todavía algunos consideran con ingenuidad ignorante que cualquier amor al prójimo es verdadera caridad sobrenatural. Y esa credulidad se hace extrema en los ingenuos aludidos cuando ven que una persona ama sin estar motivada por dinero o sexualidad: como si en tales casos ya, automáticamente, resultara superfluo todo discernimiento espiritual. Ignoran así que, además del dinero y del sexo, hay innumerables ídolos potentísimos -soberbia, afán de popularidad, autoadmiración, etc.-, a los que el amor falso puede ofrendar perdurablemente su más aromático incienso.))

La virtud de la caridad

La caridad es una virtud infundida por la gracia en la voluntad, con la que amamos a Dios por sí mismo con todas nuestras fuerzas, y al prójimo por Dios, como Cristo nos amó. Algunos identificaron la caridad con el Espíritu Santo (Pedro Lombardo) o bien con la gracia santificante (Escoto, Belarmino); pero la caridad es una virtud teologal, una virtud específica, pues aunque tenga objetos materiales muy diversos, el motivo de su amor -la razón formal que lo especifica- es siempre el mismo: la inmensa Bondad divina, considerada en sí misma o en cuanto comunicada a nosotros o a nuestros prójimos (STh II-II,23,3-5).

La caridad es amor «afectivo» que debe producir un obrar «efectivo» tanto hacia Dios como hacia los hermanos. «Todo árbol bueno da buenos frutos» (Mt 7,17). Un amor se conoce por sus obras. El amor a Dios lleva a obedecerle: «Esta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos» (1 Jn 5,3; +Jn 14,15; 15,10). Y lo mismo el amor a los hombres: ha de ser efectivo. «No amemos de palabra y de frases, sino de obra y verdad» (1 Jn 3,18), «que no está el reino de Dios en palabrería, sino en eficacia» (1 Cor 4,20).

La virtud de la caridad es la más excelente, ella es «el camino mejor» (1 Cor 12,31), es superior a la fe y la esperanza (13,13), pues durará eternamente (13,8). Como ya vimos más arriba, en ella se cifra la perfección cristiana, pues ella une al hombre con Dios en comunión transformante. El hombre, dice San Agustín, se hace lo que ama: «Si amas la tierra, eres tierra; pero si amas a Dios ¿qué diré, sino que eres Dios?» (ML 35,1997; +STh II-II,23,6 ad 1m).

La caridad activa e impera con la fuerza de su amor todas las virtudes, y así se hace benigna, paciente, y no miente, ni roba, ni mata (1 Cor 13,4-7; Rm 13,8-10): «Que todas vuestras obras sean hechas en caridad» (1 Cor 16,14).

Por eso la caridad es llamada la forma de todas las virtudes (II-II,23,8), no porque su esencia se confunda con la de éstas, que tienen su esencia distinta y propia, sino porque la caridad -impera y mueve todas las virtudes, estimulándolas a sus buenas obras específicas; -finaliza en Dios, en la unión con Dios, que es su fin propio, el ejercicio de todas las virtudes; -y da mérito a todas ellas, las cuales, ejercitadas sin caridad, no tendrían valor salvífico, pues «el mérito de vida eterna pertenece primordialmente a la caridad, y a las otras virtudes en cuanto que sus actos sean imperados por la caridad» (I-II,114,4).

La caridad es amor que debe crecer siempre, más y más. Ha de crecer doblemente: ejercitándose en actos cada vez más intensos, y teniendo sobre todas las demás virtudes un influjo e imperio cada vez más actual -no meramente habitual- y más extenso, esto es, más universal en todos los actos de todas las virtudes.

((Algunos dicen: «Lo que importa es la caridad», y descuidan las otras virtudes, laboriosidad, oración, castidad, obediencia, etc. Pero sin la práctica de tales virtudes no se puede ni amar a Dios, ni amar al prójimo, como es obvio. Al tratar de la perfección cristiana, ya vimos cómo su constitutivo esencial es la caridad, y el integral, todas las virtudes bajo el imperio de la caridad.

Algunos ignoran que la caridad afectiva es falsa si no es también efectiva. El que dice amar a Dios, pero no hace lo que él manda, se engaña. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Igualmente, el que dice amar al prójimo, pero no hace por él lo que podría para ayudarle en su necesidad, miente: «¿Cómo mora en él la caridad de Dios?» (1 Jn 3,17).

Otras personas hay, en cambio, que aman a Dios y al prójimo realmente, pero que dudan de su amor, porque no pueden hacer obras externas en favor de Dios y del prójimo. A éstos -enfermos, ancianos, agobiados por el trabajo, ignorantes- hay que recordarles que la caridad radica fundamentalmente en la voluntad, y que en ella puede producir muchos actos internos de gran valor para la gloria de Dios y la santificación de los hombres. Después de todo, la caridad de Cristo llegó «hasta el extremo» (Jn 13,1) precisamente en la cruz, en la pasión, cuando estaba clavado de pies y manos, pasivo, sin poder hacer nada, sino solo amar y padecer.

Hay otros que radican más la caridad en el sentimiento que en la voluntad, lo cual les lleva a muchos otros errores. Dudan de su amor a Dios cuando no sienten ese amor, sino que sienten frialdad o incluso repugnancia sensible por las cosas de Dios. A éstos hay que recordarles que el amor se fundamenta en la voluntad: por la voluntad el hombre quiere, ama, elige, da y se entrega. Por tanto, independientemente de lo que el cristiano sienta o deje de sentir, ama al Señor en la medida en que quiere hacer su voluntad: «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14,21; +14,15; 15,10). Y algo semejante sucede respecto a la caridad al prójimo. Ciertamente, el amor de la voluntad tiende a arrastrar consigo la inclinación del afecto sensible, pero, como es patente, no siempre lo consigue, sin que ello lesione verdaderamente la caridad.))

Cualidades de la caridad al prójimo

Estudiemos algunas de las cualidades fundamentales de la caridad, esto es, del amor a los hombres según el Espíritu de Jesús.

El amor al prójimo es gratuito. «La caridad no es interesada» (1 Cor 13,5). Como la luz ilumina radiantemente, por una exigencia íntima de su propio ser, así ama Dios, por una fuerza difusiva de su propia bondad, y así ha de amar el cristiano, sin que su amor exija el estímulo exterior de una gratificación sensible o de una ventaja interesada. Esta gratuidad generosa es la nota más esencial de la caridad. Por eso San Pablo insiste en ella: «Nadie busque su propio provecho, sino el de los otros» (10,24; +33). Vivamos todos en caridad, «no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los otros» (Flp 2,4; +21). «Cada uno cuide de complacer al prójimo, para su bien, para su edificación, que Cristo no buscó su propia complacencia» (Rm 15,2-3).

La caridad procura con el prójimo una amistad perfectiva. Recordemos que el amor interesado busca la unión con el otro por el provecho propio. El amor benevolente quiere para el otro un bien que no necesariamente le una a nosotros -como una persona que le da a otra un dinero para ayudarle a montar un negocio en un lugar lejano, y no sigue relación con ella-. Pues bien, la caridad quiere con amor de amistad, procurando a los otros un bien que les una a nosotros, y para siempre, también en la vida eterna: «a fin de que viváis en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).

Hay amistades de base natural -entre familiares, vecinos-, que han de ser sobrenaturalizadas para que tengan la calidad de la caridad. Y hay amistades que parten ya de una base sobrenatural -el párroco y sus feligreses, por ejemplo-. Unas y otras sólo vividas en fe y caridad alcanzan su plenitud sobrenatural, perfectiva y santificante. Las segundas, eso sí, suelen alcanzar su perfección más fácilmente que las primeras, en las que se suelen implicar otras motivaciones más sensibles e interesadas. Eso explica, por ejemplo, que frecuentemente un sacerdote tenga más faltas de caridad con sus familiares que con sus feligreses.

La caridad ama al prójimo con todas las fuerzas. El segundo mandamiento es semejante al primero, y el primero manda que el hombre ame a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27). Así hay que amar al prójimo, como Cristo nos amó (Jn 13,34), en una forma extremada (13,1), con locura, como Cristo crucificado (1 Cor 1,23). En efecto, «él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).

Amar al prójimo con todas las fuerzas del alma, bajo la acción del Espíritu Santo, es amarle con voluntad y con sentimiento. Es cierto que éste, inculpablemente, puede faltar a veces en el amor de la caridad. Pero, dada la unidad de la persona humana, lo normal es que finalmente la inclinación del sentimiento quede integrada en la poderosísima inclinación de la voluntad. Por eso la perfecta caridad suele sentir una inmensa simpatía por Dios y por todos los hombres, también por los malos o desagradables. Las antipatías sensibles hacia ciertas personas suelen darse en los cristianos principiantes, pero no en los perfectos, pues tales antipatías sólo perduran si en algún punto la voluntad se hace cómplice de ellas: ahí encuentran su arraigo. Pero si la voluntad no consiente en la antipatía que la persona siente hacia alguien, se va extinguiendo ese sentimiento negativo, y va creciendo en la afectividad una simpatía profunda y duradera.

Quien se imagina que la caridad es un amor frío, volitivo, pero no sensible y afectivo, no conoce el Corazón de Cristo, ni ha leído la vida de los santos. Un San Pablo, por ejemplo, tenía en su caridad «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y así escribe en sus cartas: «Como a hijos os hablo» (2 Cor 6,13), «para que conozcáis el gran amor que os tengo» (2,4). «Ya os he dicho cuán dentro de nuestro corazón estáis para vida y para muerte» (7,3). «Os llevo en el corazón. Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús» (Flp 1,7-8).

Universalidad de la caridad

Debemos amar a Dios, a todos los hombres, a toda criatura, sin que ninguna quede exceptuada (STh II-II,25). La caridad en Cristo, al hacernos participar del amor de Dios, da a nuestro amor la calidad excelsa de la gratuidad, y por ello mismo de la universalidad.

Amemos a Dios, que es infinitamente amable, y a todos los hombres, pues son imágenes de Dios, y participan de la amabilidad divina. No hay dos caridades; una sola caridad, con un motivo formal único, ama a Dios por su bondad, y al prójimo por la bondad de Dios que hay en él. «¿Y quién es mi prójimo?», le preguntan a Jesús. En la antigua Ley, prójimos eran los connacionales (Lev 19,17-18). Pero Jesús, en la parábola del samaritano, amplía totalmente aquella concepción: «El que hizo misericordia», responde a la pregunta. Aquél a quien nos acercamos movidos por la caridad, ése es nuestro prójimo: «Ve también tú y haz lo mismo» (Lc 10,30-37).

Hemos de amarnos a nosotros mismos, como amados de Dios y como bienes suyos (STh II-I1,25,4), e igualmente a nuestros cuerpos (25,5). Si al prójimo le hemos de amar «como a nosotros mismos», es claro que debemos amarnos a nosotros mismos.

Hemos de amar a los pecadores. Precisando más: «Hemos de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores, y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía de bienaventuranza eterna. Esto es amarles verdaderamente por Dios con amor de caridad» (25,6). Amar al pecador en cuanto pecador, sería hacernos su peor enemigo (25,7).

Hemos de amar a los enemigos. «Habéis oído que fue dicho «Amarás a tu prójimo» y odiarás a tu enemigo». Esta segunda frase no es de la Ley, pero así entendían los judíos tal mandato (Lev 19,18). En realidad la Ley mandaba hacer el bien y socorrer en la necesidad al enemigo (Ex 23,4-5; Job 31,29; Prov 24,17. 29; Sir 28,1-11). «Pero yo os digo: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen", para que seais hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos? Y si saludáis sólamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,43-48). Cristo, en la cruz, oraba por los enemigos que le estaban matando (Lc 23,34), y lo mismo hizo Esteban (Hch 7,60).

Hemos de amar a los ángeles, a los santos, a los difuntos, y no sólo a las personas del mundo visible. La caridad es universal, y se extiende a todas las personas de este mundo o del otro, menos a los demonios y a los condenados, que están definitivamente fuera del amor de Dios. Entre ellos y nosotros hay un «abismo» infranqueable (Lc 16,26; +STh II-II,25,11).

Hemos de amar a las criaturas irracionales. No puede darse «la caridad como amistad con la criatura irracional, pero es posible, sin embargo, amar en caridad las criaturas irracionales, como bienes que para otros queremos: es decir, en cuanto por caridad queremos cuidarlas para gloria de Dios y utilidad del hombre. Y así también Dios las ama en caridad» (II-II,25, 3).

Orden de la caridad

La caridad es universal, se dirige a todos los seres, pero dada la limitación del hombre, en el ejercicio concreto de la caridad hay un orden objetivo de prioridades, que debe ser respetado (STh II-II,26,1). Entre Dios y nosotros, es claro que debemos amar a Dios más que a nuestra propia vida, nuestros familiares, amigos o bienes propios (Lc 14,26. 33). Entre nosotros y el prójimo, debemos amarnos más a nosotros mismos. Es Dios quien pone al hombre el amor a sí mismo como modelo del amor al prójimo; pero el ejemplo es mayor que su imitación (II-II,26,4 sed contra).

En todo caso, conviene matizar bien este principio con algunas observaciones complementarias. El bien sobrenatural propio debe preferirse al bien sobrenatural del prójimo. No es, pues lícito cometer el más leve pecado, aunque ello, presuntamente, trajera consigo un gran bien espiritual para nuestro hermano (26,4). Ni será lícito exponerse directamente a ocasión próxima de pecado, para conseguir bienes materiales o espirituales en favor de nuestro hermano (Laxismo 1679: Dz 2163), como no fuera en gran necesidad y con suma precaución. Ahora bien, el bien sobrenatural del prójimo debe ser antepuesto a nuestro propio bien natural. Todos nuestros bienes temporales deben subordinarse al bien eterno de nuestros hermanos. Así obró Cristo en la cruz. Así obraron los santos.

Por otra parte, la virtud de la prudencia debe regir siempre el ejercicio de la caridad, y ella, la prudencia sobrenatural, no la de la carne, es la que sabe discernir los medios que mejor conducen al fin pretendido. Pues bien, la prudencia, cuando se presentan ciertos conflictos, al menos aparentes, en el ejercicio de la caridad debe tener en cuenta algunos criterios, como necesidad, excelencia y proximidad.

Necesidad. Este criterio, en ocasiones, afecta en mucho las normas antes señaladas, pues los bienes necesarios del prójimo -materiales o espirituales- deben ser preferidos a los bienes superfluos propios. Debemos, por ejemplo, privarnos de unas vacaciones caras, para ayudar a un hermano gravemente necesitado. En la visita, por ejemplo, de un sacerdote que viene con poco tiempo, renunciaremos a consultar con él algunos temas, si vemos que otra persona tiene más necesidad de hablar con él. En fin, la caridad debe inclinarse especialmente -como la misericordia del Padre- hacia los más necesitados.

Excelencia. Debemos amar especialmente a los más santos, que son los más amados de Dios, y los que más participan de la amabilidad divina. En otro sentido, debemos también tener especial amor y delicadeza hacia las personas constituidas por Dios como superiores nuestros: Obispo, padres, párroco, maestro. El mismo bien comunitario exige este especial amor. Un pecado contra la caridad es más grave si lesiona a estos superiores, que si va contra hermanos o iguales.

Proximidad. La caridad, en principio, debe amar especialmente a los más próximos, es decir, a aquéllos que la Providencia divina ha confiado especialmente al ejercicio de nuestra caridad: familiares, vecinos, colaboradores, hermanos en la fe.

Las amistades particulares entre los hombres entran, sin duda, en el orden providencial del amor de Dios, y suelen ser para la comunidad -familiar, eclesial, cívica- ocasión de grandes bienes. Cristo quiso tener especial amistad con los Doce, haciéndolos compañeros suyos y llamándoles amigos (Mc 3,14; Jn 15,15). Y entre ellos, Pedro, Santiago y Juan le fueron particularmente íntimos (Mt 17,1; Mc 5,37; 14,33). También tuvo especial amor y relación con otras personas, como con Marta, María y Lázaro (Jn 11,5).

En la vida de los santos hallamos también con cierta frecuencia intensas y fecundas amistades particulares, vividas como don de Dios. San Juan Crisóstomo tenía desde joven una conmovedora amistad con San Basilio (Seis libros del sacerdocio I,1-7). San Francisco de Sales tuvo con Santa Juana de Chantal una amistad tan profunda como abnegada y prudente. En fin, las amistades particulares de la caridad se reconocen fácilmente por los buenos frutos que producen en los propios amigos y en su entorno. Las malas amistades particulares, desviadas del amor de Dios, también se reconocen por sus frutos: tibieza espiritual, mentiras, alejamiento de Dios, disgregación de la comunidad, y tantos otros males.

((Son innumerables los errores sobre el orden de la caridad. Hay quien juzga que su bien espiritual cierto debe ser postpuesto el presunto bien espiritual ajeno, con lo cual se pierden ambos bienes. Aquél estima que lo primero de todo es cuidar el bien material del prójimo, y no se ocupa lo debido en procurar su mejora espiritual. Aquéllos -son muchos- consideran que los bienes propios materiales y superfluos -viajes caros innecesarios, tratamientos de belleza, etc. - pueden prevalecer lícitamente sobre los bienes materiales del prójimo más estrictamente necesarios. Otros consideran egoísta que la caridad bien ordenada empiece por uno mismo. No comprenden que en esa norma fundamental, y no contra ella, se cumple el bien del prójimo. Si le preguntamos -con cuidado- a una señora cómo puede querer a su hijo malo y feo, nos contestará: «Porque es mi hijo», y tiene toda la razón. El amor de esa mujer a sí misma y a su marido es principio del amor que esa mujer tiene a su hijo. Tan cierto es esto que, sin aquel amor primero y primordial, no habría nacido siquiera el niño.))

((No pocos cristianos hoy ignoran o niegan que deben amar especialmente a los cristianos, que son para nosotros verdaderos prójimos en el Cuerpo místico, verdaderos hermanos y coherederos en Cristo de la vida eterna. Este error apenas habría podido ser comprendido en la Iglesia primitiva, que tuvo una vivencia tan profunda de la fraternidad de los santificados como hijos de un mismo Padre. San Pablo exhortaba: «Hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10; +Rm 12,13; 2 Cor 8-9). La Dídaque (4,8), recogiendo un argumento del Apóstol (Rm 15,27), y siguiendo el ejemplo de la primera comunidad apostólica (Hch 2,42-47; 4,3235), establece: «No rechazarás al necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano, y de nada dirás que es tuyo propio; porque si os comunicáis en los bienes inmortales ¿cuánto más en los mortales?» (+Cta. Bernabé 19,8).

San Agustín, y en general los Padres, reservaba con cuidado el nombre de hermano para los cristianos -no sea que se devaluara el término, como sucede hoy, y terminara por no expresar nada-. A los paganos, dice, «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «Leed al Apóstol, y os daréis cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a los cristianos» (por ejemplo 1 Cor 6,5s) (CCL 38,272). Pues bien, a los hermanos, a los verdaderos hermanos, se les debe un amor especial. Así, por ejemplo, la comunidad de bienes que los Hechos narran se produjo en Jerusalén entre los hermanos cristianos, no con los otros ciudadanos.))

La caridad imperfecta

El cristiano principiante ama con una caridad imperfecta, en la que se mezcla el egoísmo o la mera filantropía. El egoísmo es pecaminoso, contrario a la caridad. La filantropía no es mala, pero para un cristiano es deficitaria, es algo relativamente malo -en cuanto que el cristiano está llamado a amar en caridad-, o si se quiere, es algo sólo relativamente bueno -en cuanto que el cristiano principiante, en ciertos actos, todavía no es capaz de un amor más alto y fuerte-. Por lo demás, los síntomas de la caridad imperfecta son muy claros:

Escasa gratuidad. La caridad imperfecta no es un amor radiante y seguro, como movido por Dios. Todavía se mueve por motivos menos santos, y por eso tiene no pocos defectos. Decae cuando falta el agradecimiento o cuando la respuesta ajena no es la esperada. Pasa factura por los servicios prestados, incurre en adulaciones vanas o en tolerancias permisivas, «busca agradar a los hombres» (Gál 1,10), sufre variaciones y pasa con facilidad del entusiasmo y la dedicación al desengaño y distanciamiento.

Escasa universalidad. Al no ser del todo gratuita, la caridad imperfecta incurre frecuentemente en acepción de personas o de grupos sociales (Sant 2,1-12). Este se junta con aquél, no con los otros. Aquél con este grupo, pero de los demás no quiere saber nada, no se encuentra cómodo con ellos. Uno ama a los ricos, que son más agradables, y cuyo trato puede traer ventajas. Otro ama a los pobres, entre los que fácilmente se siente superior y venerado -hasta que se canse de ellos o se sienta defraudado-.

Inversiones del orden de la caridad. El ejercicio de la caridad imperfecta trastorna con frecuencia, más o menos gravemente, el orden de la caridad querido por Dios. No pocas veces la caridad deficiente es generosa y alegre con los extraños, pero dura y fría con los familiares y próximos; es solícita del prójimo, pero se olvida de Dios; o intenta amar locamente a Dios, pero descuida el amor concreto a los hermanos; sacrifica el bien espiritual propio al presunto y engañoso bien del prójimo; comete, en fin, muchos errores, algunos de los cuales pueden tener consecuencias graves.

La imperfecta caridad hacia los familiares cae frecuentemente en dos deficiencias contrarias. Por una lado, las mayores brusquedades, indelicadezas y faltas de caridad se suelen cometer contra ellos, olvidando que si Dios nos los ha puesto especialmente próximos es para que los amemos con especial delicadeza. Por otra lado, la caridad imperfecta fácilmente circunscribe su ejercicio a los más próximos y familiares, lo que sin duda no es conveniente. Recordemos el consejo de Jesús: «Cuando hagas una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te inviten y tengas ya tu recompensa. Cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que no puedan pagarte, porque recibirás la recompensa en la resurrección de los justos» (Lc 14,12-14).

Excesiva conformidad con el cáracter propio. El modo personal de ser influye mucho en la caridad imperfecta de los principiantes. El trabajador activista reza poco y siempre está haciendo cosas, que piensa hacer movido por la caridad. El contemplativo silencioso, siguiendo su temperamento, no quiere meterse en líos de actividad, y se dedica a rezar, argumentando que es «la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,42).

El conciliador, que siente horror psicosomático por toda confrontación personal, se muestra altamente ecuménico, pasa por lo que sea, y no deja de admirar en sí mismo sus notables dotes para la causa de la unidad. El polemista visceral, que sólo se siente vivo cuando arremete contra algo, defiende a los disidentes en tiempos ortodoxos, y cuando la heterodoxia está de moda, se constituye en campeón de la fe y martillo de herejes. El vanidoso se muestra activo o contemplativo, ortodoxo, heterodoxo o ecuménico, según la cotización de estas figuras en la cambiante bolsa de prestigios vigente en el momento.

Y, por supuesto, todos estos elementales procesos psicológicos son convenientemente racionalizados, de tal modo que la persona, dándose el gusto de seguir su carácter, tenga la gratificación adicional de creer que obra en caridad, es decir, bajo la moción del Espíritu Santo.

Digamos, en fin, que cuando la caridad impulsa casi siempre a obrar según el propio carácter, y casi nunca en contra, es cosa de sospechar acerca de su veracidad: lo más probable es que en el ejercicio de la caridad el influjo del Espíritu Santo se vea impurificado, debilitado, resistido por la persona, que en parte se deje llevar por motivaciones carnales.

Obras de la caridad

La capacidad del hombre «aumenta por la caridad, pues por ella el corazón se dilata, y siempre queda capacidad para posteriores aumentos» (STh II-II,24,7 ad 2m; +28-29). El ejercicio de la caridad produce en el hombre una semejanza creciente con el Padre celestial, que es caridad. El hombre sale de la cárcel de su propio egoísmo con las alas del amor a Dios y al prójimo.

Por lo demás, las obras de la caridad hacia el prójimo tienen una variedad maravillosa, que apenas hace posible su clasificación y descripción (II-II,30-33). Lo intentaremos, sin embargo, ateniéndonos a los textos del Nuevo Testamento.

Misericordia. -«Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). «Vosotros, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos y perdonándoos mutuamente» (Col 3,12-13). La virtud de la misericordia inclina la voluntad a la compasión y a la ayuda del prójimo en sus necesidades. La misericordia conviene absolutamente a los hijos de Dios, pues ella es el rasgo predominante del rostro de Dios hacia los hombres. Es actitud propia de los que viven en Cristo, pues, como dice Juan Pablo II, «él mismo la encarna y personifica, él mismo es, en cierto sentido, la misericordia» (enc. Dives in misericordia 30-XI-1980, 2).

Beneficencia. -Jesús «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), y él nos enseñó: «Haced bien y prestad sin esperanza de remuneración» (Lc 6,35), «haced bien a los que os odian» (6,27). También los Apóstoles insisten en ello: «Hermanos, no os canséis de hacer el bien» (2 Tes 3,13); «mirad, que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos» (1 Tes 5,15), «especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10). La caridad, a la hora de hacer el bien, muestra una inventiva admirable, siempre atenta a las necesidades ajenas, siempre alerta a las nuevas posibilidades concretas del amor (Rm 12,3-8; 1 Cor 12,7-26; Ef 4, 7-13. 25-32; 1 Tes 4,11-12; 1 Tim 5,10; Tit 3,14).

Comunicación de bienes. -La caridad comunica con el prójimo todos los dones, materiales o espirituales, recibidos de Dios. La limosna comunica los primeros, el apostolado los segundos. La ley de los vasos comunicantes debe estar siempre vigente en la comunión de los santos, es como la sangre que circula por el Cuerpo místico de Jesús (Rm 15,1-3; 1 Cor 10,33; 2 Cor 8,13-14; Gál 5,13; Col 3,16; 1 Tes 5,11).

Corrección fraterna. -«Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o a dos, para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17; +Lc 17,3).

La corrección fraterna puede hacer al prójimo mucho bien. Sin embargo, no suele convenir que los principiantes se ejerciten en ella con excesivo celo, y los mismos adelantados deben practicarla con sumo cuidado. En algunos, dice San Juan de la Cruz; al corregir a los hermanos, suele haber «soberbia oculta, alguna satisfacción de sus obras y de sí mismos. Y de aquí les nace cierta gana algo vana (y a veces muy vana) de hablar cosas espirituales delante de otros, y aun a veces de enseñarlas más que de aprenderlas, y condenan en su corazón a otros cuando no los ven con la manera de devoción que ellos querrían, y aun a veces lo dicen de palabra» (1 Noche 2,1). Así como se enojan con sus faltas y procuran librarse de ellas más por quitarse su molestia que por amor a Dios (2,5), también intentan quitar del prójimo sus faltas, sobre todo porque les molestan. Estos ven con más facilidad la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio (Mt 7,3). Estos, en su excesivo celo, resultan enojosos con frecuencia e inoportunos, pues les falta discernimiento espiritual, que es cosa de perfectos. Así, al pobre neurótico medio desesperado, acaban de hundirlo diciéndole que «un santo triste es un triste santo», o que no escandalice con su tristeza, que es impropia de un cristiano: «¡Más sufrió Cristo en la cruz!»...

La imprudente inclinación a la corrección fraterna y al prematuro apostolado es para Santa Teresa «tentación muy ordinaria de los que comienzan» (Vida 7,10). Es la tentación de «desear que todos sean muy espirituales. El desearlo no es malo; el procurarlo podría ser no bueno, si no hay mucha discreción y disimulación en hacerse de manera que no parezcan que enseñan; porque quien hubiere de hacer algún provecho en este caso, es menester que tenga las virtudes muy fuertes, para que no dé tentación a los otros» (13,8).

San Pablo encomienda la corrección fraterna sobre todo a los pastores: «A los que falten corrígelos delante de todos para infundir temor a los demás. Delante de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles elegidos, te conjuro que hagas esto sin prejuicios, guardándote de todo espíritu de parcialidad» (1 Tim 5,20-21: adviértase la gran fuerza y solemnidad con que hace esta recomendación; +2 Tim 2,24-26; 3,16). Y también encomienda a los perfectos esta función de corregir: «Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo, no seas también tentado» (Gál 6,1).

Honrar a los otros. -«Vuestra caridad sea sincera, amándoos unos a otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros» (Rm 12,9-10). «Cada cual considere humildemente que los otros son superiores, no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los otros» (Flp 2,3-4).

Perdonar. -Apenas conoce el arte de la caridad quien es torpe para perdonar. Perdonar es dar reiteradamente, dar de nuevo el amor, con sobreabundancia generosa. No podemos ser hijos de Dios, que constantemente nos perdona, si no perdonamos. No podemos guardar la unidad, siendo como somos pecadores, si no sabemos perdonarnos. Tan importante considera Jesús esta faceta de la caridad, que la incluye en el Padrenuestro, síntesis de su evangelio (Mt 6,12), la ilustra con parábolas conmovedoras (Mt 18,21-35; Lc 15,11-32), y la urge incluso con tonos amenazadores: «Si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus faltas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt 6,14-15). «Con la medida con que midiéreis seréis medidos» (7,2).

Hay que perdonar «setenta veces siete», pues si el Padre nos perdona «diez mil talentos» ¿cómo no perdonaremos a nuestro hermano «cien denarios»? (Mt 18,21-34). Debe «perdonar cada uno a su hermano de todo corazón» (18,35). No vale decir: «Yo perdono a mi hermano, pero no quiero verle más», pues si así hiciera el Padre con nosotros, nos iríamos todos al infierno.

Hay que perdonar al instante, sin dar tiempo a la herida para que se encone. Cuando se tarda en perdonar, se acumulan las ofensas y se separan las personas. Un perdón muy rápido es aquel que perdona no ofendiéndose; es un perdón simultáneo a la ofensa; el que así perdona, al no ofenderse, ni siquiera se ve en la necesidad de actualizar un perdón, y si ha de perdonar, su perdón es tan profundo y cordial que ni se entera de haber perdonado. Más rápido todavía es el perdón previo, aquél mediante el cual se evita la ofensa, se logra que no se produzca. Es el caso de la mujer bondadosa, que cuando llega su marido hecho un basilisco, en lugar de reprocharle sus modales y salir al choque, le trae una bebida y las zapatillas.

Hay que perdonar olvidando las ofensas, evitando recordarlas, pues es un mal pensamiento. Perdonar sin hacer caso de dignidades: «Yo soy su superior, a él le corresponde acercarse», etc. Si el Hijo de Dios hubiera andado en ésas, aún estaríamos sin redimir. El bajó, se abajó y vino hasta donde hacía falta que descendiera (Flp 2,5-8).

Hay que perdonar setenta veces siete, de todo corazón, al instante, no ofendiéndose, evitando la ofensa, sin hacer caso de dignidades, para custodiar la unidad fraterna, que, con la Presencia eucarística, es lo más precioso que tiene una comunidad eclesial -familia, parroquia, grupo cristiano-. Un jarrón que no se cuida, fácilmente recibe un golpe y se rompe, pero no tan fácilmente se recompone. Por eso, «soportáos y perdonáos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja: como el Señor os perdonó, así también perdonáos vosotros» (Col 3,13). «Sed unos con otros bondadosos, compasivos, y perdonáos unos a otros, como Dios os ha perdonado en Cristo» (Ef 4,32).

Servicio. -Jesucristo, anunciado como Siervo de Yavé (Is 49,3s; 52,13s; 53), «ha tomado forma de siervo» (Flp 2,7), y «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28). De esta condición de esclavo de Dios y siervo de los hombres ha de participar por la caridad el cristiano (doulos, en el lenguaje del Nuevo Testamento, mira sobre todo la sujeción total al Señor, mientras que diakonos suele referirse más al servicio solícito de los hermanos). Pues bien, por una parte siervo es el que está al servicio de otro, y mientras el señor busca sus propios intereses, lo propio del siervo es procurar los intereses de su señor: así Cristo lava los pies de sus discípulos (Jn 13,5-15). Por otra parte, siervo es el que carece de derechos propios, pues mientra que el señor tiene derechos, es propio del siervo esclavo carecer de ellos: así Cristo «maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, sin que nadie defendiera su causa» (Is 53,7-8). Pues bien, Jesús, el santo Siervo de Dios y de los hombres, nos dio ejemplo de las dos cosas, para que nosotros hagamos también como él hizo (Jn 13,15), pues «le basta al siervo ser como su señor» (Mt 10,25).

Según esto, hacerse por la caridad siervo de nuestro prójimo implicará fundamentalmente esas dos cosas:

Servicialidad. «El que entre vosotros quiere ser el primero, sea vuestro servidor» (Mt 20,27). «El mayor entre vosotros hágase como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc 22,26). El hombre carnal se tiene por superior y ve a los otros como inferiores, de los que procura sacar provecho; pero el cristiano ve a los hermanos como superiores (Flp 2,3). El carnal va a lo suyo, pero el espiritual no busca su interés, sino el de los otros (1 Cor 2,4; 10,24). «Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos» (9,19).

Carencia de derechos. «Yo os digo: no resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiere litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisa para una milla, vete con él dos» (Mt 5,39-41). Santa Teresa del Niño Jesús comenta: «entregar el manto creo que quiere decir: renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la sierva, la esclava de las otras» (Manus. autobiog. IX,33). Hasta ahí llega la servicialidad de la caridad de Cristo. En efecto, «da a todo el que te pida, y no reclames de quien toma lo tuyo» (Lc 6,30). Si «nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16), ya se comprende que no habremos de estar luego en actitud de reivindicar nuestros derechos aunque sufra la caridad -cuando ésta se favorece con ello, entonces sí-. ¿No quedamos en que el esclavo no tenía derechos? ¿Qué hay, entonces, que reclamar? Por eso «es de todo punto una falla vuestra el que entre vosotros tengáis pleitos. ¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no el ser despojados?» (1 Cor 6,7). Este Evangelio, que es locura y escándalo para el hombre viejo, lo predicaron firmemente los Apóstoles, «siervos de Dios» (1 Pe 2,6), «siervos de Cristo» (Ef 6,6), sin avergonzarse de él (+1 Cor 7,20-24).

((En los últimos años, felizmente, la espiritualidad católica ha insistido en la servicialidad humilde de la caridad, pero, en cambio, muchos rechazan que la caridad, como servicio, incline en lo posible a renunciar los propios derechos. Es cierto, sin duda, que la misma caridad, mirando precisamente al bien común, manda a veces exigir ciertos derechos. Pero también es cierto que no pocas veces, en este mundo desordenado y violento, el bien común se ve favorecido por la renuncia de ciertos derechos personales. Y la caridad debe estar pronta a reconocer estos casos, que dan ocasión a participar en la cruz del Siervo de Dios y de los hombres.))

Pecados contra la caridad

La caridad nos libra de muchas maldades con la fuerza santa de su amor. Todos los pecados son contrarios a la caridad, y ella los vence, pero consideremos aquí aquéllos que más directamente la lesionan (STh II-II,34-38).

Odios. -«El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un asesino» (1 Jn 3,14-15; +2,9. 11; 4,20). El cristiano debe guardar su corazón de cualquier odio, por pequeño que sea -como se debe apagar al instante la chispa que puede originar un incendio-, y ha de ahogar toda antipatía en el amor de Cristo, no consintiendo en ella, ni menos expresándola de palabra.

Discordias. -«Las obras de la carne», dice San Pablo, son «odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios» (Gál 5,20-21). Todo eso lesiona o mata la caridad. «Quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios» (5,21). El que todavía anda con peleas, envidias y discordias es en Cristo como un niño, es carnal, vive a lo humano (1 Cor 3,1-3). Y a veces estas miserias proceden de motivos pseudoreligiosos: «Hay entre vosotros discordias, y cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo»... ¿Acaso está dividido Cristo?» (1,11-13).

Ofensas. -«Yo os digo que todo el que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; y quien dijere a su hermano imbécil, será reo delante del Sanedrín; y el que le dijere insensato, será reo de la gehenna del fuego» (Mt 5,22). No nos damos cuenta del precio inmenso de aquello que dañamos tantas veces con ligerezas ofensivas. «Mirad que, si mutuamente os mordéis y os devoráis, acabaréis por consumiros unos a otros» (Gál 5,15). «No salga de vuestra boca palabra áspera, sino palabras buenas y oportunas. Alejad de vosotros toda amargura, arrebato, cólera, indignación, blasfemia y toda malignidad» (Ef 4,29. 31).

Juicios temerarios. -«No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgáreis seréis juzgados, y con la medida con que midiéreis se os medirá. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?» (Mt 7,1-3). ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano? «Ni aun a mí mismo me juzgo -decía San Pablo-. Cierto que de nada me arguye la conciencia; pero no por eso me creo justificado: quien me juzga es el Señor. Tampoco, pues, juzguéis vosotros antes de tiempo, mientra no venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de los corazones» (1 Cor 4,35).

Nosotros, por una parte, juzgamos mal, por apariencias. Sin embargo, «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yavé mira el corazón» (1 Sam 16,7). Pero es que además, por otra parte, nosotros no tenemos ninguna autoridad para juzgar. «¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Para su amo está en pie o cae. Y tú ¿cómo juzgas a tu hermano? o ¿por qué desprecias a tu hermano? Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. No nos juzguemos, pues, ya más los unos a los otros» (Rm 14,4.10.13).

Maledicencias. -«De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las secretas aversiones, las envidias y desprecios, los juicios temerarios, todo sale fuera y se expresa más o menos por la maledicencia y la murmuración. Por eso, aún más que con la boca y con lo que se dice, hay que tener cuidado con el corazón, con lo que se siente, pues si con la gracia de Cristo lo purificamos de toda aversión, ni siquiera habrá luego tentación de malas palabras. Como elocuentamente enseña el apóstol Santiago, quien gobierna su lengua, se domina todo entero. Pero además, «de la misma boca proceden la bendición y la maldición. Y esto, hermanos míos, no debe ser así. ¿Acaso la fuente echa por el mismo caño agua dulce y amarga?» (Sant 3,2-12). A veces consideramos que nuestras habladurías no tienen mayor importancia; pero ¿y si esas mismas cosas las dijeran de nosotros, qué sentiríamos, cómo reaccionaríamos? No hablemos de los otros como no quisiéramos que ellos hablasen de nosotros (Lc 6,31).

Acepción de personas. -«Hermanos, no juntéis la acepción de personas con la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo», pues si honráis en vuestra asamblea al rico bien vestido y menospreciáis al pobre mal presentado, «¿no juzgáis por vosotros mismos y venís a ser jueces inicuos?» (Sant 2,1-4). La acepción de personas es un juicio falso, por el cual la persona se inclina hacia aquéllos que estima más valiosos -sabios, ricos, bellos, fuertes-, dejando de lado a los otros.

Daños al prójimo. -«La caridad no hace mal al prójimo» (Rm 13,10). El que ama a su hermano no le hace daño ni perjuicio alguno: no le roba, ni le miente, ni adultera injuriándole, ni le miente o engaña (13,9-10). La caridad no permite tampoco hacer daño al prójimo en venganzas pretendidamente justas: «Que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos» (1 Tes 5,15). «No volváis mal por mal, procurad el bien a los ojos de todos los hombres. No os toméis la justicia por vosotros mismos, antes dad lugar a la ira [de Dios]: «A mí la venganza, yo haré justicia», dice el Señor. Por el contrario, «si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo así amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza». No te dejes vencer del mal, antes vence el mal con el bien» (Rm 12,17-21).

Escándalos. -«Al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgasen del cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos, pero ¡ay de aquél por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,6-7).

«Habéis sido llamados a la libertad, pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (Gál 5,13). Se puede escandalizar al prójimo con obras malas: afirmando en su presencia criterios contrarios al Evangelio, ridiculizando a una persona ausente, aprobando una conducta pecaminosa, asistiendo a un lugar indecente, viendo un programa obsceno en la televisión, en fin, de tantas maneras. También es posible escandalizar con la omisión de obras buenas: no teniendo oración, ni lecturas buenas, ni frecuencia de sacramentos, ni limosna, ni catequesis o alguna forma de apostolado. Incluso, cuando falta la prudencia o sobra el amor propio, ciertas obras buenas pueden «ser tropiezo para los débiles» (1 Cor 8,9).

Pues bien, si escandalizas a tu prójimo, «perecerá por tu ciencia el hermano por quien Cristo murió. Y así, pecando contra los hermanos e hiriendo su conciencia, pecáis contra Cristo. Por lo cual, si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no escandalizar a mi hermano» (8,11-13; +Rm 14).

Caridad y comunión

El pecado rompió la unidad humana primitiva, la disgregó completamente en mil partes: enfrentó a los hermanos, separó a los pueblos, confundió las lenguas (Gén 11), introdujo una profunda división dentro del hombre mismo, metiendo la contradicción y la incoherencia en sus pensamientos y voluntades, sentimientos y proyectos. Al romper el hombre su unión con Dios, destrozó la clave de la unidad con los otros y consigo mismo.

Cristo es el re-unificador de la humanidad disgregada. El da su vida «para juntar en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Jesucristo, como único Maestro, único Pastor y Sacerdote único (Mt 23,8-10; Jn 10,16; Heb 7,28), nos congrega «en la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un Cuerpo y un Espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6). Cristo nos unifica orando al Padre: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros» (Jn 17,21). Y así «esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3). Cristo nos reune a todos atrayéndonos hacia sí mismo, cuando está levantado en la Cruz (Jn 12,32). Y nos reune comunicándonos el Espíritu Santo (Hch 2,1-12), pues «todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo Cuerpo» (1 Cor 12,13). Nos reune en la Eucaristía: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo Cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (10,17). En fin, Jesucristo nos reune en la santa Iglesia, que «es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; GS 42c). La unidad y comunión que formamos en Cristo, ciertamente, no es una unidad cualquiera.

San Pablo exhorta frecuentemente a mantener, defender y acrecentar la unidad de la Iglesia, la cohesión interna de las comunidades cristianas. Tened «todos el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir» (Flp 2,2). «Alegráos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Vivid unánimes entre vosotros» (Rm 12,15-16). «Tened un mismo sentir, vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz será con vosotros» (2 Cor 13,11; +Rm 12,18). Esta es la unidad familiar que debe haber entre «hermanos amados de Dios» (1 Tes 1,4; +Heb 13,1). Como se ve, esta exhortación «amad la fraternidad» (1 Pe 2,17), se opone no sólo al cisma y a la herejía, sino también a un pluralismo salvaje y disgregador.

«La muchedumbre de los que habían creído tenían un corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Estas palabras hay que entenderlas no sólo en su sentido afectivo, sino también en un plano ontológico más fundamental. En efecto, el amor de la filantropía une en comunidad a un conjunto de individuos que, participando de una misma naturaleza humana, tiene cada uno numéricamente un alma propia, un principio vital individual. En cambio, el amor sobrenatural de la caridad establece una comunión de santos, cuya alma, cuyo principio vital, es único: «un solo Espíritu» (Ef 4,4). En este sentido fundamental, que hace posible y exige los otros sentidos, los cristianos tenemos «un alma sola» si permanecemos en la verdadera fraternidad cristiana, que es la Iglesia de Cristo.

Por otra parte, caridad y comunión no son coextensivas. La caridad se extiende a todos los hombres, y la comunión llega sólamente a todos los hombres que están viviendo en Cristo, esto es, que permanecen en el amor de Cristo, guardando sus mandatos (Jn 15,9-10). Los que rechazan a Cristo y los cristianos que son infieles, ellos se marginan de la comunión de los santos. El Nuevo Testamento es muy explícito en este tema.

El Apóstol sabe que la comunión no se extiende a los no-creyentes, y por eso manda: «No os unzáis al mismo yugo con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo» (2 Cor 6,14-16). «Lo que sacrifican los gentiles, a los demonios y no a Dios lo sacrifican. Y no quiero yo que vosotros tengáis parte con los demonios» (1 Cor 10,20).

Sobre los malos cristianos da normas muy severas: «Apartáos de todo hermano (=cristiano) que vive desordenadamente y no sigue las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2 Tes 3,6); «no tengáis parte con ellos» (Ef 5,7). Y precisa: «Os escribí que no os mezclarais con los fornicarios. No, ciertamente, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras, porque para eso tendríais que saliros de este mundo. Lo que ahora os escribo es que no os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano (=cristiano), sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón; con éstos, ni comer» (1 Cor 5,9-11 ).

Especial reserva conviene tener hacia los cristianos heréticos o cismáticos, es decir, hacia quienes, fallando en la fe o en la caridad, causan desgarramientos en la comunión de la Iglesia: «Estad en guardia contra ésos que crean divisiones y escándalos opuestos a la doctrina que habéis aprendido; apartáos de ellos, porque ésos no sirven a nuestro Señor Cristo, sino a su propio estómago» (Rm 16,17; +Tit 3,10). Habrá que intentar corregir al escindido de la unidad (2 Tes 3,14-15), pero si se resiste a la corrección de la Iglesia, será preciso aplicarle la excomunión: «Sea para ti como gentil o publicano», dijo el Señor (Mt 18,17). En ocasiones, sólo con la excomunión es posible guardar la comunión. Así lo entendieron y practicaron los Apóstoles (1 Cor 5,5; 1 Tim 1,20).

((Algunos consideran que la comunión, como la caridad, debe extenderse a todos, al menos a todos los que la quieran. Es decir, piensan que la excomunión es siempre contraria a la caridad. Estiman que la «unidad» debe mantenerse en la Iglesia «a costa de lo que sea». Quienes así piensan se oponen a las normas dadas por Jesús y por los Apóstoles, hoy vigentes en la Iglesia (Código de Derecho Canónico, cc.915, 1331, 1364).

Caridad, paz y unidad son palabras vacías cuando no van unidas a la verdad. Jesucristo es «la Verdad» (Jn 14,6). La comunión eclesial de los santos debe ser custodiada con el mismo celo con que se guarda la eucaristía: en ambos casos se trata de librar el Cuerpo de Cristo de todo desgarramiento o profanación. Sin embargo, esta obligatoria función, que corresponde sobre todo a los Obispos, implica a veces en su ejercicio no pocas persecuciones y sufrimientos. En el siglo IV, por ejemplo, cuando muchos obispos -hay quien dice que la mayoría- cedían al arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo, o no lo enfrentaban claramente, algunos obispos -como San Hilario o San Atanasio- que combatían fuertemente tal herejía eran considerados con frecuencia como perturbadores de la unidad y de la paz de la Iglesia. Por eso San Hilario advierte que «aquéllos que se jactan de su paz, esto es, de su unidad impía, no actúan como obispos de Cristo, sino como sacerdotes del Anticristo» (ML 10,609).

Y en el siglo XVII argumenta Pascal de modo semejante: «¿No es manifiesto que como es un crimen turbar la paz donde la verdad reina, es también un crimen permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay un tiempo en que la paz es justa, y otro en que es injusta. Está escrito que «hay tiempo de paz y tiempo de guerra» (Ecl 3,8), y es el interés por la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; por el contrario, está escrito que "la verdad de Dios permanece eternamente" (+Sal 116,2; Jn 12,34). Por eso Jesucristo, que dijo haber venido a traer la paz (14,27), dijo también que había venido a traer la guerra (Mt 10,34). Nunca dijo él que había venido a traer la verdad y la mentira. Así pues, la verdad es la primera regla y el fin último de todas las cosas» (Pensamientos 949).))

((Algunos vinculan necesariamente la comunión de caridad y la proximidad física. Pero el nexo a veces es falso. No siempre aumenta la comunión con mayor proximidad. Si varias personas, por ejemplo, se juntan para vivir en una casa, quizá se deteriore la comunión que las unía.

Otros vinculan la caridad con el hacerse semejante a personas o ambientes. Pero el nexo puede ser falso. Al tratar del mundo ya vimos que confundir unido-semejante y separado-distinto es un error que lleva a muchos errores. Los mundanos son muy semejantes entre sí, en el fondo al menos, y están muy separados. La caridad es lo que une, y ella debe discernir cuándo conviene y en qué ser distinto o semejante.

Otros, en fin, vinculan comunión de caridad y cantidad de comunicación entre las personas. A más comunicación verbal, más comunión interpersonal. Quienes así piensan, consideran (extractamos de una revista de espiritualidad) que «compartir la fe es compartir el alma, el espíritu, los sentimientos más profundos; es manifestar la vida interior, los problemas, las virtudes y los vicios para dejarnos guiar, conducir, animar o corregir por el grupo hermano. Es entonces cuando se vive la perfecta hermandad». O cuando se produce el desastre que rompe la unidad fraterna. Entre privacidad y comunicatividad hay un delicado equilibrio, muy diverso según personas, vocaciones, grupos y circunstancias. La moda del desnudamiento anímico en grupo tuvo su auge, pero ha remitido en gran medida, al verse los resultados lamentables, en ocasiones traumatizantes. Una vez más, era una moda, sólo una moda. Es evidente que no siempre a más comunicación corresponde más comunión vital. De otra suerte, cartujos y cistercienses quedarían excluídos de la comunión de los santos.

En todas las posiciones aludidas -merece la pena señalarlo- se evita la necesidad del discernimiento, vinculando en forma necesaria la caridad a ciertos modos, maneras o condiciones exteriores. Pero siempre la virtud de la prudencia debe guiar el ejercicio de la caridad, eligiendo modos, frecuencias y condiciones concretas. Algo sí podemos establecer como principio cierto y universal: Lo que más nos une a Cristo, eso es lo que más nos une a los hermanos. Y según las personas, vocaciones y circunstancias, «lo que más une a Cristo» será más o menos proximidad o lejanía, semejanza o diferencia, comunicatividad o silencio. Como decía Santa Teresa: «En todo es menester discreción» (Vida 13,1).))

