¿Por qué me convertí al
catolicismo?
LO QUE PROPIAMENTE DEBIERA HABERME APARTADO...
[Beasconsfield; sobresaliente como periodista,
poeta, político, filósofo, orador y autor de importantes obras. En
1922 se convirtió al Catolicismo, siendo desde entonces celoso
defensor de la fe católica y de la ortodoxia cristiana. Ya en 1908
había publicado su "Orthodoxy", apología en prosa de la fe
católica y, en 1910, la novela simbólica "The Ball and the Cross"
(La esfera y la cruz). Chesterton es enemigo tan acérrimo del
capitalismo como del socialismo. A causa de sus destacados
méritos, el Papa Pío XI lo elevó, en mayo de 1934, al cumplir los
sesenta años, a la dignidad de noble de la iglesia, confiriéndole
la Orden de San Gregorio. Poco después de su conversión, fundó el
movimiento distributista, secundado por su amigo el escritor
Hilario Relloc. Para fomentarlo, creó el semanario "G. K’s
Weekly", colaborando en él una selección de jóvenes intelectuales
católicos. Fué eterno contrincante de Bernard Shaw, cuya amistad,
sin embargo, cultivaba en privado. En 1909 escribió una de las
mejores biografías sobre él. Escribió también la del poeta
Browning — una de sus obras maestras — y las de Chaucer,
Stevenson, Coblelt, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino.
Dos meses antes de morir había terminado la suya propia. Sus
libros de poemas son numerosísimos. Sus dos novelas más famosas,
"El hombre que fué Jueves" y "El padre Brown" están traducidas al
castellano, como también’ "La esfera y la cruz". Igualmente se han
traducido su "Ortodoxia" y algunos poemas, entre ellos "Lepanto".
Viajó por Italia, Irlanda y América, escribiendo sobre las
impresiones recibidos en cada uno de estos países. Consagró toda
su vida a la literatura, dedicándose a ella por completo desde los
veinte años. Antes había estudiado dibujo. Por parte de su madre,
tenía sangre francesa. Se casó a los veinticinco años, sin tener
descendencia. Murió en 1936]
"Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que
el problema "por qué soy católico" es muy distinto del problema
"por qué me convertí al catolicismo". Tantas cosas han motivado mi
conversión y tantas otras siguen surgiendo después... Todas ellas
se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el
empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también tan
numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el
motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi
insignificante y secundario. La "confirmación" de la fe, vale
decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el
sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión.
El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas
razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto,
este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y
única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de
agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo
cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en
ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más
importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para
volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.
¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta
fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y
de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de
sus distintas piedras.
A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo
hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien
haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios
católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del
difunto señor Kensit.
El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como
protestante fanático, organizó en 1898 una banda que,
sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba
seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de
heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión
pública se volvió contra él, clasificando como "Kensitite Press" a
los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra
contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda
buena voluntad.
Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios
lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa
curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y
deseable.
En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se
mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la
Santísima Virgen de un místico católico que escribía: "Todas las
criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe
algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de trompeta
y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!" Me
parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera
con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida
por aquel místico, siempre que se la sepa entender.
En el segundo caso, alguien del diario "Daily News" (entonces yo
mismo era todavía alguien del "Daily News"), como ejemplo típico
del "formulismo muerto" de los oficios católicos, citó lo
siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y
obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a
Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y
que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción.
Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: "¡Qué sensata es esa
gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi,
yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en
mi presencia".
Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros
procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos
de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de
publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que
siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta
más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a
marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos
personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y
agradezco tanto: al reverendo Padre John O´Connor de Bradford y al
señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi
acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera
del "Daily News".
Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la
historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay
en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos
veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del
país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente
entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una
realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés
se concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fui
descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la
historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo
tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo
cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no
podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e
incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.
Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad
la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose.
Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos
los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les
sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que
desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito
momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar
enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos
mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para
el prusianismo, como en Manchester para el individualismo
manchesteriano.
Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la
fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro
más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los
pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este
concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más
fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones;
pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para
explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi
convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la
dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material
numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me
causaron una especial impresión.
Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer
al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre
en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir
un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de
la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la
superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan
vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico
se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que,
con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto
idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma
pagana a pesar de los "intermezzos" de un Lucrecio o de un Lucano.
No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una
impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse
únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es
místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre
todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las
sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como
algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una
sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las
cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las
menosprecian.
Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la
contraposición que existe entre el convento y la familia (The
Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era
realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre
esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a
ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo
exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin
disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que
testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los
votos y las profesiones más altas y "menos razonables" —por
decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores
de la vida diaria.
Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola
revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado lo
superior es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente
revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de
la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al
optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al
"nonsense", a la insensatez.
Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo
bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el
fervoroso agradecimiento "realmente existente" hacia Dios, no se
hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que
les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también
esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente
bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces
habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el
mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.
Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación
que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se
mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas,
pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo
victoriano. Por el contrario, la más exaltación por la Santísima
Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís,
seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida.
Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo.
Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es
una de las características del catolicismo que me parece singular
y universal a la vez. Esta otra la sigue:
Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la
destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El
otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos
los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más
felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean
—como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas. Ahora
bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente
convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante
los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho
tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira
siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así
llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue
sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una
superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos
hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para
cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy
al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de
diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo,
llega, pues, a tener de repente dos mil años. Esto significa, si
lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece
y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como
ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos
los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios
Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o
el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más
moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos. El
socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana
acumulación de riquezas en la propia nación. Su política
resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el
Tibet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si
no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo
extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se
reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la superstición
ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda
una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la
IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó
asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son
invenciones de su tiempo —podría decirse en su excusa—. Hace ya
mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una
invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo
capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y
sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la
esperanza de verla morir algún día".
G. K. Chesterton
(Tomado de LAMPING, Severin, Hombres que vuelven a la Iglesia,
E.P.E.S.A., Madrid, 1949)