El arte de amar

Los cristianos hemos de ser expertos en el arte de amar a Dios y al prójimo, pues en ello está la perfección cristiana, y por ello nos conocerán como discípulos de Cristo (Jn 13,35). Debemos motivar en caridad toda nuestra vida, pues «sólo la caridad edifica» (1 Cor 8,1). Hemos de aprender también a expresar nuestra caridad, pues, como dice Santa Teresa del Niño Jesús, «no basta amar, es necesario demostrar el amor» (Manus. autobiog. IX,31).

En fin, en la vida de la caridad hemos cuidar también los pequeños detalles -saber escuchar, aprender a sonreír, no interrumpir una conversación, no hacer ruido cuando otros duermen, etc.-, pues si somos fieles al amor en lo poco, lo seremos también en lo mucho (Lc 16,10).

Y como es el Espíritu de Jesús el que ha de perfeccionarnos en la caridad, pidamos con la Iglesia: «Señor, concédenos amarte con todo el corazón, y que nuestro amor se extienda también a todos los hombres. Por Jesucristo nuestro Señor» (4º dom. T. ordinario).

3. La oración

-Estudios bíblicos: AA.VV., Bibbia e preghiera, Roma, Teresianum 1962; A. González, La oración en la Biblia, Madrid, Cristiandad 1968; A. Hamman, La oración, Barcelona, Herder 1967.

-Estudios históricos: AA.VV., L’expérience de la prière dans les grandes religions, Louvainla-Neuve 1980; C. Cristiano, La preghiera nei Padri, Roma, Studium 1981; A. Hamman, Prières des premiers chrétiens, París, Desclée de B. 1981; J. A. Jungmann, Histoire de la prière chrétienne, Fayard 1972.

-Otros estudios: AA.VV., La preghiera, Milán-Roma, Ancora-Coletti 1967, I-III; AA.VV., La prière du chrétien, «Communio» 10 (1985) 1-129; A. Bandera, Orar en Cristo, Madrid, PPC 1991; C. Bernard, La prière chrétienne, Brujas, Desclée de B. 1967; Contemplazione, azione, mística, Roma, Gregoriana 1971; B. Bro, Enséñanos a orar, Salamanca, Sígueme 1969; J. Galot, La prière, intimitè filiale, Desclée de B.1966 (trad. Bilbao, Desclée de B. 1969); R. Marimón, La definición teológica de la oración, Puerto Rico, Cor Iesu s/f.; J.-H., Nicolas, Contemplazione e vita contemplativa nel Cristianesimo, Libr. Ed. Vaticana 1990; A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC 114 (1968,5a ed.) nn.475-597; N. Silanes, Oración cristiana, oración trinitaria. Testimonio de los grandes orantes, «Rev. de Espiritualidad» 48 (1989) 273-312.

-Véase también Sagrada C. Doctrina de la Fe, Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (15-10-1989): DP 1989,155. El Catecismo: vocación de todos los cristianos a la oración (2685-2690), oración y virtudes (2656-2658), petición e intercesión (2629-2636, 2735-2741), oración continua (2648, 2698) y perseverante (2742-2745), oración vocal y meditativa (2700-2708), contemplación (2709-2720), los lugares (2691, 2696), y dificultades para orar (2725-2733).

La oración de Cristo

Jesucristo orante, dedicado inmediatamente al Padre, ora con perfecto conocimiento y amor: «Nadie conoce al Padre, sino el Hijo» (Mt 11,27); «yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30). Ora al Padre con la absoluta certeza de ser escuchado: «Yo sé que siempre me escuchas» (11,42). Y es en la oración donde la conciencia filial de Jesús alcanza su plenitud: «Es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre» (Lc 2,49); «yo no estoy solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado» (Jn 8,16).

La mediación sacerdotal de Cristo, en la que se realizó nuestra salvación, se cumplió en la función reveladora por la predicación del evangelio, en la función sacrificial obrada en la cruz, y en la función orante, según la cual Cristo glorificó al Padre e intercedió sin cesar por los hombres presentando «oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas» (Heb 5,7; +Jn 17,4.15.17). Y ahora, en el cielo, Cristo continúa alabando al Padre e intercediendo ante él siempre por nosotros, como sacerdote perfecto (Heb 7,24-25; 9,24; 1 Jn 2,1). Los hombres, pues, somos salvados por la predicación, el sacrificio y la oración de Jesucristo.

Conocemos bien los rasgos fundamentales de la oración de Cristo, que unas veces era en el gozo y la alabanza (Lc 10,31), otras en petición y súplica, con angustia, tristeza y sudor de sangre (22,41-44), y siempre entregando su voluntad amorosamente al Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (22,42). Jesús de Nazaret era un hombre orante, que «se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración» (5,16), poniendo en práctica su doctrina: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (18,1). Oraba a solas, pues aún sus discípulos no habían recibido el Espíritu de filiación divina (Jn 7,39; Rm 8,15). Y se entregaba especialmente a la oración en los momentos más importantes de su vida y de su ministerio: bautismo (3,21), elección de los Doce (6,12), confesión de Pedro (9,18), enseñanza del Padre nuestro (11,1; +22,32; Mc 6,46). Merece la pena señalar que su transfiguración en el monte se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29).

Acción y contemplación se alternaban y unían armoniosamente en la vida de Jesús. «Enseñaba durante el día en el templo, y por la noche salía para pasarla en el monte llamado de los Olivos» (21,37). Durante la actividad intercalaba breves oraciones, algunas de las cuales recogen los evangelios (10,21; Jn 11,41-42; 12,27-28). La distribución de sus horas la hacía Jesús con perfecto dominio y flexibilidad, sin dejarse llevar ni por los íntimos deseos ni por las circunstancias exteriores. Unas veces, renunciaba a un retiro proyectado para estar con la gente que le buscaba (Mc 6,31-34); otras veces, ponía límite a su actividad exterior, para entregarse a la oración: «Después de haberlos despedido, se fue a un monte a orar» (6,46). Al final de su vida pública, la acción disminuye hasta cesar y la contemplación aumenta de forma absoluta: «Ya no andaba en público entre los judíos» (Jn 11,54). Jesús está ya siempre orando, en la Cena, en Getsemaní, en la Cruz.

Cristo oraba con los salmos (Sal 39,8-9: Heb 10,5-7; Mt 26,30; Sal 40,10: Jn 13,18; Sal 21,2; 30,6), y era consciente de que daba cumplimiento a cuanto los salmos habían dicho de él (Lc 24,44). Y, según la costumbre de su pueblo, adoptaba ciertas actitudes exteriores al orar, elevando las manos, mirando a lo alto, de rodillas, rostro en tierra (Mt 26,39; Lc 22, 41; Jn 11,41; 17,1).

La oración de los cristianos

La oración cristiana es una participación en la oración de Cristo. «Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Pero nuestra oración es oración de Cristo no sólo porque la hacemos siguiendo su ejemplo, sino porque él nos comunica su Espíritu, que ora en nosotros (Rm 8,14-15. 26). Cristo ora en nosotros, los cristianos, o como dice San Agustín, precisando más: «El ora por nosotros como sacerdote nuestro, El ora en nosotros como cabeza nuestra, El es orado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en El nuestras voces, y reconozcamos su voz en las nuestras» (ML 37,1081).

El pueblo cristiano, en su condición sacerdotal, está destinado a la oración, a alabar a Dios y a interceder por los hombres. Los primeros cristianos entendieron bien esto, y «todos perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14), de modo que la Iglesia primitiva da la fisonomía inequívoca de una comunidad orante (2,42). En este sentido decía Pablo VI: «¿Qué hace la Iglesia? ¿Para qué sirve la Iglesia? ¿Cuál es su momento esencial? ¿Cuál es su manifestación característica?... La oración. La Iglesia es una sociedad de oración. La Iglesia es la humanidad que ha encontrado, por medio de Cristo único y sumo Sacerdote, el modo auténtico de orar. La Iglesia es la familia de los adoradores del Padre "en Espíritu y en verdad" (Jn 4,23)» (22-IV-1970; +3-II-1978).

((La espiritualidad que no valora y fomenta la oración no es cristiana, es falsa. No es evangélica la espiritualidad que mira con recelo la oración -como si ella normalmente fuera una forma de evadirse de la realidad-; que considera la oración como algo que conviene sólo a ciertas personas o grupos; que en la unión entre contemplación y acción asigna siempre a la oración una importancia secundaria. En esta concepción voluntarista y ética de la vida cristiana hay un enorme error de fondo. Si los cristianos hubiéramos sido llamados al Reino en la exclusiva calidad de siervos, empleados, funcionarios o soldados, no sería esencial en nuestra vida la oración, es decir, la intimidad amistosa con el Señor: bastaría con que cumpliésemos las ordenanzas del Reino. Pero sucede que los cristianos lo somos en cuanto hemos sido llamados a ser «hijos de Dios» (1 Jn 3,1), «familiares de Dios» (Ef 2,19), «amigos» de Cristo (Jn 15,15); y no puede haber relación familiar ni amistosa sin trato íntimo y frecuente. Por eso sin oración, no hay vida cristiana. Y por eso la familia, la escuela, la parroquia, el movimiento que no suscitan la oración en sus miembros, no están dando propiamente una formación cristiana, ni están capacitando para el apostolado.))

Una actividad es cristiana cuando procede de la contemplación y conduce a ella. La actividad que no tiene su origen en la fe contemplativa y que incapacita para la oración, no es acción propiamente cristiana. El concilio Vaticano II -el más atento a las realidades temporales de todos los concilios- quiere que «lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2). Y Pablo VI, en la homilía de la misa conclusiva del concilio, declara: «El esfuerzo de clavar en El la mirada y el corazón, eso que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y pleno de espíritu, el acto que también hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana» (7-XII-1965).

La oración cristiana

La oración cristiana es una relación personal, filial e inmediata del cristiano con Dios, a la luz de la fe, en amor de caridad. Ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa, siempre debemos hacerlo todo para Dios, con una ordenación de amor hacia su gloria (1 Cor 10,31; Col 3,17; 1 Pe 4,11), y así, mediatamente, todo en nuestra vida debe unirnos a Dios. Pero lo propio y peculiar de la oración es que ella nos une a Dios inmediatamente, focalizando en él, en el mismo Dios, todo cuanto hay en nosotros, mente, corazón, memoria, afectividad y cuerpo.

San Juan Clímaco entiende la oración como «conversación familiar y unión con Dios» (MG 88,1129). Evagrio Póntico como «elevación de la mente a Dios» (Pseudo-Nilo: 79,1173; +San Juan Damasceno: 94,1089). San Agustín la ve como «conversación del corazón» con Dios (ML 34,1275). San Ignacio de Loyola, como un «coloquio», es decir, como un diálogo (Ejercicios 53-54). Santa Teresa de Jesús entiende que orar es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (Vida 8,5). Y Santa Teresa del Niño Jesús dice: «Para mí la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús» (Manus. autobiog. X,17).

La oración cristiana tiene estructura trinitaria. -Oramos al Padre: «Cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). Eso es lo que dice en nuestro interior el Espíritu Santo que nos hace hijos: «¡Abba, Padre!» (Rm 8,15). En efecto, Cristo «nos enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» (Santo Tomás, In IV Sent. dist.15,q.4, a.5,q.3, ad lm). Y esa es la práctica constante de la Iglesia en su liturgia. -Oramos en Cristo, con él, por él: «El está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos» (SC 7a). -Oramos por el Espíritu Santo, que viene en ayuda de nuestra flaqueza y ora en nosotros de modo inefable (Rm 8,26). Por otra parte, que ésta sea la condición de la oración cristiana, no impide, por supuesto, que se dirija también a Jesús, al Espíritu Santo, a la Virgen, a los santos y a los ángeles; pero siempre, finalmente, la oración deberá remitirse al Origen sin principio, al Padre celeste que está en lo escondido y ve en lo secreto (Mt 6,6), al Padre de las luces, de quien procede todo bien (Sant 1,17).

La oración es primariamente obra del Espíritu Santo en la mente y el corazón del hombre. No es, pues, la oración una acción espiritual que comienza en el hombre y termina en Dios, sino una acción que comienza en Dios, actúa la mente y el corazón del hombre, y termina en Dios. O dicho con otras palabras: la oración es un misterio de gracia. La oración -como todos las obras de la vida cristiana, y más si cabe- es gracia. Y la gracia la da Dios. Por eso todo cristiano puede tener oración, pues Dios quiere dársela, quiere entrar en amistad íntima con él, su hijo, su amigo; y todo cristiano debe aprender a ejercitarse en aquella oración concreta que Dios le vaya dando, y no en otra.

((Quienes ven la oración ante todo como una actividad del hombre, aunque sea hecha con el auxilio de la gracia divina, fácilmente la dejan cuando se ven cansados o distraídos, valoran en exceso la eficacia de los métodos, y hacen vanas evaluaciones de la misma: «Hoy me ha salido bien», «Hoy ha sido un desastre»... Esta actitud implica varios errores, y lleva a otros, como entender que la más genuina oración es aquélla que es más espontánea, ignorando así que la oración del cristiano es genuina ante todo en la medida en que recibe su impulso del Espíritu Santo. Ya San Juan de la Cruz decía que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que creen tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).))

Ejercicio de virtudes y oración

«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Jesucristo, y también los maestros espirituales cristianos, al tratar de la oración, no centran el tema en la cuestión de los métodos oracionales, sino que insisten sobre todo en el ejercicio de las virtudes cristianas, que hacen posible levantar el vuelo de la oración. Como un globo que, cortadas sus amarras, se eleva poderosamente hacia la altura, así el cristiano, que tiene en sí al Espíritu Santo, con su inmensa fuerza ascensional, se eleva con toda sencillez hacia las mayores alturas místicas, en cuanto por el ejercicio firme de virtudes y dones se han ido cortando las amarras de sus apegos desordenados. Se eleva necesariamente, porque el Espíritu se lo da, y ya nada lo impide. Trata amistosamente con el Señor con íntima facilidad de amigo, de hijo. Sin mayor necesidad de métodos, que, sin embargo, sobre todo a los comienzos, han podido serle de alguna utilidad -y esto no tanto por los modos que ofrecen, sino porque a través de ellos ha podido conocer la naturaleza verdadera de la oración.-

Oración y vida de virtudes crecen juntas, simultáneamente. La vida de la oración no puede ir adelante sin una progresiva liberación de pecados y apegos; y si ésta se produce, el alma queda necesariamente mejorada en la oración. Por eso, para ir adelante en el camino de la oración lo principal es, sin duda,

1.-no pecar: «La primera piedra -dice Santa Teresa- ha de ser buena conciencia y librarse con todas sus fuerzas de pecados veniales, y seguir lo más perfecto» (Camino Perf. 8,3; +STh II-II,24,9); y con ello,

2.-crecer en virtudes: «No todo el que dice "¡Señor, Señor!" entrará en el reino de los cielos [ni llegará a la contemplación], sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

Lo mismo, en palabras de Santa Teresa: «No pongáis vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar, porque si no procuráis virtudes y ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas» (7 Moradas 4,10). Y en las virtudes crecer especialmente en

3.-el amor al prójimo: Dios rechaza la ofrenda de nuestra oración si no estamos en caridad con nuestro hermano (Mt 5,23-24). No es conciliable amor a Dios en la oración y desamor al prójimo en la vida ordinaria, pues no puede salir de una misma fuente agua dulce y agua amarga (Sant 3,9-11; +5 Moradas 3,10-12). Gráficamente lo dice San Agustín: «En vano me honras, te dice la Cabeza desde el cielo. Como si alguien pretendiera besarte la cabeza pisándote los pies. Me honras por arriba y me pisas por abajo. Y es mayor el dolor por lo que pisas que la alegría por lo que honras» (ML 35,2060).

((Algunos buscan la unión con Dios en la oración, sin hacer mucho caso del ejercicio de virtudes. Gnósticos, Hermanos del libre espíritu, alumbrados, quietistas y no pocos grupos del pasado o del presente incurren, con unos u otros matices, en este error. Pero, como dice San Juan de la Cruz, «para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que en sí es. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico 3,2).))

Todas las virtudes son necesarias para la oración, pero algunas lo son especialmente, y en la oración, por otra parte, se desarrollan con particular ventaja.

Penitencia. -Los judíos creían que no era posible ver a Dios sin morir, y tenían razón (Gén 32,31; Ex 19,12. 21; 33,20; Is 6,5). El cristiano carnal, como un drogadicto privado de su droga, se siente morir cuando en la oración se ve privado de imágenes, sensaciones, ideas y palabras, que son su alimento; y pronto se ve privado de todo eso, si persevera en la oración: en cuanto sale de Egipto, ha de atravesar el Desierto, si quiere llegar a la Tierra prometida. Él está cebado a las cosas del mundo visible, pero en la oración ha de volver sus ojos a lo invisible (2 Cor 4,8; Col 3,2). Él es carnal, pero «Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Y por todo eso la oración es para el cristiano carnal la más terrible penitencia, y en ella agoniza y muere, eso sí, acompañado de Jesús, el cual «entrado en agonía, oraba con más fervor, y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lc 22,44).

En cualquier actividad, por noble y cristiana que sea, el yo carnal se las arregla para hallar alguna manera de compensación -trabajando, predicando, cuidando enfermos-. Pero le resulta mucho más difícil hacer esas trampas en la oración por la suprema espiritualidad de su naturaleza.

Santa Teresa de Jesús, hablando de cierta fase de su vida, decía: «No sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración» (Vida 8,7). Los trabajos que hay que pasar a veces en la oración son «grandísimos, y me parece es menester más ánimo que para otros muchos trabajos del mundo» (11,11).

((Algunos huyen de la oración para refugiarse en la acción, y ésta es la debilidad de la carne, aunque el espíritu esté pronto (Mt 26,41). Otros hay que consideran la oración como una cómoda evasión de la realidad, y esto ya es peor, porque es caer en la mentira. Ellos son los que andan evadidos de Dios, que es la Realidad fontal, y perdidos en acciones irreales, que no tienen a Dios por principio y fin, haciéndose así ellos mismos cada vez más irreales. A éstos les dice Santa Teresa: «¿Es mucho que, quitando los ojos del alma de las cosas exteriores, le miréis algunas veces a El?» (Camino Perf. 42,3). Y es que temen a la oración como a la muerte, y la huyen, racionalizando y haciendo teología posterior de su huida (+Vida 8,6).))

El verdadero orante es necesariamente un hombre penitente, abnegado de sí mismo, y a la hora de morir lo hará con facilidad, pues habiendo perseverado durante su vida en la oración, ya ha adquirido largamente la costumbre de morir.

Fe y caridad. -En la oración, a la hora de elevar el corazón a Dios, sólamente la fe y la caridad son las alas sobrenaturales capaces de levantar ese vuelo inmenso, y de poco valen allí otras fuerzas y trucos. Y esas alas, sobre todo a los comienzos, han de batirse con poderosa intensidad, si es que el vuelo ha de ser durable y alto. Así se hacen ágiles y fuertes. En efecto, nada acrecienta tanto la fe y la caridad como el ejercicio perseverante de la oración. El verdadero orante es hombre lúcido en la fe, que sabe ver en la oscuridad, y ardiente en la caridad, pues sabe amar aun cuando nada siente.

Humildad. -Es en la oración, normalmente, donde el cristiano tiene más honda experiencia de su indigencia radical, pues mientras que en las obras exteriores siente quizá que algo puede, en la oración pronto comprende que nada puede sin el auxilio del Espíritu Santo. Nada requiere y nada produce tanta humildad como la oración. Cualquier altivez y autosuficiencia, cualquier autoafirmación vana, o muere en la oración, y el hombre respira en Dios y vive, o se niega a morir, y entonces inhibe la oración y la hace imposible.

Por el contrario, el verdadero orante es humilde, pues sólo es posible orar con «el vientre pegado al suelo», «como agua derramada» ante el Señor (Sal 43,26; 21,15; 129,1), en la actitud del publicano, golpeándose el pecho al fondo de la iglesia, sin atreverse a levantar la mirada hacia el altar (Lc 18,13). En la oración se encuentra al Señor cuando en ella, humildemente, sólo se le busca a él, y no se le exige nada, ni ideas, ni sentimientos, ni luces, ni consolaciones, ni palabras confortadoras, que no son más que eventuales añadiduras, únicamente interesantes si Dios las da (Mt 6,33). Tampoco hemos de orar «para ser vistos» por los otros (6, 5), ni siquiera para ser vistos por nosotros mismos. La oración, en fin, sólo es posible en la humildad.

Paciencia perseverante. -Jesucristo insiste en esta actitud como fundamento necesario de la oración: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1; +21,34-36; Mt 26,41). En la oración hay que estar como las vírgenes prudentes, esperando al Esposo (25,1-13), como la viuda que reclamaba su derecho (Lc 18,1-8), como aquél que de noche importunaba a su amigo (11,5-13). En la oración hay que tener con Dios tanta paciencia como la que él tiene con nosotros.

La oración de petición

J. Caba, La oración de petición, Analecta biblica 62, Roma 1974; A. González ob.cit. 107-118,167-179; arts. de D. Z. Philips, F. X. Durrwell, N. Haman, P. Hitz, «Lumen Vitæ» 22 (1967) 225-244; 23 (1968) 221-319.

Petición, alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica, que no se contraponen, sino que se complementan. La petición prepara y anticipa la acción de gracias, y en sí misma es ya una alabanza, pues confiesa que Dios es bueno y fuente de todo bien. Y la acción de gracias brota del corazón creyente, que pide a Dios y que recibe todo bien como don de Dios. Por eso los tres géneros de oración se entrecruzan y exigen mutuamente (por ejemplo, Sal 21,23-32; 32,22; 128,5-8). No menospreciemos, pues, la oración de súplica, como si fuera un género inferior de oración, que, después de todo, el Padre nuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se compone de siete peticiones. Pero eso si, pidamos bien.

Pidamos en el nombre de Jesús (Jn 14,13; 15,16; 16,23-26; Ef 5,20; Col 3,17). Esto significa dos cosas: 1, orar al Padre en la misma actitud filial de Jesús, participando de su Espíritu (Gál 4,6; Rm 8,15; Ef 5,18-19), y 2, pedir por Jesús (Rm 1,8;1,25; 2 Cor 1,20; Heb 13,15; Hch 4,30), esto es, tomándole como mediador y abogado (1 Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24). «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rm 8,26), y pedimos mal (Sant 4,3), pero Jesús nos comunica su Espíritu para que pidamos así en su nombre: «Cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,23-24). Pedimos en el nombre de Jesús cuando queremos que se haga en nosotros la voluntad del Padre, no la nuestra (Lc 22,42); cuando pedimos con sencillez, como él nos enseñó a hacerlo: «Orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar; no os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,7-8; +32).

((A veces se hace mal la oración de petición, se hace con exigencias, como queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con amenazas incluso. Así, pervertida, la oración de petición es muy dañosa: apega más a las criaturas, obstina en la propia voluntad, no consigue nada, genera dudas de fe, produce hastío y frustración, y conduce fácilmente al abandono de la misma oración.))

Pidiendo a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que él quiere darnos. El soberbio se autolimita en su precaria autosuficiencia, no pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la necesidad apremia; y entonces pide mal, con exigencia, marcando plazos y modos. En cambio el humilde pide, pide siempre, pide todo, en todo intento lleva en vanguardia la oración de súplica. Y es que se hace como niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan, lo primero que hacen es pedirlo. San Pablo nos da ejemplo: él pedía «sin cesar», «noche y día» (Col 1,9; 1 Tes 3,10).

San Agustín, frente a los autosuficientes pelagianos, clarificó bien esta cuestión: «El hecho de que [el Señor] nos haya enseñado a orar, si pensamos que lo que Dios pretende con ello es llegar a conocer nuestra voluntad, puede sorprendernos. Pero no es eso lo que pretende, ya que él la conoce muy bien. Lo que quiere es que, mediante la oración [de petición], avivemos nuestro deseo, a fin de que estemos lo suficientemente abiertos para poder recibir lo que ha de darnos» (ML 33,499-500). «En la oración, pues, se realiza la conversión del corazón del hombre hacia Aquél que siempre está preparado para dar, si estuviéramos nosotros preparados a recibir lo que El nos daría» (34,1275). «Dios quiere dar, pero no da sino al que le pide, no sea que dé al que no recibe» (37,1324).

Dios da sus dones cuando ve que los recibiremos como dones suyos, con humildad, y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de él. Es la humildad, expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a recibir los dones que Dios quiere darnos. Por eso los humildes piden, y crecen rápidamente en la gracia, con gran sencillez y seguridad. Y es que «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre El todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1 Pe 5,5-7).

La oración de petición tiene una infalible eficacia. Es, sin duda, el medio principal para crecer en Cristo, pues la petición orante va mucho más allá de nuestros méritos, se apoya inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso. De ahí viene nuestra segura esperanza: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24; +Mt 21,22; Is 65,24; Sal 144,19; Lc 11,9-13; 1 Jn 5,14).

Dios responde siempre a nuestras peticiones, aunque no siempre según el tiempo y manera que deseábamos. Cristo oró «con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, y fue escuchado» (Heb 5,7). No fue escuchado por la supresión de la cruz redentora -«aleja de mí este cáliz» (Mc 14,36)-; fue escuchado de un modo mucho más sublime -«pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó» (Hch 2,24)-.

((Algunos piensan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la Providencia divina, que es infalible e inmutable. Ahora bien, si consideran superflua la petición, puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué trabajan, si lo que ha de suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo todo en manos de Dios, no oren, y no laboren. Por el contrario, a los cristianos nos ha sido dada la doble norma del trabajo y de la petición, y sabemos que con uno y otra estamos colaborando con la Providencia divina, sin que por eso pretendamos cambiarla o sustituirla.))

Pidamos a Dios todo género de bienes, materiales o espirituales, el pan de cada día, el perdón de los pecados, el alivio en la enfermedad (Sant 5,13-16), el acrecentamiento de nuestra fe (Mc 9,24). Pidamos por los amigos, por las autoridades civiles y religiosas (1 Tim 2,2; Heb 13,17-18), por los pecadores (1 Jn 5,16), por los enemigos y los que nos persiguen (Mt 5,44), en fin, «por todos los hombres» (1 Tim 2,1). Pidamos al Señor que envíe obreros a su mies (Mt 9,38), y que nuestras peticiones ayuden siempre el trabajo misionero de los apóstoles (Rm 15,30s; 2 Cor 1,11; Ef 6,19; Col 4,3; 1 Tes 5,25; 2 Tes 3,1-2).

Nuestras peticiones, con el crecimiento espiritual, se irán simplificando y universalizando. Y acabaremos pidiendo sólo lo que Dios quiere que le pidamos, en perfecta docilidad al Espíritu -«y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto» (3 Subida 2,9-10)-. En fin, pidamos el Don primero, del cual derivan todos los dones: pidamos el Espíritu Santo (Lc 11, 13 ).

Pidamos unos por otros, haciendo oficio de intercesores, pues eso es propio de la condición sacerdotal cristiana (1 Tim 2,1-2). Así oró Cristo tantas veces por nosotros (Jn 17,6-26), también en la cruz (Lc 23,34; +Hch 7,60). Así oraban los primeros cristianos en favor de Pedro encarcelado (12,5), o por Pablo y Bernabé, enviados a predicar (13,3; +14,23).

Pidamos a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. Así estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que «es una forma de oración de las más atestiguadas en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo» (A. González 171). De este modo, no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras.

Acción de gracias y alabanza

Glorificar a Dios es la misión de Cristo en el mundo, como él mismo lo declara (Jn 17,4), y ésa misma es la misión de la Iglesia. Los cristianos -nos dice San Pedro- somos «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). El pueblo de Dios es en medio de los pueblos un pueblo sacerdotal, que reunido en Cristo, debe alzar al Padre con la fuerza del Espíritu salmos, himnos y cánticos espirituales, agradeciendo todo a Dios (Ef 5,18-20).

La glorificación de Dios es el alma de la oración bíblica.

Antiguo Testamento.

-La acción de gracias suele tener forma de himno y también de eulogía: «Bendito seas Señor, que hiciste»... Brota de la contemplación de Dios en la creación o en sus intervenciones históricas de salvación. En los salmos, o en cánticos equiparables a ellos -de Isaías, Jeremías, etc. - se hallan formidables muestras de gratitud religiosa. Las oraciones de acción de gracias no tiene forma muy definida, pero suelen comenzar por una invitación a celebrar los beneficios obrados por Dios, pasando luego a la descripción de los mismos, que ha de motivar al orante.

-La alabanza, por otra parte, es la cumbre de la oración judía. Muchas alabanzas se inician como eulogía (102;103), y así terminan los cuatro primeros libros del salterio (40,14; 71,18-19; 88,53; 105,48). En los himnos de alabanza suele darse una forma clara: una invitación entusiasta inicia el canto -«Alabad al Señor» (146)-, una invitación que puede llenar el canto entero (150); en seguida, el cuerpo del salmo, con los motivos para la alabanza, que fundamentalmente son creación, providencia y redención; y una conclusión, que a veces vuelve al tema inicial del invitatorio.

Nuevo Testamento.

-La acción de gracias es la forma predominante de la oración cristiana (A. González 179). Es el agradecimiento a causa de Cristo, que se expresa con el verbo eucharisteo. Casi siempre San Pablo inicia sus cartas con una gran acción de gracias (Rm 1,8; 1 Cor 1, 4s; etc.). Los cristianos estamos llamados a «vivir en acción de gracias», como en una actitud permanente, que ha de expresarse en todo lo que hagamos (1 Cor 15,57; 2 Cor 4,15; Ef 1,16; 5,20; Col 3,15-17; 1 Tes 5,18; 2 Tes 2,13). Esta es la actitud orante de los bienaventurados celestes (Ap 11,17). Y entre tanto desagradecimiento hacia Dios («¿No han sido diez los curados? Y los nueve ¿dónde están?», Lc 17,17), la Iglesia es en este mundo una permanente eucaristía: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno».

-La alabanza cristiana, junto a la acción de gracias, nace de un conocimiento nuevo de la bondad de Dios en Cristo, y se expresa en un canto nuevo (Ap 5,9;14,3), aunque adopta las formas de la tradición judía. Himnos, como el Magnificat, el Benedictus, el Nunc dimittis, se parecen mucho a los antiguos himnos (Lc 1,46-55. 68-79; 2,29-32). Jesús con los suyos rezó los salmos hallel prescritos para el rito pascual (Mc 14,26). Pero pronto surgen nuevos himnos, puramente evangélicos (Jn 1,1-18; Ap 5,12-14; Flp 2,5-11; Col 1,13-20; 1 Tim 3,16; 2 Tim 2,11-13), eulogías maravillosas, dirigidas al Padre por su Hijo (Rm 1,25; 2 Cor 1,3s; 11,31; Ef 1,3s; +Mc 14,61; Lc 1,42; 2,34), y también doxologías, que cantan por Cristo la gloria (doxa) del Padre celeste (Rm 11,36; 16,27; Gál 1,5; Heb 13,20-21; Ap 5,13). Con el paso del tiempo, la doxología fue haciéndose explícitamente trinitaria, como en la forma litúrgica tradicional: «Dios (Padre) eterno y misericordioso... por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén».

Los hombres, creados para alabar al Creador, están tristes porque «no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias» (Rm 1,21; +1,22-32). Y, por el contrario, se llenan de alegría cuando sus voces y sus vidas alaban a Dios: «Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro» (Sal 88,16; +12,6; 104,1-3).

La oración continua

B. Bro, La rueda de molino y la cítara. Orar un instante, orar siempre, Salamanca, Sígueme 1985; P. Y. Emery, La prière au coeur de la vie, París, Seuil 1982; J. Lafrance, Perseverantes en la oración, Madrid, Narcea 1984; El Rosario. Un camino hacia la oración incesante, ib. 1988.

Israel vive en oración continua, y con verdad puede decir en sus salmos: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca» (33,1); «a Ti te estoy llamando todo el día» (85,3), «siete veces al día te alabo» (118,164), «tengo siempre presente al Señor» (15,8; +24,5; 33,2; 34,28; 43,9; 67,20; 87,2; 95,2; etc.). Las tres horas prescritas de oración (54,18; Dan 6,10) ayudan a Israel a vivir en oración continua, esto es, a aminar en la presencia del Señor» (Sal 114,9).

La Iglesia vive también en oración continua, fiel al ejemplo y a las enseñanzas de Jesús y de los Apóstoles. En efecto, Cristo nos mandó «orar siempre», en todo tiempo (Lc 18,1; 21,36; 24,53). Lo mismo enseñaron los Apóstoles: hay que orar siempre, sin cesar (Hch 1,14; 2,42; 6,4; 10,2; 12,5; Rm 1,9s; 12,12; 1 Cor 1,4; Ef 1,16; 5,20; 6,18; Flp 1,3s; 4,6; Col 4,2; 1 Tes 1,2s; 2,13; 5,17; 2 Tes 1,11; 2,13; Flm 4; Heb 13,15), noche y día (Lc 2,37; l8,7; Hch 26,7; 1 Tes 3,10; 1 Tim 5,5; 2 Tim 1,3).

La Iglesia primera vivió el ideal de la oración continua. En Roma, hacia el 215, la Traditio Apostolica de San Hipólito, tras disponer las Horas diarias de la oración, concluye: «Así vosotros, todos los fieles, haciendo esto, no podréis ser tentados ni os perderéis, ya que siempre guardáis memoria de Cristo» (n.41). Y en Alejandría, por los mismos años, San Clemente describe así la vida de los cristianos espirituales (aún no había monjes; escribe para el común de los fieles): El cristiano guarda de Dios «memoria continua: ora en todo lugar, en el paseo, en la conversación, en el descanso, en la lectura, en toda obra razonable, ora en todo» (MG 9,469). Y en Antioquía, otro de los grandes centros del cristianismo primero, San Juan Crisóstomo propone el mismo ideal: «Conviene que elevemos la mente a Dios no sólo cuando meditamos en el tiempo de la oración, sino también que juntemos el anhelo y el recuerdo de Dios con la atención a las otras ocupaciones» (64,461-464).

Los santos han vivido la oración continua, también aquellos de vida activa y ajetreada. Santa Catalina de Siena, viviendo con su familia, en una casa llena de parientes y amigos, atendiendo muchas relaciones, ocupándose en misiones importantes y delicadas, vivía la oración continua: nunca abandonaba su «celda interior» (Diálogo introd.; III,4,3; V,7,2). San Ignacio de Loyola nos confiesa de sí mismo que «siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba» (Autobiografía 99). Y de él nos cuenta el padre Nadal: «Sabemos que el P. Ignacio había recibido de Dios la singular gracia de ejercitarse siempre que quería y de descansar en la contemplación de la Santísima Trinidad; pero, además, también la de sentir en todas las cosas, en todas las acciones y conversaciones, la divina presencia y la amorosidad de las cosas espirituales y la de contemplarlas, siendo al mismo tiempo contemplativo en la acción (lo que él solía explicar diciendo que a Dios se le había de hallar en todo)» (MHSI, Nadal IV, Madrid 1905, 651).

La oración continua nos hace vivir en amistosa relación con el Señor. Ciertamente, entre dos amigos, la amistad pide largas y frecuentes conversaciones; pero también es cierto que a veces, si lo anterior no es posible, la amistad se mantiene y crece con frecuentes relaciones personales breves. Pues bien, es posible que Dios no le dé a un cristiano la gracia de tener largos ratos de oración, pero es indudable que quiere dar a todos sus hijos, sea cual fuere su vocación y forma de vida, esa oración continua que nos hace vivir siempre en amistad filial con él. Siempre es posible la oración de todas las horas, esto es, vivir en la presencia de Dios.

El orden de necesidad de los diversos tipos de oración puede ser sujeto a diversas apreciaciones. Si reducimos estos tipos a tres: a) oración de todas las horas, b) Horas litúrgicas, c) oración de una hora (o del tiempo que sea), unos, al menos en el orden de la pedagogía espiritual, proponen el orden c-a-b, y con buenas razones; otros prefieren fomentar en la vida espiritual del común de los fieles el orden b-c-a; otros, c-b-a... y en todos hay razones válidas. Nosotros preferimos a-b-c, al menos, se entiende, cuando esto sea posible: Primero de todo, la oración continua, sin la que no se puede vivir. En seguida, las Horas litúrgicas, la oración de la Iglesia, aunque sólo sea alguna, para ir formando en ella la oración personal. Y la oración de una hora, sin la cual, sobre todo a los comienzos de la vida espiritual, es casi imposible la oración continua; y sin la cual, igualmente, suele resultar imposible o inútil el rezo de las Horas litúrgicas.

Hay muchas prácticas que estimulan la oración continua. La liturgia de las Horas, desde su origen, está dispuesta «de tal manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del día y de la noche» (SC 84); por ella la Iglesia y cada cristiano «alaba sin cesar al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo» (83b). La bendición de las comidas, el rezo del Angelus, el ofrecimiento de obras, las jaculatorias y breves oraciones al inicio o fin de una actividad, los diarios exámenes de conciencia, el Rosario, las tres Ave Marías, etc., son prácticas tradicionales que ciertamente ayudan a guardar memoria continua del Señor. San Ignacio de Loyola propone: «Se pueden ejercitar en buscar la presencia de nuestro Señor en todas las cosas, como en el conversar con alguno, andar, ver, gustar, oír, entender, y en todo lo que hiciéremos. Esta manera de meditar, hallando a nuestro Señor Dios en todas las cosas, es más fácil que no a levantarnos a las cosas divinas más abstractas, haciéndonos con trabajo presentes a ellas, y causará este buen ejercicio, disponiéndonos, grandes visitaciones del Señor, aunque sean en una breve oración» (Cta.al P. Brandao I-VI-1551).

Las jaculatorias

Anónimo, El peregrino ruso, Madrid, Espiritualidad 1976; San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, cp.13, BAC 109 (1953) 101-105; Manuel González, Obispo, Mi jaculatoria de hoy, Madrid, EGDA 1983, 7ª ed; A. Rayez, jaculatoires, DSp VIII (1972) 66-67.

Las jaculatorias tienen una arraigada tradición en la Iglesia -y también se hallan formas equivalentes de orar en otras religiones-. Jesús, ya lo vimos, intercalaba a veces breves oraciones estando en acción. Y los antiguos monjes de Egipto, como señala San Agustín con elogio, practicaban estas frecuentes y breves invocaciones a Dios como una de sus formas preferidas de oración (CSEL 44,6 ). Las jaculatorias son como flechazos (iaculum = flecha) que el orante lanza a Dios. Es la manera de oración más fácil, más asequible a todos.

Para San Francisco de Sales este modo de orar «no es difícil, y puede alternarse con todos nuestros quehaceres y ocupaciones sin quebrantarlos. [El rezo de jaculatorias] puede suplir la falta de todas las demás oraciones, pero la falta de éstas no puede ser reemplazada con ningún otro medio» (Intr. vida devota 13).

El Espíritu Santo ora siempre en el corazón del cristiano, y su voz es tan suave y constante -«bendito seas, Señor», «hágase tu voluntad», «ven en mi ayuda»...- que muchas veces no se da cuenta la persona de que está orando. Pues bien, las jaculatorias, voluntariamente fomentadas al comienzo de la vida espiritual, abren el corazón a esa oración incesante del Espíritu, y hacen de la vida cristiana una ofrenda permanente, un continuo clamor de esperanza enamorada.

Los grados de la oración

AA.VV., Santa Teresa, maestra di orazione, Roma, Teresianum 1963; AA.VV., Introducción a la lectura de Santa Teresa, Madrid, Espiritualidad 1978; Ermanno del Smo. Sacramento, I gradi della preghiera mistica teresiana, en AA. VV., De contemplatione mistica teresiana, Roma, Teresianum 1963,497-517 (=«Ephemerides Carmeliticæ» 13, 1962, 497-517); Daniel de Pablo Maroto, Dinámica de la oración cristiana, Madrid, Espiritualidad 1973; San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, lib.VI; J. González Arintero, Los grados de oración, en Cuestiones místicas, Madrid, BAC 154 (1956) 539-649; Tomás de la Cruz, La oración, camino a Dios; el pensamiento de Santa Teresa, «Eph. Carm.» 21 (1971) 115-168.

Seguiremos a Santa Teresa en este tema, citando con siglas sus obras, la Vida (=V.), Camino de Perfección, según códice del Escorial (=CE) o el de Valladolid (=CV), así como las Moradas del Castillo interior (=M).

La oración va desarrollándose según el crecimiento en las edades espirituales. El Espíritu Santo ilumina y mueve de modos diversos a principiantes, adelantados y perfectos. Santa Teresa de Jesús (1515-1582) logró, por don de Dios, conocer y expresar maravillosamente esta doctrina espiritual, que ya era enseñada por la tradición anterior, aunque no tan claramente. Ella expuso el camino de la oración por primera vez en su Vida (11-21), en 1562; más ampliamente, aunque sin mucho orden, en el Camino de Perfección, en 1562-1564; y del modo más perfecto en su obra de madurez, en 1577, las Moradas del Castillo interior.

Santa Teresa no tenía en modo alguno tendencia a clasificar y encasillar la vida espiritual, y era enemiga en estos temas de «libros muy concertados» (CE 35,4; +1 M 2,8). Advierte en ocasiones que ciertos aspectos de la oración quizá se den de diverso modo en otras personas. Ella, ante todo, da cuenta de su experiencia personal. Pero, por otro lado, es muy consciente de que Dios le ha dado gracias especiales para conocer y enseñar los caminos de la oración: «Parece que ha querido el Señor [a través de mí] declarar estos estados en que se ve el alma, a mi parecer, lo más que acá se puede dar a entender» (V.17,9; +16,2). Estimamos, pues, que los grandes principios de la doctrina teresiana de la oración tienen una validez objetiva y universal. Y, de hecho, han sido ampliamente reconocidos.

Estas son las líneas principales en la dinámica de la oración:

1. -La oración va pasando de formas activas-discursivas (vida ascética de los principiantes) a modalidades pasivas-simples (vida mística de los perfectos).

2. -La oración pasiva-mística es don gratuito de Dios, pero nosotros podemos disponernos mucho, colaborando con la gracia de Dios en la oración activa, para recibirla (5 M 2,1; +1,3; V.39,10; CV 18,3). Desde luego no podemos adquirirla, ha de darla Dios.

3. -La voluntad es la primera facultad que en la oración logra fijarse establemente en Dios por el amor. Sólo en las más altas formas de oración mística todas las potencias se unen fijas en Dios durablemente.

4. -La conciencia de la presencia de Dios es muy pobre en la oración activa, y viene a hacerse más tarde la substancia misma de la oración mística.

5. -La perfecta oración continua, la fusión entre contemplación y acción, sólo se alcanza cuando se llega a la oración mística.

6. -Es normalmente simultáneo el crecimiento de la vida cristiana en general y de la oración.

Santa Teresa, y en general la Teología Espiritual, estudia la dinámica de la oración en el crecimiento de la persona, según las fases características de su desarrollo espiritual; pero la doctrina puede aplicarse también, en cierto modo, al crecimiento en la oración de la comunidad.

Cristianos sin oración

El cristiano sin oración es como un niño muy pequeño, que todavía no sabe hablar con el Padre celestial. El caso es alarmante. Cuando unos padres ven que su niño, ya crecido, no aprende a hablar, se preocupan y le llevan al médico, pues piensan que el lenguaje pertenece a la integridad de la condición humana. No es un accesorio optativo o de lujo, y por eso su carencia es una deficiencia grave. Así, de modo semejante, el cristiano sin oración es un enfermo grave: no sabe hablar con Dios, su Padre. Le falta para ello luz de fe o amor de caridad. Aunque está bautizado, y Jesús le abrió el oído y le soltó la lengua, sigue ante Dios como un sordo mudo: ni oye, ni habla (Mc 7,34-35).

«Son las almas que no tienen oración como un cuerpo con parálisis o tullido, que aunque tiene pies y manos, no los puede mandar» (1 M 1,6). Estas almas «aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y alguna vez -aunque de tarde en tarde- se encomiendan a nuestro Señor y consideran quiénes son, aunque no muy despacio» (1,8). Pues bien, hay que «poquito a poquito ir acostumbrando el alma [a la oración] con halagos y artificio para no amedrentarla. Haced cuenta que hace muchos años que se ha ido huida de su Esposo y que, hasta que quiera volver a su casa, es menester saberlo negociar mucho, que así somos los pecadores: tenemos tan acostumbrada nuestra alma y pensamiento a andar tan a su placer -o a su pesar, por mejor decir-, que la triste alma no se entiende, que para que vuelva a tomar amor con su marido [que es Dios] y a acostumbrarse a estar en su casa [que es oración] es menester mucho artificio y que sea con amor y poco a poco» (CE 43,3).

Las oraciones activas

El cristiano principiante, durante su vida ascética, caracterizada por el ejercicio predominante de las virtudes, que le hacen participar de la vida sobrenatural al modo humano, practica su oración, con la asistencia del Espíritu Santo, en formas activas, discursivas, con imágenes, conceptos y palabras, laboriosamente. Estas oraciones, como otras actividades y trabajos, producen cansancio, y no pueden prolongarse más allá de ciertos límites, que son muy variables según las personas. En estas oraciones, el huerto del alma va siendo regado «con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo» (V.11,7).

Las principales formas de oración activa son la oración espontánea de muchas palabras, la oración vocal, la meditación y la oración de simplicidad.

Oración espontánea de muchas palabras

Es ésta una forma de orar básica, universal, necesaria al corazón cristiano, y que no requiere particular aprendizaje: «Señor, voy a estar un rato contigo. Ya ves cómo estoy. Tengo que hablar con mi hermano, y no sé cómo hacerlo. Dame tu luz y tu gracia, para que»... Se trata, como se ve, de una oración activa, discursiva, con sucesividad de temas, conceptos, palabras, voliciones, al modo psicológico humano; espontánea, no asistida por método alguno, ni por ninguna fórmula oracional, sino que brota a impulsos circunstanciales del corazón, con la ayuda del Espíritu; de muchas palabras, como es propio en los principiantes, pues si aquéllas terminan, cesa la oración.

Todos los cristianos, en mayor o menor medida, han de ejercitarse en la oración espontánea de muchas palabras, pero no conviene sobrevalorar su modalidad -como lo hace el subjetivismo individualista de nuestra época, considerándola la más valiosa oración-. Sobre todo no conviene practicarla en los comienzos de forma exclusiva, sin ejercitarse también en las otras modalidades de oración activa. En efecto, a los comienzos el alma del cristiano principiante funciona más como humana que como cristiana. Todavía el Espíritu le resulta un principio extrínseco, cuyo influjo no puede recibir si no es haciéndose una cierta violencia. En otras palabras: Cuando el principiante se mueve espontáneamente, no suele moverse por el Espíritu Santo, sino por su alma adámica, y por eso sus acciones y oraciones tienen poca calidad cristiana, son escasamente movidas por el Espíritu Santo. Por eso al cristiano que comienza la oración le conviene ejercitarse no sólo en ésta, sino también en las otras formas de oración activa, si de veras quiere abrirse a la ayuda del Espíritu Santo y crecer en la oración.

Oración vocal

J. Carmignac, Recherches sur le «Notre Père», París, Letouzey et Ané 1969; A. M. Carré, El Padre nuestro rezado y vivido, Bilbao, Mensajero 1968; R. Guardini, Oraciones teológicas, Madrid, Guadarrama 1966; I. Hausherr, Hésychasme et prière, Orientalia Christiana 176, Roma 1966; T. Maertens, Livre de la prière, París, Centurion-Cerf 1969; M. Maglione, La più belle preghiere del mondo, Milán, De Vecchi 1969; A. Pardo, Oracional, Madrid, BAC 1977; S. Sabugal, El Padrenuestro en la interpretación catequética antigua y moderna, Salamanca, Sígueme 1982; Abbá... La oración del Señor (historia y exégesis teológica), BAC 467 (1985). El texto de los salmos, con valiosos complementos, puede hallarse en Salmos y cánticos, trad. L. Alonso Schökel-J. Mateos, Madrid, Cristiandad 1982,6ª ed.; A. Pardo, Orar con los salmos, Barcelona, Regina 1985.

La oración vocal consiste en la recitación de fórmulas oracionales ya compuestas, como salmos, Padre nuestro, Ave María, Credo, Horas litúrgicas, etc. (CE 37,3; 40,1; CV 25,3). Es el modo de orar más humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales, pues, a diferencia de las otras oraciones activas, ésta extiende su vigencia hasta el umbral mismo de la oración mística contemplativa. El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño, y se deja enseñar a orar.

En efecto, Cristo y su Iglesia hallan en las oraciones vocales no sólo la mejor escuela de oración, pues por ellas va asimilando el orante los pensamientos, deseos y actitudes más gratos al Padre, sino también la más eficaz catequesis, pues «lex orandi, lex credendi» (se cree según se ora, y se ora según se cree: Indiculus 431: Dz 246; +3792, 3828). Toda la fe y la espiritualidad de la Iglesia, en toda su amplitud y perfecta armonía -adoración, ofrenda, alabanza, súplica, agradecimiento, Trinidad, María, ángeles, conversión, trabajos, apostolado, cruz, gracia, vida eterna- van siendo inculcadas diariamente, en eficacísima catequesis implícita, en quienes hacen suyas esas oraciones vocales.

((Es significativo que pseudomísticos entusiastas, erasmistas, alumbrados, quietistas y todo género de espirituales desviados menosprecian la oración vocal, y la relegan a niños, beatas e ignorantes. Mientras que los santos y los grandes maestros espirituales la recomiendan con toda su alma. Así Santa Teresa: «No penséis que se saca poca ganancia de rezar vocalmente con perfección. Os digo que es muy posible que estando rezando el Paternóster os ponga el Señor en contemplación perfecta, o rezando otra oración vocal» (CV 25,1; +27,3; 30,7).

La oración vocal se hace mal con frecuencia, y así se desprestigia. Se hace muchas veces de prisa, sin atención, sin entender apenas lo que se dice, desconociendo los textos. «Este pueblo me honra con los labios dice el Señor, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13; Mc 7,6). El que «no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, a eso no lo llamo yo oración, aunque mucho menee los labios» (1 M 1,7; +CE 37,1).))

He aquí algunas normas para hacer bien la oración vocal:

1. -Atención a Quién se habla, que es al mismo tiempo Quien ora en nosotros. Esto es lo esencial, para que haya encuentro personal, inmediato, amistoso entre Dios y el hombre (+CE 37,1. 4; 40,4). Captar la presencia amorosa de Dios.

2. -Atención a lo que se dice. Hay campesinos que nunca observan la belleza del paisaje donde hacen su trabajo: no ponen atención, no se fijan en él, quizá porque lo tienen siempre delante. De modo se mejante, hay sacerdotes, por ejemplo, que no se dan cuenta de la belleza de los textos que diariamente rezan en la eucaristía y en las Horas: apenas han estudiado los textos, no ponen suficiente atención, van demasiado deprisa. Y así quizá se aburren con sus rezos. Por el contrario, es preciso tomar en serio la norma tradicional: «Que la mente concuerde con la voz» (SC 90; +STh II-II,83,13; CV 25,3).

A esas dos normas fundamentales se puede añadir algunos sencillos consejos:

-Orar despacio, frenar toda prisa, que hay personas «amigas de hablar y decir muchas oraciones vocales muy aprisa para acabar su tarea, que tienen ya por sí de decirlas cada día» (CE 53,8).

-Elegir bien las oraciones. La Biblia y la liturgia ofrecen el mejor alimento para la oración cristiana (SC 24; DV 25). El Padre nuestro es la más preciosa de todas las oraciones posibles, la más grata a Dios. Por eso ya en la Dídaque (VIII,3), del siglo I, se establecía: «Así oraréis tres veces al día». Y la Iglesia conserva hoy esta costumbre, rezando el Padre nuestro en la eucaristía, laudes y vísperas. San Agustín, como otros Padres, piensa que las demás oraciones «no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical» (CSEL 44,63-66; +CV 37,1; CE 43-47). La liturgia de las Horas sobre todo, pero también los oracionales, nos ofrecen las mejores oraciones cristianas.

-Conocer bien los textos. No es fácil rezar con unas fórmulas que no se entienden bien o que captan en sí mismas demasiado la atención del orante. Conviene haber estudiado y meditado aquellas fórmulas que van a sustentar nuestra oración vocal. Concretamente, el concilio Vaticano II recomienza a los que rezan las Horas que «adquieran una instrucción litúrgica y bíblica más rica, principalmente acerca de los salmos» (SC 90).

-Brevedad en las palabras, según la advertencia de Jesús (Mt 6,7). San Juan Clímaco dice: «No ores con muchas palabras, no sea que buscando cuáles decir, se distraiga tu mente. El publicano con una palabra aplacó a Dios. El ladrón en la cruz fue salvado por una palabra llena de fe. La abundancia de palabras en la oración llena con frecuencia la mente de imágenes, y la disipa. Una sola palabra (monología, una sola frase) muchas veces suele recoger la mente distraída. Cuando en las oraciones llegas a alguna palabra que te conmueve, quédate en ella: es que el ángel custodio ora contigo» (MG 88, 1131). También San Ignacio propone orar palabra por palabra (Ejercicios 252-257).

-Repetición cadenciada. Cristo en Getsemaní oraba con una sola frase, a la que volvía una y otra vez (Mc 14,36-39). En la oración de Jesús, «aspirando el aire, dirigía mi vista espiritual al corazón y decía «Señor mío Jesucristo»; espirando decía «ten misericordia de mí»», y así a lo largo de todo el día (+El peregrino ruso). San Ignacio sugiere orar por compás, «de manera que una sola palabra se diga entre un anhélito y otro», lentamente, recorriendo una oración (Ejercicios 258). También el Rosario es monológico. En fin, de estas oraciones simples y reiteradas hay experiencia universal en las religiones -hesicastas cristianos, indúes (mantras, yoga), musulmanes (zikr), budistas (nembutsu).-

Meditación

AA.VV., La meditación como experiencia religiosa, Barcelona, Herder 1976; R. Bohigues, Escuela de oración; cincuenta formas sencillas de orar, Madrid, PPC 1978; P. Fernández, Contemplación y liturgia, «Ciencia Tomista» 95 (1968) 483-505. Hay muchos buenos «libros de meditación»: los de J. Esquerda, en Barcelona, Balmes, y en Salamanca, Sígueme; C. Foucauld, Contemplación, ib.1969; Gabriel de Santa Mª Magdalena, Intimidad divina, Burgos, Monte Carmelo 1965; Manuel González, Obispo, Oremos..., Madrid, EGDA 1985, 6ª ed.; Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el sagrario, ib. 1986, 12ª ed.; J. M. Granero, Oración evangélica, Madrid, Razón y Fe 1972; R. Guardini, Meditaciones teológicas, Madrid, Cristiandad 1974; T. de Kempis, Imitación de Cristo, BAC 1975; I. Larrañaga, Muéstrame tu rostro; hacia la intimidad con Dios, Madrid, Paulinas 1980; N. Quesson, Palabra de Dios para cada día, I-V, Barcelona, Claret 1981s.

El orante, al meditar, trata amistosamente con Dios, y piensa con amor en él, en sus palabras y en sus obras. Es, pues, una oración activa y discursiva sumamente valiosa para entrar en intimidad con el Señor y para asimilar personalmente los grandes misterios de la fe. De poco vale, por ejemplo, creer que Dios es Creador, si se ve el mundo con ojos paganos: es preciso meditar en el Creador y su creación, «discurriendo en lo que es el mundo, y en lo que debe a Dios» (V.4,9). La Providencia divina, la cruz, la caridad, la eucaristía, todo debe ser objeto de una meditación orante, en la que imitamos a la Virgen María que «guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2,19; +2,51).

Hay, evidentemente, en la meditación una parte discursiva, intelectual y reflexiva, de gran valor, sobre todo para quienes no acostumbran leer o estudiar -ni discurrir-; pero en la oración meditativa es aún más importante el elemento amoroso, volitivo, de encuentro personal e inmediato «con Quien sabemos que nos ama» (V.8,5). En este sentido la meditación es oración en la medida en que se produce en ella ese encuentro personal y amistoso. Por eso «a los que discurren les digo que no se les vaya todo el tiempo en esto» (13,11); que «no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho» (4 M 1,7).

Uno puede meditar, por ejemplo, la parábola del buen samaritano en tres niveles: 1. -Meditación pagana: «Es admirable la conducta del samaritano. Yo procuraré hacer lo mismo». Eso no es oración, sino reflexión ética que no sale del propio yo, ni produce encuentro con Dios. 2. -Meditación cristiana: «El samaritano simboliza a Cristo, que se inclina sobre la humanidad enferma. Yo también debo ser compasivo». Esto sigue sin ser oración, aunque es una meditación cristiana valiosa, hecha en fe, como cuando se estudia teología. 3. -Oración meditativa o meditación realmente orante: «Cristo bendito, que, como el buen samaritano te compadeces de nosotros, inclínate a mí, que estoy herido, e inclínate en mí hacia mis hermanos necesitados». Esto es verdadera oración, pues produce encuentro personal con el Señor. Y también causa conversión, pues, según el tema considerado, conviene «hacer muchos actos para determinarse a hacer mucho por Dios y despertar el amor, y otros para ayudar a crecer las virtudes» (V.12,2).

Los métodos de oración meditativa no deben ser sobrevalorados, como si tuviesen eficacia infalible para levantar la oración. La oración se levanta, con la fuerza del Espíritu, mediante las alas de la fe y la caridad, y es posible y fácil en la medida en que la persona esté libre de las amarras de los apegos, pues si no lo estuviere, ningún método -individual o colectivo, intelectual o entusiasta, psíquico, somático, respiratorio, occidental u oriental- podrá servirle de nada.

Los grandes maestros de la oración cristiana han tenido como nota común una suma sencillez en los modos que han propuesto. Y a quienes complican y sobrevaloran los métodos de orar, San Juan de la Cruz les advierte que ofenden así a Dios y le agravian, «poniendo más confianza en aquellos modos y maneras que en lo vivo de la oración» (3 S 43,2). «Sepan éstos que cuanta más fiducia hacen de estas cosas y ceremonias, tanta menos confianza tienen en Dios, y no alcanzarán de Dios lo que desean» (44,1).

Pero tampoco los métodos de orar -es decir, los métodos de meditación, pues las otras formas activas de orar apenas tienen método- deben ser menospreciados e ignorados. En el principiante la gracia del Espíritu actúa todavía al modo humano, y por eso una pauta para el ejercicio meditativo de su mente suele ser una ayuda que evita la divagación previsible de una mente que vagabundea sin camino.

Son muy numerosos los métodos de meditar, y apenas podemos entrar aquí describirlos (+Royo Marín 500; Bohigues):

-Meditar oraciones vocales, palabra por palabra, rumiar -como los monjes primeros- frases de la Escritura.

-Lectio divina: ponerse en la presencia de Dios, leer, meditar lo leído, hablar con el Señor sobre ello; es método muy clásico, con muchas variantes (+Hugo de San Víctor: ML 176, 993; Luis de Granada, Libro de la oración y meditación I,2).

-Orar leyendo un libro: «Es gran remedio tomar un buen libro, aun para recogeros para rezar vocalmente, y poquito a poquito ir acostumbrando el alma» a tratar con Dios (CE 43,3). «Yo estuve catorce años que nunca podía tener meditación sino junto con lectura» (27,3).

-Orar escribiendo: es cosa que ayuda a algunos a recoger la mente en Dios.

-Ejercitar fe, esperanza y caridad, por orden, sobre un tema, ante el Señor.

-Considerar un tema 1º, contemplándolo en Dios; 2º, viéndolo en uno mismo, en los propios criterios, actitudes y costumbres; 3º, meditándolo en relación al mundo de los hombres, en lo que piensan y hacen al respecto.

El objeto de la meditación cristiana puede ser muy variado, por supuesto, y «cada uno vea dónde aprovecha bien» (V.13,14). En todo caso, conviene que sea cristológico: El orante «puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerla siempre consigo y hablar con El, pedirle para sus necesidades, quejársele de sus trabajos, alegrarse con El en sus contentos, y no olvidarle por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad» (12,2; +CE 42,1). Conviene subir a la contemplación de la Trinidad por la meditación de los misterios de Cristo, considerando todos los pasos del evangelio, y «no dejando [de lado] muchas veces la Pasión y la vida de Cristo, que es de donde nos ha venido y viene todo bien» (13,13; +8,6-7).

Y también conviene que la oración meditativa sea litúrgica, contemplando a Cristo tal como la Iglesia lo contempla día a día, y tal como ella nos invita a considerar y celebrar sus misterios. El Misal y las Horas litúrgicas ofrecen al orante el mejor alimento para su meditación, y no sólo por la calidad intrínseca de sus elementos -preciosos textos de la Escritura, antífonas, oraciones de la Iglesia-, sino porque en la fiesta del día, en el momento del Año litúrgico, quiere el Señor manifestarnos y comunicarnos gracias peculiares, a las que nos abrimos por la meditación de la liturgia.

El nexo meditación-liturgia debe ser preferente, pero, por supuesto, no necesario y exclusivo. Una desvinculación habitual entre el curso de la liturgia de la Iglesia y el curso de la meditación privada indicaría un subjetivismo poco atento a las luces y gracias que el Espíritu Santo quiere manifestarnos y comunicarnos por la vida litúrgica de la Iglesia. San Ignacio manda en los Ejercicios que el que los hace se centre en solo un misterio, sin pasar a otro hasta que corresponda, para que así «la consideración de un misterio no estorbe a la consideración del otro» (127). Esta norma, de lógica psicológica evidente, debe tenerla en cuenta el cristiano en su diaria meditación, para centrarse habitualmente en la consideración de Jesucristo tal como la Iglesia lo presenta y asimila en el hoy lleno de gracia de su liturgia.

Oración de simplicidad

La más sencilla de las oraciones activas es, para Bossuet, la oración de simplicidad, que otros vienen a llamar oración de simple mirada, de presencia de Dios, de atención amorosa, o bien oración afectiva. Es en Santa Teresa un recogimiento activo -que ella distingue del pasivo, como veremos-: «Esto no es cosa sobrenatural, sino que podemos nosotros hacerlo, con el favor de Dios, se entiende» (CE 49,3). Esta oración sencilla viene a ser un ensimismamiento del orante, que con simple mirada capta en sí mismo la presencia amorosa de Dios.

Ensimismamiento: Es oración de recogimiento «porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios» (CV 28,4). El discurso es escaso, las palabras, pocas. Aunque todavía «esto no es silencio de las potencias, es encerramiento de ellas en el alma misma» (29,4).

Simple mirada, con atención amorosa: «No os pido que penséis en El, ni saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones en vuestro entendimiento; no quiero más sino que le miréis» (CE 42,3). Puesta en la presencia del Señor, el alma «mire que le mira» (V.13,22).

Presencia de Dios: En la oración de simplicidad y recogimiento el orante se representa al Señor en su interior (4,8), y en las mismas ocupaciones se va acostumbrando a retirarse de vez en cuando en sí mismo, donde encuentra al Señor: «Aunque sea por un momento sólo, aquel recuerdo de que tengo compañía dentro de mí, es gran provecho» (CV 29,5).

La oración de simplicidad no se da sin que se haya producido una purificación activa del sentido y del espíritu bastante avanzada. A veces puede ser dolorosa, sobre todo cuando los orantes no la entienden, y «les parece perdido el tiempo, y tengo yo por muy ganada esta pérdida» (V.13,11). Otras veces es gozosa: «De mí os confieso que nunca supe qué cosa era rezar con satisfacción hasta que el Señor me enseñó este modo» (CV 29,7). Y siempre es sumamente provechosa: perseverando en ella, «yo sé que en un año, y quizá en medio, saldréis con ello, con el favor de Dios» (29,9).

Las oraciones semipasivas

Si las oraciones activas eran propias de los principiantes, las semipasivas suelen ser el modo de orar que corresponde a cristianos ya adelantados, que están en la fase iluminativa o progresiva. Ahora, en la oración, el riego del campo del alma se hace más quieta y suavemente, «con noria y arcaduces, que es a menos trabajo y sácase más agua; o de un río o arroyo, esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano» (V.11,7). Estas oraciones semipasivas, casi místicas, pues, tienen lógicamente una descripción mucho más difícil que las activas, pues van siendo al modo divino (5 M 1,1; 2 Noche 17,2-5). Santa Teresa distingue en esta fase de la vida de oración tres formas: el recogimiento, la quietud y el sueño de las potencias.

-El recogimiento (pasivo) es psicológicamente semejante al recogimiento activo (simplicidad), ya descrito, pero el orante se da cuenta de que es un modo de oración infundido por Dios, no adquirido. Suele darse en los adelantados que van pasando la purificación pasiva del sentido (1 Noche 9), y es la transición de las oraciones activas más simplificadas a la oración de quietud, en la que está el verdadero umbral de la contemplación mística.

«La primera oración que sentía a mi parecer sobrenatural (que llamo yo lo que con mi industria ni diligencia no se puede adquirir, aunque mucho se procure, aunque disponerse para ello sí, y debe de hacer mucho al caso), es un recogimiento interior que se siente en el alma, que le da gana de cerrar los ojos y no oír ni ver ni entender sino aquello en que el alma entonces se ocupa, que es poder tratar con Dios a solas. Aquí no se pierde ningún sentido ni potencia, que todo está entero, pero lo está para emplearse en Dios» (Cuenta de conciencia 54,3; +4 M 3,3).

-La quietud es la más caracterizada forma de oración semipasiva, y es ya principio de la «pura contemplación» (CV 30,7). Es un gran gozo, porque da al alma una inmensa certeza de la presencia de Dios, tal que «de ninguna manera se podrá convencer de que no estuvo Dios con ella» (V.15,14). Pero puede darse a veces con gran sufrimiento, con sentimiento de vacío desconcertante, pues de pronto ve el orante que ya no puede meditar como solía, y que «se ha vuelto todo al revés» (1 Noche 8,3).

La oración de quietud «es ya cosa sobrenatural y que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos, porque es un ponerle el alma en paz o ponerla el Señor en su presencia, por mejor decir, porque todas las potencias se sosiegan... Es como un amortecimiento interior y exteriormente, que no querría el hombre exterior (digo el cuerpo), que no se querría bullir... Siéntese grandísimo deleite en el cuerpo y grande satisfacción en el alma... Las potencias sosegadas, que no querrían bullirse -todo parece le estorba para amar-, aunque no tan perdidas, porque pueden pensar junto a quién están, que las dos [entendimiento y memoria] quedan libres. La voluntad es aquí la cautiva... El cuerpo no querría se menease, porque le parece han de perder aquella paz; en decir Padre nuestro una vez se les pasará una hora» (CV 31,2-3). «Dura rato y aun ratos» (Cuenta conc. 54,4). «Es con grandísimo consuelo y con tan poco trabajo que no cansa la oración, aunque dure mucho rato» (V.14,4).

-El sueño de las potencias, más pasivo que la quietud, fue experimentado por Santa Teresa en la oración durante cinco o seis años. «Quiere el Señor aquí ayudar al hortelano de manera que casi él es el hortelano y el que lo hace todo. Es como un sueño de potencias que ni del todo se pierden, ni entienden cómo obra. El gusto y suavidad es mayor sin comparación que lo pasado. Es un morir casi del todo a todas las cosas del mundo y estar gozando de Dios» (V.16,1-2).

Los efectos espirituales de las oraciones semipasivas son muy notables. Todas las virtudes se acrecientan (4 M 3,9), y al cristiano aquí «se le comienza un amor con Dios muy desinteresado» (V.15,14). Las señales de la genuina oración semi-pasiva son claras, y San Juan de la Cruz las reduce a tres, que han de darse juntas para ser significativas: 1, cesa la fascinación por las cosas del mundo; 2, se intensifica la búsqueda de la perfección, y 3, las consideraciones discursivas que antes ayudaban a la oración, ahora estorban y se hacen imposibles (2 Subida 13-14; 1 Noche 9; Dichos 118).

En cuanto a qué hacer en la oración semipa-siva, Santa Teresa enseña: «Es esta oración una centellica que comienza el Señor a encender en el alma del verdadero amor suyo. Esta quietud y recogimiento y centellica es la que comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí... Pues bien, lo que ha de hacer el alma en los tiempos de esta quietud será con suavidad y sin ruido, y llamo ruido a andar con el entendimiento buscando muchas palabras y consideraciones. La voluntad entienda que éstos son unos leños grandes puestos sin discreción para ahogar esta centella. Haga algunos actos amorosos, sin admitir ruido del entendimiento buscando grandes cosas. Más hace aquí al caso unas pajitas puestas con humildad, que no mucha leña junta de razones muy doctas. Así que en estos tiempos de quietud dejar descansar el alma con su descanso, y quédense a un lado las letras. En fin, aquí no se ha de dejar del todo la oración mental, ni algunas palabras vocales -si quisieren alguna vez o pudieren, porque si la quietud es grande, mal se puede hablar si no es con mucha pena-» (V.15,4-9).

Adviértase que todavía aquí sólo la voluntad está cautiva en Dios por el amor, mientras que las otras facultades -entendimiento, memoria, imaginación- a veces se fugan. Quede, entonces, la voluntad en su quietud orante, «porque si las quiere recoger, ella y ellas se perderán» (V.14,2-3). La santa aconseja «que no se haga caso de la imaginación más que de un loco, sino dejarla con su tema» (17,7). Y lo mismo con el entendimiento, que «es un moledor» y que fácilmente anda «muy desbaratado» (15,6): «No haga más caso del entendimiento que de un loco, porque si quiere traerle consigo, necesariamente se ha de ocupar e inquietar algo en ello. Y todo será trabajar y no ganar más, sino perder [oración] que le da el Señor sin ningún trabajo suyo» (CV 31,8). «Vale más que le deje que no que vaya ella tras de él; estése la voluntad gozando aquella gracia y recogida» (V.15,6).

¿Son muchos los cristianos orantes que llegan a esta oración semipasiva? «Conozco muchas almas [se entiende, entre las personas orantes] que llegan aquí; y que pasen de aquí, como han de pasar, tan pocas que me da vergüenza decirlo» (V. 15,5; +1 Noche 8,1; 11,4).

Las oraciones pasivas

Para conocer de verdad qué es una rosa hay que verla plenamente florecida, y no basta ver un botón apenas apuntado. En este mismo sentido ha de decirse que las oraciones activas y semipasivas «no acaban de ser» la genuina oración en el Espíritu. La verdadera oración cristiana es la oración mística pasiva, que es la que corresponde a los cristianos perfectos. Y a ella estamos todos llamados, pues todos estamos llamados a la perfección.

En efecto, el Espíritu Santo, que habita en nosotros, obra primero en nosotros, tanto en la oración como en la vida ordinaria, al modo humano, pero tiende con fuerza a obrar en nosotros al modo divino, que desborda nuestros límites humanos psicológicos, tanto en la oración como en la vida ordinaria. Es entonces cuando tanto en la oración como en la vida corriente la pasividad viene a ser la nota dominante: «Sin ningún [trabajo] nuestro obra el Señor aquí»; «no hago nada casi de mi parte, sino que entiendo claramente que el Señor es el que obra» (V.21,9.13). Aquí ya el riego del campo del alma es «con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho» (11,7).

No es fácil describir la oración mística, «no se ha de saber decir ni el entendimiento lo sabe entender ni las comparaciones pueden servir para declararlo, pues son muy bajas las cosas de la tierra para este fin» (5 M 1,1). San Juan de la Cruz dice que la unión mística del hombre con Dios es una «sabiduría secreta, que se comunica e infunde en el alma por el amor; lo cual acaece secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias» (2 Noche 17,2). Por eso los místicos, para expresar la obra sobrenatural que el Espíritu Santo realiza en ellos al modo divino, se ven en la necesidad de recurrir a las analogías e imágenes poéticas.

Dios es el fuego que incendia al hombre, el madero, y lo hace llama. La unión mística es comparable al vino y el agua que se mezclan en forma inseparable. Es como el amor mutuo de una perfecta e íntima amistad. Más aún, la amistad conyugal del matrimonio es la más perfecta imagen para expresar la total unión de Dios y el hombre. Por eso la Biblia, en el Cantar de los Cantares y en muchos otros lugares, elegirá con preferencia esta imagen del matrimonio para expresar, siquiera sea en símbolo, la más alta forma de vida mística. Por lo demás es significativo que ésa misma sea la imagen preferida de muchos místicos no cristianos -lo que hace pensar en la veracidad de sus experiencias-. En la filosofía mística del gran Plotino, el alma «se inflama de amor» por el Uno y lo recibe en sí misma «a solas». Entonces «el alma le ve aparecer súbitamente en sí misma, ya que nada hay entre los dos, y ya no son dos, sino uno. La unión de los amantes terrestres, que desean fundir sus seres en uno, no es más que una imagen» (Enéadas VI,7, 34-35).

Es el mismo lenguaje de San Juan de la Cruz: «El Amado vive en el amante y el amante en el Amado. Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno» (Cántico 12,7).

Pues bien, ésta es la gran imagen que emplea Santa Teresa de Jesús para describir, en tres fases, la indescriptible oración pasiva-mística: un noviazgo que produce unión simple, unos desposorios que dan unión extática, y un matrimonio espiritual que lleva a la unión transformante.

La unión simple (noviazgo). -La oración mística de simple unión «aún no llega a desposorio espiritual, sino como cuando se han de desposar dos, se trata [antes] si son conformes y que el uno y el otro se quieran y aun se vean, así acá» (5 M 4,4). «Estando el alma buscando a Dios, siente con un deleite grandísimo y suave casi desfallecer toda con una manera de desmayo, que le va faltando el aliento y todas las fuerzas corporales, de manera que si no es con mucha pena, no puede ni menear las manos; los ojos se le cierran sin querer, o si los tiene abiertos no ve casi nada. Oye, mas no entiende lo que oye. Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza, si atinase, para poderla pronunciar» (V.18,10).

Aunque «ocúpanse todos los sentidos en este gozo» y «es unión de todas las potencias, que aunque quiera alguna distraerse de Dios, no puede, y si puede, ya no es unión» (V.18,1), todavía aquí «la voluntad es la que mantiene la tela, mas las otras dos potencias [entendimiento y memoria] pronto vuelven a importunar. Como la voluntad está quieta, las vuelve a suspender, y están otro poco, y tornan a vivir. En esto se puede pasar algunas horas de oración» (18,13). En su forma plena, toda el alma absorta en Dios, no dura tanto: «media hora es mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto» (18,12; +5 M 1,9; 4,4). «Esta oración no hace daño por larga que sea», sino que relaja y fortalece al orante (18,11). La presencia divina es captada en el alma misma del orante en forma indubitable (5 M 1,9), y también la omnipresencia maravillosa de Dios en las criaturas (V.18,15). San Juan de la Cruz lo expresa bien: Es aquí cuando «todas las criaturas descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida. Y éste es el deleite grande: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y el otro esencial» (Llama 4,5).

La unión extática (desposorios). -En vísperas ya del matrimonio espiritual, el orante se une con Dios en forma extática y con duración breve: «Veréis lo que hace Su Majestad para concluir este desposorio. Roba Dios toda el alma para sí [arrobamiento], como a cosa suya propia y ya esposa suya, y no quiere estorbo de nadie, ni de potencias ni de sentidos... de manera que no parece tiene alma. Esto dura poco espacio, porque quitándose esta gran suspensión un poco, parece que el cuerpo torna algo en sí y alienta para tornarse a morir, y dar mayor vida al alma; y con todo, no dura mucho este gran éxtasis» (6 M 4,2. 9. 13). Los arrobamientos pueden tener formas internas diferentes, locuciones, visiones intelectuales o imaginarias (6 M 3-5,8-9), pero estos fenómenos no son de la substancia misma de la contemplación mística, y no deben ser buscados (9,15s).

A veces el desfallecimiento no es místico, «sino alguna flaqueza natural, que puede ser en personas de flaca complexión» (4,9). Pero los mismos éxtasis genuinos implican aún una mínima indisposición del hombre para la perfecta unión con Dios: «Nuestro natural es muy tímido y bajo para tan gran cosa» (4,2); por eso en la unión extática todavía el cuerpo desfallece. Y «la causa es -explica San Juan de la Cruz- porque semejantes mercedes no se pueden recibir muy en carne, porque el espíritu es levantado a comunicarse con el Espíritu divino que viene al alma, y así por fuerza ha de desamparar en alguna manera a la carne» (Cántico 13,4).

Hay en esta oración inmenso gozo, «grandísima suavidad y deleite. Aquí no hay remedio de resistir» (V.20,3). Pero puede haber también un terrible sufrimiento, unas penas que parecen «ser de esta manera las que padecen en el purgatorio» (6 M 11,3). Estamos en la última Noche, en las últimas purificaciones pasivas del espíritu.

«Siente el alma una soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no le hace compañía, antes todo la atormenta más; se ve como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir, abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua» (6 M 11,5). «En este rigor es poco lo que le dura; será, cuando más, tres o cuatro horas -a mi parecer-, porque si mucho durase, como no fuese por milagro, sería imposible sufrirlo la flaqueza natural» (11,8). «Quizá no serán todas las almas llevadas por este camino, aunque dudo mucho que vivan libres de trabajos de la tierra, de una manera u otra, las almas que a veces gozan tan de veras de las cosas del cielo» (1,3). Podrán ser penas interiores, calumnias, persecuciones, enfermedades, dudas angustiosas, sentimientos de reprobación y de ausencia de Dios (1,4. 7-9), trastornos psicológicos o lo que Dios permita.

En todo caso, «ningún remedio hay en esta tempestad, sino aguardar a la misericordia de Dios, que a deshora, con una palabra sola suya o una ocasión que acaso sucedió, lo quita todo tan de pronto que parece no hubo nublado en aquella alma, según queda llena de sol y de mucho más consuelo» (1,10). San Ignacio de Loyola igualmente cuenta de sí que de la más honda desolación pasaba, por gracia de Dios, a la más dulce consolación «tan súbitamente, que parecía habérsele quitado la tristeza y desolación, como quien quita una capa de los hombros de uno» (Autobiografía 21).

También la humanidad de Cristo es aquí camino para llegar a estas alturas místicas, y el orante «no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro» (V.22,7). Esta es, como lo explicó K. Rahner, la Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios (Escritos de Teología III, Madrid, Taurus 1961, 47-59; +J. Alfaro, Cristo glorioso, Revelador del Padre, «Gregorianum» 39, 1958, 222-270).

La unión transformante (matrimonio). -Esta es la cumbre y plenitud de la oración cristiana, donde se consuma el matrimonio espiritual entre Dios y el hombre. Jesucristo, su humanidad sagrada, ha sido el camino para llegar a la sublime contemplación de la Trinidad divina. Esta contemplación perfecta, que produce una plena transformación del hombre en Dios, ya no ocasiona el desfallecimiento corporal del éxtasis. Y no se trata ya tampoco de una contemplación breve y transitoria, sino que es una oración mística permanente, en la cual el orante, en la oración o el trabajo, queda como templo consagrado, siempre consciente de la presencia de Dios.

Por Cristo. «La primera vez que Dios hace esta gracia, quiere Su Majestad mostrarse al alma por visión imaginaria de su sacratísima Humanidad, para que lo entienda bien y no esté ignorante de que recibe tan soberano don» (7 M 2,1).

A la Trinidad. En esta séptima Morada, «por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera qué verdaderas son!» (1,7-8).

Sin éxtasis. Ya «se les quita esta gran flaqueza, que les era harto trabajo, y antes no se quitó. Quizá es que la ha fortalecido el Señor y ensanchado y habilitado; o pudo ser que [antes] quería dar a entender en público lo que hacía con estas almas en secreto» (7 M 3,12).

Presencia continua. «Cada día se asombra más esta alma, porque nunca más le parece [que las Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve -de la manera que he dicho- que están en lo interior de su alma, en lo muy interior, en una cosa muy honda -que no se sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).

Unión transformante. El matrimonio espiritual, dice San Juan de la Cruz, «es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación cuanto se puede en esta vida» (Cántico 22,3).

Los efectos de la oración mística pasiva son, ciertamente, muy notables. Crece inmensamente en el hombre la lucidez espiritual para ver a Dios, al mundo, para conocerse a sí mismo, y el tiempo pasado le aparece vivido como en oscuridad y engaño: «Los sentidos y potencias en ninguna manera podían entender en mil años lo que aquí entienden en brevísimo tiempo» (5 M 4,4; +6 M 5,10). Nace en el corazón una gran ternura de amor al Señor, y aquella centellica que se encendió en la oración de quietud, se hace ahora un fuego abrasador (V.15,4-9; 19,1). El Señor le concede al cristiano un ánimo heroico y eficaz para toda obra buena (19,2; 20,23; 21,5; 6 M 4,15) y una potencia apostólica de sorprendentes efectos (V.21,13; +18,4). Y al mismo tiempo que Dios muestra su santo rostro al hombre, le muestra sus pecados, no sólo «las telarañas del alma y las faltas grandes, sino un polvito que haya» (20,28), y le conforta en una determinación firmísima de no pecar, «ni hacer una imperfección, si pudiese» (6 M 6,3). En todo lo cual vemos que si la contemplación de Dios exige santidad («los limpios de corazón verán a Dios», Mt 5,8), también es verdad que la contemplación mística produce una gran santidad («contempladlo y quedaréis radiantes», Sal 33,6).

A estas alturas, el alma queda en una gran paz (7 M 2,13), «y así de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque por supuesto, puede «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1). Siente la persona «un desasimiento grande de todo y un deseo de estar siempre o a solas [con Dios] u ocupados en cosa que sea provecho de algún alma. No sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría estar sino dándole alabanzas» (3,7-8). «No les falta cruz, salvo que no les inquieta ni hace perder la paz» (3,15). El mundo entero le parece al místico una farsa de locos, pues él lo ve todo como «al revés» de como lo ven los mundanos o lo veía él antes. Y así se duele de pensar en su vida antigua, «ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella» (V.20,26); «ríese de sí, del tiempo en que tenía en algo los dineros y la codicia de ellos» (20,27), y «no hay ya quien viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos» (21,4). «¡Oh, qué es un alma que se ve aquí haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada!» (21,6).

Humildad: cada uno en su grado

La humildad es el camino verdadero de la oración, y no nos perderemos si perseveramos siempre en ella. Sin humildad, imposible adelantar en la oración. «La pobre alma, aunque quiera, no puede lo que querría, ni puede nada sin que se lo den. Sólo la humildad es la que puede algo» (CV 32,13). Por otra parte, en la oración y en lo que sea ¿qué más nos da una cosa que otra, con tal de que sea lo que le agrada al Señor, es decir, con tal de que sea lo que él nos quiere dar? (17,6). En la oración, como en todo, el que anda en la humildad, aceptando su modo y grado, anda en la verdad (6 M 10,8). Concretamente, en la oración es preciso evitar dos extremos falsos:

-Un error: irse a grados pasivos de oración antes de tiempo. Recordemos lo del Bautista: «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27). Y la norma de Jesús, de permanecer en lo más modesto hasta que Dios nos diga: «Amigo, sube más arriba» (Lc 14,10-11). En este sentido dice Santa Teresa: «No se suban sin que les suba» (V.12,5). Es evidente la tentación de escaparse con demasiada prisa de las oraciones activas, ya que «en estos principios está todo el mayor trabajo, porque son ellos los que trabajan, dando el Señor el caudal; que en los otros grados de oración lo más es gozar» (11,5). Por eso «quien quisiere pasar de aquí y levantar el espíritu a sentir gustos que no se le dan, es perder lo uno y lo otro; y perdido el entendimiento, se queda el alma desierta y con mucha sequedad. En la mística teología [en la oración pasiva mística] pierde de obrar el entendimiento, porque le suspende Dios. Presumir ni pensar siquiera de suspenderle nosotros eso es lo que digo que no se haga, ni se deje de obrar con él, porque nos quedaremos bobos y fríos, y no haremos lo uno ni lo otro» (12,4-5). Aquietando el entendimiento antes de tiempo -en una oración semejante al zen-, «quedarse han secos como un palo» (22,18).

-Otro error: persistir en oraciones activas cuando ya Dios las da semipasivas o pasivas. Llegando por el Espíritu Santo al recogimiento y quietud, hay que «dejar descansar el alma con su descanso» (V.15,8). Es cierto que si cesa la quietud pasiva en la oración, hay que estar dispuestos a volver en seguida a las oraciones discursivas, más laboriosas, «que no hay estado de oración tan subido que muchas veces no sea necesario volver al principio» (13,15; +18,9). Pero el no querer abandonarse en el Espíritu a la oración pasiva puede, sin duda, ser tentación del demonio, que aducirá piadosamente razones de humildad (7,11; 8,5; 19,5), o grave error de directores espirituales ineptos: Estos, «a los que vuelan como águilas con las gracias que les hace Dios, quieren hacerles andar como pollo trabado» (39,12). Estos, dice San Juan de la Cruz, «piensan que [estas almas] están ociosas, y les estorban e impiden la paz de la contemplación sosegada y quieta, que de suyo les estaba Dios dando, haciéndoles ir por el camino de meditación y discurso imaginario y que hagan actos interiores» (Llama 3,53).

Sin embargo, en la vida mística es ya la hora de la oración pasiva. «Como quiera que naturalmente todas las operaciones que puede de suyo hacer el alma no sean sino por el sentido, de aquí es que ya Dios en este estado [místico] es el agente [el activo] y el alma es la paciente [la pasiva]; porque ella sólo está como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace, dándole la contemplación, esto es, noticia amorosa, sin que el alma use de sus actos y discursos naturales. Si el alma entonces no dejase su modo activo natural, no recibiría aquel bien [que es al modo divino] sino a modo natural, y así no lo recibiría. Si el alma quiere entonces obrar de suyo, habiéndose de otra manera más que con la advertencia amorosa pasiva, muy pasiva y tranquilamente, sin hacer acto natural sino es como cuando Dios la uniese en algún acto, pondría impedimento a los bienes que sobrenaturalmente le está comunicando Dios en noticia amorosa. Ha de estar esta alma muy aniquilada en sus operaciones naturales, desembarazada, ociosa, quieta y pacífica y serena al modo de Dios» (Llama 3,32-34).

Oración y trabajo

El cristiano debe vivir con armonía el «ora et labora». A los comienzos, el principiante, en la oración activa, apenas capta la presencia de Dios, y se olvida de él en buena medida durante el trabajo, de modo que cuando del trabajo vuelve a la oración, siente como si regresara de tierra pagana. Creciendo en la vida espiritual, el adelantado sobrenaturaliza más sus actividades, y vive más la oración continua. Por fin, el cristiano perfecto une en su vida totalmente contemplación y acción, de modo que ya no son dos esferas distintas, sino plenamente concéntricas. A los comienzos, dice Santa Teresa, pasada la oración, «queda el alma sin aquella compañía, digo de manera que se dé cuenta. En esta otra gracia del Señor [la oración mística] no, que siempre queda el alma con su Dios en aquel centro» (7 M 2,5). Por eso los santos más activos son grandes contemplativos. Y por eso la proporción entre oración y trabajo debe ser prudentemente dosificada atendiendo a las premisas expuestas:

Los principiantes, en la fase purificativa, con muchos apegos todavía, deberán ejercitarse en oraciones activas, que son fatigosas, y que por lo mismo no pueden prolongarse mucho. Unos tiempos excesivamente largos de oración pueden ser para ellos pérdida de tiempo y experiencia negativa de la oración. Más les vale ejercitarse en obras y trabajos, para que por el ejercicio de las virtudes, se les ordene y pacifique el corazón, haciéndose así capaces de más oración. Varios ratos breves de oración intensa y activa les suele, pues, convenir más que un tiempo largo. En este sentido dice Santo Tomás que «la vida activa es anterior a la contemplativa, porque dispone a la contemplación» (STh II-II,182,4; +182,3).

Los adelantados, en la fase iluminativa o progresiva, ya se inician en la oración semipasiva, y por eso deben reducir la acción y aumentar la oración. En efecto, el orante tiene ya capacidad espiritual para una oración prolongada, que le hará mucho bien, pero no tiene todavía capacidad para dedicarse seriamente a la oración si se ve abrumado de actividades exteriores. San Ignacio de Loyola, siendo un adelantado sumamente precoz, cuando estaba en Manresa, «perseveraba en sus siete horas de oración de rodillas» (Autobiografía 23). Su gran actividad apostólica vendría después, y entonces no tendría ni necesidad ni tiempo para entregarse tan largamente a la oración.

Los perfectos, efectivamente, ya en la fase unitiva, tienen una máxima capacidad tanto de oración como de acción. Y que dediquen más o menos tiempo a lo uno o a lo otro dependerá ya sólamente de la vocación, de la caridad o de la obediencia.

((Hay quienes piensan que «el trabajo es oración», y prescinden así de la oración en sus vidas. Estos se quedan sin oración y sin trabajo cristiano. El trabajo puede y debe llegar a ser una oración continua, pero sin muchas horas de oración perseverante no es posible llegar a ello.

Otros estiman que «lo que santifica es la oración», y ven el trabajo como tiempo perdido, al menos para la vida espiritual. Estos apenas conocen la espiritualidad y el valor del trabajo cristiano. Para Ruysbroeck, en cambio, «buscar a Dios en intención es tener a Dios en espíritu; así el hombre debe volver siempre a Dios amorosamente su inclinación, en todas sus obras, si es que le ama y le busca sobre todas las cosas. Eso es encontrar a Dios por la intención y el amor» (Adorno de las bodas espirituales IV,A).))

Lugar, tiempo y actitudes corporales

El principiante, en su vida ascética, todavía ejercita la vida sobrenatural en modos humanos naturales, y por eso en sus oraciones, que son activas y laboriosas, aún se ve afectado por su personal situación psíquica y somática, y por los condicionamientos ambientales: frío o calor, ruido o silencio, fealdad o belleza religiosa del lugar. Por el contrario, en la vida mística la importancia de todo esto es mínima, hasta desaparecer. Pero hasta que se llega a ella conviene no menospreciar estos factores. Ni tampoco valorarlos en exceso, como ya dijimos al tratar de los métodos oracionales.

Lugar. -Los cristianos sabemos que somos templos de Dios y que todo lugar es bueno para adorarle en espíritu y verdad (Jn 4,21), también en el secreto de nuestra habitación (Mt 6,6). Pero no por eso debemos ignorar el valor de las iglesias, lugares privilegiados por la bendición de los ritos litúrgicos, para el encuentro oracional con Dios. Por eso, en igualdad de condiciones, debemos tender a orar en el templo, y más si en éste arde el fuego sagrado de la presencia eucarística de Jesucristo.

Tiempo. -Debemos dedicar al Señor, dentro de lo posible, la hora mejor de nuestro día, aquélla en la que estamos más lúcidos y atentos. En cuanto a la duración de la oración, como ya dijimos, habrá de ser muy diversa según las edades espirituales y la gracia de cada persona. En todo caso, éste es un tema de gran importancia, que convendrá consultar en dirección espiritual, y en ocasiones sujetarlo a obediencia.

Santo Tomás enseña que hay que orar continuamente, «pero la oración, considerada en sí misma, no puede ser continua, pues otras obligaciones nos reclaman. Este es el principio: la medida de las cosas se determina por su fin -como el tomar más o menos medicina se determina por su fin, que es la salud-; así la oración debe durar lo que convenga para excitar el fervor del deseo interior. Por eso escribe San Agustín: «Los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves, y lanzadas como dardos al cielo [jaculatorias], para que la atención, tan necesaria en la oración, se mantenga vigilante y alerta, y no desfallezca y se embote por una perduración excesiva. Así nos enseñan que la atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse, pero tampoco se ha de retirar si puede continuar» (ML 33,502)» (STh II-II,83,14). San Benito dice que «la oración debe ser breve y pura, a menos que tal vez se prolongue por un afecto de la inspiración de la gracia divina» (Regla 20,4). Santa Teresa escribe: «No veo, Creador mío, por qué todo el mundo no se procure llegar a Vos por esta particular amistad [de la oración]; los malos, que no son de vuestra condición, para que los hagáis buenos con que os sufran estéis con ellos, siquiera dos horas cada día, aunque ellos no estén con Vos sino con mil revueltas de cuidados y pensamientos de mundo, como yo hacía... Sí, que no matáis a nadie, Vida de todas las vidas, de los que se fían de Vos y de los que os quieren por amigo, sino sustentáis la vida del cuerpo con más salud y la dais al alma» (V.8,6).

En fin, si en algo conviene pasarse, es decir, si en algo hemos de perder el tiempo -nosotros, que lo perdemos de tantos modos-, que sea en la oración. En la oración, no son raras las personas que para entrar de verdad en Dios necesitan un tiempo prolongado. Pero si únicamente practican oraciones breves, si nunca se conceden más de media hora o un cuarto, jamás llegan a tocar fondo, y siempre salen de la oración con una relativa conciencia de frustración. Por eso recomendamos, en cuanto ello sea posible, tiempos largos de oración, al menos semanalmente, por ejemplo, en el día del Señor.

Actitudes corporales. -La acción del Espíritu Santo en el orante no ignora que en la naturaleza de éste hay profundos vínculos entre lo psíquico y lo corporal. Jesucristo, como ya vimos, adoptaba al orar las posturas de la tradición judía, muy semejantes, por lo demás, a las de otras religiones. Y la tradición cristiana ha usado -eso sí, con flexibilidad, y sin darles demasiada importancia- ciertas actitudes físicas de oración. «Impongámonos en el exterior -decía San Juan Clímaco- la actitud de la oración, pues en los imperfectos con frecuencia el espíritu se conforma al cuerpo» (MG 88,1134). Y San Ignacio de Loyola proponía que el orante se colocara «de rodillas o sentado, según la mayor disposición en que se halla y más devoción le acompañe, teniendo los ojos cerrados o fijos en un lugar, sin andar con ellos variando» (Ejercicios 252).

En el Nuevo Testamento las posturas orantes más frecuentes son orar de pie (Mc 11,25; Lc 18,11) o de rodillas (Mc 29,36; Hch 7,60; 9,40; 20,36; 21,5; Ef 3,14; Flp 2,10), alzando las manos (1 Tim 2,8: alzar las manos es en el Antiguo Testamento sinónimo de orar: Sal 27,2; 76,3; 133,2; 140,2; 142,6) o sentados en asamblea litúrgica (Hch 20,9; 1 Cor 14,30). También es costumbre golpear el pecho (Lc 18,13), velar la cabeza femenina (1 Cor 11,4-5), los ojos al cielo (Mt 14,19; Mc 7,34; Lc 9,16; Jn 11,41; 17,1), los ojos bajos (Lc 18,13), hacia el oriente (Lc 1,78; 2 Pe 1,19).

Signar la cruz sobre cabeza y pecho es uno de los gestos oracionales más antiguos (Tertuliano: ML 2,30). Los monjes sirios, como San Simeón Estilita, oraban con continuas y profundas inclinaciones, vigentes hoy también en la liturgia. Los Apotegmas nos cuentan que el monje Arsenio, «al atardecer del sábado, próximo ya el resplandor del domingo, volvía la espalda al sol y alzaba sus manos hacia el cielo, orando hasta que de nuevo el sol iluminaba su cara. Entonces se sentaba» (MG 65,97). Santo Domingo adoptaba a solas, de noche, ciertas actitudes orantes (M. H. Vicaire, Saint Dominique de Caleruega, París, Cerf 1955, 261-271).

Hoy los cristianos de Asia y Africa usan con frecuencia posturas de oración. En Occidente oscilan entre dos tendencias: unos menosprecian las actitudes corporales de oración, incluso en la liturgia -por anomía, por secularismo, por valoración de lo espontáneo y rechazo de lo formal, por ignorar la realidad natural del vínculo psico-somático-; otros han redescubierto las actitudes orantes -por acercamiento a la Biblia y a la tradición, por aprecio del yoga, zen y sabidurías orientales, por conocimientos de psicología moderna-. En todo caso, aun reconociendo este valor, parece inconveniente que el orante se empeñe en adoptar ciertas posturas si, por ser extrañas quizá a la costumbre, le crean una cierta tensión o resultan chocantes a la comunidad.

Consejos en la oración dolorosa

La oración es la causa primera de la alegría cristiana, pues, acercando a Dios, da luz y fuerza, confianza y paz. Sin embargo, puede ser dolorosa. ¿Qué hacer entonces?

No nos extrañe que la oración duela, cuando esto suceda. «De los que comienzan a tener oración, podemos decir que son los que sacan agua del pozo, que es muy a su trabajo, que han de cansarse en recoger los sentidos, que, como están acostumbrados a andar dispersos, es harto trabajo. Han menester irse acostumbrando a que no se les dé nada de ver ni de oír. Han de procurar tratar de la vida de Cristo, y se cansa el entendimiento en esto. Su precio tienen estos trabajos, ya sé que son grandísimos, y me parece que es menester más ánimo que para otros muchos trabajos del mundo. Son de tan gran dignidad las gracias de después, que quiere [Dios que] por experiencia veamos antes nuestra miseria» (V.11,9. 11-12). Y, por otras razones, también para el místico es a veces la oración como una lanza de luz que le atraviesa dolorosamente el corazón (2 Subida 1,1; 2 Noche 5,5; 12,1).

Busquemos sólamente a Dios en la oración, y todo lo demás, ideas, soluciones, gustos sensibles, tengámoslo como añadiduras, que sólo interesan si Dios nos las da; y si no nos las concede en la oración, no deseemos encontrarlas en ella. No es cosa en la oración de «contentarse a sí, sino a El» (V.11,11). Estamos aún llenos de mil trampas y pecados, «¿y no tenemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades?» (2 M 7). Suframos al Señor en la oración, pues él nos sufre (V.8,6). «No hacer mucho caso, ni consolarse ni desconsolarse mucho, porque falten estos gustos y ternura... Importa mucho que de sequedades, ni de inquietudes y distraimiento en los pensamientos, nadie se apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el agua» (11,14. 18).

Entreguemos a Dios nuestro tiempo de oración con fidelidad perseverante, vayamos adelante por ese camino sagrado sin que nada nos detenga, por muchas trampas e impedimentos que ponga el Demonio, sin que nada nos quite llegar a beber de esa fuente de agua viva. La verdad es ésta: para llegar a esta fuente sagrada y vivificante es necesaria «una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiere llegue yo allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (CE 35,2).

«Este poco de tiempo que nos determinamos a darle a El, ya que aquel rato le queremos dar libre el pensamiento y desocuparle de otras cosas, que sea dado con toda determinación de nunca jamás tornárselo a tomar, por trabajos que por ellos nos vengan, ni por contradicciones y sequedades; sin que ya, como cosa no mía, tenga aquel tiempo y piense me lo pueden pedir por justicia cuando del todo no se lo quisiere dar» (39,2).

Un voto privado de oración puede ser una gran ayuda en esto, sobre todo a los comienzos (+Iraburu, Caminos laicales de perfección, Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996, 44-59).

Tengamos paciencia cuando la oración nos es imposible, que a veces lo será -por indisposición psicológica, corporal, circunstancial-. «Entiendan que son enfermos; múdese la hora de la oración; pasen como pudieren este destierro... Con discreción, porque alguna vez el demonio lo hará; y así es bueno, ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores de obras de caridad y de lectura, aunque a veces no estará ni para esto» (V.11,16-17).

Esperemos que la pobreza de la oración activa nos lleve a la riqueza de la oración pasiva. La oración que hacemos «por medianería del entendimiento» (CV 19,6), esto es, la oración activa, es tan pobre que podemos caer en la tentación de despreciarla y abandonarla. Pero no la dejemos por nada del mundo, pues vale mucho. Es como la luz de una vela en la oscuridad de la noche, que nos permite esperar y recibir el amanecer.

Dificultades en la oración

La vida de oración, sobre todo en los cristianos laicos, está con frecuencia llena de dificultades y problemas que hay que analizar y responder con cuidado.

-Dificultades procedentes del mundo actual. Sin duda hoy podemos hacer nuestra aquella queja de Santa Teresa: «Están, por nuestros pecados, tan caídas en el mundo las cosas de oración y perfección»... (Fundaciones 4,3). La historia de la Iglesia parece asegurarnos que la práctica de la oración fue antiguamente entre los cristianos mucho mayor que ahora. La Iglesia, desde el principio (Hch 2,42), como Israel, como el Islam, fue sociológicamente un pueblo orante. Sin embargo, hoy, al menos en los países ricos descristianizados, la misma idea del cristiano como hombre orante se ha perdido en la gran mayoría de los bautizados. Parece increíble, pero así es.

Las rasgos peculiares del mundo moderno -ávido consumismo de objetos, noticias, televisión, viajes, diversiones; inmenso desconcierto espiritual en medio de una aceleración histórica sin precedentes conocidos; velocidad, inestabilidad, violencia, prisa, culto a la eficacia inmediata- hacen que los cristianos mundanizados queden casi completamente incapaces de contemplación sapiencial, de gozosa adoración, de súplica perseverante. Pues bien, los cristianos, con el poder de Cristo, pueden perfectamente vencer al mundo, e iluminarlo con la luz preciosa y necesaria de la oración, y deben ofrecer a así a los hombres el testimonio de un estilo de vida diferente, nuevo y mejor.

-Dificultades aparentes. Las personas que tienen oración, al hablar de ella, frecuentemente lamentan que para orar hallan no pocas dificultades en las distracciones y en las obligaciones y trabajos inevitables. Pero esto no es del todo exacto.

Las distracciones angustian sobre todo a quienes ignoran «en qué está la sustancia de la perfecta oración. Algunos he encontrado yo que les parece está todo el negocio de la oración en el pensamiento, y si éste pueden tener mucho en Dios, aunque sea haciéndose gran fuerza, luego les parece que son espirituales; y si se distraen, no pudiendo más, aunque sea para cosas buenas, luego les viene gran desconsuelo».

Ignoran que «no todas las imaginaciones son hábiles de su natural para esto, mas todas las almas lo son para amar. Y el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho» (Fundaciones 5,2). Ignoran que en la oración, en medio de «esta baraúnda del pensamiento», la voluntad puede estarse recogida amando, haciendo verdadera y preciosa la oración (4 M 1,8-14). No se olvide que «puede muy bien amar la voluntad sin entender el entendimiento» (2 Noche 12,7). Por eso, aunque es evidente que las distracciones voluntarias suspenden la oración y ofenden a Dios, es preciso recordar que las involuntarias no ofenden a Dios ni cortan la oración, si la voluntad permanece amando. En fin, «no penséis que está la cosa en no pensar otra cosa, y que si os distraéis un poco, va todo perdido» (4 M 1,7).

Las obligaciones personales son entendidas también a veces como impedimentos para la oración difícilmente superables. Pero también esto requiere una clarificación. Las obligaciones honestas, las únicas reales, no tienen por qué ser impedimento para la vida de oración; quizá no permitan largos ratos de oración, pero no podrán impedir los ratos breves ni la oración continua, ni, por tanto, lo esencial de la oración. En cuanto a las deshonestas, son obligaciones falsas, yugos más o menos culpablemente formados, que deben ser echados fuera. No es posible que una obligación verdadera, procedente de Dios, sea un impedimento para orar. Es la obligación falsa, la procedente del hombre, de uno mismo o de los otros, lo que puede impedir.

Las obligaciones verdaderas sólamente pueden impedir a veces las oraciones largas, pero éstas, con ser tan deseables, no son esenciales para el crecimiento en la oración si la caridad o la obediencia no las permiten, al menos de modo habitual. Esto Santa Teresa sólo alcanzó a comprenderlo, según parece, en su madurez espiritual, cuando escribió las Fundaciones, al final de su vida. Al principio pensaba, temiendo por sí misma y por los otros, «que no era posible que entre tanta baraúnda creciera el espíritu», pero la experiencia propia y ajena le hizo ver la verdad. «Así estaba una persona que la obediencia le había traído cerca de quince años tan trabajado en oficios y gobierno que en todos esos años no se acordaba de haber tenido un día para sí, aunque él procuraba lo mejor que podía algunos ratos de oración al día y de traer limpia la conciencia. A éste le ha pagado el Señor tan bien que, sin saber cómo, se halló con aquella libertad de espíritu tan apreciada y deseada, que tienen los perfectos. Y no es sola esta persona, que otras he conocido de la misma suerte. No haya, pues, desconsuelo; cuando la obediencia [o la caridad] os trajera empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y en lo exterior» (Fundaciones 5,6-8). «El verdadero amante en todas partes ama y siempre se acuerda del amado. ¡Recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese tener oración! Ya sé yo que a veces no puede haber muchas horas de oración; pero, oh Señor mío, qué fuerza tiene ante Vos un suspiro salido de las entrañas, de pena por ver que podríamos estar a solas gozando de Vos» (5,16). «Créanme, no es el largo tiempo en la oración el que aprovecha al alma, que si ésta le emplea tan bien en las obras, gran ayuda será esto para que en muy poco tiempo tenga mejor disposición para encender el amor, que no en muchas horas de consideración» orante (5,17; +V.7,12;8,6; Cta.77-IA 16).

En resumen: Procure el cristiano, en principio, tener habitualmente largos ratos de oración, y no crea demasiado fácilmente que el Señor, que tanto le ama como amigo, no quiere dárselos. Al leer los anteriores textos de Santa Teresa, adviértase que están escritos a religiosas, quizá más inclinadas a la oración que a las obras, lo que explica el acento de su enseñanza; pero hoy son muchos más los cristianos que tienden más a la acción que a la oración.

Procúrese, pues, oración larga, «pero, entiéndase bien, siempre que no haya de por medio cosas que toquen a la obediencia y al aprovechamaiento de los prójimos. Cualquiera de estas dos cosas que se ofrezcan, exigen tiempo para dejar el que nosotros tanto desearíamos dar a Dios» (Fundaciones 5,3). Y, eso sí, busque siempre el cristiano la oración continua, pues «aun en las mismas ocupaciones debemos retirarnos a nosotros mismos; aunque sólo sea por un momento, aquel recuerdo de que tengo compañía dentro de mí es de gran provecho» (CV 29,5). Es el mismo consejo que da San Juan de la Cruz: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, ahora beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquiera otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón. Se requiere no dejar que el alma pare en ningún pensamiento que no sea enderezado a Dios» (Cuatro avisos para alcanzar la perfección 9).

-Dificultades reales. Las dificultades verdaderas para la oración no están tanto en el mundo y el ambiente, ni en las obligaciones particulares, sino en la propia persona: en su mente y en su corazón. El cristiano espiritual, libre de todo apego, se adhiere con amor al Señor, haciéndose con facilidad un solo espíritu con él (1 Cor 6,17). El todavía carnal, atado aún por mil lazos, lleno de apegos, vanos temores y esperanzas, inquieto y constantemente perturbado por ruidos y tensiones interiores, se une al Señor difícilmente, laboriosamente, tanto en la oración como en la vida ordinaria.

«Al desasido no le molestan cuidados ni en la oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad, hace mucha hacienda espiritual; pero para ese otro [que está asido] todo se le suele ir [al orar y al trabajar] en dar vueltas y revueltas sobre el lazo a que está asido y apropiado su corazón, y con diligencia aun apenas se puede libertar por poco tiempo de este lazo del pensamiento y gozo de lo que está asido el corazón» (3 Subida 20,3).

Si piensa el principiante que sus dificultades en la oración van a ser superadas cuando cambien las circunstancias exteriores, cuando mejore su salud o disminuyan las ocupaciones, o gracias al aprendizaje de ciertas técnicas oracionales -antiguas o modernas, occidentales u orientales, individuales o comunitarias-, está muy equivocado. Ya dijimos al principio que para ir adelante en la oración lo que se necesita ante todo es perseverancia en ella, conciencia limpia y buen ejercitarse en las virtudes, todo lo cual es siempre posible, con la ayuda del Señor.

«Toda la pretensión de quien comienza oración -y no se os olvide esto, que importa mucho- ha de ser trabajar y determinarse y disponerse en cuantas diligencias pueda a hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (2 M 8).

Pero no espere el principiante, por supuesto, a tener virtudes para ir a la oración, pues la oración, precisamente, es «principio para alcanzar todas las virtudes», y hay que ir a ella «aunque no se tengan» (CE 24,3). Entre tanto, haga en la oración «lo posible», que ya Dios se encargará de ir llevándole a «lo imposible» (Mt 19,26), a la perfecta paz de la contemplación.

Oración y apostolado

Todos los cristianos deben orar, pero especialmente los llamados por Dios a la vida apostólica. En efecto, aquéllos que han de vivir como compañeros y colaboradores de Jesús -así lo enseña San Pedro- deben dedicarse «a la oración y al ministerio de la predicación» (Hch 6,4).

-El apostolado requiere contemplación, pues no consiste sólo en a transmisión de una doctrina, sino sobre todo en el testimonio de una persona, Jesucristo. Este testimonio pueden darlo quienes por la oración, principalmente, son «testigos oculares de su majestad» (2 Pe 1,16), quienes han «contemplado y tocado al Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), quienes poseen «la ciencia de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6). Estos no sólo pueden, sino que necesitan absolutamente predicar a Jesucristo (1 Cor 9,16-17): «Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20; +22,15; Jer 20,9; Ez 13,3).

Ahí radica Santo Tomás la excelencia de la vida apostólica: «Es más transmitir a los otros lo contemplado que sólo contemplar» (STh II-II,188,6). Crónicas antiguas sobre el gran apóstol Santo Domingo de Guzmán nos dicen que él siempre estaba hablando «con Dios o de Dios» (Libro de las costumbres 31: BAC 22, 1966, 785). Y es que ¿cómo podrá hablar de Dios aquél que no habla con Dios?

-El apostolado requiere oración de petición, pues sólo la gracia interior del Espíritu puede abrir el corazón de los hombres a la gracia externa de la predicación. Por eso el Apóstol pedía insistentemente y exhortaba a los fieles a que ayudaran su actividad apostólica con oraciones y súplicas (Rm 15,30-31; 2 Cor 1,11; Ef 6,19; 1 Tes 5,25; 2 Tes 3,1-2). El mundo está cerrado a la verdad de Cristo, y con incesantes súplicas hemos de orar «para que Dios nos abra puerta para la palabra, para anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,2-3).

((Sin embargo, algunos que no tienen oración, pretender hacer apostolado. Y se extrañan luego -incluso se escandalizan- de la mínima eficacia que el Señor da a sus actividades. Y el error no es sólo de ahora. San Juan de Avila decía: «Esta obligación que el sacerdote tiene de orar está tan olvidada, incluso no conocida, como si no fuese» (Trat. del sacerdocio I,211-214). «Si uno no es sacerdote, que no tome el oficio de abogar, si no sabe hablar. Y diría yo que no sé con qué conciencia puede tomar este oficio quien no tiene don de oración, pues de la doctrina de los santos y de la Escritura divina aparece que el sacerdote tiene por oficio orar por el pueblo» (Plát. a sacerdotes 2,223-225). El sacerdote que no alaba a Dios ni intercede por el pueblo no «cumple su ministerio» (2 Tim 4,5). «Y porque hay falta de esta oración en la Iglesia, y señaladamente en el sacerdocio, por eso ha derramado el Señor sobre nosotros su ira, que no se quitará hasta que esta oración torne, pues su ausencia ha sido causa de muchos trabajos, y quiera Dios no vengan mayores» (Trat. sacerd. II,434-439).

A este propósito, decía San Juan de la Cruz: «Adviertan aquí los que son muy activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios -dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían- si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración. Ciertamente, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración y habiendo obtenido fuerzas espirituales en ella; porque, de otra manera, todo es martillar, y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño» (Cántico 29,3). Así podemos comprobarlo en muchas ocasiones: tanta actividad y tan mínimo fruto. Tan mínimo que no pocos abandonan la actividad apostólica defraudados.))

-El vigor apostólico se hace máximo en la vida mística. Mientras el principiante, con la ayuda de Dios, va formando sus virtudes y se ejercita en la oración discursiva, tiene escasa capacidad para el apostolado. Pero cuando, ya limpio su corazón, alcanza a ver a Dios en la oración semipasiva y en la contemplación mística, su fuerza apostólica se hace poderosa. «Llegada un alma aquí no es sólo deseos lo que tiene por Dios; su Majestad le da fuerzas para ponerlos por obra» (V.21,5).

«Acaecióme a mí -y por eso lo entiendo- cuando procuraba que otras tuviesen oración, que como por una parte me veían hablar grandes cosas del gran bien que era tener oración, y por otra parte me veían con gran pobreza de virtudes, no sabían cómo se podía compadecer lo uno con lo otro. Y así en muchos años, sólo tres se aprovecharon de lo que les decía; y después que ya el Señor me había dado más fuerza en la virtud, se aprovecharon en dos o tres años muchas» (V.13,8-9).

Y es que al llegar a la mística, el cristiano «comienza a aprovechar a los prójimos, casi sin entenderlo ni hacer nada de sí» (19,3).

Orad, hermanos

La vida sin oración es solitaria y extraviada, que no es otra cosa «perder el camino sino dejar la oración» (V.19,12). Por el contrario, como dice el salmista, «dichoso el pueblo que sabe aclamarte; caminará, Señor, a la luz de tu rostro; tu Nombre es su gozo cada día» (88,16-17; +83,5). O en palabras de Kempis: «Bienaventurada el alma que oye al Señor que habla en ella» (Imitación de Cristo III,1). Entremos en el templo de nuestra alma, donde Dios nos llama suavemente. La tristeza principal del hombre es no tener oración, aunque él piense otra cosa...

«¡Oh almas que habéis comenzado a tener oración! ¿qué bienes podéis buscar aún en esta vida que sea como el menor de éstos?» (V.27,11).

4. El trabajo

AA.VV., Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri del III-IV secolo, Roma, LAS 1986; J. M. Aubert, Humanisme du travail et foi chrétienne, «La Vie spirituelle», Supplement (1981) 231-255; G. Campanini, Introduzione a un’etica cristiana del lavoro, «Riv. di Teologia Morale» 3 (1971) 357-396; P. Chauchard, Travail et loisirs, Tours, Mame 1968; M. D. Chenu, Spiritualitè du travail, París 1941; Hacia una teología del t., Barcelona, Estela 1960; J. Daloz, Le t. selon S. J. Crisostome, París, Lethielleux 1959; J. L. Illanes, La santificación del trabajo, Madrid, Palabra 1980,7ª ed.; H. Rondet, Eléments pour une théologie du t., «Nouv. Rev. Théologique» 77 (1955) 27-48,123-143; J. Todolí, Filosofía del t., Madrid, Inst. León XIII 1954; Teología del t., «Rev. Española de Teología» 12 (1952) 559-579; C. V. Truhlar, Labor christianus, Madrid, Razón y Fe-Fax 1963.

Véase también Juan Pablo II, enc. Laborem exercens 14-IX-1981: DP 1981,170.

En la creación ambivalente

El pesimismo metafísico sobre las criaturas, tan frecuente en el mundo antiguo, es ajeno a la tradición bíblica. Por eso el cristiano por el trabajo se adentra sin miedo alguno en la maravillosa creación de Dios, como un niño entra en la casa o en el huerto de su padre. El Señor «es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,9); «él mismo es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas; en él vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,25. 28). Trabajar en el mundo es colaborar con el Dios que constantemente lo cultiva y desarrolla, es cuidar con Dios de unas criaturas que El mismo declaró ser «muy buenas» (Gén 1,31).

El trabajo es una bendición, un poder, un impulso originario, una misión que Dios le dio al hombre para que dominara sobre todas las criaturas de la tierra (28,30). Es el Señor quien hace al hombre señor de la creación, sometiéndola toda bajo sus pies (Sal 8,7).

Ahora bien, la misma Revelación que nos manifiesta el trabajo humano en toda su grandeza, nos da a conocer el pecado del hombre, y la maldición de la tierra y el trabajo: «Por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida, te dará espinas y abrojos, con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3,17-19).

Por eso hoy el trabajo es bendito y maldito, es para el hombre un gozo y una penosa servidumbre, en él afirma su grandeza primera y por él se aplica al mundo creado, que está ahora sujeto «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21-22). El trabajo y todo lo creado es ahora ambiguo. Como dice el concilio Vaticano II, «los diferentes bienes de este mundo están marcados al mismo tiempo con el pecado del hombre y la bendición de Dios» (AG 8).

Visión mundana del trabajo

Penalidad, rentabilidad y materialidad son rasgos dominantes en la visión mundana del trabajo, que ve más en éste la maldición que la bendición. Difícilmente se considera como trabajo la actividad realizada con gusto y afición (no-penosa), sin retribución económica (no-pagada), y que produce bienes espirituales (no-materiales).

Penalidad. -En muchas utopías, también en la de Moro, un ideal social es la reducción extrema de los horarios laborales. Cuanto menos se trabaje, mejor. La misma etimología refuerza y expresa esta concepción: trabajo significó primero sufrimiento, y designó después la actividad laboral. Tripalium, la palabra latina de donde procede, significaba un instrumento de tortura compuesto por tres palos. También en otras lenguas una misma palabra significa sufrimiento y trabajo: en griego ponosou; en francés travail (être en travail equivale a estar de parto, acepción también existente en el labour inglés).

Rentabilidad. -Este aspecto es aún más definitivo en el concepto humano del trabajo. Un ama de casa no trabaja, puesto que no le pagan. Una empleada de hogar, que hace lo mismo, trabaja, puesto que le pagan -y además porque se supone que esa labor es más penosa para la empleada que para el ama-. Van Gogh, por más que se dedicó con toda su alma a pintar cuadros, era un fainéant, pues no vendió ninguno -bueno, sólo uno-, y además hacía lo que le gustaba. Su hermano, el vendedor de cuadros que le mantenía, ése sí era un trabajador. (Hace poco el cuadro de Van Gogh Los girasoles se adquirió por 5.049 millones de pesetas, batiendo todos los records).

Materialidad. -Se considera trabajo verdadero el que transforma el mundo material. Así Jesús fue trabajador en Nazaret; pero ya en su vida pública dejó de trabajar. Los Apóstoles, mientras pescaban peces, eran trabajadores; pero dejaron de serlo cuando se hicieron «pescadores de hombres» (Mc 1,17).

La posición de Yves Simon en esta cuestión es un ejemplo significativo: «La actividad de contemplación, como no posee ninguna de las características metafísicas de la actividad laboriosa, está evidentemente excluída de la categoría de trabajo. En ningún sentido puede decirse que los religiosos contemplativos sean trabajadores. En cuanto al trabajo del espíritu es preciso juzgar de modo diferente según que tenga por función preparar la contemplación o dirigir el trabajo manual. El trabajo manual, arquetipo de la actividad laboriosa en sentido metafísico, es también su arquetipo en el plano ético-social. Campesinos y obreros son los trabajadores por excelencia. La actividad política no pertenece a la categoría de trabajo» (Trois leçons sur le travail, París 1938,17-18).

Visión cristiana del trabajo

Esa visión que el mundo tiene del trabajo es completamente inaceptable. La visión cristiana del trabajo es mucho más positiva y hermosa, porque es más verdadera.

Los hombres, en cuanto imágenes de Dios en este mundo, colaboran con Dios por medio del trabajo. Como hace notar Juan Pablo II, «el trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo. Sólamente el hombre es capaz de trabajar. Este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza» (Laborem exercens, intr.).

Imágenes de Dios. -El hombre, trabajando por su inteligencia y su voluntad, es imagen de la Trinidad divina. En efecto, el hombre «obra por la idea concebida en su entendimiento, y por el amor de su voluntad referido a algo; también Dios Padre produjo las criaturas por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo» (STh I,45,6). De ahí que un hombre ignorante (sin idea), y ocioso, sin energía para obrar positivamente en el mundo (sin amor), apenas da la imagen de Dios. Tal hombre no se muestra señor del mundo, sino siervo suyo, a merced de la naturaleza, sujeto a unas fuerzas creaturales que ni conoce ni domina.

La Escritura nos revela que el hombre fue creado «a imagen de Dios» (Gén 1,27), y que su Creador le dio potencia y misión para «someter la tierra» (1,28). Relacionando ambos datos, Juan Pablo II enseña que «el hombre es imagen de Dios, entre otros motivos, por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (Laborem exercens 4). El hombre en los seis días de trabajo refleja la imagen del Dios que actúa en su creación, y en el domingo se hace imagen del Dios eterno celestial. La misma Biblia indica este paralelismo (Ex 20,9-11)

Colaboradores de Dios. -El Señor, él solo creó el mundo, pero quiso crear al hombre-trabajador para seguir actuando en el mundo con su colaboración. Y esto, es evidente, no porque Dios tuviera necesidad de colaboradores que le ayudasen a perfeccionar «la obra de sus manos» (Sal 8,7), sino únicamente por amor, para comunicar al hombre sabiduría y poder, para unirlo más a Sí mismo al asociarlo a su acción en el mundo. En efecto, «el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa» (Laborem exercens 25; +GS 34).

Como observa Santo Tomás, «mayor perfección hay en una cosa, si además de ser buena en sí misma, puede ser causa de bondad para otras, que si únicamente es buena en sí misma. Y por eso Dios de tal modo gobierna las cosas, que hace a unas ser causas de las otras en la gobernación. Si Dios gobernara él solo, se privaría a las criaturas de la perfección causal» (STh I,103,6 in c.et ad 2m). Por el trabajo humano, la Causa primera universal da virtualidad eficaz a los hombres, y de este modo «las causas segundas son las ejecutoras de la divina Providencia» (Contra Gentes III,77).

Y adviértase aquí, por otra parte, que esta colaboración de Dios con las causas segundas no se refiere sólo a la humanidad, en su conjunto. Por el contrario, Dios activa y dirige la actividad de cada persona humana. Y éste, como hace notar Santo Tomás, es uno de los privilegios más excelsos de la criatura humana, como ser personal: «Unicamente las criaturas racionales reciben de Dios la dirección de sus actos no sólo colectivamente, sino también individualmente» (III, 113). Dios, que mueve a las criaturas irracionales según su naturaleza, la que él les dio, mueve al hombre no sólo según su naturaleza humana, colectivamente, sino también atendiendo a su persona.

En Cristo Salvador. -Con la luz y fuerza del Espíritu que desde el Padre nos ha dado Jesucristo, podemos trabajar en el mundo en cuanto imágenes de Dios, es decir, como colaboradores filiales del Señor del universo. En Cristo Redentor, todos aquéllos -obreros, administrativos, madres de familia, sacerdotes, investigadores, campesinos, artistas- que, con una dedicación habitual, cooperamos a las obras de Dios en el mundo, somos verdaderos trabajadores, cada uno aplicado a sus labores propias, y «todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,11).

Los fines del trabajo

El trabajo cristiano pretende en este mundo la glorificación de Dios, la santificación del hombre y el perfeccionamiento de la tierra.

Glorificación de Dios. -«Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31; +Rm 12,1; 15,16). El trabajo humano es ofrenda espiritual a Dios porque es obediencia a su mandato: «Seis días trabajarás» (Ex 20,9). «El trabajo profesional, decía Pío XII, es para los cristianos un servicio de Dios; es para vosotros, los cristianos sobre todo, uno de los medios más importantes de santificación, uno de los modos más eficaces para uniformaros a la voluntad divina y para merecer el cielo» (25-IV-1950). Pero el trabajo humano es ofrenda religiosa, enseña el Vaticano II, no sólo porque «considerado en sí mismo responde a la voluntad de Dios», sino también porque colabora a que «con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo» (GS 34a). Más aún, el trabajo del hombre de alguna manera prepara la manifestación escatológica de la gloria de Dios. El Espíritu divino mueve a los hombres a diversos trabajos, para que «así preparen el material del reino de los cielos. A todos libera para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios» (38a).

Santificación del hombre. -«La actividad humana, dice el concilio Vaticano II, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se transciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35a). Aquí vemos, una vez más, que la glorificación de Dios coincide con el perfeccionamiento y santificación del hombre, y que ambos valores han de lograrse por el trabajo.

Por eso mismo el ocio vano e injusto impide tanto el bien del hombre. Esto lo comprendieron desde siempre los maestros espirituales. San Juan Crisóstomo escribe: «Nada hay, absolutamente nada, en las cosas humanas que no se pierda por el ocio. Porque la misma agua, si se estanca, se corrompe, y si corre, yendo de acá para allá, conserva su virtualidad. Y el hierro, si no se emplea, si está ocioso, se reblandece y deteriora y se resuelve en herrumbre; pero si se ocupa en los trabajos se hace mucho más útil y elegante y no brilla menos que la plata. Y bien se ve que la tierra ociosa nada provechoso produce, sino malas hierbas y pinchos y cardos y árboles estériles; en cambio, la que se cultiva con mucho trabajo, rinde abundantes frutos de lo sembrado y plantado. En fin, todas las cosas se corrompen con el ocio, y se hacen más útiles empleándose adecuadamente» (MG 51,195-196).

Perfeccionamiento de la tierra. -Los hombres «con su trabajo desarrollan la obra del Creador» (GS 34b). Ellos fueron creados por Dios como cultivadores inteligentes de toda la creación. El trabajo más valioso será aquél que más directamente perfeccione al hombre mismo -labor de padres, sacerdotes, educadores, psicólogos, médicos, políticos-. Pero como el crecimiento espiritual de los hombres está tan vinculado al grado de conocimiento y dominio de la naturaleza, todos los trabajos que actualizan las potencialidades ocultas de la tierra sirven al hombre y glorifican a Dios.

Por supuesto, no cualquier trabajo perfecciona la tierra. Ya vimos que el trabajo es ante todo una colaboración con Dios, y así perfecciona la tierra aquel trabajo que está hecho con Dios, según Dios, obedeciendo sus divinas leyes naturales: ése es el trabajo realmente benéfico, que acrecienta en el mundo el bien, el conocimiento, la libertad, la salud, la belleza, la armonía. Por el contrario, el trabajo del hombre corrompe la tierra cuando no se ajusta a la voluntad de Dios, sino que sirve a los errores y egoístas deseos de los hombres. Entonces el hombre, cuanto más trabaja, más esclaviza la naturaleza, sujetándola a «la servidumbre de la corrupción», hasta el punto de que «la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (Rm 8,21-22). Ese es el trabajo maléfico que agota los campos, infecta los mares, tala los bosques, envilece a los trabajadores, pone inmensos medios económicos y esfuerzos al servicio de la mentira y el vicio, de la injusticia y de la guerra, mientras que no se aplica lo suficiente para remediar la ignorancia, el hambre y la enfermedad de tantos hombres.

((En este sentido, es un error grosero pensar que el trabajo, sin más, perfecciona al hombre y a la tierra. Depende de qué trabajo se haga, cuáles sean sus motivaciones, sus medios y sus fines. El trabajo dignifica al hombre y a la tierra en la medida en que es realizado según Dios. No olvidemos, sin embargo, que, en su amor providente por los hombres, Dios también saca bienes de trabajos malos, de manera que muchas veces la ansiosa búsqueda de enriquecimientos, las investigaciones para la guerra, el deseo orgulloso de dominar la tierra, las exploraciones con fines de explotación, al mismo tiempo que causan grandes males, dan ocasión a que se produzcan grandes beneficios para la humanidad.

En la misma línea del error antes señalado, hoy se aprecia en ciertas tendencias de espiritualidad una tendencia a valorar sobre todo el trabajo por el resultado externo conseguido, cuando la verdad es que este fin tercero, siendo tan valioso, es el más ambiguo. El buen trabajo siempre glorifica a Dios y perfecciona al hombre, pero no siempre da los buenos frutos pretendidos, por resistencias u omisiones ajenas, por desastres naturales, por hostilidades políticas o ideológicas. Por tanto no se debe centrar en el perfeccionamiento de la tierra la espiritualidad del trabajo cristiano, sino en los dos primeros fines señalados, en Dios y en el mismo trabajador. Cuando se dice, por ejemplo, que un constructor urbanista «hace cosmos partiendo del caos», que un periodista es «vínculo de comunicación entre los hombres», que un agente de bolsa «prepara de algún modo el advenimiento del Reino», o que quienes construyen una gran casa de lujo «hominizan la materia por el trabajo»... se hacen afirmaciones tan ampulosas como ambiguas. Este fin tercero puede frustrarse hasta en los trabajos hechos con más perfección objetiva y honestidad subjetiva: por ejemplo, pensemos en el laborioso cultivo de un campo, cuya cosecha se pierde finalmente por una tormenta.

Teilhard de Chardin, en Science et Christ, dice: «Gozo de poder pensar que Cristo espera el fruto de mi trabajo -el fruto, entiéndaseme bien, esto es, no sólo la intención de mi acción, sino también el resultado tangible de mi obra: "opus ipsum et non tantum operatio"-. Si esta esperanza está fundada, el cristiano debe obrar, y obrar mucho, y obrar con un empeño tanto más fuerte que el del más empeñoso obrero de la Tierra, para que Cristo nazca siempre más en el mundo en torno a él. Más que cualquier no creyente, él debe venerar y promover el esfuerzo humano, el esfuerzo en cualquiera de sus formas, y sobre todo el esfuerzo humano que más directamente contribuye a acrecentar la conciencia -esto es, el ser- de la Humanidad; y quiero decir con eso la investigación científica de la verdad y la promoción organizada de mejores relaciones sociales» (Oeuvres IX, París, Seuil 1965,96-97).))

Dios se goza con el buen fruto de nuestro trabajo. Es cierto. Pero esta hermosa verdad, para ser perfectamente verdadera, ha de afirmarse unida a otras verdades también importantes.

Nos dice San Juan de la Cruz: «El alma que ama no espera el fin de su trabajo, sino el fin de su obra; porque su obra es amar, y de esta obra espera ella el fin y remate, que es la perfección de amar a Dios. El alma que ama a Dios no ha de pretender ni esperar otro galardón de sus servicios sino la perfección de amar a Dios» (Cántico 9,7). Y algo semejante enseña Gandhi: «Renunciar a los frutos de la acción no significa que no haya frutos. Pero no debe emprenderse ninguna acción buscando sus frutos» (G. Woodcock, Gandhi, Barcelona, Grijalbo 1973, 117-118).))

Espiritualidad del trabajo

Jesucristo, «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), «que siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual, junto al banco del carpintero» (Laborem exercens 6; +Mc 6,3; Mt 13,55). Y trabajó también tres años como Maestro de los hombres, profesión más dura y peligrosa, que finalmente le ocasionó la muerte. Pues bien, de los rasgos fundamentales del trabajo de Cristo ha de participar el trabajo del cristiano.

Colaboración con Dios. -La clave de la espiritualidad cristiana del trabajo está en la conciencia amorosa de colaborar con Dios: «Mi Padre trabaja siempre, y por eso yo también trabajo» (Jn 5,17). Todo el inmenso esfuerzo laboral -en campos, mares, talleres, oficinas, casas y hospitales, fábricas y bibliotecas-, todo está impulsado por la energía del Creador providente, que, unido al hombre trabajador, despliega en la historia las maravillas de la creación. Los hombres, en efecto, trabajamos con Dios, él es el Obrero principal del universo. Y trabajamos según Dios, conociendo y observando las leyes naturales que él imprime en el dinamismo del cosmos. Por eso nos exhorta San Pablo: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él. Todo cuanto hiciéreis, hacedlo de corazón, como obedeciendo al Señor y no a los hombres» (Col 3,17. 23).

En tiempos de la cultura rural la espiritualidad del trabajo fue más intensa que hoy. La mediación laboral del hombre era entonces tan simple, que, con algo de fe que hubiera, fácilmente se veía el trabajo como colaboración con Dios, y los frutos del mismo como dones de Dios. Es Dios quien hace las manzanas, y no hace falta una fe muy fuerte para verlo: «es Dios quien da el crecimiento» (1 Cor 3,7). Por el contrario, en tiempos de cultura industrial la espiritualidad del trabajo está debilitada -justamente cuando más se ha afirmado doctrinalmente la espiritualidad de los laicos-, porque la mediación laboral humana es tan compleja y preciosa, que el hombre se siente la causa única de sus obras. Es el hombre quien hace un automóvil, y hace falta una fe bastante viva para ver ahí la acción de Dios. Por eso en época rural y campesina los cristianos en el trabajo ven la acción de Dios, pero quizá no dan al esfuerzo humano el valor debido -bendicen los campos, pero no progresan en sus técnicas agrícolas-. Mientras que en época industrial los cristianos valoran su esfuerzo en el trabajo, pero ignoran la acción de Dios -mejoran las técnicas agrarias, pero no bendicen los campos ni dan gracias a Dios-. Por lo que a nuestro tiempo se refiere, la espiritualidad del trabajo será profunda cuando los cristianos vean la acción de Dios y la del hombre con las misma facilidad, tanto en la producción de una manzana como en la de un automóvil.

Sin apegos ni tensiones. -Si el hombre en su trabajo quiere de verdad colaborar con Dios, trabajará sin apegos desordenados, y sin las tensiones y ansiedades que de ellos se derivan. Nuestro trabajo es carnal cuando trabajamos solos, sin Dios, partiendo de nosotros mismos, marcando plazos, modos y grados de calidad, alegrándonos cuando logramos realizar nuestra voluntad, impacientándonos cuando se frustran nuestros planes, pretendiendo unos ciertos bienes temporales con voluntad asida. No es así el trabajo cristiano.

Nuestro trabajo es espiritual, está hecho en el Espíritu de Jesús, cuando trabajamos con Dios, en cuanto colaboradores suyos, humildemente, aceptando nuestra condición de criaturas, de hijos, sin querer ser como Dios, omnipotentes -«nuestro Dios está en el cielo, y lo que quiere lo hace» (Sal 113,3)-, sin enojarnos cuando no resulta nuestra voluntad, sino la suya. Esto es importante: En el trabajo, por su misma estructura, nuestra voluntad se aplica a conseguir ciertos bienes temporales. Pues bien, debe hacerlo guardando siempre los principios de la ascética cristiana de la voluntad -que ya estudiamos-.

El corazón cristiano en el trabajo debe mantenerse «desnudo de todo, sin querer nada» (2 Subida 7,7), recordando que «no hay de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3 Subida 18,3). Esto es en el trabajo «dejar el corazón libre para Dios» (20,4). Así es como se trabaja en paz, más, mejor y con menos cansancio.

Ofrenda espiritual. -Cada día, en la Misa, al presentar los dones, ofrecemos el pan y el vino como «frutos de la tierra y del trabajo del hombre». Cada día los cristianos hemos de hacer de nuestros trabajos una oblación espiritual directamente integrable en la ofrenda cultual de la Eucaristía, y siempre vivificada por ésta. El diario ofrecimiento de obras puede afirmar en nosotros esta espiritualidad, que es la de la liturgia: «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin» (Or. jueves Ceniza).

Trabajo bien hecho. -Si el trabajo cristiano es colaboración con Dios y ha de ser ofrenda cultual, ha de estar bien hecho. «No ofreceréis nada defectuoso, pues no sería aceptable» (Lev 22,20). La Iglesia quiere que los cristianos «con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación del Verbo», sirvan al bien de todos (LG 36b). La chapucería laboral es propia de quienes sólo buscan en el trabajo la ventaja económica. El trabajo cristiano en cambio, por su motivación y sus fines, es un trabajo -dentro de lo posible- bien hecho.

Trabajo firme y empeñoso. -«Esforzáos por llevar una vida quieta, laboriosa en vuestros asuntos, trabajando con vuestras manos como os lo he recomendado, a fin de que viváis honradamente a los ojos de los extraños y no padezcáis necesidad» (1 Tes 4,11-12). «Mientras estuvimos con vosotros, os advertimos que el que no quiere trabajar que no coma. Porque hemos oído que algunos viven entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada, sólo ocupados en curiosearlo todo. A éstos tales les ordenamos y rogamos por amor del Señor Jesucristo que, trabajando en paz, coman su pan» (2 Tes 3,10-12; +Ef 4,28). El ocio frena el dinamismo laborioso que Dios quiere activar en la persona, y así la echa a perder.

Una señora, por ejemplo, piadosa pero ociosa -pues tiene quien haga su trabajo-, no irá adelante en el camino de la perfección mientras no se decida a trabajar en serio. También los jubilados por la ley civil, en cuanto les sea posible, deben trabajar en cosas útiles a la comunidad civil o religiosa. Sin el trabajo las personas se hacen triviales, chismosas, desordenadas, inestables, vacías, inútiles, aprensivas, susceptibles y quizá neuróticas. Con el trabajo, en cambio, el hombre agrada a Dios, sirve a los hermanos, y se perfecciona en todas las virtudes.

Santa Teresa, en el locutorio, en la recreación, siempre se ocupaba en labores manuales, y así lo prescribió a sus religiosas (Constituciones 6,8), aconsejándolo con insistencia: «Es cosa importantísima» (Cta.76-12K, 9); «ponga mucho en los ejercicios de manos, que importa infinitísimo» (76-9L, 10).

Trabajo en caridad. -El trabajo es uno de los medios más importantes que el hombre tiene para realizar diariamente el don de sí mismo a Dios y al prójimo. Todas las virtudes que la caridad impera e informa -justicia, fortaleza, constancia, paciencia, amabilidad, servicialidad, obediencia, pobreza, abnegación-, todas hallan cada día en el trabajo su prueba, su posibilidad y su estímulo para el crecimiento.

Por lo que se refiere concretamente al amor al prójimo, cuando trabajamos Cristo en nosotros ama a los hermanos: en el sacerdote, en la madre, en el médico, en el funcionario, ama a los hombres, les hace el bien. Y al mismo tiempo, cuando trabajamos, amamos a Cristo en el prójimo: la madre ama a Jesús amando y cuidando a su niño, el médico, el obrero, el sacerdote, el funcionario, aman al Señor sirviendo a los hermanos. Nos lo asegura el mismo Cristo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40; +GS 67b).

Es claro que no puede el hombre tener constantemente una conciencia explícita y refleja del sentido sobrenatural de su trabajo. Pero la caridad puede actuar aun cuando no haya conciencia refleja de la misma. Estando en gracia de Dios y «cuando nuestro trabajo es ordenado [según Dios], aunque en él no se produzca explícitamente ningún acto de caridad, la voluntad, que mueve y dirige el trabajo, lo mueve y dirige juntamente con la forma sobrenatural de la caridad, que lleva impresa; lo cual implica la actuación de la caridad. Esta caridad, ciertamente actual, no es explícita, sino implícita, y empapa y colorea todo el trabajo movido por la voluntad» (Truhlar 75). Ahora bien, ese hábito de la caridad debe ser actualizado a veces en actos conscientes, intensos y explícitos, que son precisamente los que acrecientan la virtud de la caridad.

Trabajo en oración. -La espiritualidad cristiana del trabajo, como ya vimos, consiste en realizarlo en cuanto colaboradores de Dios, con Dios, según Dios, desde Dios, para Dios. Y nuestro trabajo será oración en la medida en que, durante la acción laboriosa, captemos la presencia amorosa de Dios en nosotros, en las personas y en las cosas. El principiante, en el mejor de los casos, suele acordarse de Dios al comienzo de su trabajo, pero se olvida de él en el ajetreo de la actividad. El adelantado recuerda a Dios al comienzo y al fin de la acción. Y el perfecto guarda de Dios memoria continua, al comienzo, durante la acción, y al término de la misma. El ideal es ése, encontrar a Dios siempre y en todo, captar su presencia en nosotros mismos, en las personas y en las cosas, darnos cuenta de manera fácil y habitual de que hasta «entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones 5 ,8).

Errores y males en el mundo del trabajo

El mundo del trabajo está gravemente oscurecido por el pecado, hasta el punto de que el trabajo puede ser para el hombre, en palabras de Pío XII, un «instrumento de envilecimiento» diario (4-II-1956). La raíz de todos sus males suele estar en la avaricia (1 Tim 6,9-10), y los cristianos con frecuencia se encuentran en el mundo laboral -abogados, periodistas, obreros, políticos, médicos, constructores- «como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16).

El mundo laboral está profundamente desordenado. Está subjetivamente desordenado en cuanto que la actividad laboriosa muchas veces no se finaliza en la glorificación de Dios y el verdadero bien del hombre, sino en el dinero y el placer, el poder y la ostentación. Y está objetivamente desordenado cuando está mal hecho, cuando no se siguen en él las íntimas leyes estructurales de la obra bien hecha.

((En el trabajo mundano y carnal se disocia fácilmente el fin de la obra y el fin del agente: el estudiante, por ejemplo, no estudia para saber y poder servir, sino para aprobar y poder ganar. Se hacen las cosas mal, por cumplir, por cobrar, por rutina, sin mirar el servicio del prójimo, sin cuidar y mejorar la calidad de la obra, con prisas, con excesiva lentitud, con excesiva minuciosidad perfeccionista, con chapucera irresponsabilidad, cobrando más de lo justo, sin orden, dejándose llevar por la gana, entrando en complicidades que no tienen excusa, aunque se diga: «Así es la vida», «Lo hacen todos», «Hay que vivir», «Podría perder el empleo»...

A veces la atención del trabajador se polariza en la perfección del medio, con olvido del fin y consiguiente perjuicio del mismo medio; por ejemplo, cuando el profesor, obsesionado en la preparación de su conferencia (medio), no conecta suficientemente con los alumnos (fin), de modo que su perfecta obra resulta pedagógicamente ineficaz. O el ama de casa que, atenta sólo a los perfeccionismos de su cocina (medio), está nerviosa e impaciente, y olvida así que la alegre cordialidad familiar (fin) es mucho más importante en una comida que la puntualidad o el grado exacto de cocción.

Otras veces el trabajo es insuficiente, habría que trabajar más, sería preciso dar más rendimiento a los talentos (Mt 25,14-30), conseguir que la higuera diera frutos (Lc 13,6-9), sin permanecer ociosos (Mt 20,26; +Prov 6,6). Aunque, concretamente hoy, en una cultura materialista, sujeta a «la idolatría de los bienes materiales» (AA 7c), el trabajo excesivo suele ser un mal más frecuente, al menos en muchos lugares: habría que trabajar menos. Tras el trabajo excesivo suele haber avidez de ganancias siempre mayores, obstinación en mantener un cierto nivel de vida a costa de lo que sea, deseo de prestigio o de poder, búsqueda de una seguridad económica que permita apoyarse en uno mismo y no en Dios, incapacidad contemplativa, desinterés por la familia, la amistad, la cultura, el apostolado, el arte, el bien de la comunidad. O también inmadurez personal: hay quienes sólamente en el trabajo -«estoy ganando dinero», «estoy haciendo algo útil»- logran una cierta conciencia de su consistencia personal. Por lo demás, el que trabaja en exceso estropea su salud, vive inquieto e irritable, pierde la amistad con Dios, con la familia y los amigos, y anda siempre con prisas, «sin tiempo para nada», como no sea para su trabajo. Y lo peor es que quienes tienen el vicio del trabajo excesivo fácilmente lo consideran una virtud, cuando realmente es un vicio, un mal que trae muchos males. Adviértase, por otra parte, que muchas veces ese hombre que se dice muy trabajador suele serlo en una determinada dirección, pero en otras, a veces más importantes, es un perfecto vago, y no se puede contar con él para nada.

A éstos que trabajan en exceso hay que recordarles aquello de Jesús: «¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16, 25). «El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo» (Laborem exercens 25; +Ex 20,9-11). El hombre ejercita su dominio sobre la tierra no sólo sabiendo poseerla mediante el trabajo, sino también sabiendo dejarla por el descanso.))

Evangelización del trabajo mundano

La evangelización del trabajo mundano es la tarea formidable que Cristo ha encomendado a los cristianos, y para la cual les asiste con su gracia divina. Consideremos, pues, fijándonos sobre todo en los laicos, las líneas fundamentales de esta grandiosa misión:

-Los cristianos han de reordenar subjetivamente el sentido y la finalidad de los trabajos mundanos, ordenándolos por la caridad a la gloria de Dios y santificación de los hermanos. «Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres» (LG 8).

-Los cristianos han de reordenar objetivamente el trastornado y lamentable mundo del trabajo -al menos en cuanto esto sea posible-, reduciendo el trabajo excesivo, aumentando el insuficiente, perfeccionando tantas deficiencias y procurando en todo la obra bien hecha, realmente buena para el bien común y el bien particular.

En efecto, «los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 8).

-Los laicos deben sufrir con paciencia las miserias y contradicciones de un mundo laboral en no pocos aspectos maligno y pervertido. Un médico, por ejemplo, que ha de trabajar en un hospital mal dotado, habrá de llevar la cruz con paciencia, procurando hacer lo mejor posible unas terapias deficientes por falta de personal, de medios, de presupuesto. Y debe recordar que «las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva» (Laborem exercens 6).

-Finalmente, se dan situaciones extremas en las que los cristianos deben renunciar a ciertos trabajos malos, no aspirando a conseguirlos o abandonándolos si ya los tienen, si de verdad quieren ser fieles a Cristo y a su conciencia. En efecto, cuando un cristiano ve que un trabajo concreto es para él, o para otros, camino de perdición, y no tiene modo de enderezarlo, debe renunciar a él, aunque tal decisión le ocasione quizá graves trastornos familiares o perjuicios económicos. Es hora entonces de fiarse de Dios y de su palabra: «Mejor es ser honrado con poco que malvado en la opulencia; pues al malvado se le romperán los brazos, pero al honrado lo sostiene el Señor. Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan» (Sal 36,16-17. 25). «Buscad, pues, el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

En la Iglesia primitiva algunos trabajos estaban prohibidos a los cristianos por ley o por conciencia, ya que no pocos oficios -escultores y pintores, actores y actrices, gladiadores, maestros y políticos- eran prácticamente inconciliables con la conciencia cristiana (+Traditio apostolica 16). Y actualmente la situación no presenta para los cristianos problemas menores en las naciones paganas o en los países descristianizados. Hay cátedras universitarias o altas funciones en el mundo de la política económica, educativa o sanitaria que en ciertos lugares están moralmente vedadas a los cristianos fieles. De modo semejante, quizá apenas resulte viable gestionar una librería o un kiosko donde no se venda perversión intelectual o pornografía. Los ejemplos podrían multiplicarse, y es normal que así sea. En un mundo paganizado, y consecuentemente corrompido, no pocos trabajos quedan, pues, de hecho prohibidos a la conciencia cristiana.

La cruz del trabajo

El trabajo, de suyo, no dice relación al sufrimiento, sólo al cansancio, que puede incluso resultar satisfactorio. La relación entre trabajo y sufrimiento procede del pecado, como ya vimos (+Gén 3,17-19), y cuanto más pecado haya en el mundo, más el hombre sufrirá en su trabajo. El trabajo se hace cruz de muchos modos, cuando ha de hacerse en mala compañía, en condiciones precarias, sin remuneración justa, con prisa impuesta, en competencia dura o deshonesta... Pues bien, aquí hay que recordar que «la obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (Lc 9,23), en la actividad que ha sido llamado a realizar» (Laborem exercens 27; +AA 16g).

Por otra parte, la infidelidad vocacional es una de las causas más frecuentes y graves de sufrimiento en el trabajo. El cristiano que no sigue en su trabajo la vocación que Dios quería para él -por culpa ajena o por culpa propia-, habrá de sufrir muchas penalidades. Este hombre, que ocupa en el Cuerpo social y eclesial un lugar diverso al que Dios le destinaba, es ahora como un miembro dislocado, que no podrá actuar sin dolor y fatiga. Pero también esta cruz llevada con humildad y paciencia es, como todas, altísimamente santificante.

La alegría del trabajo

El mundo experimenta con frecuencia el trabajo como una necesidad penosa, incluso odiosa. Y de hecho, allí donde disminuye la religiosidad y crece el pecado, se oscurece y se entristece el mundo del trabajo. En este sentido, advertía Pío XII que «la táctica más inhumana y antisocial es hacer odioso el trabajo. El trabajo, aunque es cierto que muchas veces hace sentir la fatiga hasta dolorosa y áspera, sin embargo, en sí mismo es hermoso y capaz de ennoblecer al hombre, porque prosigue, en cuanto que produce, la labor iniciada por el Creador y forma la generosa colaboración de cada uno en el bien común» (27-III-1949).

La sagrada Escritura se alegra en el trabajo, viendo en él una colaboración del hombre con Dios. En efecto, es el Señor quien, con el hombre, cuida la tierra, la riega y la enriquece sin medida (Sal 64,10). Y es el Señor, con el hombre, quien sacia la tierra con su acción fecunda (103,13). De este modo, nuestro Padre sigue obrando, y nosotros con él (Jn 5,17). Y así cada vez el trabajo se parece más al juego. Aristóteles entendía el juego como una actividad realizada por sí misma, sin tensión hacia resultados externos. Por eso asimilaba el juego a la felicidad y a la virtud, que se ejercitan más por sí mismas que por la imposición externa de una obligación o necesidad, lo que es característico del trabajo (Etica a Nicómaco X,6). Pues bien, el cristiano-hijo en este mundo trabaja-juega con Dios, desde Dios, para Dios, hallando en tal colaboración el fin principal de su trabajo.

La alegría del trabajo es fundamentalmente religiosa. Las fiestas del trabajo, en todos los pueblos, son alegres mientras tienen un sentido religioso, es decir, mientras la fecundidad de la tierra y el trabajo de los hombres se ponen en relación litúrgica con Dios, fuente de todo bien. Así fue en Israel y así debe ser en la Iglesia de Cristo. «Celebrarás la fiesta en honor de Yavé, tu Dios, para que Yavé, tu Dios, te bendiga en todas tus cosechas y en todo trabajo de tus manos, para que te alegres plenamente» (Dt 16,15). Es ésta la alegría del pueblo que sabe alabar a su Dios: «bendice a Yavé por la buena tierra que te ha dado. Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus mandamientos... no sea que cuando comas y te hartes, cuando edifiques y habites hermosas casas, y veas multiplicarse tus bueyes y tus ovejas y acrecentarse tu plata, tu oro y todos tus bienes, te llenes de soberbia en tu corazón y te olvides de Yavé, tu Dios... y vengas a decir: «Mi fuerza y el poder de mi mano me ha dado esta riqueza». Acuérdate, pues, de Yavé, tu Dios, que es quien te da poder para adquirirla» (Dt 8,10-14,17-18). Pero cuando se pierde el sentido religioso, se acaban las fiestas del trabajo o se reducen a torvas jornadas de reivindicación amarga.

El cristiano debe procurar hacer su trabajo con alegría, sea éste cual fuere. Esto es posible y conveniente. Siempre es posible y bueno alegrarse en hacer la voluntad de Dios, sea ésta cual fuere. Un trabajo, en sí mismo considerado, puede quizá ser penoso o repugnante, pero el trabajo lo realiza una persona, y el cristiano puede y debe alegrarse personalmente cada día más en el ejercicio de su trabajo porque lo hace con el Señor, por amor a la familia y a los necesitados (Dt 14,22-29; Ef 4,28), y en la esperanza de la vida eterna. Así pues, «alegráos en el Señor. Alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegráos» (Flp 3,1; 4,4).

En este punto seamos muy conscientes de que la alegría o la tristeza del hombre vienen de su interior, no del exterior circunstancial de su vida. Nos engañamos, concretamente, cuando atribuimos principalmente nuestra tristeza a circunstancias exteriores, personas, sucesos, trabajos. La alegría está en la unión con Dios, y la tristeza en la separación o el alejamiento de él. Con Dios podemos estar alegres en la enfermedad, en la pobreza o en los peores trabajos. Sin él, todo se va haciendo insoportable. San Pablo, encadenado en la cárcel, es mucho más feliz que un sacerdote de vacaciones en una playa de moda. Un aficionado a la lectura estaría feliz leyendo siempre, mientras cierto critico literario maldice su obligación de leer libro tras libro. Importa, pues, mucho que, alegrándonos siempre en el Señor, sepamos alegrar con su gracia nuestro trabajo, sea éste cual fuere.

El trabajo cristiano lleva al descanso festivo celestial. «Seis días trabajarás y harás todas tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios» (Dt 5,13-14). Unos cuantos años de vida laboriosa, y después el cielo para siempre. El domingo es imagen del cielo, y los días laborables son imagen de la tierra. Al final, cuando vuelva Cristo, será el eterno Día del Señor. Será siempre domingo. «El mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Y dijo el que estaba sentado en el trono: «He aquí que hago nuevas todas las cosas»» (Ap 21,3-5).

5. La pobreza

AA.VV., La pauvreté évangélique, París, Cerf 1971; AA.VV., Pauvreté chrétienne, DSp 12 (1983) 613-697; J. Dupont, Les beatitudes, I-II, París, Gabalda 1969; Renoncer a tous ses biens (Lc 14,33), «Nouv. Rev. Théologique» 93 (1971) 561-582; M. Farina, Chiesa dei poveri e chiesa dei poveri, Roma, LAS 1988; A. Gelin, Les pauvres que Dieu aime, París, Cerf 1967; L. Gignelli, La p. nella dottrina dei Santi Padri, «Quaderni di Spiritualità Francescana» 19 (1971) 35-66; J. M. Iraburu, P. y pastoral, Estella, Verbo Divino 1968, 2ª ed.; F. López Melús, P. y riqueza en los evangelios, Madrid, Studium 1963; M. G. Mara, Richezza e povertà nel cristianesimo primitivo, Roma, Cita Nuova 1980; P. R. Regamey, La p. et l’homme d’aujourd’hui, París, Aubier 1963; J. Staudinger, El sermón de la montaña, Barcelona, Herder 1962.

Los tres consejos evangélicos

Enseña Juan Pablo II que en el Evangelio hay muchas recomendaciones del Señor: «así, por ejemplo, la exhortación a no juzgar (Mt 7,1), a prestar «sin esperar remuneración» (Lc 6,35), a satisfacer todas las peticiones y deseos del prójimo (Mt 5,40-42), a invitar en el banquete a los pobres (Lc 14,13-14), a perdonar siempre (Mt 6,14-15), y muchas otras cosas semejantes. Si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exhort. apost. Redemptionis Donum 25-III-1984, 9).

De dos modos el cristiano participa del señorío de Cristo sobre las criaturas. La posesión de las criaturas -el campo, el trabajo, la mujer, la familia, la casa- es un modo, querido por Dios (Gén 1,28-31), de ejercitar el dominio sobre la creación, y configura la vida secular de los laicos. Y la abstención de las criaturas y de su libre disposición -en pobreza, celibato y obediencia- es otra manera cristiana de dominar sobre las criaturas del mundo visible; y este modo es el que caracteriza la vida del seguimiento de Cristo, dejándolo todo.

Los que poseen deben tener como si no tuvieran, es decir, sin ser dominados por lo que poseen, con perfecta libertad de corazón: «Os digo, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29-31). Y por otra parte, los que han sido llamados a no tener, deben ser fieles a su peculiar vocación: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Normalmente una misma llamada del Señor fundamenta en los cristianos pobreza, celibato y obediencia. Así fue, concretamente, la vocación de los apóstoles, que, para seguir a Jesús, dejaron todas las formas de poseer las criaturas de este mundo (Lc 18,28-29). Y es que los tres consejos evangélicos, en el fondo, tienen un mismo espíritu: morir con Cristo al mundo, para vivir más con él en su Reino; empobrecerse para ser enriquecidos en Cristo y poder enriquecer a otros.

La obediencia es el más valioso de los consejos evangélicos. Es esta una doctrina tradicional, expuesta por Santo Tomás: «El voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza» (STh II-II,186, 8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit 7-X-1317: Guibert 262).

Recordemos también que la perfección cristiana consiste en los preceptos, y sólo secundaria e instrumentalmente en los consejos. Ya lo consideramos al tratar de la perfección (STh II-II,184,3). Olvidar esto nos llevaría a ignorar que los laicos están realmente llamados a la perfección evangélica. Por tanto, también ellos reciben de Dios gracia para vivir espiritualmente la substancia de los mismos consejos que otros han sido llamados a vivir espiritual y materialmente. Según esto, la doctrina que expondremos aquí sobre pobreza, castidad y obediencia, no se refiere sólamente a quienes viven la vocación apostólica, dejándolo todo y siguiendo a Jesús, sino también a los cristianos laicos.

La revelación de la pobreza

El Antiguo Testamento apenas desvela el valor religioso de la pobreza. En Israel la riqueza es considerada signo de la bendición de Dios sobre los justos (Job 42,10; Ez 36,28-30; Joel 2,21-27).

Sin embargo, en el Antiguo Testamento el camino de la pobreza se revela poco a poco ya en el hecho mismo de que Dios elija entre todos los pueblos a Israel, «el más pequeño de todos» (Dt 7,7), o en que varias veces escoja misteriosamente a mujeres estériles como portadoras de la promesa (Sara, Rebeca, Raquel... Isabel: Gén 16,1; 21,1-2; 25,21; 29,31; Lc 1,36). La austera figura de Elías anticipa la de Juan Bautista (2 Re 1,8; Mt 3,1.4), como el Canto de Ana, elevando a los pobres, anticipa el Magníficat de María -y el de Jesús- (Lc 1,46-55; 10,21; +1 Sam 2,1-10). El Siervo de Yavé, que se anuncia como Salvador (Is 52-53), no es descrito en riqueza y gloria, sino en pobreza y humillación. Y en fin, en el Antiguo Testamento los pobres de Yavé, desvalidos y humildes, fieles a la Alianza en medio de generalizadas rebeldías, tienen notable importancia. Ellos cumplen el proyecto del Señor: «Dejaré en medio de ti [Israel] como resto un pueblo humilde y modesto, que esperará en el nombre de Yavé» (Sof 3,12). «Se regocijarán en Yavé los humillados (anawim), y aun los más pobres (ebionim) se gozarán en el Santo de Israel» (Is 29,19). Por estos pobres vendrá la salvación de Dios, pues el Santo se hará uno de ellos.

La revelación plena de la pobreza se da en Jesucristo, que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). El elige nacer de una familia modesta, en un pesebre. Y al presentarlo en el Templo, José y María hacen la ofrenda de los pobres, un par de pichones (Lc 2,24). Casi toda la vida de Jesús transcurre oculta en Nazaret, en el marco, tan duro y escaso entonces, de un pueblecito galileo de montaña. Durante su vida pública «no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Finalmente, rechazado por el mundo de los poderosos, muere desnudo en la cruz, entre dos malhechores, y es enterrado en un sepulcro prestado. Es éste un gran misterio...

Jesús prefiere la pobreza, que es en él una señal mesiánica: «Esto tendréis por señal: Encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Prefiere la pobreza porque es el Hijo, porque en la plenitud de su filiación quiere revelar su absoluta dependencia del Padre providente. Y prefiere la pobreza porque es el Redentor que viene a librarnos del pecado y de sus nefastas consecuencias, una de las cuales es precisamente la maldita pobreza. El va a hacer bendición de la maldición.

Jesús prefiere a los pobres, pues se sabe enviado «para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). El realiza el designio divino anunciado en los salmos: «Por la opresión de los pobres, por los gemidos de los menesterosos, ahora mismo me levantaré, y les daré la salud por la que suspiran» (Sal 11,6; +71,4. 12-14). La Iglesia Madre, la Esposa de Cristo, al paso de los siglos, declara y expresa con signos eficaces esa especial solicitud amorosa hacia los desvalidos. «Los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviar, defender y liberar a esos oprimidos» (S. Congr. Fe, instr. Libertatis nuntius 68,22-III-1986: DP 1986,67; +Juan Pablo II, 21-XII-1984; 1-II-1985). Jesús entiende como signo mesiánico no sólo su pobreza personal, sino también el hecho de que «los pobres son evangelizados» (Lc 7,22).

Los pobres prefieren a Jesús, pues en él reconocen al Salvador verdadero. Los mismos que le odian, lo atestiguan: «¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en él? Pero esta gente, que ignora la Ley, son unos malditos» (Jn 7,48-49). Es el mismo reproche, la misma acusación, que hallamos en los inicios de la Iglesia -y que dura hasta hoy-.

Cuenta Minucio Félix, cristiano, que los fieles eran vistos como una «facción miserable vedada por la ley, gavilla de desesperados, hombres ignorantes de la última hez de la plebe, mujercillas crédulas». «Estos infelices» para Luciano de Samosata son simplemente unos pobres diablos (kakodaimones). Y del mismo modo Celso ve a los cristianos como «pobres gentes embaucadas»; es decir, «cardadores, zapateros y bataneros, las gentes, en fin, más incultas y rústicas, que delante de los señores o amos de casa, hombres provectos y discretos, no se atreven ni a abrir la boca; pero apenas toman aparte a los niños y con ellos a ciertas mujercillas sin seso, hay que ver la de cosas maravillosas que sueltan» (BAC 116, 1954: 25, 48, 56, 63).

Sin duda, estas acusaciones contra los primeros cristianos, para tener fuerza polémica, se basaban más o menos en su deslucida condición social; que, por lo demás, y a otra luz, viene también atestiguada por los mismos Apóstoles (1 Cor 1,26-29; Sant 2,5). Ya se ve, pues, que, antes como hoy, al banquete del Reino -de la Iglesia- acuden sobre todo «pobres, tullidos, ciegos y cojos» (Lc 14,21). Y no nos avergoncemos de esto, sino al revés: demos gracias al Padre celestial con María (Lc 1,52) y con Jesús: «Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien» (10,21).

Bienaventurados los pobres

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). Esta enseñanza de Jesús es diametralmente opuesta al pensamiento del mundo. Para el hombre adámico ésta es una doctrina absurda, escandalosa. Pero ante todo, ¿quiénes son esos pobres (ptojoi), que Jesús considera dichosos? Tres tipos de respuestas se han dado a esta pregunta:

((1ª. -Los pobres del Evangelio son los económicamente pobres, sin más. Según esta tosca concepción -antigua y actual-, la pobreza aparece como un bien en sí, y la riqueza como un mal en sí. O desde otro punto de vista: En la escena criminal del mundo, los pobres serían los buenos, y los ricos, los malos (Lázaro y el rico, Lc 16,25). La Iglesia, ya por el año 1250, condenó los errores de Guillermo Cornelisz: «Ningún pobre puede condenarse, sino que todos se salvarán. Como la herrumbre de los metales al fuego, así todo pecado es consumido en la pobreza y es anulado ante los ojos de Dios» (Guibert 171-172). Santo Tomás enseña que «la pobreza es loable en tanto que libera al hombre de los vicios en que algunos están presos por sus riquezas. Mientras suprima la apetencia que nace de la posesión de las riquezas, es útil a aquellos que pueden aspirar a una vida superior. Pero la pobreza, en la medida en que priva a alguien del verdadero bien que puede emanar de las riquezas, es decir, cuando no permite ayudar a los demás e incluso proveer a la propia subsistencia, es un mal, absolutamente hablando. En efecto, la pobreza no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera de las preocupaciones que impiden al hombre dedicarse a las cosas espirituales» (C. Gentes III,133).))

2ª. -Los pobres del Evangelio son los humildes, «los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Algunos Padres antiguos -San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio Magno-, al menos en algunos de sus escritos, entendieron la bienaventuranza de la pobreza en un sentido marcadamente espiritual. San Bernardo, por ejemplo, dice que el Señor en esa bienaventuranza «no habla de aquéllos que son pobres, no por voluntad loable, sino por necesidad miserable»; habla más bien de «los pobres de espíritu, es decir, de los que son pobres con la intención espiritual, con un espiritual deseo, por solo el beneplácito de Dios y la salud de las almas» (Serm. 1 Todos los santos 8; +San Juan de la Cruz, 1 Subida 3,4). Estas interpretaciones, aunque llevan verdad, deben ser consideradas en relación con la 3ª interpretación. De hecho, estos mismos autores valoran altamente la pobreza material y estiman en mucho el peligro de las riquezas; para ellos no da igual ser pobre o rico.

3ª. -Los pobres del Evangelio son los que viven la pobreza efectiva con religiosa humildad de corazón. Esta parece ser la interpretación mas frecuente en los Padres (Staudinger 254). Juan de Maldonado, en el siglo XVI, comentando Mt 5,3, afirma: «Para mí es indiscutible que se trata de los verdaderos pobres, porque el nombre griego que usa el evangelista significa pobres y algo más, mendigos, que es como Tertuliano juzgó acertadamente que se debía traducir. De los humildes se habla en el verso 4, al decir «bienaventurados los mansos». Además se ofrece el reino de los cielos como riqueza que se da a los indigentes: Lucas les contrapone los ricos, y no los soberbios» (BAC 59,233). Es ésta también la interpretación que predomina en los autores actuales (+López Melús 43).

Cristo quiso que sus compañeros y colaboradores más íntimos vivieran pobremente, y de hecho los apóstoles, por iniciativa de Jesús, lo dejaron todo (Mt 19, 27; Lc 18,29). Dejan campos, casas, barcas, redes, la oficina de recaudación de impuestos, en fin, todo lo que tenían, para mejor servir a Jesús entre los hombres. Y los cristianos, cada uno según el modo propio de su vocación, debemos seguir el ejemplo de Jesús pobre (Jn 13,15) y de los Apóstoles llamados a la pobreza (1 Pe 5,3).

¡Ay de los ricos!

«¡Ay de vosotros, ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lc 6,24-25). La bendición de Jesús sobre la pobreza se entiende mejor cuando se contrapone a esta maldición de la riqueza. En todo caso, la grave peligrosidad de las riquezas debe ser considerada a la luz de todas las enseñanzas de Cristo.

1. -«Toda criatura de Dios es buena» (1 Tim 4,4). Esta es una enseñanza muy fundamental en la Biblia (Gén 1,31; Rm 14,20; 1 Cor 6,12; Tit 1,15), y es la revelación de una verdad que muchas religiones y filosofías antiguas ignoraban. En efecto, todas las criaturas son ontológicamente buenas, aunque en relación al hombre concreto puedan adquirir luego una significación moral buena, mala o indiferente.

2. -Poseer bienes de este mundo es algo bueno, querido por Dios. Fue el mismo Señor quien mandó al hombre poseer la tierra, dominarla y ponerla a su servicio (Gén 1,28-29; Sal 8,7-9). Por tanto, el instinto primario de apropiación en sí es sano, es natural y bueno.

3. -Incluso puede ser bueno poseer riquezas, es decir, una abundancia de bienes claramente superior a la media. Si Dios creó el mundo naturalmente jerárquico y desigual, es indudable que en la Providencia divina ricos y pobres tienen su lugar. No es voluntad de Dios que todos sean iguales en la posesión de bienes de este mundo. O en otras palabras: puede haber riquezas legítimamente adquiridas y honestamente poseídas. Puede haber, sin duda, riquezas benéficas, realmente puesta al servicio de Dios y del bien común de los hombres.

((Es herejía creer que ningún rico puede salvarse. Ebionitas, apostólicos o apotácticos, encratitas o abstinentes, tacianos, cátaros, y no pocos cristianos de hoy, pensaron y piensan que riqueza y caridad son absolutamente incompatibles. La Iglesia ha tenido que rechazar este error no pocas veces al paso de los siglos. El sínodo Diospolitano (a.415) condena la enseñanza de algunos pelagianos que decían: «A los ricos bautizados, a no ser que renuncien a todos sus bienes, no se les contará ni aquello que al parecer hacen de bueno, y no podrán obtener el reino de Dios» (Guibert 52). Durando de Huesca, en 1208, hubo de retractarse y confesar que «se salvan los que permanecen en el mundo poseyendo sus cosas, y hacen limosnas y otras obras buenas con sus propios bienes, guardando los preceptos del Señor» (ib.142: Dz 797). También la Iglesia condenó el error de Guillermo Cornelisz, el cual mantenía que «ningún rico puede salvarse y que todo rico es avaro» (Guibert 171; +Dionisio Foullechat, a.1369, ib.306-308: Dz 1087-1094). Jesús, refiriéndose precisamente a la salvación de los ricos, dijo: «Para los hombres, imposible; mas para Dios todo es posible» (Mt 19,25-26). Santo Tomás, fraile mendicante y gran teólogo de la pobreza, nunca enseñó que las riquezas son algo perverso, un mal en sí; por el contrario, reconoció que «también las riquezas, en cuanto son cierto bien, son algo divino, principalmente en cuanto dan posibilidad de hacer muchas obras buenas» (Quodlibeto 10,q.6, a.12 ad 2m; +a.14; STh II-II,129,8; C.Gentes III,133).))

4. -De hecho, sin embargo, «¡qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos!» (Mt 19,23). Qué raras veces saben los ricos poseer sus riquezas sin apego, poniéndolas al servicio de Dios, procurando con ellas su propio bien verdadero, y haciéndolas benéficas para los hombres. Normalmente la posesión de riquezas ocasiona el apego a ellas, y viene a ser así un grave obstáculo para el crecimiento en la caridad, es decir, en el amor al Señor y en el amor a los hermanos.

El peligro de las riquezas

Jesús señaló el peligro de la «seducción de las riquezas», que son como «espinas» que ahogan la Palabra divina sembrada en las almas (Mt 13,22; +Mc 4,19; Lc 8,14; 21,34). Se pierde aquél que «atesora para sí y no es rico ante Dios» (12,15-21). Al fuego eterno irán los malos ricos, que no supieron compadecerse del pobre Lázaro, aunque lo tenían a su puerta (16,19-31). No supieron ver en él a Cristo: «Tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,31-46).

No siempre, por supuesto, la riqueza es ocasión de perdición eterna, pero con gran frecuencia impide ir a la perfección: es el caso del joven rico que respondió negativamente, no obstante ser bueno y cumplidor, a la llamada de Cristo, y «se entristeció mucho, porque era muy rico» (Lc 18,18-23).

Los apóstoles hacen también advertencias gravísimas a los ricos (Sant 5,1-5) y a los países ricos (Ap 18,7.16). «Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores» (1 Tim 6,9-10).

La Tradición de la Iglesia hace enseñanza constante de esta doctrina. Un texto muy preciso de Santo Tomás puede darnos la síntesis del pensamiento de los Padres y de los santos: «Desde el momento en que una persona posee bienes de este mundo, ve su alma arrastrada al amor de los mismos. Por eso el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad es la pobreza voluntaria, según dice el Señor: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme" (Mt 19,21). La posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la caridad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen; ya se ha dicho que "los cuidados del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra" de Dios (13,22). Por eso es difícil conservar la caridad entre las riquezas. Y así dice el Señor: "Qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos" (19,23). Y esto, ciertamente, debe entenderse de aquel que de hecho posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es imposible, cuando añade: "Más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos" (19, 24)» (STh II-II,186,3 in c. y ad 4m).

El Magisterio apostólico puede aquí ser representado por Pío XII: «¿Qué hombre, partícipe de esa enfermedad que lleva consigo el pecado de nuestro primer padre, a menos de contarse entre los más perfectos que la gracia de Dios ha excepcionalmente suscitado, podrá guardar su corazón completamente desprendido de las cosas de la tierra [pobreza espiritual], si de algún modo no se aparta lo más posible de ellas y no se abstiene valientemente de las cosas terrenas [pobreza material]? Nadie goza de las comodidades de que este mundo abunda, ni toma parte en los placeres de los sentidos, ni se recrea en los goces que ofrece más y más cada día a sus adeptos, sin perder algo de su espíritu de fe y de su caridad con Dios» (11-II-1958; +LG 42e; GS 63c).

((No obstante estos graves avisos del Señor, son muchos los cristianos que no reconocen la peligrosidad de las riquezas. Que los cristianos alejados, habitualmente distantes de la Biblia, de la Iglesia, de la oración y de los sacramentos, estimen la riqueza como una de las mayores bienaventuranzas, y centren su esfuerzo en conservarlas o en adquirirlas, es perfectamente normal y previsible. Hay que elegir entre servir a Dios y servir a las riquezas (Mt 7,24). Y ellos, como no tienen puesta la vida al servicio de Dios, la tienen al servicio del dinero. Normal.

Más extraño resulta que algunos cristianos ricos, siendo ortodoxos y piadosos, no vean en sus altos salarios o en sus crecidas rentas un grave peligro para el crecimiento en la caridad. Consideran, al parecer, que la búsqueda de la perfección cristiana es -al menos en los laicos- perfectamente compatible con un género de vida sólo posible para una pequeña parte de la sociedad en que viven, y sólo asequible para una mínima parte de la humanidad actual, en la que tantos hijos se le mueren a Dios de hambre.

Esto es algo que, por ejemplo, Santa Teresa no podía entender: «Yo lo pienso muchas veces y no puedo acabar de entender cómo hay tanto sosiego y paz en las personas muy regaladas» (Medit. Cantares 2,15). «Gózanse de lo que tienen, dan una limosna de cuando en cuando, no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que repartan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (2,8). Es como si ignorasen que de esos formidables presupuestos familiares, de esos viajes y vacaciones costosísimos, de esas necesidades falsas admitidas como reales por mimetismo mundano, y de tanto gasto inútil han de dar estrecha cuenta a Dios: «Y ¡cuán estrecha! Si lo entendiese [el rico], no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad» (2,11). «¡Ay de los ricos!», dice el Señor...))

Los valores de la pobreza evangélica

Los valores fundamentales de la pobreza cristiana son varios, relacionados todos entre sí.

Pobreza de criaturas para enamorarse más de Dios. -El cristiano ha de procurar no tener, o tener como si no tuviera, de modo que su corazón esté siempre libre para amar a Dios. En este sentido, enriquecerse de criaturas suele ser empobrecerse de Dios. Si leemos muchos diarios y revistas fascinantes, dejamos la Biblia a un lado. Si permitimos que la televisión se apodere de nosotros con sus mil variedades, olvidamos el sagrario. Si viajamos de aquí para allá para distraernos, nos vamos incapacitando para estar un rato de oración con el Señor. Y así ocurre con todo, incluso con las cosas de suyo mejores, pero poseídas sin espíritu de pobreza.

San Juan de la Cruz lo explica así: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Y esto es así porque el hombre es pecador, no por las criaturas en sí mismas. Por eso, «aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo, necesariamente no hacen pecar, pero porque ordinariamente con flaqueza de afición se ase el corazón del hombre a ellos y falta a Dios -lo cual es pecado, porque pecado es faltar a Dios-, por eso dice el Sabio que [si fueres rico] no estarás libre de pecado» (18,1). De ahí que cada uno, según su estado y vocación, debe empobrecerse de criaturas por el ayuno y la limosna para enriquecerse en el amor a Dios y al prójimo.

Pobreza para vivir como hijo de Dios. -El hijo emancipado vive de los bienes recibidos de su padre, pero separado de éste, mientras que el que vive como hijo vive en la casa del padre, sin nada propio, recibiéndolo todo de él directamente. El rico quiere asegurar su vida con bienes de este mundo: «La riqueza es para el rico fuerte ciudadela; le parece una alta muralla» (Prov 18,11). El pobre, con prudencia espiritual, procura en cambio la inseguridad, el desvalimiento, para que su circunstancia de vida le ayude a buscar siempre en Dios su apoyo: «Sólo Dios basta» (Santa Teresa, poesía 30).

San Ignacio de Loyola cuenta de sí mismo que cuando, a poco de su conversión, quiso ir a Jerusalén -un viaje entonces no poco azaroso-, «aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio. Y así un día a unos que mucho le instaban, él dijo que deseaba tener tres virtudes: caridad y fe y esperanza; y llevando un compañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también se confiara de él y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto que decía de esta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse no sólamente solo, mas sin ninguna provisión» (Autobiografía 35). La pobreza es un apasionado deseo de apoyarse directamente en Dios, viviendo como hijo, confiándose gozosamente a la continua solicitud amorosa de la Providencia divina.

Pobreza por amor a Cristo pobre. -Esta motivación de la pobreza es una de las más reiteradas por los santos y los maestros espirituales. Los miembros del Cuerpo quieren participar de la pobreza que su Cabeza eligió para sí, pues no conviene que el siervo sea mayor que su Señor, ni que el discípulo se vea mejor que su Maestro (Jn 15,20). Por eso no se comprende que un cristiano pueda aguantar una vida de riqueza, como no sea que graves razones de bien común así lo aconsejen. San Juan de Avila predicaba en un sermón: «¿Cómo puedes, hombre regalado, llevar tus blanduras y deleites, viendo a Cristo en un pesebre? ¿No has vergüenza, hombre, que buscas altezas? ¿Cómo lo puedes sufrir?» (Serm.4 Navidad 450; +Serm.3 vísp. Navidad 205-245).

Pobreza para participar más de la cruz de Cristo. -Todos los hombres sufren, pero los pobres más. Por eso, el que quiere vivir «crucificado con Cristo» (Gál 2,19), evita hasta la sombra de la riqueza, y busca la pobreza, para colaborar más en la redención del mundo, completando en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). La pobreza, sin duda, tiene no poco de martirio. San Bernardo dice que «con la pobreza se compra lo que con el martirio sufrido por Cristo se obtiene sin dilación alguna» (Serm.1 todos Santos 15).

Pobreza por amor a los pobres. -Los bienes económicos son limitados, y no puede haber limosna sin ayuno. El que ama de verdad a sus hermanos pobres, consume lo menos posible en sí mismo, para poder así ayudarles con más. Pero no sólo es eso; el que ama a los pobres quiere acercarse a ellos, unirse más con ellos, compartir en lo posible sus situaciones precarias -aunque esto no trajere a los pobres ningún beneficio material inmediato-. Y por eso busca y procura vivir la pobreza. Por lo demás, «pobres, en todo tiempo los tendréis con vosotros» (Mt 26,11). Los tenemos en los países pobres, pero también en los pueblos ricos, ya que pobre es un concepto relativo: es pobre el que tiene menos de lo que posee la mayoría de sus conciudadanos.

La cristiana veneración a los pobres queda muy bien reflejada en este texto de San Ignacio de Loyola: «Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo» (+Sal 11,6; Lc 4,18); y Dios «tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio [apostólico] de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia»... Los pobres «no sólo son reyes, mas hacen participantes a los otros del reino, como en San Lucas (16,9) nos lo enseña Cristo, diciendo: «Granjeaos amigos con esa riqueza de iniquidad, para que cuando os venga a faltar, os reciban en las moradas eternas». Estos amigos son los pobres, por cuyos méritos entran los que les ayudan en los tabernáculos de la gloria, y sobre todo los voluntarios. Según San Agustín, éstos son aquellos pequeñitos de los cuales dice Cristo: «Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)» (Cta.39).

Pobreza por humildad. -A los pobres se les dice gente humilde, y hay razón para ello. Cierto que humildad o soberbia pueden hallarse en ricos o en pobres, pero, como dice San León Magno, «no puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres en su indigencia se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia» (ML 54,462). Y a la vanidad.

Pobreza por libertad espiritual. -El hombre ávido de bienes de este mundo -dinero, poder, prestigio-, está perdido para la verdad y el bien. Es inevitable que en uno u otro grado se haga cómplice de los errores y males de su tiempo, pues sin esa complicidad no podría triunfar en el mundo. Por eso Jesús aconseja tanto la pobreza, a fin de que el corazón del hombre quede libre para la verdad y el bien, es decir, quede dócil al Espíritu Santo y a todos sus sorprendentes caminos y luces. Aquí hemos de recordar lo que, tratando de la carne, decíamos de la ascesis liberadora de la voluntad.

San Juan de la Cruz describe bien las distintas relaciones que con las criaturas tienen el que está asido a ellas y el desasido: «Éste, en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (+2 Cor 6,10); ese otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena» (3 Subida 20,3).

Pobreza por liberarse del Demonio. -Apenas puede el Demonio dañar al hombre si no encuentra en éste avidez de criaturas. Ya sabe Satanás que él mismo no es atrayente para el hombre, y por eso emplea normalmente la fascinación de las criaturas para someterle de este modo a su influjo. Observa Staudinger (187), comentando Mt 6,24, que en la Escritura «ni la riqueza en sí, ni los bienes de la vida como tales son presentados como opuestos a Dios, sino "el Príncipe de este mundo", que los ha tomado a su servicio y los ha convertido en reclamos para el triunfo de su espíritu en la tierra. Frente a ello sólo cabe una actitud: liberarse de todo esto, al menos interiormente, con la disposición de ánimo de la pobreza de espíritu».

Pobreza para el apostolado. -Jesucristo, el Apóstol supremo (Heb 3,1), quiso ser pobre para vivir más profundamente su relación filial con el Padre, para mejor manifestar al mundo esa relación filial, y para mostrarse fidedigno ante los hombres. Fue pobre, dice Santo Tomás, «porque esto convenía para su oficio de predicador» (STh III,40,3). Y por esas mismas razones quiso Jesús que sus apóstoles evangelizasen en pobreza (Lc 9, 3-4), sin oro ni plata (Hch 3,6), dejándolo todo (Mt 19,27).

San Pablo insiste mucho en la conveniencia de la pobreza para el apostolado Debe ser patente que el apóstol busca no los bienes del hombre, sino el bien del hombre (2 Cor 12,14). Y ha de ser también manifiesto que, en el mundo, el lugar del apóstol es el lugar de Cristo: persecución, pobreza, humillación y muerte. En la flaqueza está la fuerza del apóstol (1 Cor 4, 9-13; 2 Cor 4,8-12; 12,9-10). La eficacia de su ministerio no ha de estribar en dinero, organización, métodos, vanas ciencias y elocuencias, sino en «la demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se funde en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,1-5).

Medida de la pobreza

El espíritu de pobreza debe crecer sin medida, pero la pobreza material, en su realización concreta, debe tener una medida, según ciertos principios de la prudencia del Espíritu Santo. Tratemos de señalar estos principios.

1. -La pobreza evangélica no está en seguir el nivel de vida general del medio en que se vive, evitando sólamente aquellos gastos que, al no ser comunes, pueden considerarse superfluos. En muchas sociedades actuales la estimulación al consumo -en comida, vestidos, casa, viajes, vacaciones, comodidades, cuidados corporales, etc. etc.- es tan eficaz y exorbitante, que el nivel medio de vida establecido para muchas personas no sólo no es evangélico, pero ni siquiera razonable. Muchas veces lo superfluo es considerado necesario.

2. -Más aún, la pobreza evangélica implica a veces la privación de lo necesario; se entiende, de lo realmente necesario. Jesucristo elogia a aquella pobre viuda «porque todos han echado de lo que les sobra, mientras que ella ha echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43). Así han entendido los santos la pobreza cristiana, y así la han vivido y enseñado. San Bernardo exhorta al ideal de «procurar a otros las cosas necesarias, padeciendo nosotros necesidad» (Serm. 35 de los tres órdenes 5). No siempre, por supuesto, la pobreza lleva a privarse de lo necesario -sería suicida-, pero si de verdad es evangélica, a veces sí.

((Una pobreza razonable, que limita sólo a lo necesario, no participa a fondo de la pobreza de Cristo, pues el amor de Cristo da a la pobreza una fisonomía crucificada, loca y escandalosa (1 Cor 2,21-24). La verdadera pobreza evangélica, por ejemplo, es aquella pobreza dolorosa de Santa Teresa de Jesús: «¡Oh, qué trabajos, estos atamientos de nuestra pobreza!» (Cta. 202). La pobreza evangélica implica a veces la carencia de lo necesario; y cuando así sea, «no se desconsuelen, que a eso han de venir determinadas; esto es ser pobres, faltarles, por ventura, al tiempo de mayor necesidad» (Constit. 7,1). Santa Teresa del Niño Jesús enseña que «la pobreza consiste no sólo en verse una privada de las cosas agradables, sino también de las indispensables» (Manuscritos autobiográficos VII,16). Implica ante todo un despojamiento radical del espíritu de posesión: «He renunciado a los bienes de la tierra por el voto de pobreza. No tengo, pues, el derecho de quejarme si me quitan una cosa que no me pertenece; antes al contrario, debería alegrarme cuando se me presenta la ocasión de ejercitar la pobreza» (IX,32). Y Santa Bernardita dejó escrito en una libreta de notas: «La pobreza no debe ser sólamente molesta, sino crucificante».))

3. -La pobreza debe ser proporcionada al desarrollo espiritual, y, como ya sabemos, éste se produce según el crecimiento en la caridad. Por tanto, si amamos a Dios poco, pequeña será nuestra capacidad de pobreza, y la carencia de criaturas nos hará vivir más pendiente de ellas que si las tuviéramos en paz. En cambio, si le amamos mucho, las cosas del mundo dejarán de fascinarnos; las amaremos, pero con un corazón libre, y las tendremos sólo en la medida en que Dios lo quiera (+Flp 3,7-8). Ya dice San Juan de Avila que «quien tiene olor de las cosas de Dios, aborrece lo más próspero del mundo» (Serm.12, dom. 4 cuaresma 450). Y del mismo modo, si amamos al prójimo poco, no sentiremos sus necesidades como propias, y necesitaremos muchas cosas para estar contentos; mientras que si le amamos mucho, tendremos aún más contento en dar que en poseer.

Este mismo principio puede ser enunciado de otro modo: poseamos más o menos según «necesitemos tener». Un niño necesita tener juguetes para estar contento. Que los tenga, pues, mientras es niño. Pero que procure crecer, de modo que su corazón se contente con menos cosas y más altas y preciosas. Siempre la paz es un valioso criterio de discernimiento. Tengamos lo que necesitamos tener para vivir en paz; y tengámoslo con acción de gracias, con pobreza de espíritu, y con humildad, reconociendo que nuestra flaqueza o nuestra inmadurez espiritual nos hace necesitar tantas cosas. Esa humildad, unida al espíritu de pobreza, nos hará tender a necesitar cada vez menos criaturas.

4. -La pobreza esté proporcionada al fin de la propia vocación. Una será la pobreza concreta conveniente a éstos o a aquellos otros laicos, según su misión en el mundo; distinta será en laicos, en sacerdotes y religiosos. En religiosos de vida activa será una determinada pobreza, mientras que en los de vida contemplativa será otra, normalmente mayor (C. Gentes III,133). Y puede decirse de todos los estamentos cristianos que «tanto más perfecta será una Orden respecto a la pobreza, cuanto viva una pobreza más acomodada a su fin» (STh II-II,188, 7). Hablando, por ejemplo, San Juan de Avila a sacerdotes les decía: «Si vuestro fin, vos que sois clérigo, es ganar almas a Dios, miremos con qué aparatos y vestidos y aderezos las habéis de llevar; el fin lo descubrirá» (Plát.6 a sacerd. 90).

((Sería un paupertismo erróneo estimar que la pobreza cristiana es tanto más perfecta cuando más extrema en sus concreciones materiales. La pobreza no es en sí misma perfección, no es fin; es medio para la perfección, y en los medios debe haber medida, buscada siempre en la prudencia del Espíritu Santo. En este sentido, Santo Tomás enseña: «Tanto más laudable será ]a pobreza, cuanto el modo pobre de vivir produce menos solicitud [lo cual dependerá no poco, como hemos dicho, del grado de crecimiento espiritual]: no cuanto sea una pobreza cuantitativamente mayor. La pobreza, en efecto, no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera al hombre de aquellas cosas que le impiden tender a lo espiritual» (C. Gentes III,133).))

5. -En la duda, procurar tener menos. Como dice Santa Teresa, «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» como de todo (Medit. Cantares 2,11). Este consejo es válido para todos los cristianos, si bien su realización concreta variará mucho en unos y otros según su vocación y edad espiritual. En el mundo los hombres procuran tener lo más posible. En el Reino los cristianos tienden a tener lo menos posible. Son dos tendencias justamente contrapuestas, dos estilos de vida distintos, el mundano y el cristiano.

Por eso, todo impulso adquisitivo debe ser frenado, ha de ser moderado por la prudencia y el espíritu de la pobreza. No adquiramos nada si estamos en la duda de su necesidad o conveniencia. No compremos algo nuevo, ni mejoremos el modelo viejo, ni nos rodeemos de más cosas, en tanto no estemos moralmente ciertos de que esa adquisición nos es de verdad conveniente o necesaria; es decir, en tanto no estemos seguros de que Dios quiere darnos ese nuevo don. En otras palabras, no queramos tener sino aquello que quiera concedernos nuestro Padre celestial, «de quien desciende todo buen don y todo regalo perfecto» (Sant 1,17).

El cristiano debe sentir verdadera fobia al lujo innecesario. Sólo por razones graves y seguras podrá aceptar en su vida cierto lujo moderado. Pero el lujo superfluo -por ejemplo, viajes innecesarios muy costosos- debe considerarlo con horror, como tener dos esposas, pues es un crimen, es un robo, y mientras haya gente que muere de hambre, puede ser un asesinato. Los Apóstoles no querían en sus fieles ni joyas de oro, ni perlas, ni vestidos o peinados costosos (1 Tim 2,9; 1 Pe 3,3). «Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. Así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos» (1 Tim 6,7-8). Recordemos que en este punto el Evangelio de Cristo hubo de enfrentarse con unas culturas antiguas que apreciaban mucho el lujo, y que incluso lo veneraban como signo inequívoco de honestidad y dignidad. Hoy el Evangelio, en unas coordenadas mundanas semejantes y diversas, debe igualmente enfrentarse con un mundo indeciblemente obsesionado por el consumo material siempre mayor. Pues bien, todo lujo superfluo es un pecado miserable, vergonzoso. San Juan de Avila, como todos los santos, así lo consideraba: «Decí: ¿Qué conciencia hacéis de eso? Ya me ha acontecido a mí no absolver a una buena mujer, honesta y casada, y por tener muchas sayas y locuras, decirla: «Anda a otro confesor, que mi Ego te absolvo no lo llevaréis»» (Serm. 12 dom.4 cuaresma 315).

6. -En fin, la pobreza es una gracia de Dios, y por tanto no debemos decidir su medida según nuestra voluntad, sino mirando cuál sea la voluntad de Dios. Hemos de vivir aquella pobreza que Dios nos quiera conceder: ni mayor, ni menor, ni en otra modalidad distinta. Eso sí, hemos de pedir a Dios la gracia de poder vivir en mayor pobreza. Así lo pedía Santa Teresa, que tantas dificultades e impedimentos encontraba para enderezar el Carmelo por el camino de la pobreza: «En tornando a la oración y mirando a Cristo en la cruz tan pobre y desnudo, no podía poner a paciencia ser rica. Suplicábale con lágrimas lo ordenase de manera que yo me viese pobre como él» (Vida 35,3).

La limosna

La Biblia enseña el gran valor de la limosna, así como su constante necesidad. Hoy, felizmente, se insiste en la justicia social; pero esta insistencia no debe llevar implícito un menosprecio por la limosna -se le dé a ésta el nombre que sea; nosotros usaremos este término bíblico y tan arraigado en la tradición cristiana-. Nosotros damos al prójimo en justicia lo que es suyo; mientras que cuando le damos en caridad le damos de lo que es nuestro.

Verdad es que en este mundo, que acumula históricamente, a lo largo de los siglos, tan innumerables injusticias en la situación económica de personas, familias y naciones, apenas es posible distinguir realmente lo mío de lo tuyo, lo nuestro de lo vuestro. Y aunque en principio hay que atenerse a las leyes, éstas resultan en este punto un indicador moral sumamente ambiguo. Pero en fin, sea en justicia o en caridad, sean posesiones honestas o sean «riquezas injustas» (Lc 16,11), el caso es que los hijos de Dios, si quieren parecerse al Padre y a su Hijo Jesucristo, deben dejarse mover por el Espíritu divino del amor, dando generosamente a los necesitados, aunque no alcancen a saber bien si en cada caso se trata de una restitución o más bien de una limosna.

Por otra parte, así como siempre habrá hombres que -por sus méritos o injustamente- tengan más de lo que necesitan, siempre habrá también hombres que -por su culpa o como víctimas de culpas ajenas- carezcan de lo necesario. Pues bien, aquéllos deben acudir a éstos con la limosna. Es algo apremiantemente requerido por el amor.

En el Antiguo Testamento la espiritualidad de la limosna tiene gran importancia. Si son pobres aquéllos que no alcanzan el nivel económico medio de su pueblo, bien puede afirmarse que «nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso [dice Yavé] yo te doy este mandato: Abrirás tu mano a tu hermano, al necesitado y al pobre de tu tierra» (Dt 15,11). Dar al pobre es una ofrenda cultual, con premio eterno, pues «a Yavé presta quien da al pobre; él le dará su recompensa» (Prov 19,17). Por otra parte, muy importante, «la limosna expía los pecados», purifica, reconcilia con Dios (Sir 3,32; +Tob 4,7-11; 12,9; 14,2; Ez 18,7; Sal 40,1-4).

En el Nuevo Testamento Jesús habla de la tríada sagrada limosna-oración-ayuno nada menos que en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). El Padre premiará al que da humildemente, sin que la izquierda sepa lo que da la derecha (6,3-4). El camino de la perfección se inicia despojándose de todo en favor de los pobres (19,21). Y todos debemos dar, también la viuda pobre, que «de su miseria ha echado todo cuanto tenía, todo su sustento» (Mc 12,44). Dar a los pobres es lo mismo que dar a Cristo, y no asistirles es negarle ayuda a Cristo pobre, hambriento, sediento, desnudo, preso o enfermo. Esta será, nos lo dice el Señor, la cuestión decisiva en el Juicio final (Mt 25,31-46).

Los Apóstoles ven en la limosna un profundo sentido cultual y religioso; no ven en ella sólo un medio para remediar a los necesitados. La limosna ha de hacerse por amor a los hermanos y en honor de Dios (2 Cor 8-9). Por eso «a los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios. Que se enriquezcan en buenas obras, que den con buen ánimo, que repartan, atesorándose un buen capital para el porvenir, para adquirir la vida verdadera» (1 Tim 6,17-19). La figura del cristiano «que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,21) produce espanto. San Juan se pregunta: «El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidades, le cierra sus entrañas ¿cómo mora en él la caridad de Dios?» (1 Jn 3,17).

Por otra parte, sustentar a los obreros apostólicos es una obligación de caridad y de justicia. El Señor manda a sus discípulos sin oro ni plata, «porque el obrero es acreedor a su sustento» (Mt 10,9-10). «Así ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio: que vivan del Evangelio» (1 Cor 9,14; +9,4-14; Gál 6,6; 1 Tim 5,18). Y quienes den algo, aunque sólo sea un vaso de agua, a los discípulos de Cristo, para ayudarles en su vida y en su ministerio, pueden estar ciertos de que no perderán su recompensa (Mt 10,40-42).

La concepción cristiana de la propiedad difiere no poco del pensamiento del mundo. A la luz de la fe lo primario es el destino universal que Dios ha dado a los bienes creados en favor de todos los hombres; lo secundario es la propiedad privada, que ha de entenderse y ejercitarse como un medio para alcanzar ese fin, el bien común. Esta doctrina, reiterada por los Padres, ha sido frecuentemente enseñada por el Magisterio apostólico (GS 71e). Por eso quienes entienden que lo primario es la propiedad privada, aunque generosamente le reconozcan a ésta, de modo secundario, una cierta función social, se alejan del Evangelio y de la tradición cristiana. Santo Tomás enseña que «no debe el hombre tener las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación en ellas a los otros cuando lo necesiten» (II-II,66,2). Esta es, sin duda, la doctrina de la Iglesia, muchas veces formulada con esas mismas palabras (+León XIII, enc. Rerum novarum 15-V-1891; Vat.II, GS 69,71; Juan Pablo II, enc. Centesimus Annus 1-V-1991, 30).

Santo Tomás precisa más su pensamiento cuando dice: «Los bienes temporales, que divinamente se confieren al hombre, son ciertamente de su propiedad; pero su uso no debe ser sólamente suyo, sino también de aquéllos que puedan sustentarse con lo superfluo de ellos. Por eso dice San Basilio: "Si confiesas que [los bienes] se te han dado divinamente ¿es injusto Dios al distribuir desigualmente las cosas? ¿Por qué tú abundas, y aquél, en cambio, mendiga, sino para que tú consigas méritos con tu bondadosa comunicación y él sea premiado con el galardón de la paciencia? Es pan del hambriento lo que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se apolilla, y dinero del pobre el que tienes guardado. Por eso eres envilecido en cuanto no das lo que puedes" (MG 31,275-278). En determinadas circunstancias se peca mortalmente si se omite dar limosna: por parte del que ha de dar, cuando tiene de sobra y no le es necesario en su actual situación, y en lo que prudentemente puede prever; pues no es necesario que prevea todos los reveses futuros, que le pueden sobrevenir; esto sería "pensar en el mañana", prohibido por el Señor (Mt 6,34); antes debe reputar lo superfluo o necesario conforme a lo que ordinariamente y las más de las veces ocurre» (II-II,32,5 ad 2-3m).

La pobreza ignorada y despreciada

El espíritu de la pobreza ha penetrado poco en los cristianos. Da pena reconocerlo, pero es la verdad. Los mismos buenos cristianos que en otras materias, como la castidad, tienen una conciencia sumamente delicada y dócil a la doctrina de la Iglesia, en cuestiones de riqueza y de pobreza piensan y obran a su antojo, y no se hacen problema de conciencia en seguir unas costumbres económicas que, consideradas a la luz del Evangelio, bien pueden ser consideradas como criminales.

Padres de familia, por ejemplo, que en la moral conyugal son «conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b), en cuestiones de riqueza y de pobreza ignoran ampliamente el Magisterio eclesial, y orientan sus vidas y las de sus hijos según el mundo, en patente contradicción al Evangelio.

La Iglesia sabe que hay desigualdades justas, pero también conoce y denuncia otras que son injustas. «Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana» (GS 29c). «Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias» (88a).

En efecto, la riqueza de unos a veces «contrasta de manera abierta e insolente» con la pobreza de otros (Juan XXIII, enc. Mater et Magistra 15-V-1961, 69). Estas desigualdades, con los odios y las miserias materiales que ocasionan, «deben desaparecer» (GS 83). Para ello será preciso que la acción política promueva más eficazmente la justicia; pero mientras ésta llega -y parece que va para largo-, los cristianos deben aumentar en mucho más su austeridad de vida, es decir, su ayuno y su limosna.

El cristiano debe sentir hacia el lujo verdadera repugnancia, y como no haya muy altas razones de bien común, en modo alguno debe permitir que tal sierpe venenosa se introduzca en su casa y le pervierta a él y a sus hijos. La gran presión de la propaganda consumista asocia en las mentes constantemente la felicidad con el lujo superfluo de último modelo.

La educación cristiana ha de ir en sentido contrario. En la Utopía de Santo Tomás Moro, por ejemplo, «el oro y la plata sirven para hacer orinales», y las cadenas para esclavos o para criminales son también de esos metales. «Así cuidan de que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia». Con las perlas y piedras preciosas adornan a los niños pequeños, y de este modo «cuando crecen un poco en edad ven que sólo los llevan los niños y, sin que sus padres les hagan advertencia alguna, se avergüenzan, y las abandonan» (lib.II,VI).

Los padres cristianos deben vacunar a sus hijos contra la peste de lo superfluo con el mismo y mayor cuidado con que los vacunan contra el sarampión y la poliomelitis, la tosferina y el tétanos. Y cuando la familia ha de discernir entre necesario y superfluo conviene que no miren al mundo y a los que tienen más, sino al Evangelio y a los que tienen menos.

Pobreza en el tener y austeridad en el usar

Hasta aquí nos hemos referido al espíritu de pobreza sobre todo en referencia al tener más o menos bienes de este mundo. Pero ya se comprende que este mismo espíritu ha de aplicarse al usar más o menos de esos bienes.

Tener, por ejemplo, un aparato de televisión puede ser perfectamente acorde con la pobreza evangélica; pero usar de él normalmente varias horas cada día es un abuso: es un uso desordenado, gravemente nocivo, es un apego desordenado a un bien creado, es un consumo sumamente excesivo de un bien mundano. Nada tiene eso que ver con la austeridad propia del espíritu evangélico. Nada tiene que ver con ese «tener como si no se tuviera» que han de vivir «los que compran, los que disfrutan del mundo» (1 Cor 7,29-31).

Quien así abusa en su consumo del mundo visible -televisión, cine, teatro, deportes, modas, viajes, diversiones, fiestas, videos, comidas caprichosas, revistas, juegos, lecturas superfluas, aprendizajes vanos, etc.- acabará mundanizado, es decir, descristianizado. Y desde luego nunca llegará en este mundo a gozar del amor de Dios.

Traeremos de nuevo el principio enunciado por San Juan de la Cruz, igualmente válido para los seglares, que han de tener bienes de este mundo, o para los religiosos, que lo han «dejado todo» -aunque unos y otros hayan de hacer de él una aplicación concreta diversa-: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Esto es así. De hecho.

Los diezmos

La ley de diezmos y primicias ha sido en la Iglesia una de las más constantes y universales. Los fieles cristianos, sin duda, han de vivir ordinariamente movidos por la caridad, sin necesidad de mucha ley externa; y, de hecho, son muy pocas las leyes positivas de la Iglesia que afectan habitualmente a los fieles. Pero la ley debe venir en ayuda de la caridad cuando ésta, en materias graves, y en la mayoría de los cristianos, no se muestra expedita en su ejercicio. Y este es precisamente el caso de la ayuda económica a la Iglesia y de la comunicación de bienes materiales. Actualmente la Ley canónica universal ordena: «Los fieles presten ayuda a la Iglesia mediante las subvenciones que se les pidan y según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal» (c.1262).

La Iglesia primitiva practicó la comunicación de bienes en forma bastante generalizada, al menos en una cierta medida, suficiente para evitar la pobreza entre los hermanos (Hch 2,42-47; 4,32-37). Los que comunicaban en los bienes espirituales, lo hacían también en los bienes materiales (Rm 15,25-27; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 6,10). El mismo ideal y la misma práctica se expresan en otros documentos de los siglos I y II (Dídaque 4,8; Cta. Bernabé 19,8; Pastor Hermas V comparac. 3,7; Arístides, Apología 15,5-7; San Justino, I Apología 14,2-3; 67,1).

Pronto se van configurando los diezmos, siguiendo el antecedente de Israel (Núm 18; Dt 26), y se hallan sus primeras formulaciones en la Dídaque, los Canones Apostolorum, las Constitutiones Apostolorum y otros antiguos documentos eclesiales. Hacia el siglo IV, después de Constantino, los diezmos adquieren ya en la Iglesia su forma típica (San Jerónimo: ML 25,1568-1571; San Agustín: 38,89,522), aunque todavía no son exigidos disciplinarmente y en el fuero externo, sino que sólo gravan la conciencia de los cristianos. Estas ofrendas de los fieles tienen un destino triple: culto, clero y pobres.

Los diezmos -que no solían ser realmente una décima parte de los ingresos, ni mucho menos-, a pesar de abusos e incumplimientos, fueron generalmente una ley eclesial universalmente observada. Y estuvieron vigentes hasta hace no mucho: en Francia hasta 1790, en España hasta 1837. Su extinción -a veces forzada por el Estado- tuvo históricamente varias causas: riqueza de la Iglesia, funciones educativas y benéficas asumidas por el Estado moderno, hostilidad al clero, debilitamiento de la vida cristiana, etc. No deja de ser curioso, y significativo, que los diezmos hayan desaparecido precisamente cuando los países hoy ricos iniciaban un proceso de enriquecimiento acelerado, cuyas proporciones no tienen antecedente histórico semejante. Cuando los países cristianos se enriquecieron, juzgaron imposible la práctica de los diezmos (que, por lo demás, mormones, militantes comunistas y miembros de otros grupos, están en ciertos lugares obligados a entregar). Incluso se considera imposible ayudar a los países pobres con un 1 %, menos aún, con un 0’7 %.

Parece, pues, conveniente que, individualmente o en asociaciones apropiadas, los cristianos se obliguen a unos diezmos proporcionados a sus posibilidades. La experiencia nos muestra que cuando las limosnas quedan abandonadas al eventual impulso de la caridad, incluso en los buenos cristianos suelen ser pequeñas, casi ridículas.

6. La castidad

J. Coppens, Sacerdocio y celibato, BAC 326 (1972); M. M. Croiset, Virginité et vie chrétienne au regard du rituel de la consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 116-128; J. Galot, La motivation évangélique du célibat, «Gregorianum« 53 (1972) 731-758; J. L. Larrabe, La virtud de la castidad según la reflexión teológica de Santo Tomás, «Ciencia Tomista» 100 (1973) 191-214; L. Legrand, La virginité dans la Bible, París 1964, Lectio divina 39; L. Merino, Origen y vicisitudes históricas del celibato ministerial, «Burgense» 21 (1971) 91-162; R. Metz, Le nouveau rituel de consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 88-115; A. M. Sicari, Matrimonio e verginità nella problematica della tradizione, «Ephemerides Carmeliticæ» 28 (1977) 226-277; R. de Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva (tratados patrísticos sobre la virginidad), BAC 45 (1949); P. Zerafa, Matrimonio, verginità e castità in S. Paolo, «Riv. di Ascetica e Mistica» 12 (1967) 226-246.

Véase también Pío XII, const. apost. Sponsa Christi, 21-XI-1950; enc. Sacra Virginitas (= S.Virg.), 25-III-1954; Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus (=S.Coelib.), 24-VI-1967; S. Congr. Educ. Católica, Orientaciones sobre la educación para el celibato sacerdotal, «Ecclesia» 35 (1975) 400-428; S. Congr. Fe, decl. Persona humana, 29-XII-1975; texto y comentario en AA.VV., Algunas cuestiones de ética sexual, BAC 1976; catequesis de Juan Pablo II: 10-III-1982ss: DP 1982, 81ss. Catecismo, castidad y vicios contrarios (2337-2391, 2514-2527); virginidad (723, 922-924ss, 1618-1620).

La castidad

La castidad es una virtud sobrenatural que orienta en la caridad el impulso genésico, tanto en lo afectivo como en lo físico. Ella suscita el pudor, «la prudencia de la castidad», como decía Pío XII: «El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes» y los menos castos (S.Virg. 28).

La lujuria, en cualquiera de sus modalidades lamentables, es rechazada con energía por la sagrada Escritura. «Ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas poseerán el reino de Dios» (1 Cor 6,9 10). Los fornicarios, en efecto, son idólatras; dan culto a la criatura en lugar de al Creador (Ef 5,5; Col 3,5-6; +Rm 1,25). La lujuria repugna en absoluto al que es miembro de Cristo y templo del Espíritu divino (1 Cor 6,12-20). Y se puede pecar de ella con actos sólo internos, pues Cristo nos enseña que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya en su corazón cometió adulterio con ella» (Mt 5,28).

No es la lujuria, por supuesto, el más grave pecado, pero sí es la más grave quiebra de la virtud de la templanza (STh II-II,151,4 ad 3m), y es un vicio capital, esto es, cabeza de otros muchos males: egoísmo, avidez del mundo, olvido de Dios y de la esperanza del cielo, obscurecimiento del juicio, inconstancia, vanidad, infidelidad, mentira, etc. (153,4-5; 53,6).

((Digamos de paso que la sexología moderna apenas sirve para el conocimiento de la castidad, pues cuando, por ejemplo, A. Kinsey, W. H. Masters-V. Johnson, G. Zwang, estudian el impulso sexual humano, consideran normal, o si se quiere natural, todo aquello que aparece como conducta mayoritaria entre los hombres observados. Las consecuencias a que llegan estos estudios son previsibles, si tenemos en cuenta que son hombres adámicos, viejos y pecadores la mayoría de los individuos observados.))

La perfecta castidad es un amor perfecto al prójimo, una gran veneración interpersonal; de modo que con el crecimiento de la caridad, crece la castidad, y viceversa. La castidad evangélica es mucho más que una sexualidad razonable y ordenada: es la calidad de la caridad en la relación sexual entre personas.

La castidad implica madurez personal, la supone y colabora a producirla. La sexualidad del niño es incierta, quizá se orienta a él mismo, a otros niños -posiblemente del mismo sexo- o a los adultos más próximos. El adolescente sano desarrolla una inclinación claramente heterosexual, pero la inmadurez de su tendencia se manifiesta en que todavía es general, hacia las personas del otro sexo. El adulto casado que ha alcanzado la madurez personal, centra su sexualidad en una sola persona, el cónyuge, y se hace incapaz de enamorarse de otras; por eso Gregorio Marañón, con otros autores, ve una clara inmadurez sexual en la figura de un «Don Juan», capaz de enamorarse de muy diversas mujeres. Por otra parte, el cristiano adulto célibe se enamora de Cristo, y al mismo tiempo que este amor le hace incapaz de enamorarse de una persona humana concreta, le hace capaz de amar a todas las personas, con una admirable universalidad oblativa, no posesiva.

El ejercicio de la sexualidad no es requisito necesario para el desarrollo personal del cristiano -ni de cualquier hombre-, como lo vemos en Cristo. Dios es amor interpersonal, y el hombre es su imagen; por eso lo que es imprescindible para la maduración personal es el crecimiento en el amor interpersonal, amor que, según las vocaciones, tendrá una dimensión sexual (matrimonio) o carecerá de ella (celibato).

A virginidad y celibato se da el nombre de perfecta castidad en la terminología tradicional cristiana (+S.Virg. 1), porque, efectivamente, es más fácil lograr la perfecta castidad en tal estado de vida.

Castidad de todo el hombre

La castidad ordena la sexualidad del cristiano en todos los planos de su personalidad. Al estudiar la santidad, veíamos cómo el Espíritu de Jesús va impregnando al hombre entero, hasta los fondos menos conscientes. La gracia sana y perfecciona toda la naturaleza del hombre. Pues bien, la castidad cristiana ha de afectar no sólo al pensamiento o a los actos libres de la voluntad, sino también ha de perfeccionar imaginación, memoria, afectos y deseos, incluso hasta las agitaciones apenas controlables del subsconsciente. Y esto, sea cual fuere el pasado, quizá tormentoso, de la persona.

La espiritualidad cristiana siempre ha conocido esta perfección universal de la castidad sobrenatural. Casiano refiere en sus Colaciones (12,8-16) una interesante enseñanza del abad Queremón. Según éste, yerran quienes estiman que la castidad es posible en la vigilia, mientras que no es posible guardar su integridad en el sueño. Mientras se permanece atraído por la voluptuosidad no se es casto, sino sólo continente. «La perfecta castidad se da en el monje que de día no se deja apresar por el placer malvado, y en el sueño no se ve turbado por ilusiones importunas». Esta doctrina tiene una lógica psicológica perfecta.

La castidad es una virtud, es por tanto una fuerza espiritual, una facilidad e inclinación hacia el bien honesto de la sexualidad, así como es una repugnancia hacia toda forma de sexualidad deshonesta. Cuando tal fuerza espiritual está suficientemente arraigada en la persona, afecta también, evidentemente, a las posibles perturbaciones imaginativas y somáticas subconscientes -dada la unidad de la persona humana-, pacificándolas en la santidad de Cristo Jesús, Salvador del hombre.

Castidad en todos los estados de vida

La castidad evangélica es santa y hermosa en todos los estados de la vida cristiana. Es santa y hermosa la castidad en la virginidad, como en seguida veremos, pero también en todos los estados de la vida laical puede y debe, con la gracia de Cristo, alcanzar la perfección, una perfección que vamos a describir, pues algunos la desconocen y ni siquiera pueden imaginarla.

El novio cristiano no sólo continente, sino perfectamente casto, ama a su novia con el amor de Cristo, sin relacionarla con mal alguno, ni en obra, ni en deseo o imaginación. Su amor, que todavía no tiene ejercicio sexual, es ciertamente profundo, personal, libre y fiel.

El cristiano casado perfectamente casto ama a su esposa como Cristo ama a su Iglesia. Es incapaz de enamorarse de otra mujer, y toda su sexualidad es plenamente conyugal. De tal modo su sexualidad está integrada en la caridad, que el amor puede despertarla, y el amor puede dormirla, según convenga a las mismas exigencias del amor conyugal. Por eso los esposos cristianos -como antes, de novios- pueden abstenerse de la unión sexual, periódica o totalmente, sea por motivos de salud, de regulación de la natalidad o simplemente «por entregarse a la oración» (1 Cor 7,5).

Aquí comprobamos que el amor personal puede y debe ser mucho más fuerte que la mera inclinación sensual, y que ésta, en su ejercicio, debe ser siempre una manifestación elocuente del amor interpersonal. Qué diferencia tan inmensa entre la sexualidad cristiana -personal, libre y digna, siempre amorosa- y la sexualidad adámica -con frecuencia egoísta, animal, compulsiva, apenas libre-.

((Y sin embargo hay autores y editoriales empeñados en que los cristianos se adiestren en los modos de sexualidad mundana. Pero también aquí hay que guardar el vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,17). El espíritu y la carne, preciso es reconocerlo, inclinan en todo a obras diversas, también en el ejercicio de la sexualidad (+Rm 8,4-13; Gál 5,16-25). Es un gran error pensar que dentro del matrimonio todo es lícito. «Todo me es lícito», dirá alguno, «pero no todo conviene», le responde el Apóstol (1 Cor 6,12; +10,23; Rm 14,20-21).

Entre la mojigatería ridícula y el sensualismo perverso está el pudor de la castidad conyugal cristiana. El matrimonio cristiano no ha de tomar de los burdeles el modelo de su vida sexual. Los casados cristianos poco tienen que aprender de aquellos idólatras «cuyo dios es el vientre» (Flp 3,19). Más bien el cónyuge, atendiendo a la enseñanza apostólica, «sepa controlar su propio cuerpo (o bien: buscarse su propia mujer) santa y respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como los paganos que no conocen a Dios» (1 Tes 4,4).))

El cristiano viudo ha de vivir también la perfecta paz de la castidad evangélica. La gracia de Cristo le sitúa providencialmente en un estado de vida singularmente abierto a los valores espirituales.

En el Antiguo y el Nuevo Testamento se dibuja con veneración la fisonomía de la santa viudez (Jdt 8s; Mc 12,42; Lc 2,37; 1 Cor 7,8; 1 Tim 5,3-7). Y lo mismo hicieron los Padres en frecuentes cartas y pequeños tratados. La viuda -en vida de oración, penitencia y servicio de la comunidad- aparece asimilada a la virgen. Dios le ha retirado el esposo a la esposa, es decir, le ha quitado la representación sensible y sacramental de Cristo Esposo; y así la viuda ha pasado del signo a la realidad, quedando a solas con Cristo Esposo -y ésta es la gracia propia de la virginidad-. y esto no implica que la relación entre los cónyuges cristianos se rompa o se debilite con la muerte de uno de ellos -al menos si murió «en el Señor»-, pues el influjo benéfico del difunto hacia la viuda y los hijos no disminuye desde el cielo, sino que aumenta. Pero la viuda cristiana no capta ya hacia el pasado su relación con el cónyuge, en evocaciones vanas o morbosas, sino en el presente y, sobre todo, hacia el futuro escatológico del Reino: «El tiempo es corto... Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31); y «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30).

La castidad es fácil

Extrañamente, a veces los pecadores y los santos coinciden en decir que la castidad es virtud muy difícil, claro que unos y otros hablan con fines contrarios. Los primeros lo afirman para excusar sus caídas; los segundos para exhortar a la oración y a la vigilancia. Fácil y difícil son términos muy relativos, cuya veracidad en cada caso dependerá del contexto.

La castidad es virtud bastante fácil, al menos si se compara con otras virtudes cristianas que han de vencer enemigos más poderosos y durables: soberbia, vanidad, avaricia, pereza, etc. Es fácil siempre que el cristiano se libere de los hábitos mundanos erotizantes, y siga una vida que merezca ser llamada cristiana, con oración y sacramentos, trabajo santo y santo ocio. Por el contrario, la castidad será imposible al cristiano que vive según el mundo y que no se alimenta habitualmente de Cristo en la palabra, la oración, los sacramentos y la vida virtuosa. Pero en estas condiciones cualquier virtud es muy difícil, prácticamente imposible.

((Algunos dicen que la sexualidad es una tendencia humana tan fuerte que es indomable, es decir, que toda pretensión de conducirla o refrenarla es necesariamente insana y traumatizante. La falsedad de esta tesis resalta claramente cuando se compara con el tratamiento que estos mismos autores dan a la agresividad, otro de los impulsos que consideran fuertes y primarios en el hombre. ¿Por qué la agresividad puede y debe ser socializada sin traumas insanos, y en cambio la sexualidad debe ser abandonada a su propio impulso, so pena de dañar la persona? Cuando dos novios riñen y se enfurecen al máximo, deben reprimir su agresividad y refrenar el impulso de darse bofetadas y arañarse; pero si esa misma pareja de novios se ve fuertemente atraída por el deseo sexual, deben abandonarse a él, si quieren evitar malas consecuencias psicosomáticas. Esto es absurdo. El hombre debe tener dominio (esto es, señorío consciente y libre) igualmente sobre la agresividad, sobre la sexualidad y sobre todos los impulsos e inclinaciones que hay en él, si de verdad quiere ser hombre.

Por otra parte, y siguiendo con la misma analogía, la historia ha conocido sociedades agresivas -duelos, invasiones, venganzas, odios hereditarios- y otras pacíficas o incluso pacifistas -trabajo, negociación, competición atlética, torneo deportivo-. En éstas, lo normal es la convivencia pacífica, y lo raro es la trifulca y la pelea criminal. Aquellas sociedades agresivas nos parecen primitivas y lamentables, y éstas, en las que la agresividad está socializada y dominada, las tenemos por civilizadas y mejores. Verdad es también que en una sociedad pacífica, donde millones de hombres pasan los años sin sentir vehementes deseos de matar a nadie, puede estallar, por iniciativa de los políticos y militares, una guerra -discursos, artículos incendiarios, carteles, asambleas, canciones-, y en poco tiempo puede lograrse que la masa de los ciudadanos -con raras excepciones- se haga capaz de brutalidades increíbles. ¿Qué pensaremos: que en la paz esa agresividad latente estaba reprimida y que en la guerra ha hallado su curso natural? No. En la paz la agresividad estaba felizmente pacificada, y en la guerra se ha visto criminalmente exacerbada por el ambiente.

Pues bien, también la historia conoce sociedades erotizadas, como la nuestra presente occidental, y otras castas, como la China actual -según cuentan- y otros países cristianos de otro tiempo. En una sociedad honesta la sexualidad está pacificada, no reprimida, en el sentido morboso de la palabra; y la gente, aun la que no es especialmente virtuosa, vive la castidad sin mayores problemas o con alguna falla esporádica. Pero en una sociedad pervertida -diarios y revistas, televisión y espectáculos, calles y playas, literatura y anuncios comerciales aunque sean de lentejas- la sexualidad está constantemente exacerbada, y la mayoría de sus miembros cae normalmente en la lujuria, en un grado u otro. Es patente que para los cristianos será muy difícil la castidad si asumen ampliamente ese ambiente corrompido.

Ahora bien, quienes excusan su lujuria por el ambiente condicionante, arguyen a veces simultáneamente su derecho, más aún, su deber de asumir el mundo vigente -según la ley de la encarnación-, y de seguir las costumbres modernas -por aquello de que los cristianos no deben marginarse del curso de la historia-. Es claro que, en tales casos, estamos ante personas sujetas, más o menos, al Padre de la mentira. La verdad es que en las sociedades enfermas de agresividad, los cristianos debemos mantenernos, con la palabra y el ejemplo, en el perdón y la paz. Y en las culturas morbosamente erotizadas, los cristianos, de palabra y de obra, debemos afirmar la castidad y el pudor.))

Cristo célibe, Esposo de la Iglesia

«Cristo permaneció toda su vida en estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres» (S.Coelib. 21). «No es bueno que el hombre esté sólo» (Gén 2,18), pero es que Jesucristo, el Hijo, vive siempre como hijo, en unión filial con el Padre: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). Y él, por otra parte, no ha venido a unirse con una persona humana, sino a unirse con toda la humanidad, dándose entero a todos los hombres. Por eso la virginidad es el estado de vida elegido por Cristo.

La Biblia nos muestra a Yavé como esposo fiel que se une con su pueblo en una Alianza de amor profundo indisoluble (Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Cantar; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Y en la plenitud de los tiempos, las bodas entre Dios y la humanidad se consuman en Cristo Esposo. Los apóstoles son «los amigos del novio» (9,15), los que trabajan por desposar a la humanidad con Cristo (2 Cor 11,2). La Iglesia es la Esposa (Ef 5,25. 32), la Esposa del Cordero, purificada, amada y santificada por su Esposo (Ap 19,7s; 20,9; 21,2 9s; 22,17). Y los cristianos son los invitados a las bodas del Esposo (Mt 22,2-14; Lc 14,15-24), que esperan su venida como las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13).

La tradición patrística, litúrgica y teológica ha visto en la unión conyugal de Cristo con la Iglesia la síntesis de los más altos valores evangélicos. El Esposo elige a su Esposa, y la Iglesia es la Señora elegida (2 Jn 1). La Iglesia, en cuanto Esposa, está unida al Señor, pero es distinta de él. El mutuo amor que une a Cristo y la Iglesia hace que ésta sea fiel, siempre obediente, y permanentemente fecunda en hijos para Dios. Entre Esposo y Esposa hay una intimidad total, forman «una sola carne» (Mt 19,5; Ef 5,31). Los Esposos están siempre unidos en una colaboración constante, pues «Cristo, esposo humilde y fiel, no quiere hacer nada sin su Esposa» (Isaac de la Estrella: ML 194, 1729; +SC 7b). Por último, a la Esposa le corresponde estar femeninamente velada, y orientar las miradas de los hombres hacia Cristo, el Señor. Como dijo el Sínodo de 1985, «la Iglesia se hace más creíble si, hablando menos de sí misma, predica más y más a Cristo crucificado» (II,A,2).

Cristo Esposo se une con todos los cristianos en alianza conyugal indisoluble. En el principio, viendo Dios que «no es bueno que el hombre esté solo», decidió: «Voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18. 20), y nació el matrimonio. Ahora, en el tiempo de la Iglesia, Dios ha dispuesto para el hombre en Jesucristo una ayuda en todo semejante, menos en el pecado (Heb 2,17; 4,15), y así han nacido el celibato y el matrimonio de los cristianos.

En el matrimonio, el cristiano halla en su cónyuge una sensibilización sacramental de Cristo Esposo; por eso la alianza conyugal cristiana, fortalecida y configurada en el amor de Cristo, logra ser indisoluble, fecunda y fiel (Ef 5,22-33; Juan Pablo II, catequesis 28-VII-1982ss: DP 1982, 218ss).

En el celibato, el cristiano, sin mediación humana sacramental, se une conyugalmente a Cristo Esposo, y dejando casa, padres, familia y todo, viene a formar con él una sola vida (Gén 2,24; Lc 18,28). Como dice Pablo VI, de este modo Cristo «ha abierto un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor, y preocupada sólamente de El y de sus cosas (1 Cor 7,33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad profundamente innovadora del Nuevo Testamento» (S.Coelib. 20).

El celibato cristiano

El sentido más profundo del celibato evangélico ha de verse en la unión inmediata de la persona con Cristo Esposo. Jesús mismo dice que el camino de la virginidad se toma «por amor de mi nombre», «por amor de mí y del Evangelio», «por amor al reino de Dios» (Mt 19,29; +19,12; Mc 10,29; Lc 18,29). Por amor a mí: el celibato es ante todo un enamoramiento de Cristo. Por él los cristianos vienen a ser sus «compañeros» (Mc 3,14), sus «amigos» (Jn 15,15), sus «hermanos» (20,17), sus «embajadores» (2 Cor 5,20), y serán llamados con razón «los que estaban con Jesús» (Hch 4,13).

Hombres y mujeres, dejando matrimonio y trabajo, que son las coordenadas habituales de la vida secular, siguen a Cristo en celibato y pobreza, que es una forma de vida nueva y distinta, querida por Jesús: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

En la Iglesia primera, el Espíritu Santo suscita asceti, hombres continenti, mujeres virgines, que hacen suya la forma de vida del Bautista, María, Jesús y los Doce (Hch 21,9; San Ignacio de Antioquía: Esmirniotas 13,1; San Justino, I Apología 15). los Padres ven la virginidad como una consagración y una dedicación exclusiva al Señor. Vírgenes son «las que se han dedicado a Cristo» (San Cipriano: ML 4,443), y «la virginidad no merece honores por sí misma, sino por estar dedicada a Dios» (San Agustín: 40,400). «La costumbre de la Iglesia católica es llamar «esposas de Cristo» a las vírgenes» (San Atanasio: MG 25,640; +San Ambrosio: ML 16,202-203). No es raro, pues, que la infracción del voto de virginidad sea considerada como un «adulterio» (San Cipriano: 4,459).

La relación entre matrimonio y virginidad nos puede iluminar la naturaleza espiritual de ésta. Resumiremos así algunos aspectos de la doctrina católica.

-La virginidad es un consejo y una gracia. Es un consejo, y por tanto «un medio más seguro y fácil para lograr que aquéllos a quienes ha sido concedido alcancen más segura y fácilmente la perfección evangélica y el reino de los cielos» (S.Virg. 20). Y es una gracia, una gracia personal que Dios da sólo a algunos, a quienes elige para esa vida (Mt 19,11-12). Por tanto, no se piense que Cristo invita a todos los cristianos a la virginidad, y que únicamente «los más generosos» la aceptan, mientras que «los menos generosos» quedan en el matrimonio. Sería entonces el hombre -más o menos generoso- el que elegiría su vocación, en contra de lo dicho por el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16).

-La virginidad no es un sacramento, mientras que el matrimonio lo es. En efecto, el matrimonio es sacramento porque es signo de la unión de Cristo con la Iglesia. La virginidad en cambio se sitúa en el plano de la misma realidad significada: es unión inmediata con Cristo Esposo, y por eso no tiene estructura sacramental. Cuando en el cielo cesen los sacramentos, cesa el matrimonio (Mt 22,30), pero no cesa la virginidad, que permanece inalterada. De ahí que los Padres le dieran el nombre de vida angélica.

Es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (Trento 1563: Dz 1810). La virginidad «es mejor» (1 Cor 7,35) no sólo porque posee una estructura objetiva superior, por su fin más excelente (STh II-II,152, 3-4), sino también porque, teniendo en cuenta la fragilidad del hombre, ofrece una vía ascética privilegiada, en la que es más fácil guardar para el Señor «el corazón indiviso» (1 Cor 7,32-34; +S.Virg. 11; Vaticano II, LG 42c; OT 10ab; Juan Pablo II, 23 y 30-VI-1982).

De la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio en modo alguno se sigue que sea imprescindible para alcanzar la perfección cristiana» (S.Virg. 20). Sabemos bien que todos los cristianos están llamados por Dios a la santidad (Mt 5,48; LG 39-42), y que el matrimonio cristiano tiene en sí mismo el espíritu de la virginidad evangélica. Debemos, pues, guardarnos de contraponer virginidad y matrimonio, pues ambos estados de vida se complementan profundamente (S. Coelib. 50, 57, 96-97).

Como también debemos guardarnos de un celibato orgulloso, pues Dios a veces da la virginidad a los que más le aman, pero otras veces la da, como camino más fácil y seguro, a cristianos flacos en el amor, para que no se le pierdan. Y es siempre Dios el que da y el que lleva la iniciativa en los cristianos. A otros les dará el matrimonio, camino más difícil, porque los ha hecho fuertes en el amor y sabe que con su gracia podrán santificarse en él.

Señalemos de paso que el soltero (en su sentido etimológico, solutus, suelto) no aparece tipificado en el Evangelio. La condición adulta se realiza en el cristiano por una vinculación personal con Cristo, sea en matrimonio, sea en celibato. Es cierto, sin embargo, que la Providencia dispone en ocasiones la vida de algunos cristianos de tal modo que no cristalizan ni en uno ni en otro estado. Pues bien, este género de vida puede ser -y no pocas veces lo es- altamente santificante y fecundo, cuando la persona, aunque sea en forma atípica, realiza la total entrega de sí misma a Dios y al prójimo. El cristiano, entonces, se desarrolla del todo, pues se entrega en caridad seria y establemente, no eventual y caprichosamente. Pero cuando así hace el cristiano la entrega de sí mismo, se vincula a Cristo y al prójimo en modos análogos al del matrimonio o al de la virginidad. Ahora bien, ya no realiza el tipo de soltero, peyorativamente entendido como solutus, el que está suelto, el que no se debe a nadie.

Los valores del celibato evangélico

La virginidad es un misterio de gracia, una forma de vida que no viene del Génesis, sino del Evangelio, una situación que anticipa la vida celestial, y que implica dedicación a Cristo, consagración a la Iglesia, pobreza y renuncia, contemplación y apostolado.

-El celibato es una forma de pobreza: es no tener esposa, hijos, hogar, donde reclinar la cabeza (Lc 9,58). El celibato, como es una pobreza, participa de todos los valores de la pobreza evangélica, aquellos que más arriba consideramos. El celibato no es tener mujer, hijos y campos «como si no se tuvieran» (1 Cor 7,29-31). Es no tener esos bienes, para tener más al Señor: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15,5-6). En este salmo encuadra San Jerónimo, por ejemplo, la condición del clero cristiano, y su misma etimología («kleros, en griego, sors en latín»): «El que posee al Señor, y dice con el profeta «el Señor es mi parte», nada debe poseer aparte del Señor. Pues si uno poseyera algo además del Señor, ya el Señor no sería su heredad» (ML 22,531).

-El celibato es amor total a Cristo Esposo, es enamoramiento que debe excluir toda fuga afectiva y toda compensación ilícita. Y se profesa porque permite «unirse más al Señor, libres de impedimentos» (1 Cor 7,35). La unión virginal con Cristo Esposo es tan perfecta, que a su imagen debe ser la unión conyugal del matrimonio cristiano (Ef 5,22-33). Sin embargo, como conocemos más el amor conyugal que el amor virginal, más misterioso, iluminaremos éste con analogías tomadas de aquél.

Como la esposa enamorada se alegra en su esposo, la virgen cristiana ha de alegrarse siempre en el Señor (Flp 4,4). «Los santos Padres exhortan a las vírgenes a que amen a su divino Esposo con más afecto aún que amarían a su propio marido, si estuvieran unidas en matrimonio; y les aconsejan también que se sometan a Su voluntad siempre, y tanto en el pensamiento como en el obrar» (S.virg. 7).

Una buena esposa ordena todos los elementos de su vida -trabajos, casa, vestidos, aficiones, viajes, amistades- siempre en función del amor a su marido; y ésta es, evidentemente, la actitud espiritual que deben tener la virgen y el célibe consagrados a Cristo.

No es bueno que la esposa esté sola, sino que Dios quiso que se apoyara en la ayuda de un cónyuge, semejante a ella (Gén 2,18-24); tampoco es bueno que la virgen esté sola, sino que aprenda a vivir apoyada en Cristo, la ayuda semejante a ella en todo, menos en el pecado, que el Padre le ha dado (Heb 2,17; 4,15).

La esposa busca en el esposo la consolación de sus penas; y la virgen ha de acostumbrarse a buscar inmediatamente en Cristo Esposo la confortación que necesita en sus penas, que, como dice San Ignacio de Loyola, «sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación al alma sin causa precedente», esto es, sin mediación de criatura (Ejercicios 330); aunque habrá veces que el mismo Señor querrá confortarle con la mediación de algún ángel (Lc 22,43).

Una buena esposa no se permite vinculaciones afectivas con otro hombre, si lesionan, aunque sea mínimamente, el amor con su esposo; y un célibe no debe estimar que tiene derecho a compensaciones afectivas que lesionen, aunque sea sólo un poco, el amor con Cristo.

En fin, una buena esposa no debe buscar sino agradar a Cristo Esposo agradando a su marido; y del mismo modo «el célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1 Cor 7,32-34).

-El celibato, como enamoramiento de Cristo, produce una gran autonomía afectiva. Las hostilidades del mundo, lo mismo que los eventuales halagos y éxitos, al corazón centrado en Cristo por la virginidad le traen sin cuidado: no se goza, ni se duele, ni espera, ni teme nada de este mundo, «con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,8). Esto es lo absoluto, lo único necesario (Lc 10,42), y todo lo demás queda trivializado, son sólo añadiduras (Mt 6,33). En el amor de Cristo, para el corazón célibe, todo lo del mundo queda por un lado oscurecido y por otro iluminado.

Oscurecido. «Cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,7-8). Cuando sale el Sol, empalidecen las estrellas, hasta desaparecer. Esto es sabido: cuando una persona se enamora, todas las aficiones que tenía -amigos, viajes, deportes, etc. -, todo queda relativizado, algunas aficiones siguen, otras se transforman, algunas desaparecen, y todas quedan completamente a merced del amor. Así le pasó a Santa Teresa con Jesús: «De ver a Cristo me quedó impresa su grandísima hermosura», y ese amor le dejó el corazón libre de ciertas atracciones de criaturas, que antes la habían atado: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Iluminado. Al corazón que se enamora de Cristo, todas las cosas del mundo se le transfiguran y embellecen. Y así se abre a una indecible ternura universal. Y es que el Cristo Amado, en palabras de San Juan de la Cruz, «mil gracias derramando - pasó por estos sotos con presura - e, yéndolos mirando, - con sola su figura - vestidos los dejó de hermosura» (Canc. entre el alma y el Esposo).

-El celibato es una ofrenda sacrificial hecha a Dios. Hay en la virginidad renuncia, dejarlo todo, no tener, perder la vida por amor a Cristo (Lc 9,24; 18,28); y hay consagración, dedicación total a Dios. Esta condición sacrificial y cultual del celibato se manifiesta claramente en el Ritual de consagración de vírgenes. Sí, el celibato es sacrificio, y por eso conviene tanto al sacerdote, ministro de la eucaristía: Así, viviendo con fidelidad el celibato, «el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto» (S.Coelib. 29).

-El celibato «acrecienta la idoneidad para oír la Palabra de Dios y para la oración» (S.Coelib. 27). La oración, el trato íntimo y amistoso con el Señor, hace posible el celibato. Pero a su vez el celibato es una situación privilegiada para la vida de oración, pues mientras que el casado ha de «ocuparse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer» (1 Cor 7,33), «la virginidad se ordena al bien del alma según la vida contemplativa, que consiste en "ocuparse de las cosas de Dios"» (STh II-II,152,4; +1 Cor 7,32). Es significativo que la Iglesia, en su disciplina tradicional, ha unido normalmente la obligación de las Horas litúrgicas a la profesión del celibato y la virginidad. Según la norma de San Pedro, los que han sido elegidos por Cristo para la vida apostólica, en calidad de compañeros y colaboradores, deben «dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6,4; +Mc 3,14).

-El celibato es seguimiento e imitación de Cristo. Quienes lo viven «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Ap 14,4), esto es, se configuran a él y a su modo de vida en todo.

-El celibato evangélico es un camino feliz, es una bienaventuranza. Hay también en él rasgos de sacrificio y martirio. Pero, ciertamente, en las bodas del cristiano con Cristo Esposo prevalece la tonalidad festiva, enamorada y gozosa. Al cristiano célibe hay que felicitarle, pues le ha correspondido «la mejor parte» (Lc 10,42; +Sal 15,5-6). San Pablo lo dice muy claramente. Los casados «pasarán tribulaciones en su carne, que yo quisiera ahorraros. Yo os querría libres de cuidados. Esto [la exhortación a la virginidad] os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo. Más feliz sera si permanece así, conforme a mi consejo» (1 Cor 7,28. 32. 35. 40).

Fecundidad de la virginidad

El cristiano célibe, por su especial unión con Cristo Esposo, participa también de peculiar manera en el misterio de María y de la Iglesia.

María es la virgen-madre, la Madre de Cristo, la Madre de la Iglesia, y la fecundidad inmensa de su gloriosa virginidad ha venido a constituirla como Nueva Eva, «madre de todos los vivientes» (Gén 3,20). Por eso, dice Juan Pablo II, «la maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual somete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos»» (24-III-1982).

Y la Iglesia es la virgen-madre, ella también, que no se casa con el mundo, sino que sólo reconoce como Esposo a Cristo, que «la alimenta y la abriga» (Ef 5,29). Jesucristo comunica a su Esposa una fecundidad universal. En la Iglesia Madre, «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), nacen todos aquellos que «no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de hombre, sino que de Dios son nacidos» (1,13). La Esposa virginal de Cristo concibe, como la Virgen María, «por obra del Espíritu Santo», y tanto mayor es su fecundidad cuando más unida se mantiene a Cristo Esposo.

Pues bien, el celibato cristiano participa de esa admirable fecundidad virginal de María y de la Iglesia. Y esta verdad tiene una abrumadora confirmación histórica. Los doce Apóstoles célibes, con su palabra y su sangre, pusieron el fundamento constante de una segura transformación del mundo. Los misioneros célibes, entregados a Cristo y a los hombres, han dado a luz pueblos, ciudades y naciones. La contemplación mística y la especulación teológica han alcanzado en el celibato y la virginidad sus alturas máximas. Pío XII, considerando la historia de la Iglesia, enumeraba asombrado los frutos incontables de la virginidad: misiones, parroquias, monasterios, escuelas y universidades, asilos y hospitales. A todos los miembros de la Iglesia y del mundo extiende su solícita eficacia la caridad virginal (S.Virg. 12-13). Este es un «amor todo espiritual», que Santa Teresa describe: «Me diréis: "Esos tales no sabrán querer". Mucho más quieren éstos, y con más pasión y más verdadero amor y más provechoso amor» (Camino Perf. 9,1; 10,2; +11,1).

Celibato y apostolado van muy unidos, como ya Jesús nos lo mostró en la misma vocación de los Doce. Los que son elegidos por Cristo para vivir como compañeros suyos, han de dedicarse a la oración, y para ser fieles colaboradores de su misión, deben aplicarse al ministerio de la palabra (Mc 3,14; Hch 6,4). En efecto, el celibato ofrece un marco de oro para esa vida de oración y de predicación del Reino. El apóstol célibe, centrado exclusivamente en el amor de Cristo, encuentra la máxima potencia y libertad para anunciar el Evangelio a los hombres. En cambio, el apóstol de vida afectiva vulnerable, llena de necesidades sentimentales, deseoso de triunfos y temeroso de persecuciones, está perdido para el servicio de la Verdad. Por eso la Iglesia, al configurar históricamente el sacerdocio ministerial, ha querido unirlo al celibato, viendo entre uno y otro un nexo de «múltiple conveniencia», aunque no sea un vínculo esencial (PO 16; +S.Coelib.17, 18, 21, 31, 35, 44).

Y esto no por razones cuantitativas: un sacerdote célibe sale más barato, tendrá más horas libres para trabajar, y será más fácilmente trasladable. No, no va por ahí la fundamentación del celibato apostólico, pues muchos trabajadores casados, con el testimonio de su propia vida laboral, pondrían muy en duda, con razón, esos supuestos. No. El celibato apostólico nace de razones cualitativas, espirituales, relacionadas con la misteriosa fecundidad de la virginidad. En efecto, el celibato «dilata hasta el infinito el horizonte del sacerdote» y le conduce a una «más alta paternidad» (S.Coelib. 56; +26,30).

Ascesis del celibato

El célibe necesita vivir «una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles» (S.Coelib. 70). Una ascesis en la que el amor ha de ir creciendo con los años, y que implica aspectos negativos y positivos -aunque ya sabemos que en la ascética cristiana, siempre motivada por el amor, en realidad todo es positivo, también las negaciones-.

Negativamente, el cultivo del celibato lleva consigo una fidelidad vigilante, que evite ciertas ocasiones de pecado y que no transija con determinadas costumbres del mundo. El humilde comprende fácilmente la necesidad de proteger los sentidos y el corazón de estimulaciones inconvenientes o simplemente malas (S.Virg. 24-28).

San Agustín decía: Ya que «la virginidad es un espléndido don de Dios en los santos, es preciso velar con suma diligencia, no sea que se corrompa por la soberbia. La guardiana de la virginidad es la caridad, pero el castillo de tal guardiana es la humildad» (ML 40,415. 426). No sólo el celibato, la virtud de la castidad en general, ha de guardarse en la humildad, alejándose de aquellas ocasiones próximas de pecado que son evitables. El uso abusivo de la televisión, por ejemplo, o la aceptación pasiva de modas y costumbres absolutamente indecentes no sólamente dañan con gran frecuencia la castidad, sino también -y antes- la humildad.

Positivamente, todas las virtudes cristianas -obediencia, laboriosidad, castidad, pobreza, etc.-, todas concurren al perfeccionamiento de la virginidad. Pero sobre todo el amor a Jesucristo, la oración asidua, continua, prolongada, que hace crecer en el célibe «su intimidad con Cristo» (S.Coelib. 75), y el amor al prójimo, en una vida de entrega total, hallando siempre a Cristo en los hermanos. Viviendo así, la pretendida soledad del célibe no es sino una plenitud constante de compañía. Y la devoción a María, como lo han enseñado tantos santos desde hace mucho tiempo: «Para mí -decía San Jerónimo- la virginidad es una consagración en María y en Cristo» (ML 22,405).

Significado escatológico del celibato

«El tiempo es corto. Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31). «Nuestro Señor y Maestro -escribe Pablo VI- ha dicho que «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (+1 Jn 2,16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos, constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales» (PC 12), anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación (+1 Cor 7,29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios» (S.Coelib. 34).

Premio del celibato

Los evangelios sinópticos nos refieren una escena conmovedora (Mt 19,27-30; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30). Un día Pedro, quizá animado por sus compañeros, se atrevió a preguntarle a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué tendremos?» (Mt). Y Jesús le respondió: Nadie que haya dejado «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc) «por amor de mí y del Evangelio, dejará de recibir el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madres e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc).

Santa Teresa observa que «no acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Vida 22,15). Pero así es, ciertamente. Y después la vida eterna.

7. La obediencia

AA.VV., Obedience, the greatest freedom: in the words of Alberione, Ambrose, etc., Boston, Daughters of St.Paul 1966; AA.VV., arts. en «Vie Consacrée» 48 (1976) 195-295; K. Rahner, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Madrid, Taurus 1962; M. Ruiz Jurado, Hacia una pedagogía de la obediencia cristiana, Madrid, Studium 1968; Adrienne von Speyr, Il libro dell’obbedienza, introd. Hans Urs von Balthasar, Padova, Messaggero 1983; J. M. Tillard, Obéissance, DSp 11 (1981) 535-563.

Obediencia y cosmos, desobediencia y caos

Dios creó el universo como un cosmos jerárquicamente ordenado, cuya armonía consiste en la obediencia. La autoridad de Dios es la fuerza inteligente que todo lo acrecienta y dirige por su providencia, manteniendo la unidad de la armonía cósmica. La misma palabra autoridad expresa esa realidad (auctor, creador, promotor; augere, acrecentar, hacer progresar). Ahora bien, Dios hace participar de su autoridad a las autoridades creadas del mundo viviente -jefes de manada, padres, maestros, jefes políticos-, y a través de ellas, y también por otros medios, su Providencia misteriosa gobierna el universo.

Adviértase, pues, que «es ley natural que los seres superiores muevan a los inferiores, por la virtud más excelente que Dios les ha conferido»; como es ley natural que «los inferiores deben obedecer a los superiores» (STh II-II,104,1).

((Es propio de la acción del Diablo en este mundo fomentar por todos los medios la rebelión contra la autoridad de Dios, y el desprecio, la burla, el odio contra toda autoridad humana -familiar, académica, militar, laboral, religiosa o política-, por legítima que ésta sea y por prudente que sea su ejercicio (Gén 3,4; 2 Tes 2,4). Los que están más o menos sujetos a su influjo maligno, consideran autoritaria cualquier autoridad, estiman que toda autoridad es un freno, algo que impide el desarrollo libre de personas y pueblos, y piensan que la mejor autoridad -la única tolerable- es aquella que no se ejerce en absoluto. Esas fuerzas diabólicas -que a veces suelen organizarse en sistemas férreamente jerárquicos-, empleando estos errores como armas, logran allí donde extienden su influjo destrozar las familias, trabar las acciones laborales o escolares, paralizar y debilitar las sociedades políticas o religiosas.

Por el contrario, no hizo Dios el mundo como una yuxtaposición igualitaria de seres diversos -como las iguales briznas de un campo de yerba-, sino que quiso crear un variadísimo cosmos de partes distintas trabadas entre sí en subordinaciones jerárquicas -como un árbol-. Estas relaciones de autoridad, muy leves en animales inferiores -cardumen de anchoas-, más notables en animales superiores -manada de lobos-, son muy complejas, variadas y perfectas en todo tipo de sociedad humana. Por eso en este mundo la igualdad sólo puede imponerse violentando la naturaleza.))

Las criaturas no-libres obedecen siempre al Creador. Todas las criaturas «viven y duran para siempre, y en todo momento le obedecen» (Sir 42,23; +Bar 3,33-36). Los científicos conocen bien esa obstinada obediencia de las criaturas a sus íntimas leyes. No es posible violentar la naturaleza, hay que obedecerla, precisamente porque ella obedece siempre a Dios. El crecimiento de las plantas, los procesos genéticos, la trayectoria de los astros, todo es siempre una perfecta obediencia al Creador; y esa obediencia es la causa de la bondad y belleza del mundo.

También el hombre, criatura libre, ha de obedecer siempre al Creador y a las autoridades por él constituídas, si de verdad quiere perfeccionarse y contribuir a la perfección del mundo humano. Y esa obediencia del hombre, justamente por ser consciente y libre, es la más excelente y benéfica de cuantas obediencias se prestan a Dios en este mundo. Por el contrario, grandes males se producen cuando los hombres se rebelan contra Dios o contra las autoridades por El constituídas, o cuando éstas pervierten el ejercicio de su autoridad, poniéndose al servicio del mal.

Ahí está la raíz de los males que afligen a la humanidad. En efecto, «por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituídos pecadores». Y la creación entera, «sujeta a la vanidad», esto es, al arbitrio abusivo del hombre rebelde, gime dolorosamente como con dolores de parto (Rm 5,19; 8,20). La perversión de la desobediencia es de origen diabólico, y afecta, en mayor o menor medida, a quienes están «bajo el influjo que actúa en los hijos rebeldes» (Ef 2,2).

La salvación por la obediencia de Cristo

La obediencia de Abrahán comienza la historia de la salvación. «Por la fe, Abrahán, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Por la obediencia a Dios, está dispuesto Abrahán a sacrificar a su propio hijo, Isaac: él oye al Señor, cree y obedece. Es decir, se fía totalmente de Dios.

«El no pregunta al Señor por qué -dice San Bernardo-; no murmura, no se queja, no muestra siquiera un rostro dolorido, sino que, desconocedor del motivo de todo lo que se le manda, se apresura con crueldad piadosa a matar al hijo. Por eso en Abrahán se encuentra la virtud de una suprema y admirable obediencia» (Sermón 41,2).

La obediencia de Israel al Señor viene exigida por la Alianza antigua: «Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y obedeceremos» (Ex 24,7). Pero la historia muestra a Israel como una casa rebelde (Ez 2,5), incapaz de obedecer a Yavé y de guardar con fidelidad los preceptos de la Alianza (Sir 51,34; Is 1,2; Mt 23,4; Hch 15,10). Los judíos no podían con la ley, pues aún no habían recibido en plenitud el Espíritu (Jn 7,39). Por eso Juan el Bautista es enviado por Dios «para reducir a los rebeldes» (Lc 1, 17), y él anuncia a Jesús, que viene a buscar a «los desobedientes y extraviados» (Tit 3,3).

La obediencia de Jesucristo causa la salvación del mundo. «Así como por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos fueron constituídos pecadores, así también por la obediencia de uno solo [Cristo, el nuevo Adán] todos serán constituidos justos» (Rm 5,19). El hombre se perdió y se destrozó en la desobediencia, y ahora, obedeciendo a Cristo, va a encontrar su camino y salvación. En efecto, él «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

Jesús es el Siervo de Yavé, obediente y fiel (Is 42,1s; 49,3s; 52,13s). El es el Hijo, un nuevo Adán que obedece a Dios siempre. Ha venido para eso (Heb 10,7), su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34; 6,38), piensa según el Padre quiere (5,30), y obra según la voluntad del Padre (5,19. 30; 8,28; 10,25. 38; 14,10). Toda su fisonomía es filial: «El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (8, 29). Y como obedece al Padre, obedece también a José y María (Lc 2,51), y se somete a toda autoridad humana (2,42; Mt 17,27; 22,21). No alega para rehusar la obediencia que él es anterior y mayor que todos, y que todos le deben obediencia a él (Jn 4,12; 6,32; 8,58; Mt 22,43; Heb 1,4). El, al asumir la naturaleza humana, asume humildemente la obediencia familiar, cívica y religiosa como parte de la naturaleza humana.

La obediencia de Jesús es alegría, gozo, paz, fecundidad de vida, pues por ella se mantiene filialmente unido al Padre, y por ella permanece en su amor, cierto de ser escuchado y asistido (Jn 5,20; 8,16; 11,42). Esto es así, como regla general. Sin embargo, a veces la obediencia de Jesús es cruz. Concretamente, en la hora final, acepta la cruz como «mandato del Padre» (14, 31), y se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8; +Heb 5,8). El, que siempre había obedecido al Padre, no vacila en esta hora tenebrosa (Jn 12,27), y no quiere aferrarse a su voluntad, sino permanecer fiel a la del Padre (Lc 22,42). Misterio insondable: ¿Cómo pudo reconocer Jesús en la locura y el escándalo de la cruz (1 Cor 1,23) el designio providente de la voluntad del Padre?...

La extrema obediencia de Cristo fue suprema expresión de su amor al Padre. Cristo prestó la espantosa obediencia de la cruz Justamente para declarar infinitamente su amor al Padre: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). También fue en la cruz donde el amor de Jesús a los hombres alcanzó su expresión más inequívoca y elocuente (15,13). En Cristo obediencia y amor se identifican. El pudo evitar morir en la cruz (Mt 26,53; Jn 10,17-18), pero por amor aceptó, sin resistencia, que le despojaran de todo, hasta de la vida (Mt 5,39-41). Obedeció por puro amor.

Obedecer a los hombres, como al Señor

Obedeciendo a los hombres, obedecemos al Señor, pues en la autoridad que ellos tienen sobre nosotros -padres, maestros, gobernantes, pastores de la Iglesia- reconocemos una participación que Dios, en su providencia, ha querido darles de su autoridad. Santa Catalina de Siena dice que «nadie puede llegar a la vida eterna sino obedeciendo, y sin la obediencia nadie entrará en ella, porque su puerta fue abierta con la llave de la obediencia, y cerrada con la desobediencia de Adán» (Diálogo V,1).

Ésta es doctrina claramente enseñada por los Apóstoles.

Deben obedecer los hijos a los padres «en el Señor», pues es justo (Ef 6,1), y es «grato al Señor» (Col 3,20; +Ex 20,12; Dt 5,16). Es grave pecado ser «rebelde a los padres» (Rm 1,30; 2 Tim 3,2).

Debe obedecer la esposa al esposo «como al Señor» (Ef 5,22-24; +1 Cor 11,3; Tit 2,5; 1 Pe 3,1-6) y los jóvenes a los mayores (1 Tim 5,1-2; 1 Pe 5,5).

Deben obedecer los servidores a sus señores, y «escrupulosamente, de todo corazón, como a Cristo, no por ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres, conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre» (Ef 6,5-8; +Col 3,22-24; 1 Tim 6,1-2; 1 Pe 2,18).

Deben obedecer los ciudadanos a los gobernantes, cumpliendo así la voluntad de Jesús: «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). En tiempos del emperador Nerón (a.54-68), ésta era la enseñanza de San Pedro: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana, ya al emperador, ya a los gobernantes... Pues ésta es la voluntad de Dios» (1 Pe 2,13-17). Y lo mismo enseñaba San Pablo: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra la disposición de Dios, y los rebeldes atraerán sobre sí mismos la condenación... Es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia» (Rm 13,1-7; +1 Tim 2,1-2; Tit 3,1-3).

Del mismo modo, y con más razón, deben obedecer los fieles a sus pastores, pues han sido puestos por el Espíritu divino para regir la Iglesia (Hch 20,28): «Obedeced a vuestros pastores y sed dóciles, pues ellos se desvelan por vuestro bien, sabiéndose responsables. Que puedan cumplir su tarea con alegría y no lamentándose, pues lo contrario no os traería cuenta» (Heb 13,17). A ellos se les debe obediencia y «la mayor caridad», pues nos «presiden en el Señor» (1 Tes 5,12; +Tit 3,1-3).

Ver al Señor en el superior es, en efecto, un rasgo primario de la espiritualidad judía y cristiana. Ya Moisés, cuando en el desierto veía resistida su autoridad y la de sus colaboradores, decía: «No van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra Yavé» (Ex 16,8). Y de modo semejante San Ignacio de Antioquía considera la jerarquía de la Iglesia como una representación visible del Padre-Jesucristo-Apóstoles, que son la jerarquía invisible: «Hacedlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el Obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los presbíteros, que representan el colegio de los Apóstoles» (Magnesios 6,1; +Tralianos 2,2; Filadelfos 4; Esmirniotas 8,1).

Esta visión bíblica y primitiva de la obediencia en la Iglesia pasa evidentemente a la tradición de los maestros espirituales. San Benito: «La obediencia que se presta a los mayores, a Dios se presta» (Regla 5,15). San Ignacio de Loyola: hay que obedecer «no mirando nunca la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues no porque el superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido» (Cta. 83,1-2). SantaTeresa: «Estate siempre preparado al cumplimiento de la obediencia, como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado» (Avisos 2,6). Y el concilio Vaticano II (LG 37b, PO 7b, PC 14a).

El Catecismo enseña que a la autoridad de los padres (2221-2231), de los gobernantes (1897-1904, 2234-2243) y de los pastores de la Iglesia (1558,1563), debe corresponder la obediencia filial (2214-2220), presbiteral (1567), religiosa (915), eclesial (1269) y cívica (1900, 2238-2240); una obediencia, por supuesto, que no debe ser irresponsablemente ciega (2313).

La teología cristiana ve al superior como un sacramento del Señor, como un signo visible de su autoridad invisible. Ahora bien, si decimos que los sacramentos son «sacramentos de la fe» (SC 59a, PO 4b), y que sin ésta no son aquéllos ni inteligibles ni santificantes, lo mismo habrá que decir del sacramento de la autoridad -en padres, párrocos, maestros, gobernantes-. La eucaristía, por ejemplo, santifica al que la recibe con fe y amor, viendo en ella al Señor; no al que la recibe como si fuera un trocito de pan común. De modo semejante, la autoridad del superior es santificante para el que obedece en conciencia, «como al Señor»; no para quien obedece por comodidad, por agradar a los hombres o por buscar ventajas personales.

((Algunos objetan que mientras pobreza y celibato quitan medios entre Dios y el hombre, la obediencia los pone, al reconocer en el superior un medio humano que quitaría inmediatez a la obediencia prestada a Dios. Pero esta objeción ignora la naturaleza cuasisacramental del superior en el plan salvífico de Dios. Los sacramentos y los superiores, recibidos con fe, unen a Dios sin medios, y es Dios mismo quien en ellos nos santifica en forma inmediata. Esta verdad aparece más clara si la consideramos en casos extremos: La comunión dada por un ministro pecador santifica al que comulga de buena voluntad, e igualmente el mandato -en sí legítimo- dado por un superior malo o inepto es santificante para el que obedece con fe y amor, porque así hace suyo un impulso de la autoridad del Señor.))

Obediencia y humildad

El humilde ama la obediencia, la busca, la procura. Quiere configurarse así a Cristo, que «tomó forma de siervo» (Flp 2,7). No se fía de sí mismo, sabiéndose pecador, y teme hacer su propia voluntad (Gál 5,17), viéndose abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3). El humilde se hace como niño, para que el Padre le entre de la mano en el Reino (Mc 10,15). Busca la obediencia porque sabe que ignora lo que le conviene (Rm 8,26), porque no quiere apoyarse en su prudencia sino en la de Dios (Prov 3,5), y porque teme que tratando de proteger avaramente los proyectos de su vida, la perderá (Jn 12,25). El humilde considera superiores incluso a sus iguales (Flp 2,3) y, al menos en igualdad de condiciones, prefiere hacer la voluntad del prójimo a la suya propia.

Santa Catalina de Siena dice que «es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en que es obediente» (Diálogo V,1). Y San Juan de la Cruz explica cómo la obediencia verdadera sólo se halla en cristianos adelantados, que ya en la noche pasiva del sentido fueron en buena medida despojados de sí mismos: «Aquí se hacen sujetos y obedientes en el camino espiritual, que, como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera les encamine y diga lo que deben hacer. Quítaseles la presunción afectiva que en la prosperidad a veces tenían» (1 Noche 12,9).

Los soberbios odian la obediencia, la huyen como una peste, procuran desprestigiarla, tratan de reducirla a mínimos y hacerla inoperante... Y es que se fían de sí mismos, no se hacen como niños, ni quieren realizar la voluntad de Dios, sino la suya. auscan proteger la vida propia, y la perderán. Creen que la obediencia sólo produce frutos malos: frustración, infantilismo, irresponsabilidad, ineficacia. Consideran que el desarrollo personal es posible sólo en la espontaneidad, en la autonomía, sin interferencias de superiores, por bienintencionados que éstos sean... Quienes mantienen estas actitudes, dice San Juan de la Cruz, son imperfectísimos»: «andan arrimados al gusto y voluntad propia, y esto tienen por Dios»; hasta en las buenas obras «éstos hacen su voluntad», de modo que incluso en ellas «antes van creciendo en vicios que en virtudes». Más aún, si la autoridad les manda hacer esas buenas obras que ellos por su cuenta hacen, «llegan algunos a tanto mal que, por el mismo caso que van [ahora] por obediencia a tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos, porque sola su gana y gusto es hacer lo que les mueve» (1 Noche 6,2-3).

La obediencia es más fácil a los hombres fuertes y maduros que a los débiles e inmaduros. Es interesante señalarlo. El hombre de personalidad adulta obedece sin miedo, no teme verse oprimido por la autoridad, no da mayor importancia a las cosas que suelen ser objeto de mandatos -después de todo, qué más da-, y además, al poseerse, puede darse fácilmente en la obediencia por amor, por la paz, por ayudar al bien común. Por el contrario, el hombre de personalidad adolescente e inmadura, frágil y variable, huye de la obediencia, teme que la autoridad le oprima, procura afirmar su yo no con ella, sino contra ella, da importancia grande a las cosas pequeñas sobre las que suele arbitrar el mandato de la autoridad, y al no poseerse plenamente, le cuesta mucho darse en la obediencia. Eso explica, por ejemplo, que en las comunidades religiosas las personalidades más flojas suelen tener muchos problemas con la obediencia, mientras que ésta no plantea mayores problemas a los religiosos de mayor sabiduría, virtud y madurez.

Obediencia y fe

Escuchar a Dios, creer en él y obedecerle, viene a ser lo mismo, incluso en la etimología de los términos (escuchar: ypakouein, obaudire; obedecer: ypakouein, oboedire). El creyente, como Abrahán, como María, escucha a Dios, y cree en él obedeciéndole (Heb 11,8; Lc 1,38; Hch 6,7). El creyente acepta hacerse discípulo del Señor (11,26), obedece la norma de la doctrina divina (Rm 6,17), y obedeciendo a Cristo, doblega su pensamiento a la sabiduría de Dios (2 Cor 10,5). Por eso los fieles cristianos somos, en contraposición a los «hijos rebeldes» (Ef 2,2), «hijos de obediencia» (1 Pe 1,14), pues hemos sido «elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu por la obediencia» (1 Pe 1,2).

Por el contrario, la desobediencia es una forma de incredulidad. En la Escritura viene a ser lo mismo «incrédulo y rebelde» (Rm 10,21): «Vosotros fuisteis rebeldes a los mandatos de Yavé, vuestro Dios, no creísteis en él, no escuchasteis su voz» (Dt 9,23). Consideremos, por ejemplo, la norma de la Iglesia en materia conyugal: «Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Pues bien, los esposos que en su vida conyugal desprecian la ley de Dios y de la Iglesia, no sólo caen en lujuria y desobediencia, sino sobre todo en incredulidad. Y la incredulidad es la forma más grave de desobediencia al Señor (Lc 10,16; Jn 3,20.36; Rm 10,16; Heb 3,18-19; 1 Pe 2,8).

Obediencia y esperanza

La obediencia es un acto de esperanza, por el cual el humilde, que no se fía de sí mismo, se fía de Dios. «Dios es veraz y todo hombre falaz» (Rm 3,4; +Tit 1,2; Heb 6,18). El creyente, obedeciendo a Dios, a la Iglesia, a los superiores, no trata de proteger su propia vida, sino que la entrega al Señor en un precioso acto de esperanza: «Yo sé a quién me he confiado, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (2 Tim 1,12; +2,19).

Y a veces la esperanza de la obediencia sólo puede afirmarse «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Así obedeció Abrahán, «convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (4,20-21). Así obedeció San José, tomando a María encinta por esposa, «porque era justo» y el Señor se lo había mandado (Mt 1,24). Así obedeció Jesús al Padre en el momento de la cruz, en la más completa oscuridad, «contra toda esperanza». Y así debemos nosotros, los cristianos, obedecer a Dios, a la Iglesia y a nuestros superiores: esperando en Dios nuestro Señor.

Obediencia y caridad

Los que aman al Señor son los que obedecen sus mandatos. Esto es lo que la Biblia enseña una y otra vez, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Ex 20, 6; Dt 10,12-13). Si amamos al Señor, guardaremos sus preceptos; y si los obedecemos, permaneceremos en su amor (Jn 14,15; 15,10. 14; 1 Jn 5,2). Obediencia y amor se confunden. El que contrapone una espiritualidad de obediencia con una espiritualidad de amor no sabe de qué está hablando. La cruz de Cristo, el supremo ejemplo, es al mismo tiempo amor infinito al Padre e infinita obediencia: Cristo obedece hasta el extremo porque ama hasta el extremo. Por eso «igualmente ha de decirse que Cristo padeció por caridad o por obediencia, pues los preceptos de la caridad los cumplió por obediencia, o fue obediente por amor al Padre que le daba esos preceptos» (STh III,47,2 ad 3m).

Obediencia y sacrificio

Por la santa obediencia, nosotros hacemos al Padre la ofrenda continua de nuestra vida, participando así del espíritu filial de Jesús y de su sacrificio en la cruz. En toda obediencia a Dios hay sacrificio, hay consagración de nuestra voluntad a la suya, hay muerte y vida. Por la obediencia a Dios estamos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). Toda obediencia movida por la caridad -la esposa, por ejemplo, que acepta la voluntad del marido, el esposo que cede a lo que su mujer quiere-, toda ofrenda razonable de la propia voluntad a nuestro hermano, es un sacrificio espiritual, una participación en la pasión de Cristo, que entregó su vida por amor.

La naturaleza eucarística de la obediencia cristiana ha sido siempre captada por los grandes maestros espirituales. La Regla de San Benito dispone que el compromiso escrito y solemne de obediencia sea puesto por el monje «con sus propias manos sobre el altar», diciendo: «Recíbeme, Señor»... (58,17-21). También en San Ignacio de Loyola la obediencia es una ofrenda litúrgica, que en el sacrificio de la Eucaristía encuentra su modelo y su fuerza: «La obediencia es el holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Creador y Señor por mano de sus ministros; y puesto que es una entrega entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, para ser poseído y gobernado por la divina Providencia por medio del superior, no se puede decir que la obediencia comprende sólamente la ejecución para efectuar y la voluntad para contentarse, sino aun el juicio para sentir [pensar] lo que el superior ordena, en cuanto por vigor de la voluntad puede inclinarse» (Cta. 87,3).

La obediencia es gran ayuda para matar al hombre viejo, para quemar todo resto de apego desordenado, para consumar la perfecta abnegación. Nuestras actividades personales, por buenas que sean, cuando parten de nuestra propia voluntad, rara vez se conforman del todo a la voluntad de Dios; estamos apegados a nuestras ideas, a nuestras obras y a ciertos modos de hacerlas. Pues bien, la obediencia tiene una eficacia admirable para cortar esos lazos de apegos -por eso precisamente muchos la consideran temible-. Y eso explica también que los santos -es decir, los que buscan de todo corazón hacer la voluntad de Dios- hayan amado tanto la obediencia y hayan sido tan radicales en sus planteamientos.

San Francisco de Asís: «Tomad un cadáver y ponedlo donde queráis... tal es el verdadero obediente» (San Buenaventura, Leyenda mayor 6,4). Santa Catalina de Siena: «Está muerto, si es un verdadero obediente» (Diálogo V,3,1). San Ignacio: «Obedecer como una cosa muerta» (Carta 144). Charles de Foucauld: «La obediencia es el último, el más alto, el más perfecto grado del amor, aquél en el que uno mismo cesa de existir, y se aniquila, y se muere, como Jesús murió en la cruz, y se entrega al Bienamado un cuerpo y un alma sin vida, sin voluntad, sin movimiento propio, para que El pueda hacer con ello todo lo que quiera, como sobre un cadáver. Ahí está, ciertamente, el más alto grado del amor. Es la doctrina de todos los Santos» (Cta. a P.Jerôme 24-I-1897).

Obediencia y apostolado

«Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1 Cor 3,7). «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). Y nada puede hacer el apóstol si no es enviado y sostenido por Jesucristo: «Sin mí no podéis hacer nada» (15,5). El Padre envía al Hijo, y el Hijo envía a los apóstoles. En esa misión divina está la clave de toda posible fecundidad apostólica. Es metafísicamente imposible que las actividades «apostólicas» realizadas al margen o en contra de esa misión puedan dar fruto, pues «es Dios quien da el crecimiento», y él no puede bendecir las obras de quienes le desobedecen. La plena comunión con los Pastores de la Iglesia, en sincera obediencia, es por eso la premisa fundamental de donde ha de partir siempre la acción apostólica, al menos si queremos evitar que nuestros «afanes de ahora o de entonces resulten inútiles» (Gál 2,2).

Este es un tema central en las cartas de San Ignacio de Antioquía: «Seguid todos al Obispo como Jesucristo al Padre, y al colegio de presbíteros como a los Apóstoles. Que nadie, sin contar con el Obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. El que honra al Obispo, es honrado por Dios. El que a ocultas del Obispo hace algo, rinde culto al diablo» (Esmirniotas 8-9). San Francisco de Asís nunca predicaba sin ser antes autorizado por el Obispo o el párroco -esto es, sin ser potenciado por Dios para ello-, y lo mismo mandaba a sus frailes (Celano, Vida II,146-147). Santa Teresa, tanto en sus asuntos personales como en sus actividades de reformadora y fundadora, nunca hacía nada sin sujetarse a obediencia, y eso aun cuando el Señor en la oración le hubiese mandado algo diferente de lo dispuesto por los superiores (Vida 26,5; 36,5). Trabajar en el apostolado moviéndose por la propia voluntad, rehuyendo la misión y la obediencia, es una de las maneras más aburridas de perder el tiempo. Y de hacerlo perder a los otros.

Primacía de la obediencia

«Todas las obras de las virtudes no son meritorias ante Dios sino cuando son hechas para obedecerle, enseña Santo Tomás. Pues si uno padeciera hasta el martirio, o diera a los pobres todos sus bienes, si no lo ordenara al cumplimiento de la voluntad divina, lo cual directamente pertenece a la obediencia, no tendría ningún mérito: sería como si hiciera todo eso sin caridad (+1 Cor 13,1-3); no puede haber caridad sin obediencia» (STh II-II,104,3). El mismo ejercicio de la caridad, en sus modos concretos, ha de sujetarse a la obediencia; y si lesiona a ésta, ofende a Dios, no procede de Dios.

«No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia», decía Santa Teresa (Fundaciones 5,10). ¡Cuántos engaños y trampas suele haber en quien va a su aire, y qué fácilmente confunde su voluntad con la de Dios! En cambio, «yendo con limpia conciencia y en obediencia, nunca el Señor permite que el demonio nos engañe» (4,2). ¡Cuántos trabajos ascéticos y apostólicos quedan estériles por ser hechos quebrando más o menos la obediencia! Y de ahí vienen la frustración, el cansancio, y quizá el abandono. Por el contrario, «la obediencia da fuerzas» (Fundaciones prólogo 2). «Aprovéchese de la obediencia a voluntad ajena -decía San Juan de Avila-, y verá que anda Dios en la tierra para responder a nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, para dar fuerza a los que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello» (Carta 220).

La obediencia da fuerzas para la acción, pero también las da para la contemplación. Cuando le preguntaban a San Juan de la Cruz cómo llegar a la oración mística, él no proponía métodos oracionales de infalible eficacia, sino que contestaba: «Negando su voluntad y haciendo la de Dios; porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios; y esto hace el que obedece, que es salir de sí y de su propio querer, y aligerado se anega en Dios» (Dichos 158).

((¡Qué perdidos van los que desprecian la obediencia! Cuanto más corren -como caballos desbocados, sin rienda-, más lejos se pierden. Éstos que no quieren alimentarse del Magisterio apostólico, prestándole la debida obediencia intelectual, cuántas porquerías se tragan, y qué amargo tienen el estómago y el aliento. Éstos que trabajan mucho (?) en el apostolado, quebrantando cuando quieren la obediencia al Obispo, y la disciplina canónica y litúrgica, con qué tristeza comprobarán que no consiguen fruto alguno, sino hacer daño a la Iglesia. Aquellos que practican austeridades ascéticas al margen de la obediencia, ignoran que la mortificación sin obediencia es «penitencia de bestias, a la que como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan» (1 Noche 6,2). Ni siquiera la comunión frecuente, hecha contra la obediencia, sería santificante. Santa Teresa, de una señora que era de comunión diaria, pero que no quería sujetarse a confesor fijo, comentaba: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).))

((Apelar a la conciencia propia para rechazar la doctrina o disciplina de la Iglesia es un grave error. Como dice Juan Pablo II, «el Magisterio de la Iglesia ha sido instituído por Cristo, el Señor, para iluminar la conciencia; apelar a esta conciencia precisamente para rechazar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, lleva consigo el rechazo de la idea católica del Magisterio y de la conciencia moral» (12-XI-1988).

A este respecto Pablo VI señalaba que «la conciencia no es por sí sola el árbitro del valor moral de las acciones que inspira, sino que debe hacer referencia a normas objetivas y, si es necesario, reformarse y rectificarse. Hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto -en cuyo caso la obligación de obedecer no existe-, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que ella es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco realista, la obscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia»(Heb 5,8)» (exh.apost. Evangelica testificatio 29-VI-1971, 28).

Obedecer a Dios antes que a los hombres

Raras veces el mandato del superior será inadmisible en conciencia, al menos en ambiente familiar o religioso. La autoridad no suele pronunciarse sobre cuestiones ciertas, pues sería innecesario. Suele arbitrar sobre asuntos opinables. Se le manda a una joven, por ejemplo, que vuelva a casa por las noches no más tarde de tal hora; o a un sacerdote que no emplee en la catequesis un cierto texto, sino tal otro, etc. Quizá un mandato sea, a juicio de quien ha de cumplirlo, menos conveniente que otro posible; pero es muy raro que se produzca un mandato ciertamente malo, inadmisible en conciencia.

En la duda, hay que obedecer. El bien común exige que la presunción de acierto se conceda al superior, pues también el súbdito puede equivocarse. Adviértase, por lo demás, que quien está dispuesto a la obediencia sólo en lo cierto, casi nunca está dispuesto para la obediencia, pues el mandato suele versar casi siempre sobre cuestiones opinables.

San Roberto Belarmino enseña en esto: «Según la doctrina común, para que alguien no esté obligado a obedecer, es preciso que el abuso de poder del superior sea cierto, notorio y en cosa esencial. Es universal esta regla que San Agustín formuló y que todos los demás han adoptado después: El subdito debe obediencia no sólo cuando está cierto de que el superior no le manda nada contra la voluntad de Dios, sino también cuando no está cierto de que lo mandado se opone a la voluntad de Dios; en la duda, hay que conformarse al juicio del superior mejor que al propio» (Risposta ad un libretto de Gersone: Opera omnia 1873, VIII, 64).

Convendrá a veces presentar al superior objeciones que quizá él no tuvo en cuenta al decidir un mandato. Es ésta, lo mismo que la obediencia de ejecución, una forma de colaborar con el superior y de ayudarle. Así lo enseñaba San Ignacio de Loyola: «Con esto no se quita que, si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior, y haciendo oración os pareciese en el divino acatamiento convenir que se la representáseis a él, que no lo podéis hacer. Pero, si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado [la dificultad], no sólamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, sino aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» (Carta 83,6).

Hay que resistir todo mandato ciertamente malo, cuando «el abuso es cierto, notorio y en cosa esencial», como hemos visto. En tales casos, «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29; +4,19). En cuestiones malas de menor importancia, la consideración del bien común puede llevar a la obediencia. Pero en asuntos de importancia, los mandatos malos que proceden de una autoridad desconectada de Dios, deben ser resistidos. Un soldado debe resistir la orden de fusilar un inocente, aunque le fusilen a él. Una esposa debe ignorar la prohibición que su marido le ha hecho de auxiliar al padre, en extrema pobreza. Un médico o una enfermera no pueden realizar abortos, aunque lo mande quien sea, y pase lo que pase.

Finalmente, a veces convendrá padecer sin resistencia un mandato criminal, siempre que ello no exija la complicidad de actos culpables; es el caso de Cristo en la cruz. Pero no siempre deberá padecerse el mandato injusto: el mismo Cristo defendió su vida, mientras vio que no había llegado «su hora» (Mt 2,13; 21,18-19; Jn 8,59; 10,39; 11,53-54). Y lo mismo hizo San Pablo (Hch 22-26). La caridad y la prudencia habrán de discernir en cada caso si conviene padecer el mal sin resistencia (Mt 5,38-41; 1 Cor 6,3-7) o si conviene defenderse de él.

((Algunos cristianos predican como norma la resistencia a los poderes, y como excepción el deber de la obediencia. Adornan su doctrina con algunas citas bíblicas, en las que se hace alusión peyorativa de «los poderosos» (el Magníficat, por ejemplo, Lc 1,52), pero la verdad es que rechazan la Revelación. Es cierto que los poderes políticos y otras modalidades de autoridad civil están generalmente más o menos corrompidos, y que raras veces son del todo sanos tanto en su origen como en su ejercicio. Sin embargo, aun siendo así las cosas, el deber cristiano de la obediencia cívica está normalmente vigente, y sólo excepcionalmente ha de ceder a otras exigencias morales contrarias. Esto es lo que enseñaron Jesús y los apóstoles en tiempos terribles. Los que aceptan esta doctrina tendrán a veces problemas de discernimiento a la hora de aplicarla a la práctica. Pero quienes rechazan esta doctrina de Cristo ¿cómo podrán aplicarla con prudencia? Errarán siempre, necesariamente.

Algunos cristianos pretenden superar las injusticias de autoridades y leyes venciendo el mal con el mal. Estos quieren el bien sin esperar más, ahora, sin sufrimientos propios, a costa de lo que sea; cualquier medio vale, si se muestra eficaz. Están, pues, dispuestos a presionar, ridiculizar la autoridad y desprestigiarla, armar escándalos, romper la unidad, acudir a intimidaciones, huelgas salvajes o guerras. Estos son los que ven en la cruz de Cristo la raíz de muchos males históricos. Es cosa clara que se averguenzan del Evangelio de Jesús (Rm 1,16; 2 Tim 1,8), y que lo consideran locura y absurdo (1 Cor 1,23). Pues la Revelación divina nos enseña: «Que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino buscad siempre hacer el bien entre vosotros y con todos» (1 Tes 5,15). «No te dejes vencer por el mal [haciéndolo tú], sino vence el mal con el bien» (Rm 12,21). La Iglesia sabe que a veces la violencia puede ser la expresión de la caridad (Jn 2,15); pero sólo la admite en casos extremos (por ejemplo, GS 68c sobre la huelga, 79b-d sobre la guerra), y si se da un conjunto de condiciones (+Pío XI, enc. Firmissimam constantiam 28-III-1937: Dz 3775-3776), que muchas veces ignoran los partidarios de la violencia.))

Obedecer mal

Hay muy diversas modalidades de autoridad, y la obediencia que en una puede ser buena, quizá sea mala en otra. Pero, en todo caso, es posible trazar los rasgos generales de la mala obediencia. Inmoral es la obediencia de quien se somete activamente a mandatos moralmente malos. Irresponsable es la obediencia prestada a órdenes claramente inconvenientes, sin preocuparse de advertir al superior, y desentendiéndose de los resultados. Mala y falsa es la obediencia hecha por mal motivo, por ascender en el cargo, por ganar más dinero, por ahorrarse disgustos y complicaciones. Lamentable es la obediencia cuando se ha forzado el ánimo del superior con presiones y solicitudes excesivas, pues el que así obra, dice San Bernardo, «no obedece él al superior, sino más bien el superior a él» (Sermón 35,5). En este sentido, la libertad de los superiores debe ser cuidadosamente respetada, no sea que, violentada por nosotros, no manifieste ya la voluntad de Dios, sino la nuestra.

La falta de espíritu de obediencia suele manifestarse con señales inequívocas, y hace de la obediencia un problema continuo. Escribe San Bernardo: «Es señal de imperfección de espíritu y de flaqueza de voluntad [en la obediencia] examinar demasiado minuciosamente las órdenes de los superiores, dudar a cada orden que se nos da, pedir razón de todas las cosas, tener mala opinión de todos los preceptos cuyo motivo no se conoce, y no obedecer jamás con gusto sino cuando lo que se nos ordena es conforme a nuestras inclinaciones, o cuando reconocemos que no sería útil ni permitido obrar de otra suerte» (Del precepto y dispensa 10,23). La obediencia para el hombre carnal es algo insoportable, que ha de evitarse en cuanto sea posible. Para el hombre espiritual es «yugo suave y carga ligera» (Mt 11,30), grata ocasión para unirse más al Señor.

Obedecer bien

Los rasgos que caracterizan la obediencia buena son bien conocidos. Como dice San Benito, «la obediencia sólo será grata a Dios y dulce a los hombres, cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta; porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa» (Regla 5,14-15). Analicemos algunos rasgos de la buena obediencia.

-Amor a los superiores. Los cristianos hemos de mirar con amor a los superiores, viendo en ellos personas elegidas por el Señor para representarle, es decir, para hacer llegar a nosotros impulsos de su Autoridad santificante. Y el amor a los superiores ha de expresarse en la obediencia a sus mandatos (Jn 14,15; 15,10) -además de otras formas-, pues por la obediencia nos unimos a ellos y a su acción.

Normalmente los superiores no son los más tontos o malos, pero hay a veces en ellos graves deficiencias. Pues bien, entra en la Providencia divina que en ocasiones nos manden mal para que obedezcamos bien, es decir, con espíritu de fe y entrega. Cuenta Santa Teresa que en un lugar pusieron de superior a «un fraile harto mozo y sin letras, y de poquísimo talento ni prudencia para gobernar, y experiencia no la tenía, y se ha visto después que tenia mucha melancolía, porque le sujeta mucho el humor... Dios permite algunas veces que se haga este error de poner a personas semejantes, para perfeccionar la virtud de la obediencia en los que ama» (Fundaciones 23,9).

-Amor a los hermanos. «Tenéos unos a otros por superiores» (Flp 2,3). Mucho gana el bien común -paz, orden, eficacia, unidad, alegría- si en los miembros de una comunidad hay tendencia a obedecer, incluso a los iguales. Cuando hay amor entre hermanos, esposos, amigos o colaboradores, hay una inclinación a hacer -en igualdad de condiciones- la voluntad de los otros, en vez de empeñarse en sacar adelante el propio gusto o la idea personal. Y las ocasiones de obedecer así son frecuentísimas -«mira si llegó el correo», «hoy podríamos ir al cine», «cierra un poco la ventana», «ya compraremos eso en otra ocasión»-. La verdad es que muchas veces dará más o menos lo mismo hacer esto o lo otro; pero lo que sí tiene, en cambio, un valor decisivo es que cada uno vaya haciendo cada día la ofrenda de sí mismo obedeciendo a los superiores y a los iguales por amor.

En efecto, san Benito dispone que «el bien de la obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también han de obedecerse los hermanos unos a otros, seguros de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios» (Regla 71,1 2). Santa María Micaela de Santísimo Sacramento, antes de ser religiosa, viviendo en su familia, procuraba obedecer siempre: «Ofrecí a la Virgen obedecer a mi cuñada como si fuera mi superiora, y jamás en los años que vivimos juntas después, ni la menor resistencia hice a nada de lo que indicaba, y con la cara alegre, como quien deseaba esto mismo que ella indicaba» (Autobiografía 106).

-Prontitud. San Francisco de Asís decía a sus hermanos: «Obedeced a la primera, y no esperéis a que se os mande por segunda vez. Quien no cumple prontamente el precepto de la obediencia, no teme a Dios ni respeta al hombre, a no ser que haya motivo que necesariamente obligue a diferir el cumplimiento» (Espejo 47,49). Si finalmente vamos a obedecer, obedezcamos al momento, «dejando inacabado lo que se está haciendo», como dice San Benito (Regla 5,8), y con cara alegre, «que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7). Es Dios quien nos da la vida y la fuerza para hacer lo que estamos haciendo; pues bien, si él por un superior nos manda hacer otra cosa ¿no será robar a Dios fuerza y vida para aplicarlas a lo que nosotros queremos?

Por otra parte, la prontitud no sólo pertenece a la perfección de la obediencia, sino no pocas veces a su misma esencia. En muchos casos -«llaman al teléfono, tómalo»- o la obediencia es pronta o no es -va otro a tomar el teléfono-. Obedecer tarde en no pocos casos es desobedecer, simplemente. Y entonces, cuando la obediencia tiene en un grupo un grado de prontitud y de disponibilidad muy escaso, convivencias que deberían ser gratas -una excursión en familia, por ejemplo-, terminan resultando odiosas, cuando cada uno se empeña en seguir su real gana; y colaboraciones que habrían de ser eficaces -un equipo de trabajo- acaban siendo tan lentas, torpes y forcejeadas, que al final cada uno prefiere hacer su trabajo a solas.

-Obediencia procurada. No sólo no hay que rehuir la obediencia, hay que buscarla y procurarla. El obediente quiere caminar de la mano de Dios, mantenido por Dios (tenido de Su mano), sujetándose en lo debido a sus superiores. Cuenta San Buenaventura que San Francisco, «al renunciar al oficio de ministro general, pidió se le concediera un guardián, a cuya voluntad estuviera sujeto en todo. Aseguraba ser tan copiosos los frutos de la santa obediencia, que cuantos someten el cuello a su yugo están en continuo aprovechamiento. De ahí que acostumbraba prometer siempre obediencia al hermano que solía acompañarle y la observaba fielmente» (Leyenda mayor 6,43.

-Obediencia activa, responsable, inteligente. La autoridad es una fuerza acrecentadora, estimulante, transmisora del impulso de Dios, que es el que da el crecimiento (1 Cor 3,6-7). Por eso la autoridad debe mandar de modo que las personas activen sus potencias obedeciendo, y no se vean condicionadas a atrofiarlas. Y, de la otra parte, es preciso obedecer de forma activa, responsable, prudente, colaborando de verdad con el superior, «empleando las fuerzas de la inteligencia y voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia» (PC 14b; +bc; PO 7a, 15b).

((Ahora bien, cuando la obediencia se hace excesivamente deliberativa y dialogante, pierde agilidad para dar respuesta a los problemas, la vida se pasa en reuniones -como si no hubiera otra cosa que hacer-, el ambiente comunitario se pone pesado, se divide quizá en facciones, el trabajo pierde unidad y eficacia, y la obediencia misma se reduce a un consenso en el que «la entrega de la voluntad» -que es lo que más vale- tiende a reducirse al mínimo posible.))

-Audacia valerosa. Muchas veces la obediencia hace patente que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27), pues por ella realizamos con éxito acciones que nunca habríamos acometido por iniciativa propia.

Con razón, pues, dispone San Benito: «Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia. Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas, exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. Pero si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior de que así le conviene, y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios» (Regla 68).

Una ascesis diaria para todos

Todos los cristianos -religiosos, sacerdotes, laicos- han de santificarse por la obediencia, que tendrá en cada uno, naturalmente, modalidades diversas. Los religiosos, «por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (PC 14a). Los sacerdotes, en su ordenación, prometen obedecer al Obispo (Ritual 16). Y también los laicos, aunque no hagan voto o promesa, tienen muchísimas ocasiones de santificarse por la obediencia, como empleados, obreros, profesionales, y sobre todo como miembros de una familia y de una comunidad cívica y religiosa.

Lo malo es que muchos cristianos, incluso de entre aquellos que buscan la perfección, ignoran en buena parte la fuerza que la obediencia tiene para santificar, es decir, para configurar a Cristo. Unos se ayudan mucho con sacramentos, retiros, lecturas, reuniones y otras actividades. Otros no tienen ocasión de frecuentar tanto estos medios de santificación. Pues bien, unos y otros pueden y deben hallar en el humilde y diario sendero de la obediencia el camino que más pronto lleva a la suma perfección evangélica.

La dirección espiritual

AA.VV., Direction spirituelle, DSp 3 (1957) 1002-1214; AA.VV., La Direzione spirituale oggi, Nápoles, Dehoniane 1981; E. Ancilli, Mistagogia e Direzione spirituale, Roma-Milano, Teresianum-Edizioni O.R. 1985; Ch. A. Bernard, L’aiuto spirituale personale, Roma, Ed. Rogate 1981,2a ed.; A. M. Besnard y otros, Le maître spirituel, París, Cerf 1980; J. Casero, S. J. de la Cruz, director de almas, «Teología Espiritual» 31 (1987) 3-55, 161-202; 33 (1989) 141-212; K. G. Culligan (dir.), Spiritual Direction. Contemporary Readings, N.York, Living Flame Press 1983; J. M. Iraburu, Entre el acompañamiento y la dirección espiritual, «Burgense» 38/1 (1997) 183-212; Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996, 60-79; L. Mendizábal, Dirección espiritual; teoría y práctica, BAC 396 (1978); P. Penning de Vries, Discernement des esprits, Ignace de Loyola, París, Beauchesne 1979; Y. Raguin, Maestro y discípulo. El acompañamiento espiritual, Madrid, Narcea 1986; G. Rodríguez Melgarejo, Formación y dirección espiritual, Bogotá, OSLAM 1986; M. Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual, BAC 544 (1994).

-Necesidad de la dirección espiritual. León XIII, en una carta al cardenal Gibbons, enseñaba que «los que tratan de santificarse, por lo mismo que tratan de seguir un camino poco frecuentado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan más que los otros un doctor y guía. Y esta manera de proceder siempre se vio en la Iglesia» (cta. Testem benevolentiæ 22-I-1899: Guibert 568).

En efecto, ya en el monacato primitivo, el cristiano que buscaba la perfección lo hacía acogiéndose a la guía de un maestro espiritual, un abba, al que debía manifestarse con plena sinceridad y obedecer con suma docilidad. Los grandes maestros espirituales, como San Juan de la Cruz, comprendieron siempre la necesidad del discernimiento y de la dirección (2 Subida 22,9-11), e hicieron de ellos un arte espiritual precioso.

La doctrina de la Iglesia sobre este punto ha sido abundante en este siglo. Pío XII, tratando de la santidad sacerdotal, decía: «Al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, buscad y aceptad la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina» (exh. ap. Menti Nostræ 23-IX-1950, 27).

Esta doctrina clásica ha sido propuesta con frecuencia por el Magisterio apostólico en los últimos decenios; Vaticano II, PO 11a, 18c; OT 3a,8a,19a; S. Congr. Educación Católica, Ratio Fundamentalis institutionis sacerdotalis 6-I-1970, 44, 48, 55; Cta. circular sobre algunos aspectos más urgentes de la formación espiritual an los Seminarios 6-I-1980; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 239,2; 246,4; 630,1; 719,4; Conferencia Episcopal Española, La formación para el ministerio presbiteral, 24-IV-1986, 85,237-241.

-Cualidades del director. Por el sacramento del orden, Dios constituye a los sacerdotes para que «en persona de Cristo Cabeza» enseñen, gobiernen y santifiquen a los fieles (PO 2c). A ellos, pues, corresponde ordinariamente el ministerio de la dirección espiritual, que en ocasiones lleva anexa la confesión sacramental asidua. Sin embargo, muchas veces el Señor confiere el carisma de dirección a monjes y religlosos o rellgiosas no ordenados, y también a laicos, hombres o mujeres. En todo caso, el director espiritual ha de tener ciencia y experiencia de las cosas espirituales, virtud, paciencia, celo por la santificación de los fieles, buena doctrina espiritual y ciertas dotes naturales de penetración psicoiógica.

El director espiritual ha de ser muy humilde, y al mismo tiempo muy maduro, para saber que, como dice San Juan de la Cruz, «a cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (Llama 3,59). Por eso el guía espiritual debe «dar libertad a las almas» (3,61), y no tratar de encarrilarlas en un camino férreo.

Santa Teresa del Niño Jesús, que en el Carmelo fue ayudante de la maestra de novicias, recibió de Dios muchas luces sobre este ministerio de ayuda espiritual: «Desde lejos parece fácil y de color de rosa el hacer bien a las almas», pero estando en ello «se comprueba que hacer el bien es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche. Se comprueba que es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manus. autobiog. X,11).

Por otra parte, el director espiritual debe también ser humilde para conocer el momento en que conviene hacerse a un lado, dejando que la persona se confíe a otro director quizá más idóneo o que logre con ella un mejor entendimiento. No todo director vale igualmente para guiar el crecimiento espiritual de las personas en todas sus fases (Llama 3,57).

Hay falta de guías idóneos en el camino de la santidad. Y los ineptos pueden hacer aquí daños no pequeños. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida 23,6-18; 30,1-7). Ella cuenta que durante diecisiete años, «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados... Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Perf. 5,3). Y ella lamenta mucho aquellos años de andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar...; mas hay -por nuestros pecados- tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; +San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).

-Cualidades del dirigido. La dirección espiritual es útil cuando el cristiano que se ayuda con ella reune estas condiciones: si tiende realmente a la perfección; si comprende, en fe y humildad, la necesidad de esa dirección; si procura manifestar su alma con sinceridad, sin perderse en palabrerías y temas inútiles; si muestra docilidad intelectual y espíritu de obediencia. Cuanto tales disposiciones faltan en el cristiano, no suele ser conveniente iniciar o continuar la dirección, a no ser que los encuentros se dediquen a suscitar esas condiciones.

La sinceridad y la obediencia son fundamentales en la dirección espiritual, «porque si no hay esto, dice Santa Teresa, no aseguro que vais bien ni que es Dios el que os enseña» (6 Moradas 9,12). «Jamás haga nada ni le pase por el pensamiento, sin parecer de confesor letrado y avisado y siervo de Dios, pues El nos tiene dicho que tengamos al confesor en Su lugar» (3,11). Esa es la norma que ella misma siguió en su vida impetuosa, ajetreada y fecundísima (Vida 26,3; Fundaciones 27,15); y la siguió hasta el extremo: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese; después Su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5).

-Temas de dirección. Son éstos tantos, que apenas admiten clasificación alguna. El director ha de tocarlos con oportuna gradualidad, mirando las necesidades y posibilidades concretas de la persona que se le confía. He aquí, en todo caso, algunos temas fundamentales: Catequesis individualizada, formar pensamiento y conciencia, orientar lecturas, resolver dudas. Introducir en la liturgia, ayudar a vivir eucaristía, Horas, penitencia, tiempos litúrgicos. Enseñar a amar a Dios, a orar, a vivir en su presencia, a cumplir en todo su voluntad. Enseñar a amar al prójimo en trabajo, perdón, servicialidad, amistad, apostolado, limosna, educación. Localizar los malos apegos de sentido, pensamiento, memoria, voluntad, y orientar bien la lucha ascética que ha de vencerlos con la oración y el ejercicio de todas las virtudes. Ayudar al discernimiento de la vocación personal o de otras cuestiones importantes y a veces dudosas. Y siempre estimular con fuerza hacia la santidad perfecta, superando crisis, desalientos y cansancios.

Hay que pedir a Dios y hay que procurar la gracia grande de un buen director espiritual. Aunque mejor no tenerlo, que tenerlo malo, pues «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya» (Mt 15,14). Sin embargo, también es cierto que «Dios es tan amigo de que el gobierno del hombre sea por otro hombre» (2 Subida 22,9), que aunque el director no sea del todo idóneo, si es humilde y bueno, con tal de que ayude a escapar de la voluntad propia, puede dar una dirección espiritual benéfica, santificante, ciertamente grata a Dios.

8. La ley

G. Abba, Lex et virtus, Roma, LAS 1983; Y. Congar, Variations sur le theme «Loi-Grâce», «Revue Thomiste» 71 (1971) 420-438; P. Delhaye, La «loi nouvelle» dans l’enseignement de St. Thomas, «Esprit et vie» 84 (1974) 33-41, 49-54; W. Gutbrod, nomos, KITTEL IV,1028-1077/VII,1273-1401; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996, cp. 4; S. Lyonnet, Libertad cristiana y ley del Espíritu, en La vida según el Espíritu, Salamanca, Sígueme 1967, 175-202.

Véase también Juan Pablo II, const. apost. Sacræ disciplinæ leges, 25-I-1983: DP 1983, 23. En el Catecismo, función salvífica que de la ley (1950-1974, 2052-2074).

Las leyes

Los cristianos hemos de obedecer a Dios obedeciendo a personas y a leyes, a personas constituídas en autoridad -de esto tratamos en el capítulo anterior- y a leyes válida y lícitamente promulgadas -que consideraremos ahora-.

Recordemos que la ley eterna es el plan de gobierno universal que existe en la mente de Dios. La ley natural, a través de la naturaleza misma del hombre y del mundo creado, revela esa ley eterna. Y la ley positiva es aquella que «no ha nacido en el hombre juntamente con la naturaleza o con la gracia, sino que, por encima de ellas, ha sido impuesta por algún principio externo que tiene facultad para imponerla» (Suárez, De legibus I,3,13). Aquí entran todo tipo de leyes civiles o eclesiales, constituciones, normas o reglamentos. Y de estas leyes sobre todo hemos de tratar ahora.

La ley de Moisés

La ley mosaica es «santa, ciertamente, y los mandamientos son santos, justos y buenos» (Rm 7,12). El mismo Dios ha dado a Israel sus admirables decretos, revelándole los sagrados caminos que llevan a la salvación (Dt 5,27; 30,15s; Sal 15,11; 118; Sir 17,6-9). Y los judíos espirituales, aplicándose al cumplimiento de la Ley, se hicieron grandes en la virtud, y al mismo tiempo comprendieron que necesitaban absolutamente un Mesías salvador, pues con sus solas fuerzas humanas no alcanzaban a conocer ni a cumplir perfectamente la voluntad divina. Ellos fueron los que, conociendo su impotencia gracias a la ley, desde el fondo de los siglos ansiaron a Jesús, el Salvador, y aceleraron con sus constantes oraciones el tiempo de su venida.

((Por el contrario, para los judíos carnales «el precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Y esto de tres modos:

1. -El Israel carnal, incapaz de cumplir la Ley, pero obstinado en salvarse por ella, no pide un Mesías, no se salva poniendo la esperanza en la promesa de su venida, sino que elige el camino de la mentira, cumple la Ley de un modo sólo exterior, vaciándola de su espíritu. Es lo que Jesús denuncia con terribles palabras: Sepulcros blanqueados, hipócritas, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (Mt 23).

2. -Por otra parte, escribas y fariseos, sentados durante siglos en la cátedra de Moisés, han disfigurado la Ley, pura y santa, sepultándola bajo un cúmulo de preceptos humanos (Mt 5,19; 22,36; 23,1-4; Mc 7,8-9). Han mezclado groseramente la sabiduría humana con la de Dios, han enmarañado la simplicidad de la Ley sacando de ella 613 mandatos particulares -248 positivos, 365 prohibitivos-, han transformado los preceptos de Yavé en «un yugo insoportable» (Hch 15,10). «Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,4). Conocen mil artimañas para escaparse de la verdadera observancia, y las enseñan a otros (23,16 33; Mc 7,5-13).

3. -Y esos dos pecados conducen a un tercero, el más grave. Los judíos carnales, los que quieren salvarse por la Ley, por sus fuerzas propias, en una moral de obras, rechazan la fe en Cristo, la salvación por gracia (Gál 5,4). No comprendieron que Yavé dio la Ley a hombres pecadores no sólo para que mejoraran esforzándose en cumplirla, sino sobre todo para que por ella conocieran su pecado, y no pudiendo observarla fielmente, ansiaran al Salvador mesiánico. Pero no fue así. Por el contrario, cuando se produjo ante sus ojos la epifanía de Jesús, no supieron ver en él -pobre, humilde, crucificado- al Enviado de Dios, a aquél de quien hablaron Moisés y los profetas. Prefirieron permanecer como «discípulos de Moisés», rechazando al Mesías que el mismo Moisés anunció (Jn 5,45-47; 9,28; Lc 24,27).))

La ley de Cristo

Cristo, él mismo, es la ley nueva de la Nueva Alianza. Aquello mismo que los rabinos decían de la Ley mosaica -que era luz, agua, pan, camino, verdad, vida-, todo eso lo dice Jesús de sí mismo. El es el Señor del sábado (Mt 12,8; Lc 13,10-17). El viene a perfeccionar la Ley de Moisés, no a destruirla (Mt 5,17-43). Y ahora estamos sujetos a «la Ley de Cristo» (Gál 6,2; 1 Cor 9,21).

La Ley de Cristo es una ley interior, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; y no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2 Cor 3,3). Es, pues, ley del Espíritu Santo, a un tiempo luz y fuerza de nuestras almas. En efecto, la letra mata, pues muestra el deber, pero no da fuerzas para cumplirlo, mientras que «el Espíritu vivifica» (3,6). Todo precepto en Cristo es la formulación exterior de lo que en nuestro interior quiere obrar por su Espíritu. La Ley de Cristo es la caridad de Dios, difundida en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 5,5). Es ley sencilla y universal, que en dos mandatos lo encierra todo (Mt 22,37-40), y que está vigente en todos los pueblos y en todos los siglos. Es una ley liberadora, pues «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gál 5,1), redimiéndonos de la esclavitud de la Ley (3,13; 4, 5). Es, en fin, una ley nueva, que fundamenta una Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

J. M. Casabó escribe: «Su novedad no consiste en la formulación de lo que manda [amar al prójimo], pues lo encontramos ya en el Antiguo Testamento (Lv 19,18) y, con formas similares, en pensadores y religiones no cristianos... Juan no usa el vocablo neos (=reciente en el tiempo, joven y por consiguiente inmaduro), sino kainós (=nuevo en su naturaleza, y por consiguiente cualitativamente mejor). La novedad está en que es el amor mismo de Jesús, del Padre -de calidad absolutamente diversa a cualquier otro amor humano-, lo que es comunicado [en el Espíritu] y se vuelve guía del hombre» (La teología moral de S. Juan, Madrid, Fax 1970, 334).

¿Y ahora, qué? «¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? De ningún modo» (Rm 6,15). La Ley nueva de Cristo no viene a abolir, sino a perfeccionar la Ley mosaica, y es mucho más santificante que ésta. La Ley y los profetas llegaron hasta Juan el Bautista; y desde entonces, en Jesucristo, plenitud evangélica de la ley divina, vivimos la novedad santa del Reino de Dios (Lc 16,16).

Las leyes de la Iglesia

Cristo fundó en su Iglesia una sagrada autoridad apostólica con potestad de establecer leyes. Los Apóstoles y sus sucesores, los Obispos, reciben del Señor, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), una fuerza espiritual para «atar y desatar» (16,19; 18,18). Ellos forman la jerarquía apostólica (hierarchia, es decir, sagrada autoridad). En efecto, como dice el Vaticano II, los Obispos han recibido una «autoridad y sagrada potestad... que ejercen personalmente en el nombre de Cristo», y que les da «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27a; +18-25).

La autoridad apostólica no puede juzgar de la conciencia misma de los fieles (de internis neque Ecclesia iudicat), pero puede y debe ejercitar un poder legislativo y judicial que Cristo le dio para el bien de los cristianos. Quiso el Señor que en la Iglesia hubiera leyes, para que ningún cristiano ignorase los caminos de la gracia, ni siquiera aquéllos que, por su gran inmadurez espiritual, no los conocen por la sola luz interior del Espíritu Santo. No hay contraposición en la Igiesia de Cristo entre ley y gracia, porque la ley eclesial es una gracia del Señor.

Los Apóstoles, desde el principio, ejercieron su autoridad en la Iglesia y establecieron leyes. En Jerusalén se tomaron acuerdos disciplinares obligatorios (Hch 15,22s). Pedro juzgó a Ananías y Safira, y también a Simón (5,1-11; 8,18-25). Pablo declaró tener autoridad de Cristo para mandar y castigar (1 Cor 4,18-21; 2 Cor 10,4-8; 13,10; Fil 8). En no pocas ocasiones, los Apóstoles mandaron, juzgaron y castigaron, llegando a excomulgar en los casos más graves, según les había mandado Jesús (Mt 16,19; 18,15-18; Jn 20,22-23; Rm 16,17; 1 Cor 5,1-13; 2 Tes 3,6.14; 1 Tim 5,19-20; Tit 3,10; 1 Jn 2,1819; 2 Jn 10-11; 3 Jn 9s; Ap 1-3).

La Iglesia siempre se ha dado leyes a sí misma. Es un hecho en «la historia ya bimilenaria de la Iglesia la existencia de una ininterrumpida tradición canónica, que viene desde los orígenes de la era cristiana hasta nuestros días, y de la que el Código que acaba de ser promulgado, constituye un nuevo, importante y sabio capítulo» (Juan Pablo II, 3-II-1983, 3).

((Sin embargo, Pablo VI se veía en la necesidad de decir: «No ignoramos que existen numerosos y funestos prejuicios contra el derecho canónico. Muchos, en efecto, al exaltar la libertad, la caridad, los derechos de la persona humana, la condición carismática de la Iglesia, critican exasperadamente las instituciones canónicas y quieren minimizarlas, rechazarlas e incluso destruirlas» (14-XII-1973). Esta fobia anticristiana ignora y desprecia los cánones, la disciplina litúrgica y pastoral, las reglas de los institutos religiosos, y ve en la anomía -ausencia de normas- el campo más propicio para el florecimiento de la vida genuinamente evangélica.

Lutero es el precedente más importante de esta aversión a la ley eclesial. Para él la distinción ley-evangelio es absoluta. La ley es judía, pertenece al Antiguo Testamento, nada puede hacer para salvarnos. Pero el evangelio es la gracia, que nos libera del pecado por la pura fe en Jesús. Por tanto, la ley eclesial es algo abominable, es una judaización del cristianismo, una perversión del mismo. Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth-, han evitado este radicalismo. Pero otros han llegado a las posiciones de un escatologismo extremo, según el cual Cristo no pensó en fundar una Iglesia, y por tanto toda disciplina eclesial es ajena a él, no tiene en él su origen.))

Jesucristo quiso leyes en la Iglesia por varias razones fundamentales que nos conviene conocer a la luz de la fe y de la reflexión teológica:

-La Iglesia es una sociedad que Cristo edificó (Mt 16,18) como Cuerpo suyo (Col 1,18). Y en ella «la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada por un elemento humano y otro divino» (LG 8a). En este sentido dice Pablo VI que la existencia de una «ordenación jurídica y de unas estructuras de la Iglesia pertenece a la Revelación» (13-XII-1972).

-La Iglesia es «sacramento universal de salvación» (LG 48b; AG la). No es un reino espiritual exclusivamente interior. Precisamente la naturaleza sacramental de la Iglesia implica en ella una visibilidad social, jefes, estructuras, leyes y costumbres. En ella, pues, dice Juan Pablo II, «el derecho no se concibe como un cuerpo extraño, ni como una superestructura ya inútil, ni como un residuo de presuntas pretensiones temporales. El derecho es connatural a la vida de la Iglesia» (3-II-1983,8).

-La Iglesia es una comunión, y como enseñaba Pablo VI, «la ley canónica es como una cierta manifestación visible de la comunión, de tal suerte que sin el derecho canónico la misma comunión no puede realizarse eficazmente» (19-II-1977). Claramente nos dice la experiencia cuántas lesiones sufre la koinonía de la caridad eclesial cuando se menosprecian las leyes de la Iglesia, y cuántas tensiones, ofensas y odiosidades genera la arbitrariedad anómica. «No puede haber caridad sin justicia, expresada en leyes», decía el mismo Papa (14-XII-1973).

-La ley favorece la acción pastoral de la Iglesia. «No puede desarrollarse una labor pastoral verdaderamente eficaz si ésta no encuentra un apoyo firme en un orden jurídico sabiamente establecido» (14-XII-1973).

Es imposible, por ejemplo, que varios párrocos unan sus esfuerzos en una pastoral común si cada uno hace las cosas a su manera, sin ajustarse a la disciplina de la Iglesia. Así se pierden muchas energías, se da lugar a inevitables divisiones, y se hace imposible una continuidad en los trabajos. En tal parroquia el cura enseña y hace lo que la Iglesia enseña y manda; pero en la otra vecina no. Los fieles se confunden, a veces se escandalizan, y frecuentemente se dividen en bandos. Cambia el párroco y se trastorna todo: vuelta a empezar. Por otra parte, no será fácil en ocasiones encontrar sacerdotes que quieran ir a parroquias sometidas largos años a una pastoral arbitraria. Puestos a elegir, prefieren ir a misiones.

-La ley es psicológicamente sana y necesaria, pertenece a la naturaleza social del hombre. El cristiano, como cualquier hombre, no puede partir de cero en todo, no puede andar sin camino, no puede vivir a la intemperie, sin casa espiritual, sin afiliación social a un cuadro estable de leyes y costumbres. Sin estas, no hay posibilidad de un cristianismo popular, y el Evangelio sería sustraído a los pequeños, y reservado para sabios analistas muy reflexivos; lo cual contraría frontalmente el designio de Dios (Lc 10,21).

Erich From, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, reconoce «la necesidad de una estructura que oriente y vincule» (México, FCE 1970, 59-61). Es evidente. Y experimentalmente comprobado. «En 1966, en Estrasburgo, un interno de hospitales psiquiátricos, también licenciado en teología protestante, O. Printz, estudió desde varias perspectivas la vivencia melancólica. Y escribía: «Del estudio estadístico que hemos hecho se desprende una conclusión unívoca: la confesión protestante suministra un contingente de melancólicos superior a la confesión católica»» (cit. J. P. Schaller, Mélancolie et religion, «Sources» 1976, 236-237). La duda y la inseguridad morbosa rondan al cristiano que lee las Escrituras en libre examen, que carece de guía jerárquica, de leyes eclesiales, de penitencia sacramental. La disciplina eclesial católica es un camino para andar juntos, es una casa donde convivir, expresa y fomenta una vivencia comunitaria y objetiva del Evangelio. Dígase lo que se quiera, los ambientes disciplinados, estructurados, con tradiciones, fiestas, doctrinas, leyes y costumbres, suelen ser alegres y sanos, mientras que son tristes e insanos los ambientes individualistas y subjetivos, informes y anómicos. Esto es así.

-La ley eclesial defiende a débiles e ignorantes. Los defiende de sí mismos, pues sin ella quedarían abandonados a su mediocridad. Y los defiende de las presiones arbitrarias de personas o grupos salvajes, no socializados en la Iglesia, a los cuales no sabrían resistir.

-La ley es un medio salvífico temporal, histórico, que cesa en la plenitud del Reino, donde «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). Es ahora cuando normas y leyes son necesarias en la sociedad familiar, escolar, cívica o religiosa.

El padre Congar hacía ver que «una pura Iglesia del Espíritu es una tentación en la que muchos movimientos sectarios han caído; pero es una tentación. La Iglesia terrestre no es sólamente realidad de comunión, sino también instrumento y sacramento de esta comunión. La Tradición afirma sin cesar que omnis prælatura cessabit, en el sentido de que en la escatología no habrá ya jerarquía -sólo la de la santidad-, ni dogmas, ni sacramentos, ni derecho canónico, ni ningún medio exterior de este género. Ni siquiera habrá evangelio, en el sentido de un texto que se lee, pues el mismo Verbo se comunicará a todos, luminoso y viviente» (Variations 433).

La obediencia eclesial

Hay que obedecer las leyes de la Iglesia en conciencia, con toda fidelidad, pues es obediencia que se presta a nuestro Señor Jesucristo. El es, como definió Trento, verdadero legislador del pueblo cristiano (Dz 1571; +1620), y «los mandamientos de la Iglesia» deben ser obedecidos (1570,1621) porque están dados con la autoridad de Cristo, la que él comunicó a los Apóstoles. Por eso el Vaticano II manda que «los laicos acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (LG 37b; +25a; PO 6). Y el Código de Derecho Canónico: «Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Cumplan con gran diligencia los deberes que tienen tanto respecto a la Iglesia universal como en relación con la Iglesia particular a la que pertenecen, según las prescripciones del derecho» (c. 209).

Obedecer a la Iglesia es obedecer a Cristo. Por eso los santos, y especialmente aquellos que tenían vocación divina para renovar la Iglesia -San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa-, han mostrado siempre una suma veneración por los sagrados cánones conciliares y por todas las normas litúrgicas y disciplinares de la Iglesia. Como decía Santa Teresa: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4).

También los grandes teólogos, como Suárez, han entendido que «la ley eclesiástica es de alguna manera divina» (De legibus III,14,4). Veían las leyes de la Iglesia como formulaciones exteriores que señalaban la acción interior del Espíritu de Jesús. Sabían que Cristo ha asegurado a la Iglesia su asistencia hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), y que ello garantiza no sólamente la ortodoxia doctrinal, sino también aquella ortopraxis que el pueblo cristiano necesita para llegar al Padre sin perderse.

El padre Faynel precisa el alcance de esa ortopraxis: «En las decisiones de orden general (grandes leyes de la Iglesia, disposiciones permanentes del derecho canónico), la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible, entendiendo por ella una asistencia que garantiza la prudencia de cada una de esas decisiones; así pues, no sólamente no podrán contener nada de inmoral y de contrario a la ley divina, sino que serán todas positivamente benéficas. Lo que no significa: serán perfectas». No necesariamente serán las mejores de todas las posibles. «En las decisiones de orden particular (organización sinodal de una diócesis, proceso de nulidad matrimonial, etc.) la Iglesia goza de una asistencia prudencial relativa, es decir, de una asistencia que garantiza el valor del conjunto de esas decisiones, pero que no garantiza cada una de ellas en particular; de una asistencia, dicho de otro modo, que nos permite pensar que, en el conjunto y en la mayoría de los casos, esas decisiones serán positivamente benéficas» (L’Eglise, París, Desclée 1970, II,100).

La obediencia eclesial, que afecta a todos los fieles, obliga muy especialmente a los pastores, que no gobiernan en nombre propio, sino en el nombre de Cristo. Si Obispos y presbíteros obedecen las leyes de la Iglesia fielmente, vendrán sobre el pueblo cristiano cuantiosos bienes. Pero si no obedecen, los mayores males azotarán y dividirán al pueblo cristiano. Ya se comprende, pues es cosa evidente, que la autoridad pastoral sólamente en la obediencia a la ley eclesial puede ser ejercitada como servicio, pues cuando es ejercitada en una desobediencia arbitraria, se convierte inevitablemente en dominio opresor.

La desobediencia de los pastores a las normas de la Iglesia constituye una injusticia, o si se quiere, un abuso de poder. El pastor arbitrario no manda ya desde la Iglesia, es decir, desde la autoridad de Cristo, sino desde sí mismo. En efecto, la Ley Suprema de la Iglesia, así como establece el deber que tienen los fieles de obedecer a sus pastores (c. 212,1), afirma igualmente que «los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos» (c. 213); y, por supuesto, en lo que se refiere a liturgia y sacramentos, «tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia» (c.214).

Por tanto, la Iglesia no abandona a los cristianos, ni en lo doctrinal ni en lo disciplinar, a las posibles ocurrencias subjetivas del pastor que les toque. Los fieles tienen la facultad, y el deber a veces, de manifestar a los pastores sus necesidades y deseos (c. 212,2-3). Más aún, «compete a los fieles reclamar legítimamente los derechos que tienen en la Iglesia, y defenderlos en el fuero eclesiástico competente conforme a la norma del derecho» (c. 221,1).

((A veces no se cumplen las leyes de la Iglesia por ignorancia -«yo no sabía eso»-, a veces por impotencia -«ya sé que hay que hacer un inventario, pero es que me resulta imposible»-. Pero la culpa se hace sobre todo patente y cierta cuando la desobediencia es por desprecio de la ley eclesial. Por otra parte, entonces, juntamente con la culpa, suelen darse ciertos errores sobre la naturaleza misma de la ley en la Iglesia, que conviene señalar:

1. -La Iglesia no tiene autoridad del Señor para establecer leyes. Cuando estas se formulan, la jerarquía apostólica no tiene una especial asistencia del Espíritu Santo, y es tan falible como puedan serlo el pastor o el laico que habrían de cumplirlas -y quizá más, pues éstos conocen mejor el campo concreto circunstancial en que habrían de ser aplicadas-. Las normas eclesiásticas expresan, pues, juicios humanos, sujetos a escuelas ideológicas y a situaciones históricas. Por tanto, el que las resiste, no necesariamente desobedece al Señor. Incluso a veces para obedecer al Señor, será preciso desobedecer a la Iglesia. Esta actitud quebranta dogmas de la fe.

2. -Los mandamientos de la Iglesia en realidad no mandan, no son mandatos preceptivos, sino orientaciones, consejos, estímulos que, normalmente al menos, no obligan la conciencia con un vínculo moral verdadero. Cuando, por ejemplo, la Iglesia dispone: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (c. 1247), ha de entenderse tal norma como que los fieles no tienen obligación de participar en la Misa el domingo y los demás días de precepto. Aunque, eso sí, tal participación es algo conveniente, que debe, incluso, ser aconsejado. Sobre esta actitud cae la sombra del Padre de la Mentira.

3. -En caso de conflicto, ha de preferirse el juicio propio al que la Iglesia expresa en sus normas. En el servicio pastoral, por ejemplo, la Iglesia manda que la penitencia sacaramental se celebre de tales y cuales maneras (cc. 960-964), pero si tal párroco ve las cosas de otro modo, convendrá que tenga la honradez de atenerse a su propio juicio... Pero vamos a ver: ¿Este párroco, en su trabajo pastoral, obrando así, no estará esperando más de sí mismo que de Dios, no estará poniendo más su confianza en la eficacia del medio humano que en la fuerza de la gracia de Dios? En otras palabras: ¿No será un poco pelagiano? Si para lograr fruto apostólico no confiara nada en sí mismo, y pusiera toda su confianza en «Dios, que es quien da el crecimiento» (1 Cor 3,6-7), obedecería con la mayor fidelidad la disciplina pastoral y litúrgica de la Iglesia, tratando de «ganarse» así la gracia del auxilio divino. Obrando de otro modo, ¿cómo podrá esperar que Cristo dé fruto a una actividad pastoral, por esforzada que sea, realizada contra la ley de la Iglesia? De hecho estos trabajos pastorales no dan fruto; pero es que además no deben darlo, sería un escándalo, pues ello significaría una de dos: o que no es el Señor quien da fuerza a las leyes de la Iglesia, o que sí lo es, pero asiste y bendice la acción de aquéllos que obran contra lo que él mismo ha mandado por la jerarquía apostólica.))

La ley en las diversas edades espirituales

Cuando una madre quiere comunicarle a su hijo el espíritu de la higiene, comienza por darle ciertas normas, obligándole a cumplirlas incluso antes de que pueda entender su valor. Así, al principio, el niño se lava porque está mandado y se lo exigen; poco a poco va captando el sentido de la higiene; y finalmente la vive en su cuidado personal por convencimiento y por gusto. Pues bien, la Madre Iglesia procede de forma análoga en la educación evangélica de sus hijos, comunicándoles espíritu y obligándoles a ley. Podemos verlo con un ejemplo característico, el de la misa dominical antes aludido.

-Los principiantes, que son como niños, y los pecadores, son los destinatarios principales de la ley; están bajo la ley: «la ley no es para los justos, sino para los pecadores» (1 Tim 1,9). Este cristiano aún escaso en el espíritu, lo tiene suficiente como para obedecer la ley eclesial, que no es poco -y va a misa-; pero todavía es tan carnal que no haría la obra prescrita por la norma si ésta no existiera -no iría a misa los domingos si no fuera obligatorio-. «Para este cristiano, observa Lyonnet (195), la ley ejercerá el mismo papel que la ley mosaica para el judío. La ley se convierte en un pedagogo que conduce a Cristo» (Gál 3,24), no sólo supliendo de alguna manera la luz del Espíritu, escasa en el carnal o pecador, sino haciéndole también tomar conciencia de su condición inmadura o pecaminosa.

-Los adelantados en la vida cristiana, en parte están aún bajo la ley, y en parte se mueven ya por el Espíritu. Estos cumplen mejor los preceptos, pues van teniendo parte en su espíritu. Y si faltaran las leyes, unas veces harían las obras que prescriben y otras no -irían a misa algunos domingos-.

-Los perfectos en Cristo se mueven ya por el Espíritu, y como escribe San Juan de la Cruz en el frontispicio de la Subida, «por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley». En realidad, el justo es el único que cumple la ley perfectamente, con amor y plena libertad -seguiría yendo a misa dominical aunque se quitara el precepto-. El no recibe subjetivamente la presión externa de la ley, pero objetivamente la reconoce y obedece, haciendo incluso más de lo que ella manda -va a misa si puede todos los días-. Es el único que da a la ley una obediencia perfecta y del todo espiritual.

((La opinión mayoritaria, lealmente organizada y expresada, puede ser buena para establecer normas de convivencia en la vida política, en una sociedad recreativa, en un municipio. Pero en comunidades de perfección, un predominio inmoderado de la opinión mayoritaria puede ser muy negativo. En todos los ambientes, también en los religiosos, la mayoría, es decir, la opinión media, suele ser congénitamente mediocre, pues abundan más los hombres carnales que los espirituales. El principiante, por serlo («la ley es espiritual, pero yo soy carnal», Rm 7,14), apenas posee el espíritu que debe animar las leyes, y por eso no es idóneo para generarlas o modificarlas prudentemente. Pero sí puede colaborar a la elaboración de las normas, informando a los mayores de sus posibilidades, dificultades y deseos. Podrá objetarse a esto que muchas veces también los mayores y superiores son carnales, y es cierto.

Ahora bien, esta dificultad real se supera de varios modos: El Señor asiste especialmente a los superiores, y al capítulo que reune a los miembros que han sido considerados como mayores -por su virtud, ciencia o experiencia-; y, por otra parte, las más graves decisiones que toman han de ser confirmadas en un nivel superior, como Roma o la Conferencia Episcopal.))

Leyes ontológicas, determinantes y prácticas

La Iglesia hace leyes para fomentar la santificación de los fieles. Manda unas veces lo que ya por ley divina, natural o positiva, estaba mandado; otras, impone deberes que ya en la ley divina o natural estaban contenidos, aunque fuera de modo indeterminado; en ocasiones manda lo que Dios aconseja; o incluso ordena o prohibe cosas convenientes al bien común, pero no contenidas en la ley divina o natural. Son diversas leyes, que suscitan diversas modalidades de obediencia eclesial.

-Leyes ontológicas. Hay obras que son necesariamente conexas con la gracia -por ejemplo, mantener unido el vínculo conyugal, y no romperlo-. A veces no se da ley sobre ellas, pero otras veces sí, y tenemos entonces leyes ontológicas, es decir, mandatos declarativos de algo que ya de suyo era lícito o ilícito, con independencia de la ley -así son las normas canónicas sobre el matrimonio y el divorcio, al menos las principales de ellas-.

Las leyes ontológicas versan sobre objetos graves, acerca de los cuales hay clara manifestación de la voluntad de Dios, y por ello deben ser rigurosamente exhortadas, urgidas y sancionadas. No parece conveniente, sin embargo, que la ley ontológica -por ejemplo, la visita pastoral del Obispo, que debe conocer sus ovejas (Jn 10,14)- sea propuesta descendiendo a los pequeños detalles minuciosos: frecuencia, manera, etc., pues ello la haría enojosa, y difícilmente aplicable en circunstancias cambiantes.

-Leyes determinantes. Las leyes referidas a deberes no necesariamente conexos con la gracia, y que no fueron establecidas en la primera promulgación de la ley nueva, sino que fueron dejadas por Cristo a la ulterior determinación de la Iglesia, son leyes determinantes. Parten de una necesidad ontológica -por ejemplo, comer el pan de vida-, y determinan una práctica concreta -comulgar al menos una vez al año (c. 920)-.

El uso pastoral de estas leyes ha de ser muy cuidadoso. Si no se insiste en que la Iglesia con esas leyes sólo pretende transmitir un don del amor de Dios -por ejemplo, que los fieles reciban el pan de vida-, fácilmente serán captadas por los cristianos carnales -la mayoría- como pesadas imposiciones arbitrarias de la Iglesia. Por eso el ministerio pastoral, al señalar a los fieles la vigencia de una ley, debe siempre comunicar el espíritu que la informa. Claro está, por otra parte, que cuando hay espíritu en los fieles estas leyes resultan supérfluas. Y si no hay espíritu... son leyes dudosamente aplicables. Es decir, o a un cristiano le interesa recibir sacramentalmente a Cristo o no: si le interesa, lo recibe más de una vez al año; y si no le interesa ¿conviene que le reciba una vez al año?... La Iglesia, en una tradición constante, considera que sí. Muchos cristianos tienen poco espíritu, pero suficiente como para poder responder a la estimulación de una ley eclesial. Notemos, por lo demás, que en la Iglesia Católica las leyes determinantes han sido siempre muy pocas, y sobre cuestiones muy graves.

-Leyes prácticas. Con una base ontológica más lejana, pero real, la Iglesia promulga también ciertas leyes prácticas -los diezmos, normas sobre el ayuno, o el hábito eclesiástico-, considerándolas una ayuda para la santificación de los fieles. Estas leyes no son meramente convencionales -como el circular por la derecha o la izquierda-, ya que, como hemos dicho, tienen una cierta base en la realidad de las cosas. Y de lo dicho ya puede entenderse que las leyes ontológicas no cambian al paso de los siglos -como no sea en aspectos secundarios-, las determinantes cambian poco, en tanto que las leyes prácticas son las más sujetas al cambio a lo largo de la historia de la Iglesia.

En la tradición canónica, no pocos cánones son leyes prácticas, por las cuales la Iglesia, en su camino secular, va configurando en forma concreta aspectos importantes de la vida cristiana. Estas leyes, lógicamente, son las que más cambios exigen al paso del tiempo y en la diversidad de lugares. Por otra parte, cuando los fieles ignoran el sentido espiritual de estas leyes, las incumplen o las cumplen mal -comen, por ejemplo, deliciosos pescados en viernes-, lo que lleva consigo un peligro no desdeñable de hipocresía -«colar un mosquito y tragarse un camello» (Mt 23,24)-.

Ahora bien, si hay peligros en las leyes prácticas, más peligrosa sería su completa ausencia. Muchas costumbres y tradiciones, muchos modos y maneras que dan forma comunitaria y visible al misterio de la gracia, y que hacen el Evangelio más inteligible y asequible al pueblo sencillo, se apoyan en estas leyes. Por eso consideramos que: 1. -las leyes prácticas deben ser fielmente obedecidas, sin que el hecho de que en el futuro puedan ser cambiadas quite de ellas la obligatoriedad presente; 2. -no conviene multiplicarlas demasiado; 3. -el ministerio pastoral debe tener buen cuidado de dar el espíritu que las informa; y 4. -es más conveniente que regulen la vida de los pastores, que la de los laicos. De hecho, en la historia de la Iglesia, se han dictado muchos cánones conciliares y normas para regular la vida del clero (de vita et honestate clericorum), y muy pocos acerca de los laicos.

Notas para una obediencia espiritual de la ley

-Toda ley ha de ser obedecida fielmente, hasta la última letra (Mt 3,18), pues el que es fiel en lo poco, será fiel en lo mucho (25,21-23). Cristo nos dio ejemplo al pagar el tributo del templo (17,24-27), o cuando fue bautizado: «Conviene que cumplamos toda justicia» (3,15).

-La caridad debe ir más allá del mero cumplimiento de la ley. La ley exige mínimos -ir a misa el domingo-. Por eso el que se limita a cumplir la ley, morirá por la letra (2 Cor 3,6). La fidelidad a la ley, bien entendida, debe conducir a la plenitud del amor. Mal entendida, cuando el mínimo se toma como máximo exigido, se hace causa de infantilismo crónico.

-Hay que dar espíritu y ley, y los dos deben ser recibidos por los fieles. Si se da sólo espíritu, el camino evangélico queda sin trazar, resulta incierto, y muchos cristianos de poco espíritu se extraviarán. Si se da sólo ley, los fieles se verán judaizados bajo un yugo que no podrán soportar. Un río es agua y cauce -espíritu y ley-, no es sólo agua, ni sólo cauce. Agua sin cauce no es río, sino tierra encharcada. Cauce sin agua no es río; quizá lo fue.

Por otra parte, no conviene comenzar por la ley -del precepto dominical, por ejemplo-, sino por el espíritu. La ley debe urgirse en cuanto haya un mínimo de espíritu que haga posible -aunque arduo- su cumplimiento. No se cava primero un cauce y luego se busca agua con que llenarlo. Mejor es sacar primero el agua, y que ella vaya formando suavemente su propio cauce. En la Iglesia, la mayoría de las leyes fueron primero costumbres.

-La ley de Cristo es «ley de libertad» (Sant 2,12). Cumplirla nos libera de ser esclavos del pecado, de la carne, del mundo y del Demonio. Haciéndonos por el amor y la obediencia «siervos de Cristo» (1 Cor 7,22), «él nos hace libres» (Gál 5,1; +1 Pe 2,16; Vaticano II: LG 37b, 43a; PO l5b; PC 14b; DH 8a).

((Algunos cristianos, completamente alejados del pensamiento bíblico, consideran que sólo es libre lo espontáneo, aquello que está obrado al margen de toda ley obligatoria. Para ellos el área libre es el área sin-ley. A menos ley -en casa, convento, escuela-, más libertad. Estos, al parecer, hallarán la suprema libertad sólamente en la selva virgen, entre los monos. Allí no hay leyes.))

El hombre sin ley, vive abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,2-3), es carnal, y obrando espontáneamente, peca, y pecando se hace siervo del mundo, del pecado y del Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). Con frecuencia la Escritura da al pecado el nombre de anomía (sin ley, contra ley, Mt 23,28; Rm 4,7;6,19; 1 Jn 3,4). Y llama a los pecadores, a los que hacen el mal, anomoi (hombres sin-ley, 2 Tes 2,8; 2 Pe 2,8).

El hombre de ley, por el contrario, es el que, ateniéndose a las leyes de Dios y de su Iglesia, se hace libre, libera por la gracia su libertad esclavizada al placer, al dinero, al poder, al éxito, al pecado, al mundo, al Demonio. El cristiano, asumiendo la ley, protege y desarrolla su libertad personal; y nunca, ni siquiera en los modos corrientes de hablar, aceptará contraponer ley y libertad -horarios o días de trabajo, y otros libres-, pues para él todos los días, caminos, horarios y trabajos han de ser igualmente libres, ya que vive siempre en «la libertad y la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

-La ley estimula actos internos, no sólo externos. La mera ejecución material de la obra prescrita da lugar a una obediencia puramente material, que no es virtud, y que incluso puede tener motivaciones insanas -evitarse líos, quedar bien-. Por el contrario, la ley ha de suscitar una obediencia formal, que es un acto humano, es decir, aquél que implica atención e intención, y que es un acto cristiano, que procede, pues, de fe y caridad. Cuando la Iglesia, por ejemplo, manda ir a misa o rezar las Horas, impulsa a hacerlo con atención e intención, sin las cuales no habría cumplimiento de la ley (sino cumplo-y-miento).

-La simple repetición de actos remisos, prescritos por la ley, como no compromete el espíritu de la persona, apenas vale de nada, no crea virtud, no forma hábito, y hasta puede resultar peligrosa, pues da a la persona una apariencia engañosa de virtud.

((Señalemos algunos errores más frecuentes sobre la ley.

Los despreciadores de la ley de la Iglesia alegan que muchos la cumplieron durante años, y no avanzaron nada -«muchos años en el pueblo yendo a misa, y ya no fue más cuando vivió en la ciudad»-. La respuesta es clara: Si una determinada repetición de actos no llegó a formar hábito-virtud, hay que pensar que tales actos se hicieron sin intensidad, sin atención ni intención, y que la obediencia a la ley que los prescribía fue sin espíritu, vacía, meramente material, sostenida por motivaciones falsas o vanas. Ya vimos esto cuando tratamos de las virtudes y de su formación y crecimiento.

Hay quienes piensan que el incumplimiento material de la ley es pecado. La acusación de pecados involuntarios, relativamente frecuente -«comí sin recordar que había ayuno», «falté un domingo a misa por estar enfermo»-, indica una conciencia cristiana pobremente formada, una mentalidad legal mágica, que cosifica el pecado de un modo muy primitivo. ¿Cómo pudo haber pecado donde no hubo advertencia de la mente o consentimiento libre de la voluntad?

El voluntarista confía demasiado en la fuerza santificante de la ley, y todo espera arreglarlo pronto con un buen número de leyes bien apremiantes. De poco, sin embargo, vale la ley sin el espíritu. San Juan de Avila, en su Primer memorial al concilio de Trento (n.4), ya lo advertía: «Aprovecha poco mandar bien, si no hay virtud para ejecutar lo mandado. Vuelvo a afirmar: que todas las buenas leyes posibles que se hagan no serán bastantes para el remedio del hombre, pues la [Ley] de Dios no lo fue. ¡Gracias a Aquél que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de Vida, con el cual es hecho el hombre amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!»

El cumplimiento de las leyes puede ser ocasión de soberbia. El fariseo se decía: «Yo no soy como los demás hombres... ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo». El publicano, mientras tanto, sin atreverse a alzar los ojos, golpeaba su pecho: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecador!». Esta parábola, siempre actual, la dijo Jesús acerca de «algunos que confiaban mucho en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás», porque habían cumplido con unos pocos mínimos prescritos por la ley (Lc 18,9-14). Debemos cumplir la ley fielmente, pero con toda humildad, diciendo: «Somos siervos inútiles, lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (17,10). De todos modos, si en la obediencia a la ley a veces puede haber soberbia, en la desobediencia a la ley siempre hay soberbia.))

¿Cuándo es lícito no cumplir la ley?

¿Hay que seguir obedeciendo una norma eclesial que la mayoría incumple con la tolerancia de la jerarquía? Esta es la pregunta que viene a centrar el tema. Antes de entrar en doctrina, vengamos a algunos casos concretos del tiempo presente.

-La regulación de la natalidad. El Vaticano II enseña que, en tan grave cuestión, «los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Ahora bien, la Iglesia establece que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Pablo VI, enc. Humanæ vitæ 25-VII-1968, 11), y enseña que estas normas son «exigencias imprescriptibles de la ley divina» (25a). Es evidente que, en esta materia, estamos ante unas leyes ontológicas de la Iglesia, que no hacen sino declarar la realidad misma -licitud o ilicitud- de las cosas a la luz del Creador que las hizo.

-Los ritos litúrgicos. El concilio Vaticano II, fiel a la tradición, reservó la reglamentación de la liturgia al Papa y los Obispos; «por tanto, que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22). Pero en algunos lugares esto es mayoritariamente desobedecido, con anuencia o silencio de la jerarquía, hasta el punto de que la celebración litúrgica según las leyes de la Iglesia puede resultar chocante. Observemos que las normas litúrgicas, según de qué traten, suelen ser leyes determinantes o a veces leyes prácticas.

-El vestir de sacerdotes y religiosos ha sido objeto, hace muchos siglos, de leyes de la Iglesia, y también ahora es tema regulado en el Derecho Canónico (cc. 284 y 669). Ahora bien, las normas vigentes, en ciertas Iglesia locales, son generalmente incumplidas con el consentimiento de los Obispos. ¿Obligan todavía?... No siempre los Obispos en sus diócesis obligan a observar las leyes que ellos mismos elaboraron en Roma. Juan Pablo II, respecto del Código de Derecho Canónico, hacía notar que a lo largo de veinticinco años, la «nota de colegialidad [episcopal] ha caracterizado especialmente el proceso de elaboración del presente Código» (25-I-1983). Por supuesto que las normas sobre el vestir de sacerdotes y religiosos son leyes prácticas.

Pues bien, el incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas es lícito con tres condiciones que señala Suárez, recogiendo una doctrina clásica: tolerancia de la autoridad, causa razonable y mayoría de incumplidores. En efecto, «la ley canónica, si no es aceptada por la costumbre y esa costumbre se tolera, termina por no obligar, y eso aunque tal vez al principio hubiese habido culpa en no cumplirla. Pero es preciso que esa costumbre tenga alguna causa razonable. Y además es necesario, y basta, que no observe la ley la mayor parte del pueblo, pues si la mayor parte la observa, aunque los otros no la acepten, conserva su vigor» (De legibus IV,16,9).

-La tolerancia de la autoridad, claro está, no puede inferirse a la ligera. En ocasiones la jerarquía no corrige a los infractores de la ley, o no urge la obligatoriedad de ésta, por evitar males mayores, por falta de medios, o incluso por miedo invencible.

-También la mayoría de incumplidores constituye un punto delicado, especialmente en las circunstancias presentes de muchas Iglesias particulares, en las que dos tercios de los bautizados habitualmente no practica. Una gran mayoría de bautizados no va a misa el domingo, y el Obispo lo tolera... ¿Y qué va a hacer?). ¿Significa esto que el precepto dominical (canon 1247) queda prácticamente abolido y ya no obliga? En estas cuestiones ya se entiende que la referida mayoría ha de considerarse en relación a los bautizados creyentes y practicantes, en comunión habitual con la Iglesia.

-La causa razonable, finalmente, no podrá ser evaluada sin más por cualquiera, es evidente, sino que su apreciación, sobre todo si se trata de temas difíciles e importantes, requerirá el juicio de «varones prudentes», es decir, virtuosos y competentes en la materia. Todo esto queda dicho acerca del incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas de la Iglesia.

Las leyes ontológicas, por el contrario, han de ser obedecidas siempre, aunque su transgresión fuera en un lugar mayoritaria y tolerada, pues nunca habrá causa razonable para desobedecer las leyes divinas o naturales que son propuestas por las normas ontológicas. Pensemos, por ejemplo, en las normas morales sobre la regulación conyugal de la natalidad, al menos en sus aspectos substanciales.

¿Pero cómo saber si una ley eclesial es ontológica, y exige, por tanto, de modo absoluto la obediencia? ¿Qué debe hacer un cristiano si su conciencia personal dice algo contrario a lo que manda una ley no infaliblemente ontológica, allí donde es mayoritariamente incumplida, con cierta tolerancia de la jerarquía? ¿Es éste el caso de algunos aspectos de la moral conyugal cristiana?...

En teoría, el cristiano, cuando su conciencia, debidamente formada e informada, y estando libre para el bien, entra en conflicto con una norma no infalible de la Iglesia, debe atenerse a su conciencia y obrar según ella -evitando el escándalo-, pues «todo lo que no es según conciencia es pecado» (Rm 14,23). Pablo VI precisaba este principio con algunas observaciones (12-II-1969). No se trata de emancipar la conciencia del hombre ni de normas objetivas, ni del reconocimiento de unas autoridades docentes y rectoras (GS 16). La conciencia no es, por sí misma, el árbitro del valor moral de las acciones, sino el intérprete de una norma interior y superior, no creada por ella sino por Dios. Por tanto, la conciencia, para ser norma válida del obrar humano, debe ser recta -debe estar segura de sí misma-, y debe ser verdadera -no incierta, ni culpablemente errónea-. La conciencia, en fin, tiene obligación grave de formarse a la luz del Evangelio enseñado por el Magisterio de la Iglesia (50b).

En la práctica se debe obediencia a las normas de la Iglesia aun cuando éstas no sean presentadas como declaraciones dogmáticas infalibles. Así lo enseña el Vaticano II (LG 25a). En efecto, muy pocas veces será prudente, y por tanto lícito, para el cristiano fiarse más del dictamen de su conciencia que del dictamen de la Iglesia, aunque éste no haya sido formulado como infalible. La infalibilidad de la Iglesia, tanto en la fe como en las costumbres, se extiende mucho más allá de las declaraciones dogmáticas explícitamente definidas ex cathedra.

Quienes tan fácilmente consideran falibles las enseñanzas de la Iglesia -condicionamientos de época, escuelas teológicas, inercias tradicionales, etc. -, no parecen considerarse a sí mismos falibles, cuando en realidad son sumamente vulnerables al error: Son como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14). Críticos y suspicaces ante el sagrado magisterio de la Iglesia, dan muestras de una credulidad que ronda con la estupidez ante maestros que «no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7). Éstos sí que tienen su doctrina condicionada a las modas del mundo y dependiente de ideologías humanas. Por eso escribía Pío XI, tratando concretamente sobre cuestiones de moral conyugal: «Cuántos errores se mezclarían con la verdad si a cada uno se dejara examinarlas tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese confiada a la privada interpretación de la verdad revelada. [Por eso los cristianos] obedezcan y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error, y sus costumbres libres de la corrupción» (enc. Casti connubii 31-XII-1930).

La cantidad conveniente de leyes

Los institutos religiosos y seculares, y no pocas asociaciones de fieles, tienen reglas que, sobre las leyes universales de la Iglesia, incluyen un conjunto de normas propias. Y cuando la Iglesia da aprobación canónica a una regla, viene a decir públicamente: «El camino trazado por estas leyes ciertamente conduce a la perfección evangélica». Pues bien, como estas sociedades, que gozan de gran homogeneidad y cohesión interna, se forman por una voluntaria adscripción de cristianos, en ellas todos tienen medios y fines comunes, y todos profesan obediencia a un buen número de leyes y normas, en las que a veces se regulan cosas muy pequeñas.

La primera Regla de San Francisco de Asís, con ser muy espiritual y general, prescribe, por ejemplo, que los hermanos no hablen a solas con mujeres (cp.12) o que no viajen a caballo (cp.15). Las reglas detallistas tienen el valor de concretar mucho un estilo espiritual propio; pero tienen el peligro de que pocos las cumplan, y de que necesiten cambiar con el paso del tiempo.

Las leyes de la Iglesia, en cambio, son muy pocas, pues miran a la generalidad de los fieles, que viven vocaciones y carismas personales, y circunstancias culturales, muy diversas. Al paso de los siglos, la Iglesia ha ido estableciendo bastantes normas para regular la vida del clero; leyes unas veces prácticas, más sujetas al cambio con el tiempo, otras veces ontológicas o determinantes, de gran estabilidad tradicional. En todo caso, no son muchas las normas de clericis, al menos si las comparamos con las que rigen otros gremios importantes de la sociedad civil. Por lo que a los laicos se refiere, puede decirse que en la historia de la Iglesia el número de leyes ha sido siempre más o menos constante -domingo, ayunos, diezmos, comunion anual-, y siempre muy escaso.

¿Cuándo es conveniente la ley? Estimamos que la ley debe darse cuando: 1-actos gravemente urgidos por la caridad, 2-son mayoritariamente incumplidos, 3-a pesar de que sobre ellos la predicación da suficientemente el espíritu, 4-y hay una prudente esperanza de que con la ley pueda verse estimulado el espíritu a ciertas buenas obras. Con un ejemplo: Quizá fuera conveniente, al menos en los países ricos, que se restaurara en la Iglesia -o al menos en asociaciones privadas- la ley de los diezmos, pues parecen darse las cuatro condiciones señaladas.

En todo caso, la mayoría de los cristianos no puede vivir sin ley, pues la mayoría todavía es carnal. Y adviértase que de esta mayoría, muchos fieles de buena fe buscan hoy en asociaciones y movimientos ese conjunto de normas y costumbres, ese marco de referencia, que a veces no hallan en la parroquia y en el amplio ámbito de la Iglesia universal.

El amor a la ley eclesial

La verdadera espiritualidad cristiana incluye el amor a las leyes de la Iglesia. Los cristianos debemos amar la ley eclesial más que los judíos la ley mosaica, pues la nuestra es mucho más perfecta y salvífica. Por eso, reconociendo la ley de Cristo en las leyes de la Iglesia, debemos seguir haciendo nuestras las oraciones de los salmistas judíos:

«La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante; los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos; la voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y eternamente justos; más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila» (Sal 18,8-11; +1;118).

La veneración a los sagrados cánones de la Iglesia ha sido una constante en la Tradición católica de Oriente y Occidente, y por eso ha de considerarse como una nota esencial de la espiritualidad cristiana. Juan Pablo II habla de «un triángulo ideal: en lo alto está la sagrada Escritura; a un lado las actas del Vaticano II y, en el otro, el nuevo Código canónico» (3-II-1983,9). En el lenguaje cristiano de la Tradición, son tres sacralidades diversas, pero unidas: las sagradas Escrituras, los sagrados Concilios y los sagrados cánones. Estos libros -como se besa en una parroquia la fuente bautismal en la que se nos dio la vida- deben ser venerados con amor, pues por ellos permanecemos en la luz y en el camino de Cristo.

((Las espiritualidades que fomentan el menosprecio o la aversión a las leyes de la Iglesia en materia doctrinal y moral, pastoral, litúrgica o social, son falsas. Los despreciadores de la ley eclesial bien pueden ser, pues, considerados como «hijos del maligno» que, mientras todos dormían, sembraron cizaña en el trigal de Jesús (Mt 13,25. 38-39). Son «ladrones y salteadores», que se introdujeron en el aprisco de las ovejas «sin entrar por la puerta» (Jn 10,1-9). Son aquellos que dicen «burocracia romana» para referirse a la Santa Sede, y «centros del poder» para aludir a las Congregaciones que asisten al Papa en su ministerio universal como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro. Están perdidos.))

Los votos

El voto es «la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor», y pertenece a la virtud de la religión (c. 1191). Por el voto el cristiano se obliga libremente con una especie de ley personal que se añade a las leyes generales de la Iglesia. Unos votos son públicos, es decir, aceptados por la Iglesia, como es el caso de los votos religiosos; otros son privados, formulados individualmente, a veces con el consejo del director.

La materia de los votos puede ser muy variada: rezar las Horas, obedecer a alguien, dar limosna, privarse de algo, guardar virginidad, hacer un servicio de caridad o de apostolado, etc. Los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad, obediencia- y la tríada penitencial -oración, ayuno, limosna- dan amplia materia para votos muy valiosos.

Santa Teresa, siendo ya religiosa, hizo voto privado de obediencia al padre Gracián (Cuenta conciencia 30), y pensaba que «aunque no sean religiosos, sería gran cosa -como lo hacen muchos- tener a quien acudir, para no hacer en nada su voluntad» (3 Moradas 2,12). Santa Micaela, como ya vimos, se sometió con voto a su cuñada, sin saberlo ésta (Autobiografía 106). Pío XII elogia a quienes hacen voto privado de virginidad (enc. Sacra virginitas 25-III-1954, 3).

El voto es una alianza pactada entre Dios y el hombre. El hombre hace voto de una obra buena porque ha llegado al convencimiento de que Dios quiere dársela hacer. Es decir, si el cristiano se compromete con voto a cierto bien posible y mejor, también Dios, antes y más, se compromete a asistirle en ese intento con su gracia. Por tanto, en el pacto del voto la parte más preciosa, firme y santificante es la que corresponde a Dios. Esto ya lo entendía así, en el año 529, el concilio II de Orange: «Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido de él mismo lo que ha ofrecido en voto; según se lee: «Lo que de tu mano hemos recibido, esto te damos» (1 Crón 29,14)» (Dz 381).

Hay en el voto tres valores fundamentales (STh II-II,88,6; +Iraburu, Caminos laicales... 44-59 ):

1. -El voto es un acto de la virtud de la religión, que es la principal de las virtudes morales. La obra buena cumplida bajo el imperio de la virtud de la religión dobla su mérito: por ser buena y por ser ofrendada como un acto de culto espiritual.

2. -El voto aumenta el mérito de la obra buena, pues el hombre, en la obra buena prometida con voto, no sólo ofrece a Dios la obra, sino la misma potencialidad optativa de hacerla o no. Como dice Santo Tomás en el lugar citado, «más se da a un hombre al que se le da un árbol con sus frutos, que si se le dan los frutos solamente».

3. -El voto «afirma fijamente la voluntad en el bien», señala el mismo Doctor. Fácilmente se omiten las obras buenas dejadas a la gana o al impulso eventual: «Sí, debo orar -se dirá uno-, pero ¿cuánto tiempo? ¿precisamente esta tarde?». «Hay que dar limosna, ciertamente -considerará otro-, pero ¿cuándo, cuánto, cómo querrá Dios que yo dé?». Pues bien, la persona afirma su voluntad en un cierto bien, y obra con más prontitud y constancia, cuando un voto, prudentemente prometido, le asegura interiormente: «Puedes estar cierto de que Dios te da su gracia para hacer eso, pues te concedió la gracia de prometerlo con voto».

Algunas observaciones complementarias:

-El buen propósito del voto debe ser concebido en la más intensa luz de Dios, cuando la fe y el amor son mayores: en una fiesta litúrgica, al final de unos ejercicios espirituales, leyendo la Biblia, etc. Con un ejemplo: Un hombre camina perdido en un bosque inmenso. Sube a lo más alto de un árbol, divisa desde allí la ciudad a la que va, baja del árbol y, ya sin ver nada, camina en la buena dirección que descubrió desde la altura.

-Puede convenir hacer un voto cuando alguien ve que Dios quiere darle hacer algo bueno, y comprueba que una y otra vez, por pereza, por olvido, por lo que sea, falla a esa gracia y la pierde.

-La consagración obrada por el voto, dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y estables» se haya establecido (LG 44a). En principio, unos votos públicos, solemnes, perpetuos, son más preciosos que una simple promesa.

-Conviene cierta gradualidad prudente en la formulación del voto. Una persona, por ejemplo, se compromete durante un mes a rezar Laudes y Vísperas; después promete hacerlo un año; finalmente se compromete a todas las Horas de por vida, cuando comprueba que es capaz de rezarlas, es decir, que Dios se lo da.

-Conviene formular claramente las condiciones del voto -mejor por escrito-, para que el paso del tiempo no dé lugar a olvidos, dudas, infidelidades o escrúpulos de conciencia.

-El voto puede cesar por sí mismo, una vez cumplido o si en la situación de la persona se dan cambios decisivos. También, si se ve conveniente, puede ser anulado, suspendido, dispensado o conmutado. Nunca el voto debe venir a ser una pesada cadena (así lo entendieron Lutero, Molina y otros: Dz 2203, 3345), sino como un camino que ayuda a acercarse a Dios.



 

 

 

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